equivocado señor, respondió el hombre. Lamento infor- marlo que maneja información errónea. Sepa que este mar puede ser hermoso para usted, pero no todos tenemos la misma impresión. ¿Es su primera vez en la ciudad? Sí, la primera vez. Y la primera vez en el mar. Ahora entiendo, exclamó. Es lo que pasa a todos los seres humanos que vi- sitan por primera vez el mar. No le voy a negar que el mar es espléndido, tal vez coincida con usted. Es una de las me- jores cosas que he conocido en mi vida. Por eso trabajo aquí, de guardavidas en este balneario. Amo mi oficio. Me encanta encontrarme todos los días con este gigantesco es- pejo de agua. También soy un amante de esta ciudad. De quedarme a ver los edificios de fondo. Y que nadie se aho- gue. Ese es mi trabajo principal. Cuidar las vidas de los que se meten al mar pero no le tienen el debido respeto. ¿Cuál es su nombre? Me preguntó. Américo, mi nombre es Amé- rico. Un gusto Américo, mi nombre es Antonio. Aunque to- dos me conocen aquí como el hombre que planea en breve viajar a Zanzíbar. ¿Cómo qué? Perdón, no lo entendí. Me imaginé, sostuvo con firmeza. Es difícil que una persona que visita por primera vez el mar haya escuchado alguna vez esa palabra. Seré curioso, ¿a qué palabra se refiere? Zanzíbar, mi estimado Américo. Zanzíbar. Así como escu- chó. Pero antes de hablarle de Zanzíbar le tengo que hablar de esto que tenemos aquí. El mar de la ciudad de Mar del Plata. Ahora que conoció este lugar, estas playas, le puedo decir algo que lo entristecerá. ¿Cuánto hace que llegó? Re- cién, hace unas tres horas. Vea, mi estimado Américo. Lo primero que le puedo informar es que hay mejores mares. Usted llegó aquí con la ansiedad y certeza que iba a conocer el mejor lugar del mundo. El mejor mar del mundo. Pero 201
me temo que se confundió. Porque hay mejores mares que el mar de Mar del Plata. Por empezar, pasaré a detallarle, dijo mientras se erguía y cruzaba los brazos mirando que ningún bañista se le escurriera entre las olas. Cuando llegó aquí, ¿qué fue lo primero con lo que tuvo contacto? Seguro que fue la arena. Ya ahí estamos tocando un aspecto sensi- ble de nuestra querida playa. La arena. Y usted se pregun- tará que tiene de especial algo que es tan suave y amistoso para el pie del veraneante. Pues bien, que es arena oscura y gruesa. No como la arena de Zanzíbar. En Zanzíbar la arena es blanca como la harina. Es fina como la harina. Fíjese lo caliente que se ha puesto la arena seca. Puse un pie en la parte seca para corroborar. Efectivamente, estaba muy ca- liente. Daban ganas de salir corriendo y meter los pies en el hielo. Bueno, esto es algo que no pasa en mi lugar predi- lecto. Me refiero siempre a Zanzíbar, ¿sabe? Sí, sí, Zanzí- bar, lo seguí. En Zanzíbar usted puede bajar a la playa y enseguida se encuentra con arena blanca que tiene una tem- peratura de lo más agradable para la planta de su pie. Nunca se calienta de esta manera por las razones que le acabo de explicar. Es arena muy fina y no logra concentrar calor. Y cómo se hace para que la arena se haga así de fina de re- pente. No podemos sacar esta arena gruesa y meter arena más blanquita, pregunté. Imposible, dijo a modo de senten- cia el guardavida. Ese es un proceso que realiza el mar con las olas y con las rocas. La arena es producto de la desinte- gración de las rocas. Es como si en miles de años el mar con su bravura se dedicara a desintegrar una roca. Y al pasar tanto y tantos años se desintegra y de ahí que tengamos tanta arena en la playa. Sucede que esa arena de Zanzíbar es mu- 202
cho más fina porque tiene un origen calcáreo. Esa es su pro- piedad científica. Los arrecifes de corales arrojan una espe- cie de calcio que hace que sea tan fina y blanca esa arena. Acá en Mar del Plata no hay arrecifes de corales. Tan solo tenemos un mar que se pelea con las rocas, un mar bravo que no conoce la formación de arrecifes. Entiendo, le dije. Pero la verdad, este mar así como está, me gusta. Eso es porque no le he comentado otros argumentos. Yo como es- pecialista de esta asignatura, puedo decir que Mar del Plata es hermosa pero que está entre los mares menos atractivos de estos lares. Sepa eso, mi estimado Américo. Es una con- clusión científica. No un capricho de un guardavida como yo. Le voy a comentar cuáles son los otros argumentos científicos. Hablamos de la arena. Pasemos a otro tema deli- cado. La temperatura del agua. ¿A cuánto cree que está la temperatura del agua en este momento? La verdad, no tengo idea, respondí. Tal vez un poco fría, dije para seguir su argumento. Hoy tenemos una temperatura estimada en el agua de veinte grados Celsius. Permítame explicarle que eso es una temperatura fría. Hay meses, por ejemplo, en enero que la temperatura puede llegar a veintiuno o como mucho a veintidós grados. Pero esos son los meses más cálidos. En pleno verano. En invierno la temperatura baja de manera considerable. En el mes de julio, la temperatura del agua puede llegar a los diez grados, mientras afuera puede hacer dos o tres grados Celsius. Para meterse hay que ser valiente, resaltó. Pero vayamos devuelta al caso de Zanzíbar. Allí hace calor todo el año. Es un lugar donde no conocen el invierno. No lo sabía, detallé. Está muy cerca del Ecuador, por eso no tienen invierno. Todo el año hace calor y, por tanto, durante todo el año la temperatura del 203
agua es caliente. Nunca baja los veintidós grados, inclusive en los meses de invierno. Fíjese que esa es la máxima que puede hacer Mar del Plata en sus mejores días. Por lo tanto, la máxima marplatense es la mínima graciosa de Zanzíbar. En verano las temperaturas del mar llegan a niveles impo- sibles para nosotros, los marplatenses. Puede que el mar este a veintiséis, veintisiete o veintiocho grados Celsius. Y estar afuera y adentro no tiene diferencias, ¿entiende? Claro que sí, increíble. No me imaginé que existían mares con esas características. Qué mala suerte la de los marplatenses, la de los argentinos, pensé. Por lo demás, quiero creer que lo demás es igual, ¿verdad? Me temo que no, afirmó. Acom- páñeme hasta el mangrullo que le sigo explicando. Era cierto que la arena ya quemaba. Refugié mis pies en la sombra que hacia el mangrullo. Antonio me invitó a subir. Desde allí se podía ver con mucha más claridad el ir y venir de los bañistas. Por suerte, no es plena temporada y me puedo dar el lujo de charlar estos temas, soltó. ¿En qué estábamos? Ah, sí, recuerdo. En la temperatura del agua. Pero no todo queda ahí. Otra característica que Mar del Plata es la bravura de su oleaje. Vea, no es un mar calmo. Cosa que no sucede en Zanzíbar. Allí el mar es sumamente calmo. Parece que se tratara de una pileta infinita. Casi no existen las olas. De hecho en Zanzíbar, se corre el rumor que hay gente que no sabe lo que son las olas. Al ser tan calmo, uno puede entrar al agua y caminar cientos de me- tros y resulta que el agua le sigue llegando a la altura de la cintura. Como si fuese una decisión divina, ¿no? Por último, mi estimado Américo, debemos hablar del color del agua, dijo mientras un viento cálido nos golpeaba en la cima del 204
mangrullo. El color del agua aquí es muy oscuro. Es ama- rronado. No tiene claridad. Fíjese la próxima vez que se meta en el agua y quédese unos minutos erguidos. E intente observar sus pies. Va a ser imposible. Porque el agua es os- cura. No tiene claridad. En cambio, en Zanzíbar sucede todo lo contrario. Uno se puede meter hasta el cuello y desde esa altura se ve todo. Se puede ver los pies sin problema. Se pueden ver los pescaditos que pasan entre las piernas, se pueden ver estrellas de mar, ¿escuchó hablar alguna vez de las estrellas de mar? No, las únicas que conozco están en el cielo y se ven de noche, nomás. Aquí en el balneario hemos intentado hacer búsquedas de estrellas de mar. Hacemos inspecciones, han participado algunos buzos profesionales, pero nada. Hasta ahora, nada. Mar del Plata no conoce las estrellas de mar. Y eso me entristece pero a la vez me genera mucho ímpetu que alguna vez encontremos una de ellas. Después de esta suerte de clase sobre las diferencias en- tre Mar del Plata y Zanzíbar, me fui a buscar a la familia que luchaba con el viento y las pocas toallas que teníamos. Parte del equipaje quedó dentro del rastrojero. Le pedí a Eduardo que me acompañara hasta el rastrojero, mientras Nilda se encargaba de un refugio que les diera sombra al resto de mi familia. No se preocupe, mi estimado Américo, acá tiene una sombrilla. Pertenece al balneario donde tra- bajo. Cuántos son, dijo el hombre que plantea en breve viajar a Zanzíbar. Somos nueve, respondí con cierta ver- güenza. Ah, entonces una sobrilla nos les alcanza. Van a tener que ser dos. Qué digo dos, van a tener que ser tres, detalló. Es que no tengo dinero para pagarle, le contesté para no tener que sufrir una condena similar a la que me 205
habían impuesto en Las Armas. No quería pasar por un mo- mento así. Que ahora porque me dan tres sombrillas, me animo a pensar esa posible futura condena. Tres días con- secutivos de estar trabajando como bañero, encima ni sabía nadar. O Nilda trabajando sin parar en la cocina por un ra- tito de sombra. Vamos a aclarar los tantos, le dije al bañero que me caía simpático con sus historias de mares turquesas pero le desconfiaba. ¿Qué sabía de él? ¿Qué sabía de sus intenciones? Tal vez el también fuera un estafador serial. Como en la parrilla de Las Armas. Como el mecánico de Las Armas. Qué tantos necesita aclarar, mi estimado Amé- rico, pronunció el bañero. Esto es un obsequio de cortesía, no tiene que pagar nada. No me ofenda. Tomelo porque me cayó bien. Ahora olvídese, no sea desconfiado hombre, tome las tres sombrillas que les presto como obsequio. Y váyase a buscar la camioneta esa. Yo cuido de su familia. Sepa que es mi trabajo, cuidar de la gente. ¿Alguno sabe nadar? No, ninguno aclaré. Mejor entonces que queden a mi resguardo. Este mar agresivo es peligroso para quienes no saben nadar. Me fui de la playa con total desconfianza. El viaje a Mar del Plata me enseñó ante todo a ser un hombre desconfiado. Eso es lo que uno aprende cuando sale de su zona de con- fort. Que dentro del pueblo de siempre, en su lugar de siem- pre se sabe con quién uno se puede fiar y con quién no. Y eso queda para el resto de la vida. Porque en esa zona de confort los protagonistas apenas cambian. Una vez después del viaje, la confianza en el otro se vuelve un aprendizaje. Y un riesgo. Porque uno al confiar asume riesgos. Por eso es bueno confiar y desconfiar a la vez. Lo que sucede es que en esa búsqueda del rastrojero mi desconfianza superaba a 206
la confianza. Me fui subiendo las escaleras del acantilado, en compañía de Eduardito y de lejos vigilando que el bañero no fuera un loco de remate con ansias de esclavizar a mi familia. No, Américo, tan poco es para tanto. Es el bañero del balneario. Tampoco es tanto lo que puede mentir. Tal vez exagera. Con el cuento este de Zanzíbar. De que el agua es turquesa, trasparente y mucho pero mucho que mucho mejor que el agua marplatense. ¿Será tan así? ¿Será que hay mares tan superiores a este mar que acaba de presentarse en mi vida y en la de mi familia? No lo descartaba. Pero de momento el mar de Mar del Plata me gustaba. Me gustaba mucho. Será más amarronado, más frío y más revoltoso, pero a mí me convencía. Me compraba. Por cierto, qué ima- ginar de Zanzíbar. Quería que me aclarara algunas cosas este hombre que planea en breve viajar a Zanzíbar. Esto de que hay mejores mares lo dejaba en su opinión particular. Dudaba que fuera una conclusión científica. Es como que me dijeran que el cine es mejor que la televisión, o que el teatro es mejor que la televisión. No creo en ninguna con- clusión científica al respecto. Es más, creo que es un fabu- lador. Veremos si me sigue cayendo bien el resto de la tarde. Llegué hacia donde estaba el rastrojero. Junto con dos personas más, me ayudaron a empujarlo hacia una calle con menos circulación. Por lo menos hasta el momento en que le pueda hacer la reparación al burro de arranque. Juntamos los bolsos y entre tanta emoción se me vino una obligación pendiente a la memoria. Dónde íbamos a pasar la noche. O mejor que eso. Dónde íbamos a pasar la estadía en Mar del Plata, que por ese momento ya conocía su principio pero desconocía su fin. En una de esas, este bañero lunático con 207
Zanzíbar nos podía ayudar a conseguir alojamiento. Las va- lijas pesaban demasiado. Al pobre de Eduardito lo estaba esforzando demasiado. Dejamos las valijas más pesadas y llevamos solo dos con lo imprescindible. Volvimos a la playa. La familia entera estaba debajo de las sombrillas y más de uno bajo los efectos de la insolación. Me acerqué devuelta hacia el hombre que planea en breve viajar a Zan- zíbar. Oiga jefe, le puedo preguntar algo, comencé la con- versación. Como vio, nosotros llegamos recién hoy y esta- mos buscando dónde parar, mejor dicho, dónde dormir. An- tes que me diga algo, le aviso que cuento con poco dinero. Si quiere lo ayudo a trabajar como bañero como parte de pago de algo que me consiga, aunque el problema es que no sé nadar. Bueno, lo que sea, somos nueve y no tenemos ga- nas de dormir de nuevo en la camioneta. Tendría que ver eso, me contestó. No es fácil conseguir alojamiento en una ciudad que se prepara en breve a recibir una oleada de ve- raneantes, mencionó. Justo ha caído en un momento com- plicado, mi estimado Américo. Pero déjeme que le pregunte al encargado del balneario. Sé que aquí en el balneario tie- nen unas piezas disponibles para los serenos. Desconozco si están ocupadas en este momento. Pero déjeme ver, dé- jeme ver. No le puedo prometer nada. Al menos sonaba más sincero y menos manipulador que el mecánico de Las Ar- mas. Gracias, le dije y me volví a las sombrillas con el resto de la familia. 208
15. La temporada es un caos La temporada ya arrancó. Ya dije que Oscar y yo somos de la vieja camada. De los que quieren ver la noticia del primer turista del año en llegar a la ciudad. Para los que no están enterados, el gobierno local se encargaba todos los años de agasajar a ese ansioso y aventurero turista que via- jaba entre brindis y la madrugada del primero de enero. En el fondo tenemos una sobredosis de nostalgia. Esto se hace más insoportable cuando uno se dedica al rubro del turismo. No asumir la realidad de que la temporada arranca a princi- pios de diciembre y no de enero. Creo que me quedo corto. Hay que asumir que la temporada arranca a fines en no- viembre. Cuando las brisas aún son frías y fuertes en la playa. Es como que a fines de noviembre uno ya tiene que estar listo para recibir el aluvión de turistas. Como sucede hoy mismo, que no estamos psicológicamente preparados para recibir esta cantidad de gente que vino y que clama por sombrillas y carpas. Dice Oscar que esto es imprevisible por el tema de la economía del país. Que el dólar alto es lo que está impulsando a que los turistas veraneen en la costa bo- naerense donde la ciudad de Mar del Plata es la estrella de la noche. Así que ahora estoy a cuatro manos atendiendo diferentes rubros del balneario. Parece que el encargado ad- ministrativo que tenía Oscar se cayó a último momento. Con esto de que trabaja solo por temporada, hay mucho em- pleado inestable difícil de mantener a largo plazo. Así que me estoy encargando en este momento del cobro y la distri- bución de las carpas, además de las tareas de manteni- miento. Y cada tanto me pego un salto al restaurant para 209
atender la caja. Con este desmadre y falta de personal uno tiene la única certeza de que hay que atender rápido a la gente para que no se amontonen en los pasillos ni en los espacios vacíos del balneario. Sino es como que de a poco se va ganando la mala reputación. Las carpas del medio y están todas ocupadas. Increíble, eso sí que nunca había pasado en el mes de diciembre. El cincuenta y pico por ciento del balneario tiene sus carpas ocupadas. Para nosotros, que somos de la vieja escuela de veraneantes, el mes de diciembre solo servía para tener una suerte consideraciones con los futuros turistas. Por ejemplo, con los matrimonios que venían a alquilar casas o departa- mentos para la temporada solían quedarse unos días, más que nada fines de semana, buscando propiedades para al- quilar. Pero con esto de que hay tanta internet, tantos sitios donde se pueden hacer las transacciones sin moverse de casa, ha cambiado todo. Ese tipo de turista está en extinción. Como mucho las familias grandes y exigentes. Otra cosa que ha cambiado tanto son las estadías. No exagero si digo que antes había familias enteras que venían después de las fiestas y pegaban la vuelta para cuando se acercaba el pe- ríodo de inicio de clases. Dos meses enteros de vacaciones. En la misma ciudad. Con una rutina que no era de gran va- riación de un día al otro. Ese turista también está en extin- ción. Y puedo seguir con todos estos cambios que se han dado desde que el mundo no conoce sus propias fronteras. Es que uno se iba encariñando con el turista que venía a reservar en diciembre y pasaba un mes o dos meses enteros de vacaciones. Era como si fuesen vecinos temporarios. Uno sabía que, por ejemplo, la familia Pérez venía todo 210
enero y se quedaba hasta mediados de febrero. El matrimo- nio Pérez arrancaba con la primera búsqueda de departa- mentos en el mes de diciembre. Se venían esos dos o tres días y se instalaban desde el 28, 29 para pasar fin de año. Y entonces uno de a poco ya iba conociendo a la familia Pé- rez. Al matrimonio, a los hijos, a los amigos de los hijos, a los familiares que se asomaban a la carpa. Casi como que uno se convertía en el vigilante de la tranquilidad y la feli- cidad de la familia Pérez. Y entonces los Pérez, llegado el 13, 14 o 15 de Febrero emprendían regreso a Capital Fede- ral. Que es de donde viene la mayoría. Acto seguido se des- pedía a la familia Pérez, los vamos a extrañar, los espera- mos para el año que viene, aprovechen los más chicos a sa- ludar al mar, digan chau mar, chau, hasta el año que viene. Y así la familia Pérez, se iba con la expectativa de que el año siguiente fuese muy similar al verano que se estaba yendo. Hace una hora que dejó de venir gente a reservar carpas. Me dieron un respiro. Tengo que dejar abierta la puerta por- que con el vidriado de la oficina se convierte en un horno. Hoy ha venido mucha gente a consultar. De cinco que con- sultan solo una persona alquila carpa o sombrilla. Se me aparece una mujer que debe andar cerca de los sesenta años. Es una mujer con un rubio platinado y muy bronceada. Viste una bikini dorada y estridente. Es muy flaca y tiene las tetas paradas y hechas. Por cierto, las tetas no se condi- cen en nada con su cuerpo. Es obvio que tiene silicona, pues un cuerpo tan escuálido no se correspondería jamás con ese tamaño de tetas. A su vez se le nota que tiene operada la nariz. Porque Gloria me explicó que los que tienen operada 211
la nariz se le agrandan un poco las fosas nasales. Me con- funde un poco su edad. En verdad, es que la señora tiene un aspecto físico que pareciera estar en tensión permanente con su edad. Porque otra característica del aspecto físico de la señora es que tiene los labios con una especie de botox. Son labios muy pronunciados, muy carnosos, inclusive muy pintados. Me pregunta por las carpas, si quedó alguna del centro, por más que tenga mala vista o no le dé mucho el sol. No me queda ninguna, le digo. Puedo ofrecerle las más cercanas al mar, cualquiera que comienza en la segunda línea. De lo contrario, la semana que viene. La señora rezonga. Y cuántas sillas me dan, pregunta. Si alquila una carpa, le corresponden cuatro sillas y una reposera. Solo una reposera, pregunta rezongando nuevamente. Esto no es como en Miami. Qué distinto, aclara. Disculpe, no la entiendo, le digo para intentar morigerar su malestar. Qué esto no es como en Miami, vuelve a sostener. En Miami las reposeras se las regalan prácticamente. En la playa, digo. O salen unos centavos de dólares. Y no hace falta alquilar carpa. Con una sombrilla uno está bien. Acá los argentinos se abusan de los argentinos. Disculpen señora, le digo amablemente. Son las reglas de la casa. Le puedo dar una reposera más, todavía el balneario no está del todo lleno. Bueno, qué suerte, dice. Porque esto de tener que veranear en la costa atlántica como que a uno lo deprime, insiste. Porque uno al final viene de vacaciones y no encuentra nada de lo que encuentra en otro lado, me entiende, vuelve a la carga. Sí, señora la entiendo, qué va a hacer. Es como el agua y el aceite, argumenta mientras yo solo la sigo con la mirada atónita. En Miami no pasa nada de esto. Ahí al turista se lo trata en serio, como todo país en serio, ¿vio? El 212
agua y el aceite. Mar del Plata y Miami. Allí todos los supermercados son accesibles, la ropa es accesible. Y en la playa todo es accesible, no como acá que el alquiler de las carpas es tan caro, qué país caro, este. Qué ciudad cara esta. La verdad es que no tuve el gusto de conocer Miami. Pero coincido con lo que dice, le respondo para que no se ofenda y se ilusione que tenemos la misma forma de pensar. La señora se va y yo siento que me saco un lastre de en- cima. Me enervan este tipo de turistas. Que vengan a enros- trar a un pobre empleado de que estuvo en Miami la tempo- rada pasada. Seguro que este año, como el dólar está tan alto no se puede ir y se enorgullece de haber estado en el pasado en un lugar que hoy no puede acceder. Para colmo, lo hu- biese disfrutado si al menos la señora me venía con otra postura. Qué sé yo, por ejemplo, si me contaba un poco de la playa, del agua caribeña. Pero me da la sensación que a esta señora ninguna de estas cualidades caribeñas la seduce. Es como el anti-Zanzíbar que me suelo cruzar y soportar en las temporadas veraniegas. Hay que tenerles paciencia a los turistas que se pasan de exigentes y de tilingos. Me pregunto porque rezongan contra Mar del Plata y el país cuando ya saben de qué se trata. Como si por viajar a Miami, el resto de las ciudades que visitan tuviesen que transformarse en ese mismo sentido. Otra cosa que quiero destacar en el borrador. Que ya no existe la familia Pérez, Sánchez, Fernández o García. Es como que uno se ha acostumbrado a que las familias son sin apellido. Es decir que todos tienen sus nombres y ape- llidos pero no hay una carpa de los García o de los Pérez. El otro día vino un muchacho de unos treinta y cinco años a alquilar una carpa por dos días. Y le pregunté su apellido. 213
Supongamos el apellido Gómez. Y le anoté, familia Gómez. Pues no es así, me dijo. Ese es mi apellido. El apellido de mi pareja es, supongamos Pérez. Y el de mis hijos es, por ende, Gómez Pérez. Aunque como somos familia ensam- blada, algunos son solo Gómez y otros son solo Pérez. Y encima alquilaban la carpa por dos días. Pues bien, ahí fue cuando me di cuenta que no tiene sentido la amalgama carpa y apellido. Que me den nombre el primero que viene a la oficina y listo. Que la carpa salga con nombre y apellido de esa persona solamente. Como si fuera un ser errante y solitario quien alquila la carpa, por más que esté desbordada de gente y cupo. Lo siento. Hasta aquí llegó mi voluntad. Esto de quedarse pocos días también es una constante entre los veraneantes del siglo veintiuno. Por empezar, se toma de referencia el fin de semana. Vienen el jueves o el viernes y se quedan hasta el domingo o lunes. Y están los que vie- nen una semana, pero increíblemente al mes siguiente tal vez se vienen cuatro días. Con esto quiero decir que me acostumbré a un público muy itinerante que va y que viene y donde las vacaciones son mucho más móviles que antes. Entonces a nosotros lo que nos sirve es registrar día a día, con excepción de los fines de semana que ya sabemos que son el fuerte siempre. Como estamos con poco personal en el balneario, a las dos de la tarde me pidieron que cubra la caja. Claro, a esa hora ya nadie viene a la administración a alquilar carpas. Los que vienen, lo hacen a la mañana y sobre la hora. Viene todo tipo de público a hacer pedidos. Se me hace un cuello de botella la caja porque este no es mi fuerte. No tengo en la cabeza los precios de cada cosa, lo que hace que me tenga que estar fijando constantemente en la carta. La primera 214
hora fue insufrible. Después de las cuatro se entró a calmar el cúmulo de gente. Por suerte, el despacho de bebidas está en parte abajo, donde está la música a todo volumen en este momento. Veo que se acerca a la caja un muchacho de unos treinta años. Tiene tatuados los dos brazos y lleva unos pier- cing en la nariz y en la oreja. Tiene el pelo corto pero una rasta fina y prolija que le cuelga de la nuca. Este aspecto nos podría inducir que se trata de una persona relajada y sin grandes ambiciones del servicio que puede brindarle el bal- neario. Pero sucede todo lo contrario. El muchacho está exacerbado. Pedí un daiquiri de frutilla en la barra de abajo y nadie me atiende. Vine acá al mediodía y me tuvieron me- dia hora para atenderme. Son un desastre ustedes, sentencia. Atienden para el orto. Los voy a hacer mierda en internet. Lo trato de calmar. Qué es lo que pediste, le vuelvo a pre- guntar. Un daiquiri, ¿tan difícil es hacer un daiquiri? Le pido al muchacho que atiende al lado mío que intente hacer un daiquiri. No sé hacer tragos, me responde. Bueno, in- tenta, hace lo que puedas le sugiero. Así que mientras le aconsejo al cliente que espere en la carpa mientras le prepa- ramos su suculento daiquiri, le bajo un tutorial de youtube para que el novato ayudante aprenda rápido a hacer el trago. Es fácil, lleva agua, frutilla y un aguardiente. No sé si es ron o vodka. Ron, es ron. Entonces, le indico a este novato mu- chacho, lleva ron, azúcar, mucho hielo y frutilla. Lo mez- clas en la licuadora, le pones una de esas cucharitas de plás- tico reciclable, le cortás una rodaja de limón de adorno y listo. Se lo llevo yo a la carpa. Para que no se queje. Todo este aprendizaje sale peor de lo previsto con el novato ayu- dante. Realmente es un pata dura este muchacho. Es el hijo de Oscar, no se le puede decir mucho. Le digo que me deje 215
terminarlo a mí. Le doy un sorbo al trago para ver si sabe bien. Creo que es el gusto indicado del daiquiri de frutilla. Se lo llevo a la carpa. Es la 34, según dijo. Toma el trago y me pone cara de beligerancia. Son las ocho de la noche. El balneario está por cerrar. Aprovecho que no tengo ya mucho para hacer y me meto en una página de internet donde hacen comentarios de los sitios gastronómicos y de hoteles. Busco nuestro balneario. Balneario Espuma y Agua. 232 comentarios. Creo que te- nemos una buena puntuación, dentro de todo. Bastante buena. Del medio para arriba. Le pregunto a Oscar qué opina. Es una puntuación bastante floja, asevera. Una buena puntuación es arriba de cuatro. Los clientes son muy exi- gentes. Todo lo que esté debajo de cuatro es rechazable. A lo sumo que se busque costos bien bajos. En ese caso, el cliente accede. Andamos flojos en internet, Américo. Con todo esto me doy cuenta de la tiranía en la que vivimos. Se podría decir que nuestro balneario depende casi exclusiva- mente de las puntuaciones de los sitios de internet. Si las puntuaciones son bajas, sucederá que los clientes verán los comentarios del balneario y pueden elegir el otro que está a la izquierda. O el de la derecha. Porque en Punta Mogotes hay balnearios para elegir. Así que me fijo qué pasa en los balnearios de al lado. El balneario del al lado, justo a la iz- quierda. Más flojo aun que nosotros. Tres punto cinco. Un valor bajo si tenemos en cuenta los estándares que men- cionó Oscar. Creo que no son competencia, menos con el nombre que han elegido. El cocodrilo loco. Me parece un nombre que puede pegar más en un salón de fiestas infanti- les. O en una parrilla rutera, donde las puntuaciones de in- ternet no estén a la orden del día. Me fijo qué tal les va a los 216
del balneario de la derecha. Balneario Sunshine California. Cuatro punto dos. Este sí que anda bien. Óptima atención y precio, dice uno de los últimos comentarios. No es el único que hace referencia al costo bajo. Y la onda, el ambiente, el entorno destacan otros comentarios. La música reggae a la tardecita, la música electrónica dice otro. Encima con ese nombre inglés, que no sé qué quiere decir. Vamos a tener una batalla ardua en internet, porque habrá que hacer gran- des esfuerzos para romper el umbral de los cuatro puntos y a ello se le añade semejante competencia. Le insisto a Oscar este problema que se nos avecina. Cuatro punto dos del Bal- neario Sunshine California contra nuestro mísero e indesea- ble tres punto ocho. Quedate tranquilo Américo, la remata Oscar. Hoy tenemos la vaca atada. A los dueños no le in- teresa la competencia que nos genere el Sunshine Califor- nia. Porque al fin y al cabo en enero se llena todo y nos van a venir a buscar a nosotros. Mira sino como estamos traba- jando y todavía no arrancó la temporada. Esto es trabajo por inercia, no le vamos a dar tanta manija a lo que dicen los comentarios de internet. Además, los dueños no tienen mu- cho interés en estas cuestiones. Solo cuando se trate de un fierro caliente, argumenta Oscar. Si me decís que la clien- tela empieza a bajar y que encima en los comentarios de internet nos masacran, ahí me imagino que los dueños se van a echar cartas en el asunto. Y va a ser más una tirada de orejas que otra cosa. Porque es la forma en que lo dueños encaran las cosas conmigo. Cuando las cuentas no le cie- rran. Lo nuestro es la vocación por este oficio Américo. Esto de trabajar cerca del mar en mi caso. Que creo que algo parecido te pasa a vos. ¿Acaso no podrías aprovechar y estar mirando televisión en tu casa? Me aburro, le contesto. Soy 217
un jubilado inquieto. Fijate que son las ocho y media de la noche y estoy acá todavía. Metiéndome a ver qué dicen los comentarios de internet sobre el balneario. Ni que fuera el dueño. Hago una ronda final entre las carpas. Porque no tene- mos sereno en estos días y me quedó el hábito del viejo ofi- cio. Escucho unos gritos de lejos. Llego a notar que son unos gritos de una mujer. Es un grito de exclamación, una especie de ay, ay, ay que no lo escucho con nitidez. Me preocupo porque no son habituales esos gritos en ese hora- rio, donde todo es apacible. Lo noto mejor. Es un grito claro de una mujer. Pero de un sonido grave. Sería de una mujer que no es tan joven. Me suena conocida la voz. O mejor dicho la voz que genera el grito. Ay, ay, sí, sí lo escucho con más nitidez. No logro captar desde donde provienen los gritos. Pero ya no me alarma tanto. No se oyó como de al- guien que estuviera sufriendo. Por lo visto no la están for- zando a la mujer ni mucho menos en una escena que uno podría imaginar de una violación. Devuelta vuelvo a escu- char con más nitidez, ay, ay sí, sí, sí. El grito proviene de una carpa que está muy cerca de donde estoy yo con la lin- terna. Me acerco más sin tratar que me descubran. Apago la linterna. Descubro que están cogiendo de lo lindo un hom- bre con una mujer. Les veo las siluetas. Están dentro de la carpa. Por suerte, no hay nadie en el balneario. Los tengo que sacar a las corridas porque es un desmadre que estén meta que dele sexo en las carpas. A ver si después nos des- trozan en internet. Pero no quiero cortar de todo la escena. Ellos no me ven. Solo yo logro verlos. La silueta del hom- bre está sentada en una de las sillas. La mujer, que no logro ver bien quién es está montada arriba del tipo. Y ella es la 218
que grita. La que terminé descubriendo yo. Los tengo que echar. Pero me tomo unos segundos para disfrutar la escena. No es la primera vez que encuentro a una pareja teniendo sexo en las carpas. Dale, dale, más, dice la mujer. Pasan unos segundos y prendo la linterna. Los apunto para dejar- los in fraganti. Lo lamento. Yo ya me he dado el placer de escucharlos un ratito pero el deber me llama. Apunto a la cara del hombre primero. Es el pelotudo del hijo de Oscar. El que ayuda poco en la cocina o en la tarea que se le dé. Pero bien que para venir a cogerse una mina es mandado a hacer. Si será pelotudo. Poco aprendió del padre y menos del abuelo. Resulta que para aprender a hacer un daiquiri aduce no tener capacitación previa, pero para andar volteán- dose una mina en su lugar de trabajo es el primero de la lista. Le apunto ahora a la cara de la mujer. Es la cheta de Miami. La señora que se quejaba de los abusos a los turistas de Mar del Plata. Le debe llevar más de veinte años al hijo de Oscar. Perdón, perdón exclama la señora cuando le veo la cara iluminada por la linterna. Qué barbaridad, qué bar- baridad dice ella como si el que estuviese in fraganti fuera yo u otro. Se tapa el cuerpo escuálido que tiene con una toalla. Él se sube la bermuda que estaba ente la arena y la silla. Hola Américo, perdona. A mí no me tenés que pedir perdón, pero mejor que no se entere ni tu papá ni los dueños porque no vas a poder aparecer por acá. Sí, es un chico bas- tante atrevido, dice la señora. Él me convenció de que hi- ciéramos estas cosas aquí, qué barbaridad. Bueno señora, tan mal no se la veía, le digo. Quiero decir que no le eche toda la culpa al muchacho. No, claro, claro, se defiende ella. Ay, qué barbaridad vuelve a decir ella ya con el hijo de Os- car cambiado y escapando por los recovecos del balneario. 219
Es que al final no sé por qué vengo a Mar del Plata, siempre pasan estas cosas, dice mientras termina de juntar algunas pertenencias que quedaron desperdigadas en la arena. Se pone el pareo y se aleja con indignación. Me pregunto si será tan así como decía la señora. Que Miami y Mar del Plata son el agua y el aceite. Lo único que espero es que si la señora tiene el hábito de escribir comentarios en internet sea esta vez para valorarnos. 220
16. Luces, marquesinas y abandono No me iba a quedar de brazos cruzados sabiendo que no podíamos estar durmiendo eternamente en el rastrojero. Que para peor de los casos, ni siquiera arrancaba. Tanta fe- licidad de encontrar el mar, la gran ciudad y olvidarme de lo más esencial para la supervivencia de mi familia. Darle un lugar para dormir después de cinco días de viaje. No me iba a quedar solamente con el pedido que le hice al bañero. Me fui a una pensión que quedaba en una de las calles que desembocaba en el mar. “Pensión familiar, La Perla” re- cuerdo que se llamaba. Me pasaron los números. Por día, por semana y por mes. Llegaba a cubrir un día nada más. Así que nos metimos los nueve en dos habitaciones, bas- tante hacinados pero felices de que al menos teníamos techo y ducha por una noche. Eso es algo que uno se acostumbra a resolver cuando se trata de una familia de bajos recursos. Se resuelve todo día a día. Casi que no existe proyección de futuro. El futuro es algo que aparece como inexistente. Tal vez lo que si aparece es un futuro muy lejano, de lo que uno soñaría cuando no es posible trazar una proyección. Y esto se hacía mucho más evidente en las primeras vacaciones que teníamos el grupo familiar. Si a eso se le puede llamar vacaciones. Salir con una camioneta y no planificar ni la llegada ni el regreso. Recuerdo que esa noche había refrescado. Y el agua fría de la ducha se hacía sentir con una temperatura que no era habitual para nosotros en pleno diciembre. Nos sentimos fe- lices de poder bañarnos dos veces consecutivas en un día. 221
Primero en el mar y luego en la ducha. El día siguiente ama- neció soleado. Nos fuimos con las tres sombrillas dispues- tos a aprovechar el día de playa. Cuando estaba clavando la última sombrilla, se me apareció nuevamente el hombre que planea en breve viajar a Zanzíbar. Hola Américo, buen día. Quería hacerle una propuesta, si no lo inoportuno. Resulta que el sereno que trabajaba en el balneario está viejito y ya no quiere trabajar esta temporada. Entonces se me ocurrió decirle al dueño del balneario que usted está disponible para trabajar de sereno en estos días que arranca la temporada. Mi propuesta es que trabaje los primeros días y después se ve. No sé, dependeremos de que el trabajo lo pueda llevar bien. Es un trabajo de noche, eso sí. Tiene que trabajar de las diez hasta las seis de la mañana. No es mucho más que cuidar que todo esté en orden, que nadie se meta entre las carpas a dormir, porque si no después es imposible sacarlos. Y otra cosa que se puede aparecer, déjeme ver, bueno po- dría ser algunos intrépidos enamorados que se metan entre las carpas para hacer lo suyo, ¿vio? Aunque no está tan mal que digamos, porque en el fondo no le hacen daño a nadie, lo mejor es evitarlo. Y bueno, después el tema más delicado que son los robos. Eso es el tema más delicado últimamente. Porque nos han robado de todo. Sillas de mimbre, sombri- llas, han entrado al depósito donde tenemos las lonas para las carpas y se han llevado varias. Mucho robo de ratero hemos tenido. Y para eso es esencial un sereno que vigile. Tampoco le vamos a dar un revólver, quédese tranquilo. Con ahuyentar a los rateros, nos basta y sobra. ¿Qué dice, Américo? ¿Acepta el trabajo? Me quedé helado. Si aceptaba significaba que mi vida iba a estar girando en lar- guísimas noches deambulando, buscando ahuyentar a los 222
rateros, divagando de aquí para allá con la linterna. Y en donde la mayoría de mis días serían con la vista del mar oculto, con el sol oculto y, como mucho, conformarme con el amanecer. Iba a ser una vida al revés de la que hacía en mi pueblo natal. En vez de madrugar para despechugar una gallina acá lo que me ofrecían era arrancar a las diez de la noche. ¿Cómo será eso de que el trabajo comience en el momento en que el sol se esconde? No había que olvidarse que esto es una ciudad. Y una ciudad tiene mucha más vida de noche que un minúsculo y pobretón pueblo. Por ejemplo, los cines. Los teatros. Sé que todos ellos tienen sus funcio- nes estelares de noche. Por más que mi trabajo me lo im- pida. Seremos par a par. El sereno Américo, el público que asiste al cine y los actores que se preparan para desfilar en los teatros. Nos prepararemos en el mismo momento. Nues- tras tareas serán simultáneas. Cercanas. Sí, acepto, le dije con firmeza al hombre que planea en breve viajar a Zanzí- bar. Acomodamos las valijas en los dos cuartos. En el pe- queño dormíamos Nilda, los más chicos y yo. En el otro cuarto dormían los chicos más grandes. Entre los dos cuar- tos había una pequeña cocina y el baño que compartíamos entre todos. Hágame caso, Américo, dijo Antonio mientras acomodaba las últimas sombrillas en un pequeño cuarto. Si ya conoció el esplendor del mar, ahora le falta conocer la ciudad. Váyase al centro, a la peatonal, con la familia en- tera. Acepté la sugerencia. Nos fuimos caminando por la rambla. Devuelta se escuchaba el sonido de las olas. Olas que se ocultaban y solo dejaban observar la capa de espuma que se asomaba a la costa. Sobre la costa estaban los edifi- 223
cios más altos. Había edificios con una altura que nunca ha- bía visto. Las avenidas estaban llenas de letreros luminosos. Letreros que serpenteaban colores estridentes. Carteles que iluminaban imágenes dibujadas. Tome Coca-Cola, tome Pepsi, coma alfajores. Use repelente para los mosquitos. Vístase con los mejores trajes. Use la mejor lencería. Use los mejores calzoncillos del mercado. Deguste las mejores pizzas de la ciudad. Las mejores empanadas de la ciudad. Visite nuestras salas de video juegos. Venga al mejor hotel alojamiento. Calce las mejores ojotas importadas. Protéjase del sol con el mejor bloqueador. Lávese el pelo con el mejor champú. Alquile los mejores estrenos del cine en el video- club. Deleite el mejor café en esta confitería. Le ofrecemos los mejores manjares aquí, carnes, pastas, mariscos, minu- tas y demás. La ciudad de Mar del Plata se transformaba en una enorme sugerencia. Fue gracioso ver a Silvina y a Eduardo como fracasaban en su intento de que los transeún- tes los saludaran. A cada uno que pasaba le salían con un hola, buenas noches. Esto parece que no sucede en la ciu- dad, les aclaré. Si intentan saludar a todas las personas que nos cruzamos, van a tener que quedarse parados como una estaca porque es imposible saludar a toda la gente que nos cruzamos. Esto es la ciudad. La gran ciudad. No hay tiempo para saludar. Ni lo intenten. Solo se saluda al conocido. El desconocido pasa desapercibido. Antonio, el hombre que planea en breve viajar a Zanzíbar, me había hablado de un casino y de un hotel. El casino y el hotel provincial. Ahí derecho, tienen la peatonal. Que, por si no lo saben, la pea- tonal es la calle donde no pasan autos. Toda una calle para ustedes. 224
Me asombraba el movimiento de la peatonal. Había de todo: pizzerías, parrillas, casa de ropa, confiterías, negocios que solo venden bebidas, kiosco, puestos de revistas. Me costó encontrar un cine. Apareció el primero. Cine Atlas. Estreno de una película. Los protagonistas eran Alberto Ol- medo y Jorge Porcel. Aparecía Alberto Olmedo mordién- dole el bretel del corpiño a una actriz que no ubicaba. Esta seguro que era la película que me pedía que le contara el hombre de Dolores. Ese que me paró en seco, cuando yo pensaba que los trabajadores hortícolas tenían plena con- ciencia de clase y nunca iban a perderse en una película có- mica y superficial que atacara directo los intereses de la li- beración nacional. Pero en ese momento, el señor que ni me dijo el nombre, me estaría envidiando. Como tantos otros de mi natal pueblo. Como las promesas del cine. Si hubiese vuelto a mi pueblo, ¿Qué sería de las promesas del cine? Me había dado cuenta que en ese momento había destro- nado a sus falsas costumbres y promesas. La diferencia es que yo nunca fui un ser facineroso. Me hubiese encantado llevar a los pibes que les prometía tanto a ver la película ET. O la del Terminator que tanto nos prometió uno de los her- manos y nos dejó siempre con las ganas. Ya me quedaba poco para destronarlos. En la peatonal estaba lleno de cines. Descubrí otro más. Se llamaba Cine Neptuno. Pasaban películas en otros idio- mas. Había una película con un cartel lleno de colores y personajes extraños. Algunos de estos personajes los llama- ban los extraterrestres. Y la película se llamaba La Guerra de Las Galaxias. Los chicos quieren entrar a verla. Dale, papá, dale me insistió Silvina. No podemos ahora. No tene- 225
mos casi plata. Este es un paseo solo para mirar. Para em- pezar a conocer. Me di cuenta que estaba cual monje tibe- tano en el medio de una orgía. Salir a caminar por la peato- nal de esta ciudad sin dinero termina siendo un sufrimiento. La ciudad me proponía demasiado para gastar. Tenía que ponerme a trabajar cuanto antes, para empezar a cobrar unos pesos para empezar a gastar en algo de todo esto. En comprarme una pizza de mozzarella, en sentarme en una parrilla, en llevar a alguno de los chicos a ver esa película que tanta atracción les generó. Los chicos más pequeños tenían sueño. Mejor resultaba pegar la vuelta. Nos distribuimos de la manera que había- mos organizado. Los más chicos dormían con nosotros y los más grandes se independizaban en el otro cuarto. Es normal que a cualquiera que pasa por todas estas cosas que había pasado en esos primeros días, por efecto natural, me desva- neciera en la cama. Pero me sucedió todo lo contrario. Un insoportable insomnio se apropió de mí y daba vuelta en una cama donde mi espacio era estrictamente acotado. Me fijé en el despertador que había en la habitación. Once y media de la noche. Si no me duermo a las doce, algo debía hacer. Una pastilla tal vez me podía ayudar. Nunca tomé pastillas para el insomnio pero a los treinta y nueve años podía intentar por primera vez. Me levanté. Le dije susu- rrando a Nilda que no se asustara si no me veía. Que iba a buscar una pastilla para dormir en esos lugares donde venden medicamentos, en las farmacias. Lo encontré a Antonio, el hombre que planea en breve viajar a Zanzíbar merodeando por el balneario. Oiga, no es tarde para usted, acaso no trabaja de bañero, le pregunté asombrado por su presencia. Sí, mi estimado Américo. Soy el guardavida pero 226
también una especie de encargado que por momentos re- suelve los problemas del balneario. Sucede que me enteré por la televisión que hubo una serie de robos en los balnea- rios de La Perla. Y me vine a fijar en el depósito donde guardamos las sombrillas. Porque no estaba seguro si tenía candado. Pero recién me fijé y sí, tenía candado. Está todo bien. No nos han robado. Va a tener una tarea ardua, mi queridísimo Américo. Esto tal vez no se lo he dicho, pero me temo que ha aumentado el nivel de delitos en la ciudad. Usted es un hombre de pueblo y casi no conoce esta palabra. El delito. Sí, la conocí aquí cerca, en un pueblo que se llama Las Armas, le aclaré. Pero la verdad no me quedó claro si los delincuentes eran los habitantes o los forasteros. Las Ar- mas, Las Armas, intentó registrar Antonio. ¿Pero qué delin- cuencia puede pasar por ese pueblo tan pequeño? Seguro que lo intentaron embaucar. La delincuencia es una costum- bre aquí, en las ciudades grandes como Mar del Plata. O en las ciudades como la Capital Federal, que encima se da el triste lujo de no tener mar. O en Rosario, de donde somos oriundos mi familia y yo. ¿Me va a ser muy difícil este ofi- cio?, le consulté. Mire Antonio que yo nunca trabajé de esto. Nunca usé un revólver. Lo máximo fue un aire com- primido que me prestaban cada tanto para salir a cazar. No, hombre, no es para tanto, me tranquilizó. Aquí por la zona de los balnearios de La Perla, solo va a necesitar una lin- terna que ilumine para espantar rateros. O que alguien quiera venir a forzar el candado. Por cierto, este candado mucho no me convence. Le voy a pedir a los dueños que lo cambien. Y usted, mi estimado Américo, ¿qué hace a esta hora que no está durmiendo después de cinco días de viaje? Bueno, ni yo lo sé. Le respondí. Es que no me puedo dormir. 227
Son muchas cosas vividas en dos días. Quería ir a una far- macia, a comprarme una pastilla para el insomnio. Me dije- ron que algunas están abiertas hasta tarde. Acá a tres cua- dras, hay una de turno, aseguró. Se mete en la avenida dos cuadras, dobla a la derecha, hace una cuadra y en la esquina la va a encontrar. Y si se pierde por ahí, mejor mi estimado Américo. Así va haciéndose baqueano en la ciudad. Seguí las indicaciones de Antonio. Hice dos cuadras por la Avenida Constitución. Doble a la derecha. Se llamaba Farmacia La Perla. Farmacia cerrada. Cambio de turno. Consultar en Farmacia Bristol, me indicaba el cartel. Por la dirección entendía que estaba cerca de la playa Bristol. Por ende, me tenía que desplazar nuevamente hacia la zona del centro. Sin embargo, estaba hacia el otro lado del mar. Ale- jado unas diez cuadras de la costa. Aproveché para hacer una caminata parecida a la que había hecho con la familia pero en este caso solo. Plácidamente solo. Así que volví a regocijarme con todos esos locales que todavía permane- cían abiertos. Me comí unas porciones de pizza en local muy pequeño que solo se dedicaba a despachar pedidos. La calle que tuve que tomar tenía muchos locales vacíos. Había mucha suciedad en las veredas. Los cestos de basura esta- ban estallados. Seguro que la gente prefirió tirar todo en el suelo antes de buscar un minúsculo lugar en cestos de ba- sura que rebalsaban. Este aspecto era absolutamente desco- nocido para mí. La suciedad en las calles. Había de todo arrojado en el piso. Botellas de cerveza, botellas de gaseo- sas, atados de cigarrillos, colillas de cigarrillos, papeles hú- medos. Por suerte, no estaba con la familia. Porque no me resultaba una calle apropiada para circular con la familia. Había algunos homeless durmiendo debajo de los locales 228
vacíos. Uno me vio pasar y me pidió un cigarrillo. No fumo, disculpe, le dije y me miró con cierto recelo y se tiró de nuevo en el colchón húmedo y rancio donde dormía. Seguí caminando. En la esquina había dos autos abandonados. Uno estaba calcinado y oxidado por algún incendio. El otro tenía las gomas pinchadas y el vidrio roto. Llegué a ver que no tenía el pasa cassette. Seguí caminando esperando que la escenografía urbana intentara modificarse. Hacia la esquina encontré a unos policías que discutían con unas personas. Me acerqué un poco más ya que iba en el mismo sentido. Resultó ser que la policía los estaba desalojando un edificio antiguo. Y estas personas resistían el desalojo. El patrullero activó la sirena. Agarró a dos hombres a los palos y los me- tió en el patrullero. Me escondí detrás de un árbol. A ver si terminaba asesinado o víctima de algunos de estos sucesos violentos y tan repentinos. Entre tanto forcejeo vi que final- mente a esos hombres los metieron en la parte trasera del patrullero. Y desde arriba del edificio que estaban desalo- jando, le empezaron a tirar piedras al patrullero. Atrás vino otro móvil de la policía. Bajaron dos policías y se metieron a la fuerza en el edificio. Me arrinconé todavía más en el árbol, aunque mi interés en esa secuencia se acrecentaba. Nunca había vivido de cerca un hecho así de violento. Vi que el patrullero se llevó de nuevo a otras dos o tres perso- nas. Desde arriba le seguían tirando piedras y hasta vi volar un ladrillazo que partió al medio el parabrisas trasero del patrullero. Cuando se fue el último patrullero los vecinos del edificio bajaron. Empezaron a juntar maderas, puertas, sillas rotas. Apareció otro patrullero. Salieron cuatro poli- cías. Arrojaron gases lacrimógenos al interior del edificio tomado. Por añadidura, salieron todos los habitantes del 229
edificio. Rondarían el centenar, entre niños y ancianos. Los más adelantados le tiraban piedras al patrullero que se aca- baba de ir. Entre varios armaron una fogata. Era mejor que me rajara a ver si me metían preso por estar estúpidamente merodeando ahí. Yo lo único que quería era una pastilla para dormir. Sentía que iba a necesitar una pastilla más con- tundente. Porque no me imaginaba ni por casualidad que la ciudad me ofreciera esto. ¿Cómo era posible que con tantos edificios lindos, la policía echara a la fuerza a gente que es- taba viviendo en un edificio tomado? Para un paisano como yo, como lo era en ese momento, se trataba de una cuestión inentendible. De este modo, la ciudad me estaba propo- niendo algo inadvertido, algo desagradable que en mi pue- blo no existía. Pues bien, es que en muchos pueblos bonae- renses estas cosas no pasan porque la paz y la tranquilidad es, por momentos, lo único que se propone. A ningún pai- sano se le ocurría echar así a la fuerza a una familia vi- viendo en una casa y menos de madrugada. Como mucho se producía un altercado entre las partes en conflicto y, por supuesto, en horarios diurnos. Sonaba increíble que este tipo de acontecimientos dieran lugar en horarios nocturnos. Ni por lejos podía digerir que esta seguidilla de hechos vio- lentos se apersonara de manera habitual en mi estadía. Si esto es frecuente en la ciudad, entonces no sé si me conven- cía quedarme mucho tiempo, pensé en el mismo momento en que sacaba mi silueta escondida del árbol. Esto bien po- día ser un costado siniestro y frecuente en la ciudad. O de las grandes ciudades. Con picos de violencia. Claro, es de entender, son tantos y tantos. Miles. Millones. Ya ese sim- ple dato la convertía a Mar del Plata en vertiginosa y vio- lenta a la vez. 230
Me fui por la misma calle que vine y di la vuelta a la manzana. Desde la otra esquina se veía la fogata resplande- ciente encendida minutos antes. Caminé dos cuadras más y recién ahí agarré la calle de la farmacia. Toque timbre. Salió una señora semidormida. Como hace para dormir con seme- jante estallido en la calle, me animé a preguntarle. Cuál estallido, de qué me habla, se desorientó la señora. De la policía que está desalojando ese edificio, el que está a tres cuadras. Ah, sí, sí. La señora trató de ponerse en órbita mientras pestañaba. Es normal, dijo. Esto es cosa de todos los días. En estas cuadras se suele desalojar a muchas fami- lias. Lo hacen de noche porque es el horario en que todos están adentro, pasa casi todas las semanas, hombre. Y no es solo eso. Miré como me pintarrajearon la entrada. Retrocedí unos metros y noté con claridad a lo que la mujer se refería. El frente del local estaba lleno de graffitis, como tantos otros frentes de esas calles. Llenos con grafittis de mensajes e inscripciones redundantes. Me volví hacia la ventanilla abierta de la farmacia. ¿Usted es de aquí?, me preguntó. En verdad, no. Soy del campo, de un pueblito que seguro no lo conoce. Para que se lo voy a nombrar. Bueno, vaya acos- tumbrándose, esta es la ciudad que le dicen “la feliz” pero entienda que en esta zona la felicidad no frecuenta mucho, sentenció con pesimismo. ¿Qué anda necesitando? Verá señora, no soy un hombre de frecuentar mucho las farma- cias, pero me dijeron que existe una pastilla para el insomnio. La señora se metió devuelta adentro del local. Salió a los segundos. Esta le va a ser bien, hace efecto rápido, me dijo. Le pagué. Me tragué la pastilla así como venía. Para que me hiciera efecto instantáneo. Empecé a ca- 231
minar rápido. Pasé por donde venía y de la fogata solo que- daba un cúmulo de cenizas y viejos muebles que no se ha- bían llegado a carbonizar. El mar quedaba lejos. Tenía que caminar como ocho cuadras. Durante todo ese trayecto me volvió a acompañar la suciedad de las veredas, los locales abandonados y la aprensión que sentía por caminar en un entorno tan extraño para mí. Llegué a ver unas ratas que se escabullían entre los locales abandonados que tenían los vi- drios rotos. Se formaban manadas de ratas con criaderos en- tre las hendijas oxidadas y el olor a humedad que a lo lejos se sentía. En la esquina me paró otro hombre. Olía muy mal. Expulsaba un olor nauseabundo que era una mezcla de orina con algún aguardiente. No me da algo de plata mi amigo, vociferó. No tengo nada, le dije timorato. Lo noté que se ponía agresivo y se venía contra mí. Vamos, amigo, algo de plata. ¿No tiene al menos un pesito para darme?, insistió. Mire que no le quiero robar, solo le estoy pidiendo algo de plata para comer. No sea jodido, che. No, de verás, no tengo le dije ya con fastidio. ¿Cómo que no tenés, flaco? Y ahí se me vino encima. Y me tironeo del brazo. No sé porqué atiné a pegarle y le metí una trompada directa en la nariz y cayó al suelo como si fuera una bolsa arpillera llena de harina. Pobre, me da lástima, pensé al ver que mi certero y fortuito derechazo lo había llevado a los dulces sueños. Pobre tipo, vaya a saber que lo llevó acá, a ponerse así de agresivo. Es- pero que de la piña que le di no se me haya muerto. Me acerqué para constatar que al menos siguiera respirando. El linyera tenía la totalidad de su cuerpo apoyado sobre la per- siana de un local. A los minutos me di cuenta que roncaba. Está completamente vivo, este hombre. Tal vez lo mío hasta 232
fue un favor, más que una trompada inconsciente fue un aventón para que abandonara su tedioso mundo de vigilia. Seguí caminando. La cuadra siguiente mantenía el mis- mo aspecto sórdido. Y más que sórdido me animaría a decir apocalíptico. Devuelta la repetición de locales aban- donados, homeless abrazados de botellas con bebidas al- cohólicas, frentes de viejos edificios pintados con grafitis, ruidos de sirenas que se hacían más agudas en las boca- calles, autos abandonados, gritos de mujeres, gritos de ni- ños, alaridos que salían de edificios antiguos y habitaciones hacinadas, más gritos y gritos, devuelta las sirenas que se hacían omnipresentes. Además de todo lo que debía esqui- var. Caca de perro, gatos hambrientos que parecían conver- tirse en felinos salvajes. Ratas escabulléndose detrás de las persianas de los comercios abandonados. Cucarachas apila- das de a decenas comiéndose unas a otras. Y otra manada de gatos hambrientos que atacaban e intentaban devorarse a las ratas. Autos con los vidrios rotos, con los pasacasetes arruinados, robados, con los asientos cortajeados, con la go- maespuma hacia afuera, cestos de basura que ya no admi- tían basura, letreros de comercios carcomidos por el aban- dono, pandillas de jóvenes que intercambiaban relojes, es- téreos, zapatillas, auriculares, walkmans, casettes, equipos musicales, pantalones, remeras, camisas, cinturones, perfu- mes, anillos dorados, anillos plateados. Mejor seguir mi curso. No los quiero que me sorprendan curioseando qué hacen. Mejor convertirme en un transeúnte invisible y pero no menos curioso de esta parte de la ciudad. Hice dos cuadras más. El paisaje cambió estrepitosa- mente. Ya estaba a solo tres cuadras del mar. Todo ese abandono se convirtió en una mágica actividad nocturna 233
que seguía sin parar. La que me atraía y se diferenciaba tanto del abandono y desidia de las calles anteriores. Es entonces la cercanía o la lejanía del mar la que marcaba estos contrastes citadinos. Como si la cercanía fuese sinó- nimo de lujuria, de la voluntad, de progreso desenfrenado, de ambición, de consumo fugaz e insaciable, del despliegue incandescente, de la voracidad y omnipotencia de las luces. Por lo contrario, la lejanía del mar dentro de la ciudad me había ofrecido ser una suerte de apatía, de desidia, de invitación a la oscuridad, de caminar entre medio de la penumbra, de la represión, del hacinamiento, de la convi- vencia amistosa con el ostracismo, de la tolerancia a la destrucción y los abusos, de desapego constante con la ley, del odio mismo hacia una ley impuesta por intereses foráneos, tal vez impuesta desde la cima del poder por los que habitan en las cercanías del mar y se dejan envilecer entre ruido de las olas y el olor manso de la sal marina. Llegué a la rambla. Al fin la rambla. Es el otro lado de la ciudad. Por ahora, el lado que de momento me protegía a mí y a mi familia. Ahora tenía que seguir todo derecho. Era un camino placentero. Un camino donde el corazón ya po- día latir con serenidad. Sentí el efecto de la pastilla. Me ha- bía dado un contundente cansancio. Ahora me sentía can- sado y relajado a la vez. Solo quería apoyar la cabeza en la almohada, en el pedazo de almohada que tenía que compar- tir con Nilda y los más chicos. Llegué. Nilda se despertó. Estás bien, Américo, dijo casi susurrando. Sí, se me hizo tarde. No encontraba farmacia. Me tuve que ir al otro lado de la ciudad. Es un lado de la ciudad muy distinto a este, Nilda. Somos muy nuevos aquí. Pasan cosas que todavía no entiendo. Terminé de decirle eso y me desplomé en la cama. 234
17. Las llaves de la ciudad Me desperté a eso de las once de la mañana. Horario tem- prano, teniendo en cuenta que esa noche arrancaba mi jor- nada de sereno en el balneario. La familia entera no perdía el tiempo y se había ido a la playa. Un día bien abierto y con un sol abrumador llegaba a presenciar desde los bordes de la ventana. Me puse un pantalón corto y las chancletas. El balneario estaba repleto de una sucesión de carpas y som- brillas de variados colores. Allí, arriba de todo Antonio vi- gilaba el comportamiento de los bañistas. Lo esperaba un día sin sobresaltos, pues me había enterado que la bandera celeste significaba mar calmo. De los más calmos que se pueden presenciar. Parece ser que el calor que se sentía ayu- daba a que las olas fuesen diminutas y apenas se hicieran ver bien pegado a la orilla. Cuando bajé a la playa me vio Antonio y me hizo señas de que subiera al mangrullo. Se levantó temprano, mi estimado Américo. Bueno, lo que se dice temprano, no creo. Son ya las once y media de la ma- ñana. Pero entienda que para un sereno que trabaja de no- che, la mañana recién empieza lo que para nosotros, los tra- bajadores diurnos es el mediodía. Vaya haciéndose la ca- beza, mi estimado Américo, sentenció Antonio, la mañana del trabajador diurno, alguien como yo, como, como un pa- nadero, como una maestra, es a partir de las seis de la ma- ñana. Usted se debe correr unas seis horas, ¿me entendió? O sea si es madrugador se tendrá que despertar a las doce del mediodía. Si se despierta en un horario normal, eso sería una o dos de la tarde. Y lo mismo la tarde, para usted la tarde arranca a las seis de la tarde, horario en que nosotros 235
decimos adiós a nuestras obligaciones. Y la noche, lo que es propiamente la noche, para usted debería ser una o dos de la mañana. Y así sucesivamente se me tendrá que ir acos- tumbrando. Porque aunque no lo haya notado, su vida ha dado un vuelco, vaticinó. Un vuelco extraordinario. Ahora verá transcurrir los días de diferente manera. Verá a su fa- milia de diferente manera. Y lo más importante, es que verá a la ciudad de diferente manera. Aunque usted no lo crea, los trabajadores nocturnos, como lo son usted, el resto de los serenos, vigiladores, tienen las llaves de esta ciudad. Son ustedes los que abren y cierran la puerta de esta ciudad. Eso les otorga un gran poder. Entiendo que es imaginario, prosiguió Antonio. Pero es un poder que les hace tener a la ciudad en sus manos. Literalmente la tienen en sus manos. Tal vez le resulté extraño, mi estimado Américo, pero ya lo notará cuando vaya haciéndose los gajes de su nuevo oficio. Me detuve a contemplar el mar. La leve brisa que se sen- tía arriba del mangrullo, apenas le movía el jopo de su ca- bellera. Le quiero hacer una pregunta Antonio, por qué se fija tanto en otros mares si Mar del Plata debe tener incan- sables días de estos. Sin viento, con calor, con agua calma y más trasparente. Me temo que esta es la excepción antes que la regla, se atajó. No son comunes estos días en nuestra ciudad. Fíjese en el detalle de la cantidad de gente que vino a la playa hoy. Está que explota, y eso que no hemos entrado en los peores meses de temporada. Lo entiendo, pero quiero decirle que por el momento Zanzíbar no me parece atrac- tivo. Lo del agua turquesa, lo de la arena, lo de la calidez del agua, lo entiendo. Pero es que toda esta mezcla de ciu- dad con mar no creo que la tenga Zanzíbar. Al menos, su 236
relato no dijo eso. Me tendré que poner a buscar, a investi- gar si en Zanzíbar, se dan estos dos eventos a la vez. Me refiero al mar y a la ciudad a la vez, ¿sabe? Eso lo dice por- que usted es un hombre de campo. No es un hombre de ciu- dad. No sabe aún del hartazgo que un embotellamiento de automóviles, de las colas en los bancos, en los supermerca- dos. Le voy a hacer una pregunta, ¿cree que fueron una ca- sualidad mis indicaciones de ayer a la noche? Entiendo, que sí, respondí con credulidad. Pues no, arremetió él. Fue una prueba. Yo sabía que la farmacia “La perla” estaba cerrada. Y, por ende, sabía que la farmacia de turno donde usted ter- minó era su salvación. ¿O sea que fue una vil trampa?, pre- gunté enojado. No lo tome así, mi estimado Américo. Fue una especie de prueba. Para probarlo. Américo versus la ciudad abandonada. Américo versus el costado oscuro de la ciudad. Pero fíjese en otro detalle. Yo lo mandé allí, indi- rectamente al costado más oscuro de la ciudad y hoy usted se levantó refutándome la teoría de Zanzíbar. Esa es una buena señal. No lo quiere aceptar, pero esa ciudad oscura, ese costado inhóspito con el que debemos convivir aquí, también lo atrae. Porque es raro, claro que sí. Por qué podría uno imaginar que el costado atractivo de una ciudad son los vagabundos, los autos abandonados y sin pasacasetes, los tanto y tantos desalojos que se ven por ahí. Es raro. Pero es como que uno se siente en algún punto atraído. Tal vez para usted lo sea porque es un contraste directo con el campo. Con la tranquilidad que lleva a cuestas. Es una buena señal, Américo. Y no es que no le guste Zanzíbar, es que todavía no está preparado. Todavía no le ha llegado su momento. Sí le ha llegado su momento de quedarse aquí. Sabe una cosa: creo que usted se va a convertir en un marplatense. Cada 237
vez tengo menos dudas. Este no parece ser un lugar de trán- sito para usted. Tal vez su familia no se lo haya planteado aún. Es obvio. Están aún detrás de la excitación del mar. El mar provoca excitación. Sobre todo en los más chicos. Y de su mujer, Nilda, que puedo decir. Lo único que le puedo aconsejar es que la convenza de que vivir bajo los efectos del sol radiante puede ser nocivo para la salud. Es un peli- gro. Se va a quedar sin piel su mujer. Va arder en llamas. Pero volviendo a usted, mi estimado Américo, fíjese en un detalle. Usted se metió en el mar solo un par de veces. Es más lo que se dedica a contemplarlo que al estar dentro de él. Eso no es típico de un veraneante ansioso. Es típico de los marplatenses. O en verdad, típico de los que vivimos en una ciudad que da al mar. No nos metemos todo el tiempo. Nos metemos en nuestros momentos. Pero sí somos muy contemplativos con el mar. No sea cosa de que alguna vez osen con sacarnos el mar. Moveríamos cielo y tierra para que ello no suceda. Ya eran las seis de la tarde. Me tenía que preparar para lo que sería mi primer día formal de trabajo. A las ocho de la noche. Preparé mis objetos elementales de trabajo: el juego de llaves, la linterna y un silbato para ahuyentar a las amenazas sencillas que se presentaran en el balneario de no- che. Nilda preparó la cena y me trajo el plato a eso de las diez. Unos fideos a la boloñesa, aunque sin queso rallado. Mi primer día de trabajo se presentaba demasiado aburrido. Me fui a caminar hasta el mar. Si todo está muy en calma, Antonio me aconsejó que hiciera rondas. Rondas con la lin- terna encendida. Como para decir hola, aquí estoy, abu- rrido, sin sobresaltos pero aquí estoy. Lo cierto fue que el primer día, o mejor dicho, mi primera noche de trabajo pasó 238
sin pena y sin gloria. Diría más sin gloria que otra cosa. Algo similar sucedió el resto de los días. Noches chatas, aburridas, sin que la presencia del sereno fuese una verda- dera necesidad. Esto es, en resumidas cuentas lo que sentía esas primeras noches. Que mi trabajo tenía algo de redun- dante, que no estaba convencido de que un sereno cuidara de los supuestos peligros que podían presentarse en un bal- neario de la perla. Más o menos una semana pasé así, hasta que tuve mi primer y aventurero altercado. Una noche muy apacible, empecé a escuchar el sonido de una guitarra crio- lla que se entremezclaba con el ruido marítimo. Me acerqué a un médano que teníamos muy cerca del balneario y me encontré con un mitín de hippies que habían armado un fo- gón y cantaban canciones. Enseguida me abalancé con la linterna y ni se dieron por aludido. Le puse la luz de la lin- terna a uno de los pibes que cantaba sin reparo una canción de Sui Generis. Pibe, esto es un balneario, no se puede hacer un fogón acá. Señor, señor, calma me dijo con una tranqui- lidad que le hacía balancear su cabeza al compás de la can- dencia de su música. Calma, calma, no entiende que aquí y ahora lo que necesitamos es paz y amor. Venimos a propo- nerle eso, señor, paz y amor y por eso el fuego. Queremos que el fuego ilumine nuestras almas para que con nuestra música la paz en el mundo llegue a los puntos más recóndi- tos del planeta. ¿Usted sabe que hoy se cumplen diez años del fin de la guerra en Vietnam? ¿Usted escuchó alguna vez hablar del mensaje pacifista? No, la verdad que no, le dije con las cejas fruncidas. Y no me interesa tampoco. Qué mierda es esto de la paz y amor en el mundo. Que si es paz, debe ser porque son pasivos en algo, en el sexo, en el tra- bajo, tal vez son asexuados u holgazanes que buscan una 239
excusa para evadirse de las obligaciones del mundo. Seño- res, a ver si me apagan la fogatita esa y se las toman a sus casas. Este balneario está a cargo mío, así que no quiero más líos, amenacé. Disculpe, se atajó el muchacho que ves- tía unos extraños harapos, pero la paz en el mundo es mucho más importante que el cuidado de su balneario. Así que nos quedamos. Le pedimos que desahogue su furia con noso- tros, que se una a nosotros. Ma que unirme ni unirme, se me van bien a la mierda, ¡ya mismo! Y fue como un acto in- consciente de todos a la vez, una canción melódica que el guitarrista comenzó a improvisar y todos juntos se unieron en un estribillo que llegó muy rápido, cantaban con más en- tusiasmo al avanzar las estrofas y me miraban desafiante para que dejara de exigirles respeto por las normas del bal- neario y me fundiera en el mensaje sugerente de la paz y el amor debajo del cielo estrellado veraniego. Pero, no, Amé- rico, que hippies ni ocho cuartos, a estos hippies de mierda hay que darles un baldazo de agua fría. O mejor el elemento indispensable para dispersar a la multitud en estas ocasio- nes. El matafuego. El matafuego que estaba en el depósito de Antonio. Cuando se entere Antonio de la odisea contra los hippies, pensé. Me lo imaginaba dándome una palmada en la espalda, qué bien Américo, qué bien, te sacaste de en- cima a esa pendejada de mierda que viene a joder a la me- dianoche acá, que no tiene horarios ni obligaciones, justo a vos, a joderte con esa música melódica que, por cierto, me sonaba de lo más extraña. Lo mejor que pudiste hacer. Aga- rrar el matafuego y apagarles la ilusión a estos hippies de mierda. Ves que útil es un sereno. Américo, menos mal que te tenemos a vos. Así que abrí el cuartito donde se guarda- ban las herramientas y lo empecé a buscar. El matafuego. 240
En un rinconcito estaba. Lo levanté y encaré directo al fo- gón. El grupo entero formado en un semi círculo puso cara de estupor. Y entonces le apreté la palanca para que saliera el gas pero finalmente un soplido débil del matafuego avisó que estaba casi vacío. Con ese matafuego no podía apagar ni una hornalla. Y ante mi desconcierto los hippies siguie- ron en su mundo, con su canción a cuestas y haciendo de mi presencia algo parecido a un insecto intrépido que intenta sin éxito distraer su atención. Volví al depósito y deje ahí el matafuego. Qué porquería. Cerré la puerta. ¿En dónde podré conseguir un matafuego a estas altas horas de la noche? Sin duda, la estación de ser- vicio que está aquí, cerca de la avenida me puede suminis- trar un matafuego. Encaré derecho allí. Solo estaba a dos cuadras. Suena extraño recordarlo, pero era la segunda vez que encontraba un matafuego que estaba vacío. Nunca se repuso, porque tiene la válvula vencida, me dijo el playero. Bueno entonces tendré que intentar en otra estación de ser- vicio. Así que tomé la Avenida Pedro Luro. Sabía que hacia el fondo tenía una estación de servicio. Caminé unas cua- dras y me topé con gente saliendo de un espectáculo noc- turno. Me acerqué a la puerta. Un teatro. Un hermoso y fas- tuoso teatro. Tenía una decorosa entrada, ambientada en una suerte de estilo griego o romano con un material tipo durlock. Acababa de concluir una obra teatral. Por eso la muchedumbre fuera. Recuerdo que se llamaba el Show de Jorge, Alberto y Beatriz. Así de simple. Sin exagerados ri- betes para encontrarle originalidad al título. Jorge, de pro- minente panza, Alberto lanzando una cara jocosa y Beatriz que sin duda le hacía competencia a la imagen que me había forjado por entonces de Moria. Una mujer también de 241
cuerpo exuberante y que cubría el centro del cartel que anunciaba la obra teatral. Esta es otra característica que em- pecé a comprender de la ciudad. En la ciudad se concretan personas y mujeres hermosas. Un detalle que me llamaba la atención es la cuestión de la dentadura. Las que aparecen en los carteles, las mujeres y hombres comunes que pasean en la rambla con la dentadura intacta. En contraposición, en mi pueblo natal esto era más la excepción que la regla. Ya siendo niños muchos de los habitantes de mi pueblo perdían los dientes. Pues bien, en la ciudad el cuidado de los dientes se notaba mucho más riguroso. Y en esto creo que hace tam- bién a la seducción. A la sensualidad que producía la ima- gen de una mujer con una dentadura brillante, sólida. Al lado había otro teatro. Me di cuenta que no se trataba de una casualidad. Esta es la zona de los teatros. Puede estar el tea- tro de Moria. Lo tendría a unas cuadras. El mismo teatro que con sus propias palabras invitaba a visitar. Lo recuerdo como si fuera hoy, los invito a presenciar mi obra teatral A la cama con Moria. Claro, eso sí, los espero después de una tarde con mucho calor, mar, espuma y arena. No se queden sin ver mi show, ¿Quién será el próximo invitado que se anime a meterse dentro de mi cama? Lo había repetido así, literal, las veces que pude presenciar su programa de televi- sión. Por cierto, ahora que trabajaba de sereno, Antonio me había proporcionado una televisión muy pequeña en la ca- bina desde donde comandaba toda la vigilancia del balnea- rio. Era una televisión de menos de catorce pulgadas y en blanco y negro, pero al menos me distraía las noches en que la actividad como sereno se tornaba demasiado apacible. 242
A esa altura había abandonado el interés por el mata- fuego. En efecto, los hippies seguían con sus cantos bene- volentes y con la fogata que ardía y cada tanto iluminaba sus rostros. Encendí la televisión. Di varias vueltas a la pe- rilla. Los canales se veían con problemas y resultaba todo un experimento obtener una señal nítida. Le di una vuelta. Luego, otra. Esperé cinco minutos con el chirrido de la te- levisión de fondo. Una vuelta más y apareció Moria. De nuevo el programa. En verdad, se trataba de un programa repetido. Ahora tengo todo en mis manos, pensé. A Moria en su programa, a Moria en los teatros, a las amigas y ami- gos de Moria en el cine, a ella de nuevo en la televisión. Que no es lo mismo, cierto. Maldita sea este el blanco y negro. La televisión a color es un lujo faraónico al lado de la televisión blanco y negro. Hoy tengo tres invitados a la cama, anunció Moria con su voz suave y cautivante. Tres invitados. Moria es osada. Porque me excitaba el solo escu- char como lo decía, con esa candencia pausada que ema- naba de sus labios. Tres invitados a su cama. Y de ahí todas las hipótesis que podía esgrimir del acontecimiento que es- taba en ciernes. Que iba a tener tres invitados y que por ahí, una de esas los invitados se zambullían juntos a la cama con ella. Y que podía ser una situación descontrolada, es decir que la seducción actuada se convirtiera en un fenómeno descontrolado para la historia de la televisión argentina. Pues eran tres invitados, cuando antes se convocaba solo un invitado por programa. No, esta vez son tres. Y son tres po- líticos. No se espera que los políticos tiren por la borda su preciada carrera de cubrir cargos por invitarse a esta situa- ción de descontrol que tal vez sea única en los anales de la 243
televisión argentina. Eran tres invitados a la cama con Mo- ria. De por sí, no caben allí. Es que nadie se formulaba esa pregunta, objeté. Deberán desatarse, abrazarse, revolcarse entre unos y otros para no caer al piso. No descartaba toda esta batería de hipótesis. Que todos la agarraran a Moria, que se la cogieran entre los tres y que no alcanzara tres con una misma mujer y entonces uno se empieza a dar con el otro y entonces, ¡escandalo! Hay sexo entre varios, Moria es la anfitriona del sexo, pero también hay uno de ellos que ha pedido que lo penetren, o que sea penetrado sin quererlo pero queriéndolo al fin y al cabo, y entonces, ¡escándalo! Fulano de tal, un prominente político es homosexual, le gustan las mujeres y los hombres, pero si le gustan los hom- bres ya está, fue decretado televisivamente. Es homosexual y listo. Y la escena donde hombres y mujeres se revuelcan y se cogen mutuamente es frenada por Moria. Que dice luego que todo fue a pedido de ella. Que ha tomado por asalto la cadena de televisión, sin respetar las normas de la televisión argentina, que fue un objetivo de ella que todo se descontrolase así, tan repentino, que quiere abusar de las normas, que está harta de las normas y los convencionalis- mos de la televisión argentina. Pero otra hipótesis que se me ocurría al momento era que la cuestión fuese más progra- mada, donde cada político se pudiera dar su dosis de placer con Moria. Cada uno a su tiempo, entra uno a la cama y sale el otro. A la vuelta de los comerciales entra el que sigue. Moria era generosa. Compartirá la cama con todos. Cada uno a su tiempo. Los primeros dos no tiene mucho sentido recordarlos. Solo recuerdo su papel aburrido y acartonado. Sí, Moria. Claro, Moria. Un gusto, Moria, y se retiraban y se ponían 244
esos aburridos mocasines lustrados que al día siguiente irían a gastar sus suelas a los comités partidarios o unidades bási- cas. Quiero recordar al tercero. Eran las tres de la mañana y el ruido del mar de fondo era lo único que rompía el silencio en el balneario. Aparte de los hippies que ya apenas si se los escuchaba. Apareció el tercer político. Ya su porte mar- caba una diferencia sustancial con los otros dos. Usaba esos anteojos de Ray Ban al estilo camionero. Acompañaba con un traje de color crema y una camisa oscura. Dejó el ciga- rrillo en un cenicero que le acercó un utilero. Adelante, ade- lante, le dijo Moria. Te invito a mi cama. Tengo que confe- sarte algo, le dijo Moria. Te invitó a la cama pero me das un poco de miedo con todo ese atuendo. Acaso sos un gánster, preguntó. No, soy sindicalista. A veces nos confun- den un poco, a los sindicalistas con los gánsteres, dijo esta vez el tercer invitado. Su voz era trémula, corroída y pene- trante. Sindicalista de qué rubro, mi amor, preguntó Moria mientras él se sacaba los zapatos e ingresaba entre las sábanas. Soy petrolero, Moria. Petrolero. Petrolero, aja. Me suena un gremio pesado, todos hombres, seguro. Casi todos Moria, casi todos somos hombres por ahí. No abundan las mujeres en mi gremio. Y menos mujeres como vos, le vaticinó y ya entonces logró entrar en confianza. Se notaba que había una buena química televisiva. Moria ha dejado el mejor entrevistado, o mejor dicho, el amante platónico para el último momento de la noche. Sé que algunas preguntas que yo hago, afirmó ella, son incómodas. Pero es como que si las digo yo, suenan diferentes. Mis invitados no suelen quejarse de mis preguntas. Pueden ruborizarse, traspirar, incomodarse, pero luego disfrutan. Ese es mi plan con vos, 245
sabés, tesoro. Sí Moria, lo sé. Estoy dispuesto a cualquier pregunta. Una pregunta íntima, también si necesitás. El público presente en el canal que emitía el programa ya se hacía sentir. Todos deberíamos estar en sintonía con esta misma opinión que fui forjando en esos minutos. Es el mejor invitado de la noche. Tal vez el mejor desde que el programa se estaba emitiendo. Y bien, entonces si la cosa se pone íntima quiero preguntarte algo, con esa cara de gánster que tenés. Quiero preguntarte no sobre sexo en esta ocasión. Sino de algo muy distinto, lanzó Moria. Quiero preguntarte sobre el crimen. Supongamos una situación es- pecial. Supongamos que tenés que matar a alguien. Que te resultaría más adecuado, más cómodo, más expeditivo, más sencillo de realizar. ¿Serías vos mismo el que mataría o mandarías a matar a alguien? Vaya pregunta la de Moria. Bueno, es difícil de responder, mi querida Moria, dijo el sindicalista. Me has puesto en un apriete. Qué elegiría. Pues bien, ninguna de las dos, que quede claro. Porque un sindi- calista tiene ante todo el deber de velar por la seguridad y la integridad de sus afiliados. De los trabajadores del petró- leo. O sea que si fuera así, tener que matar a un compañero, a un jefe de familia que tiene que pagar la olla en la casa, bueno no lo haría con nadie, viste Moria. Pero me pusiste en un apriete. Me estás forzando a que te conteste algo. Y en ese caso me juego por la segunda. Ver chorrear sangre no es lo mío. Hasta me da impresión. Lo delegaría en otro. Viste como somos los sindicalistas Moria, viste. Nos gusta delegar mucho. Será por nuestro pasado pobre, qué sé yo por qué. Pero sí Moria, me atrevo a decirte que optaría por la segunda posibilidad. 246
Moria lo felicita antes de despedirlo. Se terminó el pro- grama. Me ha tenido en vilo. Son las cuatro de la mañana. Me quedaban solo dos horas y jornada terminada. Me acerco de nuevo a la costa y hago una última ronda. Los hippies se han ido. Pero resultaron tan mocosos insolentes que ni se han percatado de las cenizas que dejaron sin apa- garlas. Fui hasta la orilla con un balde para apagar las brasas que todavía ardían. Se hicieron las seis de la mañana y me fui a acostar. Había decidido entonces, dar doble vuelta de llave a la noche y abrir las puertas de esta ciudad. 247
18. Los negros cabeza copan los cines de la Bristol Por fin, cobré el primer sueldo. Esto que tampoco cono- cía. Esta contratación implícita en donde yo me comprome- tía a trabajar y el patrón a pagarme a principio de mes. Me resultaba una forma de organización brillante. No lo creas tanto, Américo, me alertó Antonio. Esto de ser trabajador en relación de dependencia suena brillante los primeros me- ses, más adelante se convierte en rutina. Y más adelante, en fastidio. Sea como sea, ese montón de billetes nunca lo había te- nido en mis manos. Así todo juntito, como se veía. Siempre que me ganaba un billete con la venta de pollos, a los dos o tres días se iba volando. Por eso insisto. Un mes en donde no tuve casi gastos, en donde mis hijos y Nilda racionaliza- mos alimento sí que tuvo sus frutos. Así que en ese excep- cional día de primera paga nos dimos el lujo los nueve. A disfrutar de todas estas cosas divertidas que propone la ciu- dad. Todo se puede hacer, ahora que tenía dinero. Se puede, por ejemplo, ir al teatro. Pero me había enterado que la obra teatral de Moria no había arrancado todavía. Había otras obras con mujeres exuberantes, con actores que se dicen lla- mar en las carteleras como capo cómicos. Pero no me con- vencían. Por otro lado, había prometido a la familia entera que íbamos a hacer algo que nos involucrara a los nueve. El teatro quedaría para más adelante. Salimos a caminar los nueve. Compramos golosinas para arrancar con esta osten- tosa jornada. Margarita pidió en el primer kiosco que se nos apareció una barra de chocolate, caramelos ácidos y chicles. 249
Silvina y Eduardo se sumaron. Y el resto también. Me ter- minaron cobrando cuatro barras de chocolate, una gran bolsa de caramelos y chicles por doquier. Mis hijos brota- ban de excitación. Margarita abrió la primera barra de chocolate y tiró todo el papel en la vereda. Los chicles que no les gustaban los escupían sobre el cordón. Los más chicos ya ostentaban la cara manchada de chocolate y el azúcar de los caramelos. Se habían enchastrado hasta la ropa con las sobras de chocolate. Seguimos caminando hasta llegar a la peatonal principal. El paseo se había con- vertido en un desmadre. Los más chicos, como Pablo y Martín se colgaban de los bancos, se daban con las zapati- llas. Escupían los caramelos y con los envoltorios, armaban pelotas que se las tiraban de un lado al otro. Andrea se col- gaba a caballito a los dos hasta arrancarles el pelo. Y ahí Nilda, que se daba cuenta que la situación se desbordaba, los agarró de los pelos y les lavó a los más chicos la cara en una fuente que había en el medio de la peatonal. Eran una mugre. En la segunda cuadra de la peatonal, unos reparti- dores de volante nos ofrecían películas estrenos para ir al cine. Aquí, aquí, estrenos, estrenos, decía un pibito con cara de eterno canillita. Las mejores películas de Hollywood, las películas con los mejores actores, con los mejores efectos especiales, aquí, aquí véngase nomás al Súper Cine San Martín. El mejor cine de la peatonal, el mejor cine de la Bristol, el mejor cine de la ciudad. Y fue Silvina la primera a agarrar un volante. Mira, papá, me dijo. Ves, hay como cinco películas, todas películas estreno. Primera Película, ET. Actuaba un pibito que hablaba inglés y un marciano. O un extraterrestre. No entendía bien la diferencia. Se me ha- 250
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