Huérfanos de la Creación: Cubierta Roger MacBride Allen 1
Huérfanos de la Creación: Índice Roger MacBride AllenHUÉRFANOS DE LA CREACIÓNContacto con el pasado de la humanidad (1968)Roger MacBride Allen ÍNDICENOVIEMBRECapítulo uno.........................................................................................................................................6Capítulo dos .......................................................................................................................................19Capítulo tres .......................................................................................................................................43Capítulo cuatro...................................................................................................................................56Capítulo cinco ....................................................................................................................................77Capítulo seis.......................................................................................................................................99Capítulo siete ...................................................................................................................................126Capítulo ocho ...................................................................................................................................157DICIEMBRECapítulo nueve .................................................................................................................................175Capítulo diez ....................................................................................................................................198Capítulo once ...................................................................................................................................214ENEROCapítulo doce ...................................................................................................................................230Capítulo trece ...................................................................................................................................243FEBREROCapítulo catorce ...............................................................................................................................271Capítulo quince ................................................................................................................................289Capítulo dieciséis .............................................................................................................................301Capítulo diecisiete............................................................................................................................328Capítulo dieciocho ...........................................................................................................................352Capítulo diecinueve..........................................................................................................................372Capítulo veinte .................................................................................................................................395MARZOCapítulo veintiuno............................................................................................................................411Capítulo veintidós ............................................................................................................................437ABRILCapítulo veintitrés ............................................................................................................................457VERANOCapítulo veinticuatro........................................................................................................................472DICIEMBRECapítulo veinticinco .........................................................................................................................482Posdata .............................................................................................................................................485Nota del autor...................................................................................................................................487Roger MacBride Allen .....................................................................................................................499 2
Huérfanos de la Creación Roger MacBride AllenDedicatoria:A Harry Turtledove,víctima también de la incitación a la ficción. Supongamos... que una o varias especies denuestro género ancestral Australopithecus hayasobrevivido; un escenario perfectamente razonable,en teoría... Nosotros, es decir, el Homo sapiens,hubiéramos tenido que enfrentarnos a todos losdilemas morales que implica el tratar con unaespecie humana dotada de una capacidad mentalclaramente inferior. ¿Qué hubiéramos hecho conellos? ¿Esclavizarlos? ¿Exterminarlos? ¿Coexistircon ellos? ¿Convertirlos en trabajadores domésticos?¿Meterlos en reservas? ¿En zoológicos? STEPHEN JAY GOULD La falsa medida del hombre 3
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allen Caminaba entre los surcos del campo quemado, y hacíacrujir los restos carbonizados bajo sus pies desnudos. Elfuego estuvo aquí; los hombres lo trajeron deliberadamentepara limpiar el bosque y crear un campo para cultivar suscosechas. Ya habían plantado, y ya habían llegado laslluvias, y ahora el campo era un áspero mar de légamoendurecido por el calor y de carbón que se disolvía. Latierra hosca humeaba visiblemente bajo la humedadcoagulada del cálido día, convirtiendo el campo en unlúgubre espacio de neblinas que se enroscaban bajo uncielo gris acerado. No todo era adusto, los feos marrones ynegros del campo retrocedían aquí y allá ante losesperanzadores y frágiles verdes de la futura nuevacosecha. Pero ella no veía nada de eso, y sólo miraba fijamente ala tierra mientras andaba, deteniéndose para inclinarse yarrancar las resistentes malas hierbas que constantementeamenazaban con sofocar los diminutos y frágiles brotes delcultivo. Si la hubieran instruido para arrancar los brotes,dejando las malas hierbas, no le habría importado nisabría cuál era la diferencia entre una cosa y otra. Trabajaba con rapidez, sus dedos rechonchos y cortoseran sorprendentemente gráciles en su labor. La mayoríade las hierbas las metía en una bolsa que colgaba de unacinta alrededor de su cuello, pero, de vez en cuando, seintroducía en la boca algunos de los tallos más apetitosos,masticándolos hasta un tamaño digerible antes detragárselos. El campo era grande, a lo ancho y alo largo, pero almenos había llegado al final del surco. Se detuvo, alzó lacabeza y miró, directamente al frente, a la sólida muralla 4
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allende árboles y maleza que se alzaba en el mismo límite delcampo. Escuchó los sonidos y olió los aromas de la junglay los lugares silvestres. Se quedó allí, con un par de hojas de bambú quetemblaban en la comisura de su boca mientras masticaba,contemplando la selva, como si buscara algo en el interiordel bosque. Entonces, repentinamente, el capataz gritó. Segiró de un brinco, sobresaltada, y volvió al interior delcampo, obedeciendo a la voz del hombre antes que a suspalabras. Según pasaba el día, la interminable nube de insectosparecía espesarse en torno a ella. A la mayoría losmantenía a raya moviendo los brazos, pero unos cuantosconseguían atravesar su barrera. Un mosquito aterrizósobre su nariz chata, y ella se lo quitó de un manotazo.Otro intentó posarse en su pecho para alimentarse, pero loque consiguió fue enredarse en la mata de pelaje hirsutoentre sus ubres. Lo aplastó sin bajar la vista y continuó consu desbroce, dejando el diminuto cuerpo del insectoaplastado contra su piel. Encontró otra mala hierba. Se inclinó, la extrajo tirandoy examinó las raíces con anhelo. Divisó una larva rosáceaentre los zarcillos de las raíces. Emitiendo un apagadosonido de satisfacción, cogió la larva entre sus dedos, se laintrodujo en su boca y la trituró entre sus mandíbulas. Hoyera un día como cualquier otro. Su mundo era muy pequeño. 5
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride AllenNOVIEMBRECAPÍTULO UNO La casa era antigua. Siete generaciones habían hollado suspisos, a través de los tiempos de las plantaciones, de laRebelión y la Reconstrucción, capeando expoliadoresyanquis y cruces ardientes, dos guerras mundiales y lasegregación y las marchas por los derechos civiles. La CasaGowrie se erguía en su sitio desde los días del ReyAlgodón, sus tierras se habían reducido en extensión demillas cuadradas a unos pocos acres según las generacionesde propietarios vendían lo que ya no querían, y su dominiode campos que se extendían hasta el horizonte se habíaencogido hasta unos pocos jardines de flores solemnes ydecorativas. La doctora Barbara Marchando estaba sentada al borde deuna silla cubierta de polvo en el desván de la Casa Gowrie,rodeada de objetos grávidos con el peso de ese pasadorepleto de acontecimientos, cosas que transmitían unasensación de antigüedad. No se podía negar que las edades pasadas lo impregnabantodo aquí. Pero, de alguna manera, se le seguía haciendoextraño el pensar en este lugar, o en cualquier lugarhumano, como antiguo. Barbara era paleoantropóloga, unaestudiante del pasado que trabajaba con milenios, conmillones de años, con extensiones de tiempo tan grandesque en comparación el siglo y medio de existencia deaquella casa era insignificante; un lapso tan fugaz que noquedaba registrado en las escalas de tiempo geológico. Y aun así, el tiempo y la historia podían sentirse,impregnando pesadamente ese lugar. Innumerables 6
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allenacontecimientos y recuerdos se enmarañaban en la telarañade las brevísimas décadas que medían la existencia de lacasa. La familia de Barbara había sido dueña de la casadurante mucho tiempo, en la escala humana. Doce décadasantes, era la casa la que fue dueña de su familia, hasta queel Esclavo había tomado el lugar del Amo, y de esa formahabían nacido leyendas. Volvía a ser Acción de Gracias, y por centésima vezdesde que era una niña pequeña había buscado refugiarse dela festiva y escandalosa reunión que tenía lugar abajoescabullándose al desván. Le encantaba examinar lamisteriosa amalgama de tesoros familiares y escombros,respirar la fragancia de sábanas ajadas y el olor seco yumbrío de las vigas de madera del desván cocinadas en elhorno del calor pasado de tantos veranos. Quizá fuera aquí,rebuscando entre esos secretos, donde halló su vocación. Locierto es que siempre había amado este lugar. Siempre que acudía aquí arriba soñaba con encontrar elpremio, la joya de valor incalculable que estaba escondidaen este lugar. Y ahora, cuando los últimos platos de lacomida de Acción de Gracias resonaban al ser devueltos alos armarios de abajo, se decidió a buscar en el único lugaren el que jamás se había atrevido a buscar de niña: el baúlde viaje cerrado que llevaba tanto tiempo esperándola.Sabía a quién había pertenecido en su momento: lasiniciales Z.J. estaban pintadas sobre la chapa de lacerradura, en pan de oro desteñido y polvoriento. El baúl perteneció a Zebulon Jones en persona, su tátara-tatarabuelo, el creador de leyendas de la familia, el hombrevaliente que desafió a dueños de esclavos y rebeldes, aexpoliadores yanquis y al Klan. 7
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allen Cuando era un joven muerto de hambre, se escapó de laplantación del Coronel Gowrie en 1850, a la edad deveinticinco años. Fue al Norte, se ganó la vida como pudo,se enseñó a sí mismo a leer y escribir mientras se lasarreglaba para sobrevivir como mozo de cuadra al norte deNueva York, hasta que finalmente fue dueño de su propioestablo y de una taberna, y obtuvo el derecho al voto, parasu orgullo, en 1860, justo a tiempo de ejercerlo a favor deAbraham Lincoln. Al negársele la oportunidad de unirse alejército de la Unión, se labró su fortuna durante la Guerracriando, adquiriendo y vendiendo caballos para la caballeríade la Unión. Volvió a casa, al Misisipi, convertido en un hombre rico,justo en los días más febriles de la Reconstrucción.Mientras tanto, unos taimados norteños habían logradollevar la Casa Gowrie a la bancarrota, y pretendíanengatusar a Zebulon y aliviarlo de su dinero mediante unacompleja estafa inmobiliaria, pero se encontraron con quelas tornas se volvieron en su contra cuando descubrieron lomucho que sabía de leyes su supuesta víctima. Zeb compró la plantación de su antiguo dueño ante susnarices, y dejó claro el asunto en los tribunales. Se asentóallí para plantar nuevos cultivos y establecer su propiafamilia. Dos veces mató a hombres del Klan a tiros desdesu pórtico, cuando vinieron a linchar al insolente chiconegro y quemar su casa. Se presentó al Congreso, ganó, y ocupó ese cargo durantedos años a principio de la década de 1870, antes de que elhombre blanco robara las urnas electorales y las promesasde la Reconstrucción a los negros que supuestamente eranciudadanos libres y con derechos. 8
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allen Zebulon Jones. La familia preservaba celosamente laherencia de ese personaje: cada hijo, nieto y tataranieto,hasta la última generación, conocía las historias y leyendassobre Zebulon, y todos compartían en gran medida suorgullo y su tenacidad, su valor y su determinación. Saber que el baúl había pertenecido a su tatarabuelo hacíaque sus secretos fueran aún más atrayentes para Barbara.Durante toda su vida, e incluso desde antes de que naciera,el baúl había estado en el desván, con sus tesoros a buenrecaudo. Durante su infancia, cada vez que sus padresvenían de visita a la casa familiar, subía aquí arriba paraquedarse contemplando el baúl durante horas. Y cada unade esas veces, manipulaba la resistente cerradura paracomprobar si finalmente había cedido a la herrumbre y altiempo... pero siempre seguía sólidamente cerrado. Sin duda la llave se había perdido hacía mucho tiempo,olvidada en el cajón de una u otra tía. Cuando era niña,Barbara imaginaba los secretos que podían estar encerradosdentro del baúl, y pensaba en los arqueólogos ysaqueadores de tumbas que aparecían en sus libros,abriendo la tumba del Faraón. Nunca se atrevió a forzar lacerradura. Pero hoy, ahora mismo, finalmente, decidió que ya teníabastante. No sabía por qué, exactamente, pero la tentaciónde mirar en el interior del baúl era demasiado grande, y lapresión para mantenerse alejada de él era muy débil. Quizá fuera que seguía enfadada con su esposo, Michael,y que quería que lo pagara un pobre baúl de viajeindefenso. No hacía mucho que se habían separado, yMichael le echaba la culpa de todo a Barbara; otra de susinterminables negativas a admitir responsabilidad, lo que en 9
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allenrealidad fue uno de los motivos principales de la separaciónen primer lugar. Michael estaba de vuelta en Washington,ya que tenía que cumplir su turno en el servicio deurgencias durante la mayor parte del fin de semana. Quizá fuera que había abierto tumbas cien veces másantiguas, y su objetividad profesional al fin se habíaimpuesto a la idea de pecado implícita en abrir el viejo baúldel tesoro familiar. Y quizá fuera que se rebelaba silenciosamente contra susparientes que alborotaban en el piso de abajo. Que seguíaninsistiendo en tratar a una persona de treinta y dos años quetenía un doctorado como si fuera una chiquilla de quincedemasiado lista. Incluso mientras se inventaba todas esasracionalizaciones, sabía que no tenían importancia alguna.Pura y simplemente, su curiosidad al fin la había vencido, yya no era capaz de resistirse al misterio y al desafío de estaolvidada reliquia familiar. Se levantó de la silla, alzando una nube de polvo con elmovimiento. Suspirando, se limpió con la mano toda motade polvo de su vestido verde ajustado. Era una mujer alta,esbelta y de piel oscura, de raza negra y con un rostro oval,lleno de gracia y expresividad, y con unos asombrosos ojosde color miel, enormes y encantadores. El vestido sinmangas mostraba unos brazos sorprendentemente bienmusculados, gracias a las interminables horas de trabajocon pala en los yacimientos, y sus manos eran fuertes yencallecidas. Se tocó la cabellera, que llevabacuidadosamente cortada a la altura de los hombros,preguntándose si luego tendría que utilizar el champú paraeliminar el polvo que se le pegaría. 10
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allen Pero eso sería luego. Rebuscó por todas partes hasta queencontró un viejo atizador de chimenea que probablementeacabó jubilado en el desván mucho antes de la SegundaGuerra Mundial. Encajó el extremo puntiagudo entre lacerradura y la madera del baúl, le dio un buen tirón alatizador y fue recompensada con un gran crujido y unsonido metálico cuando la cerradura cayó de una pieza alsuelo. Aparentemente, la madera del baúl estaba en peorestado que la cerradura. Dejó el atizador en el suelo y se arrodilló delante del baúl,agarró la tapa y la empujó con suavidad. Se resistió duranteun momento, y luego se abrió sin ruido, exhalando unanubecilla de polvo que había permanecido sin serperturbado durante generaciones. Las bisagras gimieronligeramente, oponiendo algo de resistencia ante elmovimiento desacostumbrado. Mientras la tapa se abría, Barbara sintió media docena deemociones que aleteaban en su corazón, como una bandadade pájaros que se persiguieran los unos a los otros, pasandode uno en uno por un ventanal estrecho. Se había sentido así muchas veces con anterioridad: enuna excavación cuando al fin abrían una tumba, cuandodejaba un fósil al descubierto, cuando abría el sobre quecontenía el informe de laboratorio que confirmaría onegaría su teoría. Excitación, expectación, ilusión sobre lascosas maravillosas a punto de ser descubiertas, una ligeradecepción cuando la realidad mundana no era tanmaravillosa como las posibilidades que ofrecía, un ligeroreproche a sí misma por permitirse olvidar su objetividadcientífica, un esperanzado recordatorio para sí misma de 11
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allenque las maravillas que buscaba puede que estuvierantodavía esperándola si buscaba un poco más. En el baúl no había nada fuera de lo normal y esperable:los objetos personales y las ropas viejas de un hombreanciano, posesiones que fueron guardadas con granreverencia, recuerdos impregnados de un ligero olor a bolasde naftalina y objetos recalentados por los veranos en eldesván, cosas que nadie tuvo el ánimo de tirar cuandomurió el patriarca familiar. Una camisa de seda, un par debifocales con montura de oro en una funda gastada, unasombrerera de madera lacada que contenía un canotié debarquero, un traje gris de lana que debió ser incómodo yrasposo en los veranos del Misisipi. Una maltrecha pipa demazorca de maíz, junto a otra retorcida y en su momentomuy usada de madera de brezo, que seguía brillante graciasal último pulido que recibió en algún momento del siglopasado. Cuidadosa y lentamente, fue sacando cada objeto delinterior del baúl. Debajo de la sombrerera había una pila delibros viejos. Los cogió uno a uno y hojeó las páginas. Unabiblia, no una de esas grandes biblias familiares, sino el tipode pequeño volumen de bolsillo que se podía de llevar deviaje. Historia de Dos Ciudades, un libro hermoso conencuadernación de cuero grabada a mano e ilustrado conláminas a color, impreso en 1887. Historia de la RazaNegra en América, de George Washington Williams1, 1886.La narración de Sojourner Truth2, sin fecha de imprenta.Todos los libros tenían el aspecto manoseado que confiereel haber sido leídos y releídos. Debían ser los libros que1 (1849-1891) Historiador, clérigo, político y jurista afroamericano. (N. del T.)2 (1797-1883) Isabella Bomefree, escritora y oradora afroamericana de la causa abolicionista que nació en la esclavitudy que adoptaría el nombre de Sojourner Truth en 1843. La narración de Sojourner Truth es su propia biografía,compilada con la colaboración de Olive Gilbert. (N. del T.) 12
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride AllenZebulon mantenía junto a la cabecera de su cama; los másqueridos, los amigos a los que visitaba a menudo. Barbaratuvo la sensación de que era una vergüenza que estuvieranallí, amontonados junto a las demás reliquias, apolillándoseen la oscuridad en vez de tener un lugar de honor en labiblioteca. Los libros, especialmente los favoritos deZebulon, deberían ser colocados allí donde pudieran vivir,donde la familia pudiera verlos, tocarlos y leer las palabrasque su antepasado había amado. Depositó La narración deSojourner Truth en el suelo y volvió a mirar el interior delbaúl. Quedaba un libro en el fondo, más pequeño y más gastadoque los demás. Lo cogió, examinó el lomo y laencuadernación. No tenía título por ninguna parte. Sinapenas atreverse a pensar en lo que acababa de encontrar, loabrió, pasó una o dos páginas, y su corazón se detuvodurante un instante. En la primera página, con una caligrafía cuidadosa, estabaescrito:ZEBULON JONESDIARIO, APUNTES Y LIBRO DE RECUERDOSde Hechos ActualesyTiempos Pasados1891 Barbara sonrió con nerviosismo cuando leyó las palabras.Éste era el premio, la joya de valor incalculable. Nadie delos que vivían sabía que Zebulon había llevado un diario.Este libro tendría muchas historias que contar. Se llevó el 13
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allenlibro hasta la cara, respiró su fragancia, lo abrió por laprimera página de narrativa y se maravilló de lo que teníaen las manos. Más allá de toda forma particular que tuviera uno demedir el tiempo, el libro era viejo, y rebosaba deexperiencias. El tiempo había acartonado, desgastado yoscurecido las páginas. Una caligrafía precisa y angulosadesfilaba sobre la página carente de líneas con la mismaconfianza con que había sido escrita hacía casi un siglo,pero la tinta negra había adquirido un tono amarronado enalgunos lugares. La encuadernación de cuero, ablandadapor muchos años de uso, exhalaba los aromas de lasdécadas a las que había sobrevivido: el olor del sudor queimpregnaba unas manos, un débil indicio de tabaco trascompartir un bolsillo con una pipa muy utilizada, laimpresión de alcanfor y lana vieja, testimonio de que ellibro había pasado muchos años en el viejo baúl con lasropas guardadas. –¿Barbara? ¿Ya te has vuelto a meter ahí arriba? –Unavoz profunda y resonante llegó desde el hueco de laescalera, rompiendo el encantamiento del momento.Pertenecía a la madre de Barbara. Georgina Jones, unamatriarca sólida y con los pies firmemente plantados en latierra. –Estoy aquí, mamá. ¿Qué pasa? –Ya sabía yo que no te podrías mantener alejada de esedesván polvoriento en cuanto las tías empezaran a marujear.Baja ya. El partido de rugby ya se terminó y están a puntode servir los postres. Date prisa o te quedarás sin probar elpastel de manzana de la prima Rose. Barbara sonrió pese a sí misma. 14
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allen –Ya voy, mamá. –Volvió a dejar todo menos el diario enel baúl, bajó la tapa, encajó la cerradura de nuevo en sulugar, y devolvió el atizador al lugar donde lo habíaencontrado. Descendió por las escaleras, llevándose el diario deZebulon, hacia la reunión familiar del piso de abajo. Sedetuvo en el pequeño dormitorio de la esquina que le habíaasignado la tía abuela Josephine, y escondió el diario en labalda superior del armario ropero. Tarde o temprano tendríaque confesar el crimen de apertura con violencia de baúlque había cometido. Por otro lado, el descubrimiento deldiario le serviría como una gran defensa contra las lenguasafiladas; pero quería tener la oportunidad de leer laspalabras del abuelo Zeb antes que nadie. Siempre le habíagustado descubrir secretos... y tener conocimiento de elloscuando nadie más los sabía. Pero primero venía la tarta de manzana de Rose, y losbrownies de Clare, y el pastel de pacana de George, y trestipos de pastel de calabaza y dos de pastel de melaza alestilo amish, y los niños que correteaban por todas partes.Los más viejos estaban sentados en sus sillonesexcesivamente mullidos, cómodamente cerca los unos delos otros... y cómodamente cerca de la mesa con el bufé quehabían servido para la ocasión en la sala de estar (que larama sureña de la familia insistía en llamar el vestíbulo),haciendo que sus hijos mayores les trajeran postres y café.No se trataba solamente de la comida, por supuesto. Setrataba de la familia, de la cercanía, del amor, del constanterecordatorio de un pasado orgulloso y de la confianza en el 15
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allenfuturo, y de un verdadero Acción de Gracias por unpresente feliz y satisfactorio. Barbara se puso en la cola para el bufé y consiguió lapenúltima porción de la tarta de Rose, y unas generosasraciones de dos o tres más de sus favoritos, y rió y charlócon todo el mundo, e incluso consiguió encontrar una sillalibre en la abarrotada sala de estar. Cuando todo el mundoestuvo sentado frente a un plato a rebosar con seis tipos depostre diferentes y con todas las dietas olvidadas hastamañana, la tía abuela Josephine dio otro rezo, agradeciendoal Señor esta vez porque hubiera tantos seres queridospresentes en ese momento, porque los que ya habían«seguido adelante» (como lo expresó delicadamente la tíaabuela Josephine) todavía siguieran siendo honrados yrecordados, porque los que estaban separados por ladistancia y las obligaciones estuvieran contentos y sanos(aunque Barbara tuvo un pequeño problema a la hora deconsiderar a su ausente y próximamente antiguo esposoMichael como «contento»). Hubo un coro de fuertes «amenes» baptistas, y el nivel deruido ambiental descendió súbitamente cuando todo elmundo metió la cucharilla en el plato, descubriendo quetodavía tenían hueco para los postres. Después, los hombres se dirigieron a la terraza de la CasaGowrie a jugar al pinacle, al bridge y al dominó a la luz delcrepúsculo y de las lámparas. Unos cuantos de los jóvenesmás osados se escabulleron al piso de arriba para una timbade póquer de verdad, dejando a sus primos menos atrevidosboquiabiertos de admiración. ¡Apuestas con dinero, aquí, enla casa de la Tía Josephine! Los niños salieron corriendopara irse a jugar Dios sabe dónde y las mujeres empezaron 16
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allena limpiar tras la comida. Cada grupo se dirigió a su lugar ya realizar sus actividades sin que nadie dijera qué teníanque hacer, y sin que ninguna de las mujeres pusieraobjeciones, por hoy, al menos, acerca de tener que fregarlos platos. Era parte de la tradición esperada de lacelebración, y Barbara encontró algo reconfortante el estaren compañía exclusivamente femenina, lavando y secandocuidadosamente la vajilla de gala y la cubertería de platamientras las mujeres compartían los últimos cotilleos acercade este o aquel pariente ausente, y jactándose de lo bien queles iba a sus hijos o nietos en la escuela. Después de fregar,las mujeres tomaron café y engulleron los últimos restos dedulces mientras hablaban alrededor de la gran mesa en laenorme cocina de Tía Josephine, que casi era una pieza demuseo, una habitación que estaba exactamente igual quecuando nació Barbara. La tarde se adentró en la noche, y Barbara se levantósigilosamente de la mesa brillantemente iluminada, recogiósu suéter del armario de la sala principal y salió a latranquila oscuridad, con la risa de los jugadores de cartasdébil y al mismo tiempo cercana en la fresca brisa. Caminópor el serpenteante camino de entrada para los coches quellevaba a la carretera comarcal. Había sido un día de cielo azul claro y perfecto, peroahora los últimos rastros de luz solar se deslizaban bajo elhorizonte occidental y unas nubes aceradas acudían entropel desde el sur, apagando las primeras estrellas de lanoche en el mismo momento en que aparecían. Se oyó elretumbar distante de un trueno, un sonido extraño para unanoche de noviembre. Barbara se detuvo a unos treintametros de la casa y volvió la vista atrás por donde había 17
Huérfanos de la Creación: Capítulo uno Roger MacBride Allenvenido. Era un lugar grande y viejo, y cada generaciónhabía añadido algo a la casa, haciendo que la fachadaoriginal estuviera casi sepultada bajo un siglo deremodelaciones. Hacía muchas décadas que se habíanplantado unos viejos y sólidos robles para dar sombra a lacasa, y ahora sus ramas superiores oscilaban hacia delante yatrás bajo la creciente fuerza del viento. Había fantasmas en la Casa Gowrie, pensó Barbara,espíritus amistosos que enseñaban a los suyos los valores dela familia, del amor y del recuerdo. Había una fuerza y unapresencia reconfortante en ese lugar. Oyó un ruido como de aleteo y un ligero alboroto queprocedía de la terraza, se volvió para ver qué pasaba ysonrió. El viento había comenzado a levantar las cartas, ylos jugadores de bridge se retiraban al interior, justo en elmomento en que las mujeres finalmente salían de la casapara reunirse con los hombres. Era la señal para arrastrar lasmesas de juego al vestíbulo y formar nuevos cuartetos.Volvió al interior para ver si podía unirse a alguna de laspartidas. 18
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride AllenCAPÍTULO DOS Era ya cerca de la medianoche antes de que se jugara laúltima partida de bridge y la gente empezaba a pensar enretirarse. Barbara regresó a su diminuto dormitorio y secambió de ropa para acostarse. En la pequeña habitación de la esquina de la casa habíaapenas espacio suficiente para un pequeño tocador, unamesilla de noche y una cama estrecha, pero todo ello nosuponía ninguna molestia para Barbara: con tantosvisitantes en la casa esa noche, era uno de los pocos que notendría que compartir habitación. Ahora se percató de lomucho que se había acostumbrado a dormir sola. Inclusoantes de la reciente ruptura, durante la mayor parte de losúltimos meses, Michael siempre tenía turno de noche en elhospital. Cuando estaba en Washington, Barbara normalmenteprefería ponerse algo del estilo de una vieja camiseta paraacostarse, pero, por algún motivo, eso le parecía frívolo ypoco digno en la casa de Zebulon Jones. Siempre llevaba uncamisón de cuerpo entero cuando estaba en Gowrie, yahora, como siempre, tenía cuidado de cubrir incluso esecamisón con una bata del tipo apropiado para una damacuando iba y venía del cuarto de baño. Unos pocos minutos después, consiguió encajarse en laestrecha cama, tras cepillarse bien los dientes y peinarse elpelo. Cuando se metió en la diminuta cama en la habitaciónque parecía de una casa de muñecas, con el trueno y lalluvia que se abatía súbitamente contra las ventanashaciéndolas vibrar, a la cálida luz amarilla de la lámpara dela mesilla de noche, Barbara se sintió como si volviera a seruna niña, leyendo en secreto con una linterna sus novelas de 19
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride AllenNancy Drew bajo las sábanas después de que mamá lahubiera acostado. Y el diario de Zebulon Jones era un secreto tan buenocomo cualquier otro que hubiera descubierto jamás. Al fin asolas y sin que nadie viniera a molestarla, abrió el libro yempezó a leer mientras la lluvia se estrellaba en goteronescontra los cristales. Nací esclavo [comenzaba el libro] y pasé losprimeros veinticinco años de mi vida sujeto a esamonstruosa condición. Un cuarto de siglo de unaexistencia en cautiverio dejó su marca evidente en elresto de mi vida, que he empleado en la búsqueda detodo aquello que se le niega a un esclavo: libertad,dignidad, educación, prosperidad, propiedad ycontrol sobre el propio destino, la oportunidad deproveer para la familia de uno y para los míos, eltiempo para uno mismo necesario para atesorar lasmaravillas del mundo de Dios. En esas empresas, creo haber tenido algún éxito.Me acerco al fin de mi vida útil, y siento que deboprepararme para el momento en que conozca a miHacedor. No moriré voluntariamente, porque lavida es un don precioso que nadie puede negarmientras se le ofrece. Pero me esfuerzo por ser unsiervo obediente del Señor cuando Él al fin me llamea casa. Si bien mi vida no está exenta de faltas, no ha sidotan vergonzosa como para que un Dios justo ymisericordioso me niegue la entrada a su Reino.Tras una vida de batallas contra Sus enemigos: el 20
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride AllenEsclavista, los Linchadores, los Hombres del Klan ytodos los demás agentes del odio, estoy en paz conDios. He cumplido con mi deber para con Él, y paraconmigo mismo. Sólo me queda relatar, lo mejorque pueda, los acontecimientos de mi vida, no comoun monumento a mi persona, sino como un medio deinstruir a los demás acerca de lo que un hombrepuede lograr. Con ese propósito, y con la misma advertencia deque lo que sigue no es jactancia sino un ejemplo,debo comenzar relatando las dificultades alineadasen mi contra. El que un hombre diga que es un esclavo, el quediga que se le ha negado un derecho o que ha sidotratado de manera inhumana porque es un negro, esdecir tanto en tan pocas palabras que al final no seha dicho nada. Nacer esclavo en Misisipi en el año de NuestroSeñor de 1824 o 1825 (confieso que nunca he sabidola fecha exacta de mi propio nacimiento) significabano sólo nacer en la ignorancia y la pobreza, sino enuna ignorancia y pobreza impuestas ydespiadadamente mantenidas mediante las leyes, laviolencia, el asesinato y el terror; impuestas por laseparación de familias a la fuerza, impuestas por losmiedos al Amo y las mentiras que se le contaban alEsclavo. Pasé mi niñez durmiendo sobre una pila deharapos sucios en una chabola de suelo de tierra,bebiendo y comiendo en copas de latón y cuencos demadera, sin usar nunca cuchara o tenedor, sino 21
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allencomiendo con las manos, sin saber leer ni escribir, eincluso ignorante de que existían tales habilidades.No tuve compañeros de juegos, porquetrabajábamos en los campos de algodón, y no hubojuegos desde el momento en que pude tenerme en piey hablar, sino interminables labores. De niño, fui azotado salvajemente en muchasocasiones, por faltas tan graves como reírme, tenermiedo o no ser capaz de levantar una bala dealgodón tan grande como yo mismo. Y sin embargonunca fui azotado con furia, sino que siempre lo fuide una manera estudiada, meticulosa y científica,calculada con precisión para producir losresultados deseados, de la misma manera que unherrero podría martillear una herradura sobre elyunque, sometiendo el hierro a su voluntad sin furiani emoción, sin pensar en que el metal sobre el quetrabajaba pudiera sentir dolor, miedo o necesidad. Creo que hubiera preferido haber sido azotadocon furia. Mejor el castigo airado de un amoenfurecido que un hombre forjando metódicamenteuna herramienta para que se ajuste a susnecesidades. No era sólo en la forma en que nosazotaban, sino también en la que nos alimentaban,nos alojaban y nos vestían, que nuestros antiguosamos nos trataban no como hombres y mujeres, nisiquiera como criaturas carentes de razón, sinocomo objetos, como herramientas a usar, remendarsi parecía que valía la pena, y descartar sinpreocuparse ni dedicarles un pensamiento. 22
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allen Aun así, creo que cuando llegó la Guerra, y laEmancipación, y con ellas el fin de la «InstituciónPeculiar», la esclavitud se habría cobrado más en elamo que en el esclavo. Al amo, le había costado sualma. Qué lisiada debe quedar el alma de un niño blancocuando es criado, formado y enseñado a creer queun ser humano puede ser menos que un animal. Quévil es obligarse a uno mismo a creer que el dolorque infligió no dolió en realidad, que su crueldadestaba justificada. Qué maligno es aprender, y luegoenseñar a otros, las técnicas para despojar a otroser humano de toda dignidad. Qué horrible saber en el último rincón de la mentede uno que toda tu riqueza, toda la paz yprosperidad que disfrutas, están cimentadas en lasangre, en el látigo, en la barbarie cuidadosamenteoculta bajo una compleja fachada de cortesía ybuena sociedad. La culpa pende como una pesadamortaja fúnebre sobre las plantaciones del hombreblanco. Quizá sea por lástima, entonces, y por extraño quepueda parecer, que si bien todos los esclavosodiaban a su servidumbre, pocos de ellos odiaban asus amos, e incluso después de la Emancipaciónmuchos antiguos esclavos optaron por seguir alservicio de sus antiguos dueños, dueños que en sumayoría habían quedado reducidos en fortunadebido a las privaciones de la guerra. Hasta el día de hoy, recuerdo a mi propio amo, elcoronel Ambrose Gowrie, con un afecto forzado, 23
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenmudo, avergonzado y no exento de un cierto odio.Ningún esclavo de su casa sufrió el látigo delcoronel directamente, y su presencia bastaba paramitigar la severidad de un azote. Si la esclavituddegradaba y embrutecía al hombre blanco, entoncesel coronel Gowrie estaba mucho menoscontaminado de lo debido. Retenía más de suhumanidad de lo que por derecho debería. Quizá sea por eso que lo odio incluso mientras lorecuerdo con afecto. El dueño de una menteinquisitiva, abierta y brillante como la suya nodebería haberse cerrado tanto ante la evidencia desus propios sentidos. A diferencia de muchosblancos dentro y fuera de la ciudad, no podía alegarignorancia o estupidez como justificación de suscreencias y acciones. Él, entre todos los amos deesclavos, debería haberse percatado de que el negroera un hombre y un hermano. Pero, de todos ellos,ninguno estaba más seguro de la inferioridad delnegro como él. Era un bárbaro, seguro de que suspropios viles prejuicios eran la palabra y la ley deDios. Llegaré hasta aquí y no más escribiré acerca delas condiciones generales de mi origen. Mucho se haescrito ya por manos más hábiles que las mías queprovienen de circunstancias similares, y en vanointentaría mejorar tales relatos. En su lugar, relataré las experiencias únicas de mivida, que creo que no tienen precedente en laescritura, ya que he sido muchas más cosas que un 24
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenesclavo, y he hecho muchas más cosas que embalaralgodón. Barbara sonrió al leer ese pasaje, y cerró el libro duranteun momento. Impulsivamente, retiró las sábanas, salió de lacama, se calzó las zapatillas, se puso la bata y salió alpasillo del piso superior, llevándose el libro con ella.Todavía recordaba el conocimiento secreto de la casa decuando era niña, el legado de las muchas veces que se habíaescabullido con sus primos al piso de abajo en medio de lanoche. Sabía moverse en el interior de la casa a oscuras,sabía qué tablas del suelo crujían, sabía cuál era la formamás silenciosa y segura de bajar sin despertar a los adultos.Sin otra luz que el lejano destello de los relámpagos,descendió al piso inferior por las antiguas escaleras delservicio. Zebulon en persona debió pisar esos escalones, enlos días de antaño antes de que comprara la casa al coronelGowrie. Abrió la puerta que había al final de las escaleras y seencontró en la cocina, inmaculadamente limpia pese a todoel trajín de platos y comensales del día. Atravesó la puertaque daba al comedor, salió al recibidor y pasó por la ampliaentrada a la sala de estar delantera. Ahí estaba el retrato, sobre la repisa de la chimenea,apenas vislumbrado a la luz de la tormenta. Le dio alinterruptor de la pared y la oscuridad retrocedió frente a lacálida luz amarilla. Caminó hasta el centro de la habitación y contempló elrostro de Zebulon, una cara hermosa, fuerte y de pieloscura, solemne sin parecer engolada. El retrato había sidopintado cuando Zebulon ya tenía una edad avanzada; su 25
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allendensa melena era del color de la nieve, el rostro mostrabalas señales de la vida y de la madurez. Vestía de levita ychaleco, que mostraban una figura todavía esbelta yvigorosa. Su mano derecha agarraba la solapa de su trajemientras la izquierda sostenía un libro. El artista habíacapturado bien el poder y la gracilidad de esas manosendurecidas por el trabajo y de largos dedos. Ése era elhombre. Se acercó y tocó el marco, el borde del retrato, luego sevolvió y se sentó en el antiguo y rígido sofá con patas ycontinuó leyendo en presencia de la imagen del autor.Abrió el diario, pasó las páginas al azar hacia delante yatrás, y aquí y allá palabras sueltas llamaban su atencióncuando las frases revoloteaban ante sus ojos. El incendio enel campo de algodón ardió durante dos terribles días...Aunque Gowrie se enorgullecía de no separar a marido yesposa esclavos, no tenía la misma consideración acerca devender a sus hijos... Tenía ya doce años cuando me calcépor primera vez un par de zapatos, y esos zapatos eranunos zuecos de madera bastos y astillados que otro habíatirado... ciertas criaturas de extraño aspecto aparecieronen la plantación Gowrie... Barbara se detuvo al fin, fruncióel ceño y volvió a leer. ¿Criaturas? Empezó a leer desde elprincipio del pasaje. ...Uno de los episodios más extraños de mi vidacomo esclavo comenzó en lo que ahora supongo quesería el verano de 1850 o 1851 (en ese entoncesignoraba casi por completo las fechas y loscalendarios). Fue entonces cuando ciertas criaturasde extraño aspecto aparecieron en la plantación 26
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride AllenGowrie, supuestamente traídas como un nuevo tipode esclavos. No puede verle pies ni cabeza al incidente cuandoocurrió, y no pude comprender por qué nos habíantraído a esas bestias a nosotros, pero ahora creocomprender lo que ocurría: los viejos traficantes deesclavos, los hombres crueles que transportaban suscargas miserables de africanos cautivos en laterrible travesía del Atlántico, hacían un últimointento por revitalizar su macabro comercio. Durante siglos, el número de esclavos muertos enesos viajes se equiparaba al de supervivientes, y conel tiempo, ese tráfico fue prohibido por todas lasnaciones civilizadas. En 1808 los Estados Unidoshicieron ilegal la importación de esclavos (aunque,por supuesto, no fue ningún alivio para la situaciónde los esclavos que ya habían sido importados o quehabían nacido aquí). Por supuesto, muchos millaresde esclavos más fueron al Sur de contrabando desdeÁfrica a partir de 1808. Sin embargo, el tráfico erailegal y arriesgado, y eso suponía recortes en losbeneficios. Las criaturas eran una estratagema parasaltarse la ley de importación de esclavos. Ya queesas criaturas evidentemente no eran sereshumanos, por tanto según la lógica de los abogadosno eran esclavos, y por tanto era legal suimportación. El esclavista que importó las criaturas, y loshombres que las adquirieron (incluyendo al coronelGowrie), admitieron de forma inconsciente perocondenatoria su pecado, al tomar parte en ese 27
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenesfuerzo por soslayar la ley, porque detrás de laaparente legalidad de esa transacción, basada en elsupuesto de que importar esclavos no humanos eralegal, se escondía la admisión inexpresada de quelos esclavos negros eran seres humanos verdaderos,no animales. Pese a todas las alegacionescontrarias a ello, los amos estaban descartando sucreencia protectora, pero falsa, de que el negro noera un hombre. Quizá sea por eso que recuerdo elincidente tan claramente. Sería imposible olvidar el día en que el CoronelGowrie trajo a casa a sus nuevos esclavos. No hevisto criaturas más extrañas en toda mi vida. ¿Criaturas? Barbara titubeó sobre las páginas mientras elrelámpago centellaba en el exterior de la sala. Pasó laspáginas hacia delante, saltándose párrafos, para ver siZebulon había descrito a sus «criaturas», y encontrórápidamente el pasaje. Tenían en gran medida la misma forma que loshombres y mujeres, y sus similitudes con loshumanos acentuaban antes que disminuían lasenormes diferencias entre nuestra raza y la de ellos. Caminaban erguidos, y tenían manos bienformadas (que, sin embargo, no eran tan hábiles ográciles como las de los hombres). Sus cabezas eranbastante deformes, de mentón débil y con talesmandíbulas prominentes y dientes tan grandes y deaspecto tan feroz que tenían un aspecto fiero enconjunto que contrastaba visiblemente con su tímido 28
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allencomportamiento. Hasta que no se acostumbraron anosotros, el niño más pequeño podía provocar enellos el pánico más supremo. No podían hablar, pero podían transmitir susnecesidades y deseos con una claridadsorprendente, por medio de pantomimas, ululatos ygruñidos, sonrisas y muecas. Como ya he dicho, sus cabezas parecíanextrañamente malformadas, con una granprotuberancia ósea sobre los ojos, y una especie decresta que recorría el centro de sus cráneos,partiendo de lo más alto de sus cabezas en direccióna la espalda. Barbara siguió leyendo, fascinada. ¡Parecía que a losaristócratas rurales locales les había dado por importargorilas, o puede que chimpancés, como mano de obra!Zebulon debió modificar posteriormente su aparienciacuando reexaminó sus recuerdos, haciendo que parecieran yactuaran de forma más parecida a los humanos. Ninguno delos grandes simios africanos era bien conocido antes delsiglo XIX, y no fue hasta 1847 que se describió al gorila. Noserían algo conocido en una plantación sureña alejada, ymenos para un esclavo sin educación alguna. Sus cuerpos tenían la piel oscura y cubierta demanera dispersa por crespos pelos negros. Nollevaban ropas voluntariamente, y cuando el hombreblanco les obligaba a cubrirse decentemente,desgarraban las camisas de tela basta hasta 29
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenconvertirlas en jirones e insistían en su lúbricadesnudez. Así eran las criaturas, los animales, que losesclavistas de las postrimerías de la esclavitudpresentaron a Gowrie y sus amigos comoequiparables al negro en todo aspecto: eninteligencia, habilidad y destreza. Ya he dicho quela importación de animales para sortear las leyes deimportación era una admisión tácita de que elesclavo negro era en realidad un ser humano. Quédoblemente condenatorio, entonces, qué hipócrita yfalso por parte de esos mismos blancos esperar queviviéramos con esas bestias y las aceptáramos comoiguales, en chozas al lado de las nuestras, como sino se tratara más que de estabular a un burro allado de un caballo. Y qué necedad. Los esclavosnegros, sobra decirlo, estábamos, hasta el últimohombre, mujer y niño, horrorizados y disgustadospor esas criaturas antinaturales, bestias con laforma de hombres. Recuerdo bien la primera vezque las vi, y fue en la carreta que trajo su jaula... Barbara se sintió súbitamente como si ya no estuvieraleyendo simplemente una historia. Una parte del relatotocaba su alma, como si lo viera, como si lo viviera. Lehabía ocurrido cientos de veces cuando era niña. Volvió asentir la sensación de verse arrastrada al interior de lahistoria, las palabras se transformaban en visiones, olores ysonidos. Según desfilaban las palabras frente a sus ojos, conlos rasgos severos del escritor mirándola desde lo alto, consu mismísima sangre fluyendo en sus propias venas, con la 30
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allentormenta persiguiéndose a sí misma enloquecidamente en elpaisaje oscurecido del exterior, las imágenes de esos díaspasados destellaron ante sus ojos. Sabía cómo ocurrió... El joven Zeb contempló a las bestias conenorme espanto. Parecían enormes,monstruosas, habitantes del reino de laspesadillas. Puede que no midieran más que unhombre adulto, pero su griterío, sus aullidosenloquecidos, la forma feroz en que selanzaban contra los barrotes de su jaula, elresonar y entrechocar de los barrotes y loscerrojos, y el traqueteo de la carreta queoscilaba de un lado a otro con fuerza, todasesas cosas hacían que parecieran de untamaño mayor al que realmente tenían. El par de caballos que tiraban de la carretatambién tenían miedo, resoplaban yrelinchaban, arañando la tierra con sus cascosen su temor, y los músculos y tendones se lesmarcaban con precisión bajo sus pieles pardas.Zeb se descubrió mirando a los caballos en vezde a las bestias, porque al menos los caballosparecían reales, normales, mundanos. Pero, reales o no, los caballos tambiénestaban aterrorizados, y el mozo de cuadrahacía todo lo posible para evitar que salierande estampida. La carreta se bamboleaba,amenazando con volcar por completo.Finalmente, el carretero, añadiendo al caos dela escena un torrente de maldiciones, consiguió 31
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allendetener a los caballos por completo, descendióde su pescante y se mantuvo a una distanciarespetuosa. Finalmente ambos caballos sedignaron permitir que los obligara a quedarsequietos, con los ojos girando enloquecidos, losollares aleteando y los flancos temblorosos ysalpicados de espuma. Zeb no supo de dóndehabía sacado el valor para adelantarse y cogerlas riendas, pero lo hizo, y se quedó entre lascabezas de los dos caballos atemorizados,murmurándoles suavemente palabrastranquilizadoras mientras observaba lo queocurría en la parte de atrás de la carreta.Gowrie en persona estaba allí, un hombrealto, brioso, con una perilla negra y expresiónde entusiasmo feroz. Estaba de pie junto a laparte de atrás de la carreta, sonriendoampliamente y contemplando a sus nuevosesclavos con gran placer.–Joe, Will, abrid esa jaula y dadles labienvenida a nuestros nuevos amigos –dijo,ofreciendo la llave de la jaula a dos de susesclavos y haciéndoles gestos.–Massah Gowrie –dijo Will en su suave criollode plantación–, éste no es momento de dejarsalir a esas cosas. –Will trabajaba en losestablos y los graneros, cuidando de losanimales de granja, y sabía mucho acerca de lamayoría de los seres vivientes–. Dejemos quese calmen un poquitín. Tienen un miedo que semueren después del viaje, y alguien va a salir 32
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenherido si los sacamos ahora... o saldrán deestampía hacia el horizonte en un plisplás. –Will, ¡he dicho que abras la jaula! –gruñóGowrie–. ¿Es que tienes ganas de que teazoten? –No, señor. Pero prefiero que me azoten aque me muerdan y me despiacen. ¡Sas cosasestán muy enrabiscadas! –Joe, ve ahí y... –comenzó a decir Gowrie,pero Joe simplemente negó con la cabeza–.¡Que os parta un rayo a los dos, entonces! –gritó Gowrie, y subió de un salto a la carreta.Introdujo la llave en el cerrojo... y dos brazospeludos salieron disparados hacia él.Repentinamente se encontró en el suelo, conlas ropas desgarradas y con un arañazo de malaspecto en la piel del brazo. Se quedóestupefacto y enfurecido, maldijoincoherentemente, se levantó, agarró el látigode manos del conductor y lo hizo restallarcontra los barrotes de las jaulas, llevando a lasbestias del interior a nuevos paroxismos dehisteria y volviendo a asustar a los caballos.Zeb casi perdió el equilibrio y fue pisoteado porlos caballos si el conductor no llega a acudir ensu auxilio y a ayudarle a calmar a los animales. –¡Al demonio con todos vosotros! –gritó sinproducir efecto alguno, alzando el látigo–. ¡Quese queden en las jaulas toda la noche,entonces, a ver si les gusta! –Se fue hecho unafuria, y el conductor salió detrás de él, 33
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenprotestando porque su carreta iba a quedar allídurante toda la noche. Will, Joe y Zeb calzaron las ruedas, lesretiraron los arneses a los caballos y loscondujeron a los establos para darles de comery beber. En cuanto a las bestias, allí se quedaron, yesa noche el aire se llenó de sus incesantesaullidos y gritos. El relámpago volvió a fulgurar, y Barbara volvió en sí conun sobresalto. Tenía una imaginación vivida, y siemprehabía logrado asustarse de muerte con alegre entusiasmocuando leía historias de fantasmas. Siguió leyendo,intentando mantener a su imaginación bajo control si podía. Gowrie hizo instalar, en una de las chozas deesclavos, barrotes reforzados en las ventanas y unapuerta con cerradura, aunque ninguna de las demásbarracas de esclavos tenía puerta de ningún tipo,una ironía difícil de pasar por alto. La noche a laintemperie parecía haber calmado algo a lasbestias, y Gowrie pudo sacarlas de sus jaulas eintroducirlas en su nuevo alojamiento sindemasiados problemas. Durante los días siguientes, Gowrie empezó atrabajar enseñándoles sus deberes. Llegaron nuevosenvíos de criaturas, cada dos días o así, durante dossemanas, una pareja cada vez. Gowrie trabajó conellos todo lo que pudo, pero pese a todos susesfuerzos, a sus promesas, amenazas y latigazos, 34
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allensólo consiguió extraerles una mínima cantidad detrabajo útil, y eso sólo tras tal interminable cantidadde horas de entrenamiento que menos molestia lehabría supuesto hacer él mismo ese trabajo. Y, tras todos esos esfuerzos, las criaturas noduraron mucho. Tres murieron el primer mes, degripe. La plantación de la Casa Gowrie tenía (y, enrealidad, aún tiene) un pequeño terreno que servíade cementerio para los esclavos. Por supuesto,ninguna tumba en ese cementerio tenía una lápidade verdad, pero los allegados solían fabricar unacruz con tablones de cerca y la colocaban sobre latumba de algún ser querido, y quizá añadían unapiedra lisa y encalada. El lugar era cuidado ymantenido con cariño, y si había algo en la tierraque se podía afirmar que pertenecía a los esclavosde Gowrie, era ese sitio, que considerábamos unapropiedad comunal de todos nosotros, el lugar dedescanso final de aquellos que finalmente murieronbajo el látigo. Y ahí fue donde el coronel Ambrose Gowrie sepropuso inhumar a aquellas tres bestias sin mente,junto a los huesos antiguos y reverenciados denuestros abuelos y los restos de los niños que seperdieron en la infancia. Si Misisipi alguna vezestuvo al borde de una revuelta de esclavos, fue enese día... Casi inconscientemente, Barbara dejó que la historia lavolviera a arrebatar. Podía ver al coronel en medio de su 35
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allendilema, el miedo en su corazón y la furia en lamuchedumbre que le rodeaba. Ambrose Gowrie en persona conducía lacarreta riendas en mano. El vehículo se detuvojusto donde la carretera principal de laplantación se cruzaba con el camino alcamposanto de los esclavos. Ninguno de loscapataces blancos quiso hacer el trabajo, eincluso sus propios hijos decían que sería unatemeridad intentar hacer algo así. Detrás deGowrie, en la carreta, yacían tres cajas demadera, cajas de embalaje reconvertidas enataúdes para un último uso. Hombres ymujeres negros, sus propios esclavos,rodeaban la carreta abierta, una muchedumbretensa, silenciosa, resentida y peligrosa. Gowriepensó en el látigo, en las balas, y se percatócon una repentina sensación enfermiza en suvientre que tales cosas serían peores queinútiles. El cielo era de acero, una lámina lisa de ungris apagado que resonaba con los murmullosde una tormenta a punto de nacer. El vientoazotaba las plantas de algodón y hacía temblarlos árboles que rodeaban la Casa Gowrie, yuna contraventana mal cerrada en el pisosuperior golpeaba airadamente. Detrás de él, en sus cajas, yacían las causasde todos sus problemas. Sus esclavos apenasle habían presentado dificultades en el pasado, 36
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenpero habían estado a punto de amotinarseabiertamente desde el momento en quellegaron las malditas criaturas. El trío de bestiasmuertas que transportaba no habían hechonada por él excepto costarle dinero, esfuerzosy orgullo. Gowrie no se atrevió a volver la vista paracontemplar su cargamento mientras pensabaen las criaturas muertas. No podía correr elriesgo de apartar la mirada de la turbaenfurecida. Sintió cómo una gota de sudor sedeslizaba por su cara y repentinamente sepercató de que sus sobacos y su espaldaestaban empapados con la transpiración delmiedo, tenía las manos húmedas mientrassujetaban las riendas de la carreta. Con un esfuerzo consciente, se puso en pieen el pescante y le gritó a la multitud, casihistérico: –¡Hay que enterrar los cuerpos! ¡Abrid paso ydejadme entrar en el cementerio, malditosseáis! ¡Abrid paso o viviréis para lamentarlo! La muchedumbre no se movió. Temeroso ydesconcertado, se volvió a sentar y tragósaliva. Desde su espalda le llegaba el sonidode murmullos acallados, brevísimos vislumbresde movimiento. La presión de los cuerpos a sualrededor aumentaba inexorablemente,lentamente y en silencio, hasta que la miríadade rostros solemnes se encontró a menos deun metro de él. Gowrie se descubrió haciendo 37
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allencálculos sobre lo lejos que podría llegar sicorría. Pero tenía que hacerlo, tenía que sepultaresos cuerpos bajo tierra antes de queempezaran a descomponerse... y sin embargole era imposible. Puede que consiguiera llevarla carreta hasta el cementerio de los esclavos,pero ¿cómo podría excavar las tumbas ydescargar y enterrar los ataúdes improvisadosél solo? Se percató, con un nudo en elestómago, de que no le tenían miedo. ¿De quéserían capaces si no tenían miedo? La trasera de la carreta se moviórepentinamente, y a Gowrie se le escapó unchillido de pánico. ¡Iban a volcar la carreta! Ibana despedazarlo... Miró atrás y vio a unos cuantos de los negrosmás fornidos sacando las cajas de embalaje dela carreta. Aparecieron palas y picos de lanada. Aparecieron hoyos en la tierra de laencrucijada. Y de repente había tumbasabiertas. Gowrie se quedó sentado en la carreta,impotente, sin habla. Will se acercó a él, y esemozo de establos, Zeb, le seguía. –Sos muertos se pudrirán y pestarán comocualquier otro muerto, Massah Gowrie –dijo Willsolemnemente–, y hay que enterrarlos. Pero noen nuestro solar. No en nuestro solar. Gowrie contempló con un asombro callado ylleno de temor cómo sus esclavos, deliberada y 38
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Allenconjuntamente, le desobedecían. Aunque surevuelta adoptara la forma de un compromiso,enterrando los cuerpos cerca del cementerio, yaunque hasta el último de los esclavos regresórápidamente a sus labores cuando la últimapaletada de tierra fue depositada sobre lastumbas, había sido testigo del comienzo dealgo... un acto primordial de desafío, pacíficopero firme. Ahora veía lo frágil que era su dominio. Y violos cambios que sobrevendrían, vio que sumundo jamás volvería a ser el mismo. Esemomento estaría presente en el fondo de sumente cada vez que volviera a dar una orden. Así fue que las primeras criaturas murieron yfueron enterradas. El resto pronto las siguió. Unascuantas más fueron sepultadas en la encrucijada.Unas pocas escaparon y aterrorizaron a los vecinoshasta que la enfermedad, el hambre o el arma defuego las mataron. El resto murió, en secreto y ensilencio, a manos de los esclavos negros, y suscuerpos no fueron encontrados jamás. Erananimales, y nosotros no, y no soportaríamos a laligera el que se nos comparara con ellos. El coronel Gowrie quedó muy afectado también y,a partir de ese momento, jamás volvió a hablarvoluntariamente de las criaturas que tanto le habíancostado. Como ciudadano preeminente del pueblo, ydueño de la mayor parte de éste, también se aseguróde que nadie más hablara de ellas. Los negros que 39
Huérfanos de la Creación: Capítulo dos Roger MacBride Alleniban al pueblo a hacer recados nos dijeron a losdemás que lo que debería haber sido el mayorescándalo del momento apenas si se mencionaba. Barbara cerró el libro y se quedó inmóvil en el sofádurante largo rato. Incluso entonces nadie lo supo. Hoy endía, el secreto de esas tumbas sin marcar estaba tan muertocomo los cuerpos que contenían. Los secretos de esahistoria llevaban mucho tiempo esperándola. Se levantó ymiró por la ventana hacia el antiguo cementerio de esclavosbajo la luz parpadeante. Las criaturas, los gorilas, todavíaestaban esperando allí, huesos que se enmohecían en latierra, prueba de un breve y peculiar apostrofe en uncapítulo nunca documentado de la historia de América. Miró al cielo, y vio parpadear una o dos estrellas en elhorizonte ahora que las nubes de tormenta se retiraban.Mañana el cielo estaría despejado. Los huesos no tendrían que esperar mucho más. 40
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allen Por la noche la encerraban con los suyos, en la barracamás cálidamente construida dentro del recinto de losesclavos. Vivía con los demás en la mugre y la miseriadentro de las paredes bien construidas y bajo el techosólido. Mantenía a la noche fuera, y a ellos fuera de lanoche. Quería ser libre. Eso sí que estaba en su interior, unacosa sólida y determinada, una parte de ella. Habíaintentado escapar innumerables veces, e innumerablesveces la habían detenido. La barraca era tan sólida comoera gracias a ella. Quizá no debería haber sido más consciente de sucautiverio de lo que lo es un pez del agua en el que nada.El cautiverio era su elemento, la antigua y única herenciade su linaje, que se remontaba a las brumas de tiemposrecordados a medias. Ella y los suyos jamás habíanconocido otra cosa. Pero los peces pueden sentir el agua,las corrientes, los olores, la temperatura. Y ella sentía, y seresentía, su esclavitud, sabía que era algo erróneo, aunqueno pudiera comprender el porqué. No tenía pensamientosexcepto lejos, ni plan alguno excepto ahora, no eracompletamente consciente de que el tiempo tenía unpasado, un presente, un futuro, que el hoy y el mañana erandiferentes. Lo único que había desarrollado lentamente erala pericia que le enseñaba que debía esperar a que nadie lavigilara antes de intentar huir, que le hacía esperar almomento oportuno, que la obligaba a planear y guardarsecreto en sus esfuerzos por irse lejos. Esta noche, volvería a intentarlo con la puerta. Era unacosa pesada de madera, hecha de leños verticales quesolamente tenían la más mínima abertura entre ellos, 41
Huérfanos de la Creación Roger MacBride Allendescansando sobre unas bisagras resistentes y que semantenía mediante una serie de gruesas cintas de cueroque estaban firmemente atadas en el exterior. En lanegrura absoluta de la celda, tanteó en busca de la puerta,la encontró, y empezó a masticar las cintas de cuero.Una parte de ella sabía que no funcionaría, que elamanecer llegaría mucho antes de que hubiera terminado,que los capataces verían lo que había hecho y la volveríana azotar. No le importaba. Cerró los ojos y puso a trabajarsus enormes dientes en el cuero salado.Lejos. Ahora. 42
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride AllenCAPÍTULO TRES El doctor Michael Marchando entró dando tumbos en lasala de guardia y se derrumbó sobre un camastro. Estabaagotado. El Servicio de Urgencias había sido un manicomiodurante todo su turno, un incesante desfile de víctimas deaccidentes de tráfico y heridas por arma de fuego,aderezado con las catástrofes típicas de Acción de Gracias:reacciones alérgicas a comillas exóticas, quemaduras defuegos para cocinar, huesos de pavo atascados en lagarganta, indigestiones épicas y dolores estomacalescausados por el exceso de comida, y un aumento en losaccidentes de tráfico ocasionados por el alcohol. Cerró los ojos e intentó dormir, pero el sueño no acudía.Estaba aquí arriba en Washington mientras Barbara estabaallí abajo con esa puñetera familia suya en Misisipi. Esteera el primer Día de Acción de Gracias desde que se habíanseparado. Volvió al pasado, rememorando los días de fiestaque habían pasado juntos, y se preguntó qué estaríahaciendo. Ahora mismo, probablemente estuviera dormidacomo un tronco, a punto de despertarse tras un día defelicidad con su familia y una pacífica noche de descanso.Mike se había tragado su pavo a toda prisa a una horatemprana, y había salido corriendo de la casa de su madrepara ir al hospital y hundir los brazos hasta los sobacos enlos enfermos y los heridos. No era justo. Pensó en el próximo lunes. Barbara había aceptadoalmorzar con él. Sonrió sin humor alguno. Habíaconseguido una cita con su propia esposa. Todavía pasabanjuntos alguna que otra noche, cuando Michael podíapresionarla para hacerlo, cuando podía escaparse del 43
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allenhospital. Eso no era vida. Cuanto más lo pensaba, más veíalo injusto que era todo. Abrió los ojos y contempló la oscuridad. No era nadajusto, para nada. Barbara se despertó, no con la habitual desorientación quenormalmente experimentaba cuando se despertaba en unacama ajena, sino con una consciencia casisobrenaturalmente clara de dónde estaba. Sin llegar a abrirlos ojos, sabía exactamente cómo estaban arrugadas lassábanas, la altura a la que estaban bajadas las persianas,hasta dónde había llegado el sol en su avance por el suelode la habitación, y cuántas voces de niños oía en el exterior. Abrió los ojos. El reloj de la mesilla de noche, que casiera una antigüedad por derecho propio, marcaba las 6:25.Bien. Un montón de tiempo para ese día. Había puesto laalarma a las 6:30, y alargó el brazo para desconectarla,complacida por haberse despertado antes de que sonara. Eraagradable tener la sensación de haber conseguido un logroya ese día, por muy poco que fuera, sin haber salido todavíade la cama. Pero hoy era un día de grandes planes. Queríaempezar a exhumar esos huesos de gorila de hacía cientotreinta y pico años. Era viernes. Tenía todo el fin de semanapara trabajar en ello antes de que tuviera que emprender ellargo recorrido de vuelta al aeropuerto para subir alinterminable vuelo entre Misisipi y Washington. Teníapoco tiempo, y lo necesitaría todo. Barbara retiró las sabanas que la cubrían, descolgó lospies por el borde de la cama, se sentó y miró por la ventanahacia la nueva mañana fresca y límpida. Oyó risas, miróhacia abajo y vio a los niños, cuatro o cinco chiquillos, 44
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allendiminutos sobrinos, nietos y primos en primer grado, querecorrían con piernecillas aún inseguras el verde yexuberante césped mágicamente recubierto de rocío. Apenas si era completamente de día, y la luz del soldescendía en haces bajos y dorados atravesando el día claroy brillante, formando en conjunto una imagen encantadora.Barbara se dio cuenta de que tenía un nudo en la garganta, yvolvió a mirar a los diminutos niños, que se reíanalegremente por el simple hecho de estar vivos. Barbara no tenía hijos, y jamás los tendría. Los médicosno se lo habían dicho así de claro, pero se habían acercadotodo lo posible. Michael y ella habían intentado todo loposible antes del derrumbe de su matrimonio.Probablemente, el intentarlo con demasiado empeño habíacontribuido a la ruptura. A Mike no le gustaban lostermómetros y el preciso calendario a seguir queeliminaban la espontaneidad, y más tarde, menos aún lehabía gustado la idea de almacenar su semilla en un bancode esperma para intentar la inseminación artificial. Suesperma seguía allí, en hielo, otra reliquia de un matrimonioarruinado y con la que nadie sabía muy bien qué hacer. Pero los niños. Observó a los niños que jugaban en elexterior. Descubriendo el mundo maravilloso.Repentinamente, el antiguo pesar la inundó y volvió a teneruno de esos momentos, uno de esos breves instantes en losque sentía el dolor y el pesar por la pérdida de una personaque ni siquiera había llegado a existir. Hacía que su mundole pareciera más vacío. Pero la resplandeciente risa de los chiquillos llegó hasta laventana y puso en fuga sus pesares, y Barbara se descubriósonriendo al contemplar sus aventuras. 45
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allen Dirigió la vista más lejos, hacia el antiguo cementerio deesclavos. Hoy sería su aventura. Si conseguía salirse con lasuya. Si... si se atrevía a hacerlo. Se cortó a sí misma enseco. ¿Si se atrevía? Reflexionó durante un momento, y sedio cuenta de que estaba asustada. De qué precisamente, nosabía decirlo. Repentinamente se sintió como si estuviera alborde de un precipicio, a punto de poner el pie sobre unpuente que puede que no soportara su peso. Volvió a miraral cementerio, y se dijo a sí misma que allí no había nadaque pudiera hacerle daño. Se recogió la falda del camisón y la bata, salió al pasillo yse dirigió hacia la ducha antes de que otro madrugador leganara la carrera por el agua caliente. Realizó los ritualesmatutinos con brío y decisión, como si así pudiera exorcizarsus temores. Pero ¿qué es lo que la inquietaba? Para Barbara la duchasiempre había sido un buen lugar para pensar. La rutina y laprivacidad de ese momento, el placer del agua caliente y elvapor le permitían relajarse para concentrar su mente en elproblema inmediato. Así que ¿cuál era el problema? Cierto,había que superar varias dificultades antes de que pudieraacercarse al lugar de enterramiento de los gorilas, y entreesos problemas el principal era la tía abuela Josephine.Quizá Barbara estuviera reaccionando ante la Tía Jo de lamisma manera que lo hubiera hecho de niña, cuando erauna criatura que sabía que se había metido en un problemay tenía que reunir el coraje para hacer frente a la bronca quese avecinaba. Después de todo, Barbara había forzado unviejo baúl, un crimen que, de niña, le hubiera ganado unabuena reprimenda seguida de una azotaina. 46
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allen No, tuvo que admitir Barbara para sí, definitivamente notenía ganas de admitir su allanamiento con uso de la fuerzacontra el cofre de Zebulon, y tampoco tenía ganas deaguantar el barullo interminable que meterían sus parientessobre el asunto del diario. Pero eso palidecía ante laimponente figura de la Tía Jo. ¿Cómo sortear a la viejadama empecinada? Y aunque consiguiera volver a congraciarse con la Tía Jo,¿entonces qué? Barbara tendría que volver conherramientas, ayudantes, determinar una forma de encontrary señalizar las tumbas... Sonrió para sí. Política y logística,apaciguar a los potentados locales, reunir el material y laayuda. Sería exactamente como cualquier otra excavación.Se le ocurrió a Barbara que quizá podría serle útil algo deconsejo. Bueno, si la Tía Josephine cooperaba, podríaintentar llamar a alguno de sus colegas de Washington. Para cuando salió de la ducha, se secó, se vistió con ropasde trabajo y se hubo secado el pelo, Barbara había decididoque la mejor manera de vérselas con la Tía Jo era elcontacto directo. Hora de coger al toro por los cuernos, porasí decirlo. Las sutilezas se estrellarían, inútiles, frente a lasfuertes personalidades que había en esa casa. Miró el reloj.Las 7:05. La Tía Josephine ya estaría en la cocinapreparando el desayuno. Barbara recogió el diario y bajó nerviosamente lasescaleras hacia la gran cocina soleada. Los aromas cálidos einvitadores de los desayunos haciéndose inundaron el aire:galletas, harina, panceta, café, leche, la acidez del zumo denaranja... todo ello mezclado con la fragancia de una cocinalimpiada y abrillantada hasta que brillaba. El gorgoteo de lacafetera eléctrica y el siseo de la panceta al freírse parecían 47
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allenel acompañamiento musical perfecto para la escena. La TíaJosephine estaba junto a la mesa de la cocina, ocupada consu rodillo de amasar y sus moldes de galletitas,vigorosamente atareada en la labor de crear otra hornada desus galletas de mantequilla. La Tía Josephine alzó la mirada, su rostro oscuro yredondo dotado de cierto aspecto de lechuza por las gafasde montura dorada. –Bueno, entra, chiquilla, y échale una mano a alguien poraquí. Si te vas a quedar en mi cocina será mejor que teponga a ira bajar en algo. Barbara casi protestó, pero luego decidió que la mejorpolítica sería seguir el camino de mínima resistencia.Depositó cuidadosamente el diario en la alacena. El rodillode amasar de repuesto estaba en la tercera gaveta contandodesde arriba, pulcramente envuelto en el mantel paraamasar. Sacó un montículo de masa del cuenco, lo cubrióde harina, espolvoreó el rodillo y se puso a trabajar. La fragancia fresca y cálida de la masa de galletas latransportó de vuelta a su niñez, a los primeros díasrománticos de su matrimonio, cuando incluso hacer eldesayuno era algo especial; el quehacer matutino que habíaolvidado que echaba de menos. Pero ahora no había tiempopara esos pensamientos. Había que echarle valor y enfrentarla bronca. –Tía Josephine –dijo con lentitud–. Creo que me heganado a pulso una de tus broncas. –Jamás estarás demasiado crecida para no ganarte unabronca mía. ¿De qué se trata esta vez? –Bueno, ayer estaba en el desván... 48
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allen –Y rompiste la cerradura del cofre de Zebulon –dijoJosephine sin inmutarse en lo más mínimo–. Subí despuésde que te fueras de allí, para guardar la vajilla buena hastalas navidades. Vi que alguien había estado trasteando con elbaúl, y me quedé con la cerradura en la mano cuando latoqué. Supe que tenías que haber sido tú. –¿Y no ibas a decir nada? –Bueno, al principio sí que estaba muy enfadada, pero mepuse a pensar en lo estúpido que es tener un baúl lleno derecuerdos ahí arriba, cerrado y olvidado. ¿Cuál es elpropósito de tener los recuerdos de alguien si nadie puederecordar cuáles son los recordatorios que se guardan? »Además, el cielo sabe dónde habrá ido a parar la llave deese baúl. Tarde o temprano alguien hubiera tenido queabrirlo a la fuerza. Pues ya puestos, mejor que haya sido lasaqueadora de tumbas profesional de la familia. –Josephinele dedicó a su sobrina una de sus miradas más severasdurante medio segundo antes de quebrarla con una ampliasonrisa. Barbara sonrió a su vez y suspiró con alivio. Nunca sesabía qué podía ocurrir cuando hacías enfadar a la tíaabuela Josephine. Puede que te dejara salirte con la tuya, situs motivaciones eran sinceras o si le caías en gracia.Entonces se esforzaba valientemente por encontrar razonespara perdonarte. Pero también era probable que se volvieratozuda como una mula en defensa de su forma de hacer lascosas, y entonces había que andarse con ojo. Barbarasupuso que Josephine estaba lo suficientemente complacidapor el redescubrimiento de los efectos personales deZebulon como para pasar por alto el crimen deallanamiento. 49
Huérfanos de la Creación: Capítulo tres Roger MacBride Allen La Tía Josephine prosiguió con su trabajo, dejando a unlado el rodillo de amasar para cortar las galletas con elmolde. –Después de todo, tuviste el cuidado de volver a dejarlotodo como estaba; yo también miré lo que había en el baúl,¿sabes? –dijo con malicia–. Hay unas cuantas reliquiasfamiliares ahí arriba. Sus gafas, los libros que leía. Cosasespléndidas. Barbara hizo acopio de valor y dejó su rodillo de amasarsobre la mesa. –Había algo más que los libros que leía, Tía Jo. –Selimpió la harina de las manos, cogió el diario de la alacenay se lo ofreció solemnemente a su tía abuela. La mujer de mayor edad se limpió las manos en eldelantal y cogió el volumen encuadernado en cuero. Loabrió y soltó una pequeña exclamación al leer lo que poníaen la página del titulo. Se quedó así, sin leer más, sinosimplemente contemplando las palabras escritas en lapágina durante largo tiempo. Finalmente, cerró el libro y lodejó, se quitó el delantal, miró a su sobrina con ojosbrillantes y habló con una peculiar emoción en la voz: –Barbara, vas a tener que ocuparte del resto del desayunode todos. Procura que no se queme la panceta. Voy asentarme a leer este libro durante un ratito. Josephine volvió a coger el libro, sonriendo para sí, anada en particular. Barbara dio vítores mentalmente. Si la Tía Josephinedejaba de conversar para leer el libro, le costaría algo de luzdiurna con la que trabajar a la hora de excavar, pero eltiempo perdido quedaría más que compensado si conseguía 50
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