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BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Published by Gunrag Sigh, 2021-04-22 00:23:05

Description: BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

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como un hombre de pocas palabras. Sus relatos se hacían intensos y alargados en los espacios donde todas estas cua- lidades de las que hablaba se podían ver o comparar a la vista. Era como si se tratara de otro hombre. En la calle, en el cruce de las esquinas, hasta se podía confundir con un hombre parco, poco interesado por el semejante. Para que cambiara esta actitud, lo esperado era que alguien se pres- tara a ingresar a su mundo. Llegamos a su casa. Típico cha- lecito con piedra marplatense. No había nadie. Antonio prendió la radio. Me invitó a sentarme en el living. A los minutos lo vi aparecerse con una caja de madera donde guardaba toda esa colección que me quería mostrar. Acá está lo más importante, mencionó. Zanzíbar. Américo, ya se puede hacer una idea de todo lo que le dije hace meses sobre este mágico sitio. Entre el material que me mostró, habían recortes de diarios, revistas sobre geografía y viajes, y algunas notas de viajeros que en esos momentos se los conocía como “trotamundos”. Siempre quise ser un tro- tamundos, dijo Antonio inclusive antes de que yo pudiera mencionar esa palabra. ¿Qué sería un trotamundos?, pre- gunté. Es sencillo, mi estimado Américo, trotamundos es aquel que no tiene domicilio fijo. El trotamundos es el hom- bre que pelea diariamente con esto que antes hablábamos. De que el paraíso nunca se convierta en una rutina. O mejor dicho, lo podríamos decir del siguiente modo: una vez que el paraíso atenta contra el hombre en vista a convertirse en una pesada rutina. Luego el trotamundos se da cuenta que sus capacidades sensoriales están siendo amenazadas de- bido a que ha aparecido este aspecto indeseable en el via- jante eterno que es la rutina misma. En ese mismo mo- mento, el trotamundos se da cuenta que tiene que irse de ese 301

lugar porque el paraíso se ha convertido en un territorio in- hóspito para sus capacidades sensoriales. Lo que sigue luego es que el trotamundos elige otro destino, inclusive en pleno contraste con el anterior. De una playa tropical puede irse a escalar una gran montaña, donde ahí lo que azotan son los vientos polares y la nieve. Pero déjeme que esboce una crítica a este modo de vida. Vea, dijo al momento en que se paraba e iba a buscar a la cocina un vaso con agua producto de su constante carraspeo en la garganta. Son po- cas las personas que pueden vivir de ese modo. ¿Sabe algo? ¿Cuál fue el momento en la historia en que verdaderamente la humanidad comenzó a progresar? No sé mucho de histo- ria, contesté. Bien, seguramente los periódicos le hayan he- cho creer que ese momento fue hace unas décadas, cuando se dio por concluida la Segunda Guerra Mundial. O tal vez oyó hablar de la Revolución Industrial. Aquellas épocas en que los obreros venían de los lugares más recónditos de Europa y se aglutinaban en nuevas fábricas a producir y producir con las primeras máquinas a vapor. O tal vez, si nos fuéramos al futuro, los expertos y analistas vaticinarían que el día en que no exista más el muro de Berlín, el progreso humano ya entonces no tenga barreras. Pues, yo no coincido, soslayó al momento en que apoyada de un golpe seco su vaso con agua ya vacío. El momento en que la humanidad realmente progresó como nunca fue hace muchísimo tiempo. Miles de años atrás. Los historiadores tienen pocos registros. Pero muchos de ellos coinciden. Y no es que yo lo he inventado, como siempre le digo, mi estimado Américo, yo me baso en conclusiones científicas. Cuando hablo del mar, por ejemplo, me circunscribo con rigor a dichas conclusiones. Y en este caso intento hacer lo 302

mismo. El verdadero progreso humano se dio en el momento en que el hombre dejó de ser nómade. Así como lo escucha. En el momento que dejó vivir exclusivamente de la caza y la pesca, y buscó un territorio donde asentarse. Si usted agarra algún libro de estos que tengo en la biblioteca, lo podrá comprobar. Yo entiendo que para usted hoy esto de los libros no suene muy atractivo que digamos, pues todavía desde que está viviendo aquí sigue con la mente en lo más atractivo que ha encontrado en la ciudad, en la alabanza que hace rutinariamente al mar y sus propie- dades. Pero estos libros que tengo detrás en mi biblioteca, se lo podrán remarcar. El verdadero progreso humano se dio en una etapa que los historiadores la conocen como el neo- lítico. Fue el preciso momento en que el hombre inventó la agricultura y la cría de animales para su consumo. Ahí cam- bió todo. El hombre dejó de ser nómade para ser sedentario. Ya no andaba de aquí para allá, con sus indigentes tiendas donde vivían, con esas fogatas donde cocinaban de manera tan precaria lo que lograban cazar. Cuando el hombre se afincó en un territorio, cuando empezó a cultivar la tierra y a criar animales el mundo comenzó a crecer. Por eso re- niego tanto de los trotamundos, ¿me entiende? Claro que sí, dije con admiración. Antonio salió del living de su casa ha- cia el patio, donde tenía unas plantas. Mientras las regaba, tarareaba una indescifrable letra de tango. Me acerqué a ese objeto tan preciado para él. Su biblioteca. Lo primero que podía decir es que tenía cierta suciedad y desorden. Algunos libros parecían estar colgados y a punto de caerse. La can- tidad de libros era asombrosa. Tenía apilados en diferentes estantes libros de historia, de geografía, de biografías de hombres importantes de la actualidad, de política, de sexo 303

y algunas revistas que por su angosto tamaño parecían api- larse infinitamente sobre un rincón. Algunos libros lucían muy viejos. En especial los libros que estaban en los estan- tes más altos. Por primera vez sentí atracción por abrir uno de esos libros. Dentro del montón innumerable de libros, les presté atención a tres de ellos. El primero sobre geografía general. Es un buen libro para empezar a entender dónde estaba cada lugar del mundo, pensé. Para diferenciar los continentes, los países. Algo que por entonces me costaba diferenciar con la sapiencia que tenía Antonio. También re- cuerdo otro de los libros. Con una portada colorida y estri- dente. El mundo del café colombiano. Lo tomé. Leí la con- tratapa. A grandes rasgos describía las distintas etapas del café desde sus plantaciones cuando todavía es un fruto pe- queño y poco llamativo, el trabajo de la zafra, el proceso que necesita el grano, el embalaje en grandes bolsas de ar- pilleras para que ese noble producto llegara a las tiendas de café de París y de Roma. Lo apoyé en la mesa principal del living. Había otro más que me llamaba la atención. El título era La utopía de Zanzíbar. Y es que me generó curiosidad al leer esa palabra que asociaba directamente con Antonio. Zanzíbar. Una vez más, me conformé con leer la contratapa. La historia de Tanzania, que según decía el libro eran dos países independientes, hasta que por entonces una suerte de revuelta decidió unir los destinos de la vieja Tanganica con el territorio de Zanzíbar. ¿Por qué lo consideraría así? ¿Por qué sería una utopía Zanzíbar cuando en realidad el país se llama Tanzania? El país que a pesar de pugnar por la unifi- cación sigue en la actualidad manejándose como si fueran países diferentes. La sinopsis ofrecía esta breve conclusión. Un país fragmentado, que aún hoy sigue sin tener una 304

verdadera unificación. Me puse a pensar cómo es posible que Antonio se interesara por esta disyuntiva de un país tan lejano, ubicado en las costas del mar Índico. Apoyé el libro en la mesa principal del living. Lo quiere leer, preguntó él, al mismo tiempo en que se secaba las manos sobre los pantalones y se sentaba al lado mío. Ese libro nos muestra estas utopías innecesarias y mitos de las grandes unificacio- nes nacionales, remarcó. Esos intentos nacionalistas, que para mí tienen su raíz en el fascismo, de querer convertir todo en un gran estado nacional, todo en una gran patria grande y soberana cuando en verdad por dentro se llevan como perro y gato. Hay algo más que le quiero mostrar, mi estimado Américo, ¿le interesan los mapas? Sí, claro. A eso vinimos, respondí. Volví a recordar el mapa antes de iniciar el viaje a Mar del Plata. Lejos estaba de poder ubicarme en el mundo este de los libros y lugares remotos. No se preocupe, este mapa que le voy a mostrar indica cómo es el camino que deberíamos hacer para llegar a este ignoto país, sentenció. Nosotros estamos aquí, en Mar del Plata. Pero ubiquémonos acá cerquita, en la Ciudad de Buenos Aires que es una de las pocas que cuenta con vuelos a destinos lejanos. Estamos muy alejados de lo que podría conside- rarse el centro del mundo. Por eso es que mi mapa ha sido armado con minuciosidad, insistió. Vayamos por la opción número uno. Hay que tomar un vuelo del aeropuerto de Ezeiza hasta la ciudad de Londres. Le sonará extraño, por qué nos tenemos que alejar al hemisferio norte con destino a una ciudad gélida y gris. Pues es que de allí encontraremos muchos más destinos directos que desde aquí, que desde cualquier aeropuerto de Sudamérica. Como verá, mis investigaciones han llegado a recabar algunos interesantes 305

destinos que se incluyen desde ese aeropuerto. Entre otros lugares, se puede ir a El Cairo, a la cuidad de Túnez, a Da- kar, a ciudades de Sudáfrica como Johannesburgo y Ciudad del Cabo, Nairobi y, por último, Kinshasa que es la capital del Congo Belga. Mientras Antonio me explicaba con par- simonia las opciones de los vuelos hacia las ciudades afri- canas me sorprendía la delicadeza y el detalle que había puesto en todas estas marcas en el mapa y en una hoja de ruta que estaba anexada al mismo. Más que un coleccionista Antonio era un meticuloso que guardaba dentro de un ex- clusivo alhajero todas estas obsesiones que tenía. El mar, los libros, los mapas, los viajes imposibles. En ese momento me di cuenta que mi mapa hacia Mar del Plata había sido un pequeñísimo intento, una búsqueda improvisada frente a este despliegue universal de los destinos que el globo terrá- queo nos podía ofrecer. De reojo miraba las distancias entre mi pueblo natal y Mar del Plata. Visto desde esa perspec- tiva, era una distancia ínfima. Casi no hay distancia. Era ex- traño comprender que lo que me había llevado días y días llegar a la ciudad, de repente un gran mapamundi lo podía convertir en un acto minúsculo e insignificante. Comprendí por primera vez el tamaño del mundo. El inmenso tamaño del mundo. Hay otra ruta, indicó Antonio después de que dejara de apreciar el mapa. Es esta que tengo acá. Trajo otro mapa del mismo tamaño. Al igual que el otro tenía marcados los di- ferentes puntos de llegada y una hoja de ruta. Este es otro camino que puede ser también útil. Para este mapa debemos tomar un vuelo hacia la ciudad de San Pablo. De allí nos dirigimos directamente a la ciudad de Johannesburgo. Me temo que en este caso, dijo de manera casi estoica Antonio, 306

el avión llega a su fin. Porque la propuesta es cruzar todo el sur del continente africano a pie. Ahí nos las tendríamos que rebuscar. Tengo información que no hay ómnibus de larga distancia. Pues tenemos que cruzar dos países. Al salir de la ciudad de Johannesburgo nos encontraremos con un paisaje que es más que imponente, con atardeceres rojizos y rodea- dos de especies animales que aquí solo vemos en el zooló- gico. Pero hay que estar atentos, algunas especies son su- mamente peligrosas, dijo Antonio mientras golpeaba con el dedo índice el vasto territorio del país sudafricano. Por em- pezar hay leones salvajes, leopardos veloces y de los más voraces, serpientes venenosas y escurridizas. Nadie sabe a ciencia cierta cómo y dónde pueden aparecer. Hay que cru- zar gran parte de esta sabana sudafricana para llegar hasta la frontera con Mozambique. Ahí ya tenemos la primera complicación. Hablamos de un país en plena guerra civil. Es un detalle no menor, arremetió. Hay bandas enfrentadas y campos repletos de minas explosivas. Lo más seguro es que la guardia nacional de ese país nos detenga el paso. Tal vez podamos cruzar con la excusa de que vamos en una mi- sión humanitaria. Supongamos que nos camuflamos como ayudantes en desastres humanitarios, supongo que sería la única forma de que la seguridad nacional nos de paso para seguir. Era asombrosa la dedicación de Antonio en este tipo de menesteres. La frontera entre Sudáfrica y Mozambique estaba marcada en rojo e inclusive me llamaba la atención cómo había marcado ya dentro del territorio mozambiqueño a las fuerzas en pugna. En una zona cercana a la frontera estaba marcada con un círculo y rellenada con un rojo tenue la posición de la Resistencia Nacional Mozambiqueña. Tal vez esas eran las fuerzas que en un posible ingreso al país 307

nos interceptarían, sentenció Antonio. Más hacia arriba del mapa, se encontraban en un territorio mucho más amplio las milicias del Frente de Liberación de Mozambique. Lo más complicado sería evitar estos enfrentamientos y lo más se- guro es que nos convirtamos súbitamente en el botín de gue- rra de alguno de estos bandos. Mozambique es el tramo del viaje más extenso y, por ende, riesgoso. Aunque es cierto que a ese país lo bañan las costas del océano Índico así que lo más probable es que podamos encarar por el sector litoral y entonces nos podamos comenzar a deleitar con ese paraíso que tanto añoramos. Quién sabe, mi estimado Américo, tal vez en las costas de Mozambique usted decida quedarse y frenar ahí mismo el viaje. Tal vez me solicite quedarse allí. Porque quién sabe usted haya encontrado ahí mismo su pa- raíso. Y en una de esas, nuestros caminos se bifurquen, pues yo iré al paraíso que desde años añoro. Volvimos al balneario. Antonio subió al mangrullo. Lo vi ponerse una gorra, aunque esta vez el sol le daba de es- pada. Volví a la habitación que teníamos en el balneario. Me pregunté porque todos estos meses no sería posible con- seguir una casa parecida a la de Antonio. Que era hora de dejar de bañarnos en las mismas duchas donde se bañan los turistas. Que era hora de que para cruzar de una habitación a otra existiera un techo que juntara a las dos o tres habita- ciones que necesitábamos. Una casa con tres habitaciones, sería lo ideal. En la primera, vamos Nilda y yo. Luego, la habitación de los más grandes, Eduardito, Silvina, Marga- rita y Ricardito en la segunda. Aunque aconsejan que es me- jor dividirlo entre hombres y mujeres. O sea que lo ideal sería una habitación donde entraran Eduardito, como el 308

compadrito de la habitación, lo sigue una cama para Ricar- dito y otra para Pablo y Martín. En la tercera habitación de- berían ir Silvina, Margarita y Andrea. Aunque pensándolo bien, nuestra habitación debería ser bastante amplia. La más amplia de todas por si Pablo o Martín se quieren pasar, porque se hacen pis encima o porque les agarra algo de fie- bre. Recuerdo en ese momento, como si fuera ahora. Lo es- toy recordando mientras abro la computadora para escri- birlo. Con la obligación de escribirlo por si acaso se me pu- diesen borrar las ideas. Han pasado tantos años, décadas y nada se ha borrado. Sin embargo, soy un iluso que tiene miedo que se lo borren las ideas de un día para el otro. En- tonces, una vez encendida la computadora, anoto: volví de la ducha de los vestuarios y me volví a vestir. Me puse las medias, me puse unas zapatillas elegantes, las más elegan- tes que tenía por entonces. También me puse una remera chomba. Tenía una sola de esas remeras. Me puse algo de perfume. Y la fui a buscar a Nilda. Le pedí que saliera de la cocina un rato, aunque sea. Mientras la esperaba, me tomé ese ratito para pensar cómo manifestarle mi decisión. Y si la compartía. Cuánto quería que la compartiera. Es hora de dejar el balneario, Nilda. Busquemos una casa. Una casa linda donde entremos todos. 309



22. Vuelta al pago chico Papá, me enteré que una actriz famosa, Adriana, va a es- tar haciendo cola less en un balneario de acá cerca, en las playas vírgenes del faro. Shhh, Eduardito, mirá que están tus hermanas y tu mamá acá, ¿podrías hablar más bajo? Bueno, lo que sea, papá. Me acerqué a Eduardito para que sus vozarrones se convirtieran en simples susurros. Se dice eso, papá, que Adriana va a estar en las playas vírgenes del faro haciendo cola less. Es como una bikini muy pero muy pequeña que apenas le tapa la cola, ¿me entendés? Casi des- nuda, va a estar Adriana. Es así papá, te lo digo bajo pero es lo que se rumorea en la playa, recién vengo de ahí ¿por qué no aprovechamos y vamos hasta las playas vírgenes del faro? Si es tu día de descanso, no tenés que irte hasta La Perla Norte, bajamos hasta algún balneario de Punta Mogo- tes y le metemos derecho. Dale, que el día está soleado. Como era domingo al final nos fuimos todos a la playa de Punta Mogotes. Hay algo en el borrador que me quedó en el medio y que puede resultar confuso para el lector. Tal vez lo que tenga que contar es la situación en la que me encon- traba en ese momento. Por empezar, me gustaría detallar que ya llevaba más de un año en Mar del Plata. Y para ese entonces, cuando Eduardito se puso como loco con la pro- puesta de la actriz famosa, estamos hablando del inicio de la temporada. Y qué mejor, para el inicio de la temporada que se presentara esta actriz famosa haciendo cola less en una playa virgen de Mar del Plata. Lo segundo que debería anotar en este borrador. En donde vivía. Para entonces ya 311

me había mudado de las instalaciones del balneario y alqui- laba una casa en Punta Mogotes. En realidad, un poco ale- jado de lo que se dice Punta Mogotes. Pues para el salario que teníamos los dos nos daba apenas para ir a alquilar a unas quince cuadras del mar. Pero al menos había logrado ese pequeño progreso. La casa era bastante antigua, lo que significó que le tuviera que hacer reparaciones de pintura, zinguería y otras instalaciones que me rebuscaba hacer cuando tenía franco en el balneario. Y bueno, otro detalle no menor es que me tenía que cruzar toda la ciudad. A los que conocen la ciudad de Mar del Plata sabrán que Punta Mogotes queda en la otra punta de La Perla. Por lo tanto, para ir a trabajar tenía que hacer un trayecto en ómnibus que por esos momentos era de lo más desconocido para mí. Un viaje al trabajo de cuarenta minutos ida y otros cuarenta mi- nutos vuelta me hacía replantear el sentido de vivir en una gran ciudad. Es que en el pasado, mis actividades laborales estaban ahí nomás. A la mano de quien quiera. Nada de viaje. Nada de ómnibus. Nada de grandes distancias. Este aspecto fue un aprendizaje en mi estadía en la ciudad. Para llegar hasta la zona de La Perla tenía que salir a eso de las siete de la tarde para así llegar puntualmente a las ocho de la noche al balneario. Ya más de un año llevaba trabajando como sereno. Como dije anteriormente, mi rutina consistía en entrar a trabajar a eso de las ocho hasta las seis de la mañana. Ocho y a veces nueve horas que en algunos casos se volvía un letargo hastío que lo apaciguaba con las cami- natas de noche sobre la costa del mar y la televisión a color que me había conseguido Antonio. 312

Dejando de lado estos detalles no menores, los domingos los tenía casi organizados porque era mi único día de des- canso. Lo que solía hacer era dormir hasta eso de las doce del mediodía y, si estábamos en época de verano, nos íba- mos todos a la playa, por ahí nomás, cerca de Punta Mogo- tes. Sucede que como tenía que recalar en algún balneario donde ni Antonio ni ninguno de mis conocidos tenía con- tactos, no me quedaba otra que armar dos o tres sombrillas sin poder darme el lujo de tomar alguna carpa prestada. Cuando llegamos a la playa, antes de poner la primera som- brilla Eduardito se volvió con su insistencia del día. Que Adriana, esa actriz famosa iba a hacer cola less en una playa virgen pasando el faro marplatense. Tanta la insistencia de Eduardito, que me pareció escuchar en una sombrilla que estaba a unos metros hablar de lo mismo. Así que me acer- qué. Disculpen, le dije a dos hombres que debatían fuera de la sombra. ¿Es cierto que hay una actriz que está propo- niendo cola less? Perdón, me atajé con cierta vergüenza, no sé bien cómo se dice. Cola less, o algo así. No tenemos idea, dijo uno de ellos, pero lo que sí sabemos es que Moria hoy inaugura su balneario. Queda por las playas vírgenes del faro, ¿ubica? Sí, claro, respondí. Las mismas playas donde Adriana, la actriz famosa tan citada por Eduardito brindará su show. Pero disculpe, más allá de estos detalles del bal- neario, ¿acaso me equivoqué o usted dijo que va a estar Mo- ria? Pero hombre, no lo digo yo. ¡Lo dice todo el mundo! Ya es sabido. Moria va a inaugurar el balneario con otra actriz, es posible que tenga razón, que sea otra actriz con la que va a estar mostrándose. Hay un ritual, ¿usted lo co- noce?, insistió este hombre que junto a su semejante parecía tener la sombrilla de adorno. El ritual consiste en que la 313

inauguración del balneario a Moria le van a cortar el cor- piño y entonces se queda en topless. Así como escucha, jefe, me dijo este desconocido hombre y con un tono de voz que intentaba desafiar al viento imperante en la playa. Moria va a mostrar las tetas en público. Esa es ni más ni menos que la inauguración del balneario. Vaya inauguración, pensé. Moria va a estar mostrando sus preciadas tetas. Esas mis- mas que mostraba semi tapadas durante los programas de televisión en donde tenía invitados en su cama. ¡Qué her- mosas son las tetas de Moria! Qué virtual descubrimiento sería que las mostrara ante todo el público. O mejor dicho, que me las mostrara a mí solo. Que me llamara entre el me- dio de la muchedumbre y me dijera algo así, Américo, si vos, el que está en el medio, el que ha venido hasta aquí para verme las tetas. Yo Moria, he decidido guardarme mi intimidad en esta grandilocuente inauguración del balneario para hacer topless ante vos. Sí, como escuchás. A vos sola- mente. La inauguración va a ser solo para vos. Tardó unos segundos en armarse una muchedumbre improvisada en la orilla de la playa. Me acerqué. Dos hombres tomaron la voz cantante. Todo iba a tener lugar en un balneario recóndito, donde ya las playas son desoladas y más libres para este tipo de eventos. Al parecer Adriana ya había dado el visto bueno a los organizadores y Moria se había ofrecido nuevamente el ritual de que con una tijera le cortara el corpiño para que mostrara sus tetas libres y soberanas. Pero hay un dato más, dijo este líder de la muchedumbre organizada en la orilla. También Beatriz va a acompañar a Moria y a Adriana en su ritual, ella también se ofrece a cortar su corpiño. Beatriz, Adriana y Moria. No recuerdo en qué momento que esa mu- 314

chedumbre comenzó a avanzar hacia el sentido de las pla- yas del faro. Ya era un contingente de hombres y adoles- centes que avanzaban hacia las seductoras playas nudistas. Y ahí nomás, se metió en el medio Eduardito que como poca sutileza siguió a la muchedumbre reinante en bús- queda del desafío que Adriana iba a proponer. Papá, vamos antes de que sea tarde, antes de que Adriana deje de hacer cola less y se vaya a su casa, al interior del balneario, a los camarines. Vamos, papá, vamos. Entonces me sumé enér- gicamente, pues luego de más de un año corría la probabi- lidad de cruzarme con Moria, que yo de lejos la mirara y ella pudiera hacerse visible y avanzar hacia mí. Me imagi- naba una secuencia que se hacía repetitiva en esos momen- tos en que acompañaba a la muchedumbre hacia las playas vírgenes del faro. Me imaginaba que lentamente todos se iban a ir cansando. Era esperable que parte de esta muche- dumbre en estado de excitación abandonara la peregrina- ción. No todos tienen el coraje de llegar a destino. Por empezar, más de uno en esta maratón improvisada solo circula por curiosidad. Muchos son porteños que deben ha- ber llegado hace pocos días y se enteraron por casualidad que Moria inaugura un balneario donde se permite hacer to- pless. Y cuando la peregrinación se hace larga, intermina- ble, más de uno pegará la vuelta. Más de uno dirá, hasta aquí llegué. La cola de Adriana, las tetas de Moria, las de Beatriz pueden esperar. Algo así fue lo que pasó. Esa mu- chedumbre ferviente se convirtió en un grupo no menor pero sí mucho más reducido. El que sí no aflojaba con trote mediante era mi hijo Eduardo, expectante porque su actriz ícono se dignara a mostrar la cola ante el público. Dicen que tiene la cola más linda del país. Dale, no aflojés, papá. No 315

tenía ninguna intención de aflojar. Sobre todo, cuando de la muchedumbre pasamos a un grupo relativamente grande y en los últimos kilómetros nos convertimos en un puñado de aventureros. Oigan, ¿alguien sabe exactamente dónde que- da el balneario?, preguntó entre el puñado de personas el único de los líderes del grupo selecto. No, pero hay que seguir, arengó otra persona que estaba trotando cerca de mí. Había que seguir. Pronto el trote colectivo se convirtió en un caminar bastante lento. A esa altura, seríamos unas diez personas. Por entonces, reinaba una gran confusión. Seguro que dijeron mal el balneario, debe quedar para el otro lado de la ciudad. Yo me voy, dijo un desertor. Yo lo sigo, dijo otro. Y así se fue desmembrando ese gigantesco grupo del cual quedamos solo tres personas. Tal vez tres aventureros, tal vez tres lunáticos. Como ya estábamos en la altura de los acantilados, el cruce de una playa hacia otra se hacía cada vez más complicado por las grandes rocas que interrumpían el paso. Lo que hizo que el tercero que quedaba desapare- ciera de nuestra vista. Quedamos Eduardito y yo. El camino se volvía más serpenteante y sinuoso. Hasta que llegamos a un sector de la playa, donde estaban los acantilados más al- tos y había un cartel que indicaba: PELIGRO, zona de de- rrumbe. Por cierto, caminar entre medio de esas rocas y esos acantilados nos dio cuenta de lo más esencial. Aquí no hay ningún balneario. Aquí no hay estrellas de la televisión ofreciendo nada. Habíamos caído en una trampa. En ver- dad, más que una trampa se trataba de un rumor. Un simple rumor que se hizo expansivo en un lugar donde había mu- cha gente agrupada y los rumores circulan rápidamente. Un rumor efímero, una especie de teléfono descompuesto que 316

los únicos que nos lo creímos fuimos nosotros dos, Eduar- dito y yo. Dos pelotudos. Yo aún más, siendo el mayor. Creernos que iban a aparecer estas celebridades con cuerpos cautivantes ante nosotros. Ante nuestra gratuita presencia. El lugar donde decidimos frenar nuestra expedición resul- taba un poco peligroso. La marea alta empezaba a avanzar y cada vez era más difícil caminar en un espacio de arena angosto y repleto de piedras. El mar, en esta ocasión, se en- contraba mucho más embravecido ya que no había escolle- ras como en las playas céntricas. Llegamos a un espacio donde los acantilados estaban más alejados y el espacio de arena era bien ancho. Al menos me conformaba con una pa- norámica muy diferente a las playas de la ciudad. Esto se debía a que ya nos encontrábamos técnicamente fuera. No se veía ni gente ni movimiento humano de algún tipo. Tal vez estas playas vírgenes algo tuvieran de Zanzíbar. Pero es difícil hacer un paralelismo. El mar estaba muy agresivo por esos lados. Y el agua aún más revuelta. Solía escuchar que al ser revoltoso era lo que le daba ese color característico amarronado. Esto no tiene nada que ver con Zanzíbar. Si tuviese un atisbo de semejanza ya en su momento Antonio me lo hubiese recomendado. Algo así como decirme, mi es- timado Américo, hay una playa escondida en el extremo sur de la ciudad que se parece a Zanzíbar, por favor, apersónese a ese paraíso cuanto antes. El avance constante de la marea había achicado nuevamente el margen de arena en la playa. Nos debíamos ir. Ya llegando a las playas de Punta Mogotes nos encon- tramos con el resto de la familia. No se veía nada de todo ese rumor circulante horas atrás. Ni las mismas personas, ni 317

la muchedumbre que había vaticinado tamaño rumor far- sante. El día se había nublado y el viento arreciaba en cual- quier lugar de la playa. Nilda se había ido con los más chi- cos con la propuesta de llevarlos a un paseo de compras. Yo me quedé con los más grandes en este caso, con Eduardo, Silvina y Ricardo. Ellos estaban tomando un café con unas medialunas y jugando a las cartas dentro de una confitería que daba a la playa. El día se había vuelto imposible para estar en la playa. Ventoso y muy nublado. Sin embargo, me acerqué a la orilla. El mar no podía estar más revuelto. Me impresionaba pensar cómo puede cambiar tan repentina- mente el día a inicios del verano. A la mañana un sol incan- descente prometía el mejor de los inicios de temporada. Y luego el rumor, un rumor mal habido que se había disemi- nado con la facilidad de un virus malicioso. Con una efer- vescencia inusitada a la que ninguno podía negar que se iba a concretar. Pero terminó siendo así. Un vil y tramposo ru- mor que los estúpidos nos creímos. Es un mal consejo se- guirle la corriente a los rumores. Menos a los rumores de extraños, porque todos los que me acompañaron en esa aventurera y estúpida maratón eran extraños. Ninguno que- daba en la playa, en ese día que se había vuelto gris e inhós- pito. Nunca antes había observado el mar así tan agresivo desde cerca. Sobre la orilla se habían armado unas gigan- tescas olas que rompían con furia y anarquismo. De esas olas que se mecían del costado izquierdo al derecho, que se movían con correntadas inestables, que formaban pozos de agua a semejanza de un abismo imposible de resguardarse. La marea había logrado que la orilla quedara hundida unos dos metros. El mar tenía la misma furia que tenía yo por dentro. Dejarme llevar por un estúpido rumor. Luego de una 318

semana en donde el trabajo se había vuelto en una rutina poco soportable, en donde los embotellamientos y el trán- sito me estiraban hasta una hora la llegada al balneario. Una hora ida otra hora vuelta debido a que los preparativos de la temporada también generaban trastornos en el tránsito. Y mi único día de franco estaba vapuleado por este rumor in- trascendente, para que luego la muchedumbre se rindiera y terminen lejos de la costa. Todo porque el mar se ha embra- vecido, porque no es un día políticamente correcto para ha- cer planes en la playa, pues era notorio cómo las nubes y la virulencia del mar obligaba a dar un timón en esos planes. Si un color pudiera resumir la sensación que tenía ese día, mojándome los tobillos en ese mar furioso y desolado, era el color gris. El color gris y oscurecido de las nubes, el color gris de los edificios del fondo —que si no eran grises pues el día nublado los convertía en grises—, el color del agua con esa mezcla amarronada y celeste también se volvía gris. Hasta la arena húmeda almacenada en la orilla se había vuelto gris. Empecé a sentir una pequeña lluvia y unos re- lámpagos que ensombrecían aún más mi presencia a la vera del mar. Pero ni los riesgosos rayos que podían acercarse sobre la zona de la costa me iban a sacar de allí. Ni la fuerte lluvia que luego se intensificó. Ya estaba todo empapado pero me había puesto esa meta. Que lo gris que se había vuelto el día, la ciudad, la costa marítima se convirtiera en otra cosa. La lluvia parecía intensificarse aún más y ya sen- tía como los chorros de agua se me escurrían por el interior del único abrigo que tenía puesto. He sido víctima de un rumor, reflexioné. Tal vez todo lo que me había sucedido hasta allí podía resumirse en un gran rumor. El rumor de que Moria iba a estar en el cine. Pues por entonces, todavía 319

nunca se me había dado la oportunidad de verla aunque sea en una película. El rumor de que iba a estar en el teatro, todos los días y en diferentes funciones. En el medio de la intensa lluvia sentí que Eduardito y Silvina me llamaban. Papá, ¿qué hacés en el medio de la lluvia solo? ¿No ves que dicen que las tormentas en la costa suelen atraer a los rayos? Es un peligro, papá, ¿por qué no venís? Gritó Silvina. Pero yo apenas si torcí la vista. Ante mi pasividad, los dos se me acercaron y se empaparon tanto como yo lo estaba. Papá, ¿qué pasa?, me preguntó Eduardito acercándose a mí. Y luego se me vino Silvina, que me dio un abrazo por estar asustada de que algo me sucediera en el medio de esa fu- riosa tormenta que amenazaba atraer los rayos. Se está ha- ciendo dura la vida en esta ciudad, sentencié con la presen- cia de los dos a mi lado. A mí y a mamá se nos está haciendo dura. No sé si es el mejor momento para decírselos, pero ya hemos hablado mamá sobre la posibilidad de volver. De volver al pueblo. Son muchas horas las que mamá trabaja en la cocina del balneario. Y esto no es nada, sentencié. To- davía no arrancó la temporada. Piensen que en plena temporada son doce y hasta trece horas por día que tiene que trabajar mamá. Yo me salvo un poco más, aunque estoy cansado de trabajar de noche. Si fuera un solterón que no los tuviera a ustedes, vaya y pase. Pero tengo una familia numerosa y estoy un poco cansado de tener que trabajar de noche y levantarme después del mediodía. Fue Silvina la que me abrazó primero. No me quiero ir de acá, papá. ¿Qué voy a hacer en el pueblo tan lejos del mar? No quiero volver a la laguna de San Vicente, arremetió. No me quiero con- formar con eso. Y a expensas de que su hermana se revelaba frente a la propuesta de volver a nuestro pueblo natal, 320

Eduardito reforzó aún más su postura. Ustedes váyanse, dijo. Vuelvan al pueblo. Papá, si querés volver a trabajar con los pollos, a la casa de siempre con todos, no tengo pro- blemas. Yo me las puedo rebuscar acá. Soy el más grande. Además, ¿qué pasaría si empezás a trabajar en otro lado? ¿Por qué tu trabajo tiene que ser siempre como sereno en ese balneario? A vos te vendría bien trabajar de otra cosa. Con la cantidad de gente que hay trabajando en la peatonal, por ejemplo. Podes trabajar como empleado en una helade- ría, en una pizzería, de mesero en un restaurant, como aco- modador en un cine, en una sala de videojuegos, dentro de una juguetería, en una confitería que esté ubicada frente al mar, en un puesto de diarios, en un hotel. Cuántos padres trabajan de todo eso, indagó Eduardito. Muchos, aseguré mientras una lluvia aún copiosa nos seguía empapando. Pero no es fácil conseguir trabajo. Ya más de un año aquí y por ahora el cuidado del balneario es lo único que conseguí, les dije a los dos mientras los abrazaba a la vez. Es triste, hijitos míos, perdonen esta decisión. Pero es así. Ricardito se había quedado dentro de la confitería. Como siempre fue fanático de las medialunas, se había pedido una media docena adicional que tuve que pagar con disgusto. Encima, recuerdo que los pocos billetes que tenía estaban tan empapados que apenas se les podía detectar la numera- ción. Deje, no hay problema, me dijo el mozo. Lo secamos y derecho a la caja registradora. La lluvia no cesaba, así que a Ricardito no le quedó otra que mojarse a la par nuestra. Tenemos que caminar las quince cuadras bajo la lluvia. No creo que pare, avisé. A pesar del diluvio y las quince cua- dras que teníamos que caminar no hubo quejas. Imagino que debe haber sido por la disconformidad de sentirnos tan 321

extenuados en esta vida en Mar del Plata. Y es como que estábamos en carriles opuestos. Me refiero a los chicos frente a nosotros, sus papás. Porque a ellos no les pesaba la frustración de tener que cargar con un alquiler que nos cos- taba un montón, de viajar en trasporte público, de tener que trabajar de noche. Y en el caso de Nilda, tener que trabajar en la cocina del balneario que, de no ser porque estaba cerca del mar, ni el más mínimo resoplido entraba a ese cuartucho que usaban de cocina. Entiendo que el lugar del hijo en este caso es lo contrario. Es abandonar la ilusión de nunca vol- ver. Es de proponerles un escenario totalmente distinto. En especial, a Silvina. A ella la escuché llorisquear en medio de la lluvia. De que le habíamos propuesto algo que golpe y porrazo se lo quitábamos, que la dejábamos con las manos vacías. Todo esto para que mi única alegría sea tener un fin de semana donde pueda ir a la laguna de San Vicente. Si nos volvemos, yo no voy a ir más a la laguna de San Vi- cente. Prefiero no ir, dijo mientras intentaba ocultar inútil- mente sus lágrimas. Es duro pero hay que enfrentarlo. Hay momento en que la paternidad se siente como un fracaso. En verdad, que uno está lejos de poder proponerle a los hi- jos lo que ellos quisieran. Es como arrebatarle la alegría y las ilusiones de un día para el otro. Pero con el tiempo lo entenderán. Es dura la vida en la ciudad. Porque más allá del mar, me lo repetía tediosamente, esto es una gran ciu- dad. No estábamos preparados para semejante ambición. Como que veníamos muy verdes, muy poco preparados ante tamaña inmensidad de contrastes. Y si uno venía pre- parado, por ejemplo, ya conociendo de antemano los oficios en los que podía recalar, hubiese sido distinto. Tal vez con mi vuelta a mi pueblo natal podría servir de aprendizaje 322

para un futuro proyecto aún más ambicioso. Y en dicho caso, tal como decía Eduardito, ya conociendo la ciudad uno se podría postular a algún puesto digno de competencia con el semejante. Por ejemplo, trabajar de mesero en una pizzería, en un café, en un restaurante. O en los cines, en los teatros, en los hoteles que tantos de estos hay. Pero cuando uno se viene tan poco preparado, tan desprovisto de toda esta demostración de oportunidades, sucede lo que uno me- nos imagina. Que toda esa oferta de empleos y ambiciones que se le aparecen a cualquier ingenuo, están cubiertas. Me- seros en un café ya hay de sobra, trabajadores en hoteles también. En otros rubros existen ofertas jugosas, pero luego el viajero improvisado como fui yo, se enteraba que para ese tipo de empleos se necesita conocer el oficio o tener al- gún tipo de diploma. ¿Qué tipo de diploma me podría pro- veer en mi pueblo natal? Luego, cuando uno va conociendo más el paño, se va enterando y desilusionando de que las oportunidades que se presentaban tan jugosas y seductoras, se esfuman tan rápido como la espuma. En ese momento, es en que uno se va quedando con el lúgubre sabor de la frus- tración, de que no está a la altura de las competencias, que necesita algún tipo de diploma o de conocimientos especia- les. La ciudad se me volvía, a Nilda y a mí, una trampa sin salida. Entré a la casa y me fui al cuarto a secar. No andaba con ánimo de hablar con nadie. Tampoco con Nilda. Pero era hora de que definiéramos qué íbamos a hacer. Y cuándo. Cuándo emprendíamos el regreso. La fui a buscar a la co- cina. No ando con ganas de hablar, Américo, exclamó ella. Mañana tengo que ir temprano al balneario. Me acuesto temprano hoy. 323

Seis de la mañana en punto. Se había terminado mi jor- nada. El cielo híper estrellado y la mañana soleada antici- paban un día espléndido para los últimos días de la tempo- rada. No era cosa de todos los días, pero al menos dos o tres veces por semana me lo cruzaba a Antonio cuando teníamos nuestra especie de relevo. Digo que se trataba de una espe- cie de relevo porque en verdad a mí no me relevaba nadie. Solo si se admite que el relevo era del cuidado de algo. En mi caso, el cuidado de la seguridad del balneario, en el caso de Antonio, un cuidado mucho más específico. Cuidar de los bañistas. Me temo que tenemos un problema con sus jornadas, me anticipó. Me dijo el dueño que me encargue yo directamente. Estoy un poco hastiado de ser bañero y representante oficial del dueño de este bendito balneario, aseguró con un hartazgo poco creíble. Sucede, mi estimado Américo, que vamos a tener que hacer algunos cambios. Es hora que abandone ese trabajo de sereno. Por el momento, que el balneario se quede sin sereno. Usted está para cosas más importantes, hombre. A partir de mañana mismo, por no decirle hoy que tiene que ir a descansar, se me consigue una pilcha mejor y empieza a trabajar con las carpas. Sí, sí, sé lo que me va a decir, se anticipó. Qué necesidad hay, si a la temporada le queda solo un mes. Pero el muchacho que se encargaba de esto se nos fue sin aviso alguno y ¿quién se va a hacer cargo de todo eso? Bueno, encantado, dije entre palabras balbuceantes. Qué tengo que hacer. El manejo de las carpas. Lo va a tener que ayudar al administrativo que está siempre en la garita y anda enloquecido con tanta desorganización y papeles. Además, es cierto que estamos a final de temporada pero por esas cosas insólitas del 324

destino, han alquilado cinco carpas el staff de un teatro cer- cano. Cómo le digo, carraspeó Antonio, son actores y pro- ductores teatrales de un teatro que debe estar ubicado por acá, en una obra teatral que desconozco pero según dice el dueño es gente que hay que atender con cortesía, vio. Siem- pre viene al balneario algún que otro de estos actores que están en el teatro. Inclusive, le digo más, también algunos actores del cine nacional. Más de una vez se juntan chicos y gente grande como un cardumen detrás de la persona en cuestión para pedirle autógrafos. Pero esto de que se venga un staff entero y alquilen cinco carpas, una pegadita a la otra no pasó nunca. Por eso, el dueño necesita de los em- pleados más leales para este desafío que tenemos. Hay que esforzarse porque este staff se pueda convertir en nuestros clientes habituales. ¿Sabe la reputación que podríamos lle- gar a tener? Se expandirán comentarios, rumores de boca en boca, con la capacidad que tienen esos rumores de expan- dirse por la ciudad de que somos un balneario a la altura de atender clientes selectos, exigentes, sofisticados, póngale el adjetivo que guste, mi estimado Américo. Vamos, no se me quede ahí parado, tan iracundo, hombre. Vaya por una buena pilcha y nos vemos mañana. 325



23. Alanah Rae Agustín, tu relato fue una gran inspiración para mí. Estas fueron más o menos las palabras de Jonnhy, Juan Bautista es su verdadero nombre. Es amigo de Agustín desde la se- cundaria. Más de una vez le hice un asado a este chico tan enérgico. Agustín, siempre me dice, abuelo, te manda salu- dos Jonnhy. Siempre se acuerda y extraña los asados tuyos acá en Punta Mogotes. Voy a poner más detalles de este muchachito. Creo que estudió una carrera aquí en Mar del Plata y luego se fue a probar suerte a Nueva Jersey. Resulta que Jonnhy es influencer, entre otros emprendimientos que tiene. Yo a veces veo algún que otro video de él. Tiene esa lógica que usan los pibes de hoy, de editar un video de diez o quince minutos donde pasan cosas que, a mi pobre juicio de abuelo jubilado, son demasiadas para un video tan corto. Por ejemplo, uno de los últimos videos que vi se iba de viaje a República Checa en busca de la mejor cerveza y noche europea. Según lo que me dijo Agustín es un viaje de nego- cios pero a la vez de vacaciones, como que está todo mez- clado ahora. No es que las vacaciones son un cálido placebo en donde uno se olvida completamente de las obligaciones laborales. Bueno, sucede que con ayuda de la tecnología ahora se pueden hacer las dos cosas: irse de vacaciones, via- jar, conocer y trabajar a la vez. Y no es como en el caso de mi hija Silvina, que se fue a un congreso hace poco a Lima, que una vez terminado el congreso aprovechó uno o dos días libres para pasear un poco por esa ciudad. Esto es radi- calmente distinto. Aquí no hay ninguna institución acadé- mica, no hay ninguna universidad, no hay ninguna empresa 327

o entidad que financie el viaje. Aquí es solo la persona que siente una suerte de espíritu libertario y se organiza su pro- pio emprendimiento. De hecho, por lo que me contó Agus- tín, Jonnhy es su propio editor, programador, lector de co- mentarios, filmador. Todo lo hace él mismo. Y es él mismo quién decide dónde ir, a lo sumo que tenga algún sponsor dando vueltas, entonces los videos y las actividades que se muestran se orientan en ese sentido. La cuestión es que el último video que subió nuestro queridísimo Jonnhy consis- tía en mostrar el momento en que armaba las maletas en su casa, la ropa de verano que llevaba, los tickets, los utensi- lios de viaje y el itinerario que lo mostraba en una filmina aparte. Después de eso venía el momento en que se subía al avión, pero antes nos mostraba el aeropuerto, el check in, el patio de comidas del aeropuerto hasta que finalmente se sube al avión. Pero no concluye ahí. Hay mucho más. Des- pués viene el momento en que nos muestra la comida del avión, el espacio del asiento de clase turista, el aterrizaje en el aeropuerto acompañado de música chill out, la recogida de las valijas, un panorama efímero de las primeras imáge- nes de la ciudad y finalmente termina desde la habitación del hotel, donde comenta los precios y las comodidades para luego despedirse en un próximo video. La rapidez y la ansiedad que maneja las imágenes y las ediciones no le dan respiro al espectador. Todo es veloz, es fugaz, todo se ins- pecciona, se evalúa, se comenta, se critica sin dejar margen de libertad a los que no quieren saber todo. Posterior a este video, está el tema que quiero comentar sobre la inspiración que fue Agustín para la nueva propuesta que Jonnhy ofreció en su canal. Los influencers hacen tan- tas cosas a la vez que pueden mezclar videos de viajes con 328

actividades rutinarias como tutoriales sobre las papas fritas más sabrosas, precios de auriculares o restaurantes con los mejores y peores comentarios. De esta manera, mientras nos deleitaba con la sección de videos sobre su viaje a Re- pública Checa, se le ocurrió esta arriesgada propuesta. Pa- rece ser que sigue en su cuenta a una actriz porno llamada Alanah Rae. Y ahí es donde empieza el diálogo entre Jonnhy y Agustín. Yo la empecé a seguir a Alanah Rae en su cuenta, sentencia Jonnhy. Y ella también me empezó a seguir. Los dos nos seguimos mutuamente. Sé que esto no es gran cosa en el mundo digital de hoy. Pero se me ocurrió una idea que la compartí con mis seguidores. Les pedí a ellos lo siguiente: si llegamos a los diez mil likes, le escribo a la cuenta de Alanah Rae para que acepté un cita conmigo. La cuestión es que sí, increíblemente llegué a los diez mil likes. Se sumaban uno tras otro seguidores de diferente género que me pedían ir adelante con la cita. A vos no te voy a mentir Agustín, a mí me pasó algo parecido a lo que a vos te pasó con Lisa Ann, que es otra Milf increíble, pero a mí me come la cabeza Alanah Rae, viste. Hace unas semanas vi una película de ella que trabajaba como enfer- mera en un hospital. Y había un enfermo que ella lo atendía y que estaba muy moribundo pero al verle el escote a Ala- nah Rae comienza su recuperación. Y vuelve al otro día Alanah con su escote y él no aguanta más y le propone que se desnude. Ella le dice que lo estaba esperando hacía días, pero como que no se atrevía y le da una sonrisa de compli- cidad. Y entonces se desviste y se saca todo y comienza la acción. Cómo me gusta Alanah Rae, Agustín. Cómo coge en las películas. Cómo grita. Fue eso lo que me llevó a pre- sentar esta propuesta en las redes. Si llego a los diez mil, 329

entonces seguro que la propuesta va a tener otro color. Lo peor fue que pasé los diez mil likes, llegué a los quince mil cuando me decidí escribirle a su cuenta. Hola, estimada, o estimados managers, quisiera saber si han tenido la oportu- nidad de conocer mi propuesta y si hay una devolución al respecto. Eso fue literal lo que les escribí. O mejor, lo que le escribí a ella. Porque quería que le llegara a ella, ¿me entendés? Lo increíble fue que me contestaron. Sí, gracias a mi audacia, Agustín. Y gracias a un amigo como vos, que sos mi inspirador y mi amigo de toda la vida. Dear Jonnhy, le queremos informar que la propuesta será aceptada pero solamente con una condición. Para concretar la cita necesi- taremos que supere el total de los doscientos mil likes. Una vez superada dicha cifra, entonces nos pondremos en con- tacto con usted para concretar el acuerdo que constará de un contrato entre usted, su productora y la contraparte en cues- tión. Desde ya, gracias. Firmaba el mail un tal Mick no sé cuánto. A las horas de recibir el mensaje, volví a postear que se había llegado a un acuerdo pero que teníamos que superar los doscientos mil likes. Al día siguiente la cifra de quince mil, paso a veinticinco mil. Solo diez mil en un día. Es impresionante. En breve llegaré a los doscientos mil. Pero por esas cosas de la vida, Agustín, el aumento de la cifra comenzó a aplanarse. Como que había una curva que se aplanaba y me quedé en unos 35 mil likes. El resto de los días fueron de una letalidad suicida, Agustín. Se sumaban de cientos de likes, a decenas. Pero me ganó la desespera- ción. Quería concretar la cita con Alanah, sí o sí. Qué im- porta si son doscientos mil o treinta y cinco mil. Para mí es lo mismo. Le volví a escribir al manager que me contestó la primera vez. Estimado, bajo las siguientes circunstancias, 330

me veo en la obligación de decirle que hemos llegado a los 35 mil likes y en lo sucesivo esa cifra podría llegar a incre- mentarse a los cuarenta mil. Por dicha razón, solicito si es posible concertar una cita a modo de colaboración mutua en las redes, pues podrá ser una alternativa enriquecedora para ambas partes. Sin otro particular, lo saludo atentamente. Pasaron los días, Agustín, y nada. No tuve respuesta. Ni siquiera este tal Mick se dignó a contestarme. Al menos para que me dijeran, estimado sepa disculpar pero la con- traparte exige que se supere la cifra estipulada, saludos cor- diales. Pero ni siquiera eso, con todo lo que me costó hacer esa movida en las redes. Es más tuve que retrasar los videos de República Checa por este tema, tuve que dejar a segui- dores para mí tan importantes como Américo, tu abuelo Agustín. Pero no me iba a quedar de brazos cruzados, al menos la quería ver físicamente a Alanah Rae. Y tal vez en una de esas, si iba a la puerta de la casa, a decirle simple- mente esto, que me vuelve loco, que al menos me diera es- pacio para una cita, unas horitas nomás, que yo invitaba, que un influencer como yo que tal vez no sea de los mejores influencer que hay en el mundo, pero algo es algo. Y que fuera generosa, porque en el fondo yo soy un seguidor de su cuenta. Bah, lo que se dice un seguidor común, no. Un admirador de su trabajo. Eso me hubiese gustado decirle personalmente. Soy un simple admirador de tu trabajo que quiere intercambiar unas palabras con vos. Vos sabés, Agustín, que el número se congeló en los treinta y cinco mil y pico. Pasaba un día y se me sumaban uno, dos, como mu- cho tres likes. Era un posteo viejo. Una noticia vieja. Por lo tanto, ya carecía de cualquier apoyo en cuanto espectro me moviese. ¿Pero sabés que, Agustín? Uno lo último que 331

pierde es la esperanza. Eso me lo dijo una vez tu abuelo Américo. Me acuerdo que me lo dijo cuándo se había muerto tu abuela, así tan de repente. Ese sí que fue un asado triste, lúgubre, pero el viejo le puso todas las pilas y hasta tuvo esa sobriedad característica de él para darme esa res- puesta. Tomé esa frase con demasiada vehemencia, lo sé. Pero cuando leí lo que habías escrito de Lisa Ann y después tu viaje frustrado a Los Ángeles me convencí. Lo mío es distinto, quiero decirte. Yo vivo en Nueva Jersey. Acá hay miles de turistas que se toman un vuelo de bajo costo para ir a presenciar las locaciones donde se ruedan películas. Por eso me saqué el pasaje. Quiero pasarte a contar cómo fueron las cosas. Tomé un avión desde el aeropuerto de Newark. Sin escalas al aeropuerto de Los Ángeles. Aunque no lo creas intenté seguir el mismo itinerario que seguiste vos. Que llegué a Los Ángeles en un horario de mierda, lo sé. Cinco de la mañana el vuelo aterrizó en el aeropuerto. Tomé la valija y fui derecho a buscar un taxi. Tenía la dirección exacta donde vive Alanah Rae. Es más, debo decirte Agus- tín, que me fui preparado mucho mejor que vos. Pues en tu caso apenas sabías una dirección donde vivía Lisa y yo po- seía mucha más información. Conocía por detalle de los posteos las diferentes casas donde vivió los últimos cinco años. Hace cuestión de unos meses subió una foto en su casa nueva. También me gustaría narrarte los detalles de esa casa. Tenía una pileta de esas que son muy largas pero an- gostas a la vez. La pileta estaba surcada de palmeras altas y esbeltas. La vista del fondo daba al mar. Y por supuesto, el posteo era de lo más sugestivo: hola, ¿te gusta mi nuevo y pequeño hogar? Saludos. Alanah. Cortita la frase. Qué más hace falta. La necesidad de zambullirme junto a ella a la 332

pileta me llevó a que averiguara la dirección. La busqué in- clusive por el google maps, Agustín. Di entonces con el frente de la casa. Sabía también que varios días a la semana se dedicaba a sacar y subir fotos a su cuenta. Por lo tanto, las probabilidades de encontrarla en la casa iban a ser muy altas. Sigamos con el momento en que tomé el taxi. Ya ha- bía amanecido. Bajé la ventanilla del taxi, esperando que las palmeras acariciaran mis mejillas. Pero creo que ese fue un error, Agustín. Un error tuyo al que yo me sumé innece- sariamente. Debo aclararte algo. Estas no son las palmeras tropicales. Son otro tipo de palmeras. Son bien erguidas y pueden llegar a la altura de los veinte metros. Por lo tanto, no había chances de que las hojas de las palmeras te rozaran las mejillas. Esto es imposible, Agustín. Como el viaje se puso aburrido y a mí ya me empezaba a atacar la ansiedad, traté de entablar algún tipo de diálogo con el taxista. ¿De dónde es?, me preguntó, ¿de algún país árabe? No, no, nada que ver, respondí. En verdad tengo raíces árabes, sirio liba- nesas siendo más específicos. Mis bisabuelos eran sirio li- baneses. Mis abuelos y padres son argentinos. Y yo tam- bién, aclaré. Y qué viene a hacer por aquí, preguntó el taxis- ta. Tengo una cita con una actriz porno, sentencié. ¿Una ac- triz porno? Qué raro, me dijo. No se las ve mucho que di- gamos por estos barrios. ¿Usted también es actor? No, pa- recido. Influencer, le dije. Hago contenidos por internet. Y ahí fui yo el que intentó cortar la conversación porque sentía que el taxista me tiraba poca vibra. Y yo lo que necesitaba era una gran dosis de entusiasmo. Iba a encontrarme con Alanah Rae y no quería que ningún taxista mediocre, pe- leado con el mundo me viniera a tirar por la borda mi tan preciada cita. Me dejó en la puerta. Hello, me contestaron 333

por el portero eléctrico. ¿Who are you? Hola busco a Ala- nah, me anuncié. ¿No es aquí donde vive Alanah Rae? Mi nombre es Juan Bautista, Jonnhy me conocen en las redes. Soy influencer y tenía una cita con Alanah, insistí. Y ahí nomás se hizo un silencio, Agustín. Un silencio con una res- piración de fondo. Me dijeron que esperara en el portero eléctrico unos minutos. La casa tenía un portón gigante y medianeras que no dejaban ver nada hacia adentro. Me fui poniendo impaciente. Hasta que al fin, escucho la voz de ella. La voz de Alanah. Devuelta insistió, ¿who are you? Y ahí devuelta tuve que arrancar con mi presentación, que mi verdadero nombre es Juan Bautista, conocido como Jonnhy en las redes sociales y que le había pedido una cita a través de las redes. Pero que su representante fue muy exigente, bastante inescrupuloso, me pidió doscientos mil likes cuando yo apenas pude llegar a los treinta y cinco mil. Que entendiera, que era todo un esfuerzo el que había hecho, pero por esas malditas cosas de la vida el número se estancó ahí. En esa cifra. Y después fue irremontable. Se puede de- cir que mis seguidores me abandonaron. Porque si todos mis seguidores me daban los likes, llegaba a esa cifra. Que lo entendiera. Además, esto no era una cosa que se limitaba a sumar likes y lograr una cita por amor y fidelidad a mis seguidores. Que esto hoy va mucho más allá de mis segui- dores. Porque yo soy un seguidor de ella ante todo. Inclu- sive, antes de hacerme influencer. Yo te sigo hace tiempo Alanah, arremetí sabiendo que ella seguía en línea del por- tero eléctrico. En verdad, vamos a decir las cosas como son, me enloquecés, Alanah. Eso te quiero decir. Por eso vengo hasta acá, con todas las dificultades del caso y con la frus- tración de no haber podido llegar a esa cifra exagerada que 334

me pedía tu representante. Que solo son números. Nada más que números. Diez mil, treinta y cinco mil, cien mil o dos- cientos mil. ¿Qué hace la diferencia entre uno y otro? Los seres humanos, ¿nos manejamos por sentimientos o por simples números? Por eso, me vine hasta aquí, he tomado un avión desde Nueva Jersey para concretar la cita contigo. Ha sido un viaje largo, Alanah. Me he tomado el avión de noche y llegué al aeropuerto de Los Ángeles con todo este cansancio que siento a cuestas. I´m sorry, i have no idea. Así me contestó. Después de todo lo que le dije, me contestó así. Cómo que no tenía idea de quién era. Acaso el repre- sentante no tuvo al menos la gentileza de comentarle la pro- puesta. Esto es hasta un atropello, si lo observáramos desde el punto de vista profesional. Es una falta de consideración. ¿Qué tipo de representante es este tal Mick? Yo hablé con Mick, le dije. Mick me conoce. Yeah, me contestó de ma- nera ligera. Fue con él con quién hizo el trato. Inclusive es- tábamos a punto de firmar un contrato. Yo no tengo proble- mas en que venga tu representante y firmemos el contrato aquí mismo, si total la diferencia entre doscientos mil a treinta y cinco mil likes no es gran cosa. En ambos casos estamos hablando de miles y miles. Por lo tanto, hay miles de seguidores míos y miles de seguidores tuyos que están expectantes de que esta cita se concrete. Y luego de que ter- minara de hablar, vino la frase más lapidaria, Agustín. I have no idea, sorry, good luck. Cortó la señal del portero eléctrico. Quedé solo, abandonado, detrás de un gigantesco portón y murallas que impedían el paso a desconocidos. En- tonces, en mi desesperación, me puse a gritar. Alanah, Ala- nah, una cita por favor. Me quedé dando vueltas en la ve- reda y volví a insistir con los gritos. Alanah, Alanah, una 335

cita por favor. La secuencia sigue en el momento en que siento que me agarran del cuello y casi que me quitan la respiración. Me tiran al piso y me esposan. Eran del depar- tamento de policía de la ciudad de Los Ángeles. En el suelo me empiezan a cachear. ¿Do you have a bomb, sir? ¿Una bomba? No, ¿cómo voy a tener una bomba? Me meten en el patrullero a los empujones. Me piden que haga silencio y que van a hablar conmigo en la sede del departamento de policía. Me bajan del patrullero. Me meten en una sala de interrogatorios. Aparece un hombre de traje gris. Me dice que este es un interrogatorio minucioso y que cualquier dato falso que pudiera brindar podría tener muy malas conse- cuencias. Lo primero que me preguntan es de qué naciona- lidad soy. Argentino, digo. Pero tengo la ciudadanía norte- americana. Por lo tanto, soy tan americano como usted, lanzo. Segunda pregunta. ¿Alguna vez estuvo implicado en el tráfico de drogas, fuera o dentro del país? No, nunca, ase- guré. Tercera pregunta, ¿Alguna vez ha tenido contacto con células terroristas o grupos armados y milicias dentro o fuera del país? No, nunca, contesté. Cuarta pregunta, ¿usted tiene algún familiar, amigo o conocido que haya tenido con- tacto con células terroristas o grupos armados y milicias dentro o fuera del país? No, ya solo contestaba así, Agustín. Sí o no. Por suerte, hasta ahora, era todo negativo. Y las preguntas seguían hasta el hartazgo. Rápidamente vino otra pregunta. Más allá de que usted confirma no tener contacto con células terroristas ni grupos armados, ¿Qué opinión tiene de ellos? No sé, dije. No me quiero meter con ese tema, lo desconozco, respondí. Soy influencer, no soy te- rrorista. Solo quería tener una cita con una actriz. La próxi- 336

ma vez le pediremos que evite rondar devuelta por ese do- micilio, pidió el inspector. Ellos mismos nos alertaron de su presencia. Finalmente, me dejaron ir. Al salir del departa- mento de policía, me enteré que hubo intentos de atentados terroristas contra actores de Hollywood. Por eso la deten- ción y tanto pánico con los desconocidos. Les resulté sos- pechoso y no dudaron en detenerme. Me imagino lo que le habrán dicho los de seguridad en la casa de Alanah Rae. Un muchacho de unos 24 años, grita con insistencia, tiene ras- gos árabes, es un potencial terrorista. Mi pasaje de regreso a Nueva Jersey era después de dos días. Pasados los dos días, me subí al avión y volví a casa. Está atardeciendo y me siento en el jardín de mi casa. Gloria está cocinando porque viene a comer Agustín y otros nietos míos. Me abro una cerveza porque está haciendo ca- lor. El primero en llegar es Agustín. Me pregunta qué opino de lo que le ha pasado a Jonnhy. Nada terrible, le digo, tal vez parecido a lo que te hubiese pasado a vos si te subías al avión aquella vez, Agustín. Esto es una enseñanza para que entiendas la notable diferencia entre la fantasía y la realidad. Lo sé abuelo, hoy más que nunca lo sé. Pero aunque no lo creas, Jonnhy está lucrando con toda esta experiencia. Porque mientras hacía todo el recorrido de ir de Nueva Jersey a Los Ángeles, se encargó editar algunas partes, con excepción del momento en que lo detuvieron. Fijate, después si tenés tiempo y ganas, ya subió un video en las redes donde cuenta su nefasta experiencia con una actriz porno. Algo así se titula el video. Y bueno, si bien no pudo concretar la cita al menos fue visto por una gran can- 337

tidad de seguidores. Creo que es uno de sus videos más vis- tos. Empiezan a llegar otros de mis nietos, pero se meten con Gloria al interior de la casa. Yo sigo la charla con Agus- tín. Hay otra cosa más que te quería contar, abuelo. Van a publicar un trabajo que yo hice en una revista académica, que tiene como principal cuestión las diferentes perspecti- vas de género. Todavía le tengo que hacer unos arreglos pero tiene varios matices del texto que leíste aquella vez. Esto lo estoy coordinando con la titular de la cátedra que me dijo que le dé para adelante, que tiene un argumento só- lido, atractivo sin dejar de caer en algo chabacano. Y ella se sinceró y me comentó que está un poco cansada de los tex- tos académicos convencionales. De tanto bla, bla, bla que hay en algunas escrituras. También hay que escribir lo que uno siente. Además, la idea es que la revista tenga más am- plitud de la que está teniendo ahora. Y tu trabajo es un buen aporte en este sentido, me detalló ella. Pero hay algo más, abuelo. Me tomó el último sorbo de cerveza antes de que Agustín empiece a hablar. ¿Tenés ganas de que te cuente?, me pregunta. Claro, cómo que no. Bueno, es que sigo con la fantasía de que algún día conocería a Lisa Ann. Pero no te asustes, me detiene ante mi cara de estupor. No es que esté planeando nada como la otra vez. En esta fantasía su- cedería algo diferente. No sería yo quien la buscaría, quién tocaría el timbre de su casa, sino lo contrario. Sería ella. De momento, este relato de Agustín me parece mucho más ela- borado. No quiero detenerlo. Me imagino que ella me es- cribe un mensaje o un mail, abuelo. Dear Agustín, sería el asunto del mensaje. Quiero decirte que me gustó mucho que me escribieras, o mejor dicho que escribieras sobre mí. Si 338

se da el caso de que no tenés compromisos, bueno, me gus- taría conocerte. Kisses. Lisa Ann. Ahora la cosa cambiaría completamente. Ella me contacta a mí. Porque siente que le he citado en un trabajo bien elaborado, que son pocos los periodistas, escritores, directores de cine o de cualquier otra profesión quienes la han tratado con la profundidad que yo lo he hecho. Y por eso el contacto, abuelo. Entonces lo que me imagino es que le contesto, Dear Lisa, me gustaría co- nocerte, aunque me temo que hay un pequeño problema. Soy argentino y vivo en Argentina. Entonces la conversa- ción se vuelve más intensa y ella me escribe, que no le ve ningún inconveniente, pues ella puede afrontar el pasaje en avión sin problemas. Y luego viene el momento en que yo le contesto que no, que no es inconveniente, solo que tendrá que esperar que ordene mis planes, que tengo recursos eco- nómicos. Ponemos una fecha. Organizamos una cita. Enciendo la luz del jardín. A la comida le falta un rato. El resto de mis nietos están viendo la televisión. Me acerco de nuevo a las dos sillas donde estaba charlando con Agus- tín. Y cómo sigue la cosa entonces, le pregunto. Bueno, me imagino en una situación muy diferente, con otros recursos económicos. Voy a viajar en primera clase. Porque necesito concentración y silencio. Como estoy en otra situación eco- nómica, decido a último momento invitar a varias familias de bajos recursos a que llenen el avión y viajen a Disney- landia. Eso sería genial, sentencia Agustín. Invitar a una de- cena de familias sin recursos, cuyos hijos no conocen Dis- neylandia. Le aviso a la azafata que pretendo que antes de llegar hacia el norte de Estados Unidos debemos hacer una escala en Disneylandia. Ahí bajarán todas las familias invi- tadas. La azafata me pide que hable con el comandante a 339

bordo. Le aclaro al comandante que todo corre bajo mis gas- tos y que organice el vuelo con escala en Disneylandia. La cabina donde están ubicados los invitados es una felicidad y griterío a la vez. A su vez, yo necesito concentración y silencio. Por eso viajo en primera clase. Hay otras personas importantes cerca de mí. Uno de ellos es el nieto de Carlo Gambino. ¿Te suena, abuelo? Sí, algo, le respondo. Es el jefe de la mafia neoyorquina, que ha venido a hacer nego- cios al país. Dicen que tiene una personalidad muy similar a la de su abuelo. Un muy bajo nivel de exposición. Que a su vez es un hombre formal, suele vestir elegante. Pero so- bre todo se destaca por tomar decisiones de manera muy secretas y no dar opiniones personales frente a cualquier persona. En este sentido, se ve que es un hombre muy re- servado. Pero el avión no despegará con esas personas so- lamente. También viaja conmigo un banquero importante. Se toca la frente e intenta inútilmente masajearse las sienes para que sus dolores de cabeza disminuyan. También nece- sita concentración y silencio. También viaja cerca de mí el imitador oficial de Frank Sinatra que ha venido en su gira mundial a la Argentina. Como todo imitador, debe imitar a su figura dentro y fuera de los escenarios. Por eso, una de las costumbres que utiliza es tener guardaespaldas, como lo hacía Frank Sinatra. En verdad, no los necesita, pues se trata de un simple imitador. Pero si vamos a imitar, que sea en el avión de regreso también. El imitador también pregunta por el griterío de la clase turista. Hay un pasajero que decidió invitar a un contingente entero proveniente del conurbano bonaerense, aclara la azafata con cierto agotamiento ante tantas demandas de la clase turista. Vamos a hacer una es- cala en Disneylandia. Luego doce horas de viaje, el avión 340

llega al aeropuerto. No tengo idea de cuál sería, abuelo. Uno de por ahí. De las ciudades del norte. Pero yo me tengo que trasladar hasta la ciudad de Filadelfia, donde será el encuen- tro con Lisa Ann. El encuentro es en el lobby de un edificio. Cuando yo llego en taxi, noto que me está esperando. Yo la reconozco rápido, pero me sorprende la ligereza con la que me reconoce. Como si fuera de toda la vida. Ella es la pri- mera en hablar. Hola, te quería conocer porque me gustó que me escribieras. Nadie lo había hecho así nunca, senten- cia ella. Tiene un vestido negro por encima de las rodillas. Es ajustado, sencillo y liso. Quiero destacar la elegancia con la que ha venido a compartir esta velada conmigo. Tiene un cinturón de color plateado y unos zapatos rojos con tacos aguja. Vieras lo bien que le combinan con ese vestido ajus- tado. Y el collar es plateado también. Lo mismo que esos aros, plateados y circulares, no sé qué estilo es bien que di- gamos pero le da más elegancia aún. Subimos al último piso donde está el restaurante. El restaurante es muy finoli y tiene una panorámica excelente de toda la ciudad. La vajilla y los cubiertos brillan. Tanto el mantel como las servilletas son blancas y pulcras. El restaurante está a medio llenar, aunque algunos han venido a cenar antes y todo indica que el local quedará semivacío en breve. Hay una banda de jazz que ambienta musicalmente la cena. Para colmo, tocan una canción del disco Kind of Blue, mejor imposible, abuelo. Todavía no hemos podido romper el hielo. Es como que no hemos podido entablar una conversación relativamente larga. Yo quiero romper el hielo y le digo que me siento agradado porque me haya reconocido tan rápido. Creo que has hecho cosas en el mundo de la actuación que ninguna actriz porno ha logrado. No sé si te lo han dicho. Seguro que 341

sí, no debo ser un precursor en estos comentarios. Mucho de eso lo he puesto en el artículo que escribí. Me gustó mucho tu personaje de parodiando a Sarah Palin, le digo. Bueno, sí, fue una parodia que me catapultó mucho, ¿sabés? Arremete ella. Al americano promedio le gustó mucho fan- tasear con Sarah Palin vista desde otra óptica. En vez de una mujer ama de casa, fanática del evangelio pentecostal, ultra conservadora, imaginarse que esa mujer podía acostarse con dos soviéticos comunistas, con socios del marido en la Casa Blanca, una orgía con otras mujeres, en fin, todo lo contrario a lo que ella profesa. Pero eso es ficción, Agustín. Eso es ficción. Lo que conocés de mí es ficción. La cena termina a las dos horas. Bajamos del edificio en esos ascensores a pura velocidad. Ella camina despacio, como queriendo detenerse. Siento que me pide que haga algo, que la arrincone, que me acerque a ella. Ella espera algo de mí aun cuando estoy acostumbrado a ver escenas suyas tomando la iniciativa. Entonces la arrincono fuera del edificio. La agarro de la cintura. Ella lanza un respiro sobre mi rostro. Y la beso. Ella me besa. De a poco empieza a ver intensidad. No puedo parar de acariciarla. Cuando en ver- dad, con una actriz porno, uno no debería perder tiempo en tantos besucones largos. Como que tendría que ir directo a lo que proponen las películas. Unos besos rápidos y la es- cena sexual que no se hace rogar. Pues en este escenario todo es diferente. En este caso me tardo un letargo abrazán- dola y besándola. En sentir su perfume. Le acaricio la es- palda, me dan ganas de acariciarle la cola, pero en ese mo- mento me parece un gesto barato que haga eso. Tanta expo- sición ella ha tenido como para que de repente, yo, Agustín, piense en una escena de sexo explícito justo en la entrada 342

del edificio. Ambos tomamos un taxi. No es un taxi negro, como los de Capital o los de Mar del Plata. Son esos taxis de color amarillo y bien grande. Los dos vamos en el asiento trasero. Vamos a un hotel donde me estoy alojando. Subimos al cuarto y nos empezamos a desvestir despacio. Ella me vuelve a decir que todo lo que conozco de ella es ficción. Que todas las películas que vi de ella eran pura fic- ción. Que esta vez es distinto. No es un momento en donde ella tiene que fingir un goce, donde tiene que gemir hasta que el director pida el corte de la escena con un fuerte grito. No, Agustín, aquí no hay cámaras, aquí no hay actores, aquí no hay actrices, no hay directores que te digan qué tenés que hacer. Ni tampoco vos sos un actor porno por el que nada siento. Debo decírtelo, pero casi siempre que filmaba esce- nas fingía orgasmos que nunca tenía. Fingía amar a los hombres con los que me acostaba. Pero acá no hay nada de eso. Por eso te contacté. Sé que tenemos vidas muy diferen- tes. Vos te dedicás a la escritura y a la vida académica y yo mal que mal, siempre estoy enrolada con lo que pueda ofre- cer de mi cuerpo. Yo trabajo con mi cuerpo. Pero hoy lo que te vengo a ofrecer es lo que no le ofrecí a los cientos de hombres que viste acostarse conmigo en esas escenas. Vengo a ofrecerte lo que te ofrecería cualquier mujer nor- mal, cualquier mujer común. Aprovechemos que hoy esta- mos los dos solos, nadie sabe qué hacemos o dejaremos de hacer. Esto es lo que más te gusta a vos. Tenerme en la más absoluta privacidad. Hoy quiero darte el gusto, Agustín. Que sea al menos hoy. La escucho a Gloria gritarme de malos modos desde la cocina. ¿No ves que te estoy llamando hace rato, Américo? 343

Perdón, perdón, le digo, es que estaba hablando con Agus- tín, contesto. ¿Tan importante era lo que estaban hablando para que no me escuches? Pregunta irascible. No, no, pero viste que con el extractor de la cocina a veces no se escucha, hace mucho ruido ese aparato. Vamos a tener que cambiarlo porque me tiene podrido que haga tanto ruido, sugiero. Bueno, les quería avisar que ya está lista la lasaña que pre- paré. Tus nietos tienen hambre, Américo. Perfecto, ya va- mos, respondo. Agustín asiente y se mete directo en la co- cina. 344

24. Cualquier cosa antes de convertirme en un marica Recuerdo todavía el famoso día en que se apareció ese mencionado staff del teatro. Fui a la garita donde estaban los papeles que distribuían las carpas y las fechas de los al- quileres. Hola, ¿hay alguien aquí? Dijo un hombre joven que se apersonó delante de mí y del administrador. Buenos días, mi nombre es Milton. Soy el que contrató las cinco carpas, ¿ya le hablaron de mí? Sí, sí respondí. Venga que lo acompaño así le muestro cuáles son las cinco carpas que pidieron. Por suerte, están cerca del centro y dan directo al camino principal del balneario. Ay, no, no, se atajó este tal Milton, con exagerados ademanes. Necesitamos estar lejos de tanta gente, vienen actores importantes y no quiero que se me perturben. Cambiemos los términos, por favor. Que las cinco carpas estén en la punta, mejor. Después tengo que cargar con las quejas del equipo y no quiero, no señor, decía Milton con estos ademanes exagerados que ya se habían convertido en su impronta personal. Para no discutir, menos con un cliente tan importante, debí rebuscármelas para re- solver esta cuestión. Tomé el croquis que estaba en la garita con la distribución de las cinco carpas. No había cinco car- pas pegadas una al lado de la otra más que las ofrecidas. Todavía el verano seguía y la demanda iba en el mismo sen- tido. Sobre una punta, en el límite del balneario quedaban tres carpas vacías. Y en otra punta, dos más vacías. Me acer- qué de nuevo a Milton que me esperaba impaciente en el salón principal del balneario. Mire, señor Milton, le explico cómo viene la cosa. Tengo solo tres carpas juntas. Las otras dos las tengo que acomodar en la otra punta, porque son las 345

únicas dos que tengo juntitas. Pero por suerte, en tres días se van las dos carpas que nos permitirían unir las cinco car- pas. Milton se sacó los estrafalarios anteojos que llevaba puestos, se los acomodó en el bolsillo de la camisa y se vino hacia mí. Ay, señor, usted es un genio, ¡es un divino! Su- plicó al momento en que me besaba intensamente la frente. No se haga problema, ¿cómo es su nombre? Américo, se- ñor. Ay, Américo, usted es un divino, lo felicito me ha so- lucionado un gran problema con tanta rapidez. No importa las otras dos carpas, me las libera cuando pueda. No creo que usemos más que tres carpas. Se alquilan por las dudas, ¿vio? En un rato vuelvo con el staff entero. Ya le advierto que mi staff es bastante demandante, es posible que ni bien lleguemos empiecen a hacer pedidos, advirtió. Gracias. Y así sobrexcitado de emoción se alejó Milton por la rambla. Voy a tratar de resumir cuál fue mi impresión inicial sobre él. Y lo quiero anotar. Es raro Milton, pensé. Tiene adema- nes exorbitados y lo notaba mucho más puntilloso en pe- queñas cosas que los hombres básicos como era yo en ese momento dejábamos de lado. Tal vez no me lo había dicho pero en verdad me imaginaba que se podía tratar de un ac- tor. De alguien muy importante. Y es una regla que la gente importante es ansiosa, inquieta y demandante. Por cierto, le había ofrecido dos carpas que estaban muy alejadas y que debía revisarlas, pues todo indicaba que ya en el declive de la temporada no estarían en las mejores condiciones. Si un aspecto había aprendido como sereno era la ubicación y el estado de las carpas del balneario. Efectivamente, la lona que daba a la costa de la última carpa estaba muy deterio- rada. Al menos para que Milton, siendo un cliente tan peti- 346

cionario, se apareciera algo indignado frente a los adminis- tradores diciendo, por ejemplo, que ustedes antes eran unos divinos y atentos, de repente se han vuelto unos desconsi- derados, la lona de una de las carpas está destruida. Un cliente como yo merece algo mejor. Nos jugábamos la repu- tación, nuestro reconocimiento como balneario, analicé. Entré de nuevo en la garita y le comenté al administrador este pequeño pero no menor problema que se nos presen- taba. El administrador habló con el dueño y este último optó por la alternativa más provechosa, es decir, desembolsar algo de dinero para remedar el estado de la lona de la carpa. El administrador me dio el dinero y fui hasta la casa donde vendían este tipo de telas sintéticas. Cuando volví tomé las medidas dentro de la carpa. Por suerte, no había llegado na- die del staff y la tela que había comprado me alcanzaba de sobra para cambiar un paño completo. Me fui hasta la sala de reparos, donde solíamos dejar las lonas cuando cerraba la temporada. Allí también Antonio solía dejar los salvavi- das y otras herramientas que durante el día estaban dentro del mangrullo. Le pedí a Nilda que saliera un rato de la co- cina y me ayudara a hacer la costura de la lona. Tenés que tomar las medidas de nuevo Américo, me alertó. La costura la teníamos que hacer in situ. Unos centímetros más cortos iba a dejar en reparo en peores condiciones que antes. A la vista de Nilda el arreglo apenas si se notaba. La lona relucía con el brillo del sol pegándole de lleno. Otra cosa más que me faltaba. Las sillas. A cada carpa le correspondían cuatro sillas. Pero a ellos, siendo clientes tan trascendentes y este- lares, les íbamos a dar cinco o seis. Con discreción, les iba a pedir. No hacemos esto con todos los clientes. Que lo comprendiesen como cortesía de la casa. 347

A eso del mediodía se volvió a aparecer Milton, ya esta vez acompañado con su reiterativo staff. Américo, Amé- rico, aquí estamos de vuelta. Ya que está y es tan amable queremos hacerle un pedido. No hay problema, señor, me lo puede hacer a mí y yo le digo al mozo que despache. ¿Qué quieren pedir? Espectacular, asintió Milton, con ese estilo constante que tenía de llevarse la mano atrás y que le temblaran sus escuálidas piernas. Bueno, por aquí tenemos una gaseosa con limón, hay otro de los nuestros que quiere una cerveza, dos cocas diets para las chicas que son maqui- lladoras y me falta uno, dijo. ¿Vos que vas a tomar, lindo? Una pregunta que la formuló con una firmeza que no hizo otra cosa que envolverme en intrigas acerca de este excéntrico cliente. ¿Lindo? ¿Cómo sería eso de decirle lindo a un hombre? Porque pocas veces lo había escuchado de hombre a hombre, digamos. Uno le puede decir al pai- sano, al vecino, qué pinta de locos, qué facha, qué levante, pero decirle “lindo”, es muy diferente. Como que “lindo” se le dice exclusivamente al sexo opuesto. A una mujer, qué linda sos. O también a los niños, qué lindos niños, por ejem- plo. Pero, ¿a un hombre? ¿Lindo? Sonaba muy exagerado. O muy forzado. Envuelto en esta serie de trivialidades me fui a buscar al mozo para pedirle que llevara el encargo. Mirá que son clientes importantes, si los atendés bien te vas a ganar buenas propinas. Aunque son medio raros estos clientes, le anticipé. Bah, no sé, tal vez sean ideas mías. Lo importante es que hagamos lo que nos toca a cada uno. Volví a la garita para despachar a otros veraneantes que pegaban la vuelta a la Capital Federal. A eso de las tres de la tarde intenté acercarme de cortesía a las carpas donde se ubicaba el staff de Milton. Y ahí nomás, corroboré con 348

claridad todo este excentricismo que traía a cuestas su grupo. Dos tipos se estaban meta que dele a los besucones dentro de la carpa. Entonces era así la cosa. Este es un re- ducto de maricas. Sí, maricas de los peores que hay, como el mariquita que vivía en mi pueblo natal y que me volvió enseguida a la cabeza después de ver esta escena. Ni del nombre me acuerdo, pues todos lo llamaban así. El mari- quita. Al punto que creo que ni él se sentía tocado. Ni le molestaban que le dijeran mariquita. Entre los paisanos del pueblo lo considerábamos como una persona rara, como al- guien que en algún momento y por extrañas circunstancias se hizo marica. Decían en el pueblo que los maricas son así, de repente son hombres que se pasan para el otro lado. Y no hay cosa, les gusta los hombres, les gusta el pito, insisten que les gusta el pito hasta el cansancio, así nomás se decía en mi pueblo. Nunca más lo vi a mariquita. Supe que se había ido por el conurbano bonaerense a probar suerte y ha- cer su vida sin que el peso de los ojos ajenos le quitara con- tinuamente el oxígeno. Y no tardé mucho en darme cuenta que Milton se acercaba con otro amigo, que a la vista de todos no era muy amigo que digamos, porque también se dieron unos besos suaves en la boca y, por fin, me cerraba todo repentinamente. Milton era un marica. Como mari- quita, en mi pueblo natal. Como estos dos que andan a los besucones más intensos aún. Pero debo admitir que mari- quita era más mucho más discreto. Sus ademanes, sus acti- tudes, sus formas de caminar demostraban día a día que se trataba de un marica. Pero nunca se lo veía así a los besu- cones, tan a la vista de todos, como hacían estos maricas dantescos que se besaban cuál ofrenda a un dios se tratase. Además, otra cuestión que se comentaba en el pueblo es que 349

los maricas, los trolos como estos, además de tener una en- fermedad incurable de que les gusta el pito, también conta- gian. Por eso, mejor no tener mucho contacto. Que si hay un abrazo, un acto cercano de cariño, un roce comprome- tido, entonces se corre el riesgo de ser marica. Recuerdo que eso me lo decía el dueño de la estación de servicio, cuando hablábamos de mariquita. Si estás muy cerca de ellos, te podés contagiar Américo, te podés hacer puto de un día para el otro. ¿Vos te imaginás haciéndote marica y con tu familia a cuestas? Qué horror, llegué a pensar. Que mis hijos, por ejemplo, Eduardito se despierte un día y se dé cuenta que su papá es un completo marica, como mariquita. Y Ricar- dito. Que se entere de lo mismo. Llegué a imaginarme tal diagnóstico. Al dueño de la estación de servicio, haciendo de pseudo médico en la entrada de mi casa. Vine a diagnos- ticar al señor Américo, permiso. Me temo que ha tenido mu- cho contacto con mariquita. Lo ha saludado afectuosa- mente, lo ha abrazado en algún momento y la enfermedad se propagó por todo su cuerpo. Se ha hecho un terrible ma- ricón. Es una enfermedad irreversible, les podría haber an- ticipado el dueño de la estación a la familia reinante. Su pa- dre ya se ha convertido en un trolo, como le dicen aquí a esta enfermedad. Lo acompañará hasta la muerte, lamento informarles. Señora Nilda, lamento lo sucedido. Es terrible. Su marido es trolo. Usted se preguntará cómo esto es posi- ble, si mi marido hace unos días se acostaba conmigo y ha- cíamos el amor fogosamente, hay pruebas concretas, podría haber dicho Nilda. Él siempre fue un león en la cama. Lo sé, señora Nilda, lo sé. Pero esta enfermedad no tiene nin- gún tipo de piedad con nosotros, los seres humanos. A partir de ahora lo tiene que saber. No quiero ser grosero, señora, 350


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