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BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Published by Gunrag Sigh, 2021-04-22 00:23:05

Description: BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

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cía medio dramática esta historia del extraterrestre y el pi- bito. Segunda película. Rambito y Rambon, los mejores combatientes. Devuelta el gordo y el flaco. Se habían con- vertido una especie de comodín estos dos. Se ve que tenían como una suerte de imán con las películas y el teatro mar- platense. Pero se trataba de una producción argentina. Yo quería actores hablando en otro idioma. Que me obligara a tener que leer los subtítulos. Que pronunciaran esas frases cortas, lacerantes y frías que suele tener el idioma inglés. La descartamos. La película de Rambito y Rambón será para la próxima. Tercera película. Los bañeros más locos del mundo. Nuevamente, el cine argentino queriendo ha- cerse omnipresente. El argumento parecía divertido. Sobre todo para los más pibes. Unos detectives convertidos en fal- sos bañeros, eran enviados en una misión secreta para en- contrar a unos malhechores. Por supuesto, se supone que con estos actores que aparecen en el volante, los detectives son más cómicos que otra cosa. Debo sincerarme, pero esa era la película ideal para la familia tutta, como estábamos en ese momento. Pero tampoco me convencía, pese a que los más chicos suplicaban porque comprara los tickets para esa película. Veamos qué otras hay, solicité al grupo familiar entero. Película número cuatro. El imperio del Sol. Fui al resumen de la película. Era bélica, de drama, a grandes rasgos contaba la historia de un niño que caía prisionero por el ejército japonés. Y todo, claro, situado en la segunda guerra mundial, por si es necesario ponerle más belicismo y dramatismo a la película. Hago en este momento un repaso de los prejuicios que tenía en su momento sobre las películas dramáticas. Decido anotar esto 251

con letras mayúsculas. Pues bien, en ese momento una pe- lícula dramática era cuestión de estúpidos que no tenían en que gastar su tiempo. Sucede que para un novato en el cine, lo único permitido era excitación, emoción desenfrenada, acción constante, derroche de colores, de paisajes, de per- sonajes. Y que aparecieran todas aquellas cosas que me eran de lo más atípico en mi amesetada vida pueblerina. Quería ver armas, armas de las más sofisticadas. Por ejemplo, ame- tralladoras que dieran una secuencia incontable de disparos. Rayos laser, que sirvieran para amedrentar a los contrarios, a los enemigos de los protagonistas. Que se destruyeran ob- jetos valiosos, por ejemplo, automóviles, que volaran los automóviles por los aires. Que se incendiaran helicópteros, aviones, que explotaran bombas y los actores con sus dobles de riesgo tuvieran que hacer piruetas antes de caerse. Y qué decir de la velocidad, otra cuestión que me seducía en elegir otra película de las que se ofrecían al momento. Que los automóviles tomaran velocidades extremas, lo mismo las motos, que la velocidad nos impidiera verlas con claridad. Y por qué no irme a los grandes rodados, a las camionetas que chocaran contra automóviles, que cayeran de los puen- tes hacia el abismo. Y los camiones, con un acoplado. Con dos acoplados. Con tres o cuatro acoplados, que pisaran una secuencia incalculable de automóviles, personas, carteles, motocicletas, casas, que atravesaran una laguna como quien cruza un charquito sin dificultades. Puedo agregar más co- sas aún. Que en las películas aparecieran robots. Porque yo apenas si sabía el significado de esa palabra. Robots. Ro- bots que puedan destrozarse mutuamente. Que puedan con- vertirse en cualquier cosa. 252

Fue cuando me empezaba a dar por vencido cuando apa- reció otro repartidor de volante con un solo ofrecimiento. Venga a ver al cine Neptuno, el súper estreno de esta tem- porada. TERMINATOR. La única película en cartelera. Porque no hay otra diferente. Porque no hay otra mejor, de- cía. Ni más ni menos que la película que se cansaron de ofrecer las “promesas del cine”. Ahora estaba ahí, a metros de superar el trauma que me había generado que dejaran plantada a una familia entera con las ganas de conocer el cine. Estoy seguro que hasta ni siquiera esas nefastas “pro- mesas del cine” la habían visto. Además, se titulaba de una manera tan llamativa, TERMINATOR, la máquina que viene del futuro. Una máquina destructiva, letal que se mos- traba de manera muy diferente a lo que cualquiera pudiera interpretar en ese momento como una máquina. Hablába- mos de una maquina humana. Una máquina que tomaba el formato de hombre, de ese actor musculoso y fisicocultu- rista, con anteojos negros y una temible ithaca en la mano. Casi como si se tratara de una máquina de matar. Una máquina asesina. Miré devuelta el volante. Sí, es eso. Una máquina asesina. ¿Pero acaso las máquinas no tienen otra función? ¿Las máquinas no sirven para producir? Las má- quinas que están en las industrias, en estas ciudades como Mar del Plata, las máquinas ayudan al hombre a progresar. Es inadmisible que una máquina tenga esta función inver- tida. Una máquina que puede matar. Y que tal vez sea más efectiva para dicho asunto que un asesino a sueldo. Porque es una máquina y una máquina no tiene sentimientos. Me terminé de convencer. Esa y ninguna otra película quería ver. Me acerqué a la boletería. Disculpe, don, me dijo el boletero. Pero me temo que los más chicos no van a poder 253

ingresar a la sala. Esta es una película no apta para menores de 16 años. En rigor, los únicos que podían ingresar a la sala éramos Nilda y yo. Pero a Eduardito y a Silvina los dejaron entrar. Así que la otra tropa, o sea Nilda y los cinco restantes se fueron al cine de la otra cuadra a ver Los bañeros más locos del mundo. Pagué tres tickets y le di algo de dinero a Nilda para que pagué las otras entradas. A todo esto, Pablo Martín y Ricardito seguían aumentando su nivel de incivi- lización revoleándose caramelos en la cabeza, dándose pa- tadas hasta caerse en el piso aceitoso y resbaladizo de tantos ingresos y egresos a la sala del cine. Y ahí fue la primera vez que escuché un comentario que se empezó a sentir de manera balbuceante en los alrededores del cine. Que estos son unos negros cabeza. Que querés, dijo un señor de mi edad por entonces, si son unos negros cabeza, unos negros cabeza que están copando desde hace años los cines de la peatonal San Martín, los cines de la Bristol. Son unos ne- gros cabeza que mean fuera del inodoro, afuera del mingi- torio, dejan los mingitorios llenos de pelos, estos negros ca- beza, cagan y dejan el inodoro hecho una inmundicia, que costumbre de mierda que tienen estos negros cabeza. Pero como ahora tienen guita, copan los cines de la peatonal, los cines de la Bristol. Y esto es una especie de resumen de los comentarios que intercambiaban seguramente aquellos que el cine no representaba su primera experiencia. Finalmente Nilda se llevó a los cinco a ver la película cómica y nosotros nos metimos en la verdadera película, donde iba a aparecer esa gran máquina despiadada proveniente del futuro. Les pasé los boletos a Eduardito y a Silvina. Fila quince. Por suerte, teníamos los tres asientos uno pegado al otro. Se en- 254

cendió la gran pantalla. Es tal cual como lo decían las “pro- mesas del cine”. La pantalla del cine es una gran pantalla. Es una espectacular pantalla. Es lo más grande que había visto por entonces. Como el Brontosaurus para los que es- tudian paleontología. Como el Boeing 747 Jumbo, el Airbus para los amantes de los aviones. Encendieron el audio que apareció ignoto, como haciendo serpentear a los telones de terciopelo. También el audio del cine es implacable. En to- das estas facetas, llegué a decretar una lenta conclusión so- bre el cine y su titánica pantalla. Es mucho más que la tele- visión. Ha destronado la televisión en segundos. Hay dejado en el suelo hasta esa imaginación omnipresente que me ha- bía traído hasta la ciudad. Ha llevado al terreno de la redun- dancia esa fantasía que elaboré por entonces, en la estación de servicio. De momento, la televisión ha pasado a un se- gundo plano. Se había convertido en lo que realmente es, una caja chiquita, tal vez diminuta, insignificante que ca- rece del esplendor y la plenitud que sí en cambio tiene la pantalla del cine. A pesar de que la pantalla ya estaba en plena actividad, las luces seguían encendida y el bullicio reinante me opacaba esta primera experiencia con el cine. Para peor, Silvina y Eduardito, se habían levantado de las butacas y no los encontraba. ¿Dónde se me fueron? ¿Dónde se metieron estos mocosos que parecen niños de cuatro años? Aunque no me vayan a creer los futuros lectores, Sil- vina —que ya estaba acercándose a la adolescencia— se había agrupado con unos pibes en las butacas que estaban adelante y que nadie quería cubrir. Pues estaban allí, sal- tando en las butacas como si se tratara de un parque de di- versiones. Saltaban y saltaban para luego dejar caerse sobre la butaca a cuenta de que el asiento en algún momento iba 255

a ceder. Me acerqué con ganas de traerla directamente de los pelos. O de la oreja. Mocosa de mierda, ponerse a hacer tanto quilombo en el medio del inicio estelar de la película de la máquina del futuro. Y a medida que la tenía cada vez más cerca a Silvina, con ganas de matarla, una secuencia de comentarios que balbuceaban sobre las escalinatas adver- tían sobre el comportamiento de la embravecida masa in- fantil en el cine. Son los negros cabeza que han venido a copar los cines de la Bristol. Qué negros cabeza estos, dan ganas de echarlos a la mierda. Ya de pequeños con estos modales desastrosos. Qué negros cabeza, estos. Claro, como ahora tienen dinero de sobra, como Mar del Plata ha dejado de ser la ciudad distinguida que era en su momento y se ha convertido en el paraíso de los negros que copan las playas, los estacionamientos, los juegos de diversión y los cines. Vienen con todas sus costumbres poco civilizadas. Además, como son negros tienen cuatro, cinco, seis, diez o veinte hijos. Qué negros cabeza. Y esto pasa, se llena la sala de negros y negritos de mierda, que ensucian la sala, rom- pen las butacas y dejan todo tirado en el piso. Si alguien tiene duda de todo esto, hay que mirar el piso. Comen un alfajor, y la basura al piso. Comen una hamburguesa, y el envoltorio al piso. Lo mismo con los aderezos. Tiran los sobrecitos de la mayonesa, de la mostaza, del Ketchup, esa salsa roja que se disemina con tanta facilidad en la cerámica y que deja una mugre de color negro en las alfombras de este cine. Y todo así, sino hay que mirar las parejitas de ne- gros que se amontonan a besuquearse al lado de las fami- lias. No tienen ni inhibición, estos cabecitas. Y ahí fue cuando lo encontré al segundo, al Eduardito. Apretando con una chica de su edad, entre dos butacas. Pero, ¡Eduardito! 256

Te parece mejor momento este, ponerte a besuquear con una chica que recién conoces, en el medio de una película que está por empezar. Tan alzado estaba el pendejo este que no paraba de meterle mano en la pollera a la chica. Me acer- qué. Che, Eduartito, a ver si aflojás un poco con la chica esta, le dije pero mi palabra se la llevó el escaso viento que circulaba en la sala. ¡Eduardito!, a ver si te dejás de joder y la soltás a la piba esta, después pedile el teléfono ahora te- nemos que ver el TERMINATOR. ¡Qué querés que haga, papa! Dejame acá, la estoy pasando bien con ella. Y en eso siento que me dan un empujón de atrás. Era un tipo gran- dote, con los pómulos rojizos casi en posición de boxeo. Lo voy a matar al pendejo este, se está metiendo con mi hija, lo vi cómo le metía la mano en la pollera. Es un negrito pervertido, su hijo, sáquemelo de acá porque lo mato. Fue solo un instinto lo que me hizo agarrarlo al Eduardito de la oreja, mientras que seguía meta que dele besucones y apre- tujones con la chica en cuestión. Vamos Eduardito, acá está el papá de la chica, te va a matar a vos y a mí porque dice que no te quiere cerca de la piba. Pero, papá, los dos la es- tábamos pasando bien. ¿Por qué se mete el viejo ese? Es el padre, hijo. Es el padre y te va a fajar a vos y a mí. No ves que mide como dos metros. Vamos a nuestra butaca. Por suerte, las luces se apagaron. Ya no veía de cerca ese cuerpo macizo y amenazaste del padre de la novia repentina del Eduardito. Qué manera de traspirar. Por cierto, Silvina ya había entrado en razones y estaba sentada muy expectante a que apareciéramos nosotros y la película diera su comien- zo. Por favor, quédense acá y no se muevan. Estamos frente a un acontecimiento histórico. Nuestras vidas quedan en 257

suspenso por el tiempo en que dure la película. La máquina del futuro está por llegar. Terminaron las colas. El cine se transformó en una pe- numbra excitante. Duró unos segundos. Pero era excitante. Ninguna tecnología le ganaba en esto. De pronto, aparecie- ron los primeros nombres de los actores. Arnold Schwarze- negger, primero. Linda Hamilton. Michael Biehn, el último que aparece con esas prosaicas letras. La película la dirigía un tal James Cameron. Había una música o una especie de sonido amenazante, Tu-tum, tu-tum, tu-tum. Hizo mover los grandes terciopelos. Fue el momento la primera gran es- cena de la película. Unos rayos aparecen en un descampado en la ciudad. Decía, ciudad de Los Ángeles. 1984. Los rayos irrumpieron en el medio del descampado y ahí nomás apa- reció. La máquina del futuro. Después es el momento en que la máquina del futuro, que ha venido a aparecer en pe- lotas, se les planta a un rejunte de malvivientes que vaga- bundean cerca de este descampando. Los malvivientes se le ríen en la cara, pues es gracioso ver a un hombre musculoso así en pelotas. Pero es una máquina, un robot que además de fuerza carece de sentimientos. Entonces los golpea a to- dos, asesina a uno de ellos arrancándole las vísceras, de- mostrado que no se trata de una cinta de montaje, de un ro- bot en el medio de una fábrica moderna, sino de una má- quina de matar. Uno de ellos intenta escapar y la máquina le pide la ropa que lleva puesta. Eso o la muerte. Posterior, la máquina del futuro preguntará por John Connor. El líder de la resistencia del futuro. El líder de la resistencia de los humanos, en esta supuesta guerra que se libraría en el futuro entre las máquinas y los humanos, John Connor peleará por recuperar el lugar que la humanidad ha tenido siempre en la 258

tierra. Entonces, esta máquina de aniquilar seres humanos, impiadosa, letal, implacable, no dejará nada a su paso hasta dar con el paradero de la madre de John Connor, la mismí- sima Sarah Connor que desconoce por qué es intensamente buscada por esta despiadada máquina de matar. Toda la trama de la película trascurrirá en sobre este argumento. Pero lo interesante fue que para que la máquina de futuro pudiera encontrar a Sarah Connor fue necesario una serie de escenas donde no faltaron autos que volaran por los aires y ametralladoras que vaciaban cargadores. Inclusive, una de las escenas más destructivas que recuerdo fue cuando la máquina del futuro ingresó destruyendo la entrada a una comisaría en búsqueda de la archi-mencionada Sarah Connor. Es en ese preciso momento que la película logró su momento crucial. Literalmente, la máquina del futuro ha venido a matar. Asesina un policía. Dos policías. Cinco policías. Los aniquila con una ithaca fulminante, sin posi- bilidad alguna a la supervivencia. Destroza todo. Oficinas. Paredes. Vidrios. La máquina del futuro ha venido con un único fin. A pesar de ser una película de acción cargada de violen- cia, tiene un final feliz. El clásico happy end que tanto des- cribe a las películas de Hollywood. Pues la humanidad queda a salvo. Finalmente la máquina del futuro es des- truida y Sarah Connor sobrevive, embarazada de John Con- nor. Luego vino el momento del cierre de la película. Nue- vamente el sonido retumbante. Tu-tum, tu-tum, tu-tum. Se encendieron las luces. Desde el inicio de la película tuve un inconmensurable deseo que la película no terminara. Que no terminara nunca. Pero las películas tienen su final y, sé que al lector le resultará estúpido leer esto, pero tienen un 259

final como toda experiencia en la vida. Hay veces que no tengo recursos para explicar con grandilocuencia lo que siento, sepa perdonar el lector. Cuando sucede eso lo pongo y listo. Luego capto la idea y le podré dar una prosa un poco más sofisticada. Pero por más sofisticada que sea mi forma de explicar, la sensación del cine es clara. Es simple. Es di- recta. La película termina y las luces encendidas son las que cortan la ilusión. Luego, el cierre con todos los detalles de la película, los agradecimientos, los que trabajaron fueran de cámara, los que prestaron locaciones, las empresas que la financiaron, otros tantos agradecimientos actúan en este mismo sentido lapidario. La película terminó. Mientras to- dos se retiraban de la sala, traté de evitar al hombre corpu- lento que se me vino encima por culpa del Eduardito. Pero el Eduardito se me había escapado nuevamente. El asombro por su primera experiencia en el cine pareció ser efímero. Ya lo iré a buscar, dije. Mientras, mi hija Silvina desatada volvió con ese reducto infantil anarquista a ponerse a saltar en las butacas delanteras con el único propósito de que se desplomaran. Yo ya no puedo con tanta desobediencia, es- tablecí. Además, quería ver el final de todo. Es decir que los telones de terciopelo se cerrarán con ese movimiento pau- sado con el que lo hicieron al inicio de la película. Y final- mente cerraron los telones. Ese color violáceo que tenía y me encandilaba los ojos. Era el único espectador que había quedado en la sala. Ello sin sumar a Silvina con su reducto de amigos saltando en las butacas. Oíme, Silvina, a ver si te venís para acá urgente antes de que te saqué del cine de las orejas, ya estás grande para esto, sentencié. Perdón, papá, se disculpó y se vino al lado mío. Vos sabés donde está Eduardo, le pregunté. No, ni idea papá. Vamos a buscarlo a 260

la salida. La próxima vez, me vengo solo. Es un dolor de cabeza venir con ustedes. Cuando ya estaba en el hall prin- cipal del cine lo llegué a ver a Eduardito. Devuelta. Enre- dado con la pibita esta matándose a besos. Y de repente, lo veo al padre, que no hará falta que detalle lo fornido que era, con su rostro enfurecido y desesperado por el paradero de su hija. Ya me daba tanta bronca la actitud de Eduardito que se merecía una paliza del padre de la novia. Pero por suerte lo agarré a tiempo, mientras el padre de la prematura novia de Eduardo la seguía buscando por fuera del cine, ya sobre la peatonal. ¿Qué hacés, Eduardito? Soltala a la piba, le dije mientras lo agarraba de la oreja y casi que me lo tuve que llevar arrastrando. Soltáme vos, papá, me dijo el cara- dura. No ves que estoy enamorado. Dejate de joder, Eduar- do, ¿quién se va enamorar tan rápido? Además, pareciera que no le diste pelota a la película. Semejante película, por cierto. Pero, papá, rezongó de nuevo. No le pude pedir ni la dirección de su casa, ni le llegué a preguntar si tenía telé- fono. Lo único que vas a encontrar en la dirección de su casa es a su papá que si te ve, te muele a palos a vos y a mí también. Vamos a buscar a tu mamá y al resto. Hicimos dos cuadras. Los bañeros más locos del mundo, había terminado media hora antes. No se podía esperar de una película argentina que tuviera los mismos recursos para alargar películas. De hecho, recuerdo el comentario de Nil- da respecto a esta película. Los chicos se cagaron de risa, sintieron un poco de miedo en las partes donde los detecti- ves se enfrentaban con los malhechores, pero no mucho más que eso. Nada de sangre, nada de asesinatos que parecieran reales, nada de ithacas, nada de autos volando por los aires. Desconozco aún hoy por qué el cine en vez de bajarlos, los 261

había excitado, en especial a Pablo y a Martín que había armado una suerte de dúo para lanzarse todo tipo de proyectiles en el medio de la peatonal. Y en el medio de esta batahola, caían víctimas como por ejemplo, otros niños que se animaban a responder agresivamente, parejitas que lo único que querían evitar eran molestias infantiles y gente grande, en este caso, totalmente inocente frente al temible accionar de mis dos hijos. Le propuse a Nilda hacer otro plan, para ver si era posible calmar el vendaval que estaban generando mis hijos con otros tantos chicos en el medio de la peatonal. Mira, Américo, los podemos llevar ahí. Donde están las máquinas electrónicas de los videojuegos, pro- puso. Así que sin mucho dudarlo nos metimos en esa gigantesca casa de videojuegos donde había todo tipo de máquinas para jugar pero también para gastar. Compré unas treinta fichas. Recuerdo al boletero que en el momento en que me estaba vendiendo las fichas, el vidrio protector de la boletería recibió un pelotazo desde un ángulo desconocido y el vidrio se hizo trizas. No hubo heridos, debo aclarar. Lo que sí hubo, fue un convincente descargo del dueño del local que rápidamente arremetió contra la clase de gente que frecuentaba su negocio. Que es inevitable en Mar del Plata. Pero hay que aceptarlo. Está repleto de negros cabeza. Negros cabeza que copan los videos juegos y la peatonal. Mientras el empleado comenzaba a barrer los escombros de vidrio, el dueño se me acercó para continuar con su des- cargo. Vio, señor, son unos negros de mierda estos. A quién se le ocurre venir a una casa de video juegos con una pelota de fútbol. Esto es un desmadre. Pero el problema no son los pibes, sino los padres que son unos negros cabeza, ¿me entiende? Y no es que lo diga por el color de piel, que sé 262

yo, seguía en su prédica el señor. Es porque ante todo son negros de mente, no negros de piel. Piensan como negros, ese es el problema. La educación, ¿vio? No les dan educa- ción ni modales entonces se convierten en unos negros de acá, dijo apuntando a su cabeza con su dedo índice, en unos negros de mente. Qué cosa seria, dije evasivo. Le volví a pedir las fichas al empleado y se las repartí a los chicos. Contrariamente a mis hipótesis y a las de Nilda, mis siete hijos estaban en la senda del descarrilamiento absoluto. Cuando se les acababan las fichas, querían seguir jugando, o hacer de cuenta que jugaban a pesar que las máquinas marcaban su claro Game Over. Que siguieran jugando de manera ficticia y sin fichas hasta aburrirse. Ya era cerca de la una de la mañana. Llegamos en dos taxis puesto a que ningún taxista iba a llevar nueve personas a bordo. Esa excitación que tenían mis hijos, se convirtió en un cansancio irreversible que los dejó de cama. Me pegué una ducha. Nilda también se había dormido. Con la tranqui- lidad del silencio, repasé los momentos cruciales de la pelí- cula. Y me apareció una fantasía. Una fantasía de que volvía a mi pueblo como quién va a buscar una cruda venganza. Como si me convirtiera en el TERMINATOR tan temible, pero en vez de llevar a cabo una persecución siniestra hacia Sarah Connor, buscara el paradero de “las promesas del cine”. Como si me convirtiera en una máquina del futuro feroz que, en este caso, viene a vengarse. Soy también un hombre del futuro, que vengo de varios meses adelante, an- tes de abandonar mi pueblo natal. Entonces la secuencia si- gue en que abro la puerta de la casa de uno de ellos. Ingreso a la casa. Sus hijos están correteando en ese jardín polvo- riento donde viven. Él está durmiendo la siesta en el cuarto 263

con su mujer. Mi presencia lo despierta. La mujer pega el primer grito. Hola Américo, ¿qué hacés acá? Hola, le digo con una voz metálica. Vengo del futuro. De un futuro no muy lejano. Para ser preciso, de un futuro bastante cerca. Siendo más precisos, de unos meses, me atrevería a decir. No vengo de un futuro tan lejano, porque sino no tendría tanto sentido. Enfrentarte cara a cara veinte años después con vos, podría sonar redundante esta venganza. Cualquiera pudiera anticiparse y decir que Américo se ha convertido en el Arnold Schwarzenegger marplantense, que lo he venido a matar, a aniquilar y, de ese modo, perpetuar su venganza. Pero no, no sucede nada de eso. Yo soy Américo, aún en la fantasía. Y esta fantasía me sirve para decirle, aunque sea en lo más recóndito de mi conciencia, que los he vencido. A los dos hermanos. He llegado al cine. He visto, he oído y me he estremecido. Por fin, la vida me ha dado esta revancha. 264

19. Paraty y Río Estamos en septiembre pero a Gloria se le da por orga- nizar las vacaciones para marzo. No hace falta decir que marzo, es el mes del inicio del otoño, aquí en nuestras tie- rras australes, es uno de los meses más soleados, el mes de los eventos por doquier, de inicio del año lectivo en lo an- cho y largo del país, del verano apacible, pero ante todo es el silencioso e inquebrantable mes de los jubilados. Me lo imagino también en una propaganda de la televisión. Apro- veche, don Américo, el mes del jubilado. Descuentos y pro- mociones irresistibles. Pero la verdad dudo que seamos un segmento de la población atractivo para el marketing y las ventas. Pues la mayoría somos jubilados que cobramos la mínima o un poco mejor que la mínima. No hay mucho mercado para el perfil de jubilado que soy yo, si me pusiera de ejemplo. Es por eso que las promociones y las ventas de viajes no van mucho más allá de las ventas que se ven en lugares puntuales, lejanos de la publicidad ostentosa. Las encontramos en lugares aburridos. En clubes de barrio, en las mutuales de algunos sindicatos que hay aquí en la ciu- dad, pero sobre todo en los afiches que pegan en los centros de jubilados. Para el caso, debo incluir al centro de jubila- dos de Punta Mogotes al que Gloria asiste. Quiero volver a aclararle al lector que ese centro de jubilados nunca me ha entrado en gracia. No me gusta la actitud de esos viejitos. Eso de andar haciéndose los pobres diablos, los que la “so- breviven” y después me entero por el radiopasillo que co- bran el doble o el triple de jubilación que tengo yo. Mi con- 265

clusión es que son unos viejos amarretes. Que nunca supe- raron esa actitud mezquina de ahorrar y ahorrar como si fue- ran a vivir unos mil años, más o menos. Lo pienso y me dan ganas de escribirlo. Son unos viejos de mierda. Y Gloria que los apaña. Porque en el fondo es igual a ellos. Una ga- llega tacaña. Que anda peleando el mango todo el tiempo, porque hay que cuidar los gastos. Pero esta vez se la jugó Gloria. Parece ser que un grupo selecto de jubilados, con un poco más de racionalidad que el afiliado promedio y mara- villados con las bellezas de Florianópolis y Camboriú, se la jugaron y organizaron un viaje a las ciudades de Paraty y Río de Janeiro. Debo decir que me sorprendieron los viejos estos con la propuesta de viaje. Y que solitos, sin que yo propusiera nada la han aconsejado a Gloria como música para mis oí- dos. El paquete consta del siguiente itinerario. Tres noches en la antigua ciudad de Paraty, hotel con desayuno. Dicen que solo consiguieron el desayuno. Parece que la media pensión y la pensión completa no ofrecen en esta recóndita ciudad. Qué mejor. Cuánto le agradezco a la patria hermana y vecina. A la mierda con la pensión completa o la media pensión. No se puede estar pensando siempre con la lógica del hotel sindical. Como el de Canasvieras, que no hace falta que lo diga pero tenía un convenio con la mutual sin- dical de bañeros de Punta Mogotes. O el hotel de Camboriú que estaba en una situación similar. Es decir que no era un hotel que tenía un convenio con la mutual de bañeros, pero al parecer los agentes expertos de la mutual lo aconsejaban con vehemencia. Es un hotel espectacular. Las habitacio- nes. La pileta que es casi un parque natatorio. El hall de 266

entrada, con ascensor trasparente. Los restaurantes. La co- mida de los restaurantes. Todo un cúmulo exacerbado de cualidades que luego no tuvo ningún correlato con la expe- riencia vivida. Vamos de a poco. Las fotos de las habitacio- nes son una engaña pichanga. Son fotos que tenían diez o quince años. Las paredes sin pintar, la humedad del baño que brotaba por todos los rincones. La pileta no era ningún parque natatorio como decía con esas palabras rimbomban- tes, sino más bien una pileta con forma de riñón típica de los años ochenta. Ni qué decir que le faltaba una mano de pintura. Sigamos. Al hall de entrada le faltaba esa alfombra resplandeciente que se veía en las fotos, pues detentaba un color magro del uso y la suciedad. Y lo mismo el fastuoso ascensor trasparente, que tenía todas las teclas de los pisos gastadas y el suelo derruido de las subidas y las bajadas de los turistas. Como mucho le pongo buena puntuación al res- taurante, que también exigía refacciones imperiosas pero al menos la comida era rica y los mozos simpáticos. Es obvio que aquí hay tongo. Todavía no lo he podido descubrir, pero hay más de uno en este maldito centro de jubilados que se queda con vueltos. A mí no me van a engrupir. Debo aclarar que no me jode tanto que se queden con vueltos, lo que si me jode es que se queden con vueltos y te vendan gato por liebre. Por eso reniego tanto con el tema del centro de jubi- lados y esa hipocresía que están para ayudar a la tercera edad y luego resulta que son los primeros en traer todas esas mañas y ventajismos, típico de viejo miserable. Pero, ¿será que una corriente dentro de esta institución se ha prestado a ofrecernos un viaje que ponga al jubilado promedio en el reino del placer? Antes de avanzar con magnánima conclu- sión, quiero seguir con el itinerario del viaje. Después de 267

los tres días en Paraty, el paquete incluye cinco días en la maravillosa Río de Janeiro. No me lo dicen pero sé por pre- vias averiguaciones que han movido cielo y tierra por en- contrar un hotel con pensión completa o al menos con me- dia pensión. De hecho, a la mismísima Gloria la agarré un día buscando en google, “hoteles con pensión completa en Río de Janeiro” “hoteles con media pensión en Río de Ja- neiro”. Le hubiese dicho, Gloria, Gloria, querida, entendé que este es otro país, con otra cultura, es otra idiosincrasia, seguramente relajada y la pensión completa no existe en es- tas circunstancias. Así que el grupo del centro de jubilados se fue convenciendo a medida que los hoteles de pensión completa brillaban por su ausencia. Lo único que hay, dijo uno en una reunión previa al viaje, son hoteles all inclusive que son inaccesibles para los jubilados del centro. Entonces hubo una votación sobre qué hoteles elegir, si uno que es- taba en Ipanema, otro en Copacabana o uno que quedaba en el centro de la ciudad. Me metí en la votación. No soy afi- liado, todos lo saben, pero soy el compañero de Gloria y voy invertir en este viaje. Por tanto, mi voto valdrá en esta oportunidad. Un hotel en el centro de la ciudad que tiene las mejores playas del mundo no es una buena idea. Voto por la playa de Ipanema o por la Playa de Copacabana. Rápida- mente, el hotel del centro de la ciudad fue descartado. Hay que tomar colectivos y subtes para llegar tanto a Copaca- bana como para Ipanema. Y los viejos del centro de jubila- dos no están para esos trotes. Lo que pasó hace dos años en el viaje al sur de Brasil lo atestigua. Son tacaños estos vie- jitos, pero nada boludos. Finalmente la votación se inclinó a elegir el hotel de la playa de Copacabana. Sucede lo si- guiente, no puedo negar que Ipanema es caro. No me da el 268

bolsillo a mí ni a casi nadie aquí, aun cuando viajemos en temporada baja. Así que todo dicho. Derecho al hotel de Copacabana. Por las dudas, al llegar a casa me dedico a ins- peccionar en internet los comentarios de este hotel. Ya he aprendido una barbaridad con los comentarios en los sitios de internet del balneario. No se ve nada mal. Los comenta- rios son bastante buenos. Varias personas resaltaron la rela- ción precio y calidad. Me voy a dormir con la satisfacción de que este viaje está organizándose a mi medida. Es un progreso para mí, para la pareja y para el centro de jubila- dos. Dos días después, siguen las reuniones con votaciones sobre el devenir de este viaje. Nunca imaginé que un re- ducto de personas pudieran debatir horas y horas sobre la organización de un viaje. Generalmente, esto suele ser más individual, pero en el centro de jubilados todo funciona bajo un estricto sistema de votación. Y en este caso la votación de los que se prenden al viaje. El itinerario está definido. Tres noches en la ciudad de Paraty, que dicen es como un pueblo colonial encantado entre faroles y calles de ado- quines. Después, directo a Río de Janeiro, los cinco días completos en el hotel de Copacabana. Ahora lo que luego pasa a debatirse es el trasporte. Si es conveniente ir en óm- nibus o en avión. El debate se ha intensificado porque hay muchas posiciones encontradas, aunque la posición más firme parece ser la de viajar en ómnibus. Yo siento que no cambian más estos viejos, pero acepto porque no me quiero meter en líos. De última, se tratará de cubrir la misma dis- tancia que en el viaje de dos años atrás. Pero lo peor sucede en el momento en que me entero de las verdaderas distan- cias entre Mar del Plata, Paraty y luego Río de Janeiro. Son 269

más de dos mil kilómetros los que tenemos que recorrer. Para ser precisos, dice un muchacho encargado de la admi- nistración del centro de jubilados, son 2.900 kilómetros desde Mar del Plata hasta este punto del Brasil. Es una lo- cura, una tremenda locura. Luego me entero lo que ya podía barajarse de antemano, que esta gesta vacacional implica tres días completos de viaje, donde se deberían hacer una parada en Argentina y como tres paradas en ciudades del interior de Brasil. Es lisa y llanamente una locura. Pero, ¿cuál es el argumento álgido e insistente de la masa presente en la votación? Que termina siendo más barato viajar en ómnibus. Porque no hace falta contratar una empresa co- mún y corriente ya que el centro de jubilados tiene sus ju- gosos contactos con empresas de ómnibus y los pasajes de cada jubilado le pueden costar mucho menos que a un via- jante cualquiera. No puede ser. Hasta qué punto llegan. El centro de jubilados se ha convertido en un órgano clandes- tino fundamentalista. Hacer un viaje de unos ocho días, de los cuales seis días extra se dedican exclusivamente en ir y venir, no tiene sensatez. Y es en el momento en que me es- toy retorciendo de la bronca cuando salta uno de los afilia- dos con un convincente argumento. Que él es un fanático de los ómnibus a larga distancia, que él está jubilado de cho- fer. Y que lo lindo del viaje en ómnibus es que, aunque no se crea, el momento del viaje uno puede disfrutar de las be- llezas del paisaje, que lentamente se va transformando de la pampa húmeda en pequeños morros. Y así los pequeños morros se transforman en grandes morros selváticos, fron- dosos, verdes e impenetrables. Nos invita a disfrutar de este nuevo viaje bajo ese concepto. Le agarro la mano a Gloria. Este tipo es un lunático, Gloria. Es un lunático. No es un 270

lunático, Américo. Es un aventurero, asegura. No soporto esta repuesta de Gloria. Déjese de joder, hombre. No le pa- rece una locura tantos días de viaje para ir de vacaciones ocho días. Usted es un inconsciente. Un inútil. Un pelo- tudo. Así le contesto. La dejo a Gloria con el grupo aventu- rero que se ha fanatizado con los ómnibus de larga distancia y me voy a casa. Gloria se quedó con ellos. Sigue conven- cida en que el relato de la pampa hacia el ondulado paisaje de los morros desde un ómnibus es más convincente que un apático viaje en avión. Prendo la televisión para que se me vaya la bronca. No me sirve. Pues la bronca se mantiene. Me pongo a pensar de nuevo en este verso que dijo este afi- liado. Que es amante de los viajes de ómnibus. Que es jubi- lado de una empresa de ómnibus de larga distancia. Pienso en el momento en que me jubilé. Lo primero que recuerdo es que me sentí como un viejo inútil, que pasaba al reino de la inactividad laboral. Fue un momento depresivo. No tan extenso, por suerte, pero en el fondo es como que uno hace un duelo. Te dejás de sentir útil. Lisa y llanamente. Y es un trago amargo para quién siempre se ha sentido en la situa- ción contraria, es decir útil para trabajar, para mantener una casa, para pagar la olla a una familia con ocho hijos. Enton- ces, el efecto directo es que uno pasa de la inactividad al terreno de la actividad parcial. Trabaja el tiempo que cada jubilado elige. De la inactividad se pasa a la “actividad a gusto”, para ponerle un decoroso nombre. Y así fue cómo yo empecé a trabajar con Oscarcito, devuelta en el balnea- rio. A ayudarlo con el tema de la administración de las carpas. Y de meterme tanto de nuevo en el ruedo después me doy cuenta que me pongo al frente del bar y hasta me coloco en el lugar de un capacitador con los pibes que recién 271

arrancan en el balneario, que algunos son medio dormidos y andan medio perdidos. Vienen entonces momentos de estrés, que me devuelven al escenario previo de “trabajador activo a gusto”. Pero ahora ya no es tiempo de pensar en mi experiencia propia. Sino en la de este hombre que se presenta en el centro de jubilados como un utópico y apa- sionado observador del momento de transición de la pampa húmeda al zigzagueante paisaje y rutas rodeadas de morros tropicales. No me cierra, no me cierra. Por más que mil per- sonas a la vez me repitan. Américo, no seas tan desconfiado. Es un aventurero, un utópico, un apasionado de la rutas y de los paisajes. Tengo ese centenar de personas diciéndome eso en mi mente. Américo, es un apasionado, un utópico. Pero cuando esas voces de mi conciencia se alejan o se van a dormir, llego a una conclusión. Es viejo no es un utópico, no es un aventurero, no es un apasionado. Le pasó lo mismo que me pasó a mí. Se jubiló y se sintió un inútil, como me pasó a mí. Un inútil que debió buscarse una actividad que lo incluyera en este segmento de los “trabajadores activos a gusto”. Pero hay una diferencia sustancial entre este hom- bre y yo. Y es que mi sospecha es que ha llevado al centro de jubilados todas sus mañas y miserias de quedarse con los vueltos a costa de que al jubilado promedio se le mienta, se lo ilusione y se le robe descaradamente. Tengo esa temible sospecha. Este es el jubilado en cuestión, el gran tejedor del tongo que hay en ese maldito centro de jubilados. Me pro- pongo a hacer algo que al principio lo siento como una lo- cura. Tengo ganas de seguirlo. De investigarlo. Al día siguiente hablo con Oscarcito. Como soy un “tra- bajador activo a gusto” le comento que no voy a trabajar los dos días siguientes. Que tengo que descansar y también que 272

tengo cosas que hacer. No te hagas problema, Américo, ya bastante con la mano que nos das. Tomate una semana, si querés. No creo que sea para tanto. Dame dos días y estoy de vuelta en el balneario. Le digo a Gloria que voy a hacer unas compras. Decido no contarle nada respecto a esta in- vestigación que quiero hacer. ¿Cómo avanzará esta segui- dilla de inspecciones que haré? Bien, antes de salir, chequeo en el correo electrónico el itinerario y los detalles de nuestra luna de miel en Camboriú, hace dos años. Trato de encon- trar el voucher con el detalle de los tickets de ómnibus. Lo encuentro. La empresa se llama Lunabus. Tanto en el viaje de ida como en el viaje de regreso. Con que Lunabus, ¿eh? Ya me estoy convirtiendo en un perseguido. Pero como soy “trabajador a gusto” me puedo dar ese lujo. Lo primero que tendré que investigar es si esta empresa está vinculada con el hombre en cuestión, con el apasionado en viajar en ómnibus. Tiene que ser jubilado de esa empresa. O al menos se trata de una nueva empresa que tomó un nuevo nombre, pero a la sazón es la misma, con la misma infraestructura, con los mismos ómnibus, con el mismo personal. Tendré que ser muy minucioso en esta investigación que estoy a punto de iniciar. Una de las primeras ideas que se me ocurre es cinematográfica, lo sé. Se me ocurre seguirlo. Algo así como que me plante en la puerta de su casa. Mejor, enfrente de su casa. Tendré que esperar varias horas. Tal vez se largue a llover. Tal vez el sol me pegue todo el día, ahora que está viniendo el calorcito. No tengo veinte años. No sé si estoy para esos trotes. Sucede luego que a Gloria la veo tan convencida de la bondad del jubilado aventurero que me termino de convencer. Espero un día más. Al día siguiente, me encuentro bien temprano por la mañana enfrente de la 273

casa del jubilado aventurero. Me siento en un pilar bajito que tiene una casa sin rejas. Por las dudas, para que no me reconozca, me pongo anteojos de sol y una gorra con la insignia del balneario. Además me he afeitado la barba canosa para evitar cualquier tipo de sospecha. Se hicieron las once del mediodía. No sale nadie. Y las once y media. Tampoco sale nadie. Me metí en un lío de puro cabrón que soy. Perseguirlo a este tipo no sé si es medio de maniático, de película de suspenso donde siempre aparece un loco de remate que persigue a sus víctimas. Tal vez pueda volver y replantearme todo esto. Me voy del frente de la casa porque no tengo ya ganas de seguir con esta historia. Paso por un pequeño centro comercial que hay en Punta Mogotes. Voy a llevar unas verduras y de paso le compro un ramo de flores a Gloria. Me tengo que disculpar por todo esto. Quizás le hice pasar por un momento desagradable y sea verdad esa fuerte aseveración en contra mía: que no soy aventurero, que no tengo espíritu aventurero. Claro, a ello hay que sumarle que le llevo unos cinco años a Gloria y si nos pone- mos en exquisitos, mi capacidad aventurera ya se encuentra en una concreta fase de declive. Tendré que pensar en otras cosas más. Es factible que un ramo de flores no le alcance a Gloria para reparar esa desilusión que ha tenido conmigo. Puedo llevarle también una caja de bombones, esos que le gustan que tienen licor y dulce de leche. Me tendré que poner en gastos. Se lo merece. Pobre Gloria, ella tiene sus mañas pero yo soy un viejo gruñón que le trae problemas hasta en su queridísimo centro de jubilados. Y no vaya a ser cosa que este viejo aventurero me quiera seducir a Gloria y me quiera ganar de mano. Es vox populi que los viejos del centro de jubilados le andan tirando onda a las viejas y 274

viceversa peor que los adolescentes en la secundaria. Sin ir más lejos esto fue evidente en el primer viaje que hicimos en ómnibus a Brasil. Resulta que uno de los afiliados había enviudado hacía meses. La difunta era una mujer muy habitué del centro de jubilados. Andaba siempre con Gloria y otras señoras más, al estilo de séquito predilecto. Sucede que era tanto el afecto que le tenían a esta pareja que le insistieron al incipiente viudo que viniera al viaje, que siguiera participando de los proyectos dentro del centro de jubilados. Fue así que confirmó el viaje en los últimos días. Recuerdo al señor ingresando con su pequeña valijita, lagrimeando mientras subía al ómnibus. Tan así fue que durante el mismo viaje empezó con una acérrima actitud de levante a varias afiliadas. Ya cerca de la frontera con el país vecino les hacía todo tipo de caricias y ademanes a las afiliadas que se le acercaban para calmar su dolor. La acti- tud sospechosa del señor siguió ya instalados todos los afiliados en los hoteles. Me enteré luego que se cayó de sopetón a la habitación de una de las pocas afiliadas que tenía habitación single y que se hizo escuchar el grito de la señora echándolo por los pasillos. Inclusive, cómo serán las cosas que este señor de pocos códigos tuvo el afán de querer levantarse a Gloria, en una actitud que lo dejó en off side cuando yo me aparecí en el medio de la playa. Una caradura, el señor. Qué querés qué haga, Américo, me con- testó Gloria. Se pone pesado y uno no sabe si es dolor lo que tiene o anda alzado de puro desubicado que es. Ya no sé qué cara ponerle ni cómo sacármelo de encima. Ni res- peto por su difunta mujer tiene. A Carmen y a Matilde les hace el mismo cuento. Y eso que Carmen también vino con el marido. Se pone a llorar y te abraza y ahí medio que las 275

manos se le van a lugares indebidos, alertó. A tal punto que de tanto insistir con su “ametralladora del levante” el hom- bre terminó a los revolcones en uno de los asientos traseros con una de las viudas del centro de jubilados. Una señora inclusive más grande que él, que bordearía los ochenta y que tampoco tuvo gran reparo a la hora librarse de sus pren- das en medio de ese revuelco algo escandaloso dentro del ómnibus. En síntesis, el centro de jubilados es un lugar donde los afiliados y las afiliadas se andan con pocas pulgas a la hora de las citas y las trifulcas amorosas. Así que mejor dejémosla contenta a Gloria. No quiero desilusionarla y que crea que no soy un viejo aventurero que ya ha perdido todo tipo de pasión. Además de todo esto, le voy a proponer que hagamos el viaje y que veamos documentales o películas que hablen de largos viajes cruzando fronteras y climas so- bre cuatro ruedas. Quiero aclararle al lector que yo siempre fui un apasionado de esa materia, de encarar un viaje hacia destinos excéntricos como una forma de progreso, de alcan- zar un conocimiento pleno del mundo. Quedará mejor plas- mado el día en que mi borrador quede algo así como un li- bro, un ensayo propio de mi autoría. Me refiero a mi expe- riencia de llegar a Mar del Plata. ¿Cómo no voy a ser un aventurero? Justo, yo. Américo, quien viste y calza. Pero es el momento en que me decido hacer todo este tipo de aga- sajos a Gloria cuando de repente lo veo al otro aventurero. Al aventurero del centro de jubilados. Lo veo en un lugar que es cómo mínimo, sospechoso. Está en el local de la em- presa Lunabus. Lo veo de lejos como se pasea atrás de un mostrador. O sea que, no es una persona, un cliente común y corriente dentro de ese negocio. Dejo todos los agasajos 276

que había planificado hacerle a Gloria e intentó minuciosa- mente acercarme al negocio. Me siento un detective en plena escena de la película. En un momento en donde se está por descubrir una pista decisiva. No me tiene que ver. Si me dice, hola Américo, cómo estás, estamos fritos. No escucho nada pero veo que el muy hijo de puta está con- tando billetes. Y lo veo sentado, del otro lado del mostrador a otro afiliado del centro de jubilados. Acá está el tongo. No hay lugar a dudas. Gloria es una ilusa. Se compra cualquier buzón que le venden. Estos dos son los regenteadores del tongo universal instalado en el centro de jubilados. Por eso nunca me quise afiliar. Gloria es una ilusa. Piensa siempre que la gente tiene buenas intenciones, ante todo. Pues yo no, pienso que la gente tiene malas intenciones. Posterior, lo veo con la calculadora. Está haciendo números. Así se siente el “trabajador a gusto”. Cagando y robándoles a los jubilados sus ahorros. Ahora que lo pienso, la luna de miel colectiva que tuve con Gloria no nos salió tan barata que digamos. Dejo todo ese escenario patético y me vuelvo a casa. A Gloria, ni una palabra. Pero presiento que ella tam- poco me quiere decir una sola palabra. Con esto de que no soy aventurero. Y con esto, desde mi propia trinchera donde establecemos el combate y me decido a sostener que el aventurero en realidad es un ladrón de poca monta. Vuelvo a chequear los mails que tenía en la bandeja de entrada del correo. Quiero ver el costo del pasaje. Tomo el total del valor, que por cierto no está discriminado. Eso ya es sospechoso. No importa, el valor total del paquete por persona me servirá para que sume otro total en base a las averiguaciones que haré próximamente en internet. Pri- mero, tengo que tomar el valor por persona. Entonces, lo 277

primero será averiguar cuánto sale un pasaje a Florianópo- lis, la primera ciudad que visitamos. Y a esto le tengo que sumar la estadía en un hotel. Tengo el modesto problema que los hoteles que encuentro en Florianópolis no son de pensión completa, como para tener números bien precisos. No importa. Se puede hacer una especie de redondeo. Hago toda la sumatoria. Increíblemente, incluyéndole el avión el viaje por cuenta propia es más barato. La re puta madre que lo re mil parió a este jubilado aventurero. Nos cagó a todos de una manera vergonzosa. Yo lo sabía, lo sabía. Ay, Amé- rico, si hay algo que no tenés a tus setenta y pico de años es inocencia. Cosa que Gloria, sí. La próxima tarea que me queda es robarle el voucher a Gloria para ver cuánto ofrecen este viaje. Me levanto al día siguiente y la trato con todos los honores. Hola mi amor, ¿querés un poco de café?, le ofrezco. Sé que ayer ha traído papeles y no me lo ha dicho, pero estimo que por algún rin- cón tiene que estar el voucher que está ofreciendo el jubi- lado aventurero. Como todos los miércoles, hoy es el día donde hacen la famosa colecta de jubilado a jubilado. Es una colecta que consiste en ayudar con alimentos y con ropa a todos los jubilados que no tienen asistencia ni jubilación. O sea, aquellos que tal vez deberían ser jubilados pero no se han dado por aludido porque necesitan trabajar para vivir. O aquellos que el físico ni la mente les da y quedan en situación de desamparo. Es muy injusto que pase esto con esa gente en estos días. Pero insisto, ante tanta be- nevolencia, acto de solidaridad, hermandad y caridad, siem- pre hay uno que se hace el gil y se queda con su parte. A mí no me engrupen. 278

20. Corrupción en el centro de jubilados Gloria salió hace unos veinte minutos por el tema de la colecta. Como no tenemos auto, se va caminando a pesar de que hace frío en la ciudad y estamos terminando con los últimos días invernales. No me gusta mucho el tema de entrometerme en su intimidad. Esto de andar revisando cosas que son de ella. No soy de esa clase de hombres. Si me tiene algo que ocultar, pues entonces es su tema. No gano nada con husmear. Pero lo cierto es que esto no es un tema exclusivo de su competencia. Ya que el viaje nos vin- cula a ambos y presiento que ha guardado minuciosamente que yo no ande husmeando la información del viaje a Bra- sil. Por lo tanto, me decido a subir a la planta alta y revisar lo que trajo ayer. Meto la mano en la cartera que usó. Hay unos papeles. Son los papeles que repartieron después de haberme ido del medio de la reunión. Lamentablemente, no hay información del precio. Pero se aclara que están evaluando jugosas oportunidades de financiación del viaje. Financiación hasta en veinticuatro cuotas sin interés, se ve que nos ofrecen. Un punto más a favor mío. Tamaña oferta de cuotas, esconde algo que no necesito ser economista para saberlo. Se ofrecen cuotas a los que no pueden poner todo el cash. Y quien mejor imposibilitado para pagar de un solo saque: el jubilado promedio que asiste al centro de jubilados de Punta Mogotes. Han pasado unos quince días de esa vez que le revisé la cartera a Gloria. Esta vez no fue necesario que le revise nada, pues se me aparece ella con la buena nueva de que el 279

viaje en ómnibus a Paraty y Río de Janeiro es una oportuni- dad espléndida, pues han agrandado la oferta a treinta cuo- tas sin interés. Es una oportunidad espléndida, le respondo con total falsedad. Si hay treinta cuotas entonces mi hipóte- sis lentamente se va convirtiendo en una gran teoría. Esto es una estafa. No hay que darle vueltas. Me he faltado algu- nos días en el balneario sabiendo que no estamos en tempo- rada y tanto que digamos no me necesitan. Lo llamo a Os- car. Hoy voy para allá, le digo. Sé que hay poco para hacer pero necesito despejar la cabeza. Qué pasa, Américo, me contesta Oscarcito siempre atento a que un viejo como yo pueda tener un problema. Nada, qué sé yo, después te cuento si tenemos un rato. Se hace el mediodía y me voy al balneario. El mes de septiembre es un mes donde práctica- mente ningún balneario de Punta Mogotes ofrece servicios. Alguno que otro abre el bar para almuerzos. Hay otros que se dedican a los eventos empresariales y hacen recepciones tanto al mediodía como a la noche. Pero en verdad, son los menos. El resto, como nuestro modesto balneario, no se arriesga a ese tipo de oportunidades. Por empezar, nuestro bar no puede recibir más de treinta o cuarenta personas den- tro. Aspecto que nos demuestra que es imposible hacer un evento empresarial. En segundo lugar, tampoco somos ads- criptos a sumarnos a la movida nocturna puesto a que nues- tro perfil es más familiar. Siendo más concretos, nuestro momento de apertura es a fines de octubre desde hace unos años. Y si el clima no acompaña, se abre recién a principios de noviembre. Ya siendo fines de septiembre, noto que hay mucho abandono dentro del recinto principal del balneario. Ha sido un invierno ventoso y con muchas lluvias, así que 280

las grietas de humedad se hacen presente por todas las pa- redes y mamposterías. Quizás el que nunca trabajó dentro de un emprendimiento pegadito al mar no lo entienda. Pero aquellos que siempre estuvieron en el rubro no necesitan explicaciones exhaustivas de que la humedad es el peor enemigo. Lo es para el mantenimiento de las carpas, para las lonas, para las paredes de todo lo que se pinta antes del comienzo fuerte de la temporada y hacia el final comienza a mostrar sus grietas y fisuras en las paredes. Lo mismo sucede en los armarios, en los recovecos y espacios reduci- dos donde la humedad se apropia del espacio con su olor y su avance impiadoso. Llegan los pintores y empiezo con las instrucciones. Picar las paredes principales del salón. Tam- bién les pido que tomen nota si es que hay una filtración de agua. Pero me temo que voy a tener que estar encima de ellos, porque esos detalles meticulosos siempre son una virtud del que quiere que las cosas queden bien y no a medio hacer. No sé qué me pasa pero este día no estoy del todo con- centrado en las prioridades del balneario previo a la tempo- rada. Es como que todo el tema del viaje a Brasil me ha dejado en una suerte de suspenso flotante. Quiero seguir con esta investigación hasta sus últimas consecuencias. Su- cede que si mi hipótesis se corrobora finalmente, entonces Gloria dejará de lado sus insistencias en planificar las vacaciones por intermedio del centro de jubilados. Demás está decir que también hay otras cosas que no las he contado pero además de que el entorno del centro no me cae bien, nunca he encontrado allí alguien con quien pudiera entablar algún tipo de complicidad o confianza. Un aspecto que puedo resaltar es que a nadie allí le gusta leer. Son peores 281

que las generaciones que vienen entrando, pues no he visto a casi nadie en los viajes distraerse con algún libro. Otra cuestión que me ha dado innumerables ataques de bronca es la actitud vergonzosa de criticar el mar de Brasil. Aunque no lo entienda quién tiene una actitud más o menos razona- ble a la mía, la mayoría de los viejos que se unieron al viaje solían tirar la bronca contra las playas brasileras. Como si las playas marplatenses estuvieran por encima las primeras en cuestión de calidad y esplendor. Y ahí es como que tengo una traba personal, algo que me impide que las vacaciones sean una verdadera invitación al descanso. Pues quiero de- cir que yo en estos menesteres me ubico en la vereda opuesta. Es inobjetable que la playa de nuestro país vecino es mucho más amigable que la costa atlántica, que Mar del Plata o cualquier balneario en sus alrededores. No quiero aburrir al lector con estas cosas. Ya he comentado algo de esto en uno de los capítulos que irían al principio de este borrador y tengo el temor de convertirme en un escritor re- petitivo y denso. Sin ir al detalle de que tampoco he visto a ninguno de los viejos del centro de jubilados haciendo el mínimo intento en el aprendizaje de un idioma amigable como es el portugués. ¿Por qué no pensar en que se puede aprender a hablar en otro idioma? Pues la postura general de los jubilados del centro es opuesta a la mía. No les in- teresa nada del portugués, nada de esas formas de expresio- nes que hasta parecen producto de una forma desorganizada en el habla, pero bien, en realidad son expresiones que solo difieren de nuestro estilo imperativo y demandante que te- nemos los argentinos cuando nos comunicamos con el otro. Al menos para mí fue una experiencia prodigiosa darme la 282

posibilidad de aprender unas palabras en portugués, lo mí- nimo e indispensable que uno necesita para manejarse, a sa- biendas más que portugués termina siendo un portuñol. Como, por ejemplo, en vez de gracias decir obrigado, en vez de usar el tú o el vos, decirles você. O simplemente pa- labras, con solo nombrar algunas para que ambos idiomas se complementen en un diálogo que cumpla con lo mínimo e indispensable. Por ejemplo, el ananá que tanto me gustaba comer en la playa, decirle abacaxi, el limón que en verdad es una lima le dicen limao, a la frutilla le dicen morango, al jugo de naranja, también es sencillo, suco de laranja. Pues estos nombres y objetos que hasta suenan amistosos eran descartados por la gran mayoría de los viajantes del centro de jubilados. A casi nadie vi pedir algo, nombre algún objeto en su palabra nativa. Ni siquiera el obrigado, que es tan sencillo y representa de algún modo una mera expresión amistosa con el hermano extranjero. Lo busco a Oscarcito. Oíme, le digo, necesito sacarme algo que tengo entre las tripas. Oscar abandona lo que está haciendo y se acerca para escucharme. Qué necesitas, Amé- rico, te veo medio distraído. Decime qué es eso que tenés entre las tripas, por favor. Nada, contesto, nada importante. Pero es como que siento que me están estafando con el tema del centro de jubilados. Oscar se desorienta. Quiero expli- carte mejor. Sabés que Gloria asiste a un centro de jubilados y cada tanto nos proponen un viaje, le informo. Hace un tiempo hicimos un viaje a Florianópolis y ahora están organizando un extraño viaje a Río de Janeiro que sería todo en ómnibus. Sí, no me pongas esa cara de asombro, Oscar- cito, estos viejos se pasan. Quieren ir en ómnibus hasta Río de Janeiro. Oscarcito se empieza a reír solo, no me deja 283

tiempo para que siga y suelta varias carcajadas. El asunto es que yo tengo grandes sospechas que uno de los jubilados se queda con vueltos, porque anda metido con una empresa de ómnibus que vende pescado podrido a los jubilados del centro. Lo que te quiero pedir es dentro de todo sencillo. Necesito que les armes un cuento a esta empresa. Tenés que irte a la oficina donde atiende esta gente y presentarte. De- cile que sos el dueño de este balneario, que además tenés un hotel y que tenés un contingente de unos trecientos jubila- dos con un centro de jubilados de la Capital Federal. A ver si así le podemos encontrar el tongo a estos. No sé qué otra recomendación podría darte en estos casos. La verdad es que no necesitás mucho más, porque estimo que son gente de cuarta, que muerden lo que venga, así que mucho no te va a costar. Quedamos con Oscar finalmente que va ir dos días des- pués. Mientras hace esta diligencia no me queda otra que aguantar impaciente en casa, porque hay que esperar tam- bién que los pintores del balneario terminen con la primera mano de pintura que se comprometieron. Es muy contradic- toria la sensación que tengo con este altercado. Pero hay algo que me mantiene firme, con la brújula en mano. Que lo mejor es dejar a los jubilados del centro que sigan con sus locuras de ese extraño viaje y con Gloria nos podamos ir solos a donde sea. Ya no me importa si es Río de Janeiro, Paraty, Florianópolis, Camboriú o cualquier lado de Brasil. Que sea un lugar aquí cerca, por si es necesidad de andar cuidando el bolsillo. No sé, se me ocurre las Cataratas del Iguazú, que no conozco y me han hablado loas de ellas. Qué bueno, es cierto, no tiene mar y hace calor, muchísimo calor me han dicho, pero será cuestión de relegar el mar, que por 284

cierto lo tengo cerca de mi casa todos los días. O las sierras de Córdoba que ahí se puede ir tranquilamente en ómnibus, si seguimos en la órbita de la cuestión de los gastos. Que sea algo así de unos diez días o quince días en unos de esos pueblitos serranos de Córdoba o San Luis, donde hay tantos ríos y arroyos para darse un chapuzón. Lo espero todo el día a Oscarcito en el balneario a ver si se aparece con información. Se hicieron las ocho de la no- che. No me manda ni mensajes. Le mando un mensaje para cortar la ansiedad. No me confirma la recepción. Hasta acá debe haber llegado la paciencia de Oscar. Si en estos días no me trae data, entonces prefiero no embromarlo más. Quién sabe, este tipo de locuras hasta puede afectar la rela- ción que tengo con él, que lo conozco desde que era pibe. Cierro la puerta principal del comedor del balneario. Llego a casa. Gloria está acostada. Devuelta insiste que no quiere comer. Y por lo visto, no tiene intenciones de bajar a la cocina. Yo en cambio quiero comer algo rápido. Lo pienso mejor y me preparo algo más elaborado. Cocinar también me distrae. Saco del freezer una pre-pizza y le pongo algunos ingredientes antes de llevarla al horno. Busco salsa de tomate, queso mozzarella, algo de albaca fresca que tengo cerca de la ventana, ajo y un poco de ají molido y orégano para darle más gusto. Es una pizza no muy grande, así que alcanza y sobra para mí solo. Luego de comer me quedo viendo un noticiero periodístico más para entrete- nerme con algo que porque estuviera esperando una noticia en particular. No me doy cuenta pero me quedo dormido en el sofá. Me levanto con la dificultad de moverme ante tanto sueño, llego a la cama y la veo a Gloria con el celular y los auriculares. Creo que está viendo la serie esa que tanto ve y 285

que de vez en cuando me engancho con uno de esos capítulos. Al día siguiente me despierto a eso de las nueve y a las diez menos cuarto ya estoy en el balneario. Los pintores me están esperando afuera porque se me ha hecho tarde. Temo haber puesto a Oscar en un brete, pues él no tenía nada que ver con todo esto. Me pregunto si esto de la investigación lo he llevado a consecuencias indeseadas. Tal vez se trate de gente pesada quién ande detrás de esto. No vaya a ser cosa que esta estafa al centro de jubilados llegue a altas esferas y me esté metiendo con sectores del poder político que quisiera obviar a toda costa. Me preocupa la integridad física de Oscar. Además de que no me ha contestado el mensaje. No quiero imaginarme lo que podría llegar a pasar. Que detrás de la mutual haya un grupo de sindicalistas que mantienen negocios de esta índole. Si hay algo que no quiero, es meterme dentro del crimen orga- nizado. No, por favor. Si Oscar se me viene con algo de eso, no voy a tener tiempo de arrepentirme en lo que me queda de vida. No me quiero imaginar que a Oscar lo hayan apre- tado, lo hayan metido en un auto por encomienda del viejo hijo de puta que se hace el aventurero y que terminó siendo un nexo invaluable del crimen organizado marplatense. Algo que podría pensarse como que lo hayan metido en un auto negro, con vidrios polarizados, con todas las condicio- nes que puede tener ese tipo de autos para despertar temor a los curiosos. Y que lo hayan metido ahí a Oscarcito, en el asiento trasero a la fuerza. A los empujones. Y que le digan, oíme por qué no te dejás de joder. No te metás en nuestros asuntos, este es nuestro territorio, perejil. No, no. Por favor, lo único que espero es que no esté sucediendo eso. Y menos que le den un par de trompadas y lo dejen sangrando, tirado 286

en la calle, al pobre de Oscarcito. Todo por seguirle la co- rriente a un viejo del centro de jubilados que ha venido a destapar la olla donde no se debe. Me baja una notable sen- sación de tranquilidad en el momento en que lo veo a Oscar entrar al balneario, cagándose de la risa. Por suerte está a salvo. Uf, es una fortuna. Américo querido, estos tipos son de cuarta, me dice. Son unos tránsfugas sin muchos artilu- gios. Resulta que les dije que tengo el balneario y un hote- lito acá cerca, en la misma zona de Punta Mogotes y ya solito al hombre se le abrieron los ojos. Es un señor de tu edad, peladito, con la pera medio salida para fuera, ¿no? Sí, ese mismo, contesto con ligereza. El aventurero. El hijo de puta. Que por suerte no es ningún nexo con el crimen organizado ni nada que se le parezca. Le pido a Oscar que siga y que se concentre, porque sigue riéndose mientras me explica la breve charla que tuvo con este mentiroso aventu- rero. Resulta, sigue él, que le dije que necesitaba alguien que me consiguiera transfers o ómnibus para que me trajera gente de la Capital Federal y que el “target” que necesitaba era gente de la tercera edad. Te digo la verdad, cuando le dije “gente de la tercera edad”, como que se le hizo agua a la boca, como si le estuviese ofreciendo exclusivo un sal- món con endivias. Se le notaba que esto de la tercera edad le resulta el negocio más seductor del mundo. Te lo digo en serio, Américo, vuelve a decir Oscar con intenciones de controlar sus carcajadas. El tipo solo se mandó y me dijo que tenía varios centros de jubilados en la Capital Federal, pero que necesitaba hoteles, que el gremio de los hoteles en la ciudad no lo maneja tanto, porque siempre están las mu- tuales marplatenses que condicionan todo. Mejor dicho, Américo, lo que no tiene este señor son hoteles dentro de la 287

ciudad donde pueda currar. Y le caí como anillo al dedo. Como la princesa del reino que espera a su príncipe azul del curro fácil. Se le puede sacar una diferencia importante, va- ticinó el hombre antes de que yo le propusiera una oferta. Estos son los valores que me pasó, escucha. Me hace escu- char unos audios que grabó. Fue una pelotudez, insiste Os- car. Hasta le puse el celular en la mesa y ni se dio cuenta que le había metido el famoso REC para grabarlo. Termina el audio. Es un estafador, no hay dudas. Usa cuanto centro de jubilados encuentra para ganar con ofertas que son un cuento chino. Ay, Américo, los años que tenés son sabiduría pura, mi señor, exclama Oscar. Al mismo tiempo, me besa la frente. Es un tipo cariñoso en el fondo. Cómo me ha levantado el ánimo. Tres días después del descubrimiento de esta burda es- tafa, decido presentarme en el centro de jubilados. Pero pre- fiero caer en el momento más inoportuno. Que nadie me espere. Ni siquiera Gloria. Me voy caminando. No queda tan lejos que digamos, porque me gusta caminar además de que ese centro de jubilados cuenta con la ventaja que está enfrente del mar. Son las seis de la tarde. Ya deben haber arrancado con el debate y el cierre de la propuesta. Tal vez ahora les esté ofreciendo una oferta más seductora aún, que el paquete turístico consta de treinta, cuarenta o hasta cin- cuenta cuotas. Abro la puerta principal. Me siento casi como un emperador flanqueado por asistentes, dando pasos de plomo. Está ingresando al interior del modesto centro de jubilados ni más ni menos que Américo, aquel que trae in- formación que tirará por los aires los sueños de los crédulos afiliados del centro. Están todos reunidos en una especie de círculo. Como era de imaginarme, el falso aventurero es el 288

que tiene la palabra. Tiene una oratoria suave pero persis- tente. Lo interrumpo. Cortala, flaco, le digo. Gloria me mira con cara de desprecio. Otra vez Américo, expresa su cara. Sí, Gloria querida, otra vez Américo. El gran Américo te faltaría decir con tus gestos, con tus expresiones que, de momento, solo expulsan fastidio. Me paro en el medio del círculo. Le clavo la mirada al falso aventurero. Me raspo la barba a la altura del mentón, porque quiero que sienta so- berbia de mi parte. No pierdan tanto tiempo, este hombre debería ir a la cárcel, me anticipo ante todo el público del centro de jubilados que me mira estupefacto. Sí, así como lo oyen. No se sorprendan, mis estimados afiliados, este hombre es un impostor, un corrupto, un descarado que nos miente con esos paquetes berretas que nos quiere vender. Lo tengo todo grabado, les digo. ¿Acaso por qué creen que ofrece esas jugosas ofertas? Acá tienen todo, insisto mien- tras enciendo el audio del celular. Y se oye la voz del falso aventurero, negociando con el gran Oscarcito, que debería recibir al menos un homenaje en agradecimiento por lo que ha hecho por los afiliados. La voz del falso aventurero se escucha con claridad. Serena pero persistente. Hasta en ese detalle se ha percatado Oscar. Siento un profundo goce al escuchar la voz del falso aventurero ante todos los afiliados. A su vez, la cara de él es de absoluto pasmo. En ningún momento atina a quitarme el celular, o a intentar tapar el sonido del audio. Los jubilados lo oyen bien: cuando le pide a Oscarcito que el hotel que le ofrece sí o sí tiene que ser de baja calidad, porque es negocio con estos jubilados miserables, yo no tengo la culpa de que cobren una miseria de jubilación. Por eso lo que les ofrezco es una miseria, 289

viste, dice el audio que Oscarcito ha grabado con total pre- caución. Lo mismo con mi rubro. Yo les ofrezco un ómni- bus de mala calidad porque sino, no es negocio con estos pobretones, ¿entendés? Antes que el audio concluya, uno de los afiliados se le abalanza sobre él. Hijo de puta, sos un mentiroso, le dice lanzándole saliva en la cara. Y otro se le suma, pero entonces son otros dos más que se le abalanzan sobre él. Hijo de puta, terminaste siendo un ladrón, le dice una de las afiliadas al borde de las lágrimas. Nos querías estafar. Y como algo que uno no se imagina, este no tan hábil estafador se convierte en una suerte de saeta que logra esquivar los avances de los afiliados embravecidos, ence- guecidos por darse una dosis de revanchismo vandálico. El falso aventurero avanza hacia el final del salón y deja tum- bado en el piso a un afiliado con pocas habilidades debido a su entrada edad, luego esquiva una especie de patada ka- rateca que le intenta poner una de las afiliadas dejando el cuerpo de la señora a merced del impacto en el piso y en- tonces logra escaparse con dirección a la puerta. En la puerta lo interceptan otros dos afiliados que aplican un ce- rrojo al estilo de guardianes bien fornidos pero finalmente los derriba de un fuerte empujón. Uno de ellos intenta inú- tilmente pegarle un bastonazo desde el piso. Sin embargo, son varios los jubilados que se suman y lo siguen. Gloria y yo también salimos. Yo no tengo intenciones de correr. No tenía pensado comprarle ningún pasaje a este cretino. Pero la secuencia sigue, a pesar de mi pasividad. Son tres afilia- dos los que lo interceptan y le dan unos golpes. Uno de ellos llega a pegarle en la cara. El golpe en la cara suena seco, lo tumba un poco al falso aventurero pero nada lo detiene. Además de ser un falso aventurero ha demostrado ciertas 290

dotes físicas a la hora de escapar. Ya se ha liberado de sus atacantes, cuando decide cruzar la avenida. Es el momento en que lo intercepta un auto y se lo lleva puesto. Todo ha concluido con un triste accidente de tránsito. El falso aven- turero yace en el piso y en la calle todo se transforma en conmoción. Un jubilado ha sido atropellado. Hay sangre y gritos. A los veinte minutos de este suceso cae la ambulan- cia. Se lo llevan con sirena y todo. No hay tiempo que per- der. Son las nueve de la noche. El centro de jubilados es un ámbito de gran desconcierto. Le digo a Gloria que quiero volver a casa. Si querés quedarte, no hay problema, le co- mento. Pero me quiere acompañar. Ella también siente ne- cesidad de irse. Salimos caminando y las primeras cuadras son un absoluto silencio. Sé que está arrepentida de haber confiado en esta persona. Y que en realidad no me lo dice pero lo del viaje en ómnibus tres días de ida y tres días de vuelta resultaba una demencia. Y que todo esto de las rutas en el medio de selvas frondosas también era otra locura que el único argumento sólido para sostenerlo era que uno de los afiliados se enriqueciera a costa de nuestras magras ju- bilaciones. Abro la puerta de casa. Le sugiero a Gloria que se ponga en contacto con algún afiliado para ver si tienen detalles del parte médico del falso aventurero. Llama a una de las afiliadas que es bastante compinche con ella. Por suerte, no tenemos que hablar de una muerte o un suceso trágico. El falso aventurero está fuera de peligro. La amiga de Gloria le comenta que se quebró un brazo, la tibia y peroné. Además el choque le implicó un traumatismo de cráneo, pero al parecer es un traumatismo leve. Me imagino que estará en terapia intensiva o algo parecido, pues no se 291

trata de un joven de veinticinco años. No hemos cenado des- pués de este suceso. Gloria se va a la cama sin mucho que decirme. Yo enciendo la tele. Pero no me logro concentrar. Cambio de canal, me meto en todas las aplicaciones habidas y por haber pero no me distraigo con nada. Subo a la cama. Intento dormirme. Me da la sensación de que Gloria está con los ojos cerrados pero no verdaderamente dormida. Américo, ¿puedo decirte algo? Sí, Gloria, todavía no me dormí. Te escucho. Quiero hacer el viaje, suelta. Quiero que viajemos. Me sorprendo. Al principio, lo tomo como si fuera una disculpa. En este contexto, es imposible, le digo. ¿Cómo vamos a hacer con el organizador del viaje linchado y en el hospital? No importa, me dice esta vez con un tono de mayor decisión. Lo hacemos solos. Nos vamos solos. Yo tengo plata ahorrada, lo sabés, ¿no? Sí, lo sé contesto. Aun- que nunca hablo tanto del tema porque Gloria siempre tuvo su “plata ahorrada”. Ya he comentado lo difícil que es que suelte un mango. Pero todo indicaría que esta vez se ha con- vencido sola. Que ha descartado al centro de jubilados como su guía organizadora para emprender el viaje. Solo quiero decirte, Gloria, que ni pienses que voy a hacer ese viaje en ómnibus, le aclaro. Eso de viajar tres días seguidos en ómnibus no lo hacen ni los adolescentes. Si querés nos vamos por acá, o a la Patagonia que el ómnibus solo lleva un día. No, no, Américo, no me entendiste. Quiero hacer ese viaje como tiene que ser, así como lo habías pensado vos. En avión ida y vuelta, aclara. Vamos en avión. Son mu- chos kilómetros y no estamos dos jubilados como nosotros para andar detrás de un viaje tan cansador como ese. Nos sacamos primero el pasaje y después vemos los hoteles. Pero hagámoslo por cuenta propia. Bueno, dale, es mi única 292

respuesta. Ella se da vuelta y se duerme en escasos cinco minutos. Como si la propuesta que me ha hecho fuese una redención en su alma. Sacarse ese mal trance de encima pro- poniéndome un viaje solos, los dos solos, sin afiliados in- tercediendo, sin paquete turístico multitudinario, primero el pasaje en avión y luego buscamos hoteles. Me ha alegrado la noche con su propuesta. Por primera vez siento que Glo- ria me pone a mí en orden de prioridades. O mejor dicho a mí propuesta en orden de prioridades. Me siento alagado con lo que me ha dicho. La acaricio en la zona de la cintura. También le acaricio un poco la cola, para que sienta de mi parte un poco de contención, cariño y erotismo. Me cuesta dormirme, pero más porque estoy tratando de imaginarme cómo sería un viaje así. Son pocas las veces que he viajado en avión. Para los más jóvenes viajar en avión es una expe- riencia más cercana. Pero cuando yo era joven, viajar en avión solo era para los ricos. Creo que fueron tres veces so- lamente. Esto lo debería anotar en el borrador. Las veces que pude viajar en avión. Que no hace falta que describa que para mí también es una experiencia atrayente. Ver len- tamente desde la escotilla del avión como esa mole de hie- rro carretea por la pista y levanta vuelo en el momento en que uno menos se lo imagina. Y una vez que ya ha levan- tado vuelo, se ve como el avión pasa por encima de grandes edificios, como esa ciudad que se mecía grandilocuente en tierra se va haciendo cada vez más pequeña hasta desapare- cer. Pienso en el viaje y ya me ilusiono. Es inevitable que me aparezca la escena en que nos subimos los nueve en el rastrojero y desde esa estación de servicio le dije adiós para siempre a mi pueblo natal. 293



21. Zanzíbar es una utopía Eran los últimos días de febrero y la temporada estaba terminando. Ese hormiguero de personas que tanto aparecía en las playas centrales empezó a mermar hacia el final del mes. Al cierre de mi jornada laboral podía decirse que las playas marplatenses se convertían en un completo páramo. Era territorio propicio para que vuelen manadas de gaviotas sobre la costa. También para que el movimiento espontáneo de la arena le ganara a las huellas que dejaban los turistas. Por cierto, algo parecido sucedía con el amanecer. Ya no hablamos del amanecer de enero, antes de las seis de la ma- ñana. Cada vez que amanecía para mí no significaba una escena romántica. Por lo contrario, era un aviso de que po- día dejar mis quehaceres e irme a dormir. Pero el amanecer de fines de febrero ya empezaba a estirarse, por lo tanto me obligaba a fijarme en el reloj y no pasarme de mi horario de salida a las seis en punto de la mañana. Los días de descanso podía levantarme más temprano, aunque la mala costumbre de levantarme después del mediodía me había llevado a evi- tar los madrugones en días de descanso. Ese día me levanté a eso de las nueve y media o diez de la mañana. Suponga- mos que fue a las diez de la mañana. Los chicos ya no juga- ban tanto en la playa. Inclusive, Eduardo y Ricardito se so- lían escapar a una plaza que estaba cerca del balneario. Y a la tarde, cuando Nilda ya no ayudaba de bachera en la co- cina, se llevaba al resto a la plaza, pues mal que nos pesara el mar y la costa de la ciudad se había vuelto un escenario repetitivo y rutinario para ellos. En un cúmulo de tres o cua- 295

tro meses, ese gigantesco espejo de agua que llenó de estu- por a todos los integrantes de mi familia entre los cuales me incluyo, parecía convertirse en algo tan diario que hasta los chicos se metían en el agua contadas veces por semana. Tenía una especie de ritual en mis días de descanso. Me despertaba y me iba hasta la orilla. Me mojaba un poco los pies hasta la altura de las pantorrillas y me volvía a la habi- tación. A veces me lo cruzaba a Antonio a quién ya tomaba como si fuera un guía de todas esas averiguaciones que iba haciendo sobre mi estadía en la ciudad. Lo saludé debajo del mangrullo. Me devolvió el saludo sin grandes expresio- nes. Subí al mangrullo junto a él. Cómo está el mar hoy, pregunté. Normal, demasiado normal, respondió. Hoy co- rresponde bandera dudosa. Tal como lo decía Antonio, la bandera negra con un triángulo amarillo en el medio fla- meaba sobre el pequeño mástil del balneario. Son días donde mi trabajo comienza a ser innecesario. Poca gente en la playa. Poca gente metida en el mar. El calor que empieza a mermar, aunque siempre hay gente inconsciente, ¿vio? Antonio, le quiero hacer una pregunta que tiene que ver con la vida, con la existencia creo. ¿Es posible que llegue algún momento en que el mar me aburra? No lo sé, me respondió. Y eso que yo vivo hace décadas en esta ciudad. De lo que sí le puedo dar certezas es acerca de mis referencias. De mis proyectos, ¿sabe? Me perdí, Antonio, no puedo seguirlo le contesté. ¡Vamos, hombre! ¿Cómo que se perdió? ¿Cómo que no los conoce?, me dijo mientras golpeaba con sus dos manos la baranda del mangrullo. Le hablo de Zanzíbar. Cada vez que veo hacia el horizonte desde este mangrullo me hago esa misma pregunta. ¿Por qué no podría tomar un 296

bote e irme hasta Zanzíbar? ¿Por qué necesito de otros re- cursos, de otros instrumentos? Necesito solamente un bote para llegar al continente africano. De aquí no se ve, no hace falta que lo diga lo que costaría hacer navegar una barcaza hasta esos lares. Son miles de kilómetros de los que estamos hablando. Supongamos que llegara al continente africano. Luego lo único que queda es cruzar hacia el otro lado del continente, porque Zanzíbar se encuentra en la costa este del continente africano. Recién ahí arribaría a mi preciado paraíso. Ahora bien, qué sucede, mi estimado Américo. Que no nos damos cuenta pero todo lo que queda lejos es un pa- raíso. El paraíso nunca está aquí, al lado nuestro. El paraíso es siempre lo distinto, representa lo que está lejos, lo que resulta inalcanzable. Lo indescifrable. De lo que se escuchó hablar poco pero genera una verdadera intriga. ¿Alguna vez escuchó hablar alguien diciendo que “esto es el paraíso” en el lugar donde siempre vive? Pues si lo hace, permítame decirle, mi estimado Américo, que es una expresión for- zada. Nadie considera un paraíso el lugar donde vive. Es una total falacia decirse eso a sí mismo. Como mucho uno puede sostener que es su pequeño lugar en el mundo. Pero no el paraíso. Siempre construimos en nuestra mente el ideal de que el paraíso es algo que no está al alcance de la mano. Sin ir más lejos, hagamos un recuerdo de sus expre- siones cuando conoció su “pequeño paraíso”. La ciudad de Mar del Plata. ¿Acaso no era el paraíso? Sí, claro, respondí sin objeciones y con intenciones que Antonio prosiguiera. Pero cuando llegó se encontró conmigo, ¿no? Recuerdo lo primero que me dijo meses atrás, cuando esto era para usted un paraíso. Le hablé de la arena, de la temperatura del agua y de la presencia de estos furiosos vientos que asolan esta 297

costa. Y entonces ahí fue donde apareció el interrogante. Su primer interrogante. ¿Sera un paraíso esto? ¿O es que el ver- dadero paraíso está muy lejos ahora que ya conozco Mar del Plata? Y sí, sucedió eso. Al pasar los meses todas estas cualidades mencionadas fueron convirtiéndose en su rutina. Y es eso lo que quiero resaltar. La rutina como aquello que va en contra de la propia concepción del paraíso. Apareció de manera cotidiana la arena. Sí Américo, lo vi y lo veo actualmente en su rostro. La arena de Mar del Plata ahora es una molestia para usted. No lo puede negar. Es cierto, respondí categóricamente. La arena que antes se le presen- taba con esa cualidad espumosa y sensual, ahora por extra- ñas razones pareciera ser un lastre que lo hunde a cada paso que da. Y si seguimos con las otras propiedades de esta playa, podríamos argumentar lo mismo. Puedo decir del agua. Ya no lo veo meterse de manera tan espasmódica como lo hacía los primeros días. Lo mismo su familia. Lo mismo Nilda, su mujer. Es una fortuna que haya entendido los efectos nocivos del sol radiante sobre la piel. Que hay una diferencia sideral entre el ser humano y el cangrejo. Lo mismo puedo decir de sus hijos. Ya no son tan impulsivos con el mar. Le tienen respeto. O temor, que me temo es la base del respeto. De pronto, sus hijos se convirtieron en personas con cierto nivel de conciencia, cuando comenza- ron a observar la cantidad de bañistas que sacaba del mar durante esta temporada. Se asustaron. Se atemorizaron al ver como los bañistas salían morados y les tenía que hacer respiración boca a boca para salvar sus vidas. A su hija Sil- vina la vi cambiar de actitud. Se podría decir que ella es la más interesada en vivir cerca del mar. La escuché a ella al- 298

gunas veces, aquí desde el mangrullo, alertar a sus herma- nos de los peligros que conlleva avanzar hacia las profun- didades, evitar los bancos de arena y las correntadas de las olas de Norte al Sur. Ha tenido un gran aprendizaje, su hija, ¿cómo puede ser que conozca tanto el mar siendo la primera vez que lo visita? En verdad, fue ella la que insistió en venir a Mar del Plata, aseguré. Creo que se lo debemos a ella. Antonio comenzó a inspeccionar raros movimientos de unos bañistas. Bajó del mangrullo con dos salvavidas. Llegó a la orilla y les alertó a dos bañistas que volvieran. Al parecer, las correntadas y el fuerte viento de esa mañana estaban tornando el día de baño en otro nivel. Decidió cam- biar la bandera dudosa por la roja con el centro negro en el medio. Mar peligroso. Perdón, Américo. ¿En qué estába- mos? Ya recuerdo. En el paraíso. Bah, en la rutina, mejor dicho. Sí, claro. En la rutina, siguió. Esta es una nueva ru- tina para usted. ¿Alguna vez habló con su mujer respecto al regreso a su pueblo natal? La verdad que no, respondí sin grandes argumentos. Nunca. Todavía nunca. Entonces, per- mítame que se lo diga, pero si no han hablado de la vuelta a su pueblo es porque ninguno lo dice, pero en verdad no está en los planes de nadie. Quiero imaginar que sus hijos tampoco hacen grandes planteos sobre la vuelta al pueblo. De ser así, no tengo más que decirle que ha abandonado el rol de turista para convertirse en un marplatense más. De ahora en más, cada vez que le digan de dónde es usted no deberá mencionar a su pueblo. Puesto a que ya no es más de ahí. Ahora lo que usted tiene que decirle a la gente, a los formularios que complete, a las cartas que envía a sus pa- rientes lejanos, que su residencia es Mar del Plata. Lo que ha dejado de ser un paraíso para convertirse en su habitual 299

rutina. Ya no es más un pueblerino, ya no es más un hombre de las entrañas de la pampa húmeda. Usted, mi estimado Américo, es un hombre de ciudad. Se preguntará si toda la vida podrá vivir en el balneario. Seguramente no sea así. Es cierto que los alquileres cercanos a la costa están un poco fuera de su bolsillo. Pero todo eso es algo que el tiempo va ordenando solito. Fíjese nomás, como su mujer está ayu- dando en la cocina del balneario. Hace unos meses, cuando los vi por primera vez ni ella ni usted tenían trabajo. Ella también deberá seguir su mismo procedimiento. Cada for- mulario, cada notificación ante alguna autoridad, deberá seleccionar lapidariamente a esta ciudad como su lugar de residencia. Silvina se acercó al mangrullo. Vino con un balde con mariscos que había recolectado de la orilla. Eran almejas. Debía haber juntado una docena de ellas. Las llevó a la he- ladera para comerlas a la noche. Es el horario de descanso de Antonio, pero no parecía interesado en que la charla so- bre las controversias del paraíso y la rutina terminaran. Américo, acompáñeme a mi casa, tengo unas fotos y mapas que mostrarle. ¿Qué tipo de fotos?, pregunté desorientado. De todo esto que estuvimos hablando. No sé si sabe, pero soy coleccionista de fotos y mapas de este paraíso del que tanto hablamos. Me puse las ojotas y lo acompañé. Era pleno mediodía y uno de esos típicos días de la costa atlántica que en la playa había mucho viento y al salir el sol abrazador se tornaba hasta molesto. La casa de Antonio quedaba a unas diez cuadras hacia adentro de la costa. En el camino se sentía la disminución de turistas en las calles y menos cantidad de automóviles dando vuelta para es- tacionar. Noté que Antonio se mostraba fuera de su trabajo 300


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