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BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Published by Gunrag Sigh, 2021-04-22 00:23:05

Description: BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

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rápidamente que no, que todo esto resultaba un atropello, remarca la entrevistada. Que no me estigmatizaran por ha- ber sido actriz porno. Que el hecho de ser actriz porno no significaba que estaba disponible para cualquier hombre en cualquier momento del día. Este es un gran prejuicio que tienen los hombres sobre nosotras. Con la excusa de que vieron películas en donde yo tengo sexo con más de un hombre, entonces lo podía replicar así de fácil, en la vida real y a puro antojo de quién sentía posesión sobre mí en ese momento. A la semana siguiente el dueño del restau- rante decidió echarme. Al final, dice la actriz lagrimeando, ya vencida, me habían contratado de camarera solo porque era una efímera actriz porno. Y no era que se fijaban en mi habilidad para la atención de los clientes, en mi predisposi- ción en no faltar ni siquiera un día. No falté ni un solo día, ¿saben? Ni uno solo. El lagrimeo de la actriz se vuelve en un intenso llanto. El entrevistador del documental da una pausa, le acerca un pañuelo y le toma la mano. La respira- ción del entrevistador se frena sobre el sonido del micró- fono. Necesita que la secuencia de la grabación sea mane- jada solo por el dramatismo de la ex actriz. La protagonista necesita descargarse. Ha pasado del rol de estrella porno al de víctima. Esto me hizo acordar a algunas escenas de vio- lencia que viví detrás de cámara, sostiene. Inclusive algunas también en el momento de la grabación. Con actores. Con directores, también. El entrevistador le pregunta si esa es- cena desagradable en el restaurante terminó con un hecho violento. Por suerte no, asegura ella. Fue solo eso. Dejé lo que estaba haciendo, agarré mi porcentaje de propina del día y me fui. Sin duda ha sido uno de los mejores pasajes de la película. No sé qué pensará Agustín al respecto. Al 51

momento que repaso este relato de la ex actriz porno, pienso en los ex convictos. En los que tienen que insertarse en el mundo convencional después de cumplir largas condenas. De hecho, la aplicación de películas segmenta al documen- tal como “documentales sobre crimen”. ¿Cómo es posible que lo cataloguen así? Han entretenido a millones y se los clasifica en una segmentación que los iguala a los homici- das. Yo entiendo que nos cueste aceptar a los homicidas que cumplieron una condena dentro de nuestro mundo. Que es difícil sobre todo entablar confianza. Darle trabajo a un ex convicto, que puede tener un prontuario pasado y todo ello deriva en incontables suspicacias. Que si lo podría volver a delinquir, que si realmente tiene intenciones de resociali- zarse o que la sentencia cumplida siga teniendo un peso de plomo para el ex convicto y aquellos que lo rodean. Pero, ¿en una actriz porno? ¿A quién han hecho daño? Esto sí que me suena lamentable. Más allá de esto, hay una frutilla de postre en este documental, como el costado bonito de la cosa y es la mismísima Lisa Ann. Se puede decir que su salida del mundo porno fue bastante exitosa. Hoy es comen- tarista deportiva y tiene su propio emprendimiento televi- sivo. Empiezo a ponerme en la piel de Agustín cuando es- cucho en palabras de la mismísima Lisa Ann reivindicar el sexo interracial como lucha contra el racismo. ¿Por qué ra- zón no podía hacer una escena con un afroamericano? Tal vez sirva en un país tan racista como el nuestro, dice ella con una sólida impronta pero sin perder sensualidad. Vaya valioso mensaje. Como quien no quiere la cosa, una actriz porno finalmente es la que concientiza a millones. Lamento informarme a mí mismo que este tipo de mensaje no se sí lo difundiría una mujer que padeciera el “síndrome de 52

Nancy Mazzucchelli”. Ahora si empiezo a comprender un poco a mi nietito y toda esta angustia rara que lo acecha. Chau síndrome de Nancy Mazzucchelli. Chau tesis univer- sitaria que buscaba asociar linealmente a una actriz porno con una mercancía. O tal vez se podría decir que la cosa no se acaba allí. Mejor así. Será una mercancía para el director de cine. Lo será para quienes ven de manera efímera alguna que otra escena donde ella actúa. Pero me pregunto yo, Américo, a los setenta y pico de años y con mis achaques a cuestas, qué valores se están jugando si una actriz fuerza a filmar escenas con afroamericanos en un contexto de cre- ciente racismo como el que suele vivir espasmódicamente esa gigantesca nación del norte. No quiero dejar de expresar cuál fue la conclusión letal de mi nieto. Lisa Ann no se contenta con reivindicar el sexo interracial en una manifestación o en un mensaje virtual. Ella misma le pidió al director que quería hacer escenas con afroamericanos. Hay que darle a los afroamericanos el mismo nivel de placer. Hay un mensaje que tanto para mi nieto como para mí es subyacente. Dar placer a quienes se sienten discriminados en el mundo de la actuación. Pero ni siquiera se trata de acompañar, apoyar, reivindicar, publicar un mensaje que adquiere relevancia y luego se esfuma como el mismísimo vapor. Se trata de poner su cuerpo. Que su cuerpo esté al servicio coger, de hacer gozar al otro. Claro que se trata de una ficción, pero el mensaje es ese. Lisa Ann quiere darle placer a un negro discriminado, a un negro que siente que nunca tendrá chances de cogerse a una blanca caucásica como Lisa. Y ahí viene el argumento de mi nieto en relación a todo esto. Subo las escaleras y me dice que pase devuelta a su habitación. A vos te quiero hablar, 53

abuelo. Siento que estamos en sintonía, ¿no es así? Claro, Agustín, no lo dudes, le respondo. Gracias, abuelo. No sa- bes lo que te agradezco que me acompañes en este momento crucial de mi vida. Agustín es un exagerado. No se lo hago notar. Quiero que siga con toda su exageración para que le sirva al menos de catarsis. Y si puedo también lo contengo. Abuelo, dice al levantar la cabeza. Quiero decirte que eso es lo que me enloquece de Lisa. Ella va mucho más allá de mis compañeras de clase, mucho más allá que la profesora de la universidad con sus posturas tan feministas. Quiero verlas a ellas defendiendo la igualdad de género, criticando la discriminación racial y en simultáneo filmar películas porno con afroamericanos desclasados. Pero claro, para ellas es una mercancía. Yo soy el único que intenta entender que a Lisa no le vasta luchar simbólicamente contra la dis- criminación. Su cuerpo es su única arma. Y ella también goza, ojo. Tal vez no en la ficción, pero si gozará cuando la miren millones. De darles algarabía, de mostrar que las ra- zas desde que se fusionaron fue cuando empezó a crecer el mundo que hoy tenemos. ¡Qué más lindo que un crisol de razas, abuelo! Y es por eso que siento angustia. Porque la trate como una mercancía, como un producto industrial, pero ¿quién se fija en esto? ¿Quién se anima a hacer esto? Es un acto de valentía el de Lisa, abuelo. El porno es en sí mismo un acto de valentía y ella le ha otorgado un sentido que me despierta emprender este viaje. Por eso me siento arrepentido, siento que dije cosas horribles de ella. Por eso me quiero ir bien a la mierda, me quiero ir a buscarla a Los Ángeles y aclararle esta situación. Quiero pedirle perdón. Me voy a tomar ese avión que me valió mis ahorros, lo sé. 54

Son mis ahorros, ahí está el esfuerzo de mi trabajo, el es- fuerzo de mi estudio. Mirá abuelo, te quiero contar lo que quiero hacer. Salgo de Ezeiza de noche y llego de día. Cinco de la mañana más o menos. Un horario de mierda. Qué me importa. Pido un taxi en la salida del aeropuerto. Manejo el inglés, eso no es problema. Y el taxi se incursiona entre esos barrios de rascacielos de fondo y casas bajas hacia los cos- tados. Las avenidas están llenas de palmeras enfiladas. Las hojas de las palmeras rozan mis mejillas. El ruido del mar se puede sentir apenas al bajar la ventanilla. No sé si hace calor en este momento del año, pero la escena en que yo llego es calurosa. El taxista me pregunta donde es la direc- ción exacta. Y se da cuenta que tengo un encuentro con una estrella porno. Me felicita. Me envidia. No se crea tanto, le aclaro. Porque he venido a pedir perdón. Usted es actor tam- bién, me pregunta. No, un simple estudiante universitario argentino. El taxista no entiende porque un extranjero de Sudamérica viene a visitar una estrella porno y a pedir per- dón. Al taxista no le interesa despejar la confusión. A mí tampoco. No habla más y le pago. La casa es una mansión. Tiene dársena para estacionar autos. Hay varios autos lujo- sos afuera de cochera. Serán de familiares, de su pareja, de amigos. No me interesa. Me la jugué viniendo acá. Tocó timbre. La imagino abriendo la puerta de su mansión. Hello, who are you, lo primero que me va a decir. Porque no me conoce. Cualquier atuendo que tenga será para mí por de- más sensual. Ni me molesto en fantasear eso. Ahí nomás me mando. Me largo a llorar. Como lo estoy haciendo ahora. Sorry, Lisa. I´m so sorry. Te quiero pedir perdón por todo lo que dije de vos. Dije cosas horribles. Ya lo sé. No sé cómo disculparme. Siento una angustia increíble. Algo 55

acá en el medio del pecho que me ahoga, me asfixia. Yo mejor que nadie sé qué clase de persona sos. Yo no te re- duzco a una simple estrella porno. Estoy harto de que te eti- queten. Vos pones a disposición tu cuerpo para el goce de los demás y eso te aleja notablemente de esa horrible eti- queta de mercancía porno. En verdad, tu labor ha sido un acto de sublime generosidad. ¿Por qué son pocos los que lo entienden? ¿Por qué el mundo se jacta de perpetuar tamaña injusticia? Creo que a esta altura soy el único que lo en- tiende. Cuántas veces me hiciste gozar, ni las puedo contar. Cuántas veces enfrentaste dilemas contra los directores de cine, que te decían con quién tenía que tener escenas y con quién no. Tené cuidado porque este puede tener SIDA, ojo porque este es fucking junkie afroamericano y a la gente le puede caer mal que hagas una escena con un afroamericano. Pero a vos te resbaló. Porque te sobra coraje. Y haces lo que la enorme mayoría de las mujeres no se animan a hacer. Po- nes tu cuerpo a disposición del goce de los demás. Cuánto me gusta repetírtelo. Perdón si soy tan insistente. Si hay que hacer una escena con un negro, bueno yo lo haré, dijiste va- lientemente. No solo eso. Teniendo sexo con más de un afroamericano. Eso romperá barreras, paradigmas. Sí, sí re- cuerdo varias escenas que tenés sexo con dos afroamerica- nos a la vez. A uno se la chupas y el otro te la mete por detrás. Y hay otra que tenés sexo con unos seis, siete. No sé cuántos eran. Ya me pierdo y me enloquezco. Pediste una escena descontrolada, donde satisfaces a varios a la vez. Se- guro que pediste esa escena para que la audiencia sienta que podés ser la anfitriona de una fiesta, del descontrol total. Yo sentí que esa escena me gustaba tanto que mi vida se des- controlaba. Yo perdí el control de mi vida con esa escena. 56

La vi una y otra vez. En donde vos te subís a una especie de altar, y estas almas desdichadas tienen sexo con la reina. Con el fetiche tan ansiado. No entendí como una sola per- sona podía asumir tanto coraje. Le pediste al director que sean afroamericanos. Seis o siete afroamericanos. Qué sé yo cuántos eran. Eso para mí vale más que el mensaje de una maestra, una madre, una heroína. Y cuánto más puedo decir. Cuanto más. Quiero pedirte perdón por las cosas horribles que dije de vos. Por eso estoy en la puerta de tu casa interrumpiéndote. Cayéndome de prepo así, todo destruido y sin consuelo de mis calamitosos dichos. Porque siento que cada fantasía sexual que tengo la puedo extender y extender cada vez que venís a mi mente. Porque siento que no tenés barreras. Tu cuerpo no tiene ba- rreras. Tu actitud no tiene barreras. Tu generosidad no tiene barreras. Tus convicciones no tienen barreras. Tu I love you no tiene barreras. Y eso me desespera y me hace sentir que ya ni tengo control de mi vida. Confieso que me da miedo. Y para ponerle freno a ese miedo terminé diciendo cosas horribles de vos. Porque me da terror que pueda cumplir todas las fantasías con vos y después no me quede nada. Que serías como la mujer perfecta. Y a la vez como la mujer con la que nunca pude estar. Pero bueno, al fin de todo yo me vine desde Mar Del Plata hasta Los Ángeles, te quiero demostrar lo arrepentido que estoy. Por eso pagué un pasaje tan caro hasta acá, me tomé el atrevimiento de averiguar tu dirección, tomar un taxi en el aeropuerto que me dejara sin escalas aquí en tu casa, que más que casa es una mansión californiana, que bien merecida la tenés. Por tu generosidad sin barreras. Todo el éxito que tenés es bien merecido. Yo solo soy un desdichado que viene desde el confín del 57

mundo. Argentina, un país que seguro conocés. Allá lejos, bien abajo. De ahí vengo. Un país muy pasional. Se dice que aquí son más fríos. Dudo que un estadounidense en- frente la cruzada que enfrente yo. Miden mucho las conse- cuencias, ustedes. Yo en cambio tuve que enfrentar a mis padres, en especial a mi madre que se opuso terminante- mente a que lleve a cabo esta proeza. Para ellos es una lo- cura. Para mí, una proeza. Luego las tarjetas de crédito, los ahorros, todo empeñé. Pero el perdón en estas circunstan- cias no tiene reparos. Sigo con ganas de pedirte perdón. Ahora que te tengo enfrente, más culpa siento, te pido que me ayudes si me desvanezco, aunque de momento pueda mantenerme sobrio y erguido. Y entonces abuelo, después viene lo mejor. Creo que con todo este estremecedor relato ella quedará shockeada. Por- que muchos hombres seguramente la usaron, la cogieron, pero ninguno se animó a viajar diez mil kilómetros de dis- tancia para pedir perdón. De eso estoy seguro, abuelo. O casi seguro. Y me imagino el desenlace. Todo podemos ha- cer. No soporta la situación y me invita desenfrenadamente a pasar a su casa. Si hay invitados, los echa impaciente- mente. No quiero a nadie en mi casa, dirá. Solo Agustín. Y me arroja contra la pared. Me desviste. Pero no me deja que la desvista, ella quiere desvestirse en movimiento, como en un set de filmación. Porque ella es así. Siempre se desviste lento. Siempre lo hace con pausa. Y esta vez lo hará con más pausa gracias a mi estremecedor relato. A la vez quiere evitar lo que sucede durante los cortes en los sets de filma- ción, donde las escenas a veces exigen que todo sea ligero, que se filme en tiempo record, se facture en tiempo record y como corolario los actores tarden una eternidad en que se 58

les pare la pija. Porque a veces andan en la segunda o tercera escena y la pija no les da más. Y ella casi que se ve obligada a empezar a chupárselas para que empiece la erección tar- día. Pues que suceda todo lo contrario. Este es un momento especial. Dejemos de lado los aburridos sets de filmación, por momentos tan repetitivos, tan descifrables, tan burocrá- ticos. Que la sensación de este momento nos trasporte a un momento improvisado, como este que le propongo a Lisa, habida cuenta de los diez mil kilómetros que atravesé sin siquiera avisar. A continuación me pide de revolcarse con- migo en la cocina. Después nos revolcamos en el baño, donde hay un hidromasaje. Encendemos el hidromasaje. Vení, entra, me exige. Nuestros cuerpos se mezclan entre las burbujas cálidas. Las tetas se le mezclan con la espuma del hidromasaje. Me la cojo con ella arriba, le revotan las tetas una y otra vez, le doy de atrás, siento que ese culo ge- neroso me rebota una y otra vez en los muslos. La arrincono entre la ventana y el hidromasaje con ella abierta de gam- bas. Me pide que la acabe. Acabame en la boca Agustín, dámela toda. Acabame en las tetas también. Ensuciámelas todas. Así, así. Ay, no pares Agustín. Dame todo lo que te salga. Toda, toda. Así, así. Le acabo una vez. Dos veces. Cinco veces. Para avanzar más aun en la situación, me ofrece llamar a una mujer para que hagamos un trío. Faltó eso contar. Sí, un trío. Porque como soy ya un hombre he- cho y derecho, seguro pienso en eso. Soy guarango, perver- tido, pajero, degenerado y siento que solo ella lo avala. Por- que ella es lo contrario a la censura. Me vas a hacer sentir algo que para mí sea el descontrol total, como si me estu- vieras desafiando con cual mujer pudiera quedarme, le con- 59

fieso. Admito que me da miedo. Me da miedo pero infini- dades de veces me he excitado cuando haces escenas con mujeres y siento que me invitas a participar. Que me decís, vení, vení Agustín. Te necesito. O mejor dicho, te necesita- mos las dos. Pero como lo he esbozado anteriormente, no basta con un trío. Me propone una orgía. Agustín, tanto me viste revolcarme con otros hombres, tanto que me viste como ellos me acaban, ok, entonces ahora vendrán a la es- cena dos hombres a la casa. A cogerme, Agustín. Los quiero hacer gozar a ellos también, ¿sabés? Porque pugno por dar placer en la ficción pero en la realidad también. Esta reali- dad que perpetuaste al venir a buscarme aquí. Entran dos hombres bien fornidos. Son ex actores que siempre me mandan mensajes de amor, que ruegan por tener sexo con- migo fuera de los set de filmación y yo me rehúso. Pero qué mejor ocasión. Me desnudan con ansiedad. Me besan todo el cuerpo, me arrodillo, le chupo la pija a los dos, me em- piezan a coger. Me cogen sin parar. Vos no te quedas atrás. Llega otra mujer, es conocida en el mundo de la actuación. Veo de lejos como esas dos mujeres que hasta intentan mos- trarse más sensuales, más exuberantes que yo te la chupan, te dicen al unísono que se dejan hacer lo que vos les pidas. Primero se te sube una y te suplica que quiere montarse en tu pija. La otra se pelea, discute con su semejante, ahora quiere ser ella la yegua montada. Cuanto has fantaseado esto Agustín, está orgía donde todos liberamos nuestros im- pulsos, nuestros cuerpos. Para mí es normal, para vos es una novedad. Por eso quiero tenerte como anfitrión de esta or- gía. Ha llegado el amanecer. Las mujeres y los hombres in- vitados a este bestial convite nos abandonan. Porque se ha acabado el champagne y otros tantos vicios, porque se ha 60

hecho de día. Nos quedamos los dos. Nos bañamos devuelta en el hidromasaje. Queda tener sexo en el cuarto. Ahí hay una enorme televisión. Ponemos películas donde yo misma he actuado. Quiero que seas todos esos hombres que tienen sexo conmigo en las escenas, me pide. Yo te hago de todos los personajes que hice, cuando actué de profesora, cuando actué de enfermera, cuando fui guardia cárcel de desdicha- dos que han caído en el mundo del delito. Cuando hice de reina en el altar. No me vasta que seas un hombre, quiero que seas cinco, seis hombres a la vez. Quiero que te con- viertas en un delincuente, en un enfermo terminal o en un estudiante novato. Después de tantos días donde no repara- mos horarios ni fechas, decidimos abandonar la casa. Que- remos abandonar esa lujuria. Ella se da cuenta que tiene que arriesgar. Que yo seré aquella persona que cayó de impro- visado, pero que como nadie la cautivó. Eso. La voy a cau- tivar, abuelo. Entonces, la secuencia sigue en que ambos dejamos de tener un lugar fijo, una casa, una mediocridad que nos conforma pero no nos satisface. Me imagino con ella viajando en avión, yendo a una pequeña morada en el medio de una playa solitaria con mares turquesas, con sel- vas tropicales, sin ropas, sin dinero, invitados por la sabia naturaleza. Tal vez me propone que nos casemos. O yo se lo propongo. Casémonos, no sé por cuánto tiempo, pero hagámoslo si es un acto divertido e impulsivo. He sido toda mi vida una persona tan poco impulsiva que un casamiento con una actriz porno es lo que necesito. Me imagino los diarios, abuelo. Las noticias escandalosas. Joven audaz argentino viaja a Estados Unidos, conquista a una estrella porno y decide casarse con ella. Me imagino a mis amigos, se los voy a decir en la cara, miren putitos de mierda, qué 61

corta la tienen, vayan y cojan con una muñeca inflable. Yo me casé con Lisa Ann, estrella porno que me eligió a mí y yo a ella. Jueguen al futbol, sueñen con una familia convencional, con buenos trabajos, con buenos salarios, con algún tipo de éxito. Pero yo tengo lo que ustedes no tienen. A Lisa Ann en mis brazos, algo que nunca imaginaron, ¿verdad? Me imagino al grupo feminista de esta cátedra que me obligó a cosificarla. Miren, feministas de cuarta, reven- taditas burguesas de barrios acomodados, me saqué un diez en esa materia mediocre que se la pasan criticando al mundo, pero el mundo es mucho más hermoso del que ustedes describen. Es hermoso y las estrellas porno son hermosas. Qué me importan si son mercancías, objetos sexuales, son hermosas porque una feminista nunca enten- dería lo que representa una actriz porno. Aquí la tienen, Lisa Ann. Ahora qué me dicen. Sigan con ese derrotero medio- cre de criticar y criticar al mundo. Yo me caso con Lisa Ann, yo me caso con el mundo. Y a la titular de cátedra, que me puso un diez. Le digo ahora también que me tiene po- drido con su arrogante feminismo. Ni las axilas se afeita, ni el pelo se tiñe. Vieja concha peluda, eso es. Es incogible, porque está en contra de la seducción, pareciera. Con esa excusa que la seducción de la mujer convencional es una seducción burguesa, cosificada por artimañas del machismo hegemónico. Con ese cuestionable argumento de que la se- ducción debe estar liberada de los cuerpos concebidos como objetos. Qué me importa si es machismo hegemónico, qué me interesa si el cuerpo es un objeto. Le voy a decir eso, vieja concha peluda con Lisa presente, al lado mío, con el diez que me saqué refregándoselo. O que ella misma hablé. Tal vez Lisa tenga que hablar y dar cátedra a las tantas y 62

tantos feministas que concurren a esa materia. Que explique con sus propias palabras la satisfacción que siente en tantas películas que ha actuado, y lo feliz que se ha sentido de que millones de hombres gozaran con sus escenas. Y que les diga a las feministas que una mujer se puede sentir feliz por el solo hecho de hacer gozar al sexo opuesto. Qué tiene de tan malo eso. Ni que fuera una herejía. La sola presencia de Lisa en el aula de la universidad, les derribará las ilusiones de que el mundo cambie, así como ellas quieren. Y si el machismo es injusto, el mundo es injusto pero también es hermoso. Al menos si el machismo es eso, cuerpos femeni- nos sinuosos, cautivantes, frases eróticas, simples, efímeras que atrapan a miles. Hombres excitados, soñando con or- gías, caminando en bolas por las calles, rascándose las par- tes. Y me imagino Lisa diciéndoles eso, abuelo. Para uste- des el machismo es lo que hay que cambiar, pues para mí es lo que hay que conservar. Qué me quedaría por ofrecer si los hombres dejarían de ver mi cuerpo como un objeto de adoración. Si para ustedes el empoderamiento femenino es que los cuerpos dejen de ser objetos, pues para mí el empo- deramiento femenino es mi cuerpo sinuoso. Mis tetas. Mi culo. Mis piernas. Mi boca. Mis expresiones lacerantes. Mi I love you. ¿Conocen mayor poder que este que les traigo a colación? Todos se dedican unos segundos a contemplar su cuerpo. No es común una mujer así en la universidad. Qui- zás lo que tenemos que discutir es quién es el dueño de ese poder, arremeterá Lisa. Porque aunque no lo crean, el pro- blema no es con el sexo opuesto. Siempre será lo opuesto a nosotras. Tienen y tendrán siempre intereses opuestos a los nuestros. Yo he trabajado años y años con hombres, los he visto desesperarse cuando me deslizaba en el caño del club 63

nocturno. He actuado con actores anhelosos por avanzar con cada escena. Actores apurando a los directores, a los maquilladores para coger cuanto antes conmigo. He visto actores excitados que confunden la realidad con la ficción. Entiendan que el hombre se excita de una manera más ele- mental, no como nosotras, donde todo depende más de las palabras y del tacto. Tenemos una excitación más inteli- gente, si se quiere. El hombre sufre y goza a la vez por algo que no conoce, por un cuerpo que todavía no conoce. Eso es típico de los hombres. Por eso comprendan, el problema es entre ustedes y yo. Lisa Ann versus las feministas. Pobre Agustín. Lo hemos puesto en el medio de nuestro enfrenta- miento. Se ha sacado un diez y lo hemos usado de escudo para nuestras cruentas batallas, ha quedado desangrado, ha revivido, ha sido un excelente alumno, ha pedido perdón por palabras sacadas de contexto, ha perdido hasta sus aho- rros. Dejémoslo tranquilo. Le propongo que nos enfrente- mos nosotras. Seamos sinceras, la guerra civil que les pro- pongo la debemos entablar entre nosotras. ¿Acaso ustedes se creen que son las que vienen a mejorar el mundo? ¿Us- tedes creen que si la igualdad de género fuera una realidad imperante en el globo terráqueo, hombres y mujeres ingre- sarían en el reino de la felicidad? Bueno, yo creo que no. Creo que mejoro el mundo cada vez que un hombre mira alguna de mis películas. Que lo entumezco en un túnel de placer que el movimiento feminista nunca podrá lograr. Yo no sé si mejoro el mundo, dirá Lisa, abuelo. Pero que vine a darle alegría y seducción, no me quepa duda. Entiendan también que detrás de una mujer cosificada, mercantilizada, también hay una mujer que se preocupa por el sufrimiento del hombre promedio. No es solo narcisismo femenino. Es 64

también altruismo, entiéndalo de una vez. Hay un hombre que trabaja horas y horas, que tiene que bancarse ser el pro- veedor del hogar cuando nunca eligió ocupar ese lugar. Y cuando no lo es, sentirá fracaso. A ese hombre apunto yo. A que ese hombre desdichado, que explotado por la opre- sión y la injusticia humana se dé una buena dosis de placer extremo con mis escenas. Y también de la mujer, porque no sé si saben soy bisexual. También me acuesto con mujeres y me encanta coger con mujeres. Me he enamorado de mu- jeres y de hombres a la vez. También me gusta que las mu- jeres se exciten conmigo. Así que ya tengo varias de mi lado. Todas esas mujeres cubren mis flancos que ustedes creían vacíos. Como se darán cuenta, si quieren cambiar el mundo, deberán saber que se enfrentarán con tempestades, molinos de viento. Y los hombres que están en su bando, los hombres que defienden el movimiento feminista, bueno, varios de ellos caerán rendidos en mis brazos. Poco me preocupa. Serán los soldados con menos coraje en el com- bate en ciernes. Acaso Agustín, ¿no era uno de ustedes? Sa- ben cuántos hombres reticentes han caído en mis brazos, les aconsejaría que replanteen sus posturas, para que no haya tanta sangre en este cruento enfrentamiento bélico. Y en- tonces, abuelo, me imagino yéndome con Lisa, dejando a toda esa cátedra boquiabierta, a la facultad boquiabierta, a la universidad boquiabierta. Y bueno, de todo esto faltan mis papas, abuelo. Yo sé que en el fondo que mi papá no le parecerá tan loco que venga a la Argentina de la mano de una actriz porno, porque seguro que a él también se le pasó por la cabeza en algún momento de su vida. Qué, ¿acaso es gay? Nah, seguro que a la noche cuando mi mamá le quema la cabeza su vía de escape es una actriz porno. Ni que yo 65

hubiese inventando la pólvora. Y mi mamá que se joda. Ay, Agustín, qué locuras estás diciendo de irte a Los Ángeles a buscar una actriz porno. Y cuando venga no le quedará otra que aceptar que su hijo se casó con una actriz porno. Con una mujer que fue vista por millones, chupándosela a los negros, a los desdichados, lo lamento mamá. Así de una, sin ribetes, se la voy a presentar. Mamá, ella es Lisa. Lisa ella es mi mamá. Mamá, te comentó que Lisa no es ni médica, ni psicopedagoga, ni docente universitaria, ni economista, ni ingeniera nuclear, como te habrán contado es actriz porno. Así como lo escuchas. Actriz porno. Sé que te duele. Y bueno, qué se yo. Se lo tendrás que comentar a Esther, la vecina de enfrente que tan pero tan se hace la amiga tuya este último tiempo. Y te tendrás que bancar el revuelo en el barrio. Que en vez del famoso “mi hijo el dotor” será “mi hijo el marido trasgresor de la estrella porno estadouni- dense”. Y sí, esa Esther mucho que viene a saludar para las fiestas, en todos los cumpleaños, que se hace la “una más de la familia” pero es una chusma de mierda. Se lo va a contar a medio mundo. Hacete la idea, mamá. Va a decir, viste que el hijo de Alicia se juntó con una estrella porno. Ay, qué vergüenza. Con una estrella porno yanqui. Ay, qué vergüenza, hasta mi marido se debe haber pajeado con ella. Qué chanchada. Anda saber con cuántos se acostó. Qué asco. Qué chabacano terminó siendo Agustín, tanto que se la daba de intelectual, de universitario. Además ella debe ser una “cualunque”. Porque así cualquier mujer es millo- naria. Hasta la más fea. Si se revuelca con medio mundo, cualquiera es millonaria. Bien merecido se lo tiene Alicia, que decía que Agustín era tan, pero tan intelectual. A la pe- luquera seguro se lo cuenta. Sabelo. Y la peluquera, como 66

te imaginarás, le va a dar más manija. Seguro que le va a decir a Esther, qué desagradable, te imaginas si el hijo de Alicia tiene hijos con esa actriz porno. Me imagino, el pri- mer hijo: un degenerado. El segundo hijo: otro degenerado. Y si tienen una mujer, no me quiero imaginar: una chica de la calle, atorrantísima, de andarse revolcando en cualquier cama. Qué alguien se apiade de esa familia. Solo resta una cuestión, abuelo. Le sigo la corriente a Agustín. Me da la sensación de que quiere dar un cierre a esta lunática fantasía que, en tanto no tenga reparos, inten- tará cruzar hacia el reino de la realidad. Seguí, Agustín. Se- guí. Dale, necesitás contárselo a alguien. Tu abuelo te escu- cha. Ok, abuelo, gracias. Me imagino con Lisa Ann, luego del paso del tiempo transitando una vida descontrolada de aquí hasta nuestra muerte, por qué no. Tal vez viva adentro de un hidromasaje, en yates transoceánicos, salteando el mar y la tierra. Tal vez no tenga ni domicilio. Eso pasa por- que nunca fui impulsivo. Siempre tan pensante, yo. Siempre tan intelectual, tan universitario. Bueno, se juntaron el agua y el aceite entonces. Porque Lisa en vez de ir a la universi- dad era bailarina en un club de adultos, fue modelo también de playboy o una de esas revistas. No me acuerdo del todo. Y de ahí saltó al estrellato. Comenzó a actuar y actuar. Y se enfrentó con directores de cine, impuso sus propios princi- pios, le molestó que discriminaran actores, hizo escenas que otras actrices no se animaban, ¿no te parece audaz? Y sí, aquí estoy junto a una actriz audaz, sin destino, sin domici- lio, sin carrera universitaria, sin porvenir. Qué bien que suena, abuelo. Lo voy a hacer. Mañana parto a Los Ángeles. Cuánta felicidad me da contarte y compartir esta odisea. 67



5. Me siento pobre Y bue, a mí también me sonaba descabellado. Era como mucho que Agustín se mandara con esa travesía de ir a con- quistar a una actriz porno norteamericana. Pero que se en- tienda. No tanto por la travesía. Eso no me parece mal. Sino porque la fantasía que se imaginaba Agustín era de lo más, de lo más imposible que sucediera. En el fondo al ser tan joven no termina de entender que entre esa fantasía y la realidad existe un enorme océano. No niego que Agustín tenga labia, capacidad de conquistarse a la chica que quiera. Pero de ahí a saltar a una actriz porno. Y sí, el lector com- prenderá que todo esto es tragicómico, gracioso. Esa es una sabiduría que los más viejos tenemos. Si me pusiera a con- tar tamañas fantasías que he transitado, cuántos deseos in- cumplidos han atravesado mi vida, mis carencias sin nunca cumplirse. Le terminaría robando ese diez que se sacó Agustín. Quiero dejar esto un poco de lado porque ya me resulta redundante. Lo que quiero recordar es la escena de Agustín con mi nuera. Todo empieza cuando después de hablar con- migo Agustín se va a dormir. En realidad, nada de irse a dormir. Empezó a armar las valijas. Se puso de todo, ojotas brasileras, remeras, shorts de baño, pantalones, las mejores zapatillas que tiene, sacos estilo blaisers, perfumes impor- tados, todos los que tenía creo. Tres cajas de 20 preservati- vos. El memo de su presentación formal frente a Lisa Ann. Aunque no se crea, el chico tenía varias copias donde plas- maba casi todo el arsenal discursivo que me había contado la noche atrás. Lo tenía guardado como si se tratara de un 69

decreto presidencial. Dijo tener pensado estudiarlo durante el vuelo. Quizás ni sirva, abuelo. Soy de los mejores ha- blando improvisadamente. Fue a la mañana cuando se apa- reció en la puerta de la casa, con la valija y esperando al remis. Acto seguido mi nuera salió corriendo y lo intentó echar a patadas al remisero. El remisero se quedó sin saber para quién apuntar. Se enojó y metió las valijas en el baúl. Me voy a Ezeiza o me pagan lo que me corresponde. Para mí el tiempo muerto es plata perdida. Y mi nuera le metió un cachetazo a Agustín. Y otro cachetazo al remisero que la ligó de rebote. No te vas nada, no te vas a ningún lado, ¡sa- cate de la cabeza esa actriz porno! Ahí se apareció Esther. Que era una chusma de mierda, como bien sostenía mi nieto, pero de momento la única psi- quiatra a mano. En ese momento, yo veía todo desde la ven- tana y me daba lo mismo que Agustín se fuera a Los Ánge- les o que se quedara. Como si le fuera a pasar algo terrible o su vida corriera riesgos. Empecé a escuchar los vozarro- nes de Esther que le decía a la peluquera de la esquina que Agustín tenía pensado conquistar una actriz porno, que se iba a Los Ángeles y que dejaba la carrera en la universidad. Un estadista mi nieto, en su capacidad para anticipar las fu- turas conversaciones entre estas dos. Flor de turra, esta Es- ther. Y eso que es psiquiatra. Se supone que los psiquiatras se dedican a sanar los trastornos de los seres humanos. No a diseminarlos por el barrio. Y la peluquera que se supone que debería pensar como el remisero, con cierta racionali- dad empresarial, que el tiempo perdido es plata perdida. Pues la muy turra también le daba meta que meta a la len- gua. Y no se quedaba atrás. Bien clarito la escuché. La can- 70

tidad de veces que repitió la palabra “barbaridad”. Qué can- tidad de teorías que esbozaba la peluquera acerca de la mo- ral y el buen vivir. Al final esa familia con un chico tan so- bresaliente, termina siendo una familia pervertida. Irse a buscar una actriz porno a Estados Unidos, seguro que esa chica es drogadicta, se casó con un drogadicto, debe estar perdida, embarazada, qué desdicha. Lo lamento por Alicia. Que va a ser, dijo con sarcasmo. Total sarcasmo. Es que todos tenemos nuestros defectos, retrucó la psiquiatra. Tanta profesión para concluir en gigantesca pelotudez que ni yo diría. Que todos tenemos nuestros defectos. Pelotuda. El tira y afloje siguió, porque Agustín volvió a meter la valija en el baúl. El remisero encendió el auto y mi nuera se tiró encima del capot. De acá, no sale nadie, no sale nadie. Y Agustín no tuvo la mejor idea que acrecentar el escándalo familiar en la calle e intentó sacar a su propia madre del capot del auto. Alicia no cedía, estaba colgada del capot como una garrapata. Agustín le tiraba de las piernas, para que los dedos agarrados del borde del capot cedieran, pero Alicia mostró una fortaleza asombrosa. Soltame Agustín, soltame, ¿cómo le podés hacer esto a tu madre? Soy tu ma- dre, soy tu madre. La que te trajo al mundo, la que te deseo tanto, la que te crio, la que te daba de comer papilla, la que te cambiaba los pañales, ¿cómo puede ser que me quieras tirar a la calle e irte con una actriz porno? A todo esto medio barrio estaba en la vereda observando la inacabable discusión entre la madre y su hijo. Finalmente, Agustín la soltó y Alicia quedó colgada del capot. Le pedí al remisero que saliera del auto. Que esperara que este al- tercado se solucionara y después veíamos que hacíamos. A todo esto Agustín estaba en la esquina dispuesto a seguir 71

con su peregrinación destino a Los Ángeles. Se iba a con- seguir otro remis. Así que el remisero y Alicia, de enemigos pasaron a convertirse en aliados. Ayúdeme a agarrarlo antes de que se me escape al aeropuerto. Me subí yo también. Pero qué le pasa a este chico, preguntó hastiado el remisero. Quiere ir a conquistar a una persona de Estados Unidos, dije. Para ser sinceros, no es una persona cualquiera. Si us- ted está pensando en que va a conquistar una chica que co- noció por internet, bueno, no es el caso. Se trata de una ac- triz, una actriz porno en rigor. Parece que es una estrella de ese rubro y él está seguro que la va a poder conquistar. Pero cómo… él es actor, ¿quiere incursionar en el porno? Insistió el remisero. Mi nuera, le cortó tajantemente la ilusión. ¿Pero de dónde sacó esas palabras? Qué actor porno ni actor porno. ¿Está loco, usted? Nada que ver, mi pobre hijo está atravesando un momento de angustia, de mucho estrés con la facultad que lo tiene como loco estudiando y estudiando y encima que está trabajando ahora también. Es un alumno excelente mi hijo, le va bárbaro en la facultad. Se va a reci- bir dentro de poco, en unos dos años, calculo. Si supiera la capacidad que tiene ese chico, yo estoy orgullosa de él. Pero está tan angustiado, tan estresado que se la agarró con esta fantasía, con una actriz porno. Tiene un problemita, un trauma con esta actriz, nada más. Como todos los hombres que pierden en tiempo con actrices y con videos de este tipo. Diga que esta mi suegro acá, pero que desafortunado hablar de esto con un desconocido. Y sí, tiene unos problemitas con esta actriz porno, pero es una excusa, es una excusa que se la voy a sacar a la fuerza de la cabeza. Nos interceptó un auto. Por suerte no eran secuestrado- res. Sino Esther la psiquiatra, con su marido y una jeringa 72

llena de clonazepam. Hola, Alicia. Espera un segundo. No te la agarrés conmigo. Si sabés que te quiero de corazón. Oíme, yo no tengo hermanas. Para mí vos sos como una hermana. Y Agustín, como un sobrino. Me enteré de todo. Eso se puede curar. Tengo una idea. Traje clonazepam en una jeringa. Cuando lo agarramos se la inyecto y la dosis le hace efecto enseguida. Para tranquilizarlo, para relajarlo y para que se le saque esa idea horrible de querer ir a casarse con una estrella porno. Y ahí saltó como una cabra Alicia, como de costumbre. ¿Quién te dijo que se quiere casar? ¿Qué estás diciendo? Por favor, Esther, me ofendés, no me pongás más loca de lo que estoy. Y bueno, ahí Esther se dio cuenta que tenía que bajar la ansiedad de Agustín, pero tam- bién de Alicia. Bueno, perdón, perdón, eso es lo que se co- menta en el barrio. Lo que se comenta en el barrio es inco- rrecto, sostuvo Alicia. Sabés lo inteligente que es Agustín, mirá que se va a querer casar con una actriz porno. Vos que sos psiquiatra me podrías ayudar mejor. Súbanse a su auto que Agustín se nos escapa. Tenemos un largo viaje hasta Ezeiza. Los dos autos iban enfilados. Derecho a Ezeiza. Agustín es ahorrativo y previsor, tenía dinero de sobra para pagarse cualquier remis que lo llevara de Mar del Plata hasta Ezeiza. En el camino, el remisero seguía preguntando y pregun- tando sobre el “romance” entre mi nieto y Lisa Ann. Quizás con eso gane dinero el chico, si le ponen un micrófono en la tele, dice eso y lo contratan en un canal de televisión, señora. Si mi hijo tuviera una idea como esta le digo que sí, que se vaya al primer canal de televisión para contar esta travesía alocada, de que va a conquistar a una actriz porno. Pero vea que está hecho un boludo atómico mi hijo, no se 73

le ocurre nada. Ideas es lo que menos tiene. Se la pasa ju- gando con la playstation. Ahora para gastar guita, mandado a hacer es el pendejo de mierda, que la nueva playstation, que los nuevos anteojos de sol, que el nuevo celular. Me funde mi hijo, siempre apañado por la madre. Por eso este viajecito hasta Ezeiza me viene bien, así llego tranquilo a fin de mes, ¿vio? No hay ningún romance, sentenció mortí- feramente mi nuera. Son solo fantasías juveniles. Y punto señor, punto. Haga su trabajo. Tenemos un largo viaje. Ace- lere. Si le ponen una multa yo se la pagaré luego. No respete las velocidades máximas. Corre riesgo el futuro de mi hijo. Quiere abandonar todo. Se quiere ir. Esa férrea expresión de mi nuera no hizo más que acompañar un torrente de lá- grimas. Lloraba en silencio. Yo también me empecé a an- gustiar. Lo mejor era que Agustín pegara la vuelta y no se subiera a ese avión. Pucha, qué cagada todo esto. Mi nuera no para de llorar. Debe sentir una especie de fracaso por esta actitud impulsiva de Agustín. No es lo mismo un nieto que un hijo. Por eso me daba lástima. Ella iba adelante y yo atrás. Le estiré la mano y le acaricié el hombro para darle calma. Es difícil criar hijos. Ni siquiera eso termina cuando se van de casa. Ni siquiera en su vida adulta. Verlos crecer y esperar que se concrete ese sueño de que se vayan orien- tando hacia donde uno creería que es el camino correcto. Ahí está este tremendo problema, que ni padre ni hijo co- nocen ese camino correcto. Y miren sino, Agustín cree que su camino correcto es Los Ángeles y mi nuera que es el ba- rrio de siempre, Mar del Plata, sus estudios, sus proyectos de acá, no tan lejos. Cuando sos padre, sobre todo estos pa- dres modernos, sentís pánico, miedo, ansiedad, frustración. Cuántas cosas uno deposita en los hijos. Es como si sintiera 74

culpa por algo que no sabemos si se les podrá dar. En los nietos hay un relax, no hay tanta ansiedad que depositar. De hecho, en ese mismísimo momento en que Alicia lloraba y lloraba desconsoladamente, yo empecé a sentir una tristeza similar. No por Agustín. Sino porque el viaje que estaba planeando Agustín me remitía a lo que tengo escrito en el borrador. El mar, la espuma y la arena. Cuántos veranos nos perdimos con mis ocho hijos de ir a la playa, a visitar el mar. Cuánto tuve que esperar para ese primer viaje a Mar Del Plata en donde descubrí, por ejemplo, el ruido infinito de las olas rompiendo en la áspera orilla. Por eso me da bronca que tenga algunos detractores con esta idea. Que tenga al café literario tirándome abajo mi borrador. De que es un cuento muy trillado. El mar, la espuma del agua y la arena. No hay nada nuevo en ello. Yo lo sé, me da bronca. Es porque no soy escritor. Es porque no tengo fantasías. O mejor dicho, buenas fantasías. Será que tengo que trabajar más mis fantasías, que soy un viejo medio bruto que en el fondo no se le ocurre nada bueno. Será que no tengo fanta- sías creativas, disruptivas, como las de Agustín. Y sí claro, si el pibe ya a los 24 años se manda un trabajo práctico ex- celente, es porque tiene creatividad, utopías, mucho por plasmar en el papel. ¿Será que necesito yo también ir atrás de una actriz porno para que me invada un torrente ince- sante de inspiración? Pues bien, de una manera indirecta eso está pasando. Todos estamos yendo atrás de Agustín, atrás de una actriz porno. ¿Será que necesito robarle la sensación de angustia y que me la traslade al cerebro para que así, se apodere la creatividad de esta vieja osamenta? Tal vez el tema pueda solucionarlo con encontrarle una vuelta de 75

tuerca. Tranquilo, Américo. Tranquilo. Solo que de mo- mento no se me ocurre nada. Hasta acá llegó mi paupérrima creatividad. El mar, la espuma, la arena y no mucho más. Por eso me largué a lagrimear. Soy un viejito de mierda, que no hizo nada interesante en su vida y, de repente, quiere deslumbrar escribiendo de algo cansadamente redactado como son el mar, la espuma del agua y la arena. Lloro con cierto desconsuelo. Lloro cada vez más. Pero que Alicia no se dé cuenta. En todo caso, que piense que lloro por el des- tino de Agustín. Que acompaño su lamento. Pero en verdad es mi propio lamento. Lo que me pasó durante tanto tiempo, lo que no pudieron hacer mis hijos, que encima y pese a todo es un cuento sin originalidad. Es cierto que cuando uno se pone así de triste, mira el costado negro de su presente. Es como si ni siquiera me atrevería a seguir avanzando con el borrador. Ahora si me siento hecho un trapo de piso. Siento que perdí tanto tiempo en mi vida, sin largarme a escribir, sin registrar lo que transita por mi mente y no vol- carlo en una simple escritura. Estoy hecho bosta. Me emo- ciono cada vez más. Total el viaje es largo. Alicia y yo llo- ramos al unísono. Ella no se da cuenta. Piensa que lloro por Agustín. Pero Agustín es mi excusa. Si ando con suerte, es hasta mi inspiración. Porque de este viaje improvisado, alo- cado algo voy a sacar. Algo voy a sacar de este derruido estado de ánimo que se inició con la fantasía de mi nieto a bordo del remis, que es triste que no se cumpla pero estoy tratando de hacer lo imposible por que no la logre. A su vez me encanta su fantasía. Al revés de lo que piensa Alicia. Para ella la fantasía de Agustín es el ejército espartano que no puede combatir. La quiere aniquilar, destruir, eliminar de la faz de la tierra. Si fuese así entonces, que mi nuera 76

saliera victoriosa y triunfante en que la fantasía de Agustín sea finalmente despojada, aniquilada, yo sería el primer ser- vidor en este mundo terrenal que se empeñaría en guardarla dentro de una pequeña bitácora. Llegamos al aeropuerto. Casi cinco horas de viaje. Los dos autos hicimos una sola parada en Chascomús, para ha- cer pis. Alicia bajó desesperada sin reparar en que nos tenía que esperar. Nos encontramos todos en la terminal donde están las partidas. Vayan hasta la aerolínea que tiene la ban- dera yanqui, dije. Sino que sea alguna línea nacional. Debe andar por ahí, Agustín. Y ahí nomás, estoico y erguido es- taba Agustín, haciendo la fila para hacer el embarque del vuelo. Como había dicho Alicia, la fantasía corría el enorme peligro de ser cumplida. Así que la psiquiatra nos armó im- provisadamente una especie de plan. Yo lo tenía que agarrar junto con Alicia y Esther pum, le tenía que enchufar la je- ringa para bajarle en unos minutos esa ansiedad de subirse al avión. Él no nos vio. Se lo notaba nervioso. Movía las piernas y estiraba el cuello para que la fila avanzara. Pero cuando estábamos los tres a unos metros, se salió de la fila previa a las migraciones e intentó ingresar. Como vio que los de se- guridad no lo iban a dejar entrar de puro atolondrado, co- menzó a correr en los pasillos del aeropuerto. Y Alicia, que es tan pero tan trágica y exagerada, logró su objetivo con- venciendo a un policía que tenía que agarrar a su hijo por- que su futuro corría riesgo. Pobrecito Agustín, lo taclearon y cayó con la pera de frente al piso. Ahí nomás, se metió Esther, como si estuviese estado trabajando con un león suelto en la sabana africana y le enchufó la jeringa llena de clonazepam. Se acabó la fantasía de Agustín. Se acabó esta 77

innecesaria persecución y esta hermosa imaginación. Mien- tras lo agarró semi dormido a Agustín, lo acarició y pienso que hermosa creatividad produce. Siendo así, tan autodi- dacta. Casi que no necesita que le enseñen nada. Con solo nombrar unas cuantas consignas, él pues, solito puede cons- truir un relato rupturista. Qué lindo es todo esto en el fondo. Sé que soy el único de los tres que se permite pensar eso. Cuando llegamos al auto del remisero, lo abrazo más a mi nieto. Cómo lo quiero. Qué persona tan linda es. Qué pureza hay en su cara. En sus gestos. Aun así, dormido y vapuleado por las peripecias que ha generado esta dichosa aventura, no dejo de sentir una enorme admiración hacia él. El viaje de regreso es mucho más tranquilo. Excepto cuando nos enteramos que el remisero nos cobrará un dine- ral por esta travesía. Y bueno, usted se queja señora de su hijo, lanza impiadosamente el remisero. Que le hizo gastar tanto con este viaje, le regalo a mi hijo si quiere que me hace gastar de lo lindo. No le dije que está hecho un vago de aquellos, no quiere laburar y ojalá tenga fantasías. No se le cae una idea señora, no es tan terrible lo de su hijo. ¿Tanto le molesta que se quiera enamorar de una actriz porno? Bueno, es difícil aceptarlo. Pero sí. Me molesta, respondió mi nuera ya un poco menos exasperada y a sabiendas de que Agustín roncaba sin cesar en el asiento trasero después de no sé cuántas dosis de clonazepam que tenía encima. A us- ted no le molestaría que su hijo se juntara con una actriz porno, dijo mi nuera. Y, a estas alturas, sería lo mejor que podía esperar de mi hijo. Que se le pase por la cabeza algo de esto. Ya que se quiera juntar con cualquier mina, sería un avance sideral en su vida. No quiere compromisos el pibe, por ahora. Sus únicos compromisos son pelotudear 78

con sus amigos. Y usted pensará, ese chico cayó en las dro- gas, en el mundo pesado. No, nada de eso. Es como si él y sus amigos tuvieran diez años todavía. Unos boludos ató- micos. Es ya un hecho que no quiere laburar, no quiere jun- tarse con una mina. Y de tener hijos, que se yo, el día que yo cumpla 85 años tal vez me da el gusto. Mi nuera no le contesta. Yo asiento los dichos del remisero con elocuencia. La calma domina las últimas horas del viaje. El remisero nos deja en la casa de mi nuera. A todo esto sale mi hijo Eduardo. Qué pasó con Agustín, ¡por favor! Lo freno. Lo tranquilizo. Ayudame a subirlo a su habitación. Tiene no sé cuánto de clonazepam encima, por eso no mueve ni una pestaña. A diferencia de mi nuera, mi hijo es esta vez el que está preocupado. Piensa que fue una estupidez la persecución. Me reta. Papá, por qué diablos no lo dejaste que se fuera. Por tu mujer, hijo, por tu mujer quería a toda costa que se sacara esa idea de querer irse a Los Ángeles. Ella es la madre y yo no me puedo meter. Y vos no estabas, estabas trabajando y te encontraste con todo esto, qué queres que haga. Hablalo con tu mujer. Yo hasta acá llego. A las horas Agustín empieza a despertarse. Vuelve Es- ther para revisarlo. Lo viene a ver otro médico de la obra social de la familia. Qué le pasa al chico, dice el médico. Tiene un trastorno de angustia causado por una actriz porno. El trastorno se ha desencadenado en los últimos días, el mismo no ha tenido manifestaciones ni episodios agorafó- bicos, aclara Esther. Ese es el parte médico a nivel general. Parece que está enamorado de una actriz porno y quería via- jar a verla. El médico no entiende como eso puede ser un 79

problema, acostumbrado a trabajar con esquizofrénicos, pa- ranoicos, psicóticos, neuróticos y tantas enfermedades bas- tante más severas. Tal vez el muchacho sí tenga una enfer- medad, porque el amor en el fondo es una enfermedad, una patología del ser humano, dice con implacable frialdad el médico. Pero si ama una actriz porno que vaya y se lo diga, donde está el problema. Y es que acá en el barrio se ha ge- nerado un escándalo, sostiene Esther. Para los papás es un problema, entienda. El médico se queda dubitativo. No lo entiende. Se resigna, pero no lo entiende. Porque no lo de- jan tranquilo los padres al chico, qué escandalo familiar ni ocho cuartos. No lo dice, siento que lo dice. Porque es lo que pienso yo. Y seguro, segurísimo que el médico también lo piensa. Dejen tranquilo al muchacho. Cuando Agustín ya está despierto, al primero que llama es a mí. A la mamá no la quiere ver. La acusa de su infeli- cidad, le echa la culpa que por ella él es infeliz. No te quiero ver más mamá. Ella no dice nada. Prefiere que despotrique antes de que en ese mismo momento estuviera en pleno vuelo. Le duele que diga todo eso. Sabe que se lo tiene que bancar. Así que yo acudo a su solicitud. Estás tranquilo Agustín, lo primero que le pregunto. Sí, sí más tranquilo. Pero quiero decirte, abuelo, que me quedé sin poder pedir perdón. No tenés que pedirle perdón a nadie, le aclaro. Vos no ofendiste a nadie. Todo esto que te pasa con Lisa Ann es lo que le pasaría a cualquier chico de tu edad. Entende que esto es normal. Quién no quisiera conquistar una actriz porno. Quién pudiera hablar de las mercancías, del capita- lismo salvaje y atreverse a pensar que una mujer puede con- vertirse en un objeto de deseo sexual que genere tantas ga- nancias. Te atreviste a pensar a tu fetiche como un objeto 80

sexual. Y si después no te lo permitís pensar así lo que hi- ciste antes no es ningún delito, ningún daño sino una gran capacidad que tenés cruzar fronteras, de escribir más allá de lo que una persona común podría hacer. Lo que pasa es que tus fantasías te salen de las raíces y sos un pibe muy, muy insistente en querer traerlas en realidad. Sos muy necio con eso, Agustín. Quién te quita que puedas fantasear y fanta- sear con Lisa Ann, lo podés hacer toda tu vida. Alguna vez te pasó, abuelo, me pregunta. No tengo tu creatividad, tengo fantasías más comunes. Tengo un borrador que poco me sir- vió hasta ahora, pienso pero no se lo digo. Un borrador del que estoy arrepentido. Yo debería pedir perdón por ese bo- rrador. Es más, lo tiraría ese bendito borrador y escribiría sobre todo este suceso que vivimos hoy. Me encantaría sen- tarme a escribir a la noche sobre todo esto que pasó hoy. Ahora que soy jubilado, ahora que tengo tanto tiempo. Ahora que disfruto de leer y me gustaría tanto tener esa ha- bilidad innata que tienen los escritores. Pero es una historia tuya, no te la puedo robar. No la puedo escribir. La fantasía de Lisa Ann te pertenece, Agustín, por más que ya no la quieras volcar al papel. Agustín recobra tranquilidad después de las nueve de la noche. Me vuelve a llamar, a que vaya a la habitación. A mi nuera la echa, no la quiere ni ver. A la madre no le importa el enojo de Agustín, porque al fin y al cabo, reitero, no está en Los Ángeles sino en Mar del Plata. Tal como ella quería. Y entonces entro. Agustín parece más relajado, más re- flexivo. Es el Agustín de siempre, el que todos conocemos. Y entonces me dice, abuelo, abuelo, me siento pobre. No pude ir a pedir perdón. No pude conquistar a Lisa. Tal vez nunca lo pueda hacer. Soñé y soñé revolcándome con ella, 81

haciéndome gozar, rompiendo paradigmas, fronteras. Y nada de eso, abuelo. Me quedé con las manos vacías. Soy un hombre desdichado, abuelo. Tengo que volver a creer que era toda una fantasía. Que mí peregrinación y posterior conquista a Lisa Ann se perderá en el lánguido mundo de la fantasía. Me creí diferente, especial, con cualidades innatas y sobre naturales. Con grandes herramientas a la hora de poder seducirla. Todavía siento que soy eso. Un gran ora- dor, quizás el mejor hombre que pueda convencer a Lisa Ann de que debe estar a mi lado. Sigo convencido en que puedo cautivarla. Que mi discurso, que mis desgarradoras disculpas la sorprenderán. Pero me tengo que conformar con esto, abuelo. Con esta vida que tengo. No soy actor porno, ojalá lo fuera en este momento. No soy un director de cine, ojalá lo fuera en este momento. No soy un poeta, ojalá lo fuera en este momento. Soy un pibe común. Vivo en un barrio común. Y la verdad que por más que ponga mucho esfuerzo, para ella seré siempre un chico intrépido, un chico común que viene del confín del mundo. Y yo no me conformo con eso, sería una desazón para mí que la mis- mísima Lisa Ann sintiera eso por mí. Hay que aceptar la vida que uno tiene. Que no está nada mal, lo sé. Que hay que mirar el medio vaso lleno y no el medio vaso vacío, como dicen ustedes los viejos. Hay que aceptar que somos un grano de arena en el desierto. Que a veces hasta somos insignificantes. Si el mundo se debate entre millones y mi- llones que se suman año tras año, ¿Qué hace una persona más en esa marabunta humana? Eso me hace más común, me hace sentirme menos especial. Me siento pobre, abuelo. Me siento pobre. Siento la pobreza golpear la puerta de mi casa como nunca antes lo había sentido en mi vida. 82

6. Ni mar, ni espuma ni arena Fue cuando me dijo que se sentía pobre, cuando me hartó la paciencia. Basta, Agustín. Cortala con eso de que te sen- tís pobre. Justamente a vos no te falta nada. Tenés una casa que es la envidia de muchos marplatenses que viven en Punta Mogotes, estudiás en la universidad, trabajás pero si no lo hicieras, nada te quitaría tu posibilidad de estudiar. Te vas de vacaciones con tus amigos, qué pobre ni pobre. Vos no sabés lo que es la pobreza. La verdadera pobreza, digo. La pobreza de antes. Donde nadie tenía todo esto que uste- des tienen. Cuando hablo de pobre, es pobre en serio. Como yo. Como en mis viejos tiempos. Y ahí fue cuando recordé, con ese simple juego de palabras, que me bajaba con todo la ficha. Que faltaba algo más a esas memorias aburridas que quería escribir. El mar, la espuma, la arena, cualquier escritor efímero podía derrochar ríos de tinta con esas bolu- deces. Ay, me cayó la ficha, qué lo re mil parió. Me cayó con todo. Entonces lo necesitaba. Este suceso familiar que ya está concluyendo en buenos términos ha sido un feno- menal salvoconducto. El viaje truncado de Agustín a Los Ángeles me ha servido notablemente para traer a la memo- ria que no solo del agua del mar, de la espuma y de la arena quería escribir. Sí, de eso quiero escribir. Ay, la puta. No puedo describir de qué manera me ha caído la ficha. Si pu- diera comprender el lector esa sensación repentina y lapida- ria a la vez. Es como si de repente volviera al café literario con esta idea que será omnipresente en el borrador y se me hubiese aparecido ahí nomás, para rematar al público 83

reinante y darme mi suplicado derecho a réplica. Que la te- nía que incluir a ella. Que había una mujer, o mejor dicho una fantasía de mujer en esa intentona exitosa que fue llevar a mi familia a Mar del Plata. Me pregunto cómo fue que lo obvié. Cómo fue que me distraje en enaltecer las cualidades del mar cuando ese deseo incesante de conocerla me impul- saba hacer el viaje más ambicioso que por entonces podía llevar a cabo. Por momentos, me empecé a confundir. No sabía de quién era el viaje. Si mío o de Agustín. Si esto se trata de viajar a Mar del Plata o a Los Ángeles. Es como que ambos son un mismo viaje. Ambos parten de una misma ilusión. Claro que el lector me podría discutir que no tiene comparación un viaje a Mar del Plata versus un viaje al ex- tranjero. Pero lo que el lector no sabe es que no se trata de una cuestión de presupuesto, de recursos, de distancia, de kilometraje, de cruzar una frontera. Entiéndase que para mí, por ese entonces, Mar del Plata podría ser algo así como viajar al extranjero, hacia lo ignoto, hacia lo indescifrable. Aunque a muchos les suene una exageración. Sin duda esto cambia el panorama de mi borrador. Siento que lo estoy le- vantando del ostracismo. El borrador ha tomado notoriedad. Autenticidad. Sobriedad. Pero de momento me conformo con ir pensándolo. En mi cabeza. Sé que no soy escritor. Claro que me encantaría serlo. Es un oficio de los privile- giados. Soy un viejito medio cachuzo pero al menos me he dado el sublime lujo de hacer renacer a mi vapuleado borra- dor. Me encantaría irme al escritorio y ponerme a escribir esto. Pero las obligaciones del día siguiente me lo impiden. Así que ahora que Gloria se durmió me puedo quedar en la cama solito fantaseando cómo le daré esa osada vuelta de timón a este relato. A ver, a ver. Uf. Como empezaría la 84

cosa. Debería concentrarme en una especie de descripción de la primera vez que la vi. Sí, sí, lo tengo. Fue en el año 1985. Noviembre de ese año, para ser precisos. Tenía que ir hasta la única estación de servicio cercana al pueblo a cambiar unos pollos del ga- llinero a cambio de nafta. Un trato que mantuve durante años con el dueño de esa estación de servicio. Si no me equivoco, fue un día que tuve que salir a la ruta con Eduardo, Eduardito en ese momento, porque el rastrojero se había quedado sin nafta. En la vida de una familia pobre, donde los automóviles no tienen tanta tecnología, resultaba habitual quedarse sin nafta en los momentos menos desea- dos. A su vez, le pediré al lector que no se imagine esas estaciones de servicios con grandes marquesinas y luces. No, nada de eso. Una estación de servicio de pueblo, del interior de la Provincia de Buenos Aires es lo contrario. Tres surtidores. No había ni gasoil, ni nafta súper. Al cliente ni se le preguntaba todas esas cosas que los pibes preguntan y demandan hoy en día en las estaciones de servicio. Meta derecho nafta de la común. Acto seguido era un cuánto le debo, el cliente pagaba y si te he visto no me acuerdo. Pero claro, el dueño de la estación de servicio sabía conservar algunos clientes y, como el comercio era tan a pulmón, ha- cía trueque con algunos. En mi caso con los pollos que tenía en el gallinero. Hasta entonces mi mayor capital. De ese ga- llinero vivíamos los nueve. Qué increíble. Eso sí que era pobreza. Se me hizo una laguna. ¿Cómo seguía la cosa? Qué lo re mil parió. Prendí la luz. Gloria navega por la corteza de los sueños, así que cualquier lucecita que prenda me va a joder con que la apague. Dicho y hecho. Apagala, Américo, no 85

me prendas la luz. Me recosté hacia la mesa de luz. Se me debe haber acabado la inspiración. Porque no soy escritor y no saben lo que me encantaría serlo. Dejé de pensar hasta que mi hábil memoria me trasportó de nuevo a ese día de noviembre de 1985. Como el rastrojero lo tenía sin nafta fui con uno de mis hijos hasta la estación de servicio. Espera- mos en la ruta para ver quién nos levantaba. Y aparecieron los que menos quería que me llevaran. Las famosas “pro- mesas del cine”. Cuando me siente a escribir, le tendré que aclarar al lector que estas promesas del cine no eran actores en potencia, galanes ni mucho menos. Con mi familia le ha- bíamos puesto el mote de las “promesas del cine” porque eran dos hermanos facinerosos que vivían prometiéndonos a varias familias que nos llevarían al cine de San Vicente. Una vez el mayor de los hermanos se vino con que nos iba a llevar a los nueve, a los más chiquitos también, a ver la famosa película del Terminator. Qué no sé qué, que es una película espectacular, re violenta, con metralletas y asesinos por las calles. Y que la tienen que ver los nueve, se les van a caer los ojos, el terminator parece un hombre pero es una máquina. Una máquina diabólica que viene del futuro y quiere matar a otro sujeto que va a ser la resistencia del fu- turo. Pero nadie se da cuenta que es una máquina, el shuar- seneger este, qué bien que actúa. Es re contra musculoso. Nunca vi una cosa así. Te pega una piña y te manda a la luna. El sábado al mediodía espéreme, los paso a buscar a los nueve. De esa forma se despidió la “gran promesa del cine”. De que íbamos a presenciar el momento en que esos enormes telones de terciopelo, como solían decir ellos, se abrieran y dejaran lugar a una pantalla gigantesca que lan- 86

zaba infinitas imágenes. Sonaba espectacular. Para los chi- cos sonaba más espectacular aún. Pantallas, pantallas, imá- genes de ciudades, gente hablando otro idioma, en otro acento. Así que los nueve esperamos estoicos a la vera de la ruta. Por ahí nomás los esperábamos a los dos. En el ban- quito blanco de la salida de mi pueblo, en una especie de ochava que se formaba entre la calle de salida del pueblo y la ruta. 13:00 PM. Nadie. Me acuerdo a Eduardo acercarse al cordón de la ruta por si veían en sentido contrario. 14:00 PM. Nadie. 15:00 PM. Nadie. Ricardito, el que hoy es ar- quitecto se largó a llorar. Silvina lo acompañaba en un la- mento parecido. Nos fuimos a eso de las seis de la tarde. Cinco horas esperando como unos inútiles. Eso no se hace a una familia conocida del pueblo. Pero frecuentemente lo hacían las “promesas del cine”. ¿Y el terminator, papá? Pre- guntó Ricardito. Tendrá que esperar. El terminator tendrá que esperar. A los meses me enteré que las “promesas del cine” los habían embaucado a los Gómez, los que vivían en el terreno del fondo y vendían carnada para los pescadores de la laguna. La promesa fue la película ET. No tienen idea, es un extraterrestre que todos piensan que es peligroso pero es de lo más amistoso, casi que viene a pedir la paz en el mundo. Hay un niño con el que entabla una gran amistad. Y que hace volar bicicletas. Ni hace falta aclarar que las “promesas del cine” casi que siguieron el mismo protocolo engañoso y sarcástico con los Gómez, que no eran nueve sino once. Tenían una camioneta Ford F100. Se ofrecieron a llevar- nos en el baúl. Para esto al menos eran gauchos. Estaba muy mal visto en el pueblo que alguien se negara a un aventón. Aún si algún rodado de ese entonces explotara y le colgaran 87

cosas de las ventanillas, el chofer en cuestión se tenía que ofrecer para dar un aventón hasta el pueblo. Llegamos en diez minutos. Cuando se bajó Eduardito, recuerdo que vol- vió corriendo hacia mí a contarme que el dueño de la esta- ción había comprado un objeto pocas veces escuchado por mí hasta ese entonces. Que lo habían visto una semana atrás con mi señora. Tenía en la barra del comedor una televisión. Al lector le asombrara cuando lo escriba, pero la televisión me parecía el objeto más abstracto del mundo. Entiéndase, que yo ni siquiera conocía el cine. Me habían hablado tanto de las pantallas esas gigantes y el telón de terciopelo que se abría para que esta enorme pantalla diera imágenes. Inclu- sive me atrevo a decir que alguna que otra vez había visto una película. Alguna vez con una especie de proyector el dueño de la estación de servicio nos invitó a ver una pelí- cula, que no me acuerdo los nombres, ni los actores, ni me- nos las secuencias. Al día de hoy debería ser un acto de ge- nerosidad mundial ponerse a ver esas películas en blanco y negro. Pero hay que ser sincero con el público. A esa edad, a los 39 años todavía no conocía el cine. Estoy lagrimeando. Pero de emoción. Es un llanto alegre en el fondo. Pucha, qué pobreza. Eso sí que era pobreza. Tantos años que pasé para conocer el cine y ni siquiera los avances tecnológicos se dignaron en esperarme. Y así de un gran salto, terminé en la televisión. Llegamos a la estación de servicio. La mayoría de los lectores pensarán en algo incongruente cuando escriba que vivía en un pueblo y me tenía que tomar la ruta para ir a la estación de servicio. Pues es que el pueblo era tan mi- núsculo que ni estación de servicio propia teníamos. Se tra- 88

taba de una estación que quedaba a unos cuatro o cinco ki- lómetros, más o menos. Lo primero que quiero describir es que en ese momento no entendí dónde estaba la televisión. Me imaginaba una pantalla de veinte metros de largo. Me imaginaba los telones de terciopelo moviéndose. Resulta que la televisión era un aparatito relativamente pequeño, cuadradito, con dos antenitas, que se podía llevar de un lu- gar al otro. Se había hecho de noche. Supongamos que era cerca de las nueve. El dueño de la estación me preparó un sanguchito a mí y al Eduardito de no sé qué corte de carne. Supongamos que era de cuadril. Nos sentamos en la barra. La televisión estaba arrinconada. Era televisión a color. De ese pequeño aparatito, salían imágenes móviles todo el tiempo. A ver, cómo sería esto de explicarle a la gente que nació con la televisión o con el cine, la sensación que signi- fica ver por primera vez imágenes en televisión. Es todo se- ducción. Así se puede resumir. Es todo, todo, todísimo se- ducción. Pues entonces habrá que ir preparándose, porque ante todo ese vendaval irrefrenable de seducción ella toda- vía no había aparecido. Nos comimos los dos el sándwich antes que dieran el anuncio del programa siguiente. Estaban pasando un pro- grama de juegos y prendas que para mí y para el nene eran divertidos pero a la vez imposible de seguir. Eso es una de las cosas que pienso destacar cuando escriba esto. Que la televisión evocaba palabras y frases que me parecían de otro idioma. Entiéndase que quién les habla por entonces su léxi- co era de lo más elemental. De repente, de ese aparatito cua- drado salían imágenes, secuencias de escenas, personas con vestidos estridentes, cigarrillos, latas de cervezas, latas de coca cola, autos sin polvo. ¿Alguien tiene idea lo que es ver 89

un auto cero kilómetro y sin una minúscula capa de polvo? Eso en mi pueblo era imposible. Tal vez en San Vicente, alguna vez se me cruzó o pasó como ráfaga un auto de estos que aparecían en la televisión. Con letras mayúsculas lo voy a escribir. UN AUTO SIN TIERRA. Para que de paso lo entienda el rimbombante café literario de playa Bristol. Por si dudan de mi creatividad. Eso sí que era pobreza. Seguía el programa de juegos. Llegué a leer en el zócalo de la pantalla. A continuación, A la cama con Moria. A la mierda. ¡Van a coger! No podía creer que de ese aparatito que desplegaba efímeras imágenes, podía representar una escena sexual. Para que se hagan idea, yo ni siquiera mane- jaba la terminología pornografía. Insisto, todos saben mi condición social de ese momento. Así que imagínense que el porno para mí en ese entonces se reducía a cuestiones directas. Pero en ese tedio que caracteriza a los pueblos y, sobre todo, al pueblo minúsculo en donde vivía, estaba lleno de ese porno del que se habla tan libremente hoy. El sexo con mi mujer, el sexo con mis mujeres pasadas, el sexo con mujeres efímeras era sin cuidados, por ejemplo. Si se cogía el preservativo era como ponerse una bolsa de plás- tico que evitaría todo intento de excitación. Se cogía de lo lindo y sin forro. Todos cogíamos sin forro. Así nomás. Carne y carne. Nada artificial que pudiera alterar lo natural que era ese sexo de décadas atrás. Y la higiene a nadie le importaba. La suciedad que genera el sexo se concebía como una consecuencia de la pasión. No conocía a nadie que usara preservativo. De hecho, mi sexo hoy con Gloria es mucho más cuidado, mucho más aburrido. Pero hay algo que tendrá que comprender aquel que se disponga a leer es- tas ideas y es que lo que no existía casi en mi vida era el 90

sexo visual, el sexo dentro de un objeto como en la televi- sión. Como mucho, a veces esto pasaba, como con la revista habitual y amarillenta que frecuentaba en caja de la camio- neta de las famosas “promesas del cine”. Dieron un anuncio raro. Que los chicos no podían ver más televisión. A partir de este momento, finaliza el horario de protección al menor, todas las imágenes y contenidos que sean mostrados quedarán bajo la exclusiva responsa- bilidad de sus señores padres. ¿Qué? Ni loco le sacaba al pibe la posibilidad de ver a esta mujer, Moria, invitando a la cama a un señor, supongo. Qué se vaya curtiendo, si tenía ya catorce años. Ni loco me iba de esa banqueta apostada en la barra. Fue entonces cuando apareció. Cuando la conocí. Lo digo como si fuera un encuentro mutuo. Fui yo quien la conoció. Bueno, de alguna manera ella también me conoció a mí, pero a millones a la vez. Apareció en un camisón blanco. Bien morocha, como me gustaba a mí. Unas pestañas largas, se ve que con mucho maquillaje. Ojos claros, que contrastaban con el pelo negro oscuro. Y le vi las tetas. Ay, Moria, ¡mi Dios! ¡Qué tetas grandes que tenías! ¡Ay, Dios, todo lo que me imaginé que podía hacer con esas tetas! Me imaginé revolcándome con esa morocha, con sus tetas en mi cara, con los pezones apretándome los ojos, ¡qué desmesura! Y entonces se puso a hablar. Hoy tengo un invitado a la cama, dijo. Zigzagueó sus piernas. Qué piernas largas, Moria. Qué piernas. Tan sencillo era decirlo. Tan sencilla era la originalidad. Tan sencillo era destronar las ideas del café literario. Nada de eso de las modelos escuálidas que circulan en las pasarelas de la actualidad. Ahí había de sobra pa´ agarrarse. Y tenía un culo redondo, generoso, interminable. Esto no sé cómo lo voy a 91

contar. ¿Cómo hace un escritor para mezclar con cierta racionalidad las propiedades científicas de la espuma del mar y las tetas de Moria? Tal vez sea una aberración, un ideal pervertido esta mezcolanza chabacana. Pero como estoy grande ya, tengo setenta y pico de años, al que no le gusta que se vaya a cantarle a Gardel. Quién sabe, termino el último párrafo y me revienta el corazón. Y los escritos quedarán para la postrimería de la psiquiatría, como un legado de la locura humana en querer conectar el erotismo de una actriz con los descubrimientos de la oceanografía. Pero todavía el mar, la espuma y la arena brillaban por su ausencia. Porque ni los conocía. Jamás había tenido la provechosa experiencia de mojar mis pies en el mar y que la arena se impregnara en mis pies. El único cuerpo de agua interesante que frecuentaba era la laguna de San Vicente. Donde no me costará de ningún modo explicar que allí no hay experiencias rescatables. Pues allí no hay ni mar, ni espuma ni arena. Solo un pasto amarillento con un color del agua por demás oscuro. Y de los pescadores, será un capí- tulo aparte. Ver a esos pescadores en la laguna de San Vi- cente es todo lo contrario a la imaginación que uno puede hacerse cuando lee el Viejo y El Mar de Hemingway. Pesca- dores que solo atrapaban bagres, un pejerrey desabrido, cualquier pescado de los más repugnantes. Eso sí que es pobreza. Resumiendo el tema del mar, la espuma y la arena, debo decir que esa sensación fantástica la explicaré luego y tendrá que esperar. Por ahora me contento con recordar cuando Moria se apareció. La televisión. Ese aparatito tan fascinante. Lo que hubiese sido que me lo llevara a casa para que todos lo disfrutáramos sin cesar. Pero aun así, me sentía el hombre más rico del mundo. El hombre más 92

excitado del mundo. Sentía que la riqueza me abrumaba. Después de cenar me encontraba con ese novedoso apara- tito a unos metros míos y Moria presentaba su programa. Hoy tengo alguien especial que voy a invitar a la cama, sen- tenció. Apareció un hombre de traje. Un político, dijo ser. De esos hombres que vestían corbata al borde de quedar ahorcados. Por supuesto que yo me imaginé que se desves- tiría. Pero, no. El hombre solo se sacó los zapatos. Moria lo tomó de la mano. Vení, vení le dijo llevándoselo a la cama. Olvidate un poco de esa política aburrida. Al político este se lo veía muy acartonado. Se metió entre las sabanas. Mo- ria le acariciaba el pelo. El hombre seguía estático, total- mente ausente de erotismo. Moria en cambio tenía un ma- nejo televisivo sorprendente. Y cómo movía esas tetas. Cómo las sacudía. Mientras Moria hacía sentir con soltura a los televidentes que gozaba metiendo hombres en la cama. Aunque el político este más bien se hundía en un intento infructuoso del que no demostraba estar muy convencido. El político acartonado se levantó de la cama. Qué suerte, porque sus movimientos y sus expresiones no estaban a la altura del programa. Antes de terminar Moria mencionó lo de la temporada. Desde el primero de Enero hasta el 28 de Febrero, los espero en el teatro de Mar Del Plata. Los es- pero a todos mis televidentes, después de disfrutar la playa, el mar, la espuma del agua y la arena. Mar del Plata. Varias veces la había escuchado nombrar. Sobre todo entre los camioneros que paraban en la estación de servicio. Casi todos iban a Mar del Plata. Sin embargo, mi idea de Mar del Plata nunca la había asociado de esta forma. Para mí Mar del Plata era la tierra de los pescadores, de los grandes camiones que entraban con sus conteiners a 93

los buques. Todo lo que se asemejara a un reducto mascu- lino intrascendente. Nunca con la televisión. Nunca con el cine. Nunca con los teatros. Nunca con el mar, la espuma del agua ni la arena. Nunca con una mujer. Eran cerca de las diez y media. Pedir que las “promesas del cine” se aparecieran a aventarnos resultaba imposible. El dueño de la estación se apiadó de nuestra desesperación. Nos subimos los tres en la camioneta. Que buenas tetas tiene, Moria, se apresuró a decir él. Sí, buenas tetas, resalté. Ya tenía competencia. Se ve que no era el único ser humano intrigado en conocer las cualidades físicas de Moria. Hasta el Eduardito resaltó el tamaño de las tetas de Moria. Cuanto se puede divertir uno con ese aparatito, dijo el hombre. Decí Américo, que tengo que trabajar en los surtidores, en la ba- rra todo el tiempo, que si no me quedo todo el día viendo televisión. Hay que agregar otra cuestión que a muchas per- sonas les resultará inentendible. En ese mismo momento, me enteré que a través de ese aparatito se emitía programas todo el día. Arrancaban a las diez de la mañana y termina- ban a las doce de la noche. Creo que el programa de Moria es el último, deslizó el dueño de la estación seguido de un leve carraspeo. Uno se podía y podía quedar todo el día viendo imágenes en el televisor. Esto va a revolucionar la vida en el pueblo, pensé. Mientras nos subíamos a la camio- neta, le dije el dueño de la estación que con la televisión se iba a hacer millonario. Imagínense cuanta gente podría ir a comer a la estación de servicio, a perder el tiempo con la sola excusa de querer ver un rato de televisión. Me imaginé que el aparatito este destrozaría los diarios, las revistas, los libros. Ya nadie va a querer leer. Va a ser de lo más aburrido abrir un libro y tomarse el trabajo de leer palabras y palabras 94

cuando la televisión con sus sensuales imágenes nos podía proveer todo un mundo de entretenimiento infinito. Le pedí al dueño de la estación, si no era molestia que el sábado nos viniéramos los nueve a mirar televisión. Estás invitado las veces que quieras, Américo querido, si sos como de la casa prácticamente. ¡La alegría que van a tener los siete! Y Nilda, ni pen- sarlo. Se va a volver loca cuando conozca la televisión. Va- mos a llevar las banquetas de madera, imaginé. Además, vamos a llevar comida para el picnic. Si la televisión y los programas arrancan a eso de las doce, entonces cerca de esa hora estamos ahí. Como sea. Nos venimos caminando si no aparece nadie a alcanzarnos. Adiós a las promesas del cine. Adiós con sus tretas facinerosas. Esos dos estúpidos no sir- ven más que para un aventón de casa a la estación. Ya nadie va a dejarse engañar por las promesas del cine. ¡Qué me interesa el cine! Quién dice, las películas del cine lleguen pronto a este novedoso aparatito. Que los fanáticos y los prometedores de las grandes pantallas esperen sentados. Yo solo quería ver televisión. Y los chicos se van a desesperar, con esos programas de juegos y prendas. Me recosté sobre el respaldo del asiento de la camioneta. La radio estaba prendida. Sonaba una música muy sensual, que me trajo a Moria a la imaginación. Cómo se movían las tetas de Moria, cuánto feliz me hacía que ese cuerpo inva- diera mi imaginación. Cuando nos bajamos, se escuchaba el ruido de los grillos nocturnos. Porque en un pueblo tan pequeño como en el que vivía, por más que uno caminara cerca de la calle principal, se podía apreciar el ruido de los grillos nocturnos. El dueño de la estación de servicio me 95

acompañó a casa. El nene se fue a dormir porque había que- dado fusilado de sueño en el último tramo. Me paso los dos bidones de nafta. Probé si el rastrojero tenía arranque. No sea cosa que con esto de la falta de nafta se me rompa algo. Todo perfecto. Y entonces, con esto de que me quedaba siempre sin nafta, me disparo una idea que tenía desde que salí de la estación de servicio. Hasta dónde llegaría el ras- trojero. Porque la verdad, que al tratarse de una camioneta vieja y pobretona, nunca le había hecho una extensión de viaje que superara los sesenta o setenta kilómetros. Pues bien, para un viaje que superara esa distancia tenía que re- solver algunos problemas del vehículo que iban más allá de combustible. El encendido, el burro de arranque, la palanca de cambios, los frenos, las luces, todo esto me aconsejó el dueño de la estación que revisara. No se puede hacer un viaje de más de cien kilómetros si no se revisa eso. Es un peligro agarrar así la ruta. Pero además está el tema de la distancia. Todo depende a dónde te quieras dirigir. Pero no sé Américo, ¿dónde querés ir? Le contesté que se me estaba pasando por la cabeza emprender un viaje bien largo, pare- cido al que emprenden esos camiones con acoplado, los que toman grandes velocidades. Quería saber cómo podía hacer y cuánto tiempo me llevaría ir a Mar del Plata. 96

7. La televisión es una fiesta Vengo de comerme unos churros. El médico me los prohíbe, porque tienen azúcares, dulce de leche y grasas. Una combinación explosiva para un hombre de mi edad. Pero como ya estoy a la vuelta de la vida no pienso per- derme este sublime placer de comer unos churros mirando la costa marplatense desde el enorme ventanal de la confi- tería. Hoy el mar amaneció casi caribeño. Planchado y ce- leste. El sol radiante hace brillar las olas que avanzan con sigilo sobre la costa. El mar hoy casi no tiene ruido. Al acer- carse a la orilla un suave splash, quizás sí, se pueda escu- char. Sería una mañana especial para promocionar la her- mosa ciudad de Mar del Plata. Me junto con Oscar. Hay que empezar a armar las carpas del balneario de Punta Mogotes. Él es el encargado del balneario. Yo lo ayudo más por pa- satiempo y arreglamos con los dueños que me pasan unos mangos al mes. Cuando arranca la temporada, ahí sí me suelo meter con todo. No es algo que lo necesite tanto por- que ya soy jubilado. De eso también quiero contar un poco en este borrador. De toda mi trayectoria laboral desde que vivo en Mar del Plata. Como más de uno se podrá imaginar, mi primer trabajo fue precisamente en un balneario, pri- mero como sereno y después de ayudante en el armado de las carpas de la playa. Si había que limpiar las carpas y sa- carle el sarro de la temporada, ahí iba Américo. Si teníamos que colocar sombrillas para nuevos veraneantes, ahí iba Américo. Si a veces faltaba alguien en la cocina, un bachero sobre todo, ahí iba Américo. No es que tenía una tarea es- pecífica, más bien se me delegaban todas las tareas forzosas 97

que otros empleados con buenos estudios evitaban. Por eso es que a mis hijos les insistía tanto en que estudiaran. En que progresaran. Debo señalar que durante esos años sentí como nunca lo que significa que estas propiedades del mar se volvieran de lo más tediosas. Porque durante momentos sentí que tener un criadero de gallinas en un pueblo bonae- rense era menos desgastante que trabajar en un balneario donde el viento y la temperatura de la arena siempre te cas- tigan. Fue con los años que los dueños empezaron a tenerme más confianza y me delegaron tareas más específicas, con más responsabilidad. Me faltaron unos años para que me empezara a ocupar de todo el tema de administración y al- quileres de las carpas. Eso sí que me gustaba mucho más, porque cada vez que me llamaba una familia para alquilar me sentía un verdadero asesor del rubro. Y yo con gran ofi- cio me encargaba de ofrecer a los clientes fijos la mejor ubi- cación de las carpas, por ejemplo, una carpa que pueda estar al reparo de sombra pero que a la vez tuviera sol todo el día. Y que estuviese bien reparado del viento. Para todo esto debí hacer un trabajo de investigación previo para que las carpas más confortables les quedaran a los clientes del bal- neario que ya me conocían. Y a los clientes que no eran ha- bitués, bueno, no les quedaba otra que resignarse con una carpa menos confortable. Recuerdo estas situaciones en los veranos de fines de los ochenta, cuando la mayoría de los veraneantes venían a la costa atlántica bonaerense porque lo del viaje al exterior todavía era cosa de familias ricas. Ese fue mi trabajo durante unos quince o veinte años. De este mismo trabajo me jubilé. A todo esto, tengo que contar quién es Oscar. Con quien estoy en este momento. Y que tiene mucho que ver con esta 98

historia. Oscar es hijo de una persona muy importante para mí. De una persona que conocí la primera vez que vine a esta cautivante ciudad. Me refiero a Antonio, quien se hacía llamar como el hombre que planea en breve viajar a Zanzí- bar. Antonio se hacía llamar así pero en verdad se trataba del guardavidas que trabajaba en el balneario de La Perla. Él como nadie conocía las propiedades del mar, las corrien- tes del océano y los avances inescrupulosos de las tormen- tas que ahuyentaban a los turistas. Si alguna vez conocí al- guna persona que le fascine el mar aún más que a mí, ese hombre era Antonio. Por eso quiero agregarlo en este bo- rrador. Aunque aún no es el momento en detenerme tanto en este personaje. Eso se trabajará cuando la escritura tenga un nivel de mayor avance y cuente otras cosas de mi pasado. Por ahora quiero contar, fotografiar en mi mente este mo- mento espléndido de la costa de Punta Mogotes. Que el mar se ha vuelto celeste intenso. Me acerco a la orilla. Tenía ra- zón Antonio, por más celeste que hoy se mecen estas aguas, el agua de Mar del Plata siempre va a ser fría. En temporada hay días que si está así, tan aplanada y brillosa, seguro que es mucho más apacible para bañarse más de una vez en al día. Por lo pronto, hoy tengo que darle una mano bárbara a Oscar. Hay que desarmar todas las lonas de las carpas, lim- piarlas y colocarlas en los postes que quedan todo el año como las hojas perennes. Le propongo a Oscar darle una mano de pintura a los postes. Están descascarados y por más que algunas partes lo tapen las lonas, queda feo que un bal- neario de Punta Mogotes tenga así, a medio pintar los pos- tes. Nos va a dar un laburo bárbaro. Por lo menos una se- 99

mana. ¿Pero con todo lo que falta para que empiece la tem- porada? Lo convenzo a Oscar. Tiene presupuesto para ma- nejar estas cosas, los dueños del balneario confían plena- mente en él. Así que dejamos las lonas en el cuarto de siem- pre y nos vamos a la pinturería. Son varios litros de pintura blanca que amerita llevar la camioneta. Te acordás del ras- trojero que traje por primera vez a Mar del Plata, le pre- gunto. Mmmm, no sé, déjame hacer las cuentas de cuantos años tenía. Oscar piensa y maneja a la vez. Su pelo ya es del todo canoso, bien blanquito como lo era el de su padre cuando lo conocí. Creo que sí me acuerdo, tenía más o me- nos veinte años, pero no te recuerdo yendo de acá para allá con la camioneta. Claro, porque se rompía todo el tiempo, le comentó entre risas. No tenés una idea de lo que me costó venir a Mar del Plata con un rastrojero y con nueve personas arriba. Así que cuando llegué a la feliz, lo usé poco. Cuando conocí esta rambla, ni quería volver a agarrar el volante. Y no era el único. Los siete pibes y mi mujer preferían cami- nar antes que hacinarnos en una camioneta olorosa de nafta y traspiración humana. Volvimos de la pinturería. Yo arran- qué por el extremo derecho del balneario y Oscar por el otro. Las carpas del medio quedaban para el final. A esas le íbamos a dar dos manos de pintura. Son las primeras que el cliente pide. Porque el cliente privilegia estar cerca del bar, de los baños y, sobre todo, del caminito tan preciado cuando la arena estival quema empeñadamente las plantas de los pies. Seguro que en otros lares, en otros países no sería en- tendible explicar esto. Porque en otros países, en otras pla- yas la arena es suave y amistosa al pie del veraneante. Aquí no. Es gruesa y más bien oscura. Que quema y quema hasta 100


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