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UN PAÍS EN CHIQUITO - CRISTINA PÉREZ ACCIALINI

Published by Gunrag Sigh, 2021-12-09 17:05:17

Description: UN PAÍS EN CHIQUITO - CRISTINA PÉREZ ACCIALINI

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UN PAÍS EN CHIQUITO HISTORIA DE LOS ESTABLECIMIENTOS EDUCATIVOS JARDÍN MI LUGARCITO Y ESCUELAS POPULAR LATINOAMÉRICA CRISTINA PÉREZ ACCIALINI

Pérez Accialini, Cristina Un país en chiquito: historia de los establecimientos educativos jardín Mi lugarcito y Escuelas Popular Latinoamérica / Cristina Pérez Accialini. - 1a ed. - Longchamps: LENÚ, 2021. 268 p.; 22 x 15 cm. ISBN 978-987-4983-83-1 1. Narrativa. I. Título. CDD 370.92 Título original: “Un país en chiquito” Subtítulo: Historia de los establecimientos educativos, Jardín Mi Lugarcito y Escuelas Popular Latinoamérica Narrativa © Cristina Pérez Accialini Primera edición diciembre 2021 Editorial Ediciones Lenú Mail: [email protected] Facebook: Ediciones Lenú Aclaración: en determinadas expresiones y/o criterios narrativos, así como el vocabulario utilizado en todo el texto, se respetaron los gustos y deseos del propio autor. Hecho el depósito que previene la Ley N° 11.723 Esta obra se terminó de imprimir en talleres gráficos de Ediciones del País. Impreso en Argentina. Queda prohibido sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento comprendidos reprografía, tratamiento informático ni en otro sistema mecánico, fotocopias, ni otros medios, como también la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

AGRADECIMIENTO A Norma, por su inagotable estímulo. A Corina, por su generoso ofrecimiento y su continuo aliciente. A Agustina, por su arte. A Sayi y a Martín por ayudarme a gestionar el registro de esta obra y apoyarme en pandemia.



PRÓLOGO Hay momentos en la vida en donde las circunstancias externas nos ponen frente a frente con cualidades propias, con orígenes, con deseos y vocaciones. Este texto hizo eso conmigo. Encontré una parte de mí misma, encontré una semilla, plantada segura- mente en Mi Lugarcito, amorosamente regada y abonada mientras sucedió mi primera escolaridad. Mientras ayudé a Cristina con la corrección de este hermoso documento, descubrí cuán fuerte se instaló en mi alma, en mi inconsciente, en mi vibración más interna, la intención de forma- ción en la libertad que tuvo desde el principio este equipo docente, contenedor, considerado, maternal e instructivo a la vez, nutricio y modelador. Cristina se transformó en mi heroína, encarnando en su historia, todo lo que para mí debe ser la educación y los educadores. Todo lo que alguna vez estudié, pensé e intenté llevar a cabo, estaba ahí, vivido, experimentado, verificado y, como casi siempre su- cede con las cosas bellas, importantes y de vanguardia, resistido. Entonces hice pie con una parte de mi historia y encontré el principio de mi ser docente. Y hablo de semilla porque solo fui alumna en Mi Lugarcito. Sin embargo, algo quedó, guardado, latente. La historia de este proyecto, mágico y magnífico, cuenta cómo es posible hacer de cada alumno una semilla de sí mismo, que florecerá cuando la fantástica fuerza de la conciencia se lo permita a cada uno. El texto irradia entusiasmo, abundancia, alegría y disponibilidad, sin dejar de lado la investigación, la síntesis que da pie a nuevas búsquedas, el compromiso y la clara y absoluta necesidad del estudio que requieren semejantes empresas a favor de peques y jóvenes. Cristina y los que creyeron en ella, estuvieron en primera línea, siempre, desde el primero hasta el último momento, enarbolando ideas, sueños, saberes y experiencias. Felices las familias que participaron de la construcción y sostén, junto a ella, mi heroína.

Contra viento y marea, es lo que se lee en cada página. Me gustan los relatos en donde la vida se empapa de un proyecto en el que se cree con todo el corazón y entonces, aunque el proyecto se plasma afuera, en un edificio, en una persona, en una feria, en una clase, se hace carne y a veces duele, a veces pesa y casi todo el tiempo revitaliza, centra y otorga identidad. No puedo dejar de destacar, que sin ningún tipo de interés más que el de ejercer la educación comprometida y desarrollar la vocación interior, Cristina otorga, regala, ofrece lo que armó. Lo da con una sonrisa, destacando fortalezas (vaya que las tiene ella y su proyecto) y sin ocultar debilidades y errores (el que esté libre que tire la primera piedra). Y con lo ofrecido, con lo regalado, los receptores tendrán que hacer, seguir haciendo, porque en estas cosas la ley de inercia no funciona. Cuando Cristina habla de la escuela, sonríe, eleva la voz por pa- sión y cuenta, cuenta, cuenta. ¡Qué bello es tener una historia que contar! ¡Qué bello es escucharte, Cristina! Espero que lo disfruten, tanto como yo. Espero que descubran los vericuetos de la historia, que tal vez no sepan. Espero que se emocionen, porque la vida es muy otra cuando encontramos cosas que nos emocionan. Orgullosa de haber sido parte, en mi más tierna e inocente infan- cia. Agradecida por la oportunidad de trabajar con el original de este libro. Esperanzada porque mejorar la historia siempre es po- sible. El texto interpela y provoca: ¿qué hicimos con nuestros sueños? Tu trabajo está hecho, Cristina, y documentar un buen trabajo, humano, afectuoso, sólido, fundado en ideales profundos, es casi una obligación. Ojalá que los testimonios que coincidan con estas palabras que escribo, te lleguen y te hagan sonreír, más. Corina Emiliano Exalumna – Docente - Escritora

UN PAÍS EN CHIQUITO “Crecemos solamente en la osadía” Mario Benedetti Dios me permita seguir teniendo curiosidad y maravi- llarme ante la vida porque eso lo aprendí de los niños. Cristina, 2013 EL NIETO PREGUNTÓN I —Abuela, ¿para qué te compraste este sillón? —Al poco tiempo de casarme con tu abuelo, al pasar por una casa de antigüedades, me dijo que me iba a comprar un sillón vienés mecedor; él me imaginaba, cuando tuviéramos un hijo, sentada en él dándole a mamar y acunándolo. Pasaron los años, vivimos muchas cosas y nunca lo compramos. Tal vez porque, al cono- cerme más, se dio cuenta de que nunca lo iba a usar, con esta forma mía de estar siempre en actividad; aun cuando tomo asiento por un rato, mi cabeza no deja de funcionar desaforadamente. 9

—¿Y ahora te lo compraste porque vas a parar? ¡Ah!, pensaba Cristina, esos nietos que irrumpían en la casa tro- cando la nostalgia en alegría; esa nostalgia que se va filtrando entre sus pensamientos hasta, sin saber cómo y con qué razón, termina ajustando con invisibles manos la garganta e impidiendo la descarga de las lágrimas que pudiera aliviar esa conmoción. A veces imaginaba retorciéndose como un trapo para que esa sen- sación que la acosaba se estrujara saliéndose de ella y dejándola liviana y serena. —¡Muy buena pregunta! No creo que vaya a parar; difícil que la gente cambie tan fundamentalmente su forma de ser. Tal vez sea un homenaje a tu abuelo. ¡Quién sabe!, a lo mejor él habría que- rido que aminore un poco mi ritmo, aunque siempre me acompa- ñara en todos mis proyectos y aún en todas mis locuras. —Abu, no me acuerdo del abuelo. La abuela Cristina giró la cabeza para que no viera las lágrimas emocionadas que le hacían brillar los ojos. A los niños las lágri- mas de los adultos les producen sentimientos encontrados y no se creía capaz, en ese momento, de dar explicaciones. —Es que vos eras muy chiquito cuando falleció. Pero, sentite contento porque te tuvo en sus brazos, te paseaba en el auto para que te durmieras, te cantaba canciones inventadas por él. —¿Cómo inventadas por él? —Sí, a la música tradicional de las nanas le creaba letras que te- nían que ver con el momento histórico que estábamos pasando, o con situaciones políticas; también adaptaba canciones populares españolas que entonaba su familia cuando había reuniones porque tanto él como todos sus primos tocaban la guitarra y las abuelas cantaban y bailaban jotas, muñeiras y fandangos. Muchas letras tenían que ver con la Guerra Civil española, canciones de la resis- tencia que ellos habían vivido. Algunos tíos del abuelo habían sido anarquistas y lucharon también en nuestro país por reivindi- caciones sociales en las primeras décadas del siglo pasado. —¡Uy! ¿Todo eso me vas a explicar?... Pero, mejor otro día porque ahora quiero ir a tirarme en la pileta; está haciendo mucho calor. Chau, Abu, me voy a poner la malla. 10

Desde la tele sonaba: “La fragata Libertad está arribando al Puerto de Mar del Plata después de casi 80 días de ser tenida como rehén en el Puerto de Gana por los fondos buitre” (2 de octubre de 2012). Cristina pensaba, ¿adónde habría quedado el proyecto de algunos políticos de juntar fondos para recuperarla? Se acordaba de un personaje de Pepe Biondi cuando hacía de malevo y amagaba sacar el cuchillo para enfrentarse al contrincante; en ese momento, sus amigos lo sostenían impidiendo el encuentro pero a su vez liberándolo del mismo, dado que ni en lo más recóndito de su alma temerosa figuraba la lucha apasionada; era el famoso taita cagón. Recordaba que todavía no se había aclarado qué hicieron con la colecta televisiva conducida por Pinki en la que tanta gente bienintencionada donaba no solo dinero sino sus joyas más que- ridas para comprar lo necesario en la Guerra de las Malvinas (2 abril al 14 junio de 1982). Cuántas mujeres tejieron guantes, me- dias y bufandas para abrigar a aquellos casi niños que luchaban en un frente lejano, inhóspito e inventado forzosamente como último recurso de una dictadura que ya no se sostenía. En la escuela, distintos grupos de chicos con sus padres y docen- tes habían confeccionado creativamente diversos presentes; lue- go, los llevaron a las distintas embajadas de los países latinoame- ricanos que habían apoyado diplomáticamente la soberanía de Argentina en las queridas islas. La escuela se llamaba Latinoamé- rica y en “el patio rojo”, como lo habían nominado los mismos alumnos por ser el único espacio que tenía cerámicos morados, se llevó a cabo la sencilla ceremonia de la comunidad educativa en reconocimiento a aquellos soldados. EL NIETO PREGUNTÓN II LA FACULTAD y ALFREDO —¿Y cómo conociste al abuelo? —Volvió su nieto luego de un chapuzón. Fue en la Facultad de Filosofía y Letras, creía que por abril de 11

1966, cuando iba hacia el aula magna para escuchar una clase del prof. Pérez Amuchástegui. Pero no encontró allí al profesor, lo descubrió discutiendo. Su rostro deformado había perdido la com- postura que le era característica y el causante de semejante altera- ción era un muchacho alto, delgado, con polera negra y un amplio gabán también negro; el joven le recriminaba al profesor su deci- sión de tomar un examen en el momento en que todo el alumnado realizaba una movilización por una demanda social que recla- maba el personal no docente de la facultad. —¡Ud. atenta contra la libre expresión de las personas y sus derechos a reclamar! —le decía al profesor. —¡Y Ud. defiende a todos aquellos vagos que se suman a cual- quier acción que los aleje de la obligación de rendir sus exáme- nes! Ese era el día y esa la hora de hacerlo —dijo Amuchástegui, reforzando su formalidad. —¡Ud. contraría con sus actos lo que pretende enseñarnos al analizar la historia. Como el joven se le acercara y un gran grupo de compañeros lo apoyara, el profesor, que seguía gritando, se subió a una silla para quedar a mayor altura que él, pero el alumno, sin intimidarse por esa actitud, dio un salto hasta encaramarse al escritorio y le sostuvo la discusión pródiga en referencias sociales y citas históricas. Cristina sintió como si una mano mágica anulara el volumen de la algarabía y solo se quedó mirando al muchacho; nada escucha- ba en derredor, solo registraba los ademanes plásticos y enérgicos con que se conectaba aquél. Miraba todo como en una película muda gozando de la situación sin perder ni un gesto de aquel joven que, con el dedo admonitorio, emplazaba al profesor como si estuvieran invertidos los roles y éste debiera irse al rincón para enmendar su culpa. Lo miraba a él, osado e impertinente, que con elegancia informal dibujaba curvas y líneas en el aire con su carpeta de apuntes en tanto que, con la otra mano indicadora, recorría ora a los compañeros, ora las instalaciones, ora apuntaba hacia la calle. Cristina imaginaba el diálogo, lo creaba con el tono grave e impostado de la voz que había quedado en su memoria y, 12

cuando una sonrisa irónica acompañó un gesto abarcador de él, se dijo que aquel tipo le gustaba mucho. Volvió a la realidad cuando vio al profesor bajarse de la silla y huir por una puerta que mágicamente se abrió detrás de él permi- tiéndole escapar de esa situación difícil en la que lo había puesto ese alumno coreado por los compañeros. Se retiraron del lugar dirigiéndose a la oficina de alumnos a continuar su protesta y re- clamar la inmediata toma del examen que la mayoría no había rendido. A la semana siguiente se volvió a tomar la tan cuestio- nada prueba a los que no habían asistido en la fecha conflictiva. En la siguiente clase magistral de Pérez Amuchástegui, que co- menzaba con la puntualidad de un inglés, Cristina llegó unos minutos más tarde y tuvo que dirigirse al único asiento que que- daba en un lateral, prácticamente al lado del profesor. Caminó hacia el lugar y se sentó con las piernas recogidas hacia un cos- tado cubriéndolas de las miradas de los alumnos con un suéter. —¡Qué gambas tiene esa pendeja! —exclamó aquel joven defen- sor de los derechos que asistía a la clase. Su interlocutor vecino aprobó la aseveración aunque no había estado tan atento como él en el momento en que “la pendeja” se sentó con su minifalda. Cristina, que había entrado al bar de la esquina buscando a una compañera, no recordaba exactamente cómo se las había arre- glado aquel joven para acercarse a ella pero sí recordaba que le había preguntado si tenía compañero para realizar el trabajo que se debía presentar. Cuando le dijo que no había acordado con ningún compañero, él se propuso para realizar la investigación con ella. No se podría haber negado ante tan seductora propuesta dicha con esa voz de tenor suavizada por la intimidad que quería lograr pese a que el bar estaba repleto de estudiantes que revol- vían sus apuntes compartiendo preguntas y respuestas. A los dos días comenzaron a encontrarse para elegir el tema a desarrollar y convenir la bibliografía. Así iniciaron una relación en la cual alternaban datos históricos, propuestas y formulaciones con referencias personales: anécdotas, vivencias, gustos, expe- riencias, situaciones familiares, recuerdos, ideales y sueños. A fines de junio de 1966, se citaron en la puerta de la facultad y 13

entregaron el trabajo; le quedó a cada uno el número de teléfono del otro. Se saludaron deseándose suerte y ninguno de los dos se animó a más. Cristina recordaba la novia con la que él había roto hacía unos meses y Alfredo retenía la imagen de aquel compañero del secundario, estudiante de teatro, del que ella había dicho estar enamorada hacía un tiempo. A veces las personas recuerdan solo los hechos y en cambio desubican los tiempos y éstos pasan a jugar en contra de las decisiones a tomar. Cada uno subió a su respectivo colectivo con una realidad fantaseada respecto a los amores del otro. No fue fantaseada la realidad que los sacudiría dos días más tarde. Los militares sacaban a empujones al presidente Illia, mandatario constitucional que había realizado un gobierno impecable. Sereno y ecuánime, aquel médico cordobés, había conducido la marcha de la Argentina respetando a rajatabla los derechos constituciona- les. Ellos, como estudiantes, podían dar fe. Los cuestionamientos, las reuniones, los debates, las agrupaciones estudiantiles a las que pertenecían, todo era permitido para que los jóvenes practicaran la democracia y se hicieran firmes, seguros, duchos en la defensa y orgullosos en la opción que eligieran. Todo terminó de golpe. Con golpe a la democracia, como con Irigoyen, Perón, Frondizi. Illia miró a la cara a los cabrones que lo sacaban de la Casa de Gobierno y sosteniéndoles la mirada les dijo: “Sus hijos se lo van a reprochar”. Muchos hijos de aquellos militares, años más tarde, pertenecerían a grupos que resistieron a otro gobierno militar que se instaló aquel día aciago. Pasado un mes, Alfredo y Cristina se habían llamado para encon- trarse ese viernes en la Facultad a retirar la nota del trabajo y saber si con su aprobación podían presentarse al examen final. Se saludaron en la puerta, se comentaron trivialidades y buscaron las pizarras con las notas de su comisión. La nota era nueve, habían aprobado, pero en las carteleras no figuraban las fechas de exáme- nes e inscripción para la rendición final. El clima estaba enrare- cido y comenzaron las protestas porque habían quitado los hora- rios de la cursada nocturna. No solo ellos sino muchos estudiantes se veían perjudicados; los que estudiaban en esos horarios eran 14

jóvenes que también trabajaban. Cuando salían protestando, Cris- tina se sintió suspendida casi en el aire y obligada a correr hacia la esquina; por sobre el hombro de Alfredo alcanzó a ver los cascos de la policía quienes blandiendo largos bastones arrojaban golpes certeros a todos los estudiantes sin diferencias (29 julio, 1966). Casi en la esquina, Alfredo alcanza a ubicarla en el vano de una puerta cancel y cobijarla con su cuerpo cuando uno de los bastonazos cayó sin piedad sobre la espalda del muchacho quien se sostuvo hasta que pasaron hacia otras víctimas y lentamente se le fueron aflojando las piernas. Cristina lo sostuvo mientras, desesperada, veía cómo arremetían otra vez volviendo a la puerta de la facultad. Aprovecharon para correr hacia la otra cuadra y esconderse en un zaguán. Las imágenes vividas se mezclaban con las de su madre que siempre temía que su hija se metiera en política y un “hijos de puta” rabioso salió de sus labios en tanto que Alfredo, la calmaba pasándole la mano por los cabellos. —Bueno, ya pasó. —¿Te duele? —Un poco. No sé cómo los vi venir —se miraron y fueron calmando su respiración. —Bueno, te acompaño. No pudo decir que no, estaba todavía muy asustada y su corazón latía desacompasadamente. Caminaron unas cuadras por la para- lela a Independencia y, cuando vieron que el tránsito se había normalizado, volvieron a la avenida y tomaron el colectivo. Cris- tina sintió que hacía frío y abotonó su tapado en el cuello. Suerte que había venido con botas y no con sus tacos de siempre. Mientras volvía sentada en el tren tomó conciencia de que ella no tenía idea de la situación política, es más, poco se había interesado conscientemente por la evolución de esos temas. De muy niña había escuchado hablar a su padre con sus tíos de Perón, de los beneficios que ellos tenían en el trabajo. Recordando los hechos que había vivido momentos antes, remedó a su tío contando el ataque de las fuerzas armadas en Plaza de Mayo, el 16 de junio de 1955, cuando tramaban la deposición de Perón. Éste relataba cómo se había salvado de casualidad, 15

zigzagueando entre los caminos y canteros de esa plaza, aplastán- dose contra la pared en una calle aledaña mientras veía correr a la gente entre nubes negruzcas que subían al explotar las bombas. Allá en la Plaza, los explosivos caían sin misericordia sobre los transeúntes y en los techos de la Casa de Gobierno. Sí, hubo 350 muertos (entre ellos niños de una escuela del interior que habían venido a la Capital) y más de 2000 heridos en el ataque que imprevistamente y sin piedad descargara la Armada y la Aviación naval sobre la población inocente dejando vehículos, troles, cuerpos desparramados por esa plaza. Esa plaza, o ese lugar, solo había tenido dos ataques armados en 1806 y 1807, cuando las invasiones inglesas, y, entonces, solo era un gran espacio de tierra pública. ¿Cuánto tiempo habían estado aquellos golpistas en el poder? No se acordaba bien, tal vez tres años. Luego asumió Frondizi que fue depuesto por Guido que durante un año ofició de “normaliza- dor” hasta que en elecciones democráticas asumió Arturo Illia. ¿Qué era un “normalizador”?, ¿qué verdad absoluta les otorga a las personas el poder sobre los otros?, ¿no tiene la democracia sus propias reglas para encausar los conflictos?, ¿para qué existe una Constitución, para qué las leyes?, ¿por qué la violencia?, ¿por qué esa suficiencia todopoderosa de decidir vida o muerte? Tal vez eran demasiado simples sus preguntas o tal vez, por eso mismo, tan importantes pues llevaban a la indagación profunda del ser humano, al papel de la violencia en las sociedades, las ansias de poder, la soberbia, el odio. ¡Cristina, cuánto te quedaría por aprender de la vida, de los hom- bres, de las sociedades! ¡Y lo lamentable es que lo aprenderías también a golpes que dejarían marcas y llagas en tu espíritu! Como decís ahora, ya más vieja: “¡cuál arruga corresponde a cuál dolor, a cuál vivencia, a cuál verdad! Por eso decís que no te hacés lifting, porque cada una de ellas pertenece a una parte de tu vida y la contiene y nunca serías capaz de renunciar a ningún momento de tu vida. Cristina descubría que, en los días en que habían preparado el trabajo a entregar, no habían hablado de política con Alfredo ni 16

tampoco habían comentado ese día acerca de la destitución del presidente dos días después de haberlo entregado. El tren la acu- naba con su traqueteo y la motivaba a pensar. Si bien los sucesos políticos no habían ocupado parte fundamental de su vida puesto que sus estudios de danza, teatro, música, el secundario y ahora la facultad no le dejaban tiempo, tenía claros los conceptos de libertad, solidaridad, igualdad pues eran valores que en su casa se sostenían. Recordó aquella vez que un tío ricachón había asistido a una cena familiar con un diputado que comentó en la mesa: “bueno, en política hay que ir con la corrien- te”. Ella, que era muy respetuosa y tímida, levantó la mirada y le dijo: “A mí me enseñaron que Uds., los diputados, deben defender lo que propusieron a sus votantes aunque la corriente vaya hacia otro lado”. Y con un gesto pidió permiso a su abuelo, que presidía la mesa, y se retiró a su cuarto. El silencio que corrió por los co- mensales fue gélido. Su padre se levantó tras de ella y subió también las escaleras. Entró a su cuarto y se sentó al borde de la cama donde Cristina se había echado. Lejos de reprenderla, Mario la abrazó. —Estuviste muy bien, corazón —le dijo y lloraron juntos. Creía recordar que, aparte de llorar la muerte de su mamá, había sido la única vez que lo había visto llorar, aunque era de emocio- narse fácilmente, pero el llanto de ese momento era otra cosa, era comunión, no rabia, impotencia o dolor. Se colgó la cartera en bandolera y corrió al bajar del tren, si no lo hacía perdía el colectivo que salía cada 45 minutos. Abrió la puerta de su casa y todas las miradas se dirigieron hacia ella con diversas expresiones, preocupación, desesperación, reproche; ¡qué tenía que estar estudiando en esa facultad provoca- dora, por qué no seguía con su danza que era más tranquila! Habían escuchado el decreto 16912 que apuntaba directamente a las Universidades y, luego, algunas escenas suavizadas con la policía “movilizando” a los alumnos; no habían pasado por la tv los palos y la represión. —Quédense tranquilos que no me pasó nada. 17

Besó a los padres y abuelos, saludó a los tíos y subió a su cuarto. Era la “casa grande” soñada por su abuelo así que vivían éstos, sus padres y las familias de dos tíos y, cruzando el enorme parque, al fondo, en dos departamentos, otros dos tíos con sus esposas y primos. Era difícil justificarse ante tal muchedumbre y prefirió no hablar. Detrás de ella subió su madre con ese gesto contraído que le conocía y que no deseaba demostrar cuánto estaba sufriendo. A ella le contó todo lo que habían vivido y la actitud de Alfredo protegiéndola. Qué habría pasado si su mirada atenta y experi- mentada no hubiera intuido el peligro ni bien se estaba gestando. Estaba conmocionada. En su vida, protegida y acompañada por su familia, nunca había vivido una situación semejante ni su imaginación la había sospechado. La boca seca, las manos traspi- radas. Aquel giro de los acontecimientos se reproducía mental- mente mientras su voz describía no solo los hechos sino las emociones. Se mezclaban con ellos los sentimientos encontrados de aquel bienestar familiar que la cobijaba y el desequilibrio institucional que movilizaba la seguridad y la vida social a la que se había acostumbrado en esos últimos años. “Hay que ir con la corriente” recordó, hijos de puta, exclamó y su madre la reprendió afectivamente más como formalidad que por convicción. —¡Te das cuenta de lo que hacen!, arrean con los derechos, con los principios, con nuestro voto, te quitan la libertad, te imponen su voluntad. —Sos joven, ya vas a aprender… —¡Nunca voy a aceptar ese tipo de imposiciones! Uds. me enseñaron a defender lo que pienso, mis profesores del secundario me enseñaron lo mismo; ¡por qué voy a aceptar que me avasallen, que nos avasallen! ¿Te acordás de aquel poema que hablaba sobre la patria y que me hicieras memorizar desde chica? “…la Patria estaba yerma, opaco el cielo, la derrota doquier…”, así lo veo todo hoy, mamá. Dejame, andá a tranquilizar a todos. Yo no tengo hambre, no podría comer. Su mamá se fue y ella sacó un cigarrillo que tenía escondido, lo encendió y miró cada voluta de humo que echaba por la ventada 18

abierta; el frío de la noche entraba sin permiso y la iba tranquili- zando, aunque no podía dejar de pensar en todo. A la Independencia de 1816 \"La tierra estaba yerma, opaco el cielo, la derrota doquier. Nuestros campeones, que en la tremenda lid fueron leones, ven ya frustrado su arrogante celo. América contempla en torvo duelo la Bandera de Mayo hecha jirones. El enemigo avanza: sus legiones cantan victoria estremeciendo el suelo. Pero la Patria, irguiéndose, entre ruinas: ¡Atrás! prorrumpe, libre se proclama, rompe el vil yugo con potente brazo; y triunfantes las armas Argentinas, llevan la libertad, su honor, su fama, desde el soberbio Plata al Chimborazo\". Carlos Guido y Spano (1827-1918) Poema memorizado en su niñez. INSTITUTO BANFIELD Y LOS 60 En el secundario y en el año y medio que cursaba en la Facultad, Cristina había tenido muchas vivencias importantes pero hasta ese momento no has había visualizado como tales. Su secundario, creado en 1959, la recibió en 1960 y allí se cono- cieron con Norma Tufaro. Ese colegio era una cooperativa educa- tiva y habían ayudado a levantarla todos los padres vendiendo rifas y los docentes cobrando sueldos magros y trabajando horas extras; así permitían que los alumnos asistieran a talleres que se 19

dictaban fuera del horario escolar incluyendo los sábados; esto hacía de su colegio un lugar de encuentro, de expansión social e intelectual, de descubrimiento de vocaciones, de práctica grupal para llevar a cabo ideas y proyectos. Hasta habían gestado en ellos la necesidad de protestar por lo que no creían correcto; así lo habían hecho cuando un grupo de profesores disidentes se había separado de la institución y los alumnos se habían dividido entre los que estaban por la restitución de aquellos y los que deseaban continuar de cualquier forma (1964). Lamentablemente, fuerzas externas al conflicto, básicamente la iglesia, que había visto menguar su matrícula con el asiento del instituto en la zona, usó estas protestas a su favor, tildando de comunistas a sus directivos, y llegó a interceder en su contra en el Ministerio de Educación. Poco más de dos años el Instituto Banfield siguió peleando su funcionamiento pero el clima político no lo favorecía (gobernaba Onganía) y el ministerio consiguió cerrarlo. El esfuerzo de casi una década de toda una comunidad se perdió y el moderno edificio de tres plantas fue expropiado por el estado. Abandonado por años, fue utilizado más tarde como dependencia judicial sin siquiera haber reacondicionado los deterioros que el tiempo había hecho en la construcción, abandonada por varios años y sin mantenimiento. Fue triste ver aquellas aulas llenas de estantes con sucios expedientes y caminar por sus pasillos a policías y persona- jes con esposas que venían a testificar. La niña tímida e introvertida que había comenzado su secundario en 1960 se iría trasformando en una joven extrovertida, expresiva y autónoma, con capacidad de análisis, una fuerte vocación por las letras, profundas inquietudes sociales y amante de todas las artes. Esa era Cristina al terminar el secundario donde también fue permeable a una apertura intelectual promovida por profeso- res jóvenes y comprometidos en la que se percibía la influencia de los cambios que vivía el mundo: ideologías variadas, cuestio- namientos sociales, nuevas voces y la concepción colectivista del mundo dentro de la cual los países del continente ameri- cano establecían lazos de hermandad visualizándose una sola patria, la latinoamericana. 20

Aquellos profesores habían vivido una universidad que se cues- tionaba a sí misma la formación cultural, el desarrollo de investi- gación científica, su función social y su autonomía. Fueron testigos de la construcción de la Ciudad Universitaria, la imple- mentación de la dedicación exclusiva en la planta docente, la promoción de la actividad de investigación, la fundación de Eudeba (la editorial universitaria que abarcaba la más amplia temática imaginada), el impulso del Departamento de Orientación Vocacional, el sistema de becas a estudiantes y graduados, la promoción real del Conicet. Todo esto logrado aún con restriccio- nes presupuestarias e inestabilidad política. Esos profesores jóve- nes habían vivido, como universitarios, esa realidad y trasladado a sus alumnos del secundario el espíritu de ese cambio que se vivía. En todo el mundo, y mientras Los Beatles rompían con los cáno- nes musicales, Violeta Parra cantaba en Europa poemas compro- metidos, y Joan Báez protestaba con sus baladas, los jóvenes se habían ido liberando de prejuicios que se evidenciaban hasta en la moda gracias a lo cual habían dejado de vestirse como adultos; se acortaron las polleras que más tarde ascenderían a la minifalda, apareció el jean, las remeras, las zapatillas deportivas para uso corriente, los colores variados; los varones dejaron de usar el pantalón con cinturón, camisa y corbata, como paso obligado al dejar los pantalones cortos, y liberaron sus gustos. Los llamados hippies imponen una moda aún más inédita: pantalones Oxford, collares usados por hombres y mujeres, peinados realmente nove- dosos, rastas, vinchas cruzando la frente. Cristina había escuchado acerca del presidente de su país, Arturo Frondizi, que rompía con viejos paradigmas privilegiando las necesidades impuestas por la realidad, evitando los prejuicios ideológicos (había recibido al Che Guevara en privado, votado a favor de Cuba integrando la OEA junto a Brasil, México y Chile). Había promovido la ALADI (asociación latinoamericana de integración) que impulsara el comercio entre la región y que luego se frustrara, fomentó la explotación petrolera hasta llegar a exportar parte de su producción, creó SEGBA empresa estatal de 21

energía eléctrica, SOMISA productora de acero, fomentó la producción automotor, de vagones ferroviarios y de tractores, estableció el Estatuto docente y tal fue su apertura respecto a la educación que provocó la disputa entre laicos y libres. Pero, igualmente, no logró satisfacer a estatales ni a privados, como tampoco pudo, a pesar de su cintura política, con las exigen- cias de sindicatos y de las fuerzas armadas que presionaron hasta hacer estallar la intolerancia de siempre que en marzo de 1962 lo destituye enviándolo preso a la isla Martín García. Allí también habían estado presos otros dos presidentes: Hipólito Irigoyen y Juan D. Perón; así esta isla pasó a ser llamada, por el ingenio popular: YPF (la primera letra de los apellidos de estos presiden- tes). Seguro había cometido errores, pero nada se soluciona “golpeando” la constitucionalidad. Esta joven también había sido sensible a los acontecimientos del mundo. El asesinato de Patrice Lumumba (1961) y de John Kennedy (1963) volvieron a cuestionar la violencia en un mundo que no aprendía a salvar sus diferencias de otro modo, del modo en que Martin Luther Kin (1963) predicaba marchando en Washington aunque años más tarde también muriera asesinado en Memphis (1968). El Concilio Vaticano II propone reformas fundamentales para una iglesia que debía abrirse al mundo (Populorum Progretion, 1962), en tanto que a la carrera espacial parece no satisfacerle éste y busca otros mundos… ¿en busca de qué respuestas?, ¿en busca de qué poder? Desde la televisión Tato Bores, (1962) con sus vertiginosos monólogos, venía criticando a los poderes con inteligentes sarcas- mos y también era censurado por los que se repartían el poder o decían si el presidente se toleraba o se destituía, entre otras cosas. También el humor permite tomar conciencia acerca de esa actua- lidad posibilitando observar, desde otra óptica, aspectos que a veces a las personas les pasan desapercibidos o son aceptados llanamente, naturalizándolos. A veces, los profesores de Cristina hacían alusión a estos monó- logos y los analizaban en clase; en su último año del secundario 22

comenzaron a traer a clase las tiras de un personaje que salía en las páginas de la revista Primera Plana y que se llamaba Mafalda. Esta niñita aguda y cuestionadora se metía con todos los temas y más tarde sería famosa mundialmente de la mano de su autor: Quino; Joaquín Lavado era un mendocino llegado a la Capital que creaba su personaje en una humilde vivienda de San Telmo antes de que la atravesara el ruido de la autopista y antes de que Ediciones La Flor la editara en los famosos librillos permitiéndole a Quino recorrer, él también, el mundo. En 1963 vuelve un presidente democrático, Arturo Illia, ejemplo de respeto y compromiso con las libertades y en 1964. Cristina y Norma terminan el secundario y salen directo a inscribirse en la facultad de Filosofía y Letras donde, al año siguiente, deben cursar un cuatrimestre para aprobar el ingreso. Norma era ya su amiga entrañable y le apasionaba la historia; no le daba la vista para devorarse todo libro de historia que caía en sus manos; su participación en las clases de aquella materia era no solo lucida sino aguda e inteligente. En el colegio, mirando arrobada al adusto e interesante profesor Vignas, que prendía un cigarrillo con la colilla del anterior, podía sobreponerse a su atractivo y razonar las preguntas que les dejaban dudas a los demás, también realizar asociaciones y cotejar hechos. Diez absoluto tenía en la materia que era más valioso todavía considerando el esfuerzo que debía hacer para elaborar el contenido y, a su vez, admirar el encanto peculiar del profesor que gesticulaba con movimientos de director de orquesta, echaba volutas de humo hacia todos los rincones del aula, inclinaba su cabeza como si en lo más alto de la pared se proyectaran, en imaginada película, las batallas, los diálogos famosos o las intrigas menos conocidas y también las escenas del golpe de estado que sufriera el presidente de Brasil, Joao Goulart (31-3-64), comentado con pesar en su clase. Cuando a Norma le quedaba una duda le preguntaba a alguna compañera mientras iban abandonando la institución: —No sé, yo le miraba “esos ojos”, no recuerdo ni jota de lo que dijo —respondían. Ella con una leve sonrisa consideraba su superioridad al respecto; 23

ella podía hacer las dos cosas a la vez, admirarlo sin perder el hilo de la historia. EL NIETO PREGUNTÓN III NORMA Y LA AMISTAD —Abu, ¿cómo conociste a la tía Norma? Cristina se sentó en el sillón mecedor y su mano fue recorriendo con lentitud cada una de las curvas de la madera que eran tal vez los caminos de su vida, por los cuales se trasladaba en esos días, hurgueteando en sus recuerdos. Volvieron así los primeros años del secundario (1960) y su amistad con Norma. Esta relación había comenzado al inicio del secundario y creó su lazo profundo desde aquella vez en que la descarnada crítica que usan los adolescentes cuando algo les molesta tomó como obje- tivo la conducta de Cristina. Ésta, que aprendía danzas clásicas, españolas, flamencas y folklóricas en una escuela reconocida de Banfield y también cursaba los últimos años del profesorado de música, era tímida y bastante introvertida. La combinación de esas actividades y su bajo perfil sugerían a muchas adolescentes una característica de orgullo o suficiencia que lejos estaban de ser parte de su personalidad. Algunos grupos inventaban en los recreos actitudes fantaseadas: —Es una engreída. No se quiere “dar” con nosotras. Norma, entonces, las enfrentaba y trataba de explicarles que Cristina era “corta” y que, de última, ellas también se alejaban sin promover ningún contacto. El tiempo, las charlas con los profesores consejeros y las activida- des grupales que fomentaban la integración fueron poniendo las cosas en lugares diferentes. Y aquellas diferencias dieron paso al compañerismo auténtico. Norma y Cristina ya habían comenzado a entretejer un lazo que los años, las vivencias y la historia que escribirían juntas jamás se desharía. El papá de Norma, José, hijo de inmigrantes, había sido un obrero sacrificado que caminaba decenas de cuadras para ahorrarse el 24

pasaje del tranvía e ir a almorzar frugalmente a su casa; volvería sobre sus pasos a continuar su jornada cortada en las barracas de Sarandí. Antes había trabajado en el frigorífico La Blanca. Eran trabajos mal remunerados, bárbaros, duros y amargos que el tras- curso de los años no había podido transformar su raíz sórdida. Los frigoríficos, desde el siglo anterior, se habían instalado en esa zona, que formaban el puente de Barracas y los dos caminos que arrancaban de su repecho sur, el que daría con los años origen a la hoy Avenida Bartolomé Mitre y el camino a las Lomas de Zamora y las Cañuelas, hoy Avenida Hipólito Yrigoyen. Era la misma región de saladeros y graserías que arrojaban al lecho del río los restos de animales; eran explotados por caudillejos corrale- ros insensibles al trabajo inhumano de quienes se conchababan en ellos. No mucho había cambiado; los actuales frigoríficos se los disputaban manos extrajeras y la rancia elite rural. José, que había podido comprarse un terreno en Banfield, a doce cuadras de la estación, en pleno campo Monte Correa, no pudo más que mostrárselo a Isabel, su esposa, que muere dejándolo solo con su hija de menos de dos años. A este desgarro, le sigue otra realidad dura que debió afrontar: el tener que dejar a Norma viviendo con sus primas. La llevaba muy temprano y la pasaba a buscar por la tarde noche. Pero había días en que volvía más tarde y a la niña ya la ponían a dormir. Entonces José pasaba por la casa de sus familiares y, para que su hija registrara su vuelta le gol- peaba suavemente la ventana; ese era el diálogo que tenían mu- chos días: sus códigos sonoros en la persiana que marcarían a fuego ese amor filial que Norma profesara por su padre hasta su muerte. El padre canalizó su angustia trabajando. Había ido levantando la casita con sus propias manos en las pocas horas que retaceaba al descanso necesario; los domingos era acompañado por Norma que regaba de ternura los esfuerzos de su padre mien- tras jugaba a la maestra ubicando las macetas como imaginarios alumnos. Pasaron casi siete años hasta que José encontrara un brillo en su vida. Conoce a Ángela con quien se casa y la niña vuelva a tener un hogar. 25

Angelita o Ange, como Norma la llamó siempre, cubre de amor el hogar y pone orden no solo en la casa sino en la relación que los familiares habían diseñado con Norma. La revaloriza, toma el rol de madre y la defiende con uñas y dientes de quienes la habían ubicado en el papel de la pobre huerfanita. Hasta se parecían físicamente, al punto tal de que, cuando Norma decía que Ange no era su madre genética, nadie le creía. Norma había perdido a su padre, José, dos meses antes de termi- nar su secundario. Él no pudo ver la culminación de esa etapa de su educación por la cual había luchado toda su vida desde su condición de laburante. Ange sostuvo el hogar soportando la pérdida de su pareja para que Norma pudiera terminar sus estu- dios. Tejía, vendía los huevos de sus gallinas y los frutos de su quinta hasta que su hija tuvo su ceremonia de graduación. Al otro día comenzó a acompañarla de madrugada hasta la parada del colectivo, donde Norma comenzaba su viaje hasta el único trabajo que había conseguido en ese momento, fines de 1964, empleada de Gigante, un supermercado de aquella época donde trabajara hasta que le ofrecieron un cargo docente. A pesar de la necesidad de conservar su trabajo, no había dudado en discutir con su jefe cuando éste dijera: —Yo a las maestras las tengo lavando lechuga. —Ud. debe haber tenido maestras muy distinguidas pero no le enseñaron el respeto. El jefe, viendo cómo le sostenía la mirada decidió volver a su oficina y cuando todos pensaban que, al otro día venía el despido, comenzó a saludarla afectuosamente. Las coincidencias de la vida hicieron que un día en que Norma le dijera que vivía en Banfield, él le comentara que tenía un primo que “noviaba” con una piba de allí llamada Cristina. Terminó siendo que esa piba era su amiga íntima. Norma que, aunque solo meses mayor que Cristina, siempre jugó el papel de hermana mayor, no dudó en enviarle un mensaje al novio: —Dígale a ese Alfredo, primo suyo, que si va con buenas inten- ciones siga y si no, que no jorobe. El jefe lo tomó risueñamente y se comprometió a decírselo. Con 26

el tiempo Alfredo, novio “formal” y después esposo de Cristina, pasaría a ser para Norma como el hermano mayor que nunca había tenido, la cuidó y defendió siempre. Los tres, Cristina, Norma y Alfredo, se habían adoptado como hermanos y compar- tieron las alegrías y los avatares de la vida. La mamá de Cristina, Chola, y Ange, se conocieron mientras esperaban que sus hijas rindieran el test que tomaban para el ingreso en el Instituto Banfield; también ellas sellarían una amistad duradera que continuó más allá del colegio secundario de sus hijas. Norma y Cristina, ya en la facultad, solo pudieron estudiar juntas en el curso de ingreso. Salían juntas de la facultad a las once de la noche y corrían a tomar el colectivo. Al bajar, volvían a correr cruzando las calles hasta llegar al hall central de la estación Constitución que atravesaban con alas en los pies pues el último tren ya arrancaba. Éste, con sus vagones desarticulados, hacía un esfuerzo que parecía ser el último, luego superaba las dificultades, las piezas se acomodaban y todo admitía el ritmo monótono del andar hasta llegar a la próxima estación donde todo volvía a repetirse. A veces unos segundos de tardanza les representaba un tren que ya había comenzado su viaje; eras las ocasiones en que debían acelerar su carrera y estirar sus brazos, entonces eran tomadas en vilo por las manos varoniles de los que viajaban en el último vagón, el furgón de cola, y casi las remontaban al piso del mismo. Ya las conocían y se apiadaban de ellas cosa que las dos agrade- cían generalmente con una carcajada. Siempre una chanza coronaba el episodio y les sugerían correrse a un vagón interior donde hacía menos frío (los más jóvenes solo podrán ver estos trenes en películas). Cuando podían, se reunían con otras compañeras del secundario, que también cursaban el ingreso y analizaban los distintos crite- rios para el análisis de textos que era una de las materias impor- tantes. Otras, alguna profesora del secundario les habilitaba un espacio para sopesar las formas del análisis sintáctico que Mana- corda de Rossetti proponía dando oraciones complejas, con 27

proposiciones subordinadas dentro de otras subordinadas que terminaban pareciéndose a un enorme rompecabezas que final- mente armaban entre todas. Lengua era una de las materias del curso junto con idioma inglés, análisis de textos y otras. Cursaban en algunas aulas que había cedido el Colegio Nacional Buenos Aires a la Facultad de Filosofía y Letras y al dejar el Colegio, por las noches, las calles se alzaban sombrías, tétricas con apenas unas lamparitas de mala muerte que producían sombras casi tenebrosas y ocultaban más de lo que iluminaban. EL NIETO PREGUNTÓN IV ALFREDO —Abu, ¿y cómo te casaste con el abu Alfredo? Los bares de los alrededores del Nacional Buenos Aires eran antiguos y, sobre todo, el de la esquina que se llamaba El Que- randí (Perú y Moreno). Todavía sobrevivía a su misma historia, con el estaño, la maquinaria para echar la cerveza, la express para el café y la deteriorada decoración; el antiguo solar había pertene- cido a Juan de Garay y la confitería se creó en 1920. En ese bar, Alfredo y Cristina resolvieron los últimos temas de su trabajo de historia. Había que ser habilidoso para poder sortear las maderas de pinotea del piso que se habían aflojado con el tiempo. Sobre el mismo, parecían escucharse las pisadas de quién sabe qué personajes famosos que seguramente habrían compartido su café o alguna ginebra debatiendo sucesos políticos, estrategias u opciones probables o descabelladas, como todas las que se habrían barajado en la generalidad de los bares de Buenos aires y, principalmente, los aledaños a la Plaza de Mayo. Cristina se distraía mirando embelesada los revestimientos de madera de ébano y cedro oscuro que llegaban hasta el techo, atra- vesados por molduras de delicada belleza que denotaban un esplendor perdido, las lámparas de apliques por cada banda y las que colgaban del techo con sus bronces opacos, deslucidos y los caireles de las lámparas ennegrecidos por el polvo y los aportes 28

de las moscas. Alguna vez, al pretender ir al toillete, vio una laucha recorriendo tranquila su paseo habitual y lejos de ame- drentarse Cristina sonrió como si la que estuviera de más fuera ella y no el animal que vivía el lugar como propio. A principio del siglo XXI, El Querandí se transformó en un restaurante de moda; fue totalmente reciclado y le retornaron su soberbia dignidad al punto tal que pasó a ser visitado solo por turistas o la clase acomo- dada; la cena con un show que muestra la historia del tango, desde los suburbios hasta el salón, suele costar, hoy, el sueldo básico de un obrero. Lo acompaña una cava que recuperó los sótanos y muestra una magnífica colección de vinos famosos nacionales e internacionales; en un rincón del mismo, si se quiere, se puede tomar un café que es lo más barato que venden. Alfredo llegaba al antiguo Querandí, con su auto, un Isard, al que llamaba “la francesa” porque, al decir de la época, le traía más gastos que si tuviera una mantenida francesa. Del mismo auto podía sacar, como un prestidigitador, muestras gratis de OCEFA (el laboratorio de productos medicinales para el cual trabajaba), herramientas, el diario del día doblado en la página que había estado leyendo y que comentaba la guerra de Vietnam, alguna revista Humor. También solía tener un traje con camisa y corbata bien acomodado, en una percha y enfundados, pues, muchas noches, después de salir con sus amigos, asistir a algún cineclub donde pasaban ciclos de cine francés, sueco, polaco o italiano, cenar y trasnochar, pasaba por el Colmegna, en la calle Sar- miento, tomaba un baño a primeras horas de la mañana, se vestía de traje y, luego de su café con leche con medialunas, entraba en las oficinas del laboratorio de la calle Montevideo sin haber tenido ni una hora de sueño. Pasado casi un mes del día de los “bastones”, Alfredo llamó por teléfono a Cristina y la invitó a salir. Se encontraron un sábado en la Plaza San Martín porque Cristina había imaginado el encuentro en una tarde soleada y en la hermosa arboleda de jacarandás, magnolias, palmeras y araucarias. La familia de Alfredo lo vio acicalarse en un horario inusual para él y le preguntaron en forma mordaz si se sentía bien. Él no dio explicaciones; pronto 29

cumpliría los veintiséis años y la familia lo veía camino a la soltería. Ese fue su primer encuentro sin libros de por medio. A Alfredo le gustaba la noche. Aunque tuviera que madrugar, no renunciaba a sus salidas culturales ni a sus encuentros con amigos de los que había hecho culto. Tanto podía concurrir a escuchar lecturas literarias en boliches, ver teatro en sótanos, encontrarse en la librería de Jorge Álvarez donde solía asistir Paco Urondo, Juan Gelman, tal vez Rodolfo Walsh o en el bar Santa Rita, al lado de la librería, donde todos los aspirantes a escritores leían sus producciones y se apagaban decenas de cigarrillos dentro de los pocillos de café. Alfredo también escribía; se inspiraba con las producciones y los comentarios de tan brillantes personajes, como decenas de jóvenes de la época. Luego repetía estas situaciones con amigos propios con los que se reunía en La Cultural de Callao y compartían cuentos de elaboración propia donde lo más jugoso eran los análisis y disquisiciones posteriores que les llevaban horas; todo en esa época debía tener un sentido social o político, hasta los besos o los juegos sexuales. No faltaban las sesiones de cine en el Lorraine, el Loire o el Losuard y los infaltables debates posteriores comiendo un plato de minestrone en un bodegón de Callao. Alfredo introdujo a Cristina en ese mundo mientras ambos se descubrían y se enamoraban. En esa época, las chicas que volvían a la casa después de las doce de la noche se la tenían que ver con toda la familia y Cristina no era una excepción. Y así fue como Cristina y Alfredo se casaron y ¡la familia y la iglesia bendijeron todas las salidas posteriores! Alfredo, casi ateo, acompañó a Cristina que entró en la iglesia con una túnica rosa y descalza que era una costumbre que la caracterizaba: sentir la tierra bajo sus pies. Alfredo sería el compañero de Cristina en las buenas y malas épocas y su pareja, en el sentido literal, de todos sus proyectos. Nacido y educado en una sociedad todavía muy patriarcal, él no compartía ni pizca de sus formas. Todo lo compartían, lo char- laban y resolvían juntos; las cosas que decidía solamente Alfredo eran las que a Cristina no le interesaban en lo más mínimo (sobre 30

todo las relacionadas con los temas financieros). La plata y los gastos los administraba ella aunque a él le caía la tarea de manejar la cuenta del banco. Acordaban las compras grandes, las vacacio- nes, cuando se podía, e iban juntos al supermercado. Tal vez fuera Alfredo el que la impulsara a crear una escuela el día en que le dijo: si tanto sufrís trabajando en esas escuelas “de mierda”, buscá algo superador. Así que, cuando surgió lo de la creación de la escuela, la estimuló y nunca dijo una palabra de desaliento o duda, por el contrario, le brindó todo su apoyo. Más tarde, cuando surgiera el proyecto, Alfredo pasaría a ser un eje transversal en el mismo, porque era entusiasta, inteligente y muy analítico con el toque justo de arriesgado. Lo abrazó desde el comienzo y comprendió exactamente el sustento ideológico del mismo. Formó parte de algunas comisiones directivas de ADEC en varios años y en algunos fue su presidente. Tenía cintura política y era difícil rebatir sus argumentos por el simple pero valioso hecho de que los sustentaba desde lo más profundo del proyecto educativo en el que creía con todas sus fuerzas. Era conciliador y durante sus presidencias las reuniones eran abiertas y cualquier socio podía asistir, traer propuestas y participar con voz y voto en las decisiones de ese día. Discutía a brazo partido cuando algunas personas querían tomar medidas que podrían perjudicar el proyecto educativo. Por eso mismo, cosechó mez- quinos enconos y algunas acciones y manejos en su contra. Años más tarde, cuando las escuelas crecían, se construía todos los años y todos los días había que tomar decisiones, los miem- bros de la comisión directiva de ADEC lo obligaron a tomar el puesto de administrador porque nadie podía hacerse cargo per- manente de la supervisión de las obras y sus derivados. Él renun- ció a su cargo en la comisión directiva porque decía que una misma persona no podía decidir acciones y cumplirlas a la vez y, también, renunció a su trabajo. Se construía mucho en verano, Alfredo cortaba sus vacaciones y viajaba a Burzaco a controlar las obras volviendo por la noche, en micro, a su lugar vacacional. 31

Mientras construía su casa particular, nunca compró los materia- les en el mismo corralón en el cual compraba para la escuela, pues para ella conseguía precios especiales; cuidaba así que no hubiera posibilidad de sospechar algún beneficio particular. Fue el no-docente más comprometido con las escuelas. Cuando se dieron situaciones institucionales críticas comenzó a somatizar y se manifestó en una psoriasis que lo atormentaba; el médico empezó a recetarle metrotexato, una droga que en poco tiempo le provocó una cirrosis hepática, lo obligó a un trasplante de hígado que no tuvo el éxito esperado y le provocó la muerte. Para los que lo quisieron, una pérdida irreparable; para otros, un alivio. Cristina perdió su mitad y siguió recordando su voz recitándole Oda a la pareja de Pablo Neruda: Vamos andando juntos por calles y por islas, bajo el violín quebrado de las ráfagas frente a un dios enemigo, sencillamente juntos una mujer y un hombre. LA IDEA DE LA ESCUELA La década de los 60 había sido considerada como década de las ideologías, caracterizada por confrontaciones internacionales y una ciudadanía cada vez más crítica con las acciones de sus go- bernantes que promovía marchas y movilizaciones de protesta; los alumnos de las universidades se preguntaban por su identidad o el destino de América Latina. Los artistas, y en especial los escritores, se habían sentido impelidos al compromiso y a promo- ver el cambio a partir de una concepción colectivista en la cual los países de Latinoamérica necesitaban hermanarse para alcanzar la patria única con la que habían soñado los grandes hombres de la historia, Belgrano, Monteagudo, San Martín, Bolívar, Martí y otros. 32

Tal vez en esa concepción, ansiada y soñada por tantas figuras de la historia, se habría tenido que buscar el origen del nombre que, luego de unos años, Cristina, Norma y Alfredo propusieran para la escuela primaria que crearan: Escuela Popular Latinoamérica. Ese sentido colectivista, esa concepción gestáltica de una unidad poseedora de características que no poseen los elementos aislados que la componen, esa dependencia entre los elementos no reducible a ellos, llevarían a concebir una realidad educativa en la cual directivos, docentes, alumnos, padres, familiares, amigos conformaran un todo dinámico e interactuante interpre- tando, tal vez, el axioma “el todo es mayor que la suma de sus partes”. Se pensó no solo una escuela de puertas abiertas sino una comunidad educativa real. Norma había entrado a la casa de Cristina, en la calle Rodríguez Peña de Banfield, aquel enero de 1969, tostada y con un vestidito verde con sugestivo estampado, de cinturita ajustada y falda mini. Cristina la esperaba ansiosa y exultante; su rostro no ocultaba que alguna idea rondaba su cabeza. Norma la conocía bien. Prepara- ron una limonada, con los cubitos de hielo con cerezas adentro que tanto le gustaban a Norma, y fueron con sus vasos a sentarse en el living que era solo una alfombra y muchos almohadones. Cristina no solía ir directo al grano; acostumbraba realizar un enfoque de situación y aquella vez había comenzado por volver a comentarle sus experiencias como docente en esos tres años. Estaba desilusionada. La línea pedagógica que tanto la hubiera entusiasmado mientras cursaban su magisterio fue imposible desarrollarla en las escuelas donde había trabajado. Las arcaicas estructuras del sistema educativo echaban fuertemente raíces en el ámbito educativo. Sus colegas veían con recelo cualquier mo- dificación al sistema ya instituido y, ya fuera una forma diferente de evaluación o un juego informal en el recreo, eran sistemática- mente criticados por éstas. Los directores les llamaban la atención porque movía del lugar convencional los pupitres (solía ubicarlos en círculo para lograr una relación más dinámica, para que todos tuvieran la misma distancia respecto de ella, erradicando a “los primeros y los últimos”), o se permitía también inventar juegos y 33

propuestas originales. Su carpeta didáctica iba a la dirección y volvía varias veces con recomendaciones de modificaciones solicitando un encuadre tradicional que socavaban la creatividad. Se debía estudiar con el libro elegido por la institución, no era válido investigar otras fuentes o traerles a los chicos otro material de consulta, tampoco trabajar en grupo porque era difícil, según ellos, evaluar quién trabajaba más o menos. Los alumnos con dificultades eran estig- matizados, encasillados y no le permitían acercarles otra pro- puesta de trabajo para abordar el conocimiento desde un lugar diferente. Había tenido directores que la espiaban, compañeras que la saboteaban o le hacían vacío, yéndose cuando ella llegaba a la sala de profesores, negándose a colaborar para una fiesta o a prestarle material. Ya no soportaba más; Alfredo se negaba rotundamente a que si- guiera trabajando en esas condiciones: o cambiaba o buscaba algo superador. Ya estaban casados y cada vez que llegaba de trabajar la encontraba llorando o rezongando. Ella había estado dándole vueltas a la cosa y se le había ocurrido una solución. Norma se quedó como en suspenso, cualquier cosa se podía es- perar de Cristina cuando se trataba de no abandonar sus ideales, como buena sagitariana. Y llegó. —¿Por qué no crear nuestra propia escuela? ¡Al fin… ya estaba dicho! Se miraron. Tal vez un leve temblor las invadió a ambas. ¿Era una locura? ¿Con qué recursos? ¿Cómo? Ninguna de las dos poseía dinero, ni una propiedad para tal fin, ni experiencia administrativa ni técnica para tal emprendimiento. Todas estas preguntas y muchas más rondaban por sus cabezas y era razona- ble su nerviosismo. Se volvieron a mirar y una carcajada liberó sus tensiones. Finalmente, Norma dijo: —Bueno, ¿y por dónde comenzamos? Se abrazaron con emoción. No importaba lo que se avecinaba, estaban juntas, como lo habían estado en los momentos más 34

importantes de sus jóvenes vidas. Rápidamente buscaron papel y biromes, y comenzaron a garaba- tear preguntas, lugares, personas, situaciones, recursos. Había comenzado a tomar forma… una locura. Una locura propia de sus edades, veintitrés años, propia de su época. Si los estudiantes franceses habían protagonizado su ma- yo, criticando y protestando, por qué ellas no podían crear una escuela como contrapropuesta al orden que reinaba en la mayoría de las escuelas. Bueno, tal vez no sería tan importante, pero podrían demostrarse a sí mismas que se podía enseñar según las ideas que ya desde hacía muchos años circulaban en los congresos pedagógicos. ¡Cómo podían las escuelas argentinas estar tan lejos de otras realidades de las que se hablaba en el mundo! La educación del niño había tomado un lugar prioritario en el Primer Congreso del Niño realizado en Argentina en 1913 y en el Primer Congreso Panamericano del Niño, en 1916. También desde las primeras décadas del siglo, la reflexión y el debate pedagógico promovie- ron un movimiento pedagógico llamado Escuela Nueva que se había dado a la búsqueda de otros métodos y espacios para enseñar. Cristina volvió con un libro y le leyó a Norma: “Nuestro método ha roto con las viejas tradiciones; ha abolido el banco, porque el niño no debe estar quieto escuchando las lecciones de la maestra; ha abolido la cátedra porque la maestra no tiene que dar lecciones colectivas, necesarias en los métodos comunes. Esto es el primer acto externo de una transformación más profunda, que consiste en dejar al niño libre para que obre según sus tendencias naturales, sin ninguna sujeción obligada ni programa alguno y sin los preceptos pedagógicos fundados en los principios “esta- blecidos por la herencia” en las antiguas concepciones escolásti- cas”, de María Montessori, en Ideas Generales Sobre Mi Método. —¡Norma, esto fue escrito en 1915, antes de que nacieran nues- tros padres y, hoy, los docentes ni siquiera analizan estos concep- tos! Aquellos educadores fueron los primeros en ver al alumno integralmente, “en su cuerpo, mente y alma”. Te juro que cuando 35

veo a mis compañeras me las imagino con los hábitos marrones de los monjes de los conventos, trascribiendo documentos, sin cuestionar, ni indagar su contenido, solo siguiendo órdenes de sus superiores, temerosos de fallar, dibujando palabras con hermosas letras hasta completar libros pesados y adustos que se encuader- narán y se archivarán, creyéndose así dueños del saber. Cata, (el apócope del segundo nombre de Norma: Catalina), ¿te acordás de John Dewey, que estudiamos en el magisterio?; ese tipo nació en 1859 y murió hace menos de dos décadas revolucio- nando antes el mundo de la educación y ¿dónde está la revolución de nuestras escuelas? ¡Ya deberíamos haber superado las pro- puestas de Dewey y todavía ni siquiera prendieron las de él! Mirá lo que dice este libro de la Biblioteca del Maestro y que, en su archivo histórico, se refiere a la educación en Argentina, antes de 1930: “la reflexión sobre la niñez, el aprendizaje, la relación docente-alumno, los métodos de enseñanza eran parte de la formación docente. También, circulaban en libros, revistas de la época, y en conferencias de maestros y autoridades educativas. De este modo, se expandieron las ideas y métodos pedagógicos centrados en la actividad de los alumnos, la experiencia propia, el estímulo de las actividades al aire libre, el trabajo en grupos, y el uso de técnicas y materiales educativos”, y más adelante dice; “…la renovación pedagógica insistió en el valor de la imaginación, la creatividad y la relación personalizada entre maestros y alumnos en el proceso de aprendizaje”. Claro, a partir del 30 la crisis económica y política vuelve a echar para atrás estos aires renovadores en Argentina. Aunque la sensi- bilidad hacia los niños y un cambio en la valorización de la infancia continuaran hasta 1945, los golpes militares y revolu- ciones frenaron este consenso liberal. Sin olvidar también que en Europa iban en ascenso los regímenes totalitarios que influencia- ron en Argentina y fue como si se dividieran los espacios cultura- les y educativos según las luchas políticas; las tendencias nacio- nalistas, liberales y de izquierda lucharon, a raíz del contenido otorgado a los planes educativos, etc., pero los sectores naciona- listas terminaron copando la conducción educativa. Estos grupos 36

que se organizaban corporativamente, se oponían a la democracia y propulsaban un orden asentado en las instituciones tradiciona- les: la nación, la familia (la que era como ellos) y las agrupaciones profesionales (también las de ellos), y en una sociedad jerarqui- zada. Aquí también reformularon la educación para reorganizar a sociedad argentina... —Bueno, Norma, más o menos como ahora. —Este es un gobierno de facto, ¡qué querés con Onganía (1966- 1970) y los militares! De última, los directores que tuviste no hacen más que seguir las directivas del gobierno, ellos también deben estar presionados. —No sé si es tan así. Por supuesto que si no siguen la línea que le bajan deben tener miedo a que alguien los delate y necesitan cuidar su puestito. —Estás muy enojada. Pero debe ser así. Yo veo que mis compa- ñeros de Seguros, están todos cagados, y ni te digo los que estaban en el sindicato; están todos silenciosos y ya ni protestan. Allí la única que protesta soy yo que rezongo por todo y ellos bajan la cabeza y me miran como si vieran a un kamikaze. Norma había dejado su trabajo en Gigante para trabajar en la docencia y a pesar de que había sido en una escuela que habían abierto algunos de los profesores de ellas, aquellos que habían echado del Instituto Banfield y a favor de los cuales ellas habían participado en actos de protesta, no hicieron gala de ninguna con- sideración. Aunque Norma nunca habría permitido concesiones por haberlos apoyado, la vez que necesitó que accedieran a reti- rarse cinco minutos antes para poder llegar a su segundo trabajo, no se lo permitieron. La justificación era banal y tuvo que renun- ciar. Así tuvo que abandonar la docencia porque tenía que mante- ner su hogar. Aquel otro trabajo era en la Obra social de Seguros. —Sí —había aceptado Cristina— la gente está temerosa y ni habla, ni protesta. Yo me siento muy mal y Alfredo también. Tuvimos que dejar de estudiar en la facultad. Vos dejaste porque no te coincidían los horarios con tu trabajo, pero ahora ni siquiera hay horarios vespertinos ni profesores capaces. Para una materia había un solo horario donde nos peleábamos por obtener un cupo, 37

y si lo lograbas y podías cursar, te encontrabas con profesores completamente ineptos. ¡No sabés lo que era ver a los alumnos preguntando y a los profesores evitando dar respuesta! Cuando Alfredo cursó Ciencias Políticas, ante algunos comentarios de los alumnos poniendo como ejemplo situaciones reales, el profesor dijo: “aquí no se puede hablar de política”. ¿Te imaginas, en la materia Ciencias Políticas, no hablar de política? Y pasaban y siguen pasando cosas muy serias; te sentías que ibas a perder el tiempo con profesores de bajo nivel, porque a los buenos los echaron a todos. Las mentes brillantes están emigrando. Charo, nuestra profesora del secundario a la que recurrí para que me aconseje me dijo: “tenés dos posibilidades: cursás solo para meter materias, obtenés tu título y luego te enriquecés investigando por tu cuenta o dejás por un tiempo; esto no va a durar toda la vida”. Con Alfredo decidimos, por el momento, dejar un tiempo. —Pero, Cristina, ¿viste que cada tanto suceden estas cosas?; pareciera que los argentinos no podemos sostener una ideología o un proyecto por largo tiempo. Vos lo decías antes; las ideas anteriores al 30 fueron cambiadas por otros grupos de poder, pero luego vino el peronismo que significó un cambio en la vida social, política y económica. ¿Te acordás lo de “los únicos privilegiados son los niños”? Nosotras éramos chicas, pero yo me acuerdo del librito que leíamos en clase “Evita, hada buena” o algo así. Con el peronismo los trabajadores habían ido adquiriendo dere- chos que hasta ese momento nunca habían tenido y comenzaron a ser protagonistas. El presidente Perón les hablaba de justicia social, del final de las desigualdades y daba una atención prefe- rencial a la infancia, sobre todo, a la infancia pobre que hasta ese momento no había accedido a los juguetes, los deportes, las excursiones y sobre todo a completar una escolaridad. Tal vez era real que había una tarea sistemática para influir en los niños y jóvenes y fortalecer ese régimen político, pero fue real que estos chicos y sus padres habían mejorado sus condiciones de vida y accedido a derechos antes no pensados; había sido una época de bienestar económico que trajeron los primeros años de la posguerra. Los ciudadanos de clase baja cambiaron su calidad de 38

vida, ampliaron su consumo, comenzaron también a gozar de paseos y vacaciones, y los jóvenes fueron primera generación de universitarios como lo estamos siendo nosotras. Cristina lo recordaba bien porque su papá, al igual que sus tíos, tuvo un trabajo y un sueldo fijo. Chola, su mamá, que era muy buena administradora, la había podido inscribir en una escuela de danzas muy renombrada en la zona que organizaba reconocidos festivales artísticos y actuaciones diversas a través del año. Y eso lo podían enfrentar con un solo sueldo. Aquello implicaba, a su vez, la confección de trajes que Chola asumía con creatividad y un gusto exquisito que había desarrollado no solo por sus estudios secundarios en la Escuela Profesional sino como herencia de su padre, recibidor de cereales, que había sabido decorar su casa y halagar a su esposa con la delicadeza y exigencia de un burgués de categoría que estaba lejos de ser. Antonia, su mujer, la abuela de Cristina, que había salido de una escuela religiosa donde estaba internada, para casarse a los 15 años con un inmigrante italiano desconocido que casi la doblaba en edad, tenía esa habilidad que hacen desarrollar las monjas: tejer, entretejer, decorar y embelle- cer no solo los elementos que la rodeaban materialmente sino también las relaciones afectivas de la familia. También Chola había bebido de esa fuente de habilidades que era la abuela, aunque no con la prolijidad de aquella porque era muy ansiosa y quería ver el producto rápidamente. Todo lo que hacía era her- moso y original pero no debía verse del revés; por eso nunca quiso confeccionar prendas para personas extrañas a la familia, aunque era muy requerida por su vuelo creativo. Su imaginación para resolver ideas iba paralela a la capacidad de separarse de lo convencional; siempre ponía a las prendas, vestidos y trajes que confeccionaba, un toque que los distinguía de todo lo que proponía la moda o los diseños para las danzas de su hija. Llegó a ser elogiada por el famoso diseñador y vestuarista de artistas, Leonardo Lerchundi que hasta le había ofrecido un cargo de asesora en su famoso taller. El nombre de Lerchundi aparecía en todas las películas argentinas desde muchos años atrás, pero necesitaba una ayudante. Si Chola hubiera sido una mujer actual, 39

seguramente la habría tentado la independencia económica, la fama o el dinero, pero ella estaba dedicada a su única hija y a su marido Mario y la riqueza a la que aspiraba no pasaba por los papeles que imprimía el banco. Así fue como Cristina estudió danzas y aunque terminó recibién- dose en la Escuela Municipal de Danzas de Lomas de Zamora, que también se cerrara más tarde, siguió participando en algunos ballets y perfeccionado sus estudios con figuras relevantes de la danza como María Fux y Ana Itelman. Su amor por la danza supo encontrar su contraparte social y pedagógica dedicándose, en la escuela que crearía, a la enseñanza e investigación de las danzas y expresiones de los pueblos de Latinoamérica. Más tarde, crea- ría, para realizar en esa escuela, la Feria de Latinoamérica, un ambicioso encuentro cultural en el que participarían los alumnos del establecimiento bailando con sus trajes típicos, las danzas folklóricas de Latinoamérica y además invitarían a artistas conocidos, a grupos de residentes y otras actividades complemen- tarias. —Sí, Norma —Cristina interrumpió sus recuerdos y volvió a sus reflexiones sobre el peronismo— fue un cambio grande, pero a pesar de tantas conquistas sociales, creo que allí también se in- tentó moldear a las nuevas generaciones —se rio— Si me escucha mi viejo me lo va a discutir; creo que el peronismo trató de imponerse como una necesidad, tal vez para fortalecerse como nuevo orden político; pensemos, como vos decís, que acá a los modelos sociopolíticos no los dejaban desarrollar. Por más fuerte que pareciera el peronismo, volvieron los milicos, echaron a Perón y tomaron el poder y luego volvieron las elecciones, pero tampoco a Frondizi lo dejaron terminar y no sé si no lo manipula- ron… y aquí estamos. Si nos estuvieran escuchando con esta idea de escuela y sociedad que queremos, nos estarían persiguiendo y neutralizándonos. Mientras charlaban, con sus ideales burbujeando, sonaba en el pequeño Winco el tema “El mundo entre las manos”, de Spinetta. Cristina, años más tarde, asociaba ese momento con los temas de Almendra “Muchacha ojos de papel” y “Laura va”, con esa 40

influencia piazzoliana que le imprimía el bandoneón de Mederos, tan raro en el rock pero que tanto le gustaba a Cristina y Alfredo; pero no fue así. En realidad estos temas se dieron a conocer en enero de 1970 y la tapa del álbum mostraba un payaso al cual le caía una lágrima, ¿lloraba por nuestra sociedad? —Bueno, lo que menos deberíamos tener es miedo. El miedo paraliza. Pongámonos a escribir a dónde queremos ir, cómo, de qué manera. Y ambas amigas se abocaron a un remolino de ideas, a veces en silencio y otras en charlas disparatadas que provocaban discu- siones o risas; así fueron surgiendo las primeras realidades de un sueño. Porque esas jóvenes no se permitían dejar de soñar. Así fueron colmando hojas con frases sueltas. No a los pupitres, sí a las sillas y mesas que se podían juntar o separar a demanda y que permitían el movimiento de los alumnos y una visión más dinámica del maestro. Estanterías y repisas, nada de muebles ce- rrados que eran inaccesibles para los chicos. Los elementos de un aula debían ser de ellos y estar a su alcance y manipulación, podían ser provistos por la escuela o la maestra, pero también por los alumnos y sus padres. Todo podría ser materia de conoci- miento sirviendo para disparar alguna inquietud y aporte, libros, revistas, elementos en desuso, colecciones de cualquier cosa; semillas, hojas, botones, tornillos, herramientas, instrumentos, envases, etc., también muchos materiales para promover el arte, papeles, cartones, revistas, tijeras, pinceles, témperas, colas, telas, lápices... Se imaginaban un amplio taller antes que un aula convencional. Se intercalaban también los conceptos de los valiosos pedagogos y las ideas que no se habían podido desarrollar décadas atrás. —Cristina —irrumpió Norma— ¿vamos a iniciar con el nivel primario o con un jardín de infantes? —Tenés razón, debimos iniciar la charla con esto, es muy importante lo que decís. Bueno, si es por coherencia deberíamos comenzar con los niños más pequeños, así van evolucionando en un ambiente y modalidad determinado para llegar al primario con más elementos y enriquecidos. 41

—Pero ninguna de nosotras tiene título de maestra jardinera. —Bueno, vos ahora no podés dejar de trabajar; yo voy a hacer la carrera del Nivel Inicial… Ya mañana voy a estar averiguando cuál es el lugar más piola donde estudiar. Total, por ahora no tengo pensado cursar en la Facultad. Hasta que no cambie la situación, no quiero. A la semana, Cristina, ya había averiguado el nivel de las distintas ofertas y elegido inscribirse en el Instituto de Perfeccionamiento Docente Nicolás Avellaneda de esa ciudad, en Hipólito Irigoyen al 1500. Esta formación duró más de dos años y en esa experien- cia supo aprovechar al máximo la orientación de profesores de alto nivel; éstos, al verla tan interesada y con preguntas y cues- tionamientos tan reales y concretos, se abrían a aportarle su experiencia y aconsejarle bibliografías especiales. Ella las devo- raba y devolvía a los mismos con interpretaciones e investiga- ciones que retroalimentaban su postura real frente a la situación áulica. Recién comenzaban a tener auge las canciones de María Elena Walsh para niños y los profesores de música la conectaban con ellas. Muchos de los trabajos que debía presentar estaban apoyados por las tiras de Mafalda, no se podía desaprovechar el sentido crítico de aquella niñita y su lógica manera de ver el mundo. Siempre estaría profundamente agradecida a quienes la guiaron en ese descubrimiento del nivel inicial, especialmente a Thelma Guala, profesora de Práctica de la Enseñanza, que la llevara a conocer jardines de infantes de las más diversas condiciones y orientaciones, desde los más humildes pero poseedores del gran valor en la creatividad de sus docentes hasta los mejor surtidos, provistos con ambientes exquisitos y los materiales más exigen- tes. Los primeros armaban sus ambientes en galpones prestados por temporadas y por ello contaban con gran cantidad de mate- riales de desecho que con ingenio eran utilizados como separa- dores de ambiente, estanterías, contenedores que pintados o deco- rados se transformaban mágicamente; la vida de esos jardines se renovaba año a año como también se renovaba el espíritu empren- dedor, la creatividad y las fuerzas de su personal. Los segundos 42

le acercaron a Cristina la sofisticación: enormes ambientes que se subdividían con puertas plegadizas, ventanales abiertos a enor- mes jardines, prácticos carros de madera con una variedad ilimitada de materiales para la expresión y el arte, atriles persona- les donde los niños podían pintar en vertical, materiales didácticos poco conocidos en el país y hermosas junglas modulares en los parques. De todas aquellas experiencias ella sacó ventaja y supo adaptar esas ideas a las necesidades que se presentaron en ese jardín con que comenzaron a transitar su sueño de una educación mejor. A los pocos días en que comenzaran a dar forma a esta idea, una tía de Cristina, que era médica y dirigía una clínica en Avellaneda, enterada de ese proyecto, la presentó ante la Comisión directiva de la Sociedad Italiana de Avellaneda que tenía su sede en un hermoso edificio de estilo, en el primer piso del Teatro Roma. En ese momento, un grupo de socios le manifestó su idea de crear un jardín de infantes para los hijos y familiares de sus socios y ella expresó sus ideas acerca de la orientación que debía tener la educación, sus propuestas y fundamentación respaldada por las nuevas corrientes que circulaban por el mundo. Mientras hablaba, su mirada recorría las elegantes instalaciones y su fluida imaginación adelantaba cómo podrían ser transformadas para que funcionara el jardín de infantes; pero no fue ajena a la observa- ción, la detección de grupos de señores mayores jugando a las cartas sobre unas mesas de oscura madera torneada cubiertas por gruesos fieltros color bordó. Los días que siguieron a la entrevista fueron de efusividad. ¡Qué genial sería hacer una institución educativa en ese entorno y con el auspicio de una entidad reconocida como la Sociedad Italiana! Ni enlazándoles la mente podrían frenar el flujo de sus fantasías. Cuando el tiempo pasado fue razonable, Cristina le habló a su tía para saber si había tenido alguna noticia y aquella le comentó que parecía que el grupo más renovador no había tenido éxito en la conquista del voto de la mayoría tradicional que deseaba mante- ner el statu quo. Cristina imaginaba a los tanos jugando a las cartas y diciéndoles 43

“vaffanculo” a los progresistas y comenzó a reírse. Caía por su propio peso que no iban a abandonar su comodidad y ella lo entendía ahora y se mofaba de sí misma viéndose hablar de teorías pedagógicas y de cambios. ¡Qué ingenua! Bueno, había que continuar con el plan inicial. EL LUGAR Tal era la adrenalina de estas dos mujeres, que comenzaron a juntar y confeccionar materiales en la casa de los padres de Cris- tina, aún sin saber dónde habría de concretarse esta arrolladora idea. Las familias empezaron a donar cosas que ellas reformaban, pintaban de colores alegres y guardaban; el padrino de Cristina hasta le quitó las puertas a su placard y Mario (el papá) las convirtió en mesas; ¡fueron las primeras mesas del jardín Mi Lugarcito! Todas las maderas que tenía Mario en el taller de su casa se convirtieron en sillitas. ¿Por qué Mi Lugarcito? Porque era el lugar anhelado que estas maestras buscaban, porque “el lugar”, el espacio, la tierra que sostendría este sueño, sería donde echarían las raíces, era el lugar amado y respetado al que todas las comunidades autóctonas, desde las más ancestrales, rendían tributo agradeciendo a la Madre Tierra por su otorgamiento; era el futuro de los hijos y el alimento, era uno de los cuatro elementos de la naturaleza reconocido por todas las culturas. Sí, el nombre debía conectarlos con la Tierra, con “nuestro lugar en el mundo”. Norma y Cristina vivían en Banfield, pero los datos de los Consejos Escolares revelaban que los distritos más al sur carecían casi de jardines de infantes. Por eso comenzaron a tomar el colectivo y bajar al azar caminando por R Calzada, Claypole, Solano en búsqueda de un lugar, casa, galpón… un techo que cobijara sus sueños. Aquella tía doctora que las conectara con la Asociación Italiana, había mantenido la inquietud; ella tenía un consultorio lindante 44

con el Barrio de Luz y Fuerza, en Burzaco. Allí atendía a los socios de esa obra social y comenzó a preguntar a sus pacientes locales si el gremio tenía un jardín de infantes en el barrio. La respuesta negativa entusiasmó a la doctora y pensó que esa era la zona donde las chicas podían poner el jardín. Ese fue el motivo por el cual dos docentes de Banfield anduvieran por las calles de Burzaco (Este) haciendo encuestas por esos lugares, preguntando acerca de la necesidad de un instituto educa- tivo en la zona. Y como no siempre las encuestas revelan la ver- dad, la aprobación del vecindario no derivó en la gran afluencia de alumnos que se pronosticaría y hubo que ganarlos uno a uno. Pero la ansiedad llevó a que mientras recorrían las calles, planillas en mano, fueran preguntando por alguna vivienda o lugar donde asentar el proyecto ya que las inmobiliarias no tenían ninguno. En este deambular llegaron a una casita chiquita en la calle Lomas de Zamora (hoy Azopardo) 901, entre las vías y la Avenida Espora (o Belgrano) y como nadie respondiera al llamado le preguntaron a la vecina quien les facilitó un teléfono. Les informó que estaba deshabitada (hoy la casa sigue existiendo tal como ellas la encontraron). El estado de la vivienda y su pequeño parque lo confirmaban pues el deterioro de la construcción y el avance de la vegetación eran ostensibles. ¿Dormiría en su interior la princesa que esperaba un beso de amor para despertar? Quie- nes miraban desde la calle no eran de la nobleza ni tenían riquezas, solo poseían títulos en la docencia y tenían nobles ideas; sí tuvieron que cortar maleza a espada y machete y con mucho amor supieron despertar una institución con un proyecto sólido. También encantaron a los dueños de la casa y sin poner un solo peso, a la semana siguiente desembarcaban en la vivienda. Nego- ciaron todo, no pagaron adelanto ni depósito a cambio de hacerse cargo de los arreglos, pintura y acondicionamiento. Con una mirada crítica, la vivienda no poseía ninguna condición a favor. Tenía una sola habitación que conectaba con un pequeño living, cuya pared divisoria fue demolida ampliando así una única sala, un baño familiar conectado a ésta; un ambiente chiquito ofició de dirección y secretaría; la cocina, bastante amplia, tenía 45

el motor bombeador adentro (antes habría sido un patio) y, hacia el fondo, se encontraba un patio regular con un galponcito que fue usado como sala de materiales de acopio para los alumnos. Rodeaba la casa un breve parquecito con mandarinos y ligustrina. Pero todo se transformaba con la mirada entusiasta e imaginativa de las dos maestras. La invasión de la naturaleza recibió la corres- pondiente poda y, su desequilibrio, transformado en amoroso jardín en las manos de Chola (mamá de Cristina) y de Angelita (mamá de Norma). Los fines de semana, avanzaba un batallón y las familias y Alfredo se convertían en albañiles, pintores, electri- cistas y decoradores, cosa que siguieron haciendo por varios años. A Cristina, su padre le había enseñado a manejar herramientas desde chiquita, así que resolvió las necesidades de diario por muchos años. Así, comenzó sus clases, en 1970, Mi Lugarcito, con un pequeño grupo de alumnos del barrio. Los vecinos de al lado colaboraron prestándoles el teléfono y recibiendo llamadas y avisos que trasmitían casi a diario. La casa estaba en una esquina pero la calle Alberti, que cruzaba Lomas de Zamora, no continuaba, es decir, no estaba abierta como tal; serían unos 40 metros pues los fondos de todas las viviendas de la cuadra estaban cortados por los terrenos de unas fábricas textiles: TASA y TEXTRICO, (hoy ADESAL y un depó- sito de una marca de cerveza conocida). Esa larga bocacalle era usada por los vecinos como basural. Las chicas se conectaron con el delegado municipal que visitó el lugar y mandó una pala mecánica para quitar la basura y tratar de emparejar el terreno. Aprovecharon y le pidieron al empleado de la pala que les entrara un enorme tronco de árbol que estaba tirado a la media cuadra: ese fue el elemento de juego más apreciado por los chicos. Por la tarde, cuando los alumnos ya se habían ido, Chola inundaba el terreno con la manguera e iba trasplantando pequeños panes de pasto que traía de su parque; todas las tardes y sistemáticamente. Al finalizar, en una palangana con agua, ponía sus pies con zapatillas y todo para aflojar el bodoque de tierra que se ceñía en ellos. El tiempo y el trabajo constante trasformó el basural en un 46

verde parque y su contorno en vergel lleno de flores y plantas y hasta cobijó una huerta sembrada, cuidada y cosechada por los alumnos. Con dos caños cloacales armaron un juego con tobogán y unos postes de luz sostuvieron las hamacas con asientos de cubiertas de auto. Mario optimizó la única sala construyendo una casita de madera con entrepiso: planta baja, cocina con mesada, cocinita, calefón, estanterías y primer piso, habitación con muebles para las mu- ñecas. Tanto fue el trabajo, que el lugar no estuvo terminado para la fecha en que la inspección distrital debía concurrir y ésta otorgó una prórroga. Fue así que transcurrió un año “informal”, si puede llamarse de esa forma. Los pocos alumnos de jardín asistían por la tarde con el acuerdo de los padres y también se daban talleres de cerámica, pintura, música y clases de apoyo escolar por la mañana, éstas últimas a cargo de Norma. Ella, no bien terminaba estas clases, salía corriendo hacia la Capital pues no podía dejar su trabajo en Seguros dado que era su único ingreso. LOS PRINCIPIOS DEL PROYECTO Tal vez, bien mirado, este año introductorio les permitió a Norma y Cristina ir ejercitándose en la relación con los padres: encontrar los argumentos facilitadores para que se entendiera el Proyecto Educativo que, como difería a lo acostumbrado, requería no solo de la convicción de ellas sino de la apropiación que de él tendrían que hacer esas familias. Entonces, en pequeños grupos o en entrevistas personales, se les explicaban los fundamentos. Para Mi Lugarcito, cada alumno era “único” como lo era para los padres. Ningún alumno iba a ser visto como parte de un conjunto sino con sus particularidades que permitían aportes enriquecedo- res para el grupo. 47

Los únicos horarios a respetar serían la entrada y salida por una cuestión de organización, pero las duraciones de las actividades dependerían del interés o entusiasmo de los chicos. Los docentes estarían atentos a las características de cada alumno para poder potenciar sus habilidades, gustos y todas las expresio- nes de su personalidad con el fin de que cada uno fuera valorado como ser humano. Se trabajaría especialmente en las interrelaciones que se darían entre los mismos alumnos a fin de armonizarlas e integrarlas optimizando el producto de las mismas. Orientarían hacia el concepto de que todo era de todos, de que todo se mejoraba en grupo y cada uno era el poseedor de un aporte que enriquecería. Los orientarían hacia el respeto y cuidado de la naturaleza con todos los seres que la conforman incluyéndolos. Se dejaban en claro los valores que sostendría y fomentaría el establecimiento, sobre todo el respeto y la solidaridad. Pero lo más importante era que los mismos principios y valores debían ser sostenidos por las familias pues ningún concepto puede desarrollarse en la escuela si no es sostenido por la familia. El niño no podía desdoblarse, no era sano. Si la familia no acordaba con este proyecto de la escuela, se le invitaba a buscar otro establecimiento para el niño, puesto que una dico- tomía lo perjudicaría. La familia era el otro pilar donde la escuela podía edificar. Esta concepción llevó a que las dos fundadoras fueran madurando la idea de que la institución fuera de todos. Sus principios sostenían la escuela pública pero los gobiernos del momento no construían escuelas ni jardines, menos con esas características. Los españoles, que invadieron los pueblos originarios de este nuevo continente que llamaron América (y que no tenía nada de nuevo pues miles de años antes de su llegada ya se habían desarrollado importantes culturas), decían que sus habitantes eran primitivos porque no conocían la propiedad privada. Para las culturas primigenias todo lo que los rodeaba ya existía o había sido otorgado por los dioses, por lo tanto, eran bienes 48

comunitarios y era compartido el trabajo y el producto que daba la tierra. ¿Por qué no aprender de ellos? ¿Por qué no recuperar el concepto? \"Quizás la ayuda mutua y la conciencia comunitaria no son invenciones humanas. Quizás las cooperativas de vivienda, pongamos por caso, han sido inspiradas por los pájaros. Al sur de África y en otros lugares, centenares de parejas de pájaros se unen, desde siempre, para construir sus nidos compartiendo, para todos, el trabajo de todos. Empiezan creando un gran techo de paja y, bajo ese techo, cada pareja teje su nido, que une a los demás en un gran bloque de apartamentos que suben hacia las más altas ramas de los árboles\". Eduardo Galeano. De El cazador de historias. En los años que siguieron, se abrieron espacios de discusión al respecto en los que Alfredo colaboró mucho al esclarecimiento. En tanto, funcionó una Comisión de Padres del Jardín Mi Lugarcito mientras se estudiaba una forma legal de propiedad en la que acordaran todos. El funcionamiento formal del jardín Mi Lugarcito, ya aprobado por la Inspección, comenzaría en 1971 pero la comunidad educa- tiva reconoció al año anterior como fundacional. La primera planta funcional aprobada por la inspección era: Cristina, la maestra jardinera y a la vez la directora, y Norma, la preceptora; las dos asumían la responsabilidad como propietarias y represen- tantes legales. Angelita y Chola, las únicas ecónomas que tuviera la institución, les servían la leche con galletitas a los chicos y cuidaban de los jardines y la huerta. Se cobraba una básica cuota social que apenas alcanzaba para el alquiler. Nadie cobraba por lo que hacía. Los primeros sueldos los recibió solo el personal de planta cuando, años más tarde, el Ministerio otorgó el Reconocimiento que implicaba enviarles el 100 % de esos cargos. Pasarían casi 20 años para que la CD de ADEC le pagara a Chola un sueldo simbólico (Angelita había dejado la función por razones de salud). 49

Por aquella época, una jovencita que había terminado el secunda- rio llegó al Jardín manifestando su profunda vocación por la docencia, pidiendo consejo sobre dónde estudiar. Cristina la orientó hacia el Instituto Avellaneda donde ella hiciera el pro- fesorado de Nivel Inicial y que fuera el más prestigioso en la zona Sur (¡hoy, 2019, el gobierno provincial lo está por cerrar!). Fue así que Alicia, que así se llamaba la joven, comenzó a colaborar en momentos especiales: paseos, campamentos, fiestas, talleres de confección de materiales didácticos y a cargo de la salita cuando Norma y Cristina debían concurrir a La Plata por los trámites institucionales. Al recibirse, fue una de las maestras jar- dineras. Con el tiempo mantendría una profunda fidelidad no solo a Mi Lugarcito sino a los conceptos renovadores que bebiera en él y los siguió sosteniendo en su labor educativa cuando dejó su cargo al mudarse a la Capital. El alumnado crecía y las familias también. Se había decidido rifar un auto Dodge 1500 pero para formalizar la rifa era necesario tener señado el vehículo en cuestión. Allá se fueron las chicas a la concesionaria Strianese en Turdera. Se entrevistaron con el dueño y le contaron la historia del ambicioso proyecto de la es- cuela. ¿Qué pasó? Don Strianese, que las atendió en persona, aceptó recibir 100 rifas como seña y quedó asegurado el premio. Pero la comunidad educativa era muy pequeña y, aunque se esforzaron mucho, llegó el momento del sorteo con muy pocas rifas vendidas y… ¡con 100 en la concesionaria! Con los números de las pocas rifas vendidas en la mano, llegó el día fijado para el sorteo; todos estaban prendidos de la radio que era la única que trasmitía el sorteo de la Lotería Nacional. ¡Ah! ¡El número no se había vendido! Relajados, todos lloraron de emoción. Con lo poco recaudado pagaron deudas y compraron algunos materiales. Las inversiones de los primeros años, hasta que de manera formal el compromiso fuera compartido, fueron hechas por las familias de las dos fundadoras que, además de ser las docentes, aportaron su trabajo también los fines de semana por muchos años. 50


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