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BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Published by Gunrag Sigh, 2021-04-22 00:23:05

Description: BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

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pero me temo que a partir de ahora el señor Américo elegirá el pito y desechará su cuerpo. Usted se preguntará si no es mejor que tenga una orgía con mujeres, que le sea infiel an- tes de padecer esta enfermedad, pero me temo que no, se- ñora. Es irreversible. Su marido desde hoy ama el pito. Durante las veces que me acerqué a las carpas, el fastidio y la fobia hacia ellos iban incrementándose. Fue ahí cuando me paré, lo frené en seco a este tal Milton que se movía con tanta elasticidad frente a mí. Disculpe, le dije. No se lo tome a mal. Pero no me quiero contagiar. Le pido que se man- tenga lejos, por favor. No quiero su enfermedad cerca mío, sentencié. Y sin muchos modismos, me volví a la garita de administración. Pero dentro de la garita me envolvían nuevamente estos pensamientos que traía de mi pueblo natal. Tal vez ya me contagié, pensé. Tal vez no estoy siendo consciente pero me estoy convirtiendo en un trolo. Esta enfermedad se me estará diseminando por todo el cuerpo. De lejos, veía las siluetas de las mujeres. El cuerpo femenino es hermoso. No hay dudas. Es lo que siempre sentí. Es lo que siempre pensé. Vi más lejos la silueta de hombres. Sí, es cierto. El cuerpo de un hombre puede tener atractivo. Puede ser lindo, hermoso, como decía Milton. Pero ahora lo estaba diciendo yo. En realidad, lo estaba pen- sando yo. Y el pensamiento es la peor sentencia. La peor condena. Sin duda, me albergaba un profundo pensamiento de marica. La enfermedad se me estará diseminando por mis extremidades, por las manos, por las piernas, por zonas más escuetas, por las uñas, por las zonas púbicas, ya mis zonas erógenas debían estar colapsadas y no iban a pedir más el cuerpo de una mujer. Y lo peor es que este pensa- 351

miento, tal vez este deseo impiadoso se trasformaría en ac- ción en ese mismo momento. Quién dice, en horas, o en mi- nutos, decidiera volcarme al mismo sexo e ir a buscar de- sesperadamente a Milton y declararle que me había conver- tido en un marica, en un marica de aquellos, que ya había abandonado el deseo por la mujer y que la enfermedad me estaba comiendo los huesos. Ya no tenía salida. Lo que po- dría pasar es que Milton asienta, porque sabía que era difícil encontrar otro con esta misma enfermedad. Y nos fundamos en besucones, en revuelcos constantes en el medio de la arena y él me pida mi pito. Y a mí no me quede otra alter- nativa que esta enfermedad dirija ya mi vida, me tome por asalto y también le pida su mismísimo pito. Milton volvió nuevamente al acecho. Se acercaba a la garita. Su cercanía ya era una amenaza angustiante para mí. Estaba tan cerca de mí que ya sentía la enfermedad tomarme el cuerpo. A su vez en la garita hacía mucho calor. Ya me aparecían las mosquitas blancas. De ahí en adelante no tengo mucho más para decir. Caí al suelo como una bolsa de arpillera. Mis recuerdos aparecen cuando el mismísimo Milton me estaba mojando con un vaso de agua. Américo, ¿qué le pasa?, preguntaba con voz sórdida y con sus fre- cuentes ademanes. Fueron unos cinco minutos que me llevó recuperarme. Le pregunté ya con la guardia baja, vencido ante esta tempestad que se me avecinaba en la vida. Ya lo sé, ya lo sé, me enfermé. Me convertí en un marica igual que usted. A partir de ahora, tendré que enfrentar mi vida como lo que soy, un verdadero y prominente maricón. ¿Pero qué dice?, lamentó azorado Milton. Maricón, dijo. ¿De dónde sacó esa idea? Pero cómo, usted que la padece no lo 352

sabe, le informé. ¿Usted acaso me va a negar que es mari- cón? Está siendo grosero conmigo, me contestó lacónico. Para su información yo soy homosexual. Sí, es cierto. Al- gunos de mis amigos también lo son. Pero no entiendo qué quiere decir usted con esto de la enfermedad, pronunció confundido. Vamos, señor Milton. En todos lados se sabe, dije esta vez más recuperado. Los maricas contagian. En mi pueblo se decía eso. Que había que tenerlos lejos porque si uno se hace trolo no hay caso, es irreversible. Milton se echó a reír. Por suerte, yo ya estaba más integro aunque le- jos estaba de sumarme a sus carcajadas. No puedo creer que piense eso. No es ninguna enfermedad. Es algo que a uno le pasa en la vida y a medida que va creciendo se da cuenta. Es una estupidez pensar que se contagia. Si fuera así, todos seríamos homosexuales a esta altura. Y usted, mijo, es im- posible que se haga homosexual. Pensemos lo siguiente, su- girió. Hagamos de cuenta que usted está en un hidromasaje, ¿sabe de qué le hablo? La verdad que no. Bueno, para su información un hidromasaje es una gran bañera. Una gran bañera que tiene chorros de agua a los costados. Por lo me- nos cinco o seis chorros de agua, que actúan con un efecto de masajes y relaja los músculos cuando se tensionan. Yo soy un fanático del hidromasaje, aclaró. A veces los uso to- dos los días. Pero volviendo a su caso, le propongo una se- cuencia. Imaginemos un hidromasaje lleno de burbujas, agua cálida y con intensa espuma. Usted está solo, tiene un ventanal con un ideal paisaje nocturno. Y de repente, se aparece una mujer. Qué mujer prefiere, me preguntó. No sé. ¿Tal vez Adriana? ¿Susana? ¿Beatriz? ¿Acaso Moria? Bue- no, sí, puede ser Moria, sentencié. Muy bien, siguió él. 353

Entonces tenemos al gran Américo, semental de la provin- cia de Buenos Aires, desnudo dentro del hidromasaje. Y por el otro lado, aparece Moria. Y Moria, dice algo así: hola Américo. Solo eso le dice, hola Américo. Que más podría decirle, use su imaginación, me pidió Milton enérgico. Bueno, no sé, tal vez la imaginación no sea mi fuerte. Pero me podría decir una cosa así: HOLA AMÉRICO, HA- CEME TODA TUYA. Bien, muy bien. Vamos mejorando. Veo que no anda tan mal de imaginación, estableció. No solo eso. Sino algo que usted no se ha dado cuenta. Su cara ya no palidece. Sus ojos tienen una mirada penetrante. Su expresión fue visceral. HOLA AMÉRICO, HACEME TODA TUYA. Y creo que este es solo un mezquino inicio. Así es. Esto es un pequeño y redundante inicio de toda la película que tiene en su interior. Con que Moria, dijo. ¿La conoce? No tuve la oportunidad, mencioné categórica- mente. Se lo puedo decir a usted, ya que me está curando un poco, ¿no? Si lo convence pensar así, digámoslo así. Pero la homosexualidad no es ninguna enfermedad, hom- bre. Qué ignorancia en su pueblo. Qué suerte que lo aban- donó, dijo sin mucha cautela. Bueno, quiero decirle, para suerte suya que todas estas ideas a mí también me pasan. Pero con hombres. Igual que a usted, pero en mi caso es con hombres. Esa es hasta ahora nuestra única diferencia. Aun- que lo de la enfermedad, no me haga reír. ¿Acaso me ve moribundo? Al terminar la conversación con Milton me sentía nue- vamente recuperado. Entonces sería una estupidez eso del contagio y la irreversibilidad de hacerse marica. De hecho, era cierto. No solo que no era ningún marica sino que seguía pensando que en algún momento me iba a topar con Moria. 354

¿Sería alguna vez en dentro de esas bañeras raras que men- cionaba Milton? Me había hablado de una bañera, de mucha espuma. ¿Sería una espuma parecida a la espuma del mar? Al generarme tamaña intriga, decidí hacer un recreo con mis actividades laborales. Dejé de lado el croquis con las carpas. Ya me lo había estudiado de memoria. Ya tenía en mi mente las carpas ocupadas o desocupadas. Me acerqué a la orilla. El mar de ese día se presentaba tranquilo. Las olas se formaban en un banco de arena alejado de la orilla y rom- pían secuencialmente. No había ahí cerca del balneario olas con espuma. Me alejé un poco del balneario en un sitio donde no se formaran bancos de arena. Las olas rompían muy cerca de la orilla y se hacían mucho más espumosas. Me atreví a rozar con la mano esas burbujas efímeras que se desparramaban para luego convertirse en agua salada. Agregué algo de esa espuma en mis manos. Me refregué bien las manos. Se sentía un poco áspera. La espuma del mar es áspera, pues qué esperar de un agua revuelta y salada que siempre deja esos pequeños granos de arena en las ex- tremidades. La secuencia que me había ofrecido imaginar Milton debía pensarse en aguas dulces. Por un lado, agua dulce, que produce espuma y que está a altas temperaturas. El calor de la temperatura del agua es lo que relaja los músculos, me había dicho. Volví al balneario. Ya eran cerca de las siete de la tarde. La mayoría de las carpas se habían desocupado. Fui hasta el mangrullo a buscar a Antonio. También se había ido. No lo había visto en todo el día, ahora que por suerte compartíamos la misma franja horaria de tra- bajo. Recordé luego que estaba con unos estudios de cora- zón. Días atrás me había dicho que no era nada, no es nada Américo, a esta edad que tengo yo, bordeando los sesenta 355

es normal que tengamos problemas en el corazón. A veces tengo la presión por las nubes y me tengo que cuidar con las comidas. Eso era lo que más le costaba a Antonio. El man- grullo sin la presencia de Antonio resultaba un rincón insig- nificante del balneario. Las veces que faltaba Antonio, tenía de sustituto a Oscarcito, su hijo. Las gaviotas sobrevolaban la orilla pero otras cuantas volaban haciendo una suerte de círculo sobre el mangrullo. Vi de lejos que nuevamente Mil- ton se acercaba hacia mí. Se le fue la fobia hacia los homo- sexuales, me preguntó. Sí, tranquilo, creo que sí. Mientras las gaviotas se acercaban a mis pies, lo miré de reojo a Mil- ton. Ya que está aquí, si no le molesta, quisiera que me es- pecifique un poco más esta historia de la espuma de los hi- dromasajes. Ah sí, claro, arremetió él con entusiasmo. En primer lugar, creo que es muy distinta a la espuma de este mar. Vea, esta espuma está repleta de arena. Es una espuma revoltosa y fría. No quiero ser pretencioso, pero eso me aleja un poco de este mar en la costa atlántica. La espuma del hidromasaje es cálida, arriba de los treinta grados. Ade- más, si agregamos que están esos hermosos chorros de agua que masajean todas las partes del cuerpo. Uno es como que se vuelve otra persona. De ser un agresivo, fastidioso e iras- cible persona, se vuelve un hombre sutil, reflexivo, paciente y al mismo momento erotizante. Supongo que en este mo- mento se le habrá venido a la mente ella, ¿verdad? ¿Moria? Lancé yo pisando el palo. Sí, Moria, no me dijo antes que se imaginaba ella diciéndole HACEME TODA TUYA. Me va a negar que no se le volvió a ocurrir ese pensamiento, apuntó Milton. Sí, es cierto. Moria, sería una grata compa- ñía. Me podría quedar horas en esa bañera rara, en ese hi- dromasaje con ella. Bueno, esa es una gran diferencia. Que 356

yo me puedo quedar un ratito, dijo repentinamente. Unos veinte minutos. Nunca más que eso. Para mí estar en el hi- dromasaje con Moria siempre fue cuestión de un momento para charlar, de intercambio de ideas profesionales, como una charla de café con un amigo, como usted cuando se junta con el bañero, allí arriba del mangrullo. Creo que lo máximo que estuve con ella dentro de un hidromasaje fue una vez que ella estaba muy mal de ánimo y me quede ahí más que nada para levantarle el ánimo. Inclusive, le agrego algo. Moria estaba totalmente desnuda. Y yo también por- que si hay algo que coincidimos es que no queremos estar vestidos allí dentro. Y recuerdo que le di un abrazo, un mimo que necesitaba ante tanta tristeza que tenía la pobre Moria. Pero es así, daría lo mismo que estuviéramos vesti- dos. Para usted esta misma escena sería distinta, Américo. Decididamente distinta. Creo que hasta ahora esa es nuestra única gran diferencia. 357



25. Que la concha no sea más sagrada Ayer me volvió a escribir Milton. Hacía como un año que no tenía noticias suyas. Para contarme que se había se- parado. Qué lástima, pensé aunque no se lo dije porque él decía que la relación no daba para más. Que estaban des- gastados los dos. Todavía recuerdo cuando fuimos al casa- miento. Lo hizo fiel a su estilo. En un flamante salón en el medio de Puerto Madero. Fueron los últimos años de vida de Nilda. Cuando se cumplió un año de la muerte de ella, fue uno de los primeros en acordarse. Hola Américo, no te quiero molestar pero sé que este es un día difícil para vos, se cumple un año que nos dejó Nilda y al menos quiero mandarte un mensajito. Te quiero mucho, mi vida, me es- cribió. Nilda también lo quería mucho. De hecho, antes del casamiento nos fuimos a la Avenida Juan B. Justo a com- prar ropa para estrenar en su casamiento. Debe haber sido uno de los casamientos más lujosos que presencié. El salón estaba decorado con desborde, las sillas y las mesas con esas telas blancas y pulcras. Las luces del salón que se apa- recían de manera vertical, diagonal, horizontal. La torta de casamiento de seis pisos. Nada de humildad en el evento. Por eso digo, fiel a su estilo. En verdad, Milton es una per- sona muy aferrada a la ostentación, el lujo, la sofisticación y el glamour. Como si fuese una necesidad imperiosa para él. Es como que no puede vivir rodeado de lo sencillo y lo que a mí me parece prescindible, para él actúa en el sentido contrario. Por ejemplo, una torta con seis pisos. En el centro de la torta, los dos novios tórtolos. Recuerdo que para cortar la torta les tuvieron que acercar a los dos una escalera. Y la 359

música electrónica. Todo el tiempo esa musiquita electró- nica que me enseñó su nombre, esto es electro Américo, a ver si te modernizás un poco. Yo pasé los cincuenta hace rato pero me aggiorno, ¿viste? Así que la musiquita electró- nica de fondo siempre, fue una constante en su casamiento. Otro tanto para detallar fue la comida. Entradas con salmón, caviar, sushi, láminas de ciervo, de jabalí, tragos en inglés, tragos en portugués, tragos en francés, sex on the beach, mojitos, daiquiris, cuba libre. La entrada, salmón con reduc- ción de no sé qué. Lo cierto es que haya sido una reducción de algo sonaba extravagante. El plato principal fue lomo al champiñón y de postre un helado con frutos rojos congela- dos. Sé pasó con el casamiento, Milton. Ese es otro detalle que tiene él y que quiero recalcar. Milton es un tipo gene- roso. Siempre ha sido un gran anfitrión, me atrevo a decir que por lejos el mejor anfitrión que he conocido. No tengo ningún amigo que se le asemeje. Cada vez que me ha invi- tado a su casa, nos solía preparar algo especial para cada comensal. Él sabe que lo que más me gusta a mí son los ravioles a la boloñesa. Que todo el tema de la comida nueva, del sushi, de la comida vegetariana, vegana, no le tengo mu- cha tolerancia. Y sabía que a Nilda lo que más le gustaban eran los dulces, donde el propio Milton también se anotaba. Entonces ahí estaba Milton para preparar esos postres que le llevaban horas cocinar. Por ejemplo, panqueques de man- zana y dulce de leche, postres helados con brownies, postres con merengue italiano, con crema, con fundición de choco- late, con frutos rojos, con frutas de la amazonia que solo él sabe encontrar. Así es como las cenas de Milton siempre han sido parecidas a sentarse en un restaurante y pedir a la carta. Nada de comer todos lo mismo. Para cada comensal, 360

un plato diferente. Es cierto que le gusta lucirse. Pero detrás de esa necesidad de lucirse con excentricismo, está su ne- cesidad de agasajar y respetar el plato y el gusto de cada uno. Eso es lo que más valoro de Milton. Que se detiene en la particularidad de cada uno. Desde la primera vez que lo conocí, en aquellos momentos en que arrancaba como ayu- dante en la administración del balneario noté esa peculiar característica de él. Ayer volvió a llamarme. Entiendo que esto de la separa- ción lo debe haber golpeado mucho. Me dijo que necesitaba tomarse unos días. Que necesitaba despejarse en algún lado que lo abstrajera. Y en eso los dos somos iguales. Yo siem- pre que necesito reflexionar, me acerco al mar. Más que al mar, siendo más exacto, necesito acercarme a la orilla. Preciso mojarme los pies hasta los tobillos. No mucho más que eso. No importa la temperatura del agua ni tampoco la estación del año. En invierno hago lo mismo. Con el agua debajo de los cinco grados. Bueno, respecto de esto Milton hace un rito que no sé si me lo ha copiado, pero es muy similar. Cada vez que visita Mar del Plata deja las valijas y se va derecho por la zona de Playa Varese. Se saca las za- patillas y pone los pies en la arena. A raíz de esta visita que hará Milton, quedé en juntarme con él la semana próxima. Tal vez le ofrezca que venga a comer a casa, a pesar de que con Gloria no es lo mismo, pues no tiene ni por casualidad la confianza ciega que tenía con Nilda. Por otra parte, Glo- ria es más introvertida con mis afectos. Y Milton va en el sentido contrario. Si hay algo que no tiene el hombre es ti- midez. Quedé en que me escribiera un mensaje no bien llegara a la ciudad. Hoy a la tardecita tengo otros planes. Agustín 361

me pasa a buscar por casa. Me lleva de invitado a una especie de conferencia que tiene en la facultad donde cursa sus estudios. Es una conferencia que van a dar y a debatir todos estos temas que está estudiando e investigando. Lo anecdótico de la conferencia es que la presencia más importante no va a ser de un académico renombrado, de un pope de la investigación, de docentes universitarios eméri- tos, sino que la va a llevar a cabo la presidenta que agrupa el sindicato de meretrices de la ciudad. Quiero sincerarme un poco, aprovechando que estoy con el tema del borrador. No tenía idea que existía un sindicato de meretrices. Por teléfono, también me sincero con mi nieto. Agustín, tu abuelo es un ignorante. No sabía nada que existían sindica- tos para las prostitutas. En mi época, un sindicato de putas era impensado. Porque se la trataba como una profesión indebida, le aclaro a Agustín. No hay dudas, abuelo, venís de una generación retrógrada, qué va a ser, se sincera con aspereza mi nieto. La mía es una generación de retrógrados, le confieso. Ahora es todo distinto, abuelo. Ahora las prosti- tutas tienen otro perfil. Las prostitutas tienen un sindicato que las protege, que les marca cuáles son sus derechos en el ejercicio de la profesión. Otra cosa que puedo contarte es que están mucho más asesoradas. La mayoría son monotri- butistas, pagan impuestos y hasta se está proponiendo en esta conferencia que puedan obtener una especie de caja jubilatoria para ellas. Sí, abuelo, una caja jubilatoria con registro de antigüedad y aportes, si no me equivoco. Desde el sindicato local se está peleando para que las trabajadoras sexuales puedan ejercer su actividad con la ventaja de tener una caja jubilatoria para su futura vejez. Esto las ayudaría mucho para el dejar de estar a la deriva cuando lleguen a tu 362

edad, abuelo. Sé que te suena extraño, abuelo. Pero eso es porque venís de una generación muy retrógrada, me insiste lapidariamente. Y eso se quiere llevar a todos los otros casos, por ejemplo, a los travestis, a los trans, a los taxi boys, todo aquel que quiera ejercer el trabajo sexual. Tal vez te aburra venir a escuchar eso, abuelo, ¿no me dijiste que querías presenciar alguna charla o alguna conferencia de todos estos temas que estoy investigando? Claro que sí, le aclaro. Para mí es un honor. Por más que sea de una generación retrógrada, como vos decís. No tuve la po- sibilidad de elegir la generación que me tocó. En una de esas, si pudiese haber elegido, elegiría la tuya, Agustín. La menos retrógrada que conozco. Lo digo y me rio por dentro. Porque en algún momento, cuando Agustín sea padre o sea abuelo, también lo van a retrucar con esto. Que viene de una generación retrógrada, que es un atrasado. Porque así ha sido la historia de la humanidad. De lo contrario, ¿cómo hu- biese sido posible el progreso durante siglos? Si en la época de mis ancestros de mis ancestros, estaba permitido la ser- vidumbre, y más atrás aún, la esclavitud. Hubo en algún momento, parte de la plebe que no se la consideraba como un ser humano en condiciones de igualdad, como tanto se dice ahora. Si se era un siervo, no se era un ser humano, si se era esclavo menos que menos. Y ahora, claro, nos encon- tramos con ideas novedosas y progresistas, como por ejemplo, esta posibilidad que me menciona Agustín. El sin- dicato de las meretrices y la correspondiente caja jubilato- ria. Entramos los dos juntos a la facultad donde cursa. Es una universidad pública. No hay ni valla de accesos ni carteles pomposos que nos den la bienvenida. El aula magna donde 363

se dará la conferencia tampoco tiene el mejor de los aspectos. Las paredes están pintadas con un color amari- llento típico de edificio público. Las butacas son de madera y están ubicadas de manera escalonada. Debajo de todo, que es donde terminan las butacas, se ha armado la mesa de de- bate. Ingresan varias personas y hay aplausos. Dan las pre- sentaciones principales. Me he enterado que hay otros ora- dores en el debate. Son otras tres personas que lucen aspecto mucho más acorde al mundillo académico. Uno de ellos menciona que es docente de la casa de estudios en cuestión. Otro es un invitado de una universidad de Capital Federal. La última es una mujer que también es parte de la universi- dad a la que asiste Agustín. Esta última, me dice Agustín susurrándome al oído, forma parte de la cátedra donde estoy participando. Ella leyó el texto de Lisa Ann, aclara. Lo primero que noto en la conferencia es esto que tanto me menciona Agustín. La oratoria de los participantes. Los primeros dos son decididamente aburridos. Como que les falta ese condimento especial para la ocasión y que ambos adolecen. La conferencia se vuelve algo tediosa para mí. Mis ojos empiezan a parpadear al calor del aburrimiento del debate entre estos dos primeros oradores y el sueño que me empieza a gobernar detrás de las butacas donde nos ubi- camos. Por suerte, no estoy a la vista de los principales ora- dores como para que pase un papelón. No me doy cuenta pero entro en un estado onírico absoluto. Me he dormido por completo. Hasta me doy el lujo de soñar. De soñar con nostalgia. La veo a Nilda que se me acerca. Ella terminó de trabajar en la cocina del balneario. Está bien vestida. Con prendas de la J.B. Justo. Yo también fui por pilchas a la misma avenida. No sé porque pero le digo que la extraño. 364

Te extraño, Nilda, le digo y ella me lanza una sonrisa leve. Como me solía hacer cuando la invitaba a cenar o le caía medio de sorpresa con una invitación cualquiera. Te ex- traño, Nilda, le vuelvo a decir. Te estaba extrañando por eso me dormí para volver a verte. Qué bueno es soñar y encon- trarme con vos. Aprovechemos antes que me despierte, aprovechemos que me encuentro en una fase idílica del sueño pero no estoy en el mejor entorno para soñar. La in- vito al famoso restaurante que siempre elegía ella. No hay que hacer preguntas ni devoluciones de comentarios. Va- mos a ir a ese restaurante que da a Playa Grande. Ese mismo, Nilda. Ese que te gusta tanto a vos. Va a ser una cena de las que vos siempre pedís. No sabés lo que extraño eso de vos. No como Gloria que es una gallega amarreta, de esas gallegas que tanto se ven acá en Mar del Plata. Ella siempre me insiste y me pega donde más me duele, Nilda. No es como vos. En todos los años que vivimos juntos casi que no recuerdo una sola vez que me hayas hecho planteos en lo que gasto o dejo de gastar. Gloria siempre me pega donde más me duele, Américo esto, Américo lo otro. No te das cuenta que con la jubilación que tenés no nos podemos dar el lujo de ir a un restaurante tan caro. Américo, sería conveniente que este mes guardaras algo de tu magra jubi- lación. Y sí, ya sé que mi jubilación es magra. No hace falta que me lo recuerde tanto. Ya sé que apenas si supero la ju- bilación mínima. Y ella no sé de qué se la da tanto, para el caso. Si también su jubilación es bastante mediocre. La ven- taja que tiene es que conserva algunos alquileres que nos ayudan un montón, pero es como que se trata de un dinero sacro. Ella lo administra, Nilda. Es celosa de que yo pueda administrar ese dinero. Te extraño Nilda, por eso te traje a 365

este restaurante que te gusta tanto. Hoy vamos a darnos nuestro pequeño lujo, sintámonos como pequeños ricos. Vamos a pedir una entrada para cada uno, luego el plato principal y también un postre cada uno. Nada de eso que me propone Gloria. De compartir el postre. Un postre para cada uno, como debe ser. Te extraño Nilda, por momentos no tenés idea cuánto te extraño. Si supieras lo grandes que es- tán tus nietos. Los hijos de Eduardito, los de Silvina. Lo grande que está Agustín, que me invitó a una conferencia en su universidad. Mirá el lujo que me estoy dando. Estarías orgullosa de él. Ya que terminamos el postre, podemos pe- dir también un cafecito. Un cafecito como los que siempre pedimos aquí en este restaurante, junto al gran ventanal. Que sean dos capuchinos a la italiana, con canela y choco- late. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una cena como esta, Nilda. Volvamos a casa. Los chicos están durmiendo. Acostate, nomás Nilda. Mañana te voy a llevar unas flores. Te voy a comprar unas flores grandes, relucientes para de- jarlas ahí en la tumba, que tan gris se ve cuando las flores que te dejo cada mes se marchitan. Debo reconocer que es el momento más feo cuando te visito. Por suerte, alguno de los chicos se aparece un día antes y entonces es un honor ir a visitarte y encontrarme con flores coloridas y relucientes, como estas que te llevaré mañana. No voy a escatimar. Te voy a llevar flores de coloridas que apaguen la tonalidad tan grisácea que domina el cementerio. Te extraño, Nilda. Me cuesta decírtelo cada vez que te despido en estos sueños es- pontáneos que tengo con vos. Es algo que no domino. Nadie domina sus propios sueños. Pero tal vez así sea mejor. Tengo la esperanza que en algunos de los próximos sueños nos vamos a volver a encontrar. 366

Abuelo, estás rocando. Despertate, abuelo. Son solo dos empujones de Agustín que me devuelven al estado de vigi- lia. Me quedé dormido y hasta tuve el tupé de roncar. Qué vergüenza. No tanto, abuelo, tampoco para tanto. Pero lan- zaste unos ronquidos suaves que algunos de acá adelante se dieron vuelta. Además, está por hablar la oradora más im- portante de la conferencia. Va a tomar la palabra la presi- denta del sindicato de meretrices. A esta sí la tenemos que escuchar, abuelo. Le pregunto a Agustín donde está el baño. Antes que empiece a hablar la oradora necesito despejarme un poco. Entro al baño. Hago pis en un mingitorio que no le funciona la descarga de agua. El olor a meo es bastante insoportable. Es una universidad pública. No puedo ser exi- gente. Me lavo la cara. Vuelvo al aula magna. La oradora ya ha tomado la palabra. Su voz es penetrante, convincente y tenaz. Me ubico rápido. Dudo que esta vez me duerma. Se hace una pausa pero la oradora rápidamente toma el micrófono. Mis queridas compañeras, cuánto hemos hecho durante este último tiempo. Nunca nos hubiésemos imaginado lle- gar a este punto. Quién hubiese dicho estar participando en este debate. En un ámbito académico que históricamente nos dio la espalda. ¿Por qué razón una casa de altos estudios tendría que darle cobijo a una puta? Así ha sido siempre. Las putas deshonran. Las putas trabajan entre comillas. Porque eso no es un trabajo. Mejor dicho, no es un trabajo digno. Las putas dan vergüenza. Las putas son la deshonra de sus padres, de sus hijos, de sus nietos. En mi caso, yo fui una deshonra casi toda mi vida. Yo trabajé en la prostitución más de treinta años. Más de treinta años trabajando entre comillas, como les gusta decir aún hoy a 367

algunos por allí. He trabajado en condiciones por las que hoy peleamos para que ninguna compañera lo haga más. Siempre he tenido mi madama, mi patrón. Pongámosle el nombre legal que tiene esa figura, compañeras. Siempre he trabajado bajo el mando de un proxeneta. El proxeneta no solo abría las puertas para trabajar, para que ese trabajo entre comillas fuera un poco menos riesgoso. Los proxenetas nos cuidaban, es cierto. Pero nos cuidaban de lo mismo que los demás repudiaban. De lo mismo que decían que la prostitución era una deshonra, que no podía considerarse como un trabajo. Que es plata fácil. Que es un delito. A nosotras, las putas nos han hecho sentir siem- pre como delincuentes. Por eso, pongo el acento en el tra- bajo entre comillas. Pero si nos dejamos llevar por el tér- mino de la palabra, nuestro trabajo es más trabajo que cualquier otro. ¿Acaso el trabajo no es sacrificio? ¿No es esfuerzo? ¿No es aceptar cosas que a veces no nos gustan? Sepan compañeras, que si tomamos en cuenta esto, no hay trabajo más sacrificado que el de una puta, somos verda- deras trabajadoras en el sentido más estricto. Somos las que más ponemos el cuerpo, las que nos arriesgamos, las que nos sacrificamos. Cuántas compañeras aquí presentes han salido de noche a trabajar entre comillas y han dejado a sus hijos al cuidado de otra persona. ¡Eso no es deshonra, eso no es falta de afecto, eso es sacrificio, compañeras! ¡Es sacrificio! ¡Es esfuerzo! Tenemos que luchar contra la idea que tanto tiempo nos han inculcado y nos han torturado. Detrás de una puta hay una madre que trabaja para com- prarle comida a los hijos, detrás de una puta hay una mujer que no tiene ayuda de nadie y se las tiene que arreglar sola. Sí compañeras, solas, como tanto tiempo hemos estado. 368

Trabajando solas y refugiándonos detrás de los proxenetas para que nos den algún tipo de amparo. Pero para alegría nuestra los tiempos han cambiado. Ahora tenemos nuestro propio sindicato. Hace años que estamos organizadas a ni- vel nacional. Esto ha sido una gran lucha, compañeras. Ahora podemos ser monotributistas, podemos trabajar por nuestra propia cuenta sin tener que dejarle a nadie el dinero que nos hemos ganado con nuestro esfuerzo. Y así tenemos que educar a las próximas generaciones. Que aprendan que trabajar de puta no es ninguna deshonra, sino un trabajo sacrificado donde hay que poner el cuerpo como en casi ningún trabajo. Pero también tenemos que dejar de santificar cosas estúpidas, compañeras. Tenemos que luchar contra los que dicen que el cuerpo de la mujer es un cuerpo sagrado. ¡QUE LA CONCHA DEJE DE SER SAGRADA, COMPAÑERAS! Necesitamos que la concha deje de ser sagrada. ¿Por qué tiene que ser algo sagrado digno de protección divina? Nosotras elegimos qué hacer con nuestro cuerpo. Si la concha es sagrada para un grupo pequeño, que lo sea para ellos. Para nosotras la concha tiene que dejar de ser sagrada. Ya cuando la oradora dijo S-A-G-R-A-D-A la copiosa lluvia de aplausos se hizo imperante. Que la concha deje de ser sagrada. Nunca lo había pensado así. Yo también me levanté a aplaudir con fervor. Lo ha dicho con una gran en- tereza las representantes de las meretrices. Salimos del aula magna. Me acerco a la entrada del edificio mientras espero que Agustín termine de conversar o arreglar sus asuntos con compañeros de cursada. Sin dudas me estoy convirtiendo en un abuelo open mind, como dice Agustín siempre. Seré de esa generación de abuelos o de hombres, mejor dicho, 369

que vienen de los anales de la generación retrógrada pero me digno como pocos a compartir una conferencia e invi- tado por mi propio nieto. El hecho de acercarme a la puerta de entrada se debe a una especie de prejuicio que tengo. Me siento un viejo entre tanta juventud. Es cierto que hay bas- tante gente grande. Pero aquí somos los pocos. En verdad, mi prejuicio se debe a que siento que el mundo universitario es el mundo de los jóvenes y no de los viejos. Como que los viejos estamos de vuelta, ya con muestro pensamiento or- ganizado, estructurado que se ha ido forjando y se ha con- vertido en una dura estructura de hierro. Pero cuando lo veo de lejos a Agustín, cuando lo veo charlar con sus compañe- ros, desde el umbral de la entrada principal de la facultad también me viene a la mente una idea que él suele repe- tírmela. Abuelo, es cuestión de deconstruirse. ¿Entendés? Deconstruirse. Será una palabra inventada en este milenio, le pregunté. Puede ser abuelo, me respondió con ligereza. Lo importante es entender el concepto de la palabra. Es como que te desarmaras, que desarmes lo que construiste durante décadas. Es romper con el orden de las cosas, rom- per con el statu quo. Sacarte de encima ese lastre que cons- truiste vos, tus padres, tus abuelos y el resto de las genera- ciones. Lo que dabas como establecido, como inmutable y de repente, del día a la noche, te lo empezás a cuestionar. Subimos con Agustín al rastrojero. Viste qué lindo está, le menciono. Él se detiene a tocar con suavidad el tapizado. Acabo de cambiar el tapizado hace una semana, le informo. No es original, como te imaginarás. Para el caso, tampoco el motor es original. Se lo cambié como tres años antes de que me venga a vivir a Mar del Plata. Cierto, interroga él. Cierto que vos vivías en ese pueblo. Papá también. Aunque 370

siempre me cuenta que vino acá de chico. Siempre me pre- gunto por qué razón te viniste a vivir a Mar del Plata, abuelo. Qué se te dio, consulta él en tono de interrogatorio. Eh, bueno, como a todo el mundo. Viste como es el tema del inmigrante, aclaro. Acá hay mucho más trabajo, Agus- tín. Allá no había. Ni trabajo ni progreso. Vinimos a buscar progreso. Esa es la razón, le digo a modo de quien dicta una sentencia. Lo dejo a Agustín en su casa. Estoy solo en el rastrojero. Vuelvo a tomar la Avenida de los Trabajadores y me desvío entre calles perdidas del puerto. Vuelvo por la avenida. Fue la televisión, Agustín, respondo. Fue esa no- che de 1985. Fue cuando la vi a ella invitando gente. Invi- tando gente a la cama. Fue cuando le vi el pelo oscuro y lacio. Cuando le vi el movimiento pendular de su cintura. Cuando le vi sus hermosas tetas. Llego a casa y subo el ras- trojero a la rampa de la vereda. El portón es muy duro para abrirlo y más duro se vuelve de noche. Apago la camioneta ya dentro de la cochera. Me fijo si Gloria duerme. Escucho cerca de la habitación su respiración. Enciendo la compu- tadora. Voy a seguir escribiendo todo esto que todavía no te conté, Agustín. 371



26. El fin del mangrullo Ya estábamos cerca de una nueva temporada. En rigor, se convertía en la tercera temporada que presenciaba. Hay dos cosas que debo anotar. Que no las puedo escribir co- rrectamente pero serán de guía para este sinuoso borrador que estoy escribiendo. Anoto la primera. Esta versión del Américo es una versión mucho más mejorada. El progreso se había convertido en una realidad tanto para mí como para mi familia. Ya me desempeñaba con toda versatilidad en la organización de las carpas y como ayudante del administra- dor. Inclusive me había convertido en una persona de con- fianza para el dueño. E inclusive, debo decir que a ese mo- mento ya no necesitaba tanto de Antonio. Todavía hoy me suena mal decirlo. Que no necesitaba más de Antonio. Pero fue así. Ya no necesitaba más de ese noble e extrovertido personaje que se me apareció en el mismo momento en que ponía los pies en esta ciudad. Mejor dicho, en el momento en que ponía los pies en la arena, para hablar y aclararme que “habían mejores mares”. Lo segundo que debo incluir. Que todavía, con dos años encima en la ciudad, nunca había pisado el teatro. Por diferentes razones, las posibilidades de ir al teatro se habían bifurcado de mi intención de ver la obra de Moria. Al cine ya había ido muchas veces. Por lo menos unas veinte veces. La película del Terminator ya la había visto dos veces en la gran pantalla. Solo que la se- gunda vez me digné a presenciarla en otra sala. Con butacas más modernas, con una cafetería más oscura y pertinente al entorno de las salas de cine. Y había elegido la función de trasnoche. Siendo exacto a la una y media de la madrugada. 373

Una función que terminó bien pasadas las tres de la mañana. Otro dato que debo agregar es que la función de trasnoche la empecé a elegir también con otras películas. Incluso debo señalar que no solo elegía el horario de trasnoche, sino tam- bién funciones durante el día de semana. Por ejemplo, podía ser una función el día martes, fuera de temporada, en la fun- ción de la una de la mañana. Casi que me quedaba solo en el cine, frente a esa majestuosa pantalla. Solo un puñado de cinéfilos me solían acompañar en la función. Debo recono- cer que en la función de trasnoche durante los días de se- mana predominaba un aire desolador, si uno lo observara desde el plano lucrativo. Un puñado de diez o veinte espec- tadores que poco consumían previo al inicio de la película, diez o veinte entradas que se vendían y ya está. Ahí se ce- rraban todas las cajas registradoras y todo negocio reditua- ble. Era un acto de solidaridad la función de trasnoche du- rante los días de semana. No obstante, era el sello distintivo de la ciudad. Un cartel de neón intermitente desafiando la oscuridad de la calle. FUNCIÓN TRASNOCHE. Es cierto que éramos poco quiénes la usábamos, pero ante la urgencia de tener que ver una película en cualquier horario, entonces los cines de la peatonal estaban siempre ahí, firmes y pre- dispuestos esperando que los cinéfilos trasnochados nos presentáramos ante una nueva oferta de estrenos. La noche previa me había ido a ver una película de tras- noche al cine que solía frecuentar sobre la peatonal San Martín. La función había terminado cerca de las tres de la mañana. En esta ocasión, si había bastante gente pues re- cuerdo que estábamos en plena temporada. La trasnoche en plena temporada trabajaba todos los días, de domingo a do- mingo. Llegué a casa en un taxi a eso de las tres y media. 374

Al día siguiente me levanté temprano, pues había varias fa- milias que abandonaban el balneario y otras tantas que in- gresaban. Un fenómeno raro siendo mitad de la semana. Me costó una infinidad levantarme de la cama. Tomé el colec- tivo en dirección a La Perla. Me bajé en la Avenida Pedro Luro. De ahí solo unas cuatro cuadras y adentro de la garita para organizar con tiempo las salidas y los arribos al bal- neario. A eso de la una de la tarde terminé con la familia que ocupaba la última carpa de la jornada. Justo Antonio plantaba el banderín de prohibido bañarse. Se acercaba su horario de almuerzo. Que tal los estudios, le pregunté. Más o menos, me contestó evasivo. No me quiero hacer tanto problema, sabe. Sucede que a esta edad, mi estimado Amé- rico, los achaques se hacen presente. Y el cuerpo reniega con lo que sea. Los pulmones, otros órganos vitales como el hígado, los intestinos o el corazón. En mi caso, es el co- razón, ¿vio?, dijo con cierto descreimiento. Tengo las arte- rias un poco tapadas. Eso que soy bañero, que no tengo so- brepeso. Pero le soy sincero, no es mi hábito andar cuidán- dome con las comidas, con el colesterol que lo tengo por las nubes. Y qué mejor remedio que esta noble profesión que he elegido. Trabajar como guardavidas. La natación es buena para el corazón, me dijo el médico. Así que con eso basta. Ya le estoy haciendo favores por demás a mi corazón cada vez que me acerco a la orilla para salvarle la vida a un despistado. Por cierto, hoy el mar está un poco picado y la gente está impaciente por entrar. Hace mucho calor y en- tonces son dos circunstancias que debo considerar inclusive en mi horario de descanso. ¿Cuáles? Consulté. La primera es esta misma, la bravura del mar en este día. La segunda es la impaciencia de la gente. De no respetar la bandera tal cual 375

flamea arriba del mástil. Prohibido bañarse, Américo. Noto que los nuevos veraneantes no están respetando con rectitud mis advertencias, insistió. Hay mucha ignorancia al res- pecto. Los veraneantes ignoran en rigor la peligrosidad de este tipo de días. El mar forma pozos de agua de los que resulta muy difícil salir. Por eso, solo me voy a dormir la siesta porque sé que está Oscarcito al mando. Mi hijo que ya está encontrándole el gusto a esta insigne profesión. Se quedará arriba del mangrullo por si acaso los bañistas deci- den romper las reglas y lanzarse al mar. Entonces, tendrá a mano su silbato para impedir este insistente avance. Antonio estaba durmiendo la siesta en su casa, cuando empecé a sentir una seguidilla de silbatazos que sonaban uno tras otro. Me acerqué al mangrullo para constatar si esto era producto de la impericia del novato hijo de Antonio. La gente está impaciente, Américo, fue lo primero que deslizó Oscarcito al verme cuando me acercaba. Nadie quiere res- petar la prohibición. Eso que teníamos bandera roja, nueva, reluciente, que flameaba insistentemente arriba, en lo más alto del mástil. Ya a dos bañistas tuve que socorrer, dijo con cierto escalofrío. Por suerte, habían sido bañistas que no se habían alejado mucho. Oscarcito los pudo socorrer con fa- cilidad, pues se había tratado de una advertencia en un lugar en donde todavía hacían pie. Lo mismo pasaba en otros bal- nearios de La Perla. Se observaba a lo lejos como los guar- davidas iban y venían desde la orilla hasta el mangrullo. También se escuchaban silbatazos a lo lejos que llegaban a mis oídos gracias al viento en dirección norte. Fue entonces cuando Antonio se hizo presente, con la cara hinchada luego de su habitual siesta. Con ciertas dudas, observé 376

como cambiaba el banderín de prohibido bañarse al bande- rín peligroso, ese mismo que también es rojo pero lleva un triángulo negro en el medio. En cuestión de minutos la ori- lla comenzó a poblarse. Desde lo alto del mangrullo, escu- chaba que Antonio gritaba a los bañistas más intrépidos y les lanzaba como podía su más insistente argumento. Que haya sacado la prohibición a bañarse no significa que todos se amontonen en la orilla y quieran meterse como si fuera un mal calmo. Es mar peligroso, insistía a los gritos, ¡es mar peligroso! En cuestión de segundos, empezó a pitar el sil- bato para advertir a un bañista que parecía alejarse cerca de la primera rompiente. Y desde lejos, la astuta y sabia mirada de Antonio presagió lo peor para el destino de dicho bañista. No hacía pie y se estaba ahogando. Bajó como una saeta del mangrullo, se ató el torpedo naranja y se entumeció dentro del mar. El ingreso de Antonio a la zona de la rompiente se dificultaba debido a que las correntadas lo tiraban hacia los costados. Las brazadas de Antonio demostraban que aún, pese a la edad cercana al retiro de la actividad, seguía te- niendo una enorme destreza. La lucha por llegar hasta donde estaba el bañista se hacía cada vez más infructuosa. Recuerdo que nos agrupamos una decena de personas para observar este angustiante acontecimiento y, además, que ya no se veía el cuerpo de la persona que se ahogaba. Pero las brazadas de Antonio se hacían más esbeltas y ágiles, gol- peaban con el agua dando grandes salpicadas. El oleaje se hacía zigzagueante y le impedía divisar el cuerpo del ba- ñista. Por momentos, el cuerpo de Antonio se convertía en un cuerpo anfibio. Su cabeza y sus brazos entraban y salían de la superficie del agua como si la bravura del oleaje tu- 377

viera una complicidad con el avance constante de sus bra- zadas. En una secuencia de dos brazadas, sacaba la cabeza y mantenía un pataleo suave pero repetitivo. El desarme de una pequeña ola dejó ver el cuerpo del bañista haciendo mo- vimientos desesperados y agónicos. Una ola se armó con furia cerca de Antonio pero logró abatirla con un movi- miento milimétrico cabeza abajo y luego volvió a tomar ve- locidad con sus dos brazos estirados hacia adelante. Sin em- bargo, la lucha contra la furia del mar lo obligaba a doblegar brazadas continuas. Una, dos brazadas y cabeza hacia afuera. Las correntadas del mar lo obligaban a sacar la ca- beza a la tercera brazada. A veces lo hacía recién en la cuarta brazada. Sus pies se veían en un continuo pataleo que iba en la misma sintonía con el movimiento de los brazos. Antonio demostraba ante la muchedumbre que lo vislum- braba desde lo lejos, sus décadas al mando de esta profe- sión. Nada parecía abatirlo. Tal vez si otros seres vivos lo hubiesen interceptado, entonces se hubiese establecido un enfrentamiento explícito hasta llegar al cuerpo del bañista. Imaginé a Antonio librando batallas contra tiburones, con- tra ballenas orcas agresivas, contra manta rayas con sus aguijones asesinos. Cualquier ser vivo de aquellos que se mueven con destreza dentro del agua. A cualquier de ellos los hubiese enfrentado, les hubiese dado una pelea encarni- zada al punto que el tiburón, la orca o cualquier cetáceo car- nívoro terminaría siendo una víctima de aquel valiente guardavidas. De pronto, la silueta esbelta del veterano ba- ñero se apareció cerca de la rompiente y a los dos o tres segundos pude observar cómo tomaba al bañista y lo apo- yaba sobre el torpedo para que pudiera respirar. Lo acercó a la orilla con un nado mucho más cauto. Se acercó hasta 378

donde hacía pie y lo tomó en andas. En realidad se trataba de un niño. No debería tener más de ocho o nueve años. Lo apoyó con agilidad sobre la arena húmeda y pidió al resto de los observadores que hicieran lugar. Comenzó con las tareas de reanimación. Primero presionó con sus dos manos sobre la zona del pecho. Luego, respiración boca a boca. Siguió nuevamente con la presión en el pecho. El niño dio las primeras señales de vida al escupir agua. Acto seguido, tosió con fuerza. La lluvia de aplausos se hizo presente al instante. Antonio se había convertido en el héroe de la jor- nada. Había salvado a un niño. Lo ayudó a reanimarse un poco más, tratando de que tomara conciencia y se sentara con ayuda de él. Pero fue en ese mismo instante que Anto- nio me pidió que agarrara al pequeño ya que sentía un fuerte dolor en el pecho. Es la emoción de haberle salvado la vida a alguien, pensé. Hacía muchos años que no tenía que hacer un salvataje tan agónico como este, relató. Es hora de que hablemos de esto también, mi estimado Américo. De los grandes salvatajes que he librado, de las vidas que he sal- vado. Se podría decir que he salvado tantas vidas como los médicos, con la diferencia que yo lo hago en el momento de entretenimiento de las personas. Lo acompañé hasta el man- grullo, una vez que la muchedumbre se había dispersado y el niño estaba recuperándose con su familia. Me agarró un pequeño dolor en el pecho nomás, reiteró, mientras subía con cierta dificultad al mangrullo. ¿Se siente bien? Claro que sí, respondió. Es la excitación que tengo cada vez que salvo una vida. Esto es algo que me hace remover las venas. Por eso he elegido esta noble profesión. Cuánto me queda por contarle. Si los bañistas empiezan a tranquilizarse, ten- 379

dremos toda la tarde. Antonio ya estaba casi arriba del man- grullo, cuando entonces observé que su cuerpo se desvane- cía sobre mí. Ni siquiera tuve tiempo de atajarlo. Se cayó con toda impotencia sobre mi cabeza y finalmente sobre un manto grueso de arena. Antonio, Antonio, le gritaba mien- tras intentaba que me respondiera. Estaba inconsciente. Ni sus brazos ni sus piernas daban respuesta. Con los ojos semi cerrados, intentaba respirar de manera intermitente. Pegué un grito e hice señales a la zona de la garita, donde estaba el administrador. El administrador tomó noción de mi de- sesperación y me ayudó a levantarlo. No responde, me alarmé. Está inconsciente. Otro que apareció rápido fue Os- carcito. Papá, papá, lo intentaba reanimar. No había caso. Antonio no respondía. Tardó cerca de una hora en llegar la ambulancia. Durante esa hora logramos que Antonio nos respondiera, pero más que respuestas eran balbuceos incon- gruentes que nos generaban aún más desconcierto. Bajaron la camilla de la ambulancia y la metieron dentro del balnea- rio. Por suerte, la salida había sido rápida. Tranquilo, Os- carcito, lo calmé. Tu viejo está bien, ya lo deben estar asis- tiendo dentro de la ambulancia. Vamos a agarrar mi rastro- jero. Ese último año lo había usado poco, razón por la que muchas veces no encendía. El problema del burro de arran- que se había vuelto eterno. Ayudame, Oscarcito, le tenemos que dar un empujón para que arranque. Vos lo empujas y yo le doy con todo, le solicité. Pese a los esfuerzos, esa trai- cionera camioneta me hacía la tarde imposible y se negaba a dar arranque. No tengo idea de los intentos que hice para que arrancara. De los metros que la empujamos intentando el encendido. El último intento fue en una pendiente. Apro- 380

veché que no había tráfico y le pedí a Oscarcito que la sol- tara. La camioneta tomó velocidad. Enderecé la dirección y probé el encendido. Una vez. Dos veces. Tres veces. Perdí el control de la camioneta. Durante ese instante rogué que no se me cruzara nadie, pues los frenos tampoco daban mu- cha seguridad. El rastrojero se subió hacia la zona de la ve- reda. Siguió su inútil y serpenteante camino hasta que se estrelló suavemente frente a un poste de luz. Le dio en el medio del radiador. El capot se levantó y se dobló. No tenía sentido insistir más. La camioneta iba a hacer lo imposible por no arrancar. Por convencer a su quijotesco dueño de que no existían probabilidades de que diera un último aventón. Dejé las llaves puestas. Si alguien se lo roba tal vez termine siendo una ayuda más que un dolor de cabeza. Nos fuimos al hospital en taxi. Era un hospital demasiado grande. Os- carcito preguntó por el nombre de su padre. Un señor cor- pulento, de unos sesenta años, que sentía un fuerte dolor en el pecho y sufrió una especie de desmayo. Entre distintas derivaciones de los empleados del hospital, dimos final- mente con el lugar donde lo habían internado. Lo tenían ya en terapia intensiva. Todo fue tan rápido, la impaciencia de la gente por entrar al mar, el heroico salvataje y el repentino desvanecimiento de Antonio desde el mangrullo. Debería- mos estar festejando, pensé. De haber salvado a un niño, qué acto más heroico que este. Pues no, nos encontrábamos a la espera de que Antonio recuperara fuerzas y todo esto quedara como una anécdota más del complicado salvataje que se había librado un rato atrás. Salió un médico a dar el parte. Lamento informarles que el señor ha tenido un infarto bastante agudo, estamos intentando que pueda reanimarse y 381

el cuadro no se complejice, sentenció. Lo abracé a Oscar- cito que estaba a mi lado mientras el médico daba el in- forme. ¿Se va a morir mi papá? No, Oscarcito. Tu papá la va a pelear. Él sabe pelear como nadie. Mirá sino, cómo se animó a rescatar y salvarle la vida a un pequeñito, mirá si no va a poder salvarse también él. Se hizo cerca de la medianoche cuando nos enteramos que ese infarto había provocado un posterior paro cardíaco y que fue imposible la reanimación. Se nos había ido. Horas antes de salvar una vida, de salvar la última vida. Y los mé- dicos, que son aquellos profesionales que se encargan de hacer lo mismo no habían tenido la misma suerte. Se nos había ido Antonio. Aquel que me abrió las puertas de esta ciudad. El que me alertó tantas veces sobre la ingenuidad de creer que Mar del Plata tenía un mar inigualable. Qué será de su mangrullo. Que será de los mangrullos de las pla- yas marplatenses sin Antonio, me alarmé. Sobrevivirán en la ignorancia. Quedarán librados al mundo de la desidia y la vanidad. Rápidamente, lo abrecé a Oscarcito. Lo re- cuerdo como si fuese hoy. Pobre Oscarcito, sin experiencia forjada por su padre no le quedaba otra que aceptar el rem- plazo. Así de repentino se tuvo que hacer hombre. Porque en la casa de Antonio el sueldo de guardavidas era el único. Pobre Oscarcito, que se le muriera el viejo así de pronto, salvando la vida de un niño y, a la postre, entregado la suya. El entierro se hizo en el cementerio de la ciudad. El lú- gubre cementerio donde comienza la Avenida Alem. No éramos tantos. Su familia, su único hijo Oscarcito, su mujer, dos hermanos que habían viajado desde Rosario, algunos primos también de la misma ciudad. Eso sí. Yo me aparecí con los siete chicos y con Nilda. Los siete le debíamos una 382

estoica despedida. Hasta que dieran las palabras del res- ponso. Hasta que el ataúd se hundiera en el fondo del agu- jero. Hasta que su hijo se dignara en cubrir el ataúd de su padre de tierra. Hasta decirle mis últimas palabras. Adiós, Antonio. Esto lo tengo que escribir. Lo tengo que agregar en mayúsculas. Adiós, Antonio. Freno la redacción porque me largo a llorar. A pesar de que en ese momento no lo hice. Le dije una, dos, tres, cuatro, cinco, diez, veinte y hasta treinta veces lo mismo. Adiós, Antonio. Recuerdo a Nilda abrazar a la viuda. Lo mismo los siete. Mis siete pequeñitos dándole este triste adiós a la persona que nos abrió la puerta de la ciudad. Lo mínimo que se merecía. Después del entie- rro nos fuimos a nuestra casa. Esa noche no cené. Ni si- quiera tenía hambre. Solo Nilda les cocinó a los chicos. Ella también se vino a la cama a dormir sin comer. Vamos que arranca, le dije a Eduardito. Así terminamos con esta historia. Qué historia, papá, me preguntó con su habitual vozarrón matutino. La del rastrojero, le contesté. Pero nos vamos a quedar a pie, ¿a quién se lo vas a vender? A nadie, Eduardito, a nadie. Ayudame a encender esta por- quería, de una vez por todas, insistí con fastidio. ¿Tanta bronca le tenés a la pobre camioneta? ¿Por qué te la agarrás con ella? Porque es una camioneta de mierda, es una camio- neta traicionera. Es una vil máquina, que siempre nos ha hecho la vida imposible, ¿comprendés? Eduardito se dio cuenta que yo no tenía ganas de andar debatiendo sobre el porvenir de la vieja camioneta. Era decisión mía. Si Amé- rico decide agarrársela con ella, tomarla como chivo expia- torio de este triste suceso, desecharla al peor de los vertede- 383

ros, entonces que los demás entendieran esta razonable de- cisión. Era una camioneta que ya no podía dar respuestas. No podía ayudar a nadie. No servía de medio para lograr ningún objetivo relativamente ambicioso. Es más, sentía que su carrocería, que se mostraba como una fea y oxidada carcasa, merecía el peor de los destinos. Era una chatarra repugnante, obsoleta, lánguida e inservible ave carroñera que, como mucho, se dignaba a cuentagotas a dar el encen- dido. Aspecto que siempre dio lucha y numerosas frustra- ciones. Algo que todo elemento rodado debería garantizar a sus dueños. Dar arranque. ¿Tan difícil es esto? Dar arranque con facilidad, con solo mover desde el tambor donde se co- loca la llave. Pues con ella todo funciona en sentido contra- rio. Si su dueño la quiere encender, con ese suave y delei- tante giro apenas perceptible, entonces de ella lo único que se puede esperar es un rugido de motor que anuncia su difi- cultad para dar el encendido. La convivencia con esta ca- mioneta siempre había sido conflictiva. Porque, en verdad, en otras circunstancias, uno podría valerse de muchos argu- mentos a la hora de retenerla. Qué bueno, no se ha tenido suerte con las ruedas, con los emparches, con la carrocería, con el chasis, con las ventanas, con los cierres, con la caja de cambios, pero no, no era este el caso de la maldita ca- mioneta. Su fuerte, a la hora de presentar dificultades, fue siempre el tema del arranque. Así de rápido se lo expliqué a Eduardito. Una camioneta que da tanto trabajo a la hora de arrancar ya no es una camioneta. Es una chatarra de la que no hay que tener ningún tipo de piedad a la hora de deshacerse de ella. 384

Llegué al empalme donde se salía a la ruta. Un cartel verde con letras blancas indicaba algunas ciudades cerca- nas. Balcarce, 70 kilómetros. Tandil, 170 kilómetros. Capi- tal Federal, 400. Tomé la rotonda y agarré el camino de tie- rra que me llevaba hacia el desarmadero municipal. Me fui hasta el sector donde estaba más descampado. Donde la ca- mioneta abandonada más cercana estaría a los veinte o treinta metros. Se veía el atardecer y el sol cerrándose en el horizonte. Papá, voy a mear, ya vuelvo me dijo Eduardito. Fue en ese instante cuando solo dentro de la camioneta, con el atardecer agonizando y advirtiéndome el umbral de la no- che que volví a repetirme para adentro. Aunque esta vez para afuera. Hasta grité. Lloré. Lloré mucho esta vez. Lloré todo lo que no había podido llorar en el entierro. Adiós, An- tonio. La puta madre que lo re mil parió. Por qué te fuiste tan rápido. Con todo lo que me quedaba aprender. Con to- das esas hazañas y relatos que quedaron pendientes. Te voy a extrañar, carajo. No me va a quedar otra que tomar la brú- jula de mi vida, la brújula de cómo seguir en el derrotero de esta ciudad. Ahora sí que voy a estar solo en esta ciudad. Ahora que soy un marplatense más. Ahora que lleno cuanto formulario se me solicite y digo que Mar del Plata es mi accidental lugar de residencia. Me has dejado solo, amigo querido. Ahora sí que me las tendré que rebuscar. Ahora sí que tendré que sobrevivir en este salvajismo que me pro- pone el anonimato citadino. Lloré devuelta. Grité devuelta. Adiós, Antonio. Estás bien, papá, me preguntó Eduardito subiéndose a la camioneta. Nos vamos a tener que ir cami- nando. ¿No tenés idea si por acá cerca pasa alguna línea de colectivos? Tal vez si nos apuramos llegamos a la cena. Mamá me dijo que iba a cocinar milanesas fritas con puré. 385

No le respondí. Probé el encendido. El burro de arranque hizo su habitual rugido, molesto, insistente, tedioso y ás- pero. Pero la camioneta había encendido en el primer in- tento. Dale, Eduardito, me muero por comer unas buenas milanesas con puré. Ayer, no comí nada en todo el día. Hoy tampoco. No pienso perdérmelas. Agarré nuevamente el ca- mino de tierra y después el empalme con la ruta. Habremos tardado quince minutos en llegar a casa. 386

27. El teatro Al día siguiente del entierro, Oscar debió alistarse al mando del mangrullo. Tímidamente, iba tomando la misma destreza que su padre. A eso de las siete de la tarde el man- grullo quedó vacío. Me subí. Contemplé el horizonte. Ima- giné aquella costa africana que quedaría allí, más cerca de los trópicos. Mucho más baqueano en el manejo de los mapas, sabía que en línea recta de Mar del Plata no había más que un infinito océano. Casi sin contar con un territorio donde asentar alguna civilización. Quizás un puñado de islas desperdigadas y equis distantes entre ellas. O archi- piélagos desconectados, volcánicos, sin costa habitable. El horizonte de Mar del Plata es un abismo, reflexioné. Sin Antonio, este mar que se presentaba como un horizonte excéntrico, se volvía un abismo. Un horizonte que, por cuestiones técnicas, no recaía en ningún paraíso tropical, ni boreal, ni austral. Miré debajo del mangrullo. Había unas gaviotas que se peleaban por un trozo de comida. Ya no eran aves con un vuelo apacible, sino animales de rapiña dispuestas a competir y arriesgar sus vidas por un trozo de comida. En verdad ya no eran aves amistosas. Sino aves vo- races que estaban esperando la muerte de un ser vivo para poder sobrevivir. Y todo debajo de una arena que había cambiado de tonalidad. Ni fina y suave como la harina, ni gruesa ni amarronada como toda la costa atlántica bonae- rense, sino gris. Estábamos hablando de arena gris. De ca- racoles también grises que no se dejaban desgastar por el ida y vuelta del oleaje marítimo. Eran caracoles oxidados, 387

contaminados que no aportaban ya ningún tipo de compo- nente mineral al ciclo de desgaste que genera el mar. Mu- chos de ellos se asemejaban a caracoles puntiagudos que, como consecuencia del movimiento de las olas, podían con- vertirse en filosos proyectiles que atentarían contra la vida de los bañistas. Quedaría en manos de Oscar que este en- torno volviera a ser fraternal. Oscureció del todo. A esa altura, debería estar tomando el colectivo o bajando del mismo a unas cuadras de mi casa. Arriba del mangrullo hacía mucho frío. Ingresé al salón principal del balneario. Tomé las llaves del cuarto de herra- mientas para enrollar unas lonas que estaban colgadas y ya secas. Volví al salón principal. Mejor irme más tarde así el colectivo va a medio llenar, evalué. Pero antes de cerrar la puerta de ingreso del balneario, se me apareció Milton. Ói- game, Américo. Le traje una sorpresa para ver si me levanta un poco el ánimo, che, lanzó. Sé que anda de lo más triste con esto de la muerte de su amigo. Mírelo, acá tiene, dijo mientras sacaba de su bolsillo trasero un sobre plateado. Acá tiene la dirección para ir a retirar las entradas. Ojo que son dos, eh. Para que vaya con su señora también. Hola vengo de parte del señor Milton, tienen dos entra- das para mí, le consulté al pibe de la boletería. Eran más o menos las dos de la tarde y el calor dentro de la boletería debería haber sido como mínimo sofocante. Sin muchos preámbulos el pibe me pasó las dos entradas de cortesía por la ranura de vidrio. Tengo las dos entradas, me repetía mientras no paraba de regocijarme. Como el teatro estaba cerca del casino, me fui hasta la confitería que lindaba con el famoso monumento a los lobos marinos. Volví a mirar 388

las entradas. Tenía un borde fosforescente. Las letras decían en negro el nombre de la obra. A la cama con Moria. Le hice señas al mozo. Una coca cola, por favor. Solo trabaja- mos con “línea pecsi”, alertó. Entonces, una “pecsi”, por favor. Con dos hielos. Había llegado el momento en que a Moria la iba a ver físicamente. Si la butaca número diez representaba cabalmente la distancia en metros, entonces significaba que entre Moria y Américo solo se existiría esa distancia por primera vez en la historia. Solo nos iban a se- parar escasos diez metros. Mezquinos diez metros. Tal vez así Moria pudiera olfatear la intensidad de Américo, aquel espectador que la observaría de manera estupefacta. Aquel que la miraría fija, aquel que la perseguiría con la mirada hasta tanto la mismísima Moria se detenga a reflexionar. Que este no era cualquier espectador. Era un espectador valiente. Es un espectador que ha dejado todo, que ha dejado su miseria detrás, que ha tenido perseverancia en una ciudad que se le presenta hostil a los pueblerinos. De esta forma, después de intensos cruces de miradas, de atraer la atención de la actriz, ella se preguntaría por mi proceder, por mi paradero, por mi identidad. Y sería ella la que me buscaría. Llegaría la hora de que Moria busque a Américo, a sabiendas de que él la ha venido buscando desde tiempos ancestrales, mejor dicho desde hace unos años, más preci- samente desde que la vio en la televisión, o mejor dicho, cuando Américo descubrió por primera vez lo que signifi- caba la televisión. Ese fue el momento en que la incesante búsqueda tuvo su punto máximo en la fila diez que le han asignado a este valeroso hombre. Américo. Y en esa distan- cia de diez metros ha quedado perpetuada la razón de su presencia, de su búsqueda. Moria tomaría conciencia de 389

esto. Le parecería cautivante y desesperante a la vez que un hombre así la haya buscado con tamaña insistencia. Moria tomaría noción que esta vez a ella le toca buscarlo. Debía encontrar a Américo. Le han indicado que trabaja en un bal- neario. Aquí mismo, en la ciudad de Mar del Plata. Por la zona de La Perla. Se daría el momento en que Moria me vendría a buscar. A mí. A Américo. Me imaginaba dicha escena justo en el balneario. Siendo de noche. Me buscaría en la garita del balneario. Yo podría estar revisando unos papeles que han quedado pendientes. De improviso, veo la figura esbelta de Moria acercarse. Hola Américo, me dice. Y se empieza a tocar. Américo, Américo. HACEME TUYA. Ahora más que nunca. Ahora que has decidido abandonar tu pueblo. Soy tuya, Américo. ¿Qué me querés hacer? ¿Dónde me querés llevar? Solo quiero que me digas que tu horizonte es remoto, que tenés ambiciones, vos y tu horizonte. Ahora que se nos ha ido Antonio, hagamos ala- banza de sus ambiciones, lleguemos hasta donde él había perpetrado su propio horizonte. Sé que es un lugar puntual, Américo. Sé que queda bien lejos. Zanzíbar se llama. Que erótico que suena. De nombrar esas palabras, ya me excito. Me excito con vos y con Zanzíbar, Américo. Se me ponen húmedas las piernas. Se me humedece toda la concha de solo pensar que me vas a coger en un paraíso salvaje. Quiero que tomemos por asalto ese sagrado lugar. Quiero que en honor a Antonio y sus frustradas ambiciones, me lle- vés ahí. A ese incógnito lugar. Algo de eso escuché. Que tiene aguas turquesas. Que tiene arena fina y blanca como la harina. Quiero revolcarme con vos en esa arena. Y des- pués que nos bañemos desnudos en ese mar calmo y tur- quesa. Con esas palmeras movedizas que surcan tanto ese 390

paraíso cercano al Ecuador. Emprendamos ese viaje. Des- pojémonos de todas las mezquindades, todas las cadenas que nos esclavizan aquí mismo, rompamos las cadenas de nuestra esclavitud, Américo. Tomemos los mapas, los apuntes y los consejos de Antonio, quien ahora se ha con- vertido en nuestro mesías. En el profeta que necesitamos para avanzar hacia nuestra peregrinación. ¿Será que tene- mos que tomar un avión primero? Sí, Américo, tomamos un avión. Será la primera vez que tomés un avión, lo sé. Pero es un momento en que no estás pensando en el miedo que te provoca volar, en el miedo a la muerte. Porque estás pen- sando en el sexo, en cogerme sin parar, no en la muerte. No nos queda otra que salir desde la Argentina. El vuelo sale de noche. Como yo no puedo dormir, porque la ansiedad invade todo mi cuerpo, te propongo que vayamos a hacer el amor en algún lado del avión. Los dos coincidimos en que nos gustaría coger ahí mismo, entre los asientos del incó- modo avión. O revolcarnos en el medio de los pasillos. Pero es mejor algún lado donde encontremos privacidad. Lo me- jor será en esos minúsculos baños. Sí, dentro del baño. Vos también manifestás mucha ansiedad. Me mordés las tetas y me la empezás a meter sin asco. Yo no reparo en gemir, en gritar. Grito como una desquiciada, como nunca me hicie- ron gritar ¡métemela toda, Américo! ¡Haceme toda tuya! Por suerte los dos acabamos juntos. Nos volvemos a los asientos del avión. Nos podemos dormir. Llegamos al aero- puerto de algún país del África. Hace calor y hay mucha humedad. Mi cuerpo está todo traspirado. Tengo todas las tetas mojadas, el culo empapado, mis piernas chorrean tras- piración que, a esta altura, no sé si es mía o tuya. Vos tam- 391

bién sos una máquina de sudar, Américo. Tenés toda la ca- misa traspirada, todos los pelos de tu torso se humedecen y mojan la camisa. Al salir del aeropuerto todo es caótico. El tránsito, la gente agolpada, el olor a traspiración, las muje- res que llevan mercancías arriba de las cabezas, las motoci- cletas que interceden nuestro paso. Ni siquiera nosotros sa- bemos bien dónde estamos. Seguramente en alguno de esos países que tanto ha descrito Antonio en sus mapas, en sus escrituras. Vamos por tierra, en inhóspitos medios de tras- porte. Nos tenemos que tomar autobuses que están repletos de familias numerosas y pobres, de gente con ropas deshi- lachadas, de soldados que cargan temibles metralletas, de ladrones de rapiña con escasos escrúpulos. Todo está mez- clado en este desconocido territorio que hemos decidido atravesar. El tiempo que llevamos de viaje nos levanta nue- vamente la excitación, pero el camión que nos trasporta ha- cia la frontera es un viaje como ganado. Estamos cerca de la frontera de Mozambique. Sabemos el riesgo que conlleva este país, pues Antonio es el que primero nos hubiese aler- tado sobre el peligro de ingresar a un país que se debate en plena guerra civil. En el ingreso de la frontera mozambi- queña se nos aparece un imprevisto. Evidentemente, a tra- vés de fotos, de revistas, de comentarios boca a boca los guerrilleros que controlan la frontera me reconocen. Es Mo- ria. La diosa argentina. La vedette que aparece en la televi- sión, en las revistas, en las películas del cine. Sucede lo im- previsto y menos deseado: deciden capturarme como rehén. Saben que del secuestro pueden sacar una gran cantidad de dinero. Me secuestran a mí y también a vos. Nos tienen cau- tivos en una celda calurosa, sin ningún tipo de circulación de aire. El grupo nacionalista que disputa el territorio con la 392

guerrilla de liberación también se ha enterado que Moria está en Mozambique y quieren tomarme de rehén. Los dos bandos me han tomado de botín. Pero ahora estamos en ma- nos de la temible guerrilla de liberación, que harán todo lo posible por tenernos escondidos y bien secuestrados. Pero lo que desconocen es que quien me acompaña es Américo, el hombre más valeroso y osado que haya conocido. Sos vos, Américo quien con gran destreza lográs sacarte de en- cima a los primeros secuestradores que están cerca de noso- tros, tomás sus fusiles y comenzás un sanguinario tiroteo contra las milicias que nos ha tomado de rehén. Tu destreza con las armas es implacable. A la vez, a medida que veo como aniquilás a cada uno de ellos me lleno de estupor y miedo, pero increíblemente por esas cosas inexplicables que tiene la psiquis humana me excito al mismo tiempo. Una vez que todos los cadáveres yacen en el piso nos lanza- mos hacia la tupida selva de Mozambique. Allí decidimos pasar la noche. Entre tanta suciedad y variados ruidos selváticos, te pido nuevamente. Américo, ¡haceme toda tu- ya! ¡Necesito que me cojas, aquí mismo! Me desnudás en el medio de la selva, donde la densidad y la oscuridad no dejan ver nada. Me agarrás de las piernas entre medio de hojas, lianas, árboles e insectos. Me la empezás a meter y empiezo a gemir, a gritar, más, más, te pido. Pero el ruido de la jungla es mucho más perceptible que mis gritos. Se siente cómo gritan, cómo gimen otras especies animales, tal vez sean felinos exóticos los que gritan, los que emiten so- nidos mucho más penetrantes que los nuestros. Estamos en- redados entre lianas y hojas de plátanos. Escucho nueva- mente a especies felinas gemir. Entre estos movedizos ar- 393

bustos selváticos, debe haber leones, tigres o panteras. Po- siblemente sean panteras negras que poseen ojos estridentes y que se pueden detectar en la penumbra de esta frondosa selva. Se nos aparece una pantera negra hembra y nos ace- cha. Sus colmillos son filosos y brillantes. Se la nota ham- brienta y está a punto de atacarnos. O nos quiere descuarti- zar y llevarnos como presa a sus crías. Luego, aparece el macho. Su rugido es mucho más trémulo. El macho le lame el lomo a la hembra. Le muerde sutilmente la cabeza. La hembra le responde con una mordida en el cuello. En breve, el macho se la monta y la penetra. La hembra grita, gime sin parar. Dejamos de ser el centro de atención de la hem- bra. En cambio, nunca fuimos centro de atención del ma- cho, quien ha venido con la única intención de aparear a la hembra. Eso nos da tiempo. Comenzamos a correr sobre un camino zigzagueante y oscuro. Se escucha de lejos los gri- tos del macho y de la hembra mientras aparean. Vemos a los lejos un gran espejo de agua. Hay una pequeña playa donde el reflejo de las estrellas otorga cierta luminosidad. Nos podemos ver. Nos podemos tocar. Yo siento una nece- sidad imperiosa porque me vuelvas a coger, Américo. Te noto un poco agotado, timorato, pero veo rápidamente cómo te excitás cuando te agarro la pija. Y te excitás más cuando te digo que esa pija es mía, cuando me la meto en la boca, cuando me la paso por las tetas. Sí, Américo. Esa pija es mía sola. Y así nomás, de irreverente y bruto que sos me la metes de parado. Yo te agarro del cuello para no caerme. Más Américo, más. Ahora quiero que me cojas como co- gían las panteras. Que me la metas por atrás, como si estu- viéramos apareando. Me quedará la duda si esos felinos aparean ocasionalmente. Seguro que sí. Porque dicen que a 394

ellos los gobierna el instinto, no como a nosotros que nos gobierna el deseo. No como vos que te recorriste tantos ki- lómetros para aparearme. Se hace de día. Amanecimos con el agua de la laguna rozando nuestros pies. Los ruidos sel- váticos siguen siendo una constante. Ya no se escuchan los gemidos de las panteras. Son ruidos de insectos, de aves ra- paces y de serpientes. El ruido es sutil, constante y perenne. Nuestra ropa está sucia y olorienta. Nos vestimos como ho- jas de liana y de plátanos. De a poco vamos dejando la selva para adentrarnos en la sabana africana. Conocemos especies como las cebras, rinocerontes e hipopótamos. Escasea el alimento en esta zona. En ese sentido, la selva es más bené- vola. Llegamos a la frontera del país donde se encuentra Zanzíbar. Tanzania. Se presenta la misma situación que vi- vimos en la frontera anterior. Hombres con ametralladoras, ithacas, bazookas y armas blancas. Nos cuesta justificar de dónde venimos y hacia dónde vamos. De alguna manera nos la tenemos que rebuscar para avisar que nos dirigimos a Zanzíbar. Esto despierta la sospecha de los guardias fronterizos. A qué va una pareja como ustedes hacia Zanzíbar, se preguntan. Seguro que al litoral, hacia el mar turquesa que se vislumbra en la costa. Seguro que son de ese segmento extraño de personas a los que se los denomi- nan como turistas. De esos especímenes que vienen a dis- frutar. A gozar. Que buscan todos esos atributos en un país que le da la espalda al placer. El guardia de frontera parece ser honesto. Nos alerta: este es un país envuelto en guerras intestinas y guerras con sus países vecinos. Todo esto lo único que ha dejado es un entorno envuelto en miseria, hambre, desnutrición, violencia en la calles y homicidios por doquier. Es posible aún que los atrapen y los asesinen, 395

pues los traficantes de órganos andan al acecho. Ah, me ol- vidaba, nos indica el guardia. Sobre el litoral, si es que tie- nen suerte y llegan vivos, encontrarán una costa calma y apacible. Pero este detalle en este país pasa desapercibido. Nos subimos en un camión que trasporta lugareños. Me llama la atención ver a las mujeres como van tapadas con esas túnicas. Son rostros de gente errante. Se escucha en la radio una música de origen árabe. Los carteles de la ruta también figuran en alfabeto árabe. En la caja del camión, nos hemos convertido en la atracción de los lugareños. Aun- que permanecemos callados, les llama la atención nuestros rasgos, el color de nuestra piel. No nos sacan los ojos hasta llegar a destino. Finalmente. Zanzíbar. Es como nos había dicho Antonio. La sucesión de palmeras sobre la costa, la arena fina y suave. El mar calmo y turquesa. Caminamos varios metros ya dentro del agua. Hacemos unos doscientos metros. Y el agua nos sigue llegando a las rodillas. Tomo la arena fina y la paso sobre mi cuerpo. Naturalmente, te ex- citás Américo. Te excitás cuando me paso la arena por las tetas, por los pezones, por las piernas. Me apretás la cola y me frotás la concha llena de arena. Yo te agarro la pija. Es mía, insisto nuevamente. Nos caemos al agua. Nos apoya- mos de manera espontánea en un banco de arena. Metémela toda, Américo, te vuelvo a pedir. Mostrame lo salvaje que sos, que tenés más excitación que los leones de la sabana, que las panteras de la selva. Más, Américo, más. Metémela toda. Así, me gusta. Cuánto espere esto, que me la metas así, en Zanzíbar, entre la arena y las aguas turquesas. Te pido que no acabes. Esperame, Américo. No seas egoísta. Los dos juntos. 396

Quisiera congelar el relato el momento en que soplaba un viento originario del sector donde estaba el monumento a los lobos marinos. Y que, por añadidura, fantaseaba con el momento en que Moria y yo acabábamos en simultáneo. Mientras escribo esto me saco los anteojos. Me froto las pestañas. Por mi edad, hace algunos años que tengo astig- matismo y llega una altura en que el ardor en los ojos es insoportable. Es que me quedé compenetrado escribiendo, entonces ese famoso ardor me avisa que soy un viejo muy bien intencionado en escribir estas líneas pero tengo mis achaques. Tengo que ir al baño a mojarme los ojos. La es- cucho a Gloria dormir con una leve respiración que ame- naza en convertirse en un fuerte ronquido. Vuelvo a aquel momento en que fantaseaba con Moria arriba mío, entre el agua y la arena blanca de Zanzíbar. Y a ella que ya terminó pero me agarra del cuello, me araña. Atrás nuestro, el gol- peteo de las hojas de palmeras. La desolación de la costa. Y se mezcla la ilusión de Zanzíbar con el edificio del casino de Mar del Plata, con el monumento a los lobos marinos y su famosa explanada. Le pedí al mozo que me trajera una coca cola con hielo. Trabajamos solamente “línea pecsi”, me volvió a recordar. Ok, tráigame una “pecsi”, entonces. Debería escribir los síntomas que se me aparecieron en ese momento. El primero, la falta de aire. Miré los dos tickets que tenía en la mano. A la cama con Moria, decían los dos boletos. Función a las veintidós horas. Me toqué las axilas. Era un fuerte sudor que se expandía inclusive fuera de las axilas. Sudor y falta de aire. Eso que estaba muy pero muy cerquita del famoso monumento a los lobos marinos. Donde siempre solían armarse correntadas de viento. Era una cosa de traspirar y traspirar. Y el aire mezquino, que tanto 397

circulaba cerca de las escaleras del monumento, me esquivaba. Y los boletos se hacían borrosos, ilegibles. Sumado a ello una especie de emoción, ganas de llorar se le sumaba a todos esos síntomas imprevistos que estaba pade- ciendo. Una correntada de viento feroz me ayudó a recupe- rar ese aire casi extinguido. Se me apareció el mozo. Entre el mareo y la falta de respiración le llegué a ver el logo de la gaseosa Pepsi en el bolsillo de la camisa. Era inútil insis- tir con una coca cola. Solo “línea pecsi”, como bien decía el mozo. Se siente bien, recuerdo que me preguntó el mozo. Sí, sí, solo que me bajó la presión por el calor. Deberían hacer entre diecinueve o veinte grados. Por suerte el ardor en los ojos ha cesado. Puedo volver a escribir un rato más. Mañana me va a costar levantarme. Aunque me falta poco. Tengo que agregar el momento en que entramos al teatro. Entramos cinco minutos antes del inicio de la función. Apagaron las luces de la misma manera que lo solían hacer en el cine. En este punto eran idénticos. Dejar en oscuridad a los espectadores para después dar lu- gar al despliegue del show. Acto seguido salieron los baila- rines y bailarinas y detrás apareció ella. Moria. Con una bi- kini brillosa y dorada, acompañada de plumas doradas y resplandecientes. Estaba ahí nomás. El pelo largo y liso de Moria. Ahí nomás. Los ojos cautivantes de Moria. Ahí no- más. Las tetas de Moria. Ahí nomás. La cintura, su cola y las piernas. Ahí nomás. Sus pies sobre tacos dorados. Tam- bién ahí nomás. El show fue bastante largo. El teatro es mu- cho más que el cine, es mucho más que la televisión, de- creté. No hay ninguna cinta que grabe, que mienta. Además, debo agregar las secuencias del show como algo continuo, 398

con música de pianos, de trompetas y otros instrumentos de viento que hacían una excelente simbiosis con el movi- miento de los cuerpos. En el teatro, además se ven los erro- res de los actores, cosa que en el cine existe la sutil diferen- cia que genera la edición. A veces algunos actores se traba- ban, quedaban momentos de pausas o simplemente se salían del libreto exiguo para este tipo de teatro. La función ter- minó cuando a Moria la subieron hacia la cima, casi ro- zando la luminaria del escenario para que cayera finalmente sobre la cama y las luces y el telón de terciopelo tapara toda la visual del escenario. Salimos. Se me acercó Milton. Dale, Américo. Acercate a Moria que te firma un autógrafo. Dale, negrito, me insistió también Nilda quien se mostraba interesada por que alguien de su círculo cercano detentara un autógrafo de una figura famosa del ambiente artístico. Mejor, pedíselo vos, le sugerí a Milton. Solo pedíle que es para mí, deslicé. Al momento lo llegué a ver a Milton acercarse a Moria, quien firmaba autógrafos como quien despacha hamburguesas en un res- taurante de comida rápida. Para que escuchara con nitidez, le habló al oído. El tumulto de gente me impedía que el mensaje enviado se correspondiera con una mirada de ella hacia mí. Hasta que torció la vista y me miró con sus pro- minentes ojos azules. Me miró. Yo la miré. Me siguió mi- rando. Yo la seguí mirando. Me calvó la mirada. Yo hice lo mismo. Le clavé la mirada. Me siguió mirando. Yo la seguí mirando. Fueron varios segundos de miradas mutuas. De- vuelta me miró. Devuelta yo la miré. Me siguió mirando. Y yo la seguí mirando. El tumulto y la chusma impaciente de pedidos de autógrafos le hizo torcer la vista. Ella ya no me miró más. Entonces a mí no me quedó otra que torcer la 399

vista de manera implacable hacia la calle. Luego hacia la fachada del teatro. Hasta que mi mirada se perdió por ahí, quién sabe. Yo ya no la miré más. En cinco minutos la puerta del teatro estaba vacía. Una leve ráfaga de viento me obligó a cerrarme la campera. La abracé a Nilda. Vi a un señor cerrar la puerta de vidrio del teatro. Las luces de la marquesina seguían brillando. De pronto, se apareció Mil- ton solicitándole al señor que había cerrado la puerta para que la abriera. Nos hizo pasar. Qué tal la obra, preguntó an- sioso y moviendo sus flácidas piernas. Supongo que un poco les habrá gustado. Mucho, es la primera vez, sentenció con algarabía Nilda. Bueno, vamos a lo prometido, dijo él. Lo observé meter la mano en la caja de la boletería. Acá está, este es el autógrafo. Estaba envuelto en un sobre gran- dilocuente que, todo conducía a creer que el propio Milton lo había envuelto. Para Américo, con todo mi amor, Moria. Cierto era que se trataba de un mensaje breve pero contun- dente. Para que no quedaran objeciones al respecto. Para Américo, con todo mi amor, Moria. Tomé el autógrafo con el sobre y me lo guardé en la billetera. Volvimos casa. Ya en la habitación, la tomé de la cintura a Nilda. Me tomó del cuello y me besó. Le pedí que la que- ría desvestir primero a ella. Le desabroché la camisa. Las tetas de Nilda eran un tanto caídas y desarmadas, aún con corpiño. Como que un pezón se le iba hacia un extremo y el otro al otro extremo. Pero me excitaba mucho. Le saqué el pantalón. No hace falta detallar que su cintura no era tan esbelta, más bien mostraba como unos kilos de más la ha- cían hasta poco fotogénica. Pero me excitaba mucho. Le 400


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