Important Announcement
PubHTML5 Scheduled Server Maintenance on (GMT) Sunday, June 26th, 2:00 am - 8:00 am.
PubHTML5 site will be inoperative during the times indicated!

Home Explore BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Published by Gunrag Sigh, 2021-04-22 00:23:05

Description: BUSCANDO A MORIA - BRUNO DE SANTIS

Search

Read the Text Version

dije sin ímpetu al hombre y con ánimo de irme. Me hace una promesa, don. Diga, qué necesita. Si cuando vuelve me cuenta un poco de la película esa, la del gordo y el flaco, que si no la veo al menos que me la cuente alguien. Y del cine, si se puede don, cuénteme que tal son los cines de Mar del Plata. Ya estaba de vuelta en la ruta. A pesar de que Nilda se- guía sin convencerse de que debíamos cumplir con llegar a nuestro destino. Y que se convenciera que en el viaje miles de imprevistos nos podían ocurrir y que cientos de historias que nos iban a contar nos atraparían. Como el caso del cri- men de la chica de 23 años. Pero en el fondo nosotros no podíamos corrernos de nuestro objetivo. No éramos de Chascomús, no éramos fanáticos de la laguna ni del agua dulce. No éramos de Dolores, no queríamos participar de la cooperativa de trabajadores rurales. Justo yo, que deseaba más que nada en el mundo de abandonar mi pueblo tan pe- queño, donde casi todo era rural antes que urbano. No puedo olvidarme de esa chica, dijo Nilda. Yo tampoco, ojalá se haga justicia, repliqué. Pero tenemos que seguir. No nos queda otra que seguir. Aceleré un poco más el rastro- jero. Debía ir encima de los sesenta kilómetros por hora. El paisaje nos ofrecía la misma llanura desde que salimos de casa. No había montañas, sierras, ni ríos considerables que hicieran serpenteante nuestro trayecto. Nos acompaña siempre esta pampa chata. De lejos, llegué a ver el famoso letrero verde, con letras blancas y resplandecientes. Las Ar- mas, a cincuenta kilómetros. Mar del Plata, a ciento cin- cuenta. 151



11. Una devolución a la cátedra La casa de mi hijo Eduardo me queda a solo cuatro cua- dras. Cuatro de mis ocho hijos viven en la zona de Punta Mogotes. Eduardo, Silvina, Pedro y Andrea. Los otros vi- ven medio diseminados. Ricardo, vive en el centro. Lo mismo que Pablo. Margarita vive en Parque Camet. Y me falta Martín que vive en la zona de La Perla. Estoy yendo a la casa de mi hijo Eduardo porque parece que Agustín tuvo un altercado con la profesora de la materia esa, la de la ex- posición del texto con la actriz porno. Y quiero que me cuente un poco. Al punto que me intriga las opiniones de esta profesora universitaria. El día está muy lluvioso y como ellos viven a una cuadra del mar, me llevo un piloto porque el viento me destruirá el paraguas. Llego a la hora del almuerzo. Es día domingo así que mi nuera Alicia pre- paró unos ravioles, con ayuda de Eduardo que también le gusta cocinar. Es extraño que un día domingo vaya cami- nando solo, que no venga Gloria a comer a casa de mi hijo. Me dijo que le dolía un poco la panza. Pero yo sé bien que es una excusa. Que en verdad no le duele nada. Lo que no quiere es venir, porque no es muy adepta a mis programas familiares. Entonces cuando ella me dice, Américo, me duele un poco la panza yo no le digo nada. Entre los dos entendemos que los planes del domingo no tienen por qué ser juntos. Es que en verdad ella es una compañera, más que nada. Es una compañera en la etapa de mi vida donde ya no estoy para andar detrás de planes familiares grandilocuen- tes. Por tanto, cuando ella decide juntarse con sus sobrinos 153

a veces voy y a veces no. Me quedo mirando una película, como se quedó ella en este momento. En fin, que lo disfrute. Salgo de casa y es un aguacero. Hace rato que no llovía así en la ciudad. Por lo menos unos meses. Espero en la puerta unos cinco minutos para que afloje la lluvia. Se está haciendo tarde. Así que salgo con el piloto trasparente que tengo. Las cuatro cuadras a la casa de mi hijo son un calva- rio. Justo se le ocurre parar a la lluvia al momento en que entro en la casa de mi hijo. Me recrimina que no lo haya llamado y me pasaba a buscar. Ni que estuviera en silla de ruedas. Además, para mí el único medio de trasporte con- cebible hacia la casa de mi hijo son mis dos patas. Porque nada justifica sacar el auto por esas míseras cuadras de dis- tancia. Y, por cierto, yo tengo mis años, mis achaques pero si hay algo que me gusta es caminar. Antes de que sirvan la mesa, subo al cuarto de Agustín. Esta medio dormido porque me dijo que se levantó a las once y media. Quería que me cuentes un poco esta charla que tuviste con la profesora de la facultad, Agustín. No es nada relevante, me dijo y sonaba poco creíble. Dale, con- tame. Si tuviste la desinhibición de mostrarme el texto que no querías que lo leyera ni tu papá ni tu mamá. Que tiene de malo. Ok, ok, bueno no sé bien por dónde empezar. En verdad fui por una devolución que quería hacer. Creo que es lo mínimo que se merece alguien que se esforzó y se sacó un diez en la materia. En ese sentido, no tuve problemas. Tuvo la mejor predisposición, la profe. Lo que sucedió es más o menos lo que yo te dije. Que comprendiera que para mí esa actriz porno es mucho más que una mercancía. Que en verdad es un fetiche para mí. Y lo que escribí no es desde mi óptica objetiva, por así decir. Que esa actriz me volvía 154

loco, aun hoy me sigue volviendo loco. Por eso la puse a ella en el texto. Me lo imaginaba Agustín, dijo ella, pero lo que importa no es lo que sentías, sino lo que escribiste, cómo te animaste a escribirlo. Por eso la calificación. Pero yo estoy arrepentido de lo que escribí, le aclaré. Creo que ni siquiera fue bueno. Eso quiero decir. Fue una excusa para aprobar. Porque yo no creo que una actriz porno es una mer- cancía y punto. Es más, ni siquiera estoy de acuerdo con el texto. Hay un punto en que quiero dejar en claro mi postura. El porno nunca va a dejar de existir, el porno y figuras porno como el caso de Lisa Ann. Es más, creo que hay más porno que nunca. El planteo de esta cátedra es una utopía, eso quiero decir. Es un planteo sectario. Porque es como inten- tar ver al hombre en su mayor estado de perfectibilidad, que el hombre abandone el consumo de mercancías y, por ende, de las mercancías pornográficas. Yo lo veo al hombre como débil en este sentido. Tal vez el porno nos desnuda a los hombres como seres débiles. ¿Ustedes no se preguntaron por qué el mundo porno es mucho más amplio y preparado para los hombres que para las mujeres? Quizás haya más mundo porno femenino dentro de veinte años, me encanta- ría. Pero hoy el mundo porno es muchísimo más común en- tre los hombres que entre las mujeres. No sé, me costaría imaginarme a un grupo de mujeres, por ejemplo, juntarse a hablar de porno como lo podemos hacer nosotros. Tal vez todo esto está cambiando ahora mismo, mientras hablamos del tema. Tal vez en un futuro cercano las estrellas porno sean hombres y no mujeres. Tal vez los hombres pasen a la escena protagónica en el mundo del porno, adaptado en este caso a un público femenino que pida a gritos la presencia de actores estelares. Tal vez se invierta el rol. O al menos 155

se equipare entre mujeres y hombres. Es como que hay una desigualdad de género en este rubro que deja al hombre con pocas expectativas de progresar en la industria. Salvo con- tadas ocasiones, su cachet es siempre bajo. Algunas veces es diez veces más bajo que el de una actriz que se ha ganado el estrellato. A veces veinte veces menos. Al actor porno se le piden cosas todavía más básicas que las que le pueden pedir a una actriz. Sí, abuelo. Aunque no lo creas. Vos te preguntarás, si el porno, en términos cinematográficos, no requiere más que un guion simplista que sirve más de re- lleno para la acción. No quiero interrumpir a Agustín, por- que me gusta este argumento que me trae a colación. Podría darle mis opiniones y mis matices sobre todo esto que dice. No se lo digo pero mi cabeza está haciendo una especie de grabación. Para mi borrador, aclaro. Pero no para que la grabación que tengo en mi mente se desgrave así casi como una copia y pegue del material desgravado. Sino por la can- tidad de cosas que se me vienen a la mente cuando lo escu- cho. La cantidad de situaciones que estoy recordando y que no veo la hora de volcarlas en el borrador. Abuelo, ¿me es- tás escuchando? Sí, sí, perdón. Se hizo evidente que estaba más en mi borrador que en el relato de Agustín. Todavía no le conté que estoy escribiendo este borrador. Me da un poco de vergüenza. No por el tema, sino por la posición social que ocupo. No soy universitario, como Agustín. Y todavía tengo mis dudas sobre mis dotes como escritor, si es que me podría etiquetar bajo el manto de esa palabra. Abuelo, ¿sa- bías que hay actores porno que se les piden inclusive que no hablen? No, no lo sabía. Imaginate vos siendo actor porno. Te llaman para actuar en una película. Suponete que tenés algo de experiencia y filmaste dos o tres películas. No 156

mucho más. Te van a pedir algunos requisitos: el test de VIH actualizado, que mantengas una dieta balanceada en los días previos a las filmaciones, una rutina de ejercicios físicos porque tenés que tener tu cuerpo en forma. Y te di- cen lo siguiente al llegar a los estudios de grabaciones: che, pibe. Vos sí, vos. No te hagas el boludo que tenés que cubrir una jornada con varias escenas. ¿Qué hacés en ese rincón boludeando con tu celular? Mirá que si no llamamos a los otros que están en espera. Entonces vos como actor sin grandes aspiraciones, ya entrás en la senda de la sumisión. Y te dan las instrucciones. Acordate que en el guion se de- talla claramente. Vos casi no tenés que hablar, pibe. Primera escena: tenés que dejar que aparezca ella y se arrodille. Te la empieza a chupar. Dejala a ella que vaya llevando las se- cuencias. Ella ya sabe cuándo cortamos con cada escena. Seguila pibe, seguila. No te cortes solo. Y así con cada es- cena. Lo único que tenés que hacer es gemir, demostrarle al público que estás gozando de lo lindo, pero para eso no hace falta mucha práctica, pibe. No me boludees. ¿Me vas a decir que no te gusta? Como mucho, tenés que manejar tu desinhibición en la cámara. Algo de eso ya sabés. En tu cu- rrículum dice que hiciste otras películas. ¿Te creíste acaso que con el porno podías llegar a algo grande? ¿Qué pensa- bas, que ibas a ganar el Oscar? Te confundiste, pibe. ¿No ves lo que son los guiones de las películas porno? De lo más sencillo y superficial. Vale más tu pito que tus palabras, ¿me entendés? Y con el pito no vas a llegar muy lejos. Ahora viene, la segunda escena. Acordate que en esta se te suma el segundo pibe. Sí, el portorriqueño ese, que esta bo- ludeando al igual que vos. Ese todavía es más pánfilo, ni siquiera tiene ambiciones, pero como la tiene muy grande 157

lo contratamos. La tiene más grande que vos, pibe. Acep- talo. No quiero quilombos de egos acá. Entonces, abuelo, el portorriqueño se acerca a vos y el asistente del director si- gue con los dos, dando instrucciones. Muchachos, ya saben cómo es la segunda escena. Se me acercan los dos a ella. Dejen que ella maneje las secuencias. No se les ocurra decir ninguna boludez, ¿eh? A ver si me terminan cagando la es- cena. Además, Jennifer, Cindy, Jenna o quien fuera es muy quisquillosa y no le gusta que hagan nada fuera del guion. Así que me la siguen a ella en todo momento. Nos costó una barbaridad contratarla y convencerla de actuar con ustedes, a quienes no conoce. No les quiero decir nada, pero no le cae en gracia actuar con latinos. Un portorriqueño. Un ar- gentino. Son lo mismo. Un rejunte de razas peligrosas. La tercera escena la dejamos para dos días después. Pero vas a tener que seguir las pautas: ejercicio físico, nada de relacio- nes sexuales, dieta balaceada con las comidas permitidas, y a no joder. Que si sale algo mal tenemos al resto de los ac- tores que los suplantan con un llamado telefónico. No me jodan. Vos sobre todo, que sos argentino y los argentinos tienen fama de quilomberos, que no respetan las reglas, que siempre se quieren cortar solos, que siempre se hacen los gallitos de riña. Mira que esto es Estados Unidos, pibe. Acá te pasas de piola y te rajamos. You are fired, ¿te suena? Es- tás despedido. Eso es muy frecuente aquí. El portorriqueño es más sumiso, pibe. Encima la tiene más grande que vos. Abuelo, te preguntarás como seguiría tu hipotético de- rrotero. Llega el segundo día de grabaciones. Sigue enton- ces el apático asistente del director: tenés que estar tem- prano para que cotejemos que seguiste con las indicaciones. Nada de alcohol, nada de drogas ni sexo. Es la vida de un 158

obispo de setenta años la que tenés que hacer antes de fil- mar, pibe. Acá no se jode. Acordate que en esta escena, son tres. Vos, el portorriqueño y el mexicano. Como sabrás, el mexicano es el único de los dos actores que va a hablar. Porque es el supuesto dueño de la casa donde se filman las escenas. Pero no te ilusiones mucho si querés llegar a tener su lugar. Solo dice un par de comentarios, no mucho más. Siempre la que manejan la cuestión son las dos actrices que entran en la escena. Más que nada la que hizo las anteriores escenas, porque es la más conocida. La otra actriz es más pendeja y está más o menos parecida a tu situación. Nada más que a ella no nos queda otra que pagarle cinco veces más que a vos. Por razones obvias, pibe. Es un camión de mina que promete mucho más que un actor porno que anda de busca por la vida. Lo más probable que termines de em- pleado de maestranza en una estación de trenes antes que te conviertas en una estrella de este rubro, pibe. Eso pasa solo con las mujeres. Algún que otro actor es aclamado entre mi- les y miles que filman y terminan yéndose. Terminan el úl- timo día de grabaciones. Has quedado extenuado. Ya no te- nés ganas de tener sexo con nadie. El sexo es hastío, explo- tación física, alienación constante, falta de creatividad. Te- nés ganas de comer, beber, hacer otras tantas cosas pero es- tás podrido del sexo. Qué me falta de todo esto, te pregun- tarás, abuelo. Los términos del contrato. Bien, el departa- mento de cobranzas de la productora te da una mala noticia. Es la noticia de siempre pero en este derrotero siempre cae como mala noticia. El pago es con cheque a sesenta días después del cierre de los rodajes. A todo esto, te enterás que tienen que hacer el descuento al sindicato de actores. Sindi- cato que vaya a ver en qué momento te represente, te afilia, 159

porque vos sos un actor amateur, sin grandes virtudes, sin talento, un busca que anda viendo si puede encontrarle pla- cer a los trabajos que se te han ofrecido últimamente. Se hace un silencio. Sigo asintiendo con la cabeza. Cam- biando de tema, Agustín, quiero saber cuál fue la respuesta de la profesora. Ella me dijo que me volvía a felicitar. Que no quería un alumno consecuente con sus ideas. Que no es- taba de acuerdo con algunas ideas pero le gustaba mi estilo rupturista. A tal punto que me ofreció que vaya como oyente y que evaluara si me gustaba ir a la cátedra para in- vestigar, dar clases. Qué espectacular, Agustín. Mira como terminan siendo las cosas. Escribís un texto, le pedís una devolución a la docente y te ofrece trabajo. Y eso que se bancó tus críticas. Otra profe te manda a la mierda. Inte- rrumpe mi nuera cuando nos llama porque el almuerzo está listo. Mientras Agustín anuncia que la profesora le ofreció dar clases en la materia que cursó, yo empiezo a probar los ravioles y a entrar virtualmente en mi mundo. Todavía sigo con la cabeza en lo último que escribí en el borrador. A re- cordar el momento en que nos fuimos de Dolores. En el mo- mento en que salimos y Nilda se puso a llorar. Me emocionó la historia de Dolores, algo así me había dicho. Pareciera que pelea más que la propia familia de la chica muerta. Le prometí que cuando volviéramos, además de sumarnos a las milicias vamos a darle el apoyo que necesite para el escla- recimiento del crimen. Me pregunto ahora, tantos años des- pués que estoy aquí, en una mesa dominical, qué tipo de ayuda le podíamos brindar una familia pobretona como no- sotros, manejando un rastrojero con nueve personas a bordo. Creo que ese es un perfil que extraño de Nilda y con Gloria no me pasa. Nilda era más crédula, pero tenía esa 160

generosidad donde no cabían reparos. A mí, en cambio, me daba más vuelta en la cabeza que no sabía si podía devolver todas esas promesas que recolecté al salir de viaje. Y digo que recolecté, porque no fue algo deliberadamente mío. Desde las postales del mecánico hasta el pedido de afiliar- nos al partido político de los trabajadores rurales. Sucede que nunca más volví a mi pueblo. Recuerdo pocas veces haber pasado por Dolores, pero toda esta historia del partido político y del crimen de la chica no estuvieron presentes en estos momentos. Es un enigma que habrá pasado con ese crimen. Si se habrá hecho justicia, si habrán encontrado a los culpables o sigue la marea de los casos impunes. Vuelvo a casa. Esta vez sucede lo contrario a lo que pasó al mediodía. La lluvia se aparece con toda furia cuando es- toy entrando por la puerta principal de mi casa. Gloria está mirando una serie. Creo que es la serie esa que trata sobre las aristocracias inglesas, en la que aparecen todas las mu- jeres con esos vestidos largos y los hombres con esos trajes que sonarían ridículos en este siglo veintiuno. A ella le en- cantan este tipo de series. Yo a veces me prendo, pero soy de los que se quedan dormidos a la media hora. Y al día siguiente solo le pido que me cuente el desenlace del capí- tulo en que me dormí y listo. No es que me muero por vol- ver a verlo. Porque esta serie, por ejemplo, todo es muy lento y a veces siento que en diez capítulos se podrían resu- mir en uno o dos. No es la misma sensación que me queda cuando soy yo el que elige una serie. Gloria me invita a sentarme. Sentate que se puso buena, me invita. Inclusive está medio en el momento del sus- penso. Eso me lo aclara como para que me resigne a lan- 161

zarme en el sofá junto a ella. Pero otros menesteres me in- vitan a llevar a cabo otro plan. No tengo ganas, Gloria, no te ofendas. Me meto un poco en la computadora. Es que tengo ganas de agarrar el borrador, porque mañana tengo una reunión de nuevo con la gente del café literario. Y esta vez quiero ir preparado. Así que enciendo la computadora y abro el texto. Lo reviso. Hago un repaso completo de todo esto que le incorporé luego del traspié en el café literario. Moria en la televisión. Moria con su programa, llevando a la cama a los invitados. Mi necesidad de dejar el pueblo. Moria como excusa para dejar mi pueblo. El gallinero de pollos como demostración de mi inconformismo, de mi po- breza. Ya le he dado otro sentido al borrador. Tiene otro color. Pero me preocupan otras cosas. Cosas que no he in- cluido en este borrador, por cierto. Pero que quiero incluir. Sobre los pormenores de la gente que me crucé antes de lle- gar a Mar del Plata. Me meto en google. La curiosidad sobre ese crimen me volvió a aparecer. A pesar de que haya pa- sado tantos años, a pesar de que haya pasado eso que los viajantes nos advertían. Cuando conozcas Mar del Plata todo tu pasado quedará congelado, te olvidaras de todas tus penas y sufrimientos que traías de tu lugar de origen. No quiero adelantarme a agregar todo eso en el borrador. Pero algo así fue lo que pasó. Que la llegada a Mar del Plata me hizo olvidarme de mi pueblo, de las peripecias del viaje, de todo lo que traía a cuestas. A mí y a Nilda. A los nueve. Ahora que la ciudad ha dejado de ser una sorpresa, ahora que Mar del Plata es parte de mi rutina desde hace muchos años, puedo darme el lujo de revisar las estelas que dejé en ese viaje. No tengo datos para averiguar sobre el crimen de 162

Dolores. Si ni siquiera recuerdo el nombre de la chica vio- lada y asesinada. Pero si el de Dolores, claro. Pongo las si- guientes palabras en el buscador: Dolores, partido argentino de los trabajadores rurales. Me salen varias cosas. Entro al primer link. Es otra Dolores. No tiene nada que ver con la que conocimos en ese viaje porque me acuerdo perfecta- mente la cara. El segundo link no me aparece nada. Me re- signo. Me resigno a poner algo en el borrador que pueda decir algo más del encuentro con Dolores en esas horas que estuvimos en la manifestación. Al final de la página hay un último link. Dolores Estigarribia, figura como una de las mujeres caídas en la toma del cuartel de La Tablada. Es ella. Porque hay una imagen aterradora. Pero no es una noticia, sino una especie de texto académico que trabaja sobre los muertos en el famoso asalto de La Tablada, en enero de 1989. Si no me equivoco, fue el último levantamiento gue- rrillero que sucedió en Argentina. Cuatro años después de nuestro encuentro con ella, en la ciudad que no le causaba ningún tipo de orgullo, como había dicho. Quiero leer un poco más sobre Dolores Estigarribia. Según dice el texto, fue una de las primeras en entrar al cuartel del Regimiento de Infantería Mecanizado. Parece que ella junto a diez miembros de la organización guerrillera ocuparon el cuartel y asesinaron a tres suboficiales. Llama la atención el coraje de Dolores, al ser una de las pocas mujeres que lideró esa facción de la organización que asaltó el cuartel. Creo que voy leyendo el texto y me suena su voz. Su convincente voz. Dice el texto: el Movimiento Todos por la Patria suponía que una vez que el copamiento a La Tablada sea un hecho, entonces las masas obreras se sumarían a una revolución popular contra el gobierno del Dr. Raúl Alfonsín al mejor 163

estilo de la revolución sandinista, como en Nicaragua. La respuesta del ejército argentino frente a este acontenci- miento fue violenta y directa, sin dar ningún espacio a la negociación. Inclusive hubo graves violaciones a los dere- chos humanos cuando la facción subversiva se dio por ren- dida. Entre los 32 muertos figuran Dolores Estigarribia. Se supo, según el expediente judicial que tomó la causa de los asesinatos, que Dolores recibió cinco tiros en la zona del abdomen. Y que, según consta en la autopsia a la que acce- dió la fiscalía encargada del caso, recibió golpes y mutila- ciones una vez muerta. Nunca me hubiese imaginado este desenlace de Dolores. Nunca hubiese imaginado que la chica que nos ayudó a en- cender el rastrojero comandara parte del copamiento a La Tablada. ¿Qué hubiese sido de nuestro porvenir si la ciudad de Mar del Plata no estaba en nuestros planes? ¿Nos hubié- semos metido en esa cooperativa? ¿En ese partido político? Seguro que nada. Porque tampoco me imagino a Nilda en ese momento. Sumándose al copamiento de La Tablada. Tampoco vamos a decir que de buenas a primeras Nilda po- día convertirse en una guerrillera guevarista. Bastante lejos de eso. Apago la computadora. Me siento al lado de Gloria, que sigue viendo la serie de los personajes decimonónicos de Inglaterra. Fijate, Américo, ella se entera que está embara- zada al mismo momento que recibe una carta notificándole la muerte de su marido caído en la guerra. Qué triste era el mundo de antes, dice y concuerdo. Lo mismo que a Dolo- res. Cayó en combate. Pero al revés porque ella es la que muere en La Tablada. Y vaya a saber si tenía marido. Yo creo que ni le habrá interesado. Vaya a saber si tendría la 164

predisposición de esperar pasivamente que el marido vol- viera vivo de la guerra. Por qué no creer que el marido o el novio sea otro de los guerrilleros caídos en combate. Me imagino a su pareja, agarrando los fusiles, harto convencido por las tácticas guerrilleras que ella ha perpetrado, entrando con la misma vehemencia que ella en las puertas del cuartel. Tirando abajo el portón de entrada, como decía en el texto y darle a la ametralladora. Traa-tra-tra-tra-tra sin asco, a los oficiales de la entrada, a los milicos que están dentro del cuartel, a todo aquel que vistiera una vestimenta castrense. Es totalmente imaginable una situación así. Cómo han cam- biado los tiempos. Por ahí, esto de la muerte en combate en la serie es lo que evita que me quede dormido en el sofá y me prenda con la serie. Creo que la voy a seguir viendo. Creo que me voy a ver todos los capítulos de aquí en ade- lante. Son cerca de las once de la noche y Gloria, como es de poco comer, se contenta con una fruta que hay en la he- ladera. Yo me caliento en el microondas las sobras de los ravioles a la boloñesa que sobraron del almuerzo. Ando con bastante sueño. Gloria se acurruca al lado mío. No tenemos sexo pero al menos estamos así, relajando en el sofá antes de dormirnos. Mañana vuelvo al café literario y tengo cier- tas expectativas. Porque hice un giro importante en el bo- rrador. Esta vez estoy seguro. A veces para lanzarte a escri- bir algo bueno hay que aceptar que son las cosas que nos movilizan las que nos dan originalidad para escribir. Y sino termino de convencerme, el caso de Agustín es el más feha- ciente de todos. Es como que puso el cuerpo, sus contradic- ciones, sus asuntos irresueltos para lanzarse a escribir el texto del capitalismo y la actriz porno. Yo también coincido 165

con él. Veo difícil que ese tipo de pornografía deje de exis- tir. A pesar de todos estos avances culturales, hay algo que no me convence a que vaya a cambiar en el futuro. Que es esa especie de seducción que me despertó Moria a mí. Ese poder que tenía de mostrarse tan atrapante con la audiencia. Eso mismo que sentíamos todos los hombres que nos agol- parnos en la estación de servicio y que nos agarró de sor- presa, Moria llevando a un invitado a la cama. Ese juego con la audiencia de ofrecer su cuerpo y de manejar una es- cena erótica con tanta facilidad, con tanto profesionalismo. Si tomo las palabras de Agustín haciéndole esa devolución a la profesora, entonces puedo concluir que Moria tenía un poder inquebrantable sobre mí. Sin Moria, no hubiese ha- bido Mar del Plata. Sin Moria quizás ni hubiese puesto en reparaciones al rastrojero. Sin Moria no le hubiese dado tanto lugar a la insistencia de Silvina de querer conocer las propiedades del mar. Yo no creo que nada de eso cambie. Como dice Agustín, hacer desaparecer esa forma de seduc- ción es una utopía. Es más, lo veo tan utópico como al plan- teo de Dolores de querer que las milicias rurales superen a las milicias obreras, en un país en donde la mayoría de la población vive en grandes ciudades. Y es que la ciudad es el centro de la seducción. Es un lugar que te atrapa y del que pocos quieren salir. Hace poco tiempo una pareja de amigos de Gloria hizo el camino inverso al que yo hice tantos años atrás. Vivían acá cerca del Parque San Martín, en un chalet de piedra. Resulta que los hijos ya vivían cada uno en sus casas y la casa les quedó grande. Fue así que vendieron la casa y se fueron a vivir a un campo que compraron, cerquita de la ciudad de Balcarce. Se los ve felices, muy contentos con una vida donde no hay gran ciudad que los hastíe. Sin 166

embargo, son contados los casos que siguen esta tendencia. Más bien se podría decir que la gente abandona el campo, los pueblitos y se va a vivir a la ciudad. Porque en la ciudad están los trabajos mejores pagos, los comercios, los restau- rantes, los bares, las calles, los semáforos, los edificios. Es como que el pueblerino al llegar a la ciudad se deslumbra. Se maravilla. No deja de mirar para arriba, tratando de adi- vinar la altura de los edificios, de dónde están colgados los carteles, las marquesinas, de dónde salen las luces, dónde terminan las avenidas, a qué velocidad pueden llegar los au- tomóviles, de dónde salen volando los aviones, quienes son los próceres que aparecen en los monumentos. De dónde salen esas hordas de personas que caminan en las peatona- les. Hacia dónde van y hacia dónde viene tanta gente. Esto es lo que quiero agregar en el borrador. Esto es lo que le quiero manifestar a la gente del café literario. Y de Moria, claro está. Sin Moria este borrador no sería lo mismo. 167



12. Hoy no abundan escritores El café literario arranca a las ocho de la noche. Me gusta mucho más ese horario que del sábado a la mañana. Es como que de nochecita me vuelvo más reflexivo. Inclusive este borrador lo estoy escribiendo más de noche que de día. Gloria se queja porque dice que mi vida es parecida a la vida de un murciélago. Que duermo de día. Eso es cierto. Me levanto nunca antes de las diez de la mañana, salvo los días que ayudo a Oscar en el balneario. Y cuando me pongo a escribir el borrador me suelo acostar a las dos o tres de la mañana. No hay nada que me genere más concentración que el silencio de la noche. Y de los ruiditos minúsculos que se hacen oír cerca de la medianoche. Por ejemplo, el sonido del motor de la heladera. El ruido de algún que otro auto que pasa por la puerta de casa. Hasta el ruido que genera el disco duro de la computadora. Me tomo el colectivo y me bajo en el Torreón del Monje. Quiero volver a caminar esas cuadras en donde las olas gol- pean contra las rocas. Estoy tratando de repetir el momento en que me enfurecí con el café literario. Sucede que hoy estoy dispuesto a hacer las paces. Sabiendo que mi borrador tiene otro punto de vista, tiene otro color. Aunque me da miedo porque es casi seguro que se van a sumar más perso- nas al curso. Seguro que en estos días que yo no vine se sumaron más personas, más jóvenes con esas ideas tan in- novadoras. Me imagino la cara de los detractores, tirán- dome por la borda mi borrador mejorado. Ahora se van a venir con la excusa de que el mío es un intento de aseme- 169

jarme a la literatura de Ernest Hemingway, con esta insis- tencia a relatar sobre las experiencias de un hombre con el mar, en la pesca de peces y tiburones salvajes. Y que un marplatense tiene todas las de perder frente a las experien- cias de un escritor que es yankie pero se ha vuelto caribeño. Y entonces, cómo me paro frente a un escritor caribeño que sabe de mares turquesas, que se mete al agua del mar dos o tres veces al día, no como un marplatense como yo que, a decir verdad, se mete al agua solo en el verano y un ratito nomás porque el agua de aquí es fría. No sé si estoy del todo preparado para ingresar en este instante al café literario. Me quedo a la altura del Hotel Pro- vincial. Es una magnífica edificación. Suele ser de las pos- tales típicas de la ciudad. El Hotel Provincial, el Casino y la escalinata de la rambla donde está el monumento de los dos lobos marinos. Pues sí, aquí el emblema de Mar del Plata son los lobos marinos. Tengo entendido que cuando la cui- dad era un caserío de pescadores, habitaban muchos lobos marinos por la costa. Por eso el monumento. Me siento al lado de uno de los lobos marinos de cemento. Me quedó oyendo el ruido incesante del mar. A esta altura del año to- davía se siente el frío. El verano en Mar del Plata es corto. Son los tres meses de verano que hace realmente calor. El otoño y el invierno suele tener bajas temperaturas. Bastante más bajas que en la Capital Federal. Apoyo la cabeza en uno de los lobos marinos. Así me quedo con la visual del mar y de la ciudad a la vez. Como es día de semana se ve poco movimiento. Se ve el cartel luminoso al final del mue- lle. Se ven como los edificios bajan de altura a medida que estiro mi vista hacia la zona norte de la ciudad. 170

Ingreso a la confitería donde nos encontramos siempre. Le pregunto al mozo si lo vio al coordinador. No vino nadie, me dice. Qué extraño. Llegué unos minutos tarde y todavía no llegó nadie. Me pido un café cortado. Todavía es muy temprano para cenar. Justo cuando me traen el café se apa- rece el coordinador del café literario. Hola Américo, me sa- luda Esteban, el coordinador. Qué pasó con el resto de los participantes, pregunto ante todo. Bueno, se ve que lenta- mente fueron desertando. Qué paso con el que quería escri- bir policiales, vuelvo a insistir. Ah, en realidad quería, me parece, dice Esteban. Fue un intento fallido el de ese chico. Decía que quería escribir policiales, que tenía un argumento estremecedor pero nunca me trajo más de una o dos hojas. Te soy sincero, ese chico no tiene interés en la literatura. Tal vez como crítico literario. Aunque tampoco le veo mucha veta en eso. Hay mucha gente que se pasea por cafés y talleres literarios y no son muy productores que digamos. El caso de este chico es medio así. A este café literario vino por lo menos cuatro veces. La tiene con que quiere escribir un policial por lo menos hace unos tres años. Que quiere una historia con sangre, gente acuchillada, triturada. Siempre me habla loas de una supuesta ciudad sitiada por la violencia. Por la violencia del narcotráfico, por la vio- lencia de la inseguridad. Yo se la sigo, qué querés que te diga. Pero a veces me saca de las casillas. Es como que la producción de dos o tres párrafos es un esfuerzo imperioso. Y te voy a decir algo, Américo, se promulga Esteban. Vos tenés varios años más que yo y hay una máxima oculta en los cafés y los talleres literarios. Si no te sale no te sale, hombre. Qué dar tantas vueltas, se sincera Esteban con ade- manes de pesimismo. Yo le tengo paciencia porque es un 171

alumno, es alguien que viene con buena predisposición y paga cada clase. Pero si estás meses para escribir unos pá- rrafos, la literatura no es lo tuyo. El escritor tiene que tener visceralidad, verborragia a la hora de escribir. No tiene que salirle la escritura producto de una armoniosa convivencia consigo mismo. La escritura sale cuando uno también se contradice, se retuerce. ¿A vos te pasa eso?, me pregunta a modo de prueba. Puede ser, no estoy del todo seguro. Qué pena, me responde. Hay unos segundos de silencio. De- vuelta esa fea e insistente sensación del café literario en- vuelto en un silencio. Son unos segundos que dura esa sen- sación horrible que me hace recordar que la escritura es un emprendimiento utópico para una persona como yo. Pero me relajo cuando doy cuenta que Esteban me está probando. Esta vez tengo armas con las cuales arremeter. Tengo he- rramientas y defensas bien elaboradas para iniciar mi espe- rada réplica. Le doy una respuesta rápida. Sí, sí, claro. Va- rias cosas me pasaron estas últimas semanas. Varios replan- teos. Lo primero que te puedo decir es que no me siento escritor, pero son reiteradas las veces que me pongo a escri- bir y no puedo parar. Por eso estoy aquí. Quiero encontrar la posibilidad de que este borrador tome otro sentido. Para cambiar un poco de tema, le pregunto de la chica que tenía ese drama en las montañas, ¿qué pasó con ella? No viene más, responde categóricamente. Ella es otra que se bajó. Pa- rece que quiere hacer el trabajo con una editorial directa- mente. Me comentó como que quiere hacer una inversión fuerte, va a poner dinero para distribuir su libro en las libre- rías de la zona. Y cuando se meten las editoriales así tan directo, mi trabajo no sirve. Yo no tengo interés en trabajar 172

con editoriales, solo quiero coordinar este café, me dice Es- teban mientras el mozo le acerca un café con un tostado de jamón y queso. Para esa chica, la escritura siempre fue parte de un emprendimiento empresarial. Viene de una familia acaudalada. El padre es capo en el rubro de la exportación y también en el mundo de la construcción. Le sobra dinero para publicar un libro. Y ella es como que viene acá pero le cuesta desprenderse de ese perfil. No la juzgo, ¿viste? Yo solo veo que no encajamos. Tenemos una visión muy dife- rente de lo que es escribir. Para ella esto es el mundo de la producción, inversión, distribución, difusión, exposición, y así todo el tiempo. Te digo más Américo querido. No te voy andar con vueltas. Ella es mi ex novia. Estuvimos unos dos años juntos. Lo traté de manejar así como pude dentro del café literario, porque me insistió que quería intercambiar trabajos con la gente que venía acá. Imaginate que estas di- ferencias se metieron en asuntos de alcoba, me lo dice y larga una leve sonrisa. Yo soy un tipo que piensa medio al revés, por eso no había caso con ella. Yo tengo algo escrito hace tiempo que no tengo ganas de publicarlo. Y ella me insistía constantemente en que publique, que invierta en esa novela que para mí hay que darle también un golpe de ti- món. Hasta que esto terminó con la relación, entre otras co- sas, ¿no? Qué lástima, agrego. Pero ahora quiero volver a algo concreto, suelta Esteban. Lo que vos estás escribiendo. Es sobre Moria, arremeto esta vez. Es sobre mi pueblo de origen, la llegada de la televisión y su programa de televi- sión. El coordinador tiene otra expresión. Esta vez su cara no es forzada. Moria, me dice. Interesante. Decido arrancar con mi relato, entre los papeles que tengo. Se me mezclaron todos los papeles. Los capítulos que tengo armados están 173

sin orden. El capítulo uno debajo de todo, el cuatro en donde debería estar el segundo y viceversa. Los ordeno un poco. Tengo una especie de sinopsis. Me sirve como orientación. A Moria la conocí por primera vez en una estación de ser- vicio y me convencí de venir a conocer el mar. Y de paso podía conocer el teatro, donde ella prometía que iba a hacer varias funciones. Quería salir de la ficción que me proponía la televisión. Por eso me vine acá. Por eso nunca más volví al pueblo donde nací. Me duele decirlo un poco, pero nunca más quise volver. Yo trabajaba vendiendo pollos, sabés. Mientras hablo me emociono un poco. Lo noto a Esteban aún más compenetrado. Ya me di cuenta que la historia de mi borrador le interesa. Y la forma en que lo relato. Porque me he convertido en un buen orador desde que decidí incluir a Moria. Vos sabés lo que es la vida en un pueblo, le digo a Esteban. No tengo idea, me contesta evasivo. Soy marpla- tense de nacimiento. Siempre digo que los que buscan tran- quilidad en un pueblo se vayan pensando que es la única cualidad presente. Bueno, quizás soy un poco exagerado porque a mí nunca me gustó la vida de pueblo. Es donde nací y donde nunca volví. Hacías dos cuadras a la derecha y listo. Fin del pueblo. Pero si tu voluntad te llevaba a virar hacia la izquierda, con suerte la cosa cambiaba. Cuatro o cinco cuadras y listo. Fin de pueblo. De la calle principal yendo de punta a punta eran seis o siete cuadras. Creo que diciéndote siete cuadras estoy exagerando. Y todo lo que tenías que proveerte, no es como en el ciudad, como en el centro marplatense que encontrás todo a mano. Ferretería, a mano. Supermercado, a mano. Kiosco, ahí nomás. Y diversión. Me entendés lo que te digo, ¿Esteban? Divertirte. Ir al cine. Ir al teatro. Ir por unas cervezas. Participar de un 174

café literario, como este. ¿Qué tipo de café literario podes encontrar en un pueblo donde no existen los libros ni los lectores? Veo que Esteban me escucha y se compenetra cada vez más. Mi relato lo ha seducido. Y eso me alegra, porque entonces el borrador puede tener un buen destino. Y entonces sigo, estábamos en la diversión. En la gente divir- tiéndose en los bares, por ejemplo. Eso que tenemos aquí en la ciudad. Cuando caminas por alguna calle céntrica, por la peatonal, por el Boulevard Marítimo, que pasas por un bar. Y ves gente divirtiéndose, riéndose. Y seguís caminando, y encontrás otro bar más. Y la misma escena se repite. Gente divirtiéndose, riéndose, besándose, gritándose. Y antes de cruzar la calle, antes que el semáforo te interrumpa seguro que te cruzas con otro bar y con una serie de escenas que vuelven a repetirse. Y entonces, Esteban, por ahí cambia la locación, el estilo de los locales, los productos que venden. Pero los citadinos no saben que la ciudad es una constante propuesta a la diversión. Es como que en la ciudad uno se convierte en un niño, un niño que tiene muchos juguetes en su habitación y no sabe con cuál jugar. Pero vos eras pobre, Américo, agrega Esteban con astucia. Venir a la ciudad po- día bien haber sido invitarte a toda aquella diversión que no podías consumir. Yo no veo que todo el mundo tenga el di- nero para divertirse. No importa el dinero, le respondo ágil. No importa si sos rico o sos pobre. La riqueza o la pobreza solo definen tu espacio de diversión en la ciudad. Si sos rico, te vas a los lugares más coquetos a encontrar diversión. Si sos pobre, las bailantas populares dan mucho para hablar. Y siempre hay un lugar de mala muerte que puede ofrecer diversión al más desdichado. Siempre encontrás un rincon- 175

cito donde puedas ver una pelea de box, un clásico de pri- mera división, una calesita para tus pibes, una banqueta de un barcito que se caiga a pedazos pero que te trasmitan una película de acción. Y entonces, cómo se divertían en tu pue- blo, me pregunta cuál psicoanalista. Bueno, nos divertíamos sobre la base del aburrimiento. Eso es. De jugar con cosas elementales. De hablar de fulano, de mengano. Cualquier boludez que le pasaba a un tercero era excusa para comen- tarlo. Porque nos conocíamos todos. Y lo que cambió ese aburrimiento fue la televisión. La televisión que se instaló el dueño de la estación de servicio más cercana al pueblo. Nos íbamos con el rastrojero que tenía entonces hasta la es- tación solo para ver la televisión. Y nos quedábamos horas. Fue ahí a dónde la conocí. La vi por primera vez. Son las diez de la noche. Entre tanto trabajo con el coor- dinador del café literario, no pude probar un bocado. Le mando un mensajito a Gloria, a ver si quedó algo de sobra. De última, si no alcanza lo complemento con algo sencillo, un huevo cocido, alguna lata de atún, lo que sea. Pero como estoy contento quiero caminar cerca de la playa de noche. Como lo hice unas semanas antes, cuando salí despotri- cando del café literario. Vuelvo por la Avenida Peralta Ra- mos. Siento de nuevo el golpe de las olas sobre las rocas. Hoy el mar está más agresivo, a pesar de que salí hecho una seda del café. Así las cosas, terminó siendo que ninguno de aquellos que me criticaron el borrador siguió en el taller. ¿Será que no abundan escritores? Como sea, les debo un silencioso agradecimiento a aquellos que me criticaron. En vez de subirme al colectivo, decido tomarme un taxi. Le pido que en lo posible retorne por la Avenida Colón y que 176

baje directo por el Boulevard Marítimo hasta Punta Mogo- tes. Quiero llegar rápido y cómodo. Ya al estar en diciembre se ve más movimiento en la ciu- dad. Hay más gente caminando, hay algunos locales que cierran fuera de temporada y los están reacondicionando para antes que arranque el verano. Pienso en lo que charla- mos con el coordinador. La ciudad feliz lo será en los meses de verano. Empieza a ser feliz en estos momentos en que vienen las primeras masas de turistas. ¿Pero quién vive en “la feliz” durante todo el año? ¿Quién soporta los avatares del clima en pleno invierno? Solo nosotros, los marplaten- ses. Esto fue una novedad para mí, cuando me instalé en Mar del Plata aún sin saberlo del todo. Que tenía un in- vierno mucho más crudo que en mi pueblito, que en la pampa húmeda. Entro a casa. Gloria me espera para comer. Al final hizo un atún con papas al horno. Le agregó un poco cebolla, morrón y pimienta, como me gusta a mí. Termina- mos de comer y nos vamos a ver un rato la serie esta, de la aristocracia inglesa. Todo gira en este capítulo en torno a la tristeza que vive la mujer viuda, que ha recibido una carta de que su marido ha fallecido en combate. Le digo a Gloria que voy a ver un solo capítulo. Es porque el día siguiente me tengo que levantar temprano a darle una mano a Oscar con la puesta en valor del balneario. Me levanto a eso de las ocho de la mañana. Desayuno solo porque Gloria se levantará a eso de las nueve. Queda- mos a las ocho y media con Oscar. Nos encontramos en la confitería del balneario. Proyectamos el trabajo que queda hacer durante el día. Hoy es elemental que el tema de la pintura esté listo. Porque ya tuvimos que armar unas carpas para los primeros turistas que se anticiparon. En ese sentido, 177

Oscar es como yo. No se acostumbra que la temporada ini- cia a fines de noviembre y no el primero de enero. Medio como que nos quedamos con esa costumbre que la gente sale de vacaciones después del brindis de fin de año. Y la verdad es que la gente se toma vacaciones cuando puede, en las fechas más extrañas. Se perdió eso que existía antes que eran el mes de enero, febrero para los comerciantes y marzo para los jubilados. De hecho, ya tenemos cubiertas unas quince carpas. A los que vinieron los ubiqué donde la pintura está lista y les elegí las mejores lonas. Eso es el si- guiente paso que tenemos que dar cuando la pintura este lista. Las lonas de las carpas suelen desgastarse mucho. La mayoría no sobrevive las tres o cuatro temporadas. Noso- tros somos del gremio de los balnearios que las cambiamos con periodicidad. Porque si se quiere poner un buen precio, las lonas tienen que estar en buen estado. Solo queda darle una tercera mano de pintura a los postes de las carpas que están en las mejores ubicaciones. Ahí se ubicarán los clientes más exigentes. El tema de la pintura me lleva todo el día. Se hacen las cuatro de la tarde y ya tengo la tercera mano lista. Disfruto mucho de pintar los postes. Algo parecido a lo que me pasa con el borrador que estoy escribiendo. Antes de ir por las lonas, me siento con Oscar para hacer números, ya que él me lo pidió. Entro y me siento en una de las mesas. El comedor tiene alguna que otra mesa ocupada por turistas. Mirá Américo, que bien dan los números, me dice antes de que me siente. Ya tenemos para la primera semana de enero el ochenta por ciento de las carpas ocupadas. Viene bien la temporada. Pero la ver- dad es que es trabajo de todos, porque el balneario está muy bien mantenido. Es esfuerzo de todos, mío, tuyo, de los 178

guardavidas, de los chicos que trabajan dentro del comedor. Cuánto me alegro, le respondo a Oscar. Y entonces Oscar tuerce su vista al mar. Como si tuviese que ver al mar antes de decirme algo importante. Lo mismo hacía su papá Anto- nio. Cuando tenía que decir algo importante, miraba pri- mero al mar. Y después lanzaba su sentencia. Oscar, se vuelve hacia mí. Ojalá algún día tenga mi propio balneario, se sincera. Algún día se va a dar, le sugiero. Sos un buen administrador. Un buen administrador de lo que sea, de este balneario o de cualquier comercio, de un salón de fiestas, de un restaurant, o de algo más grande también por qué no. Pero es como que tengo mi tema con los balnearios, insiste. En realidad, con emprender algo que esté cerca del mar. Volvemos a la sala donde están las lonas de las carpas. Hay mucho olor a humedad. Son varias las que tenemos que cambiar ya que ningún parche improvisado sería bien visto por clientes exigentes. Descartamos unas quince lonas. Más las que deberemos comprar en concepto de repuesto. Pero a mí se me hizo tarde. Oscar suele quedarse hasta las ocho. Yo ya estoy viejo para trabajar a tiempo completo. Solo le doy una mano. Así que me despido de Oscar. Mi casa queda a solo siete, ocho cuadras. Voy caminando por la Avenida de los Trabajadores y después son cuatro para adentro. Re- cuerdo esto que me dijo Oscar, que tiene un no sé qué con los emprendimientos que están cerca del mar. Que tiene que ser cerca del mar. Me pregunto si Oscar, a pesar de no tener intenciones de ser escritor, tiene un borrador en la cabeza que nunca escribe pero es un efecto que lo chupa como un imán para nunca alejarse del todo del mar, la espuma y la arena. 179



13. Las Armas, la ley y el orden Por suerte en esta parte de la ruta había muchos más car- teles con indicaciones. Ya estábamos cerca de la localidad de Las Armas. Pero me desorientaba fácil, porque había un montón de indicaciones con ciudades que terminaban con la palabra “mar”. Había una que decía Pinamar, a ochenta kilómetros. Otra que decía Valeria del Mar, a una distancia más o menos parecida. Otra que decía Villa Gesell, que su- ponía que también debía haber mar allí y se ubicaba un poco más lejos que el resto. A Dolores le podríamos haber men- tido, le podríamos haber dicho que íbamos a Pinamar, a Va- leria del Mar o a Villa Gesell. Pero vaya a saber con qué nos hubiese salido, quizás esas localidades también eran te- rreno odiado por ella y su partido político. Era la primera vez en el viaje que el rastrojero me andaba tan bien. Sentía hasta que era un automóvil veloz. Avanzaba por mi carril pero sin sentir que los autos veloces y moder- nos me sacudían. El rastrojero lo sentía duro, poderoso. Solo se estaba presentando un problema. Que todavía me faltaban unos kilómetros para llegar a Las Armas y estaba anocheciendo. La segunda noche que teníamos que pasar y dormir en la ruta. Ya estábamos muy sucios. Teníamos que encontrar un lugar donde nos pudiésemos dar una suerte de ducha y aseo general. Éramos nueve personas y con el calor agobiante de diciembre que había levantado ese día, los olo- res se esparcían desde la caja hasta la cabina de la camio- neta. Con el apuro por evadirnos de Dolores, ni siquiera pu- dimos averiguar algún lugar dónde pasar la noche. Decidí meterme en la localidad de Las Armas. Si es una localidad 181

tan grande como Dolores, habrá de sobra un lugar donde podamos descansar. Si no llegábamos muy de noche, algún paisano nos podría ofrecer baño y un techo donde tirarnos a dormir. Por cierto, la manifestación en la plaza y las idas y vueltas con Dolores me estaban dando sueño. Estaba can- sado. Había que parar. Nilda, no doy más, me caigo del sueño le dije y se levantó enseguida. Américo, Américo, no te duermas en la ruta, ¿estás bien? Me preguntó. Sí, sí, estoy bien pero con sueño. Son muchos kilómetros Nilda, le dije mientras sentía que unos escarbadientes entre las pestañas era lo único que me podía mantener los ojos abiertos. Bajé la velocidad. Era totalmente de noche. Me fui hacia la ban- quina y encontré un camino de tierra. Paré a unos cincuenta metros de la ruta. Cerré los ojos. Atrás, en la caja dormían todos. Nilda solo se sobresaltó cuando le dije que me dor- mía, pero al apagar el motor su cabeza se inclinó y siguió durmiendo. Yo me quedé dormido a los segundos. Como sea, sucio, limpio, tenía que descansar y resultaba imposible seguir manejando de noche. Mar del Plata es lejos. Me dormí unos veinte minutos. La desperté a Nilda. Nilda, te- nemos que encontrar un lugar donde bañarnos. Somos una mugre. Me siento tanto olor a traspiración que ya no me dan ganas de dormir. Te sentís seguro para seguir, me preguntó. Creo que sí. Ese ratito que había dormido me dio fuerzas para seguir. Agarré devuelta la ruta. Estaba muy desierta. Encendí las luces. Apareció otro cartel verde con letreros blancos. Las Armas, a cinco kilómetros. Me desvié en la entrada al pueblo. Bienvenidos a Las Armas, decía un arco triunfal sobre la entrada principal. Tierra donde se respeta la ley y el orden. Resultó ser que Las Armas, con tanto nombre combativo, con tanto nombre 182

que hasta la mismísima Dolores le atraería, era casi tan chi- quito como mi pueblo natal. Empecé a dar vueltas en bús- queda un lugar donde pasar la noche, algo así como un club o una sociedad de fomento que tuviera vestuarios para cam- biarnos. Nótese, que mis recursos para llegar a la ciudad de Mar del Plata eran de lo más limitados. No necesito detallar que no nos alcanzaba para un hotel, ni una pensión siendo nueve personas. Dependía un poco de la generosidad de ha- bitantes de cada pueblo donde parara. Es normal que cuando uno viaja tenga todos estos improvistos calculados. Dónde hacer noche, la reserva del hotel, el costo, los tiem- pos del viaje, las paradas. Pero en ese viaje que inicié se volvió una súbita costumbre depender de terceros, de algún paisano que me encontraba, de la generosidad, la predispo- sición y benevolencia de los que deambulaban por los pue- blos que atravesábamos, por las rutas que circulábamos. Seguí dando vueltas por el pequeño pueblo de Las Ar- mas. Paré en un hotel. Le pregunté al conserje donde había algún club abierto, algún espacio que nos proveyera de baño y techo. A pesar de ser tan tarde el señor se mostraba deci- didamente amable y servicial. Bueno, lo que se dice club, club no hay nada abierto. Son las nueve de la noche, me mencionó señalando un reloj colgado en la pared. Pero le recomiendo la estación de servicio que está en la entrada del pueblo. Hay un complejo en donde tienen vestuarios y reciben a gente que no anda con mucho dinero encima. Acá dentro del pueblo no va a encontrar otra cosa que puertas cerradas. Volví a la camioneta. Antes de salir a la ruta, había un caminito de tierra que conducía a la estación de servicio sin tener que tomar el asfalto. Aproveché para cargar nafta. Luego estacioné el rastrojero. Estábamos todos sucios y 183

hambrientos. Le pregunté al dueño de la estación de servi- cio si era verdad esto que el local contaba con alguna ducha para bañarse. Sí, hay vestuario de hombres y de mujeres. Tenemos agua fría y caliente. Pueden usarlo como si estu- vieran en su propia casa. Por entonces, tener agua caliente era un gran dilema para mi familia. Para calentar agua no teníamos ni calefón, sino que hervíamos agua y la arrojába- mos en un balde donde a base de sucesivos chorros la mez- clábamos con el agua fría de la canilla. Fue una suerte dar con ese lugar. Y con la amabilidad del dueño de la estación de servicio. Así que nos fuimos todos turnando porque te- níamos una ducha en el baño de hombres y otra en el de mujeres. Terminamos de ducharnos a eso de las diez. Nos sentamos a cenar en un pequeño restaurante-parrilla a la vera de la estación. Para mi sorpresa, el local contaba con una televisión a color. No recuerdo la marca, pero sí que tenía las mismas medidas que la televisión de la estación de servicio de mi pueblo. Devuelta ese aparatito seductor me invitaba a clavarle la mirada. Los chicos se prendieron en un programa de juegos que estaba terminando. Me ilusioné que después del programa de juego apareciera Moria. Pre- vio a ello, claro, el repetitivo y ensordecedor mensaje que siempre aparecía en ese horario, debía anunciar su alerta. A partir de este momento, finaliza el horario de protección al menor. La presencia de los niños frente al televisor, queda bajo la exclusiva responsabilidad de los señores padres. Arriba de la televisión había una cruz que mostraba a Jesu- cristo crucificado. Y otros dos cuadros con imágenes de la Virgen de Luján. Ni bien terminó el mensaje, la señora que estaba detrás del mostrador se acercó a apagar la televisión. Nada de pasar programas fuera del horario de protección al 184

menor. Nada de estar pasando contenidos sensibles cuando este restaurante tiene un profundo espíritu familiar. Pedimos dos parrilladas para cuatro personas. En quince minutos lo único que quedaba sobre la parrilla eran huesos y unos carbones extinguiéndose. Nos volvimos a la camio- neta. No sé cómo hicieron, pero los siete se acostaron en la caja de la camioneta sin rechistar. La pulcritud que ostenta- ban no les afectaba el hacinamiento ahí dentro. Además, re- cuerdo que era una noche fresca. Nilda se durmió en la ca- bina, pegada al vidrio. Como me había despabilado, me fui a caminar hacia el descampado que estaba detrás de la esta- ción de servicio. Recuerdo que el cielo estaba totalmente estrellado. Volví al restaurante. La señora que estaba antes en el mostrador se había ido. Casi no quedaban comensales. Había un señor que debería andar por mi edad en ese entonces. Oiga, hombre, ¿le molesta si prendo un poco la televisión?, pregunté. Yo estuve aquí comiendo y me tuve que llevar a la familia a dormir porque está el horario de protección al menor. Adelante, adelante, me contestó con suma amabilidad. Siéntese si quiere. Haga de cuenta que el televisor es suyo. Pero antes de sentarme tenía que ver qué estaban pasando en los canales. Me resultó interesante la idea de poder manipular yo mismo el televisor. Porque el dueño de la estación de servicio de mi pueblo era bastante reticente con eso. Como el televisor era nuevo, lo tocaba él. Todo lo que se veía, estaba bajo estricto control suyo. Es más, las veces que vi el programa de Moria era porque a él se le ocurría ponerlo. Con el tiempo me di cuenta que es casi una fija en los comercios de comida, que la programa- ción queda a elección del dueño. No sucedía lo mismo aquí. 185

Son abiertos. Son amables. Pero esta vez, sin público circu- lante, sin menores de edad que quedaran bajo mi estricta tutela, tenía la posibilidad de elegir el canal que quisiese. Encendí el televisor. Por primera vez en mi vida la televi- sión y yo. O mejor dicho, yo mismo manipulando a gusto ese atractivo aparatito. Le pregunté al señor si sabía en qué canal podían pasar el programa de Moria. ¿Cuál programa? Gritó de lejos y sin haberme oído bien. El programa de Mo- ria, le dije respondiendo con el mismo tono. El que va a la cama con gente, aclaré. Ah, sí, sí, fíjese creo que lo pasan en el segundo canal. Probé el segundo canal. Había un pro- grama de política. Entonces debe ser el primer canal. Daban una película de cowboys. Cuántos canales funcionan, pre- gunté antes de mover la perilla de los canales y mante- niendo la voz bien alta. Dos canales, nomás, detalló el se- ñor. No me queda otra que ver la película de cowboys. Por las dudas, le di una vuelta entera a la perilla de los canales. En los otros canales se veían solamente rayitas grises y un chirrido que salía de sonido. Vamos por los cowboys, en- tonces. Por cierto, la idea de estar en Las Armas congeniaba bastante con una película de este estilo. El pueblo de Las Armas bien podría ser un pueblo del lejano oeste. Los va- queros que se mueven a caballo de aquí para allá, cruzando fronteras, atravesando pueblos abandonados, defendiendo sus tierras al acecho de invasores. Y los sheriffs, los sheriffs de estos pueblos que defienden a los vaqueros del desorden que producen los malones al atacar, los malones de indios emplumados y sorpresivos en su avance. Los sheriffs repre- sentaban la garantía del orden. Gracias a los sheriffs se pue- den recuperar tantos y tantos pueblos que estaban en com- 186

pleto abandono. En completa desolación. Cuanto me gus- taba esta simbiosis entre los sheriffs y los vaqueros. La pe- lícula me resultó entretenida aunque terminó sin grandes sa- bores. El canal cortó la trasmisión. Saludé al dueño de la parrilla que ya estaba con ganas de cerrar y apilaba las sillas arriba de las mesas. Adentro del rastrojero dormían todos. Me impacientaba estar en Las Armas, con ese nombre tan rimbombante y poco por ofrecer más que nafta, una ducha, un baño, una parrilla y dos canales de televisión. Aunque sí había que recalcar la amabilidad de los pobladores. Tal vez la mayor que habíamos encontrado en el viaje. Daban ganas de recomendar esta parada a futuros viajeros. Reflexioné todo lo que habíamos recorrido. Trescientos kilómetros en una bitácora imaginaria. Trescientos kilómetros que un tiempito atrás nomás, ni me imaginaba poder llegar a reali- zar. A tal punto que había que sacar un poco la obsesión de llegar a Mar del Plata. Esa ansiedad permanente por el mar, la espuma y la arena. Para eso me servía la tranquilidad de la noche. Para reflexionar acompañado del silencio discon- tinuo a metros de la ruta. Digo discontinuo porque recuerdo que cada tanto la velocidad de los autos generaban un zum- bido que aturdía. Más aun cuando pasaban los camiones. Son trescientos kilómetros. Qué insignificante suena hoy ese viejo récord. Al igual que Nilda, me quedé dormido con la cara aplas- tada en el vidrio. Y como el día amaneció nublado y el sol no calentaba la camioneta, me desperté cerca de las ocho y media. Esperé que Nilda se despertara para tomar de nuevo la ruta. Le di arranque una y otra vez. Y nada. Muerto. Es- peré unos segundos y tampoco daba arranque. Soy un des- dichado que las padezco con este rastrojero pero a la vez un 187

afortunado que esa estación de servicio tuviera un mecá- nico. Me bajé de la camioneta a preguntarle al mecánico si me podía ayudar. Si podía probar si el burro de arranque estaba roto. Lo esperé unos minutos, con el fastidio de que otra eventualidad se me presentaba y me hacía la vida im- posible de llegar al mar. Lo dejé al mecánico intervenir en el asunto. Nunca me habían atendido con esa rapidez y ama- bilidad. Qué esperar de un habitante del pueblo de Las Ar- mas. Amabilidad incondicional con nosotros, los viajantes. Efectivamente, es el burro de arranque me aseguró. Hay que cambiarlo. Lo llevamos empujando al techito donde el me- cánico tenía las herramientas de trabajo. Los vi a los mecá- nicos que se metían en la fosa y me desentendí. Que lo vie- ran ellos. No tenía ganas de estar inspeccionado qué fue y qué sería del fastidioso burro de arranque. Ya me impacien- taba este tema del rastrojero. Qué camioneta de mierda esta, se rompía cada cien kilómetros. Me daban ganas de parar a uno de esos autos modernos y veloces y que me llevaran de un santiamén a la ciudad feliz de una vez por todas. O con- vertirme en un ave y salir volando y abandonar ese pueblo incapaz de ofrecerme algo mejor de lo que me había ofre- cido el día anterior. Escuché un chiflido del hombre para avisarme que el arreglo estaba listo. Al fin, me podía ir en breve. Qué suerte que está arreglado este rastrojero. Cuánto le debo jefe, le consulté. Son ocho mil pesos, me contestó con soltura pero para mí fue una respuesta lapidaria. No tengo ese monto, respondí. Y no es que llegaba y me quedaba un poquito, o que con el burro de arranque se me iban todos los recursos monetarios. Lisa y llanamente no llegaba a ese monto. Ni a 188

la mitad. Qué voy a hacer, jefe, no tengo ese dinero, senten- cié y rápidamente recibí una mirada agria y fulminante. En- tonces usted es un estafador, ¿cuál es su nombre?, me pre- guntó con furia. Américo, Américo me llamo. Mire Amé- rico, usted es el típico caso de un estafador serial, usted es de los tantos estafadores seriales que salen a la ruta sin di- nero y se las arreglan para pedir nafta, para hacer arreglos gratis, cambio de repuestos gratis, de los que luego roban hacienda, se convierten en cuatreros y con el dinero del abi- geato se compran camionetas nuevas. La gente como usted, los estafadores seriales nos arruinan la vida. Nosotros aquí, en Las Armas, somos muy duros contra los estafadores se- riales de la ruta. Aplicamos mano dura. Los estafadores se- riales que caen en Las Armas cumplen las peores condenas. Lo entiendo, lo entiendo, dije en tono de desesperación. Pero sucede yo no soy ningún estafador serial. Solo que mi rastrojero se rompió varias veces, primero la palanca de cambios, después el limpiaparabrisas, después le costaba arrancar hasta que se rompió justo aquí, en el pueblito de Las Armas, perdón, qué digo pueblito, justo en la ciudad de Las Armas se me viene a romper el burro de arranque. O sea, entienda que me sucedió lo peor justo cuando me fal- taba poco para llegar a Mar del Plata. ¿Hacia dónde se di- rige?, inquirió como si no me hubiese escuchado. A Mar del Plata, repetí con claridad. Ajá, Mar del Plata entonces. Es el destino predilecto de los estafadores seriales. Sabe por qué, me preguntó con trémula voz de misterio. Porque es una gran ciudad. Todo el mundo se cree que Mar del Plata es una ciudad que empieza y termina cerca del mar. Pero, no, Américo. Usted elije Mar del Plata porque es un cínico, es un estafador serial y como todo estafador sabe que se 189

puede esconder en la gran ciudad, donde la policía no puede llegar. Sabe dónde están esos recovecos oscuros, dónde es- tán esas calles sin salida que abren el paso a túneles y al- cantarillas lúgubres y húmedas. No conozco la ciudad de Mar del Plata, sostuve. Solo soy un improvisado viajante, eso sí, puedo reconocerlo. Solo soy un aventurero. Solo quiero conocer el mar, la espuma y la arena. Bah, y otras cosas más que hay, creo. Ese es mi gran delito. Que quiero viajar lejos con una camioneta rota. Es el argumento típico de los estafadores seriales, volvió a la carga el mecánico. Que no conocen la ciudad. Que son unos pobres desdicha- dos. Ya me cansó esta discusión, dijo y se levantó de su asiento. Voy a llamar a la policía. Sepa, señor Américo, que en Las Armas aplicamos la con firmeza nuestro máximo emblema. La ley y el orden. Aquí las penas son severas. El comisario tiene más poder que el intendente. Hasta me atre- vería a decirle que el intendente es un pobre diablo que lo único que hace es escuchar las órdenes del comisario. Nos hemos ganado varios galardones que otorga anualmente la academia nacional del rifle. Aquí en Las Armas se nos per- miten andar armados para defensa personal. Sin ir más le- jos, la semana pasada un vecino nuestro ajustició de un es- copetazo a un ratero que intentó quitarle un ternero y subír- selo a la camioneta. Y fue condecorado por el intendente y el comisario del pueblo. Fue todo un suceso en nuestro pue- blo. Aprovecho para contarle que se hizo una celebración en la plaza del pueblo donde a este vecino se le otorgó una placa de reconocimiento de honor y valentía. Los vecinos, el personal del cuartel de bomberos y del personal policial no se cansaron de aplaudirlo. Ya tenemos varios héroes que han actuado en defensa personal contra los delincuentes. En 190

sus momentos de descanso, podrá darse el lujo de visitar nuestra famosa sala de héroes vecinales. Allí figuran las fotos y las placas de todos los vecinos que han ajusticiado en contra de los delincuentes. Para nosotros no hay nadie peor que un delincuente. Los delincuentes de ganado son nuestros principales enemigos. En su caso, señor Américo, no sé qué pena recaerá sobre usted. Me comunicaré con la comisaría, dijo y se metió como un topo en la oscuridad de su taller. Salí de allí con la incredulidad de que realmente me cabría una pena severa. La llamé a Nilda. Mira Nilda, me quedé sin plata y no puedo pagar el arreglo de la camioneta. Y justo venimos a caer en este pueblo de Las Armas, que son todos unos sargentos obsesivos con la ley y el orden y no sé qué otras tantas cosas. Solo quiero decirte que si voy preso, iré preso solamente yo. Ustedes vayan, conozcan el mar por mí. De ningún modo, no puedo permi- tir que te lleven preso. Qué va a ser de nosotros, qué va a ser de mí, dijo y se lanzó a llorar. Yo no sabía cómo contro- lar la situación. No quería que los chicos vieran esto. Al final el viaje era para ellos también. Hasta me sentía un ver- dadero delincuente. Se apareció luego el mecánico. Mire Américo, usted co- metió un delito grave. Aquí en Las Armas condenamos a todos los delincuentes como usted, que se aprovechan de la buena voluntad de los paisanos. Hablé recién con la comi- saría y me encomendaron que aplique yo mismo la pena que le corresponde. Siéntase aliviado. No recibirá la pena capi- tal. Eso sí, me va a tener que ayudar en el taller mecánico por el término de tres días consecutivos. Y su mujer qué tal cocina, lanzó. Y eso por qué, pregunté ya con suspicacias. Porque si cocina bien lo va a tener que ayudar al dueño de 191

la parrilla en la cocina, caso contrario a fregar los pisos. Es la pena que le corresponde, por tres días consecutivos, ¿sabe? Entiendo, acepté con resignación. Ah, y del chico más grande suyo, dijo señalándolo a Eduardito, ¿qué tal se porta ese? Bien, contesté ya muy seco. Porque entonces a él lo vamos a poner a trabajar en la atención del surtidor por tres días consecutivos, es la pena que le corresponde. Ese mismo día arrancaron las condenas. Por empezar, mi condena como máximo responsable acusado de estafador serial. Aunque mi supuesto delito había sido uno solo: no poder pagar el burro de arranque. Para los pobladores de Las Armas todos lo que cometieran delitos similares, sea uno, dos o tres se consideraban estafadores seriales y la con- dena era este tipo de servicio comunitario que, parece ser, servía de escarmiento para que las futuras generaciones no buscaran la salida fácil de convertirse en delincuentes. De modo que así empecé, ayudándolo al mecánico que había pasado de la bondad al desagrado total. Y que, en verdad no hacía mucho que digamos allí adentro, porque trabajamos esos días con un ayudante que supuestamente cumplía una condena similar. Así que me las tuve que rebuscar esos días a cambiar baterías, instalar correas de distribución, cambiar aceite y agua, hacer algunas tareas de gomería como, por ejemplo, pinchaduras, alineación y balanceo de ruedas. Doy gracias que como buen paisano de pueblo me las rebuscaba con todo eso. Y de Nilda, qué puedo decir. Esos tres días consecutivos de condena levantó las ventas de la parrilla. La pusieron a cocinar milanesas, pollos, supremas, churras- cos, pastas, papas fritas, huevos fritos y encima a manejar la salida que el parrillero preparaba en la parrilla: choripa- nes, morcillas, provoletas, chinchulines, entrañas, riñones, 192

mollejas, asado de tira, porciones completas de vacío, sán- dwiches de lomito y cuadril. Lo cierto fue que se repitió una misma y sospechosa secuencia que en el taller mecánico. El dueño, ese que me invitó tan amablemente a ver la televi- sión el día antes a que me condenaran por estafador serial, se la pasaba a vozarrones y gritos desde una silla en el co- medor principal, sin mostrar nunca intenciones de participar con el trabajo en la cocina. Y así resultó que Nilda hizo mi- gas con una mujer que la ayudaba en la cocina. Por cierto, ella y su marido cumplían una condena aún peor que la nuestra. Por el hecho de que se había quedado la camioneta en la ruta y los tuvieron que remolcar y repararla, les impu- sieron una condena de siete días consecutivos a trabajar en la parrilla a ella y a él en la estación de servicio. De hecho, Eduardito fue el que entabló amistad con el hombre que le encargaron del día a la noche en la atención al cliente, mien- tras veía como descaradamente quién debería atender la proveeduría de la estación de servicio se las pasaba jugando a las cartas con un grupete de hombres de tercera edad. Además de la condena a trabajar durante esos tres días, esos malparidos no nos daban ni siquiera lugar para dormir. Solo nos permitían usar el baño y las duchas. Como éramos nueve, nos daban de comer lo que sobraba de la cocina de la parrilla. En el horario del almuerzo, nos correspondían las sobras del almuerzo. Si quedaba algo de carne, con eso nos teníamos que conformar y el resto de las sobras iban para los demás condenados. En cuanto a la cena, corríamos con la misma suerte. Con la diferencia que la cena, para no desechar comida, teníamos más sobras para llenar el estó- mago. El primer día que cumplimos la condena, se sobre- 193

llevó bastante bien. Yo me puse al mando con el taller me- cánico y Nilda despachó no sé qué cantidad de platos que salían directo al comedor. El segundo día, ya nos sentíamos mucho más fastidiosos. En especial Nilda, que ya mostraba hartazgo de tener que trabajar todos esos días a cambio de que funcionara bien el burro de arranque del rastrojero. ¿Por qué tengo que seguir trabajando gratis? Seguro que con todo lo que trabajé yo sola me compensa el arreglo de la camio- neta. Me harté, me dijo dentro de la camioneta, mientras los chicos ya dormían y el reloj daba cerca de la una de la ma- ñana. Me harté, vayámonos ahora, insinuó. ¿Irnos? Sí, Américo, irnos. Acaso en algún papel figura que tenemos que cumplir una condena. ¿Vos viste algún policía, algún abogado por aquí? Los estafadores seriales son ellos. ¿No viste la gente que tienen trabajando gratis? A todos nos tie- nen como unos estúpidos engañados para que hagamos lo que ellos no quieren hacer. Pero se acabó, sentenció. Es cierto, Nilda. Solo que hay un problema. Esta gente es ob- sesiva de la ley y el orden. Me contó el mecánico que el otro día mataron de un escopetazo a un pobre tipo que se robó un ternero. Felicitaron con una especie de placa al asesino. Mirá lo que te digo. Es gente jodida, Nilda. No me animo a irme. Yo sí, dijo sin tomar conciencia. Me voy yo con los chicos, mirá que algo sé manejar este rastrojero. Si no me los llevó caminando a los chicos, gateando si es necesario. Bueno, pará, le pedí. ¿Cuándo decís que nos vayamos? Ahora Américo, ahora mismo. Pero nos pueden escuchar. Pueden empezar a los tiros. No me quiero morir en Las Ar- mas, Nilda. Arranca, Américo, arrancá ahora. ¡Ya! Miré si atrás estaban todos. Sí, los cinco en la caja. Ade- lante los dos nenes, Nilda y yo. Estamos todos. Tengo que 194

encarar la calle que da a la ruta y de ahí nomás le meto el acelerador a fondo. Encendí la camioneta con la primera ve- locidad ya puesta y salí arando las ruedas. Cuando me quise dar cuenta ya estaba en el asfalto de la ruta dos. Y al ins- tante, escuché un grito estremecedor. ¡Se escapa un estafa- dor! ¡Se escapa un estafador! Un sonido de escopeta se sin- tió. Pum! Nos dispararon. Los chicos de atrás están bien, nosotros cuatro también. No hay nadie herido. Pero es po- sible que los hábiles policías del comisario del pueblo nos empiecen a seguir. Y que nos agarren. Ahí sí que estamos sonados. Nos llevan devuelta al pueblo y no dan trabajos forzados por quince días. Trabajos que pueden ser peores que el que nos dieron. Cargar bolsas pesadas, limpiar los baños, fregar los pisos todo el día. ¡Mi Dios! Aceleré cada vez más. Pero toda esa imaginación de que los policías nos perseguían se fue esfumando a medida que veía como los carteles nos indicaban otras localidades. Pasamos General Pirán y más adelante el letrero indicaba la localidad de Co- ronel Vidal. Vivoratá a treinta kilómetros. Mar del Plata, a setenta. 195



14. Hay mejores mares Pasamos Vivoratá. Me dolían las patas, pero no me con- vencía parar en un pueblo desconocido. No fuera cosa de que la ley y el orden fueran aquí también uno de sus máxi- mos emblemas. Como estábamos en diciembre, desde el ho- rizonte ya empezaba a aclarar a eso de las cinco y media de la mañana. Se aparecieron los letreros. Bienvenidos a Par- que Camet. Seguí manejando y me di cuenta que la sucesión de casas ya no se interrumpía. No pasaba eso de los pueblos que dejamos atrás, que la seguidilla de hogares concluía con la aparición de los campos y los pastos verdes. Desde el lado izquierdo, había otro letrero. Bienvenidos al aero- puerto de la ciudad de Mar del Plata. ¿O sea que ya estaba en Mar del Plata? Técnicamente, sí. Lo que pasa es que yo desconocía que cuando se ingresaba a una ciudad grande, el ingreso siempre es paulatino. No como en los pueblos mi- núsculos donde dice un pequeño cartelito, bienvenidos a pueblo equis. Y al terminar el pueblo, otro cartel que anun- cia, fin de zona urbana. La ciudad es diferente. La gran ciu- dad es diferente. La ciudad no tiene lugar exacto de inicio. La ciudad tampoco tiene un punto cardinal donde diga hasta aquí llegamos. Del aeropuerto, vi salir un avión. Hasta antes de ese ins- tante, solo conocía de cerca las avionetas. Recuerdo una avioneta que hizo un aterrizaje forzoso cerca del pueblo. Pero nunca un avión así. Que hiciera ese ruido ensordecedor con las turbinas a plena furia. Y autos, autos, y constantes autos por la avenida. Semáforos. Apenas conocía los semá- foros. Después de pasar una secuencia de semáforos rojos, 197

tomé conciencia que solo cuando quedara en verde se podía circular. A lo lejos llegué a ver una rotonda. Mar del Plata, decía unas letras gigantes. Ningún bienvenido. Porque la ciudad de Mar del Plata no necesita presentación. En todo caso, que se den el trabajo de dar las bienvenidas las otras ciudades, como Chascomús, como Dolores, como Las Ar- mas y tantas otras que se empequeñecen frente a tamaña in- mensidad. Tomé la Avenida Constitución. Boulevard Marítimo, a tres kilómetros. ¿Eso significa que uno hace tres kilómetros y recién ahí está el mar? No podía creerlo. Esto es inmenso. Esto es una superpoblación. Al momento de incorporarme en la avenida, devuelta el rastrojero me abandonaba. Se quedó en el medio de un semáforo y no arrancó más. Pensé que todo podía ser en esa camioneta, menos el burro de arranque. Sucede que en la localidad donde impera la ley y el orden lo que menos iban a hacerme era una vil estafa. Pero así fue. Como mucho estaba reparado el burro de arranque. De una manera de lo más improvisada. Nada de repuesto nuevo. Una estafa grandilocuente, que se hace ver- daderamente presente en la entrada a la ciudad. Volvería a revolearles el burro de arranque por la cabeza. Pero de re- cordar la salida del pueblo me siento espantado. Mejor dejar el rastrojero estacionado. Lo empujamos cerca del cordón para venir a buscarlo más tarde. Ya ha hecho mucho el ras- trojero en estos días. Ha hecho seguramente su viaje más ambicioso. No se le puede pedir más. Vamos a tener que ir caminando, le dije a la tropa reinante. Vamos que tenemos cerca el mar, los alenté. Nos fuimos caminando los nueve por la avenida. Pero a las primeras cuadras hechas, los más chiquitos como Pablo 198

y Martín se empezaron a fastidiar. Pablo se me colgó en los hombros y lo mismo hizo Nilda con Martín. Son como veinte cuadras más caminando. En la esquina vi una parada de ómnibus. Nos sentamos para esperar algún ómnibus. Llegó el primero. Va hasta el mar, le pregunté al chofer. No, me desvío para el centro. A los cinco minutos, apareció otro. Disculpe hombre, le dije al chofer. ¿Nos deja cerca del mar? La verdad que no, respondió. Doblo en la esquina y agarro la rotonda de nuevo. Solo lo puedo dejar en Santa Clara del Mar. Otra ciudad con mar que no conocía. Mejor no, gracias, le respondí. El tercero ni siquiera paró. Porque estaba repleto de pasajeros. El cuarto, frenó y volví a la carga con la tradicional pregunta. Nos deja cerca del mar, consulté. Sí. Hermosa respuesta. Tan solo eso. Que ni si- quiera fue una respuesta sino una afirmación ligera con la cabeza. Nos subimos enseguida los nueve. El ómnibus siguió todo derecho por la Avenida Consti- tución. La sucesión de comercios, casas y edificios se hacía cada vez más imperante. Un edificio al lado del otro, un co- mercio al lado del otro. Una heladería con helado gigante colgando que emitía luces. Y del fondo se vio ese espejo de agua que se hacía cada vez más grande. Mucho más grande que el de Chascomús. Mucho más infinito. El mar ocupaba toda mi visual. El mar hacía pequeño toda esa inmensidad de ciudad que se me presentaba. Silvina fue la primera en gritar. ¡Es el mar! ¡Es el mar! y ya ninguno de los nueve quedamos arriba del ómnibus. Al fin, al fin. El mar. El mar una y mil veces. Por primera vez se me hacía presente el sonido de las olas rompiendo en la orilla. Este sonido que siento hoy casi todos los días y que de aquella vez nunca 199

me pude despegar. Es un sonido tan necesario para mí como lo es la respiración. El mar, el mar. Una y mil veces, el mar. Fuimos corriendo hasta una escalera de piedra que nos llevaba a la playa. Los nueve corríamos en fila india ba- jando por esas escalinatas. Pablo se colgó de mis hombros y Martín hizo lo mismo con Nilda. Pusimos los pies en la orilla. Nos sacamos las zapatillas. La arena era suave pero áspera a la vez. Corrimos hacia el agua. El sonido de las olas se hacía cada vez más estremecedor. Nos metimos en el agua con la ropa puesta. Yo ni me saqué las medias que llevaba puestas. Después de la experiencia en Chascomús, tenía que corroborar que se tratara realmente del mar y no de algo parecido que nos pudiera haber hecho equivocar. Di un sorbo de agua. Es un asco probarla. Es definitivamente agua salada. Es el mar, ya no me caben dudas. Al mismo momento, una ola me agarró de frente y me llevó con toda violencia a la orilla. Los más chicos se metían casi sin miedo a las olas. Margarita, Silvina y Eduardo entraban al mar y las olas los revolvían continuamente. Estuvimos la familia entera entrando y saliendo del mar hasta cerca del mediodía. Recuerdo que cuando me acerqué a la parte seca de la arena, se me apareció una persona gran- dota con gorro pescador y pinta más bien de gringo. Ron- daría los sesenta años. Oiga, hombre, ¿por qué tanta ale- gría?, insinuó. Porque es hermoso, le dije. Es hermoso esto. El mar, mire lo que es. El mar es hermoso. No puedo dejar de verlo. ¿Tan hermoso le parece? Y quién se anima a decir lo contrario, contesté. Mire qué hermoso, esas olas capri- chosas que van y que vienen, esa cantidad de agua que se ve hacia el fondo, el mar no termina en ninguna parte. Al menos eso es lo que se ve, sentencié. Me temo que está 200


Like this book? You can publish your book online for free in a few minutes!
Create your own flipbook