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BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Published by Gunrag Sigh, 2021-04-22 00:23:05

Description: BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

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hacer arder los pies si uno se queda quieto. Por eso el cami- nito de madera del balneario es un objeto tan preciado. Otro aspecto a mencionar es que la arena vuela y vuela, porque el viento es otra característica de Mar Del Plata. Podría po- nerme obsesivo en describir el viento, como lo estoy tra- tando de hacer con esas tres propiedades tan mencionadas en este borrador: el mar, la espuma y la arena. Pero del viento no siento lo mismo. Porque el viento costero de mi querida ciudad, suele ser un tedioso contrincante. Inclusive, lo está haciendo ahora que de a ratos tengo que dejar de pintar los postes de las carpas porque la arena comienza a impregnarse entre la pintura fresca. No, al viento no le voy a dedicar nada. Ni el viento del atardecer, que a veces se convierte en una agradable brisa. Son las dos de la tarde. El sol abrazador nos impide seguir pintando los postes. Almor- zamos y descansamos. Al final del almuerzo, descubro que Oscar se pone a lagrimear. Qué te pasa, Oscar. Qué te pasa, Oscarcito querido. ¿Estás mal porque la temporada puede venir floja? De momento, es un lagrimeo que me sorprende. No es un tipo de llorar, el Oscarcito. Es más bien duro. Eso que su papá no lo era. La primera vez que lo veo llorar. Se serena rápido. No, Américo, la temporada viene para arriba. No me puedo quejar de nada. Va a estar completo el bal- neario este año. Hoy se cumplen treinta años de la muerte de mi viejo. Ya pasó hace tanto, tanto tiempo, pero lo ex- traño, che. Lo extraño. Era tan joven cuando se murió. Te- nía veintidós años. Cuanto lo hubiese disfrutado. No sé qué decirte, Oscarcito. Él te quería mucho. Y cuánto le gustaba el mar. Mira el día que tenemos hoy, seguro que estaría por demás contento. Estos días en Mar del Plata son particula- res. Tenés razón, che. ¿Por qué no vamos al agua? 101

Dejamos las pinturas que faltaban y fuimos por un cha- puzón. Dentro de todo no estaba tan fría. Adoro esto de Mar del Plata. Meterme en el agua, cruzar la primera barrera de olas, y miran hacia atrás. O sea, hacia los edificios. Es una mezcla intensa y única para mí. El salvajismo agresivo de las olas y la sobriedad de los edificios de la costa marpla- tense. Creo que fue la primera imagen que tuve cuando lle- gué a esta ciudad. Pero la tengo con esto de avanzar capítu- los, por suerte hasta ahora todo está en mi mente, llegará el momento de ordenarlo como un borrador completo, como un libro. Por eso, si quiero tener un atisbo de escritor, es mejor que comience ordenando mis ideas. Y que el chapu- zón este, el instinto de mirar hacia atrás, hacia los edificios me trasporte a momentos en donde no conocía esta ciudad. Volver al momento en que mi atención no estaba puesta en el mar, sino en la televisión. Una semana después de esa estelar noche que conocí las propiedades de ese novedoso aparatito con dos antenitas y a Moria a la vez. Todo fue a la vez. Demasiadas sensaciones a la vez. Esa mañana también fue soleada como el día de hoy. Nilda ya estaba despierta. Tenés que venir a la estación de servicio, a conocer la tele- visión. Es como un cine pequeño, como un proyector pe- queño donde pasan infinidades de programas. Nilda obvió mi propuesta sin prestarme atención. Pero Eduardito la ter- minó de convencer. Los programas de televisión arrancan a las doce del mediodía y terminan a las doce. Pasan películas del far west, novelas extranjeras, programas con mujeres que bailan, tenemos que volver, mamá. Tenemos que ir todo el día a la estación de servicio. 102

Llevamos todo lo que teníamos en esa destartalada hela- dera que apenas enfriaba. Me la había regalado un chata- rrero que reparaba electrodomésticos a cambio de mi gran capital por esos momentos: los pollos del gallinero. Así que llevamos jugo, una caja de vino blanco tetra brick, algo pa- recido a unas gaseosas, sanguichitos de mortadela y queso de máquina. Y por si se acababa la comida, improvisábamos sanguchitos de pollo, que era el alimento de cabecera de la familia. Esto de variar comidas de un día a otro, que se sepa, no es costumbre de una familia pobre. Se come lo que hay, lo que se consigue y, en esos momentos de carencias, si se conseguía treinta días seguidos pollo, pues bien, se comía pollo treinta días sin objeciones. Pero no es mi intención entristecer o sensibilizar al lector cuando lo escriba, sino que detrás de todo ese plan descansaba ese placer que me venía a la mente a medida que mi rastrojero avanzaba hacia la única estación de servicio que teníamos cerca del pueblo. Las imágenes de la semana anterior, las frases desconocidas de la semana anterior, todo lo que ese pequeño aparatito nos iba a proporcionar. Pero lo cierto es que nuestra familia no era la única in- teresada en ver la televisión. Ya se había convertido en un suceso pueblerino. Medio pueblo estaba deambulando por la barra donde la televisión proyectaba esas novedosas imá- genes. Y es que muchos vecinos padecían la misma desdi- cha que en mi caso. No conocían el cine. O ya habían sido estafados por las “promesas del cine”. En rigor, las pelícu- las, los programas de televisión, las novelas culebronas se presentaban como una novedad revolucionaria en la vida tediosa que nos aquejaba. Sepan eso, futuros lectores. La vida en un pequeño pueblo es fastidiosa y rutinaria. Algo 103

que salga de lo normal es la excepción absoluta de los tres- cientos sesenta y cinco días del año. El hombre citadino que cae a un pueblo valora la paz y la tranquilidad. Pero que sepan los futuros lectores citadinos, eso es lo único que hay. Paz y tranquilidad. Del resto hay que hacer grandes esfuer- zos e invaluables búsquedas. Pero la televisión había lle- gado a mi pueblo. Y ahí se condensaría en los próximos días una sumatoria excitante de diversión, lujuria, placer y desinhibición. Lo primero que arrancó en el día fue una pe- lícula de western. El dueño de la estación de servicio tuvo que subir el aparato hacia un estante para que el centenar de personas pudieran ver la película. Duró como tres horas esa película. Hasta tenía un corte para que el dueño de la esta- ción vendiera todo lo que tenía al alcance. A mi modo de entender las cosas en ese momento, se estaba haciendo mi- llonario. Se lo había anticipado y el hombre que, de oreja despierta, compró mi consejo. Todo era una mescolanza de experiencias. No todos los presentes en ese momento nos estábamos aventurando en nuestra primera experiencia tecnológica con el entreteni- miento. Algunos pocos, aunque sí que eran pocos, se ani- maron a comparar el cine con la televisión. Esto no tiene comparación, decían desde la tribuna que ya había experi- mentado con el cine. Esto es algo que no para. Que no tiene principio ni fin. El cine por más grandilocuente que fuera, es una película, dos, tres como mucho. Esto es todo el día. Y no es una película solamente, no es solo en intento de contar una historia. Hay programas en vivo. Hay alguien ahí, dentro del aparatito pero que no está dentro de él. Sino en un canal de televisión que trasmite seguro desde la Ca- pital Federal. Porque, a decir verdad, una película es una 104

película. Es un momento en donde un director de cine de- cide filmar escenas con actores y lo deja plasmado en una cinta, llamada película de lo finita que es, y luego lo pro- yecta en una gran pantalla. La televisión es un aparatito que proyecta de todo. Películas, noticieros que hablan de luga- res remotos, gente que juega y que juega. Cómo puede ser que les permitan jugar tanto, que esa gente no tenga que trabajar. Eso no es un trabajo, objeté. Trabajar es surtir nafta, es atender un negocio, es criar pollos en un gallinero. A esa gente no le pagan. Esa gente no es real. Tal vez Moria tampoco lo sea. Se había hecho de noche. Las estrellas se amalgamaban con una novela culebrona que copó la tribuna femenina. En- tre ellas, Nilda estaba entre las primeras filas. El culebrón utilizaba ese guion que se usaría en casi todas las novelas latinoamericanas. Que ella es pobre y él es rico pero se ena- moran. O al revés, que él es pobre y a pesar de serlo, la conquista a la protagonista que a su vez deja de lado a un galán aburrido y ricachón. Siempre hay una mujer bastarda, hija mal habida o exactamente al revés. Nilda se enloquecía con estas historias. Se quedaba hasta último momento. Se emocionaba como si ella estuviera padeciendo los sufri- mientos de los protagonistas. Nilda se dispersó con otro grupo de mujeres. Los más chicos se durmieron en el rastrojero. Al rato veo a Nilda que les lleva unas mantas. Se había armado un debate femenino sobre el devenir de esta novela culebrona que tenía a Nilda encendida. Ninguno de los dos nos queríamos ir. El dueño de la estación bajó el televisor hacia el estante en donde es- taba antes. Porque éramos un puñado de hombres con ganas de que empezara algo más divertido que un culebrón que no 105

nos interesaba. Gómez, el padre de los diez hijos, estaba al lado mío. Hoy también dan el programa de Moria, dijo. Otra vez la ruleta de la suerte estaba con mi número indicado. Otra vez la sensación de felicidad me invadía el cuerpo. Me excitaba. Me hacía un hombre rico, siendo un magro pro- ductor de pollos. Y sí, Gómez estaba en lo cierto. Volvió a aparecer Moria en la televisión. Devuelta con las tetas semi- descubiertas. El programa ofreció lo mismo que la semana anterior. Un conjunto de bailarinas que flanqueaban a Mo- ria y un público que aplaudía cada propuesta que ella hacía sobre las sorpresas que se traía el programa. Me acomodé devuelta en la barra. A la media hora volvió otro político a presentarse. Iba a acostarse en la cama con ella. A este po- lítico se le notaba mucha más soltura. Un placer ir a la cama con vos, Moria, recuerdo que le dijo. El mismo placer que me daría a mí. Al resto de los hombres que estábamos viendo el programa en la estación de servicio. Éramos unos ocho o nueve hombres y un puñadito de adolescentes que nos acompañaban. En este segundo programa entendí a ciencia cierta en qué consistía. No se trataba de que hubiese sexo explícito. Todo se reducía a una aproximación erótica que Moría ofrecía a los políticos que se acostaban en la cama con ella por unos minutos, para atraer, claro, al tele- vidente. Me hubiese gustado tanto que el programa ofre- ciera sexo explícito. Es decir que Moria llevará a ese polí- tico a la cama, se desvistieran y empezaran a coger sin tan- tas idas o vueltas. Que alguien de una buena vez por todas le sacara ese camisón, le sacara el corpiño y me dejara dis- frutar la presencia de esas hermosas tetas que quería verlas de ese modo, así nomás, como vinieron al mundo. Pero quiero que el lector comprenda que yo no disociaba entre 106

un programa de sexo explícito y el mensaje erótico del pro- grama que estaba viendo. De ahí mi inexperiencia. La charla entre Moria y este político fue mucho más entrete- nida. Era como si los dos respondían a una escena erótica que el público buscaba en el programa. Y entonces fue cuando Moria lo puso entre la espada y la pared. A ver, a ver, le dijo. Quiero hacerte una pregunta incómoda. Nada es incómodo saliendo de vos, respondió con astucia el polí- tico. Quiero saber en tu vida que ocupa más importancia. Si el sexo o la política. Tengo el deber de decir a todos que la política, aclaró. A la audiencia le tengo que decir que es la política, la pasión por hacer cosas para la gente. La pasión para que la gente esté cada día mejor, para que la gente viva mejor. Para que el país sea un país mejor, con posibilidades para todos. Pero a vos Moria, tengo que decirte que es el sexo. El sexo es más importante. Pero me gustaría que eso no lo hayan escuchado los televidentes. Aunque ya lo escu- charon. Y las risas se apropiaron del sonido del programa. Moria lanzó también una carcajada un poco actuada. Qué sincericida terminó siendo el político este. Mucho más di- vertido que el de la semana pasada, por cierto. Mucho más carismático. Se nota que juntar votos es lo suyo. No sé si será honesto. Pero al fin alguien que se pone a la altura de Moria. Que le contesta como un macho alfa, embravecido. El político se levantó y se despidió formalmente de Moria y el resto del staff. Siguieron varios bailes, otras bailarinas que se movían junto a Moria con plumas y antifaces. El pro- grama se hizo corto para mi gusto. O quizás es que me estoy quedando corto con que toda esta experiencia se resumiera simplemente en un programa de televisión. En ese mo- 107

mento sentí que la televisión era un fenómeno ficticio. Que- ría cruzar la barrera de esa ficción. Quería ver si en realidad existía ese mundo que el pequeño aparatito me proponía. Era casi medianoche. Los siete chicos y Nilda dormían en el rastrojero. Llegué a ver a una de “las promesas del cine”. Ya he contado la complicidad inhumana de ambos hermanos respecto de sus falsas propuestas. Inclusive de la televisión, siendo que el cine era su ámbito de manipulación predilecto. Pero esta vez, antes de encender el rastrojero y con la familia dormida ahí dentro, fui yo quien se acercó a él. Estaba cargando nafta. Intercalaba palabras con el dueño de la estación. Lo dejé primero que pagara. Y luego lo en- caré. Decime vos, mi estimado, vos que conocés el cine, que viajaste a no sé cuántos pueblos, te quiero preguntar algo que seguro sabés. A él le sorprendió que alguien se dirija de esa manera cuasi prepotente, cuando era siempre él, el propietario de maquiavélicos engaños y artimañas en el pueblo. Quiero saber algo, lancé sin suspicacias. Quiero sa- ber cuánto me lleva llegar a Mar del Plata. La “promesa del cine” guardó la billetera. Intentó hacerse el interesante, como si estuviese calculando la distancia con la imagina- ción. Cómo vas a ir hasta allá, preguntó. En mi rastrojero. Lo tengo que arreglar, ya lo sé. El encendido, las luces, la palanca de cambios, entre otras cosas. Sé también que es un viaje largo de los largos. Que es una ruta difícil. La ruta dos, me dijeron. Además, debo añadir que nunca hice un viaje así. Que nunca encaré un viaje donde todavía desconozco la distancia que me llevará. Donde tampoco conozco a na- die que haya estado ahí, en esta ciudad. Solo camioneros y transportistas errantes a quienes solo les he podido sacar algún que otro comentario. Lo vi por primera vez timorato. 108

Me agradaba verlo timorato a esta falaz “promesa del cine”. El hombre, con esa hábil capacidad para engatusar a sus oyentes, se mostraba vacilante bajo las estrellas de la noche primaveral. No quería contestarme nada. O no podía contestarme nada. Mirá Américo, me respondió. La verdad que no puedo ayudarte. Yo no conozco esa ciudad. No conozco nadie que haya estado ahí. No tengo idea qué dis- tancia es de acá. No tengo idea de cuántos kilómetros aproximados estaremos hablando. No sé qué hay que hacer para llegar allá. No quiero mentirte. Era la primera vez lo escuchaba decir eso. Que no quiere mentirle a alguien. Justo él. El encargado, junto a su hermano, de mentirle al pueblo entero. Me encantaría ir a Mar del Plata, sentenció. He es- cuchado historias fascinantes de ese lugar. De mar sobre todo. De que la ciudad se llama así por el mar. Yo apenas conozco algunas ciudades, algunos cines. Pero al mar nunca he ido. Me conformo por verlo en algún programa de tele- visión que pasen aquí, en la estación de servicio. Esa fue la primera y única vez que le creí. 109



8. Nos vamos hoy Hoy hablé con Eduardo. Me dijo que Agustín está mejor de ánimo, mejorando, volviendo a la universidad porque tiene que dar otros exámenes. Cuando termine el año, le va a servir para darse cuenta que tiene que ir a menos. Aflojar con esa auto exigencia que se impone. Me pregunto dónde andaría si se hubiese metido en ese vuelo. Tal vez estuviera en ese taxi tomando esas avenidas con palmeras enfiladas, como él bien decía. Suena gracioso, sin lugar a dudas. Pero me lo imagino a Agustín en esa escena que tantas veces debe haber fabulado. Golpeando en la puerta de la casa de Lisa Ann. Hablándole. Pidiéndole ese perdón innecesario. “Perdón por las cosas horribles que dije de vos”. Como si tuviese culpa por algo, por hacer un planteo en un texto uni- versitario que se pudiera interpretar en contra de ella. Creo que se hubiese desenvuelto por demás frente a esta chica. Agustín es un gran orador. Pero no hay discurso viable cuando las distancias entre mi nieto y Lisa Ann son tan ex- tremas. Qué suerte que lo está procesando. Porque más que una escena erótica, romántica, me imagino una escena donde un extranjero desconocido se acerca a la puerta de una casa donde el público circulante no debe ni tocar tim- bre. Me imagino guardias de seguridad sacándolo a patadas, inclusive con el beneplácito de nuestra harto mencionada actriz porno. En síntesis, Agustín se hubiese vuelto de Es- tados Unidos con una frustración que hubiese sido peor. Ahí me lo imagino cabizbajo, en el medio del aeropuerto, con las valijas y sus sueños a cuestas. Fue toda una exageración 111

feliz, finalmente. Solo nomás que se puso un objetivo de- masiado ambicioso. Porque de eso hay que hablar. Agustín es un pibe ambicioso. Pero no porque sea una persona am- biciosa e indiferente con la realidad. Al contrario, es una persona comprometida con la realidad. Ya dije que es un chico sensible. Pero es como que se pone ambiciones que a veces es muy pibe para concretarlas, o no se da cuenta que estas cosas las va a poder hacer con el tiempo, solo tiene 24 años. Si yo pienso cuánto tiempo me costaron algunas co- sas. Como por ejemplo, esta casa donde vivo en Punta Mo- gotes. Si miro para atrás no puedo creer que hace décadas vivía en una casa en donde nos apiñamos nueve personas. Y ahora que pasó todo esto, lo de Agustín quiero decir, no puedo dejar de traer experiencias que me servirán al borra- dor. Me dan ganas de volver al café literario. Para ver qué dirán ahora. Si tendré esas críticas. Quisiera ver qué opinan ahora de escribir sobre el mar, la espuma del agua, la arena y la primera vez que vi a Moria en la televisión, cuando aparecía con ese camisón casi trasparente, cuando me de- cidí a ir a Mar del Plata en búsqueda de todo esto. Y para eso tengo que recordar el día en que me fui a Mar del Plata desde la estación de servicio. No es que había partido de ahí solo con la intención de cargar nafta. Como se imaginarán, en esa estación de servicio se atendían diferentes rubros, en- tre los que se incluía un taller mecánico improvisado que el hermano del dueño de la estación atendía. Así que los más chicos se apilaron en la caja del rastrojero con una emoción desbordante aun cuando faltaba para salir a la ruta. Re- cuerdo a Silvina repitiendo una y otra vez que iba a conocer el mar. Ella arengaba a sus hermanos a apiñarse detrás en la caja, porque un largo viaje nos depararía pero que todo ello 112

valía la pena para que llegáramos a la costa, bajáramos ha- cia el espacio de arena y nos zambulléramos los nueve en el interminable océano. Ojo, hay que tener cuidado, les dijo a sus hermanos. ¿Qué se creen que es el océano? No es la laguna de San Vicente. El océano tiene olas gigantes. En el medio del océano ningún ser humano puede sobrevivir. Solo los barcos gigantes navegan el océano. Un barquito chiquito, se hunde enseguida. Los más chicos lo miraban asombrados, con una atención desmedida, que ni Nilda ni yo lográbamos en nuestros hijos. Además en el océano hay tiburones, que también son gigantes, que tienen unos dien- tes filosos, peores que los leones, peores que los tigres. Los tiburones se comen a las personas, sentenció. Por eso hay que tener mucho cuidado, no debemos alejarnos de la orilla. Nos podemos meter al mar, pero hasta donde se hace pie, más lejos es peligroso. Todo este relato de Silvina me venía muy bien para captar la atención de mi numerosa familia antes de emprender viaje a Mar del Plata. Porque el rastro- jero tenía una sucesión de problemas que no los iba a solu- cionar en breve. Tenía problemas con los frenos. Era tan viejo el rastrojero que frenaba a los tumbos, las pastillas del freno había que cambiarlas. Y después la caja de cambios. El mecánico me dijo que mucho no había por hacer. Que no tenía otra que lidiar con esa caja de cambios. Caso contrario tenía que desembolsar un dinero con el que no contaba. Otros problemas tenía, ruidos de variada índole que el mo- tor expulsaba y su origen y solución pasamos a obviar por- que si no el viaje a Mar del Plata iba a abortarse. Por lo tanto, lo único que pude arreglar de todos esos problemas del rastrojero fueron los frenos. Porque es cierto. Salir casi sin frenos es un peligro extremo en una ruta que no conocía, 113

en un viaje que por entonces representaba un verdadero enigma. Cuánto te debo, le dije al mecánico. Son solo las pastillas de freno, más la mano de obra. ¿A dónde vas? A Mar del Plata. Me miró con asombro. Es la ciudad que tanto quiero conocer, me respondió. Dejémoslo así. O mejor di- cho, hagamos un trato. Yo hoy te arreglé las pastillas de freno. A cambio te voy a pedir que me traigas algo impor- tante de Mar del Plata. Sé que es una ciudad donde hay co- sas importantes. Sé que los viajantes traen regalos. Traen caracoles rojizos, blancos, hasta de color negro hay. Me en- cantaría que me trajeran algo del mar. Si me traen caracoles los colgaría acá, en el taller. O por ahí no, mejor en casa. Los voy a colgar en la entrada de casa que van a quedar lindos. Consigo una piola, les hago un agujerito y los cuelgo de a dos o tres. Como tiene un amigo mío en una tienda donde vende chucherías en la laguna de San Vicente. Si no es molestia, te voy a pedir eso, Américo. Traéme caracoles. Te lo prometo, aclaré. Me pusiste el rastrojero listo para la ruta, es lo mínimo. Concluidos los quehaceres con el mecá- nico, me senté en el asiento del conductor, listo para mar- char. Destino Mar del Plata. Ah, espera, se volvió a la carga el mecánico. Bueno, te quería pedir algo más, sé que de Mar del Plata los viajantes traen alfajores. Yo probé una vez uno de esos, el de chocolate, es una delicia. Hay de dulce de leche también, qué delicia. Bueno, como digas, ya sin tanta algarabía respondí. Subí la ventanilla para encender la ra- dio. Los nueve arriba del rastrojero. Cuatro adelante y cinco en la caja. Ni imaginarse las medidas de seguridad que hoy tienen los autos y las familias descuentan que existen en cualquier rodado. Ni cintos de seguridad, ni ningún tipo de protección menos a los chicos que viajaban en la caja. La 114

única medida de seguridad era que los dos más pequeños viajaron con nosotros adelante. Si hoy a eso se le puede lla- mar una “medida de protección”. Que más que medida de protección resolvía los miedos de los más chiquitos. Por si sentían frío en la caja, sentían miedo, más que nada eso. Y cuando pisé un poquito el acelerador, se me vino encima devuelta el mecánico. Ah, me olvidé de decirte, Américo. Pienso que me podés traer otra cosa más, sino te molesta. Fotografías. Me dijeron que Mar del Plata tiene unos paisa- jes increíbles. Me dijeron que hay unas colinas que termi- nan en la arena, y después el mar. Me hablaron de unos edi- ficios, ¿puede ser? No sé, no conozco, respondí con cierto desgano y esperando que de alguna vez por todas se dignara en dejarme partir. Sí, sí unas fotografías me gustaría que me trajeras. Este amigo que yo te comenté, viste. El de la la- guna de San Vicente tiene unas fotografías de Mar del Plata. Tiene una hermosa que me llamó la atención en donde se ven unos edificios hermosos, vieras qué grandes esos edifi- cios, en una de esas todo este pueblo entra en uno de esos edificios solamente. Y pasando los edificios tiene unas pa- sarelas que me dijo que le llaman la Rambla, ¿puede ser? No sé, sabés que no conozco, insistí ya abrumado por estas incesantes demandas. Sí, así se llama. La Rambla de Mar del Plata. Me contaron que en la parte principal de la rambla marplatense hay una escalera de cemento, que tiene dos mo- numentos que son unos lobos marinos sacando el pico hacia arriba. Mi amigo las tiene colgadas pero no me las quiere vender. Dicen “Recuerdo de Mar del Plata” con los dos lo- bos marinos reluciendo, la escalera que da paso al mar de fondo. Seguro que ahí venden fotografías. Que se llaman postales en realidad. Bueno, además eso te quería pedir. 115

Unas postales, no sé, una o dos. Bueno, una no. Que sean dos. Si son tres no me ofendo. Buen viaje. Finalmente el mecánico nos dejó ir. Quien hubiera dicho que todo ese pe- dido que me había solicitado nunca llegó. No porque haya faltado a mi palabra. Si no porque nunca más volví a vivir en el pueblo. De grande, mi hijo Pedro la fue a conocer. Reformó la casa, le puso los papeles en orden y la terminó vendiendo. El día estaba soleado. La primera ruta que tomamos era de tierra. Me dijeron que tenía que darle todo derecho por esa ruta, hasta llegar a la famosa ruta dos. Y que al empal- mar la ruta dos tenía que tener cuidado, pues autos veloces y modernos son los que predominaban en esa ruta. Antes de agarrar la ruta dos, la palanca de cambios ya hacía de sus estragos. Un traqueteo que sonaba cada vez que pasaba la primera a la segunda velocidad y de la segunda a la tercera. Tardamos como una hora encontrar esta ruta. Tal como me habían alertado, la ruta dos estaba llena de autos que avan- zaban sin alertar que mi rastrojero le costaba una enormidad incorporarse. Así que paré. Esta era la primera vez que aga- rraba una ruta así. Esperé que no viniera nadie desde mi ca- rril ni del otro. Y cuando la ruta se despegó del todo, ahí entonces me mandé. Todo derecho hasta Mar del Plata, se- gún me dijeron. Va a ser un viaje muy fácil, en ese sentido. Miré por el espejo retrovisor cómo estaban los chicos. Les salía una sonrisa que les estiraba el rostro por el viento. Los cinco iban contentos de la vida escuchando a Silvina que no sé qué les iba diciendo. Sin dudas, el carisma que había lo- grado con sus hermanos me servía para que nadie me aflo- jara en el inicio del viaje. 116

La radio ya no se escuchaba. Solo lanzaba un chirrido molesto que me hizo apagarla. Le pedí a Nilda que sacará el mapa con las indicaciones de las ciudades que teníamos que atravesar. La primera de todas. La ciudad de Chasco- mús. En alguna que otra oportunidad puse los pies sobre esa ciudad. Nunca de grande. Pero los Gómez, los vecinos que vendían carnada eran todos oriundos de Chascomús. Había otros pueblitos como el mío en el medio, pero la primera parada se iba a hacer ahí. Después venían otros pueblos. Acá dice Lezama, mencionó Nilda. Sí, Lezama corroboré. Mmmm. Después, una localidad que se llama Castelli, ¿puede ser? Creo que sí, volví a afirmar. Hay que hacer unos kilómetros más y se viene la ciudad de Dolores. Esta me la nombraron bastante, ¿sabés por qué, Nilda? Porque cuando llegamos a Dolores significa que estamos a mitad de camino. O sea en mitad de camino de lo que sería nuestro pueblo y Mar del Plata. Después otras localidades, déjame ver, acá dice Las Armas, qué gracioso objetó Nilda. Ponerle Las Armas a un pueblo. Después aparece General Pirán y unos kilómetros más y fin del viaje. Lugar de destino. Al mismo momento en que Nilda me cantaba los nom- bres de las localidades que teníamos que atravesar, la pa- lanca de cambios me obligó a tirarme a la banquina. Cuando quería pasar a la tercera velocidad, se quedaba en la se- gunda. No había caso. La tercera no entraba ni por casuali- dad. No podía manejar todo este trayecto a veinte kilóme- tros por hora. Puse las balizas. Ya se notaba el fastidio de los nueve que preguntándose si esta odisea de viajar a Mar del Plata iba a ser posible. Por más que fuera una ruta di- recta. Por más que teníamos incasables anécdotas que se 117

llegaba fácil. Debo decir que por más odisea que podía pre- sentarse este viaje, en ningún momento vacilé en volver. Me puse como buen cristiano a ver si algún solidario nos auxi- liaba. Y bien, debo comentar que esos autos veloces y mo- dernos que se desplazan por doquier me ignoraban y deja- ban una estela de viento que me empujaba más hacia la ban- quina. Un paisano que tenía de vista del pueblo, frenó. Qué le anda pasando don, dijo y le agradecí inmediatamente su presencia y auxilio. Es la palanca de cambios que está dura. Durísima. No deja pasar ningún cambio. El hombre co- menzó con la inspección. Nos dio una buena noticia. Esto se arregla con un poco de aceite que tengo en la caja de la camioneta. Lo dejé hacer. Le echó un chorrito de aceite en la base de la palanca de cambios y la palanca comenzó a ceder. Lo probé con el embrague. Primera a segunda. Se- gunda a tercera. Perfecto. Cuánto le agradezco. Hoy por ti, mañana por mí, dijo al despedirse. Ya no había hecho ni los primeros cien kilómetros que debía favores al mecánico de mi pueblo y a este viajante que lo tenía ya de vista. Me pre- guntaba si podría conseguir el mismo nivel de generosidad ya lejos de mi entorno. Cuando tenga que lidiar con desco- nocidos. Algo no habitual en mí por esos tiempos. Tratar con desconocidos. Por el momento me conformaba con se- guir pisando el acelerador y resignarme a que los autos ve- loces y modernos aceleraran y me afilaran cada vez que me pasaban para avanzar. El rastrojero era lento y pesado. Pero por ahora, seguía a paso firme. Es loco decir esto hoy, pero me imaginaba otro paisaje. A medida que avanzan los kiló- metros lo único que apreciaba era la monotonía convertida en llanura. Representaba una ventaja y una desventaja a la 118

vez. La ventaja ya la mencioné. Era la ruta dos, todo dere- cho. Imposible de perderse. La única indicación fehaciente era la seguidilla de pueblos inevitables que nos encontrába- mos. Pero la desventaja era la falta de aventura que me ofre- cía el paisaje. Pasaban los kilómetros, dejaba campos detrás y solo una inquebrantable llanura nos acompañaba. Me imaginaba un paisaje con sierras, atravesando ríos sinuosos, pero todo se resumía de momento a una ruta en línea recta con vacas y sembrados como única atención. Los chicos que viajaban adelante fueron los primeros en fastidiarse. Estoy aburrido, dijo Martín. Mirá las vaquitas por la ven- tana, contá de cuántos colores hay, le respondió Nilda. Mirá, tenés de color negro, de color blanco, unas que se ven más amarronadas allá lejos. Durante ese trayecto las vacas diseminadas hacia el costado de la ruta fue la única diver- sión que encontraron los que venían adelante. Porque a los de atrás los tenía entretenidos Silvina con las aventuras que iban llevar a cabo una vez llegáramos a la ciudad balnearia. No los podía escuchar, pero daba por supuesto que la diver- sión estaba en la caja de la camioneta. Tan así que Martín, que venía adelante se apresuró en establecer una primera conclusión. Contar vacas es aburrido. Es muy aburrido por- que son esos tres o cuatro colores. Vacas negras, vacas blan- cas con pintitas negras, vacas negras con pintitas blancas, marrones con pintitas blancas, pero no mucho más. Ya re- sultaba difícil a Martín y a sus hermanos convencerlos que el viaje a Mar del Plata podía ser divertido. Piensen en cuando lleguemos, entonces ahí va a ser divertido. Nos es- peran grandes descubrimientos, nos esperan cosas que nunca hemos visto, trataba de argumentar mientras unas go- 119

tas de lluvia empezaban a golpear el parabrisas. Moví la pe- rilla que hacía funcionar el limpiaparabrisas. Si algo más le faltaba a esas primeras horas del viaje es que otro elemento traicionero del rastrojero se hiciera presente. Pues bien, el limpia parabrisas se quedó estático sin atisbos de movi- miento. Y encima, los autos modernos y veloces que se- guían pasándome y me convertían en un obstáculo a superar en el medio de la ruta. Como la lluvia todavía no se había largado del todo, me animé a seguir para respetar el primer objetivo de viaje que me había autoimpuesto. Llegar a la ciudad de Chascomús. Pero esa lluvia tenue y amistosa se convirtió luego en un diluvio que me obligó a frenar nueva- mente al costado de la ruta. Tenemos que esperar que este diluvio pare Nilda, le dije con resignación. No veo nada y nos vamos a matar si sigo manejando casi sin vista a menos de dos metros. Martín se puso a llorar. Lo aquejaba una mezcla de fastidio y ansiedad que con la lluvia y las vacas fuera de su vista mucho no se podía hacer. Pero lo peor era en la caja de atrás. La caja de atrás no tenía buena protec- ción ni un techito de lona digno que los tapara de semejante diluvio. Intenté que nos metiéramos los nueve en la parte delantera, pero dejé a los seis más chicos —siempre por or- den de llegada a este mundo— y que los más grandes nos quedáramos debajo del diluvio en el sentido más literal que existe. Nada por hacer. Solo esperar que la incesante lluvia parara un poco. Una esperanza que a la media hora se había perdido. Porque la lluvia no fue de media hora. Sino de dos horas que impedía tomar algún reparo para evitarlo. Eduar- do, el más grande con Nilda y yo. Empapados hasta la coronilla. Fue recién a las dos horas que la lluvia cesó y el sol se empezó a dejarse ver en el horizonte. Empezamos a 120

limpiar la caja de la camioneta que desbordaba de agua pero el sistema de drenaje producto de las roturas y agujeros nos ayudó a cercarla rápido. Listo. A seguir. Habían pasado cuatro horas desde que iniciamos viaje. Mientras seguía en el volante unas gotitas volvían a caer sobre el parabrisas pero esta vez no parecían molestarme como para que decidiera frenar marcha. Lo que hacía, si au- mentaba el caudal de lluvia, era disminuir la velocidad. El paisaje seguía en su constante monotonía. Espero que la lle- gada a Mar del Plata tenga un contraste con este paisaje chato y que nada se diferencia con el paisaje que hay desde mi casa, promulgué por dentro. Ese fastidio nos aquejaba a grandes y chicos. De asumir que, por el momento, el paisaje no nos traía nada nuevo. Las vacas blancas con pintitas ne- gras, las vacas negras con pintitas blancas. Todo eso lo te- níamos cerca de nuestro pueblo. La llanura, los sembrados dispersos. Todo eso lo podíamos encontrar en nuestro pue- blo o al alcance de él. El pasto verde y reluciente sobre la banquina de la ruta dos, también nos ofrecía una cualidad que lejos estaba de ser una novedad. Hasta que algo inte- rrumpió esa chatura, esa monotonía que a acompañantes y conductores nos inquietaba. Y fue la aparición de un cartel. Un cartel que indicaba la distancia. Recuerdo que decía, con letras blancas y un fondo verde luminoso, Mar del Plata a trescientos kilómetros. Chascomús, veinte. 121



9. Un chasco en Chascomús Paré unos kilómetros antes de llegar a Chascomús. Lle- vábamos casi cinco horas de viaje y los nueve estábamos muy hambrientos. Paramos a comer unas medialunas. Debí haber comprado en ese momento una dos o tres medialunas. Las llevé hasta la camioneta. Tomen chicos, medialunas bien calentitas. Dicen acá que las medialunas son el fuerte. Aunque daba lo mismo que las medialunas estuvieran ca- lientes porque en pleno mes de Diciembre hacía un calor abrazador debido al sol que se hizo presente con toda su furia luego de diluviar antes de nuestra primera parada. El diluvio lo entendí como un mensaje desde el cielo, sacando lo religioso si se quiere. Porque no sabía si un nuevo agua- cero podría aparecer repentinamente y hacernos frenar en la ruta y convertir el viaje en una odisea indeseable. Cuando los chicos terminen de comer estas medialunas, me mando derecho al primer taller mecánico que encuentre, a ver si me da una mano con esto del limpiaparabrisas. Lo probé varias veces, lo enchufé y lo volví a desenchufar, pero nada. Más maña no me puedo dar. Devuelta los nueve estábamos arriba. En el rastrojero. Un paisano me había dicho que a esa hora me tenía que me- ter en la ciudad, que allí adentro tenía dos talleres mecáni- cos. Uno que queda más cerca de la entrada y el otro sobre la Avenida Costanera. ¿Costanera? Qué raro, pensé. ¿Por qué se llama así esa avenida? El nombre “Avenida Costa- nera” me suena mucho más a una avenida que bordea el mar, algo parecido a una avenida que se hallaría en la ciu- dad que planeábamos conocer. Pero si aquí no hay mar. Por 123

qué entonces, costanera. Será un intento exagerado de pare- cerse a Mar del Plata. Entro a relativizar este pensamiento cuando me doy cuenta que estoy cerca del primer taller. Te- nía que dar vuelta por la rotonda esa que se me apareció y dos cuadras más. Me bajé yo solamente para golpear la puerta. No respondía nadie. Llegué a ver un cartelito, que abrían después de las cuatro de la tarde. Dos perros vaga- bundos me ladraban. El sol golpeaba y la temperatura ro- saba los treinta grados centígrados. Ni se molesten en bajar, les dije a los ocho. Nos vamos hacia el taller que está en la Avenida Costanera. El segundo que me dijeron. Así que en- caré en esa dirección. Todo derecho. Y de repente desde le- jos observé algo parecido a un espejo de agua. Un espejo de agua que se hacía cada vez más visible, que luego se hizo por demás apreciable y que al llegar a la Avenida Costanera ocupó toda mi visual. ¡Es el mar, es el mar! Gritó con sentencia de victoria, Silvina que iba en la caja de la camioneta. Y yo solté los pedales. Me olvidé de las diligencias que tenía que resolver. Entonces es por eso la Avenida Costanera. ¡Es el mar! Grité esta vez yo. Y Nilda me siguió, ¡el mar, el mar, chicos es- tamos en el mar! En pocos segundos los nueve salimos de la camioneta y nos pusimos a gritar y abrazarnos entre to- dos, porque el mar estaba ahí, tan cerquita de nosotros. En- tonces el mar quedaba mucho más cerca de lo que pensaba, el mar estaba a unas horitas de mi pueblo, en la dignísima ciudad de Chascomús. Eduardo fue el primero en abalan- zarse sobre la costa. Se sacó la remera y se metió de una zambullida al agua. El mar, el mar, gritaba. Se puso a nadar, a chapotear, ya no sabía cómo contener su felicidad. Y atrás lo siguió su hermana Silvina, que se metió vestida, así como 124

veníamos. Vamos al mar, me invitó Nilda cuando todos los chicos estaban dentro del agua. Y me metí nomás, chapoteé unos segundos, metí la cabeza bajo el agua, empecé a jugar con los más chicos, con Martín me acuerdo, que lo tiraba de bomba y lo hacía saltar a carcajadas. Todo se frenó cuando Silvina se replanteó nuestro diver- tido recreo en tiempo y espacio. Dio un sorbo de agua. Des- pués otro para corroborar. Su rostro se puso lánguido con rapidez. Se acercó a mí y a Eduardo. Esto es agua dulce, recuerdo que mencionó. Es agua dulce, no es el mar. ¿Cómo que no es el mar?, pregunté. Papá, hay una diferencia básica entre el mar y lo que no lo es. El agua de mar es salada. Sí, es raro lo que digo, pero es como si le echaran toneladas de sal y a uno no le queda otra que escupirla. Y esta agua uno no tiene el instinto de escupirla. Es agradable al probarla. Porque es agua dulce. Significa que el mar está lejos, pero les aseguro que esto no es el mar, pronunció. Debe ser algo parecido a la laguna de San Vicente, hay que preguntar a los lugareños. Entonces dejé que Silvina, siendo una niña todavía se animara a seguir con su prodigiosa investigación. De qué tipo de cuerpo de agua estamos hablando. De mar, de lago, de río, de laguna, todo resultaba un misterio para mí, con mis 39 años a cuestas. Y se alejó de nosotros para indagar a la primera persona que encontró cerca de la costa. Se volvió enseguida. Tal como les dije, comenzó hablar Sil- vina con esa infantil sapiencia, afirmando que esto no era el mar. Nos equivocamos. Nos ilusionamos. Esto es una la- guna, dicen que se llama la laguna de Chascomús. Y mien- tras Silvina daba detalles del cuerpo de agua donde estába- mos insertos, Martín, Pablo y Andrea se largaron a llorar. Pues claro, es como ilusionar a un niño que se le promete 125

un chocolatín y después se le intenta convencer que tome la sopa. Tranquilos, les dije a todos, el viaje recién empieza. Nos pusimos ansiosos. De todos modos, quien nos quita el tiempo de diversión. Debo decir que es una laguna mucho más imponente que la laguna de San Vicente. Recuperemos la confianza, aclamé al grupo familiar completo. Nos tenía- mos que convencer que el viaje iba a ser más largo de lo que creíamos. Al menos contábamos con la información precisa de la distancia que nos quedaba de Mar del Plata. Doscientos ochenta kilómetros. Ni el dueño de la estación de servicio de mi pueblo, ni las “promesas del cine”, ni los camioneros, ni los viajantes errantes me pudieron decir nunca la distancia que había a Mar del Plata. Ahora lo sabía. Lo tenía controlado. Dependía tan solo de mí. Terminado ese fortuito chapuzón en la laguna de Chas- comús, intentamos secarnos con las toallas que teníamos y nos cambiamos de ropa. No quería salir a la ruta de nuevo sin arreglar el limpiaparabrisas. Encontré el taller mecá- nico, pegado justo a un camping. Tenía un problema de con- tacto que lo resolvimos en quince o veinte minutos. Los chi- cos correteaban dentro y fuera del taller. Me di cuenta que Eduardo estaba dentro del taller, adentro de la pieza princi- pal donde el mecánico hacía las reparaciones más delicadas. Se acercó y me susurró al oído. Papá, está la mujer que vi- mos en la televisión, adentro del taller. La que vimos en la estación de servicio. Está en una foto. Al lado de la foto, hay un almanaque. Debo decir que Eduardito se había equi- vocado. La mujer que mencionaba en ese almanaque no era precisamente Moria. Era una mujer extranjera que tenía cierta similitud. Tenía ojos verdes o celestes, como Moria. Tenía un pelo morocho y lacio, como Moria. Tenía tetas 126

grandes, como Moria. Tenía piernas generosas, sí, como Moria. Además, al almanaque lo secundaban otros almana- ques que correspondían a otros años, ya ni servían para agendar fechas. En uno figuraba una chica rubia y menos voluptuosa que la primera. El tercer almanaque mostraba a una chica pelirroja, que sonreía y se llevaba el dedo índice a la boca. Sos coleccionista de almanaques, le pregunté con curiosidad al mecánico. Acá todos los almanaques que nos regalan a los mecánicos vienen con fotos de chicas desnu- das. Es una costumbre de acá y de otros lados también. A dónde te dirigís, me preguntó. Voy a Mar del Plata. A la ciudad de Mar del Plata. ¿Mar del Plata? Estuve ahí el año pasado. Carraspeé antes de hablarle. Si no es molestia, quiero que me cuentes de Mar del Plata, que me cuentes cómo es, dije. Y cómo es, es difícil que te lo resuma en un ratito nomás, vaticinó. Pero te puedo contar de los teatros, ¿fuiste alguna vez a uno de esos teatros? No, fue mi res- puesta obvia. Es como el cine, pero ahí mismo. Las actrices y los actores están ahí. En directo. Es mejor que el cine, para mi gusto. Yo daba muestras fehacientes que el cine lo co- nocía y que estaba haciendo en mi mente una efectiva com- paración entre las diferencias con el teatro. Pero claro, ade- más, en los teatros aparecen chicas como estás que ves en los almanaques, aunque un poquitito más vestidas, cierto. Es muy llamativo porque usan plumas. Plumas de diferen- tes colores, ya verás. Y usan esos tacos altos, se ponen unas coronas brillantes en la cabeza, son mujeres deslumbrantes, me dijo y lo seguía con suma atención. Te puedo contar rá- pido una obra de teatro que vi. En una que estaban estos actores y actrices conocidas, las que aparecen en televisión. Sabés de lo que te hablo. Sí, sí respondí con veracidad y 127

vehemencia a la vez. Porque de la televisión sí que podía dar cátedra. Cuando estés en la ciudad, vas a poder elegir cualquier obra de teatro que quieras, seguro encontrarás ac- tores que tanto aparecen en la televisión. Elegís los que te gustan de antemano y así nomás tenés una obra de teatro con ellos en directo. Nada de televisores. Nada de cine. Tea- tro en directo, con la gente ahí. Esperando que te sientes en tu butaca para comenzar con la función. Y de ahí en más, te podés imaginar lo que sigue, resaltó. Todo ese show, con mujeres deslumbrantes, con luces deslumbrantes, con una banda musical de fondo, te dejará sin ganas de volver al cine o a la televisión. A mí no me gusta la televisión. Eso de que la gente se apiñe detrás de un aparatito. Ni el cine me con- vence mucho. Verás, eso de que la gente se ponga expec- tante detrás de la pantalla. Cuando en realidad no están ahí, es solo una secuencia de imágenes que reproduce la filmina esa, la película esa. Y entonces tal vez a los actores los en- cuentres de vacaciones en la playa, con sus familias ce- nando, mientras vos crees que están ahí. Lo mío es el teatro, ¿me entendés? Sí, claro, respondí para ir redondeando la conversación. Si el descubrimiento de la televisión signifi- caba un espacio interminable de seducción, no me imagino qué sería el teatro. Recuerdo ponerme ansioso en ese mo- mento. Me preguntaba cómo iba a hacer para controlar esa irrefrenable seducción que me podía generar el teatro. Si el teatro iba a colmar mis expectativas, si era mejor quedarme con el cine, que aún seguía siendo un misterio para mí o bien resultaba mejor afirmarme en la televisión como un es- pacio en donde todo podía ser provisto: las actrices, los ac- tores, los programas, las imágenes, los espacios publicita- rios, las telenovelas, los conductores, las presentadoras y 128

todo eso que en pocos días había experimentado y me cata- pultó rápidamente a iniciar este viaje. Se había hecho tarde y quería agarrar la ruta para que esos doscientos ochenta kilómetros fueran cada vez menos. Siendo cerca de las cinco de la tarde daba como un hecho que no iba a llegar a Mar del Plata en dos o tres horitas. Por lo tanto, tenía que planear una parada donde hiciéramos no- che. Salimos de la ciudad y de nuevo en la ruta. De nuevo se me aparecían autos modernos y veloces que dejaban a mi rastrojero en una situación ridícula. A pesar de que la lla- nura ya nos tenía acostumbrados, aprecié con encanto el atardecer que se dejaba ver entre los campos sembrados y el tránsito cada vez más numeroso. Nilda aprovechó para distraerse del lado de la ventana del acompañante en ese atardecer que cambiaba el color de los campos, lo amari- llento lo convertía en rojizo y lo que quedaba fuera del al- cance del sol empezaba a apagarse. Ya se había hecho de noche. Encendí las luces del ras- trojero. Por suerte, funcionaban. Los carteles verdes con le- tras blancas no volvían a aparecer. Yo sentía por ese mo- mento que había hecho una gran cantidad de kilómetros y que esa famosa distancia de doscientos ochenta kilómetros se había convertido en una distancia mínima. Pero uno de los mencionados carteles apareció y me volvió a quitar la ilusión. Dolores, a cincuenta kilómetros. Mar del Plata, doscientos cincuenta. Todo eso que había vivido, el atarde- cer, la confianza que aumentaba cada vez más al tomar cos- tumbre a esa ruta, se resumió en unos escasos treinta kiló- metros. Solo había hecho treinta kilómetros. Esa era otra cosa imprescindible que me tiraba en contra para calcular 129

las distancias recorridas. El velocímetro. Seguro que los au- tos modernos y veloces que me pasaban y me sacudían con- taban con esa herramienta. Lo cierto es que el rastrojero, desde el primer momento en que lo compré, nunca le fun- cionó. Es decir que el velocímetro estaba allí más como or- namento que por otra cosa, como una herramienta que al- guna vez funcionó y alguien que no recorría grandes distan- cias como en mi caso nunca iba a reparar. El velocímetro es indispensable para venir a Mar del Plata, decreté. En rigor, sabía que la velocidad de la camioneta no era su fuerte pero al menos necesitaba calcular distancias. Escuché que los chicos de atrás estaban casi todos dormidos. Eduardito con- versaba con Silvina. Desde la cabina no se podía escuchar mucho las voces de los chicos. Seguían hablando sobre la notable experiencia de zambullirse en la laguna de Chasco- mús. Todo esto quedará en anécdota, pensé tomando con firmeza el volante de la camioneta. También podría ha- berme puesto el objetivo de escribir unas memorias sobre la laguna de Chascomús, porque tiene varias características que pueden ser intrascendentes pero a quien no conocía el mar no lo son. Eso de que el agua sea dulce no es un detalle. Conozco gente, inclusive marplatenses que no les gusta el agua de mar. Y que se escapan en las vacaciones en bús- queda de aguas dulces. Aunque suene extraño. Hay gente que no soporta que el mar esté compuesto de agua salada. Para mí, en cambio, como buen marplatense que soy en es- tos tiempos, no importa tanto si el agua es dulce o salada. Lo que importa es el comportamiento del mar. Porque el mar es el único cuerpo de agua que tiene verdadero com- portamiento. Cuando está calmo y se puede aprovechar para un nado, cuando está embravecido a pesar de que el clima 130

sea caluroso y amigable, cuando no le queda otra que revol- verse las tripas porque el clima le ha propuesto generar una tormenta. Y algo parecido le contaba Silvina a su hermano Eduardo, atrás en la caja del rastrojero. De que se preparara porque ella se había dado cuenta rápido que la laguna de Chascomús era una laguna y no el mar. No viste el agua tan mansa como estaba, eso nunca podía ser mar. No viste que no había olas, no había olas, Eduardo. ¿Qué son las olas?, preguntó con inocencia él. Bueno, las olas reflejan el buen humor o el mal humor del mar. Los griegos creían que el mar era un dios, por eso se mostraba por momentos su ca- rácter. Cuando el dios mar estaba contento con sus feligre- ses, entonces se calmaba y las olas se convertían en movi- mientos ínfimos, llegaban con muy poca fuerza a la orilla. Como las olas de la laguna de Chascomús, que en verdad no son olas, Eduardo. Son movimientos pequeños, que na- die le presta atención. Pero en cambio cuando las tempesta- des se hacen presentes, es el momento en que el mar de- muestra toda su furia y las olas son su mejor excusa. En vez de ser imperceptibles olas, las olas se hacen gigantes, rom- pen con esplendor en la orilla, golpean la arena y el ruido es impactante, imposible de evitar. Pero no es que se apa- rece una sola ola, sino una secuencia de olas gigantescas, una atrás de otra. Y la playa se vuelve un lugar imposible de estar, nadie se quiere meter en el mar porque la tempes- tad se ha hecho presente. A pesar de ser un relato de niño a niño, me asombraba la capacidad de Silvina de fantasear sobre la bravura de los mares. Ojalá nos podamos encontrar en una situación de esas, viendo de lejos, desde esa rambla que dicen que hay, como se aparecen las tempestades y las olas a la vez. A ese 131

momento ya se había hecho de noche por completo. Ir a “velocidad de rastrojero” me servía al menos para escuchar el ruido de los grillos. El motor ruidoso de la camioneta se mezclaba con la intensidad de los grillos. No sé por qué pero el sonido de los grillos me tranquilizaba. Aún hoy me pasa. Me acuerdo que un hábito muy común en mi pueblo era caminar de noche por las pocas cuadras que tenía. In- clusive me metía por esos caminos rurales de tierra a cami- nar y escuchar el sonido de los grillos. Ahora era mejor que este trayecto hasta Dolores se hiciera de la misma manera, es decir que la llanura se mantuviera y no me sorprendiera en medio de la noche una ruta con subidas y bajadas que impedían ver quién viene desde el otro carril. Con excepción mía, toda la familia dormía. Hasta Nilda se quedó dormida. A Eduardo y a Silvina los escuchaba ron- car. Éramos la ruta y yo solo. Me sentí a gusto de manejar así. Con ese silencio, sin que los chicos se movieran y me dejaran poco espacio para maniobrar o para pasar de cam- bios. Vi el cartel verde con letras blancas. Dolores, a diez Kilómetros. Estábamos casi a mitad de camino. Había he- cho casi doscientos kilómetros. Por primera vez en mi vida, me había alejado de mi pueblo natal a una distancia increí- ble de doscientos kilómetros. Me lo pongo a pensar ahora y es increíble que esto me haya sucedido. Llevaba casi cua- renta años sin distanciarme del radio de los doscientos kiló- metros. Toda una hazaña. Por más que el viaje se terminara ahí, que no me quedara otra que regresar a mi pueblo. Ya para mí todo esto era un inobjetable progreso en mi vida. Porque al momento en que volviera al pueblo, por más que me tuviera que regresar repentinamente, albergaba una can- tidad de historias que se resumían apretadamente en un día. 132

Lo de los autos veloces que me habían pasado y en ese mo- mento me seguían sacudiendo, la confusión de la laguna de Chascomus con el mar. Las historias del mecánico sobre los teatros. No necesitaba ponerme ansioso con la llegada a Mar del Plata. Porque todo esto representaba un progreso para mí. Aunque se parara el rastrojero y me obligara a re- tornar a mi pueblo. Aunque la vida de los nueve entrara en una suerte de suspenso o congelamiento eterno. De lejos se veían unas luces al costado de la ruta. Una enorme cantidad de luces juntas, casi amontonadas. La no- che las dejaba ver bien. Es la ciudad de Dolores, que estaba ahí nomás, bien cerquita. ¿Sería tan grande como Mar del Plata? De por sí, aquí no hay mar. No me hablaron de los cines, de los teatros de Dolores. No me hablaron de ninguna laguna que esté por aquí, próxima a la ciudad. De modo que me negaba a entrar, a llevar el rastrojero para que durmié- ramos en alguna calle aledaña. Si la ciudad no tiene atrac- ción, mejor evitarla. Vamos a lo nuestro, se me ocurrió. Pre- fiero dormir rodeado de lo que ya conocemos y hasta nos fastidia. La tranquilidad, el silencio de los campos que ro- dean esta ruta dos. Así que me corrí de la ruta hacia la ban- quina. Fui acelerando cada vez más despacio hasta encon- trar algún camino rural. Habré hecho dos o tres kilómetros de esa manera hasta que encontré una salida a un camino de tierra. Seguí por esa calle unos doscientos metros. Aunque suene gracioso, me daba miedo dormir cerca de la ruta. No fuera cosa que esos autos veloces y modernos se abalanza- ran sobre mi rastrojero, volaran por los aires, o que nos des- pertaran a los sobresaltos producto de sus bocinazos. Esto era todo muy nuevo para mí. Mejor volver, después de ese 133

cúmulo improvisado de sucesos, a lo que me tenía acostum- brado. Echarse a dormir en un espacio rodeado del silvestre ruido de los grillos, de los pastos que acompañan el camino rural y del cielo híper estrellado que aún no lo sabía, pero es imperceptible dentro de cualquier aglomeración urbana. 134

10. Dolores, la heroína El sol y el calor nos despertaron temprano. Abrí las ven- tanillas del rastrojero para que el aire fresco nos diera más respiro y pudiéramos dormir un poquito más. Pero los más chicos se despertaron muy molestos, muy acalorados. Y los que dormían en la caja también, porque el calor se concen- traba con más fuerza bajo ese techo de desgastado de lona que tenía la caja de la camioneta. Ya está, dormimos bas- tante, dentro de todo. Había que aprovechar la mañana para agarrar de nuevo la ruta. Encendí el rastrojero. Devuelta los problemas. No arrancaba. Le daba y le daba pero no quería arrancar. Sería una señal de que el rastrojero quería aban- donar el viaje ahí. En este preciso momento. Le pedí los chicos que estaban en la caja que me empujaran la camio- neta. Aunque en verdad necesitaba de la mano de un adulto que tuviera un poco más de fuerza y me ayudara con las maniobras típicas cuando la camioneta se quedaba. Se me apareció en la ventanilla una mujer de unos treinta años. ¿Se te quedó la camioneta?, lanzó sin que yo haya solicitado su ayuda. Sí, sí gracias. Pero no me iba a detener en seguir conversando con una chica que difícilmente me pudiera au- xiliar. Quieren que les ayude a empujar, insistió. Pero es una chica, mucho más no puede hacer, pensé. Necesito un varón, un hombre que me asista en esto. Que no se lo tomara a mal, pero me parecía ridículo que una chica de unos treinta años fuera la tracción para encender la camioneta. Resulta que cuando abrí la ventanilla para decir, no, no, gracias, se metió nomás detrás de la camioneta con Silvina 135

y Eduardo y empezó con toda fuerza a empujar la camio- neta. Aunque apagada, la camioneta avanzaba lentamente esperando que el motor diera sus primeros signos de mar- cha. Le di arranque unos segundos. Y nada. Los tres dejaron de empujar la camioneta. Le costaba a ese bendito rastro- jero. Al instante, la chica se me acercó a la ventanilla. Si querés déjame a mí que le doy encendido y vos te pones a empujarla, exclamó ella. Ni llegué a responderle. Del asom- bro por la propuesta me bajé y le entregué el preciado lugar del conductor. Pero cómo es que una chica se desenvuelve de esta manera en el medio de un camino rural, camina sola por aquí sin darnos mucha información y ahora está inten- tando dar marcha al rastrojero. Va a ser mejor que se bajen todos, que quede yo sola arriba de la camioneta, así le qui- tamos peso. Los demás ni me preguntaron y bajaron al pe- dido de la chica. No me convencía de que podía lograr esa proeza. Porque es mujer y la mayoría de las mujeres en mi pueblo natal no manejaban y entonces ¿por qué una mujer que está aquí, cerca de la ciudad de Dolores se predispone a darle marcha a la camioneta? Hasta si me pongo memo- rioso, quería en ese momento que esta chica no lograra su objetivo. Que cesara con sus buenas intenciones, que dicho sea de paso, no sabía si eran buenas intenciones propias de una chica desconocida, atrevida en hacer algo que no hacían las mujeres, ni manejar, ni empujar tan fervientemente el rastrojero. Así que mejor que el motor no se encendiera, que fracasara en su intento y me dejara a mí, nuevamente en el lugar que debía ocupar. El lugar del conductor y dueño de la camioneta. 136

Pero no fue así. La chica a la que pienso incluir en este borrador logró encender la camioneta mientras yo empu- jaba atrás, con los chicos. Y la aceleró varias veces demos- trando su conocimiento en la materia, que no era una novata en esto de encender y manejar rodados. Nilda fue la primera en dar las gracias. Yo le di un agradecimiento tibio. Hacia dónde vas, le preguntó Nilda. Voy acá nomás, a la ciudad de Dolores. Te llevamos, le respondió. Por más que mi or- gullo machista se opusiera a llevarla iba a ser muy descortés que le negará un aventón. Fue entonces cuando Nilda lo en- vió de un sacudón a la caja a uno de los chicos que venía adelante para que ella se metiera en la cabina del rastrojero con nosotros. Qué valiente que sos, reverenció Nilda. Cómo te llamás, le volvió a preguntar mientras yo ya me estaba incorporando a la ruta dos. Dolores, mi nombre es Dolores. Qué coincidencia, dije. Resulta que acá todo se llama Do- lores, la ciudad se llama Dolores, usted, perdón, vos te lla- mas Dolores. Es pura coincidencia. La ciudad de Dolores no es ningún orgullo para mí. Todo lo contrario. Porque yo tengo devoción por el mundo rural, por los trabajadores ru- rales. Hasta a veces siento odio por la ciudad, por las cosas que pasan allí. ¿Hacia dónde van? Vamos a Mar del Plata, exclamé. Mar del Plata, Mar del Plata, otra ciudad que de- testo, por cierto. Mar del Plata me dio y me está dando de- masiados dolores de cabeza, ¿saben? ¿Pero cómo es que una chica se anima a ser tan verbo- rrágica de este modo? Por qué le pierde de buenas a prime- ras tanto respeto a la ciudad que decidimos visitar. En ese momento me callé. No le dije nada. Pero si esta chica lla- mada Dolores, que vive en Dolores le tiene odio a Mar del Plata, pues entonces yo sentía odio hacia ella. Rechazo. No 137

estaba dando un aventón a alguien que me simpatizara, lo hice más que nada porque se debe hacer y porque Nilda in- sistió. Pero increíblemente a Nilda le caía bien esta chica. Me daban ganas de agarrármela contra Nilda también, Nil- da no ves que nos está criticando a Mar del Plata, nos está criticando que podamos conocer el mar, los teatros, nos está criticando nuestros propios sueños. Nuestras ganas de vivir, de progresar. ¿Por qué le caía bien a Nilda? ¿Cómo era po- sible? Las dejaría a las dos, pensé rabioso. A esta tal Dolo- res, la fanática del mundo rural, la fanática de los trabaja- dores rurales y a Nilda, que se las arreglen en la sombría ciudad de Dolores y yo me voy con los chicos, con los siete a entumecernos dentro de la fulgurosa ciudad de Mar del Plata que, por lo visto, genera odio pero más que odio es envidia, envidia del mundo rural, de esos trabajadores rura- les conformistas y cobardes que defiende esta tal Dolores, que no se animan al desafío de conocer la gran ciudad. A pesar de que a Nilda parecía caerle bien esta chica, se animó a preguntarle esto que posiblemente a ella también la incomodaba. De que explicara porque tanto odio a la ciudad de Mar del Plata. Es la bronca con todo lo que pasa allí, soltó. Todo lo que se tapa allí. Con esto del teatro de revista, de los programas de televisión con alto rating, de las vede- ttes, de los playboys, de los veraneantes enceguecidos. Us- tedes veranearon alguna vez en Mar del Plata, insistió Do- lores. No, es la primera vez, respondió Nilda. Bueno, como sea la primera vez es posible que no estén enterados de lo que sucede allá. Que esa ciudad balnearia les ha quitado el cerebro a todos, los ha abstraído de la realidad. A los vera- neantes solo les gusta mostrar un cuerpo esbelto, verse bronceados, usar bikinis, shorts ajustados de moda, anteojos 138

de sol, sentarse a tomar sol durante horas. ¿Cómo es posible que una persona tome sol durante tantas horas con las cosas que pasan en el país? Por ello aprovecho este generoso aventón que me dan ustedes, que se nota que son una fami- lia de trabajadores, que viajan en este rastrojero a cuestas, y no en cambio como hacen otros veraneantes que viajan en autos modernos y obscenos, que desbordan de lujuria, esos veraneantes no son trabajadores, son seres humanos abur- guesados, envilecidos por el olor del dinero. Desconozco el origen de ustedes, pero se me hace que son una familia tra- bajadora, que son trabajadores rurales. Sí, no hay duda, con- firmé. Productores de pollos y gallinas, aclaré esta vez. Pro- ductores rurales de un gallinero que durante los últimos tiempos me generaba cualquier cosa menos orgullo. Ya no quería saber nada con mi supuesto orgullo de trabajador ru- ral. Le noté la sonrisa de oreja a oreja cuando relataba que sí, en verdad éramos trabajadores rurales. Que nos dedicá- bamos a eso que ella tanto exaltaba, endiosaba. No sé si sa- brán, agregó Dolores, pero atrás de donde salimos funciona la cooperativa de trabajadores rurales que yo misma im- pulsé hace unos años. Costó mucho formarla. Al principio, los trabajadores rurales estaban aislados, sin apoyo, sin sen- tido de pertenencia. Y yo misma con un grupo de mujeres organizamos las primeras reuniones para que se acercaran al partido. El partido le presta apoyo a la cooperativa. So- mos unos trescientos trabajadores rurales en esa coopera- tiva. Cada vez es más numerosa. Y ustedes se seguirán pre- guntando a que se debe mi bronca hacia la ciudad de Mar del Plata. Pues bien, hace un mes tuvimos aquí una triste 139

noticia. Tuvimos un crimen aberrante. Una de las tra- bajadoras rurales que era miembro de la cooperativa, apa- reció muerta en una zanja. Justo en la entrada de la ciudad de Dolores. Tenía signos de golpes y violación. La autopsia indicó que fue violada antes de morirse, la pobrecita. Tenía 23 años y dos hijos. Fue un caso muy fuerte aquí e hicimos todo lo posible para que el suceso trascendiera. Hicimos dos marchas pidiendo justicia, pero hasta ahora el crimen sigue impune. Y esto pasa más que nada porque era una trabaja- dora rural, porque era mujer y en los pueblos y las ciudades chicas se las agarran con las mujeres, mientras más indefen- sas mejor. Piensen que podría haber sido cualquiera de us- tedes. Para una familia rural es mucho más difícil pelear por hacer justicia que para una familia acomodada. No hace falta que les explique nada a ustedes. Lo cierto es que los integrantes de la cooperativa fuimos los que más nos movi- lizamos para que avanzara el caso. Fuimos a las primeras ruedas de testigos, participamos en las primeras audiencias, inclusive yo misma me presenté en una entrevista en una radio local, para contar los avances de esta infructuosa bús- queda de justicia. Y como el dueño de la radio es marpla- tense me prometió hablar con los medios locales para que le dieran cobertura en la ciudad de Mar del Plata. Teníamos todo listo, la nota iba a salir en las primeras páginas, le iban a dar una cobertura especial sobre el caso. Me acuerdo el título que iba a decir algo así como sigue impune el abe- rrante crimen de la mujer de Dolores. Y esto nos iba a ser- vir para que el caso se esclareciera de una vez por todas. Que saliera a la luz quienes fueron los acusados del crimen. Pero con todo esto de la temporada veraniega nos negaron lugar. Y fue justamente el editor del diario que nos iba a dar 140

la nota quien se negó. Nos dijo que estaban muy ocupados con la cobertura de la temporada, que Moria presentaba su nuevo show en el teatro. No había tanto espacio para notas policiales. Hoy las noticias que valen son las del espec- táculo. Por eso odio tanto al ambiente del espectáculo, a las actrices que merodean por esos ámbitos rebajando la condi- ción femenina hacia el último peldaño del mundo. A dejarse convertirse en un objeto de deseo sexual para hombres y para mujeres que lo aceptan pasivamente. Moria, Adriana, Mónica, Beatriz, son todas actrices que rebajan a la mujer a una condición indigna. Solo buscan que los hombres estén pendientes de su cola o de sus tetas, nunca de su intelecto. Y eso es lo que odio. Odio la banalidad en que se ha con- vertido la ciudad de Mar del Plata, cuando en el pasado era un lugar que había acogido a tantas familias trabajadoras. Y hasta se me ocurrió en algún momento llevar a los hijos de las familias de trabajadores rurales a que conocieran el mar. Que fueran a conocer Mar del Plata. Pero les diré la verdad, no me interesa que ellos conozcan tamaña corrompida ciu- dad. Los prefiero aquí, sembrando su propia parcela de tie- rra. Cosechando sus propios frutos. Esa es la imagen con la que me quiero quedar. Prefiero que se queden sin el mar, que eviten conocer la banalidad. Estábamos en la entrada del pueblo. Debo reconocer hoy en día que Dolores había pasado de convertirse en una mu- jer arrogante a una mujer que en algún punto me seducía. Como si se comportara en contradicción permanente a Mo- ria y sus campos diseminados de trabajadores rurales fueran un contraste directo con la ciudad de Mar del Plata. Como un alter ego del erotismo que hasta entonces conocía en una 141

mujer. Desde lo físico, se podía decir que poseía o demos- traba todo lo contrario. Su pelo no era lacio, por empezar. Ni se le notaba que lo llevara con cuidado, más bien estaba totalmente despeinada y desalineada. Le noté que tenía tetas grandes, pero en dicho caso las mantenía bien escondidas. No porque fuera un alma puritana ni mucho menos, pero me parece que se correspondía con ese argumento de estar en contra de que la mujer debe seducir al hombre con su cuerpo. En todo caso, era una mujer que si tenía tetas gran- des lo sería por simple obra y decisión de la naturaleza. Y el resto de su cuerpo no llegaba a verlo con notoriedad, pues en ese momento estaba concentrado en manejar y llegar a Dolores. Insisto en que no se trataba en este caso de analizar su cuerpo. Porque lo que en verdad me seducía ante todo era sus argumentos. Dolores sonaba audaz, convincente, va- liente, insatisfecha y en eso lograba su cometido. Era su dis- curso y sus argumentos lo que generaba una estela de aten- ción antes que su cuerpo. Como mucho, su cuerpo podía apenas acompañar su cautivante discurso. Y no solo lo lo- graba conmigo. También a Nilda le seducía el discurso y la presencia de Dolores. De toda esta capacidad que demos- traba para que nos invitara a cuestionarnos sobre las inten- ciones de este viaje. ¿Será tan así? Que la ciudad de Mar del Plata es tierra fértil para la banalidad, para la superficiali- dad. Nilda volvió a la carga. Quiero ayudarte a encontrar el asesino de esa chica, quiero hacer algo por esa chica. Debo decir que en ese momento se generó un cruce entre Nilda y yo. Porque si seguíamos con los planes de ayudar a Dolores, de seguir las pistas del crimen entonces el viaje a Mar del 142

Plata se nos truncaba. Y nos quedábamos a mitad de ca- mino. Llegamos a centro de la ciudad, ahí nomás de donde estaba el palacio municipal. Yo atiné a saludar a Dolores con un beso en la mejilla, pero Nilda salió a la carga de que no nos íbamos nada, que teníamos que hacer algo por la chica que con tanta solidaridad nos había ayudado a poner en marcha el rastrojero. Qué sabés, Américo, si no era por Dolores seguiríamos allí, en el medio del camino de tierra sin poder encender la camioneta. Algo tenemos que hacer por ella. Algo tenemos que hacer por la chica asesinada. Américo, podría haber sido Silvina, Margarita o cualquiera de los chicos. Es horrible que existan asesinatos así, que ha- yan violado así a una chica y nosotros nos quedemos así, lo más campante, como si nada, yendo a conocer una ciudad que le dio la espalda a este asesinato. Apagué el motor de la camioneta. Justo cuando todo se daba, cuando me convenzo a emprender este viaje se me aparece esta fortuita proble- mática. Un asesinato horrendo. Es cierto, no me podía ne- gar. Además, a quien quería engañar si en el fondo todo este argumento me seducía. Dolores con su prédica tan omnipo- tente, de armar cooperativas para trabajadores rurales, de buscar justicia con un asesinato. Bajamos todos de la camioneta. En el medio de la plaza frente a la municipalidad de Dolores, se había agrupado una decena de personas con pancartas que pedían justicia por la muerte de la chica. Pero lo curioso era que estos reclamos se entremezclaban con las consignas del partido político al que pertenecía nuestra amiga Dolores. Y ahí como que me fue cerrando todo el mundo en donde se movía esta omni- potente chica. Varios de ellos deberían ser trabajadores ru- rales de esa cooperativa que mencionaba, deberían trabajar 143

los campos de trigo, de maíz. Pero no, luego confirmé que no. Eran todos trabajadores rurales de un proyecto que el partido político de Dolores quería empezar a diseminar por el país. Son todos productores hortícolas y los estamos agrupando en un plan que se llamará huertas nacionales, para que toda la población argentina trabaje la tierra y pue- dan acceder a sus propios alimentos, afirmó. Nuestro plan de huertas nacionales es que llegue a todo el territorio na- cional y que nadie tenga el impedimento de convertirse en trabajador hortícola. Miren las manos de ellos, apuntó Do- lores, son manos de trabajadores, de trabajadores que están en pleno contacto con la tierra. Son manos nobles. Pues sí, no cabía duda que se trataba de manos de productores hor- tícolas. Porque las manos de los que trabajan con la huerta suelen estar más desgastadas que las de los otros. Por eso yo siempre renegué con esa actividad. Lo de las manos no- bles puede que fuera cierto, como también lo era lo de las manos en ese estado, casi como corroídas. Esa es la razón por la que me dediqué a la venta de pollos, a trabajar con un gallinero, porque la huerta es sacrificada y te revienta las manos. Por cierto, también debo decir que estos trabajado- res que Dolores aglutinaba se parecían mucho a nosotros, salvando las diferencias de las manos. Veía ahí familias grandes, con muchos chicos, llegué a ver inclusive dos ras- trojeros estacionados alrededor de la plaza principal. En el fondo esta gente es muy parecida a nosotros, podrían dedi- carse a lo mismo que nos dedicamos nosotros. Pero, ¿por qué piensan tan distinto? ¿Ellos le tendrán el mismo odio a la ciudad de Mar del Plata? De repente todos se levantaron. Dolores junto con otras personas empezaron a aplaudir. Era 144

el momento en que se iniciaba la manifestación. Los pro- ductores también empezaron a aplaudir. Nilda se sumó a la masa. Y como no me quedó otra, yo también empecé a aplaudir, pidiendo justicia por la chica asesinada. A pesar de que no estaba del todo de acuerdo con las conclusiones a la que llegaba Dolores sobre la ciudad de Mar del Plata, este crimen podría haberse cometido con cualquiera de no- sotros. Con Nilda por ejemplo, que no tenía dos hijos sino siete. Y era verdad eso de los recursos a los que llega la gente pudiente y los pobretones como nosotros no llega- mos. En última instancia hay que participar de esta mani- festación para que estas cosas no pasen más. Mis aplausos sonaban cada vez más convincentes. Los chicos empezaron a aplaudir, en especial Eduardo, Silvina y Margarita. No en- tendían bien de qué se trataba. Solo llegaron a comprender que a una chica la habían matado y abandonado su cuerpo en una zanja. Los más chiquitos aplaudían, sin saber si- quiera lo que significaba la muerte de alguien. Se limitaban a repetir el mismo acto que llevaban a cabo sus padres y sus hermanos más grandes. Aplaudir y aplaudir. De pronto la vi a Dolores tomar un megáfono. Empezó a exigir justicia por el asesinato. Y sus exclamaciones se convirtieron pronto en gritos furiosos contra las autoridades, rompiendo con la tranquilidad de la ciudad de Dolores, que por lo visto tenía más alma de pueblo de provincia que de gran ciudad. La convocatoria se extendió hasta pasado el mediodía. Dolores oficiaba de anfitriona en esa organización. Les quiero presentar a los delegados del partido que tenemos aquí en Dolores. Ellos son Américo y Nilda, son trabajado- res rurales, vienen cerca de la zona de San Vicente. Están con intenciones de participar en la cooperativa y alinearse 145

al partido político. Nilda asintió con la mirada. Dos nuevos integrantes a nuestra cooperativa, que prometen diseminar nuestras ideas revolucionarias por esos lares bonaerenses. Eran dos hombres de mi edad por entonces. Su aspecto fí- sico concordaba con el de Dolores. Se les notaba que no eran pobretones como nosotros, que posiblemente se podían desplazar en una camioneta más moderna, pero mantenían el mismo nivel de austeridad casi extremo al de nuestra an- fitriona en la manifestación. Nos han prometido que cuando vuelvan de su viaje a la ciudad de Mar del Plata se afiliarán a la cooperativa y a la vez harán lo mismo con el partido. Nilda seguía asintiendo impiadosamente los comentarios de Dolores, pero, ¿de qué cooperativa me hablaban de unirme? ¿De qué partido político? ¿Quién ha dicho que me quiero afiliar a un partido político? Ya esto es una exageración. Una tremenda exageración. Solo queríamos darle un aven- tón a esta tal Dolores, por la gauchada de auxiliarnos con la camioneta y terminamos exigiendo justicia por el asesinato de una chica de esta ciudad y encolumnados en las consig- nas de un partido político que desconocía sus intenciones. En una cooperativa que no me seducía en absoluto, pues yo ya tenía bastante con mi gallinero como para que abando- nara mi deseo de conocer la ciudad de Mar del Plata. Claro, que no. Todo esto está lejos de mi objetivo. Pero resultó que también este cuento de la cooperativa y el partido político de Dolores, despertaba interés en Nilda. Y un poco a mí también, debo reconocerlo. Porque lo decía con una clari- dad, con una convicción. Al punto que cuando hablaba de los trabajadores rurales se me venía a la mente algo gran- dioso, fuera de serie. Lo contrario a los trabajadores pobre- tones que nos sumamos a la manifestación, a los propios 146

trabajadores rurales que éramos nosotros nueve. Seré cu- rioso, apunté mis palabras hacia Dolores, de qué partido po- lítico estamos hablando. Del partido argentino de los traba- jadores rurales. Somos relativamente nuevos en la política. En verdad venimos del desmembramiento de otros partidos, uno de nuestros aliados en el mismísimo Enrique Gorriarán Merlo, seguro que lo conocen. Él ha sido un ideólogo nues- tro, nos ha apoyado para que armemos el partido, para que en el futuro esta cooperativa de trabajadores rurales pueda responder al frente de milicias obreras. Nuestro objetivo es que las masas obreras urbanas se unan a nosotros, que las masas rurales superen ampliamente a las masas urbanas. Porque con el plan de huertas nacionales lograremos que todas las familias pobres de las ciudades muden su vida al campo, que abandonen esos lugares de quimérica seduc- ción. Para nosotros, las ciudades van en contra del espíritu obrero, trabajador. Las ciudades son el culto del individua- lismo. Y ahí es donde tenemos un cruce con el otro partido que nos apoya, pero no está de acuerdo con nuestro planteo. Ellos, son más urbanos, por decirlo de algún modo. Creen que es al revés. Que las masas campesinas tienen que unirse al movimiento obrero de las ciudades. Hay un debate inter- minable. Sobre quien manda allí. Si es el campo o la ciudad. Nosotros confiamos que sea el campo. Por eso necesitamos aglutinar familias de trabajadores rurales. Para que sean la vanguardia de las milicias. Cuando esto estalle y las contra- dicciones de clase se hagan evidentes. Otra gran diferencia que tenemos nosotros es que la mujer campesina debe ser la impulsora de las milicias. Queremos que las milicias fu- turas estén a la cabeza de mujeres, de mujeres campesinas. Bueno, en el otro partido no piensan lo mismo. Es más, 147

quieren lo contrario. Que las milicias urbanas estén al mando de hombres. Siempre hombres, cuando está científi- camente demostrado que la mujer es un sujeto mucho más revolucionario que el hombre. El hombre es conformista, corrompible. La mujer es la que más gana con todo esto. Pugna por su libertad. El hombre pugna por dejar las cosas como están. Es un ser conservador, nunca revolucionario. Quiere lucha de clases, pero esconde que también detrás de la lucha de clases hay una lucha por el poder en el género. Y a todo esto, Nilda seguía asintiendo. Porque mi intuición es que entendía a cuenta gotas el plan y la discusión de los partidos políticos que traía a colación Dolores, pero su con- vicción y su carisma para decirlo es lo que la llevaba a Nilda a seguir sus afirmaciones vehementes sin vacilaciones. Y, como dije antes a mí también me convencían pero no llega- ban a sacarme de mi objetivo principal, que como todos sa- ben era que llegáramos a Mar del Plata. Además, de prome- sas futuras ya bastante tenía con el mecánico de mi pueblo, que por arreglarme los frenos me había salido con una ca- tarata de pedidos, las postales de los lobos marinos en la playa Bristol, los alfajores de chocolate y de dulce de leche, los caracoles y ahora la difícil promesa de volver a nuestro pueblo natal y enfrentarnos con el desafío de organizar mi- licias rurales que, siguiendo la idea de Dolores, iban a su- perar ampliamente a las milicias obreras y urbanas. Entre tanta discusión acalorada en el medio de la plaza principal, me di cuenta que ya eran las cuatro de la tarde. Ya llevábamos un día y medio y hasta ese momento, solo habíamos hecho doscientos kilómetros. Bueno, Dolores, debemos partir, dije. Pero la que no quería partir era Nilda. 148

Justo ahora. Quería quedarse un día, dos días más para se- guir lo pormenores del caso de la chica asesinada, de la cooperativa y del partido político. Fue entonces cuando le supliqué a Dolores que entendiera, que éramos una familia de trabajadores rurales, que no conocíamos el mar. Y que era cierto, seguramente que Mar del Plata representaba el símbolo más degradante del individualismo y la banalidad de los cuerpos bronceados. Sí, sí sé que es así. La ciudad del pecado burgués a la que no deberíamos concurrir. Pero sucede que justo ahí, en esta ciudad se encuentra el mar. Y la familia entera estamos deseosos de conocer la ciudad. Bah, qué digo ciudad, la ciudad no. Claro que no. Que no se me malinterprete, por favor. Nadie quiere conocer la ciu- dad. No sé dónde nos asentaremos. Donde dormiremos. Pero en realidad sucede que justo el mar se encuentra allí. Qué lástima, exageré. Qué pena que el mar no se encuentre aquí mismo y entonces podemos participar de las milicias rurales cuando sea necesario y descubrir los encantos del mar al mismo tiempo. Pero qué pena que el mar queda a doscientos kilómetros. Los entiendo. Yo no les puedo negar ese gusto, se re- signó Dolores. Son una familia de trabajadores rurales. Se lo merecen. Pero recuerden antes de partir que en esa ciudad solo encontrarán el individualismo como única salida, como única solución. No como aquí que la solidaridad entre com- pañero y compañero funciona como la base de nuestra or- ganización. No hay individualismo entre mis trabajadores rurales. Hay un noble sentimiento altruista. Confío en que volverán para integrar las milicias, porque se viene algo muy grande. Algo que hará estallar los cimientos de esta 149

sociedad. Ya llegará el momento en que los trabajadores ru- rales nos alcemos y conquistemos el poder. Me preguntarán si habrá violencia. Sí, habrá violencia lamentablemente. Qué se puede transformar, si no hay violencia. Sepan que nada. Las grandes gestas, siempre fueron gestas violentas. Si las masas obreras tendrán que recurrir a métodos violen- tos, pues es legítimo porque todo lo que hacen las masas obreras para cambiar su condición es legítimo. Lo único que puedo desearles ahora es buen viaje. Sé que en el futuro contaré con ustedes. Esta vez sí arrancó el rastrojero. No necesité de la ayuda de Dolores, que seguía mezclada entre el grupo de trabaja- dores que dirigía. Fue cuando puse la primera velocidad, que uno de los trabajadores de la cooperativa me chifló. Oiga, oiga, no se vaya hombre, me pidió y volví al punto muerto. Quiero hacerle una pregunta. Me enteré que va a la ciudad de Mar del Plata, ¿eso es cierto? Sí, sí es cierto. A la cuna de la banalidad y el individualismo, aclaré por las du- das y ante cualquier sospecha. Sí ya sé, me respondió. No importa eso. Me dijeron que en Mar del Plata está por es- trenarse una película en el cine. No sé cuál es el nombre. Debe haber tantos cines allá. Acá en la ciudad de Dolores hay uno solo. Fui alguna que otra vez al cine, pero la gente del partido no ve con buenos ojos que vayamos mucho al cine. Y menos a ver las películas de Olmedo y Porcel. Esas, las que más me gustan. Las del gordo y el flaco corriendo atrás de las minas. Y me dijo un amigo de la cooperativa que es una película que está re buena, que se aparece Ol- medo y Porcel en Mar del Plata, dejan a las esposas en las casas y se van de joda por ahí, ja. Algo así. Pero cómo me hacen reír el gordito y el flaco. Bueno, lo tendré en cuenta, 150


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