Important Announcement
PubHTML5 Scheduled Server Maintenance on (GMT) Sunday, June 26th, 2:00 am - 8:00 am.
PubHTML5 site will be inoperative during the times indicated!

Home Explore El Sanador de la Serpiente

El Sanador de la Serpiente

Published by Victoria Leal, 2021-07-27 17:36:52

Description: El Sanador de la Serpiente

Search

Read the Text Version

Victoria Leal Gómez —Fritz—El jovencito susurró cerca de su edecán—este festival luce mu- cho mejor que el anterior. —Este año llegaron más viajeros, Alteza. —Quiero ir y ver... —No es el momento más indicado. Mire, es hora de saludar a… —Fritz, tengo la cabeza en otro sitio. Anoche, la dulce señora me otorgó una gran responsabilidad y no quiero defraudarle. —Le romperá el corazón muy pronto si no se comporta, Alteza. Sea lo que sea el encargo de la dulce señora, le suplico guarde compostura y atención en este momento. —Pero Fritz, no es sólo eso, anoche hice un sueño rarísimo y… —Ya tendremos tiempo de conversar sobre ello, Alteza. Mire, los reyes saludan a los invitados, ahora es su turno. Adelántese, por favor. El heredero sonrió ampliamente dejando que las visitas besaran el anillo que cubría por completo su dedo anular derecho. Los reyes admiraban a su hijo y preparaban unas palabras cuando la gente en las afueras co- menzó a silbar al unísono, siendo avivados por un anciano acelerando el ritmo de una canción pegajosa. Albert, el rey, fue quien sonrió tomando un gran jarro de cerveza. —Miren a ese jovenzuelo de cabello blanco, esa forma tan vivaz de mo- verse a de ser un ejemplo para todos, ¿no lo crees así, viejo Benedikt? —¡Ja, ja, ja! ¡Majestad, ya quisiera esa vitalidad y esas rodillas! Frauke sonrió tímida escondiendo su sonrisa tras la delicada tela diá- fana colgando de su peinado. Acompañada de Lotus le era imposible acercarse a cualquiera. Wilhelm levantó una ceja al notar un beso regalado por Frauke a través de su velo. Indeciso y confundido, el príncipe susurró a su siervo jalan- do su manga discretamente. —Fritz, ¿se supone que tengo un regalo para ella? —Así es, Alteza. Albert dejó su puesto en el palco para abrazar a toda persona junto a él, incluyendo a Äweldüile quien sonrió tímido e incómodo ante la demos- tración de su rey de fuertes brazos quebrantahuesos. —Todo el libreto se vino abajo, mi padre y sus reacciones ¿qué hago ahora? Están conversando entre todos y yo no pude hacer nada más que… oh no, ya llegó Helmut, ahora nadie me saludará. Mejor me arro- jo de un puente. —Tranquilo, ahora anunciarán las presencias de las familias al público. Usted sonría y salude. Relájese. —Pero Fritz, ¿cómo me relajo si Frauke no para de mirarme y…? —¿Y? —Nada. Mejor me arrimo al palco a ver si alguien nota mi presencia. —Amo, Beni y este viejo flaco aprecian su vida. Le queremos mucho, como si fuera nuestro hijo. —¿Beni es la mamá? —Ja, ja… supongo que sí, pequeño Willie. Fritz asintió satisfecho una vez el príncipe enseño alegría en sus ojos. Abrió paso para que su amo encontrara el lugar acordado. Antes de aco- modarse en los terciopelos, el sirviente susurró al oído del príncipe. 101

El Sanador de la Serpiente —He de pedirle que evite tocar a la señorita. Y, por supuesto, evite pro- blemas al disimular su gusto por Lotus. —¿Tocarla? —Por favor. —Pero si cuando éramos niños hasta nos revolcábamos en la tierra y me pegaba más fuerte que Sebastian. —¿Disculpe? —¿Ahora me vienen con estas de no tocarle? —Sólo es un consejo para evitar altercados, Alteza, confío en usted y su criterio. —Pero Frauke no me agrada, ¿por qué habría de intentar tocarle? —¿Puedo saber su fascinación con Lotus? —Pues… bueno, sé que ella jamás intentará ponerme la mano encima. —¿Cómo? —Nada, Fritz. Tonterías de niño. Un hombre barbón de gruesos hombros y largos brazos se asomó al bal- cón vistiendo ropas amarillas y galones en las mangas. La presencia de tal estampa creó un silencio tan profundo que el aleteo de las mariposas era audible. Con amplios gestos en el aire, el hombre tragó el viento para exhalarlo, resonando su voz por todo el jardín del palacio. —¡Quitaos vuestros sombreros—Inmediatamente, todos quienes tenían algo en la cabeza, aunque fuera un zapato estirado; fue sostenido en las manos— su Majestad el Rey Albert Johann Luther Wilhelm von Älman- dur-Freiherr nos deleitará con su presencia y voz. El rey alzó las manos en medio de vítores y silbidos con una sonrisa recorriendo su faz de extremo a extremo. La reina sonreía feliz pero resguardada tras la poderosa actitud de su esposo, quien disfrutaba el momento desplazando a último plano a quien le anunció. —En esta celebración tan especial en la que recordamos nuestra Alianza con los Cielos les deseo, junto a la Reina y nuestro querido unigénito— Albert acercó a Wilhelm al público quien sonrió al ver un muchacho tan pálido que parecía brillar, tal como las historias recitaban sobre los Altos—una alegre festividad que renueve sus espíritus para lo que resta del año. Vivimos en tiempos de abundancia y salud. Con nuestro coraje y sin descanso trabajaremos para un futuro digno de nuestros hijos, por un Reino tan próspero y abundante como las estrellas en los Cielos. ¡Los Altos bendigan nuestras tierras en nombre de la Alianza! Wilhelm parecía ser incapaz de comprender qué debía hacer, miraba a la gente tratando de adivinar porqué algunos cerdos caminaban entre las piernas de las viejecitas o porqué un pato volaba para posarse en la cabeza de un hombre sonriendo sin dientes mas aplaudió cuando los ví- tores calentaron su sangre. Albert aplaudía también, riendo a mandíbu- la batiente mirando a su hijo, apretándole contra su cuerpo inflamado por la enfermedad escondida. —Wilhelm, tienes que aprender a memorizar estas cosas. —Es bastante sencillo. —Sí lo es pero créeme, el discurso original era mucho más largo. Re- cuerda que los plebeyos no tienen mucha inteligencia y debes ser conci- 102

Victoria Leal Gómez so y amable incluso si buscas subirles los impuestos. El niño se abstuvo de comentarios pues sintió una ligera desilusión al recibir el consejo. Asintió con la cabeza, sellando sus labios antes de regresar a su sillón rojo en maderas de abedul. Hagen y Helmut charlaban a gusto con la reina sonriendo moderada- mente mientras Frauke enseñaba un rostro ligeramente nervioso y una sed imposible de aplacar. Su sirvienta le rellenaba el vaso con líquidos helados pero la muchacha se abanicaba incesantemente, enseñando molestia. Alejándose de la extraña vista, Wilhelm bajó la mirada obser- vando su costado derecho, cruzándose con la curiosidad de la tímida Lotus. Ambos sonrieron pero Wilhelm descubrió que esa sonrisa no era para él sino para su primo del otro lado. Carraspeó avergonzado, reen- contrándose con la sonrisa de Frauke quien susurró palabras más allá de la audición del príncipe. Frauke habló entrecortado con su dama de compañía. La mujer tomó del hombro a su ama, sacándole del balcón. El heredero disimulaba su desconcierto permaneciendo junto a su pa- dre quien se arrojaba a la mullida butaca preparada para él. Bebía cerve- za entre risas, comiendo una manzana asada. —Veamos con qué nos harán reír este año. La reina se acomodó junto a su esposo cuando este se hallaba armonio- so, descansando su mano en el apoyabrazos. —No veo a Frauke, ¿qué ha pasado? Una joven cercana a la reina susurró un par de palabras en el oído de su señora. —Oh, es una lástima. —¿Qué ocurre, madre?—La reina miró a su afligido niño—Frauke lucía inquieta, parecía ser perseguida por algo o alguien. —Frauke necesita tomar un poco de aire, es todo. —¿Se siente mal? Hagen tomó la palabra, sonriendo un poco nervioso por la ausencia de su hija mayor. —Le aseguro, Alteza, que vuestra prometida regresará pronto. Confíe en mi. Wilhelm miró el suelo, meditando por un segundo antes de regresar la vista a los ojos de su madre. —Estoy preocupado por ella, será mejor que me asegure de su estado. La reina clavó sus ojos en Wilhelm, sonriendo con placer para su esposo. —Albert… —Que vaya. Fritz, ya sabes qué hacer. —Sí, Majestad. La reina asintió en silencio permitiendo a Wilhelm circular libremente por los sitios que gustara, obviando las carcajadas de su padre. Sebastian y Lotus cruzaron miradas subiendo y bajando los hombros, susurrando a Helmut quien respondió con el mismo gesto pero toman- do una decisión diferente. —Iré con él, me da mala ezpina. —¿Cuál es la razón de desconfiar de nuestro príncipe? —Seba, Willie tiene maníaz de ezconderze en zitioz extrañoz. Zi se pier- de tendremoz un lío hiztórico. Pero no dezconfío de él zino de mi her- 103

El Sanador de la Serpiente mana. —Bien, ve tras él si te parece correcto. Lotus y yo nos reiremos de lo que esos bufones gritan. —Les dezeo el goze total de la obra. Sin perder más tiempo, Helmut desapareció del balcón sin pedir auto- rizaciones pero en vez de seguir los pasos de su primo se escabulló por otro pasillo, riéndose de lo sencillo que era burlar a cuanto quisiera. Wilhelm corrió por los salones olvidando toda su gallardía anterior de- jando que su cabello se alborotara como nido mal construido mas fue alcanzado por la mano de Fritz. —Alteza, la señorita se encuentra del otro lado. —¿Qué le pasó, por qué se fue? —Lo desconozco. Ambos giraron la cabeza al escuchar un ruido provenir desde el otro extremo del corredor al cual Wilhelm acudió corriendo. Con pocas energías Fritz siguió a su amo tropezando un par de veces con su túnica, retrasándose lo suficiente para perderle de vista. Wilhelm se guiaba por su nariz percibiendo un aroma fresco de flores recién cortadas. El perfume le llevó a una puerta entreabierta donde su vista se asomó por la rendija. Para su sorpresa se encontró con el origen del aroma, un gran adorno floral recién trenzado yacía recostado en una pared. Sin embargo fue sorprendido por alguien distinto a su prometida, nuevamente sorpren- dió a Helmut hablar con Nikola pero en un tono extraño. Wilhelm recordó que esa era la forma que sus padres usaban para hablar entre ellos y le pareció raro que los Caballeros estuvieran tan cerca un del otro para susurrarse y reírse o abrazarse. De pronto, Helmut tomó a Nikola por los muslos, sentándole en la mesa. Desató su túnica, desli- zando su mano entre las telas del pantalón del Escudero. El príncipe sentía que algo iba mal allí pero entrar y decir “tengo que hablar contigo” sería delatarse como espía de modo que optó por patear una armadura adornando el rincón cercano, derribándola ruidosamen- te en cientos de partes, retomando un escape extraño en el que deseaba borrar de su mente el recuerdo de su primo haciendo cosas extrañas aprovechándose del ruido festivo… aunque Nikola no se veía precisa- mente molesto. Wilhelm examinó curioso el aroma floral en las cercanías, añorando en- contrarse finalmente con Frauke. Nuevamente guiado por su nariz arribó a un ventanal protegido por gasas que brillaban en colores pasteles. Frauke sonreía tras el velo casual disimulando sus pequeños y redondos pechos blancos. —Hola… Wilhelm sonrió, acercándose a Frauke lentamente. —¿Se encuentra bien? —Sí, me siento mejor. Mila fue a buscarme un poco de agua. —¿Puedo saber qué le acongoja? —Oh… son—Frauke tomó una pausa buscando palabras convincen- tes—Son sólo son problemas de mujer. El heredero bajó la mirada ligeramente sonrojado al verse a sí mismo 104

Victoria Leal Gómez espiando el escote de su prima. —Discúlpeme si le he molestado. Frauke despedía el aroma floral tan fresco que recordaba la madrugada. Ella era la única mujer de cabello rojo que Wilhelm conocía. —Llevaba años sin verte—La muchacha tomó las manos de su prometi- do— Estás muy distinto. Tus ojos me enseñan una sabiduría interesante que me gustaría conocer. —Ahora soy un adulto. —Es verdad… —¿No quieres tomar un poco de aire? ¿Te ayudo a acercarte a la venta- na? La muchacha tenía los ojos de un verde profundo tan diferente y po- deroso que el celeste en los iris de Wilhelm lucía ingenuos y hasta un poco bobo. —Tengo una mejor idea. —¿Cuál es? Frauke agarró fuertemente la mano de su prometido corriendo a toda velocidad por el mismo pasillo que Fritz recorría en busca de su amo a quien vio pasar riendo y de la mano de quien no debía tocar. El hombre de gris negó moviendo la cabeza en silencio antes de correr tras los ni- ños de energía inacabable. Fritz saltó escaleras para avanzar más rápido pero el par de traviesos conocían escondrijos y puertas diminutas en las que sólo ellos podían entrar. Frauke llevó a Wilhelm escaleras abajo, siempre escapando de Fritz, el pobre siervo les perdió de vista cuando los niños ingresaron a un puesto de guardia cercano a la salida del pa- lacio. El hombre ingresó en silencio escuchando el resuello nimio de alguien tras una puerta. Al abrirla, Fritz preparaba una alpargata para golpear las manos de Wilhelm pero sólo encontró su ropa y el vestido naranjo de Frauke. —Oh no… Un hoyo en la pared les ayudó a escapar corriendo hacia la multitud sucia. Wilhelm se reía sin parar al darse cuenta que la idea de Frauke era buena puesto que nadie usaba ropa índigo o naranja. Abrazó a su prometida quien sujetaba el largo vestido blanco ya entierrado. La niña miró a Wilhelm de cabeza a pies notando que su prometido vestía tres capas adicionales de camisas blancas bordadas o con encajes florales. Un hombre perdido de ebrio dejó caer una bandeja de frutas haciendo que Fritz volteara en dirección a los niños quienes retomaron su escape agolpándose en el tumulto de vendedores y compradores. Siempre de la mano, tropezando con señoras vendiendo carne ahumada, los prometi- dos rieron hasta empujar a un pobre chico de ropajes verde extranjero quien cayó de bruces. Wilhelm abrió grandes ojos al ver la sangre brotar de aquella esculpida nariz respingada mientras Frauke se escondía tras él. Ninguno se atrevía a ayudar al joven en el suelo quien miraba a Wil- helm con desprecio intentando detener el sangrado con la manga de su túnica verde hoja. —Me tienes que pagar la rinoplastia. —¿Perdón? —Nada, que me debes un plato de comida para compensar esto. 105

El Sanador de la Serpiente El muchacho se incorporó limpiándose afanosamente, apretando su nariz. Wilhelm le examinó detenidamente pues se parecía al niño de la bilbioteca pero tenía la misma altura de Sebastian y aparentemente, la misma edad por lo que era imposible que fueran la misma persona. —Perdone, no era nuestra intención herirle. —Todo el mundo me dice lo mismo… No importa, cómprame algo. Frauke miró a Wilhelm, asintiendo en silencio. —Está bien… pero no tengo monedas. —Sólo dile a alguien que te de algo y ya está—La muchacha susurró en el oído de su prometido—No tienes que pagar por ello. —¿Crees que me darán algo gratis? —Claro que sí, eres el príncipe. Puedes pedirle a alguien que baile de cabeza y lo hará. —Oigan, oigan ¿podrían incluirme en su cháchara? Soy el que tiene la nariz mala, exijo mi compensación a modo de disculpa. El joven lastimado alzó la mirada divisando a Fritz quien parecía un águila dirigiendo a los guardias. —Por todos mis ancestros, ese viejo de gris da miedo. Oye, rubito… —¿Está hablándome? —Sí tú, rubito ¿ese te está buscando? Wilhelm y Frauke se arrollaron escondiéndose bajo la capa marrón del extranjero. —Ya, con eso me respondiste pero no sacas nada escondiéndote ahí. Lo primero que tienes que hacer es sacarte esto —El joven tomó la tiara de oro macizo que Wilhelm tenía en la cabeza— y luego, taparte esa jodida melena que está muy limpia, ¿qué te bañas todos los días o qué? Y tú, niña, tápate la cabeza de lana que tienes. —¿Con qué moral te burlas de mi cabello rojo? El tuyo no es muy dife- rente… —Pero a mí se me ve mag-ní-fi-co. Y el rubito ¿es ricachón? Toma, a ver si con eso dejas de verte como princesa. Frauke reía mientras aquel joven se quitaba la capa de cuero marrón, cubriendo al príncipe con una capucha. —Esto huele raro, como a almendras tostadas… —¡Menos quejas si quieres esconderte, rubito! Te ayudo nada más por- que me debes un almuerzo. —¿Vienes del norte? La muchacha palpaba la textura de la túnica verde sobre la camisa ma- rrón del viajero, quien golpeó la mano de Frauke. —Oye, oye, oye, tú, niñita, no me toques. —Tu acento es delator ¿eres de los poblados al norte de la capital? —Sí, vengo del norte, muy del norte… —¿De la Montaña Amanecer? —No Frauke, si fuera de allá tendría las orejas puntiagudas pero él… Wilhelm quiso despejar las orejas del extranjero, quien le dio un ma- notazo. —Soy del súper norte ¿es nueva costumbre esa de toquetear gente? Ha- berme enterado antes. —¿Villa de las Cascadas? 106

Victoria Leal Gómez —¿Eres de las tierras de…? —Cierra la boca y tápate esa cosa roja que llevas en la cabeza, ¿qué no ves que nadie tiene el pelo limpio? Métanse por allá que el viejo lechuzo está cerca y me deben el almuerzo. Wilhelm agarró la mano de Frauke internándose en un grupo de perso- nas arreglando una carreta. Fueron seguidos por el joven herido quien sonreía al guardar la tiara de oro en un bolsillo de su túnica manchada con cerveza. Una mujer sin dientes pellizcó la mano de Frauke invitándole a la ron- da donde todos seguían el ritmo del acordeonista en el centro quien daba giros estrambóticos al tocar la melodía pegajosa. Wilhelm se unió al grupo al ser arrastrado por Frauke, rieron hasta sentir dolor en las mejillas. Olvidaron el baile al notar que unos guardias se acercaban a la multitud donde ellos jugaban. Se escurrieron entre las patas de los pollinos y los comerciantes felices de recibir Elens de oro por millares, vociferaban comidas y regalos para todas las edades mas Wilhelm no podía enfocarse en los negocios por- que el joven quien le prestó la capucha estaba en medio de otra ronda, tocando un instrumento de cuerda frotada cuyo sonido era tan ligero como las mujeres de las esquinas nocturnas. Frauke comenzó a marcar el pulso con aplausos imitados por el tumulto alrededor del extranjero de verde y marrón cuyo larguísimo cabello cobre se mecía con la brisa. La melodía subió su velocidad inesperadamente pero Frauke supo lle- var el compás guiando a quienes ya se apresuraban en agarrarse de los brazos y girar en círculos en torno a botellas de licor dulce en el suelo. El príncipe permanecía quieto en el centro de una ronda de niños gi- rando tan rápido como la melodía lo indicaba. Extasiado miraba al cielo cubierto de banderines y papeles de colores cayendo sobre su cabeza, abrió los brazos para recibir las plumas de pavo albino cayendo desde quién sabe donde… hasta que un guardia le agarró la muñeca. Mas los diminutos huesos de Wilhelm eran resbaladizos y se escabulló nuevamente tomando a Frauke de la mano entre risas y temor de ser atrapados. Los niños se internaban en la plaza cuando se detuvieron en seco, mirándose. —Frauke… —Estás pensando lo mismo que yo… —Ese tipo del súper norte… tenía joyas de oro en la cabeza y tenía ca- bello cobrizo. —Y cuatro aros en cada oreja. —Y pecas en toda la cara y los ojos pintados con tierra de color oscu- ro… —Y nos quiere sacar dinero… —Y nos está llevando lejos con su música… El extranjero les alcanzó, frenando con una risa de gozo inaguantable sujetando el instrumento y el arco con una mano —Ay, cuanto tiempo sin correr tras alguien. Oye niño, se te olvida una cosa. Al unísono, Frauke y Wilhelm miraron al extranjero de acento suave. —¡ERES UN TRËNTI GRANDE! 107

El Sanador de la Serpiente —¿Qué, otra vez con esa mierda? ¿Cuándo han visto que un Trënti les llegue más arriba de las rodillas, siquiera más arriba de un dedo del pie? —Si no eres un Trënti, entonces… —Esperen, ¿han visto un puto Trënti alguna vez? Porque yo no he visto ninguno en mi vida, ni siquiera estando perdido de borracho… he visto elefantes a pintas en bañador a rayas y cebras a cuadros… ah no, eso fue con los hongos… en fin, ¿Trëntis? Qué locura—Un guardia sujetó el brazo del joven, torciéndoselo para impedir que arranque—¡IMBÉCIL, HARÁS QUE ARROJE MI VIOLÍN AL SUELO! ¡SUÉLTAME! Frauke se escondió tras Wilhelm quien miraba al guardia acercándose. —Alteza, ¿se encuentra bien? —Sí... La nariz del extranjero retomaba su sangrado ensuciando la camisa marfileña bajo la camisa marrón tapada por la túnica verde hoja. El príncipe recordó que, a pesar del golpe en el suelo, aquel joven sólo trató de ayudarle al intentar esconderle de Fritz. —Por favor, libérenle. —Pero, Alteza, son órdenes de… —Sólo déjenle. —¡Eso, suéltame! ¡Sabandijas como tú no deben tocarme o les caerá una maldición de Trënti y nunca tendrás dinero en los bolsillos! —Cállate, miserable ladrón. Estás borracho. —¡No estoy borracho, tú estás demasiado sobrio! ¡Esta fiesta es para mí! Puedo emborracharme todo lo que quiera. Que los Trënti se roben tus dientes, por maleducado. Frauke sonreía y Wilhelm miraba al chiquillo con cierta desconfianza. —Déjenle. Su único crimen es beber demasiado. El guardia liberó al extranjero quien acomodaba su hombro adolorido y limpiaba su nariz con la manga empapada de rojo. —Gracias, rubito... ¿te han dicho que tienes ojos de cordero? —Un... ¿placer? —Oye, toma, que esta cosa no es mía y pesa más de lo que yo aguanto. Es decir, no pesa nada pero, bueno, ya entendiste, ¿no? Si tienes una de estas de seguro eres requetenoble, ¿verdad? Y a pesar de eso, me dejaste sin comida, serás antipático. —Prometo compensar tu dolor en algún momento, ¿me permite cono- cer su gracia? —Eckhart Weiss zum Beithe. —Oh, su apellido es el nombre de una villa inventada para los cuentos infantiles. —Perdón por ser bastardo, señor noble, tuve que inventarme el nombre. Pero ya, agarre su joyita… mierda, soy idiota por entregar esto… de verdad estoy borracho. Agárrala antes que me arrepienta de regalártela, venderla es la primera opción. Los guardias reconocieron la joya del príncipe quien la recuperó exito- samente logrando que nuevamente apresaran al extranjero. El pelirrojo fue llevado callejones abajo entre pataleos. —¡Llamaré a los Trëntis y perderán todo hoy! ¡No tendrán ganas de caminar! ¡TRËNTIS, QUÍTENLES EL ORO QUE YA HAN JUNTADO 108

Victoria Leal Gómez MUCHO! —¡Cállate la boca, granuja! —¡OBVIO QUE ME CALLO LA BOCA, NO PUEDO CALLARME LA RODILLA! Frauke suspiró cuando Wilhelm colocó la tiara en su lugar mas su son- risa tenue fue difuminada cuando Fritz posó su mano en el hombro del heredero, quien le congeló instantáneamente. —Hola, Fritzie. —Hola, Dagmar Wilhelm Heinrich Burke von Älmandur-Freiherr. —Ay no, está enojado… El hombre de gris sostenía la alpargata con fuerza consiguiendo que Frauke usara de escudo a su prometido. El joven sabía que le correspon- día un coscorrón pero, en vez de asustarse, sonreía burlonamente. —Lindo festival, ¿se te apetece una fruta dulce? —Háganme el favor de regresar, mis señores. Los niños mantenían su unión al apretarse las manos caminando a cin- co pasos de distancia por delante del hombre de gris vigilando a izquier- da y derecha en busca del extranjero sin poder dar con él. Dirigió los pasos de sus amos a paso raudo y marcial de regreso al pa- lacio donde Frauke fue recibida a brazos abiertos por Mila, su sirvienta, quien le llevó ante su padre con prisa. Wilhelm fue guiado hacia un salón abandonado a su suerte en las cerca- nías de la entrada donde Benedikt le abrazó. —¡Ay, menos mal no te pasó nada! —La gente está demasiado feliz para hacerme daño o notarme siquiera. —Wilhelm—Fritz giró al niño, poniéndole junto a Benedikt— Ese ex- tranjero es un ladrón. —¡Pero si hasta me devolvió mi tiara! —¡WILHELM! El príncipe y Benedikt mantenían la cabeza agachada apretando los labios con las manos lacias a los lados. Escuchaban los pasos de Fritz quien iba de izquierda a derecha apretando los puños cruzados en la espalda, mentón alzado y cejas oprimidas en un único nudo. Al cesar su ritmo, las espaldas encorvadas de Wilhelm y Benedikt se enderezaron. —Debería hablar con ustedes por separado pero ya han colmado mi pa- ciencia, ¿cómo se les ocurre faltar de esa forma a sus deberes en un día tan importante como hoy? ¿En qué cabeza entra la idea, se han puesto de acuerdo? —No, Fritz eso no —Benedikt posó sus ojos en los de su colega— Jamás pensaría en poner en peligro a mi amo, lamento no estar a su lado esta mañana pero es que Ritter me ha notificado de cierta anomalía en las bebidas y fui a supervisar el dilema. Hay sirvientas haciendo de las suyas y ninguna abre la boca para confesar la mente tras el problema. Wilhelm miró a Benedikt de reojo, torciendo la boca y empuñando las manos. —Vete, Benedikt. Me es imperante corregir al muchacho. —Fritz… —Vete. 109

El Sanador de la Serpiente El hombre de rojo y cuerpo modelado a fuerza de carne asada avanzó por el salón lentamente, observando a su muchacho inmóvil frente a su rígido colega. Cuando la puerta fue cerrada por fuera, Fritz dio tres pasos al frente quedando a un paso de distancia de Wilhelm. —Levanta la cabeza. El muchacho mostraba un brillo extraño en los ojos. Fritz sintió un fue- go en la mano pero contuvo el ímpetu de golpear aquella rosada mejilla. —Su compromiso fue anunciado y los principales actores de tal escena corrían en medio del gentío en paños menores. Le dije que no tocara a su prometida y lo primero que hace es quitarle la ropa. —Ella se la quitó sola y yo me quité la mía. —¡Ese no es el punto! —¡Y debajo tiene más ropa así es que no le vi nada! —¡Wilhelm! Un paso en falso fue dado por el heredero. Wilhelm apretó los labios mirando a un costado. Fritz le agarró del brazo, clavando sus ojos grises en los grandes ojos celestes de quien vestía una tiara chueca. —Por poco no robaron esa joya en tu cabeza. —Pero no sucedió. —Ese mozo a quien le confiaste tu identidad es buscado por robo, inicio de pleitos en cantinas y secuestro. Es un pendenciero, escoria de nuestro reino. Vive en el exilio por sus malas acciones y de alguna forma atra- vesó los muros para alimentarse con nuestros alimentos nacidos de la bienaventuranza. Usted estuvo en peligro sin saberlo. El brazo fue liberado, Wilhelm miraba atónito a su instructor. —Pero si luce joven, podría decirse que tiene la misma edad de Sebas- tian. —Da igual cuántos siglos tenga en el cuerpo, es un delincuente. Le re- cuerdo que su familia disfruta de un almuerzo en el Salón Blanco. Es momento de volver a utilizar ropa, Alteza. —Tengo puesto el pantalón, mis zapatos y tres camisas, ¿por qué insistes en afirmar que voy desnudo? Fritz asió al muchacho del brazo arrastrándole por todo el pasillo lle- vando al cuarto del pequeño empujado al interior del dormitorio donde Benedikt esperaba sentado en una butaca, bebiendo la cerveza ofrecida por la mucama en el otro rincón. —Benedikt. —Sí, lo sé. La puerta fue cerrada con violencia por el hombre gris llevándose con- sigo a la mujer y los bocadillos. El heredero se arrojó en la cama con dificultad dado que la altura era casi la misma que la del propietario. —¿Estoy castigado? —Estamos, Alteza. Mejor agradecemos que es un día importante, de lo contrario nos abrían confinado a la torre con Äweldüile, el peor pano- rama en un día soleado. Ese viejo sólo se divierte hablando de plantas y brebajes. —¿No saldré de aquí en todo el día, justo hoy que todo el mundo se 110

Victoria Leal Gómez divierte y baila? —Altecita, acompáñeme, por favor. Tome un baño antes de almorzar. —No quiero almorzar, quiero ir afuera. El sol está magnífico y la gente se ríe, apuesto a que en el almuerzo tendré que taparme la boca cada vez que quiera sonreír y ni podré hablarle a Frauke. Nadie me hablará, estarán todos arrojándole flores a mi primo. —No diga eso, Altecita. —Estoy seguro de que Sebastian y Helmut hablarán de alguna historia fantástica inventada en el momento, deslumbrando a todo el mundo. Benedikt se acomodó junto a su amo dejando caer sus hombros. El sier- vo regaló una suave curva en sus labios. —Es verdad, afuera se pasa mejor, Alteza. —Ves, yo creo que incluso Fritz tenía ganas de meterse a la ronda y bai- lar al medio junto al acordeonista. Le diré a Ritter si le interesa pues du- rante la fiesta de bienvenida comentó algo sobre su teatro y músicos… —Ay, yo sé que Fritz le encantan las fiestas como esta. —Pues no se nota. —Eso es porque él se preocupa mucho de usted. Mire, si usted conocie- ra a Fritz de la forma en que yo le conozco, sabría de inmediato que su corazón estalló en dolor cuando no pudo encontrarle. —¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —Porque Fritz, mi querido joven; le quiere como si fuera su hijo. De hecho, usted se le parece bastante. —¿Dónde está su hijo? —Él falleció, Altecita. Nació con un grave problema y se fue siendo muy pequeño. Desde ese día el pobre viejo no hace más que practicar la son- risa y… vivir para usted. Su esposa le dejó tras la ida del niño y quedó solo en esta Corte, vigilándole. Él le ama Altecita, usted es su niño que- rido. Wilhelm bajó la mirada mordiendo su labio inferior. Caviló un momen- to, continuando con el despeje de sus dudas. —¿Y tú, Beni? ¿No haz podido reconstruir tu familia? —Mi mujer era maravillosa y mi niña lo era aún más. Ese año, por mo- tivos de palacio, no pude viajar a la Fortaleza Orophël. Äntaldur me confesó que mis mujeres y su hija paseaban por los alrededores de la fotaleza cuando unos bandidos intentaron asaltarles. —¿Y quién carajas es Äntaldur? Benedikt meneó la cabeza ignorando al niño. —Tëithriel hizo todo lo que pudo y salió my mal del encuentro pero no consiguió proteger a mis mujeres—Benedikt miraba melancólicamen- te unos retratos escondidos en un camafeo de oro en sus manos—Hoy Tëithriel se siente culpable por ello, no se atreve siquiera a mirarme y no hace más que darme regalos pero yo no puedo sentir rencor hacia ella, ni hacia Äntaldur… así es este mundo. Wilhelm abrazó sus piernas afirmando su espalda en un almohadón que le devoraba. Reflexionaba en la historia contaba por Benedikt enla- zándola con las personas bajo su conocimiento. ¿Tëithriel es la hija de Äntaldur? Wilhelm juraba que ella era la primogénita de Ritter, ¿acaso ese era el nombre real del Senescal de largas orejas y cabello incoloro? El 111

El Sanador de la Serpiente muchacho sabía que a su sirviente se le había escapado un detalle mas prefirió fingir distracción y continuar. —¿Qué espera Fritz de mi? —Fritz sólo quiere verle como un hombre bien formado, Alteza. Díga- me, ¿usted respeta al viejo flaco ese, de pelo gris y cejas de lechuza? El pequeño rió sin disimular, estirando las piernas y mirando a Bene- dikt. —Por supuesto que sí, ustedes son mis queridos vejetes. —Bueno, entonces tratemos de que no envejezca tan rápido y hagamos lo que nos pide. Tome un baño, buscaré ropas adecuadas. —Beni… —¿Sí? —¿Volverás a Orophël? —Oh, claro que sí pero no aún. Iré cuando usted sea un rey y ya no me necesite. Entonces será Fritz quien le cuide porque está más capacitado para esos menesteres. Yo regresaré a Orophël a engordar más. Pero ya, ¡deje estos temas y métase a la tina! Wilhelm corrió a la puerta del cuarto de baño cuando fue alcanzado por Benedikt enseñando curva en una ceja. —En la noche se encienden los faroles de la plaza. —Así es, porque hoy en la noche los Altos vendrán a disfrutar de la ofrenda en la fuente. A esa hora nadie debe salir de las casas porque sino, los Altos no comerán y no bendecirán el nuevo año. —Claro, es verdad pero eso no corre para su familia, Alteza y es porque usted es un Alto. Podemos ir los dos a darnos el banquete de nuestras vidas, ¿le parece? —¿Nadie más puede ir? —Am… sí, puede ir Fritz y Ritter con su esposa pero ¡mejor vamos so- los que podremos comer más! El pequeño rió ampliamente sin emitir juicio de porqué nadie más po- dría ir. Ingresó al sitio donde limpiaría su cuerpo del olor a mercado y gente sucia mientras Benedikt revolvía atuendos en el armario. Una vez consiguió lo deseado lo dejó sobre la cama, notando que en ese sitio su amo dejó una capa marrón. Benedikt tomó la prenda, revisando las costuras y una joya de oro en el interior: la misma hoja de filigrana que apareció por el ventanal. El hombre tomó la joya, guardándola en un bolsillo. Miraba las tapas del libro verde abandonado a su suerte en la mesa de noche cuando escuchó el grito del pequeño envuelto en géneros blancos y cabello mojado. Benedikt tomó las ropas corriendo al lugar donde le esperaban, ayudando al pequeño a vestir todas las capas sin error. Rápidamente y con cierta furia, Benedikt secó el cabello lacio de su amo con un trapo, peinándolo mecánicamente antes de posar correctamen- te la tiara del príncipe, quien movía los botones dorados de su túnica púrpura. —Altecita… —¿Sí? —Desde este minuto, somos los sirvientes de Fritz. Si nos pide que nos paremos de cabeza… 112

Victoria Leal Gómez —De cabeza nos ponemos. —¡Ese es el espíritu! Los cómplices chocaron nudillos antes de transitar el pasillo a la derecha del cuarto, avanzaban con celeridad pero sin correr pues no deseaban llegar bañados en sudor aunque la temperatura no ayudaba mucho a la higiene. Benedikt usó un pañuelo bordado con flores para secar la traviesa gota deslizándose por la frente de su amo abriendo la puerta del comedor. Wilhelm movió los ojos en todas direcciones en busca de Frauke, sin encontrarle. Avanzó con paso calmo y firme hacia la mesa mas su andar fue interrumpido por el mismísimo rey abandonando su puesto en la cabecera para correr dificultosamente hacia su hijo a quien rodeo con un brazo, revolviendo su coronilla. —Este es el futuro rey, todo un macho digno de nuestro apellido. ¡Aplaudan! La reina ocultaba su risa tras el pañuelo en su cuello escuchando los susurros de una mucama contándole las aventuras en ropa interior del joven junto a su prometida. Aplausos sonoros fueron emitidos por los Klotzbach, los Neuenthurm y los von Freiherr sonriendo sin entender el comportamiento tan soliviantado del rey empujando a su hijo al puesto correspondiente, a su diestra. Las risas se mitigaron cuando Wilhelm miró a la otra cabecera de mesa donde su madre sonreía levantando un jarrón de cerveza. —Por un año colmado de bendiciones otorgadas por los Altos. Frauke se hallaba junto a la reina oculta tras una fina tela casi invisible y que brillaba con distintas perlas, simulando estrellas. Wilhelm sonrió levantando su jarra de cerveza tibia ensuciando su mano con giste. Una mucama trataba de solucionar el problema pero Wilhelm fue más rápido ya que la sed le aplastaba. Desde un rincón, el silente Fritz observaba la escena fingiendo beber la cerveza. A su lado, Benedikt devoraba las masas redondas que servía una mucama. —Ay, están tan dulcesitos. Fritz, estos tienen ciruelas. —Me dijiste que dejarían de comer panes de fruta. —Ummamañam… ¿seguro que no quieres comer? —Un día te perseguirá un oso y no podrás escapar de él. —Oh, vamos, ¿de dónde sacarás un oso? Tendríamos que viajar fuera de la capital y sabes que eso no ocurrirá. Fritz sonrió manteniendo la farsa de beber licor analizando la conver- sación que Frauke y su padre mantenían entre dientes. Del otro extre- mo, Ritter sujetaba la mano de su esposa platicando pausadamente a los Klotzbach. Los reyes y el príncipe reían por los cortes que Helmut enseñaba en su rostro, comparándolos con los moretones de Sebastian. Evidentemente el vencedor del duelo no era el muchacho de trenza. El hombre de gris vio a Hagen apretar intensamente la mano de su hija ca- llando un grito usando el velo de su peinado mas Frauke no lucía mansa sino bravía como un océano de fuego. Sus largas uñas lastimaron la piel de su padre insistiendo en estrujar a la niña de cabello borgoña. Benedikt miró en la misma dirección bebiendo jugo de manzana en 113

El Sanador de la Serpiente compañía de su colega. —Vaya, cuanto cariño. Y eso que viene recién llegando. —Muestra un afecto entrañable. Beni, deberíamos vigilar a la señorita Frauke—Fritz captó la atención de su amigo al ofrecerle un pastelillo decorado con chispas coloridas— Anoche le vi por una rendija en la puerta de su aposento. Recitaba palabras extrañas frente a un espejo, sosteniendo una vela. El hombre de rojo enseñó la joya guardada en su bolsillo a quien obser- vaba detenidamente los detalles del filigrana. —Algo extraño sucede en nuestras tierras, Fritz. Mira, estaba en la capa roída vestida por nuestro amo. —Es la misma joya. —Sí, ese joven es un ladrón. —No Benedikt, la otra sospecha. —¿Qué es orfebre y por eso roba oro? —No. —¿Qué tiene una olla de oro al final del arco iris? —¡Benedikt! —Que es el aprendiz de Äweldüile que su Majestad mencionó en la reunión de anoche. Pero, si fuera él… —Mi corazón… Benedikt, mi corazón vuelve a latir. —Fritz, ¡tienes las mejillas rosadas, dime que no es por la cerveza! —Mi queridísimo Äerendil… necesito verle y suplicarle perdón. —Pero nuestro amo debería tener unos… ¿cincuenta y cinco? —Cincuenta y nueve años, Beni. En el Mes de las Hierbas cumplirá los sesenta. —¿No debería verse más… mayorcito? Sigue pareciendo un mozalbete de quince años y debería verse de treinta, la edad en la que paramos de envejecer. A lo mejor tiene una pócima y no la comparte. —Muy bien Benedikt, he tenido suficiente. Toma, este pan tiene manza- nas con canela. Come y calla. —¡Gracias! —Yo hablando del heredero de Älmandur y tú pensando en pócimas, ni que el amo fuera un Trënti. —¡Oye, Fritz! —Qué quieres. —Pero si Äerendil está vivo… —Lo está. Estoy seguro que era él pues ningún hombre en su sano juicio mantendría un cabello tan largo y molesto. —Entonces, ¿qué hay de Wilhelm? —¿Qué dices? —Äerendil fue coronado heredero de Älmandur cuando tenía dos años y, si está vivo, es el legítimo heredero al trono y bueno... Wilhelm es el segundo en la línea. O sea que, todas estas fiestas son en balde, querido amigo. Fritz se atragantó con un largo sorbo de cerveza tibia antes de retomar la charla. —Piensa en lo que sucederá si Albert y Adalgisa se enteran de que no matamos a Äerendil. Piensa en lo que hará Ritter y Näurie si ese chiqui- 114

Victoria Leal Gómez llo decide ingresar al palacio y reclamar lo que es suyo—Fritz posó su mano en la frente—Ay, con el carácter que tiene seguro nacerán nuevos insultos cuando empiece a reclamarnos. Benedikt recibió el bollo entregado por Fritz quien volvió a empinar fal- samente el codo viendo que su amo estaba afirmado en la mesa disfru- tando las uvas verdes en solitario tras liberarse del abrazo de su padre. —Me voy mañana mismo a visitar a la anciana para que me regale un amuleto y me salve… si es que eso sirve. —¿Crees que Äerendil recuerde lo sucedido esa noche? —Tenía cuarenta y seis años, ¡claro que recuerda! Nos partirá el trasero a latigazos cuando nos vea, nos hará fregar el piso con la lengua, limpia- remos las letrinas con el cabello. —¿Habrá venido a por la corona arrebatada? —¡No digas eso, Fritz! Benedikt tapó la boca de su amigo con la palma. Afortunadamente, las risas eran tan estridentes que nadie se daba el lujo de escucharles. Los colegas se arrojaron a un diván con los hombros derrumbados siempre vigilando a su niño ya charlando con los Klotzbach y los Neuenthurm quienes le ofrecieron jugo helado. —La hemos liado, Beni. ¿Dónde le tienen? Vamos a verle. Estaba ebrio, probablemente nos confiese algo o podamos convencerle de irse. —Debe estar en el calabozo de la comarca. Oye Fritz, ¿qué tal si Äeren- dil tiene hijos? —Entonces, Wilhelm no puede ser rey. Los herederos serían los hijos de Äerendil. —Ada y Albert nos enviarán al potro de tortura, luego nos van a azotar antes de meternos a una dama de hierro… oh no, tenemos que hacer algo con el verdadero rey de Älmandur, no puede llegar al trono. Fritz se compadecía del endeble muchacho en la mesa divertido con la melodía entonada por el Embajador en atavíos carmesí. —Äerendil y su sobrino tienen carácter similar, son volátiles, él no nos castigará. Lo más probable es que haya decidido olvidarnos junto a su pasado. La charla de Wilhelm y el Embajador fue interrumpida por la generosa mano de la reina disculpándose ante Jade Oceánico. Wilhelm siguió a su madre a una sala contigua a la que también fueron Benedikt y Fritz, escondiéndose tras los cortinajes. El príncipe detuvo su andar cuando la reina le dio la espalda, tomando aire antes de volver la mirada a su hijo, quien apretaba los labios. —A Albert le hizo mucha gracia que su “macho” hijo le quitara la ropa a su prometida. —¡No se la quité, ella sola se desvistió! —¡Wilhelm! —Discúlpeme. —Faltar a una reunión tan importante habla de tu carácter y compro- miso, ni hablar de lo que dicen tus acciones fuera del palacio. Dime, ¿incitaste a Frauke? —No, fui a verle porque me preocupé por su bienestar y conversábamos tranquilamente cuando de la nada tomó mi mano y comenzó a correr. 115

El Sanador de la Serpiente La reina se acuchilló junto a su hijo, quien mantenía la vista baja. —¿Y porqué se quitaron la ropa? —Porque nos dimos cuenta que nadie usaba ropa colorida, llamábamos mucho la atención. Por ello, nos dejamos únicamente las prendas más parecidas a las que usaban los asistentes a la fiesta. —Pero conservaste la tiara. —Se me olvida que la llevo puesta, estoy acostumbrado a usarla. En verdad no fue nuestra intención armar problemas. Por favor, si ha de castigar a alguien ignore a la señorita Frauke. Wilhelm dejó que su madre tomara sus manos. —Hijo, parte de ser un hombre gallardo pasa por rechazar acciones que son poco beneficiosas. —Así es, Majestad. —Hemos sido benevolentes contigo porque has mostrado buen com- portamiento pero esto. Ay, estamos de fiesta hoy. —Muchas gracias. —Agradécele a Fritz, él me pidió que no te castigue. —¿Fritz? Acomodando sus largos vestidos que se enredaban con sus cabellos. Wilhel miraba sus zapatos cuando la reina se puso de pie poniendo rumbo al salón donde se oficiaba la comida. —Es bueno que regreses. Me parece que Helmut deseaba charlar con- tigo. El pequeño asintió en silencio, quedando “a solas” en el salón. A paso lento, el heredero regresó a la fiesta dejando que Benedikt y Fritz aban- donaran su escondrijo. —Uuuff, ya me cociné. No sabía que esas cortinas eran así, pediré que me hagan un par de frazadas con ese género. —Baja la voz, Benedikt. —Qué sed tengo, voy a por cerveza. —Deberías beber agua si tienes sed… esos sudores nocturnos que tienes bien pueden estar asociados a eso. —Oye Fritz, la reina se está comportando muy raro. Normalmente es cariñosa con nuestro amo pero desde hace unos días que se nota más… —Se le ve muy atenta, buena observación. —¿Crees que también esté aquejada por la enfermedad del rey? Äwel- düile me confesó que era algo contagioso. —Ya lo veremos. Benedikt, regresemos a la comida. Tenemos que escu- char la conversación entre Helmut y el amo. —¡A por ello! Los colegas apresuraron el paso para atrapar los últimos bocadillos en la mesa pero al ver a Wilhelm marcharse con Helmut se miraron en silencio asintiendo en complicidad, siguiendo los pasos de los jóvenes que caminaban sin percatarse de nada. A través del corredor adornado con armaduras y cuadros de antiguos miembros de la familia, Helmut trataba de esconder el siseo de sus gran- des dientes, sin conseguirlo. —Puez me extraña que dezconozcaz la fecha de tu propia boda. —Lo has dicho. Y eso me preocupa enormemente. 116

Victoria Leal Gómez —¿Puedo conozer tuz razonez? —Helmut, ¿acaso no es evidente? —¿Creez que zu Majeztad abdicará a favor tuyo? —Calla Helmut, lava tu boca antes de mencionar algo así. —Perdón pero ezo ez lo que pareze lógico. Wilhelm detuvo su marcha frente al retrato de su madre, el cual se man- tenía cubierto por un velo. —Qué extraño… —¿Alteza? —El rostro de su Majestad Adalgisa está velado. —Probablemente el cuadro prezenta algún dezperfecto, no te alarmez. El tuyo está en laz mizmaz. Helmut tenía sus manos cruzadas en la espalda, miraba a su primo con admiración tratando de leer los pensamientos de quien observaba con encanto un velo cubierto de estrellas. —Dices que la boda está concertada para el Mes de la Cosecha. —Correcto, Willie. —Pero estamos en el Mes del Sol… eso es apenas dos meses. Significa que los preparativos están en marcha. —Ez pronto, por ello te digo que zozpecho la abdicación del rey. —Esto no debe ser, algo ocurre. Helmut, ¿cómo te haz enterado de esta fecha? —Debo confezarle mi mal hábito de escuchar traz laz puertaz. —Nada nuevo en este palacio… —No me culpez por favor, ze trata del futuro de mi amada hermana y, zi bien confío ziegamente en ti, me ez imperante el bieneztar de Frauke. Pero entiende que Frauke tiene coztumbrez raraz y también me pre- ocupaz tú. Frauke zuele zer un poco dezpreciable, zobre todo cuando empieza a hablar zola y en azertijoz… parece una bruja. Wilhelm botó el aire de sus interiores, apretando sus labios. —Agradezco tu sinceridad. —Un plazer eztar a zu zervizio, Alteza—Helmut se acercó a su primo, mirándole con ojos avergonzados—¿Me permitez una pregunta antes de regresar al bodrio eze al que la gente del palacio llama “fiezta”? —¿Bodrio? ¿Tú también crees que el palacio es aburrido? —Zi zupieraz lo bien que ze paza en la taberna no querríaz volver aquí. ¡Vamoz, yo invito! ¡Hoy tienen HIDROMIEL, QUIERO BEBER HASTA OLVIDAR QUE ZOY NOBLE! ¿Zabíaz que al eztar borracho no zizeo? Zeré imbécil… —Helmut, yo no debo salir del palacio y tú no deberías olvidar quien eres para hablar mejor. —Pfft, que ze jodan, vamoz a BEBER LICOR REAL. Ezpera, no quiero hablar de ezo… em… Willie—Helmut miró a su derecha pues no tenía la cara lo suficientemente dura para fingir ante su primo—Noz vizte en la mañana, ¿verdad? —¿Yo? ¿Cuándo? ¿De qué hablas? —De Nikola y yo. —No ha pasado nada, fue un accidente. Espero no haber interrumpido nada importante. No vi nada, no escuché nada, no sé nada de nada. 117

El Sanador de la Serpiente Wilhelm sintió que el calor se le reunía en las mejillas pero volteó para evitar que su primo le viera avergonzado. —Qué va… digo, ezo no ze haze. —Ustedez son muy amigos y parecían compartir un momento especial. Poco sé de amistades cercanas, Helmut. Soy el menos indicado para ha- blar del tema. —Zierra la boca, ¿vale? No digaz nada de lo que vizte o no te llevo a la taberna. —¿Por qué me chantajeas? ¿Acaso vi algo que no debería? —Mierda, de nuevo me he aprezurado, ¿ez que zoy retardado? Déjalo Willie, vamos a comer. Benedikt daba codazos a Fritz quien intentaba mantenerse oculto tras los cortinajes incluso cuando los jóvenes ya marchaban a otro sitio. —Beni, tienes que bajar de peso. Te llevas todo el género. —Buuf, qué calor, me derrito. —No escucho de qué hablan. —Límpiate las orejas, viejo lechuza. —Susurran, ¿qué quieres que haga? —Oye Fritz, ¿haz notado que Helmut es un muchacho bien parecido? —Parece un Sgälagan, debe ser por ello que Ritter siente un pequeño respeto por él… últimamente se nos ha puesto algo racista. —Sus motivos tendrá, deberíamos charlar con él. Carajo, me desespera escuchar el siseo de Helmut, lo único que le arruina el desplante son esos jodidos dientes, ojalá Sebastian se los bote de un puñetazo. —“Sebastian no sirve sin su daga, tiene puños de mazapán” Esas son las palabras de nuestro querido Senescal y los rumores entre los Cabelleros. —Lástima. —Rayos, parece que van a la biblioteca, ¿es que no piensan ir al salón? Helmut apretaba los labios siguiendo los pasos de Wilhelm a quien ad- miraba desde su más tierna infancia. Era esa misma admiración la que incitaba una lealtad evidente, la sangre les unía con fuerza. A paso lento, el muchacho de dientes cruzados pensaba en las palabras de su primo, el heredero del trono, quien mostraba una expresión demasiado suave para el cargo heredado de Älmandur. El muchacho parpadeaba preocu- pado, sumido en sus pensamientos cuando sintió la diminuta mano del heredero en su brazo. —Nos esperan en la mesa. Cambia esa cara, por favor. Helmut imitó la sonrisa de quien parecía desprenderse fácilmente de los problemas. —Ez verdad, dizculpa mi expresión pero ez que tengo demaziadoz pro- blemaz en la cabeza. —Sonríe, es una noche plácida para todos. Ya tendremos tiempo de re- solver lo demás. —Cómo quieraz. —Helmut…—Wilhelm tomó una pausa— ¿Conoces las tierras más allá de la capital del reino? —No me he adentrado en ellaz pero puedo afirmar conozer bien el zur. —Las tierras de los valles y los bosques, el territorio de Ritter. —Correcto. 118

Victoria Leal Gómez —¿Crees que allí encontraremos un sanador digno de servir al rey? Helmut dio un respingo meditando sobre los insumos necesarios para tal expedición, los hombres indicados, las rutas más breves, el clima de la región y los poblados de Äingidh. El pequeño príncipe notó la cavi- lación de su primo dándose cuenta de que su idea era complicada de llevarse a un fin favorable. —Nezezitamoz una zerteza antez de embarcarnoz en ello, Willie. No ze trata de ir pazeando por laz villaz y aldeaz tocando la puerta pregun- tando por un zanador. No creaz que hay muchoz, yo diría que no hay. El arte de la zanación ez un regalo de loz Sgälagan y, por alguna razón, eztá dezpareciendo. —¿Cómo tratan sus heridas durante los combates? Helmut sonrió recordando los desastres que hacían al intentar reparar sus contusiones y heridas. Retrocedió un paso por temor a confesar algo inapropiado y gracias a ello escuchó unos murmullos en los cortinajes mas no fue a desenmascarar a Fritz y Benedikt pero los nervios le toma- ron el cuerpo, ¿escucharon la plática sobre amistades cercanas? El joven cruzó sus brazos y carraspeó, manteniendo la sonrisa relajada disimu- lando su inquietud. —Noz laz arreglamoz entre nosotros cuando Äweldüile o zu ayudante no eztán dizponiblez. Por ezo ez que, a vezez, quedamoz un poco de- formez… je, je. No ze noz entrenó para zanar zino al revéz. Bien, ahora zabez por qué noz preocupamos tanto de no laztimarnoz la cara. Tengo colegaz que parezen máz un Äingidh que un Caballero de Älmandur. —Y lo cuentas sonriendo, es una pésima historia. —Hay que zonreír aunque el alma ze parta, Willie. Adelante ez la única dirección pozible, una zonriza te ayudará a caminar máz confiado. Wilhelm retomó su marcha por el pasillo poniendo rumbo de regreso a la comida donde su padre, el rey; azotaba su mano en la espalda de Hagen, recordando viejos tiempos perdidos en el campo. Frauke sonreía dulce bebiendo una copa de mosto, esquivando la conversación de sus parientes y al risueño Embajador, quien fumaba junto a Ritter. La joven- cita tomó una copa del líquido púrpura, ofreciéndola a Wilhelm quien bebió entre risas. Helmut notó los ánimos, trago cerveza en un rincón sombrío cerca de una cortina. —Uf, necesito un trago… El joven oteó a su izquierda para ver a un sudoroso Benedikt, quien se abanicaba con un pañuelo enorme. —¿Ze siente bien, zeñor? —Sí… bueno, más o menos. En las noches tiendo a sentirme un poco indispuesto y con un sed inmensa, ¿le alcanzarías un jarro de cerveza a un hombre sediento y acalorado? —Por zupuezto. Zi me permite, le aconzejo ver al zanador. —Sí, ya sé. Todo el mundo me dice lo mismo, ¿es que se han puesto de acuerdo? Benedikt se arrimó a un mueble sonriendo ampliamente cuando Hel- mut se apartó en busca del pedido. El rechoncho y acalorado hombre se abanicaba con la mano cuando escuchó a Fritz, quien “bebía” de su jarro de cerveza eterna. 119

El Sanador de la Serpiente —Excelente artimaña. —¿Cuál artimaña? En verdad muero de sed, lechuza poco observadora. —Mantenle ocupado. He notado en Helmut un talante extraño desde que llegó. Se le ve nervioso, se escabulle a escondidas a menudo en mi- tad de la noche. Algo planea con su Escudero y no me parece algo bue- no. —¿Y qué quieres que haga? ¿Quieres que un rechoncho cervecero persi- ga a un mocoso en plena forma, capaz de correr como un ciervo a pesar de cargar una armadura de cincuenta kilos? Pfft, batalla perdida. —Haz lo que tú sabes hacer, querido amigo. Yo vigilaré a Hagen y a Frauke. Fritz levantó el jarro a manera de brindis siendo correspondido por el jarro imaginario de Benedikt quien sonrió mientras se enjugaba la fren- te. —Qué más haré, viejo lechuzo. Usaré mis artimañas. Hagen y Albert se abrazaban entre risotadas mientras Adalgisa, la ma- dre de Wilhelm, aplaudía animando a los sirvientes y a los demás invi- tados a beber del ponche frutal. Helmut esperaba a que la mucama limpiara el giste del jarro cuando Albert alzó la voz. —Hoy, nuestros queridos niños se alejan de una vida sosa para dar ini- cio al más grande los misterios: la vida en conjunto, el vínculo que unirá sus fuerzas duplicando sus virtudes, mejorando los defectos al apoyarse el uno con el otro. Para ellos es una aventura llena de felicidad, para nosotros es el orgullo más grande al verles ya en vida de adultos y dis- puestos a ser grandes creadores de vida. El rey tomó una cinta verde amarrándola en la muñeca de la pequeña Frauke quien se perdía en los ojos de Wilhelm. El rey continuó la ata- dura hasta que ambos niños fueron enlazados con la cinta rozando los suelos. El primero en saltar de alegría fue Benedikt quien alzó el jarro entregado por Helmut hasta chocar con una lámpara. —¡Viva nuestra alianza! —¡Viva! Entre mosto y cerveza los invitados y sirvientes brindaron, disfrutando de los manjares y retozándose entre elogios, proyecciones a futuro, nue- vas tierras y vecinos, negocios… Wilhelm sujetaba las manos de Frauke quien miraba al suelo apretando sus finos labios entintados con agua de rosas. —Espero tengamos tiempo de conocernos. Ya no somos los niños que brincan en los jardines creyendo ser dragones… —O piratas. —Je, je… lo siento. Mi hermano fue una mala influencia. —Pero Helmut también fue golpeado y hasta le enviaste a cama. Re- cuerdo que Äweldüile advirtió al tío Hagen que Helmut no podría ser padre jamás… aunque no entiendo todavía porqué si los bebés salen de los repollos. —Sólo olvídalo, ¿sí? El heredero al trono sonrió notando que su madre se afirmaba en el hombro de su dama de compañía. Fritz se les acercó ofreciendo un tra- 120

Victoria Leal Gómez go helado bebido con celeridad. La reina esbozó un intento de sonrisa, marchando agotadamente hacia el pasillo. —Frauke, por seguro tendremos lo necesario para formar una buena alianza. —Suenas tenso, querido mío. —He visto algo que me ha incomodado, ¿me permites? —Sí, por supuesto. El Senescal se acercó para felicitar al futuro matrimonio pero tropezó con un doblez en la alfombra y arrojó su vino sobre la cinta verde del compromiso. La desesperada Frauke quería mantener el nudo uniéndo- le a Wilhelm pero el niño fue rápido en retirar la cinta evitando que la muchacha se ensuciara las mangas. Hagen y Albert miraron furibundos a Ritter, el hombre se ganó la desaprobación de Adalgisa y la carcajada burlona del ruidoso Helmut quien se afirmó en el hombro del sonriente y sorprendido Embajador. Wilhelm revisaba las mangas del vestido de su futura esposa, cuidando de no ensuciarle. —¿Estás bien, Frau? —Sí, yo… —Ritter—Wilhelm ayudó al pobre Senescal en el suelo, quien acomoda- ba su ropa—Tenga cuidado, no necesitaba correr para saludar. —He arruinado la unión, habrá que celebrarla nuevamente y con nue- vos nudos. —Oh no, no será necesario, ¿verdad, padre?—Wilhelm miró al rey con su cándida sonrisa, dejando que Helmut levantara a Ritter— Es sólo una formalidad, Frauke y yo estamos destinados el uno al otro. Ritter, yo le sugiero que cambie su vestuario. —Sí, sí… muchas gracias, Alteza. Mis disculpas. —No hay problema. Como te dije, es sólo una formalidad. Ritter enseñó una profunda reverencia antes de apartarse. Algunos in- vitados le menospreciaron con la vista y un noble se le acercó exclusiva- mente para volcar su copa de vino en las finas telas azules del Senescal humillado bajando las orejas y la mirada. Caminó lentamente hacia una puerta donde fue alcanzado por Fritz quien le apretó el brazo, obser- vándole furioso. —¿Qué carajos estás haciendo? —Es mi sobrino y no dejaré que le comprometan con una zorra pueble- rina—Ritter le liberó del apretón dado por Fritz—Preferiría verle morir antes que arrojarle a los brazos de… esa. Fritz abrió grandes ojos de sorpresa ya que Ritter no solía usar malas palabras para referirse a las mujeres. —Este compromiso afirma la posición de Ëruendil en el trono, signifi- cando su seguridad y la continuidad de tu línea sanguínea. Coopera por favor, evítanos dilemas futuros. —No estoy dispuesto a soportar un segundo más de esta farsa. No naci- mos para convertirnos en una función de máscara,s Älthidon. Mas si tu deseo es transformarte en un farsante, allá tú y Örnthalas. Näurie y yo estamos hasta la coronilla. Estos reyecillos saldrán de Älmandur, esa es mi decisión y lo haré con o sin tu ayuda. —¡Ritter, escúcheme! 121

El Sanador de la Serpiente —Prefiero cortarme la orejas antes que oírte de nuevo. Fui un idiota al pensar que, permaneciendo junto a mi sobrino, todo iría bien. La mejor opción era morir esa noche y acompañar a mi hermano en el viaje a la otra vida. —Esta es la única forma de custodiar el trono de Älmandur, deberías agradecer tu posición de Senescal pues desde otro sitio jamás habrías podido siquiera ver al sobrino que dices amar. —¿Custodiar el trono? Estos humanos no merecen la corona. —¿A quién pondremos en el trono si no es a Ëruendil? Si él no decide casarse te pondremos a ti a cargo de estas tierras. —¿Yo? ¿Acaso buscas tentarme con algo que le pertenece a mi herma- no? Eres un traidor Älthidon, ofendes el hálito que respiras. Ese par de conspiradores sufrirán por lo que le hicieron a mi familia, lo juro. —¿Serás capaz de transformarte en un Äingidh por una venganza? —Älmandur fue edificada para la bondad y la abundancia. Si esta no existe, Älmandur no existe. Un reino como este ha de caer. Ritter continuó su marcha por los salones y pasillos, deseoso de quedar sordo o tal vez morir con algún rastro de dignidad en su cuerpo. Fritz se quedó congelado en el tiempo, pensando en el crimen no cometido contra Äerendil, el jovenzuelo durmiendo la borrachera en el calabozo. El viejo de gris regresó a la fiesta donde el alma era el rey y el Embaja- dor contando historias extrañas de grandes criaturas marinas tragando embarcaciones. Frauke estaba nuevamente junto a su padre, recibiendo un sermón de aquellos que nadie desea oír y del otro lado del salón Wilhelm corría tras su madre, mirando por los ventanales del largo corredor de alfom- bras rojas en vez de permanecer junto a su futura esposa. La luna estaba en el centro del cielo cuando la comida en el palacio se dio por concluida, despidiéndose cada uno de los invitados entre abra- zos y buenos deseos para el año venidero, proponiendo diferentes coo- peraciones en busca de favorecer el nuevo matrimonio. El último en marcharse del salón fue Albert, tosió un par de veces antes de desgañitarse subiendo la torre del sanador. Fue asistido por el ayu- dante a la hora de sumergirse en la cama donde el amable Äweldüile le atendió. El sanador limpió las impurezas en las barbas de su amo y ofre- ció taza de té caliente junto a una pomada anestésica para los dolores en el pecho y espalda. Tras el tratamiento, el rey cerró los ojos dispuesto a dormitar sin percatarse jamás que Wilhelm le espiaba por un agujero en la puerta de la torre. Al ver descansar a su padre el niño apretó los párpados negándose a aceptar una enfermedad tn terrible. Se sentó en la piedra bajo las enredaderas y las flores blancas, abrazando sus piernas. Fuera en las calles de la capital del reino, la gente recogía sus pertenen- cias para continuar la fiesta en otro sitio, dando permiso a los Altos de servirse el festín frutal en la plaza mientras ellos bebían en las tabernas o en sus propias casas, alargando la fiesta hasta que el cuerpo suplicara descanso pero ese ritmo no estaba hecho para todo el mundo y cuando las luciérnagas ya flotaban en el aire, Wilhelm notó su agotamiento. Re- tomó su carrera hacia el aposento de su madre envuelto en dudas sobre la escasa ayuda que podría prestarle a su padre. 122

Victoria Leal Gómez Cuando sintió la brisa nocturna deslizarse en su piel cesó la marcha y caminó por la galería hasta llegar al balcón donde una ventana ac- cidentalmente abierta dejaba al río nocturno estremecer las cortinas. Cerraba el postigo cuando vio a Frauke de reojo, caminando en finas telas blancas ligeramente traslucidas mas no parecía andar sobre la al- fombra sino que flotaba y su cabello borgoña lucía tal acuarela en papel mojado. Wilhelm no entendía como alguien podía verse tan hermoso y tan extraño al mismo tiempo y la idea de tocar la piel desnuda en los hombros de Frauke fue tentadora de modo que se vio andando hacia su prima sin saber porqué o cómo se unía a la sensación de flotar sobre pétalos blancos. Cuando Wilhelm estuvo a pocos pasos de alcanzarle, la niña le miró y sus ojos eran brillantes y dulces pero su sonrisa no lo era. Ahuyentó al príncipe que retrocedió hasta chocar la espalda contra una columnata. Frauke mantenía la sonrisa extraña y afilada, captó la atención del niño espantado y tembloroso al ver dientes de algún animal rapaz o quebrantahuesos. Era tal el miedo infundido por esa sonrisa que nunca notó el segundo en que su prometida arrojó las vestiduras al suelo, acercándose completamente desnuda. Pero Wilhelm no sería to- cado por una mujer con el bajo vientre tatuado con extraños símbolos. El niño se zafó del abrazo y los besos corriendo en dirección contraria al sitio donde Frauke se recostaba. Así fue como, en busca de refugio, llegó al aposento de su madre, con el resuello a medias y el espíritu en la boca. Terrible visión jamás ima- ginada sería increíble para toda persona ajena al momento, decidió que lo mejor era guardarlo como secreto. Entró al dormitorio sagrado con una sonrisa que se hizo más feliz al ver a su madre siendo cubierta por gruesas mantas. —¡Mamá! —Mi nubecita, ¿qué haces aquí? La sirvienta bajó la cabeza retirándose en silencio al cerrar el pórtico por fuera. Wilhelm se trepó en el catre de su madre, acomodando el largo cabello de la reina en un rincón. —He visto que se siente indispuesta. —Cariño, no es nada, mañana estaré mejor. —¿Está diciéndome la verdad? —Claro que sí. La mujer extendió los brazos recibiendo a su hijo con un beso en la frente. Wilhelm se acomodó en el pecho de su madre aun espantado por la extraña visión de Frauke. Repasaba sus pesadillas y sus temores de ser incompetente. Su voz era tan suave que sólo fue audible para Adalgisa quien se esforzaba por escuchar los susurros de su niño abrazándole con todas sus fuerzas. —Mamá… —¿Qué te pasa? Estás helado, ¿quieres que te pida algo de comer? Wilhelm negó con la cabeza, abrazando fuertemente a su madre. —Mamá… ¿por qué de la noche a la mañana me siento agobiado e inep- to? Por las noches sueño puñales y llantos, nombres antiguos, personas que desconozco y que me piden ayuda. Hoy me he despertado con lá- grimas en los ojos y… y la imagen borrosa de un nombre escrito en 123

El Sanador de la Serpiente Sgälagan, palabra imposible de leer por lo difusa que se hayaba. —Nubecita, tranquilo. Ocúpate de tus asuntos y las tristezas pasarán a segundo plano. —Pero desde hace ciertos meses que Fritz y Beni se ven raros… hoy especialmente. Ellos creen que no les percibo pero me han seguido en todo momento. Cuando les necesito simplemente se esfuman, como hace minutos atrás. —¿Adónde quieres llegar? —Tengo un mal presentimiento… está en el aire y en el rocío de la ma- ñana. Hay una historia que se rehúsa a ser hallada y me urge saberla por razones inentendibles para mi. —Mi niño, tan inteligente—Adalgisa apretó a su criatura en su pecho, mimando los dorados hilos posados en los hombros de Wilhelm, sin- tiendo que se le derretía algo en el rostro. Tal vez la máscara de reina y descendiente Sgälagan no duraría eternamente y el llegaba tiempo de confesar el pasado—También creo en las historias ocultas. —Sin saber dónde van mis pasos sólo puedo suponer lo que sucede y, tal como dicen los manuscritos de mis ancestros, la creación es mental. Por ello, evito pensar en desastres y maldad… quisiera creer que lo escondi- do por usted y mi padre se trata de algo sin importancia. —Tranquilo amor, mañana te cuento. Ahora mismo estoy exhausta, ¿acaso no tienes sueño? —Siendo honesto, se me cierran los ojos contra mi voluntad. —Y ¿qué esperas? —Iré a mis aposentos… —Ay, niño tonto. ¡Ven! La reina hizo una carpa con las frazadas de su lecho, Wilhelm arrojó sus zapatos y la capa adornada de borlas y pieles, hundiéndose entre las abrigadoras cobijas sin quitarse la túnica ni los pantalones. Adalgisa besó las mejillas rosadas de su nubecita, envolviéndole con los brazos tras acomodar la almohada. —Mamá, ¿los reyes pueden hacer esto? —Los reyes descansan con sus esposas, hijo mío. La imagen de su prima desnuda ofreciéndose con sonrisa de dientes triangulares y ennegrecidos por el carbón apaleó el recuerdo y corazón del Wilhelm quien simplemente sacudió su cabeza, abrazando a su ma- dre bajo las sábanas. —Entonces no quiero ser rey. —Mi amor, la primera vez que vi tus ojos supe que ya eras el rey de mi corazón pero eso no significa que… —Te quiero, mami. Wilhelm sintió el abrazo de su madre en su alma, dejando al calor de la felicidad inundar su pecho, cayendo preso del sopor propio del agota- miento. ¿Alguna fuerza sobrenatural es capaz de eliminar una sonrisa tan sin- cera? —Buenas noches, mami. —Buenas noches, nubecita. 124

Victoria Leal Gómez 125

El Sanador de la Serpiente 7. Doncella Nocturna. Cuando se trataba de diversiones pasajeras o contemplación, el Salón Álgido era el indicado mas para celebraciones o comidas pla- centeras como la ocurrida la noche anterior, estaba el Salón Blanco. Ha- ciendo honor a su nombre, la sala era pálida y decorada con galones dorados en los dinteles y marcos de las pinturas y las grandes paredes se vanagloriaban por los mascarones de bellos rostros de doncellas anó- nimas que prestaron su pulcritud a favor de las artes. Los muebles eran lechosos, de intrincados diseños imitando ramas de árbol o cornamen- tas de ciervo adulto sujetando esculturas de ninfas arrojando las aguas de sus cántaros a la fuente donde los niños chapoteaban. El mantel era dorado como la lámpara en el centro y sus velas, la vajilla de porcelana regalada por Jade Oceánico, era el detalle final del desayuno gustado por los invitados gozando los últimos días del Festival, cuya extensión era una semana completa. El Embajador cabeceaba por el sueño y no sentía pudor de mostrarse agotado ante los manjares calientes dispuestos en su platillo siendo su paje el encargado de arreglar la ropa arrugada en sus hombros. —Uf, la política me agota. Tal vez me retire al templo en la montaña a escuchar las aves por la madrugada en vez de navegar por aguas que destrozan mis huesos ya envejecidos. —Amo, eso dejaría muy contento al Rey puesto que le estaría ayudando a los monjes a cuidar de nuestras fronteras. —Umm, lo decía en broma pero ahora que mencionas ese detalle, co- menzaré a meditarlo seriamente—Jade miró a Hagen, levantando su copa de zumo a modo de brindis informal—Querido mío, ¿han sufrido desgracias relacionadas a reinos colindantes? —Oh, estimado Jade, claro que hemos sido víctimas de tales fechorías. Los Äingidh expanden sus fronteras al multiplicarse como bichos y nuestros Caballeros han de sacrificarse por defender nuestros suelos. Aquí, mi amado primer hijo—Hagen señaló a Helmut, quien bebía algo caliente sin ánimos de unirse a más cháchara—Hace un par de sema- nas se enfrentó a una manada de esas alimañas, saliendo victorioso del encuentro, garantizando abundancia y felicidad para todo Älmandur. —Se requiere valor para pertenecer a una organización tan gallarda como la Orden de Caballeros… —Máz que valor, necezitas demencia. Es un requizito baze. Pero no ha- blemoz de temaz funeztoz en la hora del primer alimento y mucho me- noz frente a la señora Näurie. Cuéntenoz, ¿ya ze siente mejor? —Agradezco tu preocupación, Helmut—Näurie dejaba que su esposo trenzara su larga cabellera plateada—Como puede ver, mi salud se ha fortalecido y no tendremos problemas en esperar el nacimiento de nues- tro anhelado niño. Hablando de fuerzas, Jade, ¿cuándo regresará a sus amadas tierras? —Oh, ¿ya desea que me retire? —Por favor, disculpe si mis palabras le han herido—Ritter finalizó el peinado de su mujer con una cinta cuyas aplicaciones florales adorna- ban toda la extensión de la trenza espigada—Mi intención es diferente 126

Victoria Leal Gómez ya que me sentiría halagada de acompañarle en un paseo por el lago donde crecen los abetos, ¿le parece una buena sugerencia? —¿Buena sugerencia? Pienso que es excelente, las formas de la madre naturaleza son un deleite para el alma y yo quiero formar parte del goce de este reino. ¿Tiene concertada la hora para tal paseo, hermosa señora? Näurie y Jade organizaban su agenda permitiendo a Hagen observar el arribo de un macilento Sebastian al Salón Blanco. En la mesa fue aco- modado por un siervo que ofreció los distintos manjares al muchacho reseco quien saludó silente a Frauke y Helmut, enseñando venias a Ritter y Hagen sin llegar a interrumpir la afanosa charla entre el Embajador y la entusiasmada mujer de largas orejas redondeadas a fuerza de cuchillo. —Zeba, ¿te haz levantado tarde? Ezo ez nuevo… cieloz, eztáz tan blanco como la pared, ¿te zientez bien? —Mis disculpas por la tardanza mas Lotus está indispuesta y le he acompañado a la torre donde Äweldüile prometió tratarle de su dolen- cia. Por mi parte, agradezco tu preocupación, Helmut. Lo mío es sólo un fuerte mareo. Helmut tragó saliva para evitar la evidencia de su afecto por Lotus, diri- giéndose a Sebastian cautelosamente. —¿Qué le ha pazado a la zeñorita? —Parece que la comida de anoche le ha sentado mal. Y, siendo honesto, tampoco me siento en mis mejores ánimos pero es mi deber venir y saludarles aunque decida evitar la comida. —De hecho, nadie quiere comer, Zeba… eztamoz charlando y bebiendo nada máz que zumo. La verdad, ez un dezperdicio zi miramos lo que hay en las bandejaz. —¿Zumo? Helmut, qué manera de asustar a tu estómago. Frauke mantenía la cabeza en alto, miraba sus manos sobre la mesa cal- culando la distancia que los pasteles mantenían con el jarrón de leche en medio de la mesa. Frente a ella, su padre reclinaba su espalda en el res- paldo del sitial dejando que un sirviente acomodara la túnica cubriendo la camisa blanca. Helmut estaba casi al otro extremo de la mesa acomo- dando los cubiertos que, a su parecer, estaban desalineados. Ritter interrumpió el silencio. —Näurie y yo tuvimos que inducir prácticas desagradables para desha- cernos el malestar estomacal y conciliar el sueño. Ambos amanecimos con un extraño sabor metálico en los labios. Puedo reconocer con toda certeza que ese gusto es consecuencia de una flor: alguien usó Doncella Nocturna en algún alimento. —Pero Ritter—Hagen apretó la mano del hombre—¿Acaso no haz po- dido dar con ese veneno anterior al servicio? —Nadie es capaz de percibir el aroma o el sabor de tal ponzoña, queri- do mío. La mano que hizo uso de aquella inmundicia es, ciertamente, experta. Sebastian bebió del té ofrecido sintiendo alivio en su interior cuando el burbujeante líquido acarició su garganta. —Pero Ritter, ¿qué efectos tiene aquella flor? —La Doncella Nocturna es engañosa si se utiliza a altas horas de la no- che pues el primer síntoma es la fatiga, seguida de ausencia de la audi- 127

El Sanador de la Serpiente ción y un sueño profundo—Ritter miró a cada invitado con inquietud pero Jade Oceánico rascaba su mentón barbado como si supiera de lo ocurrido— Normalmente es usada como veneno, es mortal en dosis al- tas… —El sabor metálico en los labios, querido Ritter—Sebastian sujetaba un vaso de agua, observando los gestos del Embajador—es vestigio de tal ponzoña, ¿no es así? —Estás en lo correcto. Tengo a un par de sirvientes ocupándose del asunto mas desconozco la utilidad de mis investigaciones tras mi negli- gencia en la cena. Una mosca revoloteaba cerca de un florero poniendo en acción a un joven sirviente intentando ahuyentar al insecto al agitar un pañuelo con sutil movimiento. Frauke clavó sus ojos en las manos de Hagen, su padre; conteniendo el aire dentro de su agitado e incómodo pecho. —En verdad lo que mencionas es real. Ojalá este dilemilla no tenga con- secuencias mayores que un sueño pesado. Helmut frunció el ceño tras escuchar la voz aguda de su hermana me- nor, torpemente abandonó sus juegos con el tenedor de repostería junto al pocillo del agua, arrojando el cubierto a la mesa. —Padre, ¿no conzidera que llevamoz mucho tiempo ezperando la prezencia de nuestros anfitrionez? —¿Insinúas que existe demora por parte de mi hermano y su esposa? —No haga preguntaz tan eztúpidaz, padre. —¡Cambia el tono! —Revizaré, tengo un mal prezentimiento. Helmut abandonó la mesa haciendo un gesto a Sebastian quien le siguió sin demora, disculpándose ante los demás con una inclinación respe- tuosa que repitió ante el Embajador desconfiado. Los Caballeros fueron rápidos en correr por los pasillos llegando a una intersección donde Fritz sujetaba su cabeza bebiendo un poco de agua. El hombre de gris revisó las prisas de los jóvenes tensando involuntaria- mente las orejas. —Buenos días, ¿puedo conocer la razón de tanta prisa? —Buenos días, señor. —Fritz, ¿los reyez y Wilhelm han dezpertado? —Nuestra Alteza no se encuentra en su aposento, de modo que me di- rijo a los de nuestra dulce señora con fe de encontrarle descansando en sus brazos—El hombre de gris oteó la altura del sol en el cielo a través del ventanal—Es tarde, ¿hay dificultades? —¡Fritz, la cena eztaba contaminada y nadie ze dio cuenta! —Oh, no… ¡de nuevo! Fritz, Helmut y Sebastian retomaron las carreras por los pasillos en bus- ca del corredor enlazando los aposentos de la Familia Real, edificados a gran distancia de toda zona conocida por los nobles a excepción del primo del príncipe. En la carrera se toparon con el joven guardia envuelto en su bufanda, aplacando su resfriado con infusión dulzona,. El pobre fue abordado por las duras manos de Helmut apretando sus hombros. 128

Victoria Leal Gómez —¿Te haz movido de tu puezto en la noche? —¡No señor, nunca lo haría así la fiesta se metiera en el palacio! Sebastian bajó la mano intimidante de Helmut, señalando las puertas al final de la galería. —Yo hablo con él, ustedes tienen deberes mayores. Fritz y Helmut asintieron simultáneamente corriendo al aposento del rey el cual se hallaba vacío pero supusieron que dormitaba en la to- rre pues llevaba meses haciéndolo. Se urgieron en alcanzar el cuarto de la reina donde el Caballero golpeó la puerta ferozmente, llamando el nombre de la dulce señora sin recibir respuesta más que el agudo y angustiante silencio. Fritz negó con la cabeza al saber que el intento era vano, Helmut empu- jó el pórtico para abrirlo notando que alguien lo cerró con un postigo desde el interior. El joven reunió fuerzas y pateó la madera derribando la barrera, ingresando presuroso con grandes y sorprendidos ojos al ver a su pequeño primo envuelto en sangre, sosteniendo una daga en sus manos. El hombre de gris abrió la boca avanzando lentamente hacia el niño a quien arrebató el arma. Helmut levantó las sábanas para descubrir a la reina y sus vestidos cubiertos de brillante carmesí. —Zólo una puñalada… ezto ez obra de un experto. Wilhelm estaba congelado y descalzo, sucio de pies a cabeza como si se hubiese revolcado en la sangre de su madre. Temblaba con tal fuerza que no podía mantenerse erguido y fue sujetado por su fiel amigo quien le alejó de la escena a paso lento mientras acariciaba su coronilla. Sebas- tian arribó junto con el guardia tímido de bufanda azul, sorprendiéndo- se al ver a su príncipe totalmente ausente del momento vivido. —Pero, ¿qué horror ha sucedido? Alteza, ¿está bien, necesita que le lle- vemos a la torre? —Zeba, la reina… fue azezinada. Lágrimas congeladas caían de los ojos del rígido y grisáceo Wilhelm contenido bajo la capa del confundido Fritz. —Iré a revisarle. Por favor Helmut, llama a Äweldüile para tener certe- zas del asunto. Lo mejor que podemos hacer es alejar a nuestro príncipe de los hechos hasta que sea capaz de comunicarse. —Zebaztian, toma el pezo de loz hechoz. —¿Crees que no lo hago? Esta noticia es terrible para todos pero es evi- dente que su Alteza es inocente puesto que ni sabe manejar el filo de las armas, jamás habría podido cometer tan atrocidad. Está espantado e inmóvil, incapaz de confesar el crimen presenciado. Para hallar al culpa- ble necesitamos su palabra y para conseguirla necesitamos que el pobre recupere sus sentidos—Helmut tenía la mente revuelta entre la muerte de su tía y la conmoción de su pequeño primo helado como témpano a quien tomó la mano en busca de dirigir sus pasos. El único de mente despejada era Sebastian—Llévale a la torre, deja que Fritz le cuide. Me encargaré de hallar a Benedikt y enviarle con ellos. —Graziaz, por penzar en mi lugar. —Mantén la vista clara, Helmut. Tomarás decisiones drásticas dentro de poco y no estaré contigo todo el tiempo. 129

El Sanador de la Serpiente Un grito de alarma fue dado por un guardia en las cercanías y que no perdió el tiempo en revisar a la reina. Sebastian palmeó su frente al es- cucharle vociferar el asesinato de Adalgisa y su gesto gatilló la manos del guardia tímido quien tapó la boca de su colega con la mano, estrellán- dole contra el muro. —¡Cállate, zopenco! ¡Los señores necesitan nuestra discreción! —Al carajo con mi plan discreto. —Lo intentazte… ¿tenemoz otro plan? Porque mi plan era zeguir el tuyo. —Jóvenes, llevaré a mi amo a la torre. Manejen la situación mantenién- dola bajo perfil y comunicando que la dulce señora se hallaba enferma gravemente, como nuestro rey. Publicar un asesinato provocaría alterca- dos y luchas sinsentido. Albert se encuentra escaso de salud y ha dejado claro en un escrito que Wilhelm ha de asumir la Corona si él es incapaz de gobernar. —¿Vamoz a coronar a Willie de ezta forma? —¿Conoces otra, Helmut? —Zeba… —Tienes que leer más historia. —¡Basta!—Wilhelm bajó las manos violentamente justo en el segundo que una tropa de guardias se agolpaba en el aposento de su madre, dan- do lugar a Otto— Guarden silencio o les corto la lengua. —Discúlpenos, Alteza. El Jefe de Guardia trotó hacia donde los nobles discutían mirando a Fritz con vehemencia ignorando incluso al príncipe, a quien no enseñó signo de respeto alguno. —El niño ha de ser llevado al calabozo para interrogarle. Fritz apretó a Wilhelm cubriéndole con las capas de su vestuario entre blancos y grises. —Sobre mi reseco cadáver. —Es culpable del asesinato de la reina, como mínimo… —¡QUÉ CLASE DE ALIMAÑA DESALMADA HARÍA ESO CON UN NIÑO QUE GUSTA DE PERNOCTAR EN BRAZOS DE SU MADRE! Helmut y Sebastian giraron la cabeza encontrándose con un furioso y colorado Benedikt quien corría ignorando el dolor en sus rodillas, em- pujando al Jefe de la Guardia. Helmut separó a los hombres, evitando así un enfrentamiento innecesario. —A ver, par de zementalez, deténganze. Nadie irá al calabozo por mera zozpecha. —¡Está bañado en sangre! —Ay, pero qué dolor de bolaz con estoz guardiaz de zegunda… No te eztoy preguntando, te eztoy ordenando lo que haráz y zi dezobedezez en ezte momento, vete despidiendo de tu cabeza. El Jefe de Guardia extendió un pergamino finamente guardado entre sus bolsillos el cual fue arrebatado por Helmut, siendo leído por Sebastian. —Em… Helmut, esto está firmado por tu padre. —¡Pero qué mierda ez ezto! No enviaré a Wilhelm al calabozo, ¡eztá aterrado por lo que vio, él ez incapaz de…! —Helmut, ¿estás defendiendo al asesino de tu tía? 130

Victoria Leal Gómez Wilhelm, Helmut, Fritz y Benedikt miraron a Sebastian como quien ob- serva a un desconocido apuñalando por la espalda. El joven tomó el pergamino guardándolo para si, palmeando amistosamente el hombro del Jefe de Guardia. —Obedece a tu amo. —EREZ UN HIJO DE… —Helmut, ¿insistes en defenderle? Es el asesino de la reina, tenlo claro. Hay una petición de tu padre quien es nada más y nada menos que her- mano del rey y príncipe de Älmandur. —Imbézil, no hay doz príncipez… —Claro que no, sólo uno puede ocupar ese puesto, querido—Sebastian oteó a los varones defendiendo al niño envuelto en la capa gris quien mantenía su vista ausente y cuerpo helado—Por lo que veo mantienen su postura, me parece bien que protejan a quien consideran su amo. Guardia, llévenles a la mazmorra. Sebastian arrebató la espada a Helmut en el segundo que un grupo de soldados se agrupó encerrando a los defensores del niño espantado pero Helmut no dejaría que un montón de novatos le llevara a lo más frío del palacio sin presentar lucha y derribó a dos hombres con su puño desnu- do a vista y paciencia de Sebastian quien se aprovechó de la herida aún fresca de su antiguo amigo, hundiéndole el codo para arrojarle al suelo. Sebastian se acercó sonriente a Helmut, tomándole del brazo y susu- rrándole al oído. —No eres más tarado porque naciste tarde. El Caballero fue alzado por dos hombres y arrastrado hacia los pasillos sin velas cuyos recovecos formados por escaleras y murallas inclinadas aplastaban la mirada. El grupo fue obligado a bajar silente las escaleras húmedas cortando la piel de las plantas descalzas del príncipe. De vez en cuando se escuchaba una gota rebotar, una rata chillándole a otra para escapar de los gatos a quienes se les contaban las costillas. Un guardia empujó la puerta de madera agujereada dando camino a su colega y a los cautivos arrojados a un pozo cuyo bloqueo eran rejas de hierro fundido, ennegrecido por el paso de los años. Fritz afirmó su mano derecha en un barrote sombrío afinando su visión clavada en la figura esbelta de su niño en ropas manchadas con cierta podredumbre indescifrable perteneciente al calabozo y la sangre seca de la reina. Wilhelm se arrimó a una madera astillada, envolvió sus piernas con los brazos apartándose del mundo al hundir su rostro entre las rodillas. Fritz arrojó su capa sobre la criatura, besándole la frente. —Amo… joven amo. Benedikt y yo creemos en su inocencia. No, me equivoco… ¡sabemos de su inocencia! Wilhelm deseaba vivir en aquel rincón apartado, convertido es un po- lluelo mojado temeroso de romper el cascarón. —Fritz, esto es de dementes. —Debemos sacarle de aquí, su Majestad ha de conocer la situación y… —Paz chicoz, paz. Zentémonoz un rato y penzemoz. —Ese imbécil de Klotzbach, es más desgraciado que su padre y su abue- 131

El Sanador de la Serpiente lo. —No lo creaz, Beni. Zeguro Zeba tiene algo en mente. El tipo ez un dezgraziado, ez cierto, pero ez un buen tipo una vez que te lo ganaz de amigo. —Helmut, ¿insinúas que nos ayudará? —Directamente no lo hará pero algo planea, tranquiloz. —Te ha golpeado la herida. —Zí… pero no ha zido nada. Me duele un poco, debo confezarlo pero no ez grave—Helmut levantó sus vestiduras enseñando un vendaje des- atado, escondiendo una herida correctamente suturada y firmemente cicatrizada—Me he zalvado de peores. Nuestra prioridad ez mi primo … Mierda, zeré imbézil, ezto ez una trampa. Mi padre armó todo ezto de alguna manera y no zupe verlo. ¿Ez que me pagan para zer bruto? Zeguro que la bruja eza de mi hermana también hizo algo. —Helmut—Benedikt afirmó su mano en el hombro del muchacho quien apretaba los dientes hasta hacerles rechinar—No diga algo de lo que pueda arrepentirse. No tenemos pruebas de nada, la injuria es un crimen que se paga caro. —No hay injuria en mi palabra, Beni. Helmut se acercó a su pequeño primo a quien debía defender con su vida. Le abrazó e intentó encontrar su rostro en medio de la capa gris y el cabello revuelto. Arrollado y sin emitir sonido alguno la criatura se dejó abrazar, mante- niendo su silencio cadavérico. El niño mostraba ojos rojos y párpados hinchados, la escasa luz colándose a través de los barrotes ayudaba a no- tar ciertas manchas de sangre en la suave y redonda tez de quien parecía desconocer el uso de palabra. Helmut alejó a Wilhelm de los brazos de Benedikt, enderezando la es- palda de quien lucía marchito. —Primo, hermano mío, mi zangre… eztoy contigo ahora. Zé de tu ino- cencia, zé de lo que erez capaz y de lo que no. Confío en ti, primo... her- mano mío. Recuerda que Beni y Fritz te adoran y que harán lo que zea por ti. Yo mizmo te juro que te defenderé hasta mi último aliento pero no por el juramento de Caballero zino porque ez mi dezeo. Helmut atrapó las lágrimas nacientes de Wilhelm, quien sollozaba hun- diéndose en el cuello de su primo, recibiendo un abrazo en su alma. —Nueztra prioridad ez proteger a nueztro príncipe, proteger la zangre de loz Altoz. 132

Victoria Leal Gómez 133

El Sanador de la Serpiente 8. La Caja Corroída. Todas las ventanas de los dormitorios daban hacia el jardín del palacio, edificación en medio de un lago cuyo acceso era a través del puente, directo al pórtico principal. Escapar del palacio o ingresar a él significaba morir exhausto por la travesía a nado, en caso de no tener alguna embarcación ligera a la mano. A eso se sumaba la fuerte piedra de la que estaban construidas las murallas, la eterna vigilancia en las to- rretas y los arqueros escondidos en sitios que nadie imaginaría. Cuando los Altos bajaron de los Cielos siguieron los consejos de los bieninten- cionados humanos que se prestaron para los diseños de la morada ya que esos seres viajeros de la Isla de Cerámica sólo pensaron en la belleza arquitectónica mas no en la seguridad de ellos mismos pues confiaban ciegamente en que nadie les haría daño. Para su fortuna, los hombres conocían su propia gente y les brindaron estrategias y maniobras a los Sgälagan, creando un nuevo hogar a salvo de los Äingidh y forajidos anónimos. Y como todos los dormitorios tenían ventanas al jardín lógicamente también era visible el lago y los árboles que rodeaban las aguas antes de avistarse el comercio y los hogares de la gente común de vida honrada viviendo en Älmandur. La comarca tenía su plaza independiente de la plaza del palacio que era el sitio exclusivo para celebraciones oficiales como el Festival celebrado dos días atrás. Inmóvil frente a una ventana cuya vista nocturna daba al jardín de peo- nías, azaleas y rosas, Frauke desenredaba unos cuantos mechones de su larga y rojiza cabellera. Sus ojos eran ausentes y opacos. La dama a su lado ordenaba las joyas dispuestas en una cajita sobre un mueble tor- neado y blanco tratando de adivinar lo que se cruzaba por la mente de la jovencita cuya voz desapareció tras la cena al no recibir explicación alguna de porqué nadie circulaba por el palacio más que su atareado padre. —Señora, ¿le parece si pongo los collares de perlas junto a las joyas de su madre? Frauke parpadeó, volteando lentamente. —Me parece correcto. —Espero que el espíritu de su madre no se enoje, a ella nunca le gusta- ron las perlas. —Lamentablemente, veo escasamente probable su capacidad de opi- nión. La puerta del cuarto fue golpeada bruscamente por una mano tosca cuyo anillo en el dedo anular resonaba ferozmente contra la madera. Mila, la dama que se convirtió en amiga de Frauke, avanzó rauda ante el llamado dejando ingresar a un agitado Hagen enjugando su frente con un pañuelo ridículamente pequeño para su mano. Hilvanó palabras mudas en sus labios antes de darle permiso a su voz. —Frauke, siéntate. —¿Por qué me lo pide? —Hija mía, sólo obedece. La muchacha se acomodó en una butaca dejando que la dama acomo- 134

Victoria Leal Gómez dara las telas de su vestuario. —Mila, retírate. —A su orden, señora. Mila se inclinó ante su ama y desapareció cerrando la puerta por fuera pero no tomando distancia suficiente para aislarse de la conversación. Afirmó su oreja en la madera. Hagen acompañó a su hija en la butaca de terciopelo y madera, soste- niendo sus manos cautelosamente, aún sudoroso. —Frau, mi niña querida, desconozco la manera correcta de entregarte esta noticia. Ha ocurrido anoche en nuestro sueño y se ha descubierto hoy por la mañana. Hemos estado abrumados con deberes y situaciones extrañas por consultar con mi hermano Albert… —Quisiera que hablara pronto, está asustándome. —Frauke, somos víctimas de algo inaudito. La reina… Adalgisa ya no está con nosotros. La jovencita llevó su mano derecha al pecho enseñando ojos grandes y brillantes de sorpresa. —¿Qué ha sucedido? ¿Acaso los dolores que nuestro rey manifestaba han sido traspasados a nuestra señora, enfermando gravemente? —Qué pudiera dar para afirmar tal hecho. Me libraría de este dolor y de esta confusión inmensa que se desborda. Adalgisa fue asesinada. —Padre, no siga, ya es suficiente con lo que ha dicho. —Jamás daría detalles de tal pecado mas hay algo que debemos consi- derar. —Dígalo, se lo suplico. —Es Wilhelm, mi amado sobrino… —¡Qué le ha pasado! El hombre de recios hombros se arrodilló frente a la doncella de velo diáfano, tomando las diminutas manos como si fueran a quebrarse. —Se ha dicho que Wilhelm es el responsable. —No, ¡NO! ¡Me niego a creer tal barbaridad! —Mi corazón te apoya en esta circunstancia, Frauke. La salud de mi hermano es tan delicada que el sanador le ha encerrado en la torre. Los dolores en su pecho han sido tan grandes que el resuello le falta… he ido a visitarle para darle la noticia mas las fuerzas que le quedan sólo le sirven para repetir el nombre de su niño… —Padre, un reino decapitado va en el sendero de la muerte… Hagen bajó la mirada pues los ojos de Frauke eran la viva estampa de su mujer cuyo viaje hacia la eternidad acaeció por los mismos extraños dolores de Albert. —¿Acaso este mal se haya atado a lo intangible de nuestros pensamien- tos? —¿Padre? —¿Acaso la maldad de nuestras ideas puede convertirse en algo palpa- ble que busca escapar del cuerpo? —¿Insinúa que mi madre era un ente malicioso? Hagen abandonó su postura en el suelo sintiendo temor de si mismo. Contando los pasos se devolvió a la puerta, abriéndola lentamente sin encontrarse con Mila quien permanecía oculta tras un lienzo en la pa- 135

El Sanador de la Serpiente red. El hombre sujetó la capa en sus hombros tratando de mantener su co- razón en una pieza. Minutos atrás quiso visitar al príncipe pero sintió terrible punción en el pecho cuando bajó a la mazmorra sumida en la oscuridad. Allí, durmiendo en brazos de Fritz yacía aquel niño, enseñando perdi- ción, dolor, abandono… tal imagen no era posible de soportarse por nadie y Hagen lo sabía. Simplemente no pudo hablar con el niño ni con los hombres a su lado, ni siquiera se atrevió a hablar con el guardia vigilando la celda, escabu- lléndose en la misma oscuridad que le llevó a la mazmorra. El hombre requería volver a los deberes de familia cuando su hija se lo impidió, sujetándole de la manga. —¿Qué ha sido de mi querido Wilhelm? —Le han llevado a calabozo pues se le ha encontrado con la daga en la mano. —Esto es… increíble. Wilhelm no sabe siquiera utilizar un cuchillo de carnes, ¿cómo podría lidiar con una daga? Cualquiera puede derribarle de un empujón, no sabe empuñar una espada, ¿quién fue el bárbaro que le acusó de ser asesino? —Se le encontraron rastros de Doncella de Luz en sus labios. —¿Acaso insinúa que Wilhelm se intoxicó con veneno para cometer la atrocidad de matar a su propia madre? ¡Esto es una farsa! —Según la ley, la única forma de hacer justicia es… —¡No, la muerte no es digna de visitar a Wilhelm! ¡Es inocente! —Mas es nuestro deber si queremos calmar los posibles ánimos de la gente cuando… —Padre, esto es incorrecto. Le suplico desde mi alma que encuentre la forma de indultar a mi amado. —No podemos tapar el sol con un dedo. Este es mi deber. Frauke apretó los labios frunciendo el ceño y se acercó a su padre, susu- rrante al saber que eran espiados por Mila. —Buen trabajo pero no mates al niño. Su vitalidad está inmadura pero cuando llegue a la adultez, será digno de mi. —Gracias, Elisia. Espero este cuerpo sea suficiente para obrar tu tarea. —Es bastante firme pero demasiado joven para mis labores. Ya te he dado lo que deseabas, cumple tu parte. —¿Qué necesitas? —Tráeme a ese Escudero de tu hijo. Lleva algunos años en las Artes Mágicas así es que será buen material. —Hoy le requiero, te lo entregaré mañana. —Me parece. La muchacha tomó distancia con el hombre cambiando la dura y ma- liciosa expresión de su rostro por las redondeadas facciones de Frauke quien ya no habitaba su cuerpo sino que le pertenecía a esa extraña entidad llamada Elisia. La voz suave de la niña también regresó y fue fingida para que Mila escuchara tranquila y sin sospecha. —Sea fuerte, padre. De vuestras decisiones pende un reino y nuestra 136

Victoria Leal Gómez Alianza con los Altos. Si ven malas obras en nosotros, recibiremos cas- tigo. Hagen sonrió complacido antes de cruzar el pórtico y desvanecerse en los pasillos desprovistos de velas y antorchas. Fue seguido por Nikola quien regaló una sonrisa a la joven Frauke siendo correspondido. La muchacha dibujó un signo de humo en el aire el cual fue leído perfecta- mente por el joven de cabello azabache dando un respingo de sorpresa estremecedora. ¿Debía estar contento o asustado? Sólo cuando la jovencita estuvo abandonada sobre su cama ingresó Mila, fingiendo ignorancia al servir una taza de hierbas para el sueño relajado. —Esto no puede estar sucediendo, vaya tragedia. Mila, ¿qué haremos? —Perdóneme señora mas algunas palabras alcancé a oír y lamentable- mente confirmaron el rumor que corre por todo el palacio. El cuestión de tiempo para que la noticia escape del control y llegue a la comarca y, entonces, no quedará más alternativa que coronar al nuevo rey… su padre. Frauke regresó a la ventana, recogiendo una hoja de filigrana asomada gracias a la brisa. —¿Qué pensarán los Altos de todo esto? De seguro se piensan que so- mos animales de granja. Mila, me gustaría descansar. Tengo mucho por cavilar y, honestamente, me siento agobiada con la noticia. —A su servicio, señora mía. Le deseo una buena noche, si es que esta es posible. —Gracias por tus intenciones. La sirvienta de traje oscuro tenía deberes consigo misma y no tardó en marcharse contenta al saberse libre de obligaciones con su joven señora. Frauke trituró la artesanía de oro entre sus dedos, mirándose al espejo de su mueble tocador. —Ya verán… pagarán por todas las humillaciones que nos han dado. La muchacha apagó la vela a su lado de un soplido enérgico, arrojan- do el polvo de oro por la ventana antes de desvestirse completamente y caminar por su aposento adornado con cientos de velos acariciando su piel. Avanzó desnuda hacia la tinaja en medio del cuarto de baño. Frauke mantuvo el tul estrellado en su cabello al sumergirse en la textu- ra viscosa de la tinaja a ras de suelo. El delicado cuerpo de la jovencita desplazó el líquido pálido que fue teñido de violeta marmolado hasta llegar al negro, envolviendo toda la cerámica del cuarto. La muchacha sonreía complacida pensando en Wilhelm mas sus ideas fueron interrumpidas pr la presencia de Nikola, quien sostenía un ves- tido negro. —Debería visitar al niño y mostrar preocupación. Deje ya esa charca, vamos a la mazmorra antes de que se deshagan del resto. —Sólo estás interesado en Helmut. —Mentiría al negarlo. —¿Tanto le aprecias? Yo creí que sólo era un juego de dos solitarios hombres en medio de la nada, perdidos en busca de un poco de afecto real. —Tal vez fue un juego para él. 137

El Sanador de la Serpiente Elisia abandonó la tinaja con la piel joven y tersa, permitiendo a Nikola situar el vestido en su cuerpo. —¿Tal vez? Anda Nikola, asúmelo: Helmut sólo te necesitaba para des- ahogar sus instintos pues sabes perfectamente que su corazón le perte- nece a una doncella. Deja de perder tu tiempo, abre los ojos. En verdad tú eres capaz de dar la vida por él pero Helmut no tiene intenciones de tener algo serio contigo, es más, ni siquiera se ha esforzado en ayudarte cuando estuviste herido por su culpa. —No hables como si le conocieras, por favor. Sabes perfectamente que no tengo paciencia ni modales para aguantar pendejadas de nadie. El vestido fue abotonado en la espalda, el cabello puesto sobre los hom- bros. Elisia sonreía mirando a su Caballero a quien mimó el afilado pó- mulo. —Como quieras, lindo. Ahora iremos al salón de reuniones, la mazmo- rra puede esperar. Necesito pensar cómo convencer a Helmut de que se una a nuestra causa. Aunque claro, es obvio un plan sencillo porque el pobre no tiene mucho cerebro. —¿Por qué harías eso? —Él es muy fuerte, ¿no es así? Además, le haz corrompido con el placer que le has regalado por tantos años, parte la energía que haz absorbido practicando las Artes se la haz traspasado. Créeme, será fácil ponerlo de nuestra parte y estará contigo para siempre, si así lo quieres. Nikola amarró las cintas en la cadera de Elisia. Tras ello enseñó vía tran- sitable hacia el laberinto, camino al calabozo en el subterráneo más pro- fundo del palacio pero alguien se les adelantó y era Mila, quien al tener orejas dotadas de gran audición escuchó toda la plática entre los brujos. La sirvienta estiraba las piernas al máximo para ganar un poco de velo- cidad cuyo fin era aquel paradisíaco cuarto donde las delicias se hornea- ban durante el transcurso del día. Escabulléndose entre dos jovencitas, la dama de compañía robó tres panes rellenos de fruta antes de retomar su carrera por los pasillos y escondrijos del palacio. Tras la chimenea en la biblioteca, una larga y oscura escalera maltratada por los pasos llevó a la mujer directo a la sala donde los guardias dormi- taban. Con pasos lentos y silentes fueron esquivados los ronquidos y los jarros de cerveza, sosteniendo los panes rellenos entre los paños blancos y humeantes. Mila llegó hasta la celda encargada al jovencito de bufanda azul que hacía la guardia. —Psst, ¡oye! El guardia cabizbajo dio un respingo al reconocer la voz. —Señora Mila, no debería colarse en estos lugares. Esta mazmorra huele a meados de borracho y que mis ancestros reconozcan las demás pestes. —Te traje pancitos de fruta, imaginé que podrías tener hambre. —Hay miles de cuestiones inundando mi mente y corazón. Es difícil brindarle alimento a mi cuerpo… pero tienes mis eternos agradeci- mientos. —Ay, no seas tan formal, tú tampoco deberías estar aquí. —El deber llama y no puedo dejar solo a mi niño. —Bueno, si eso es lo que quieres no me queda más que apoyarte. —Márchese, si le ve el Jefe de Guardia le cortará las orejas y no se las 138

Victoria Leal Gómez dejarán bonitas como a Näurie. La mujer besó la frente del guardia antes de correr por la misma escalera que le dio abrigo. El joven desató el nudo del paño blanco y vaporoso, disfrutando del aroma de tres panes rellenos con ciruelas. Lentamente, el guardia se acercó a la celda asignada, estirando los panes hacia el in- terior. —Yo ya comí. En la mazmorra, Benedikt y Fritz compartían su silencio hombro con hombro, afirmando las espaldas en las piedras. Del otro lado, en el rin- cón más sombrío, Helmut abrazaba a su primo quien trataba de dor- mir sin conseguirlo. Quiso acercarse para examinar lo ofrecido por el guardia mas fue Fritz quien tendió la mano, recibiendo los panes aún calientes. —Vaya gesto inusual… espera, a ti te conozco. —Señor, me las ingenié para quedar de guardia aquí abajo. Estoy pre- ocupadísimo por el príncipe, yo sé que él es un niño de buen corazón y… y le he visto entrenar con su primo. La verdad es que jamás habría podido usar esa daga. —Willie no puede ni uzar un mondadientez, ¿verdad, primo? El niño miró a Helmut con una sonrisa opaca, asintiendo con cierta vergüenza antes de mirar al guardia imberbe de mentón pequeño. Le analizó inquisitivamente porque algo en su memoria se despertaba con los ojos de la muchacha fingiendo ser varón. Afortunadamente, la altura y la delgadez huesuda jugaban a su favor pero el uso de la bufanda resul- taba necesario para ocultar sus facciones delicadas de Sgälagan juvenil. Helmut era un hombre de dos metros y Fritz le llegaba a las cejas. Así también era Benedikt y aquel guardia parecía ser más alto que el mis- mísimo primo del príncipe pero la postura encorvada y las rodillas flectadas le hacían ver reducido, incluso enfermizo y tal vez esa era su intención. Fritz analizaba el pan hervido con desconfianza y tenía razones grandes para hacerlo. Se lo llevó a la nariz y planeaba morderlo cuando la mano de Helmut le detuvo, mirando al guardia inquisitivamente. —Come un bocado y dezpuéz veremoz. Benedikt abrazó a su niño, le envolvió con su propia túnica roja por sobre la gris. Helmut y Fritz mantuvieron su posición firme cercana a los barrotes, observando al guardia de cejas abundantes y cobrizas. Fritz descubrió la identidad del guardia al verle comer un trozo de cada pan, retirando la masa cuidadosamente con las yemas de los dedos libres del guantelete de la cota de malla. Sin embargo, el hombre de gris guardó silencio, sintiéndose estúpido al desconfiar de aquel guardia. Una vez fueron probadas las tres masas rellenas, insistió en ofrecer la merienda dulce. —Por favor, no han comido en todo el día. Estoy preocupado por esos niños. —Oye, que no zoy un niño. Déjame aquí hazta mañana y veráz que puedez trenzar mi barba. —Amo Helmut—Fritz giró ofreciendo los panes. Uno de ellos fue para Wilhelm, el segundo para el Caballero y el tercero fue compartido entre 139

El Sanador de la Serpiente Fritz y el entristecido Benedikt—Usted sin duda es un adulto mas, para nosotros, siempre será como un bebé. —Qué te queda, primo, erez un nonato—Helmut apretó a Wilhelm en- tre sus brazos sin conseguir animarle—Pero eze guardia… tiene la piel brillante, al igual que Wilhelm. Entiendo la bufanda en la cara, ¿ez dez- cendiente de Sgälagan? —Olvide al muchacho, estiado Helmut. Sólo… confíe en él. —Que no zoy inbézil, ez una “ella”. —Las noches son muy frías en el calabozo—El guardia se alejó de la celda, frotando sus manos al beber de la cerveza en la mesa— Pero si traigo mantas me sacarán de este lugar. Ah, señor Capitán Caballero… —¿Cómo me llamazte? Bah, no tengo ganaz de corregir a nadie, dejaré pazar la burrada que haz dicho. Anda, qué quierez. —Por favor, no intente escapar. Aguante los impulsos aunque sea esta noche de alta vigilancia y tensión. —Que tan bruto no zoy, de verdad… Bueno, todavía. —Tu ayuda es suficiente. Muchísimas gracias. —No es nada, amo Fritz. Pero ya es hora del cambio de turno, que los Altos les bendigan. —No me llame “amo”, por favor… —Nos vemos por la noche, veré que más puedo hacer por los pequeña- jos pero no se hagan ilusiones. Está peliagudo. El guardia anduvo entre el fango y las polillas languidecientes, repor- tádose sin novedades ante su superior, saludando a su colega de turno con un choque de nudillos. Una vez libre para el descanso, la muchacha se quitó el yelmo a solas, liberando una larguísima cabellera cobre que rozaba sus pantorrillas. Arrastró los pies por el palacio hasta llegar al co- rredor adornado de retratos con reyes anteriores. Sus dedos enrojecidos de frío disfrutaron del velo cubriendo algunos retratos, incluyendo el de Wilhelm. Se quedó obnubilada por un marco cuya pintura fue rasgada y agujereada por un furioso cuchillo, deformando los rasgos de aquel soberano cuyo nombre fue borrado junto con el de sus padres. —Confío en ti, budín. La mujer vistió su yelmo nuevamente al escuchar los pasos de colegas quienes le saludaron palmeándole los hombros, desapareciendo en la primera bifurcación hacia la biblioteca oculta, sitio donde la historia de Älmandur era reescrita a favor de los nuevos reyes. Lentamente la guar- dia se deslizó por los callejones memorizados a la perfección, guiándose por sus largas orejas adornadas con pepitas de oro y cadenas uniendo argollas. Sin darse cuenta llegó al cuarto deseado, manteniendo su vigi- lancia escondida tras una estantería. En la mesa al centro del salón, Se- bastian sentía que la rabia le era imposible de domar, golpeó el mueble en vano intento de liberar la presión en su pecho mas nadie se sobresaltó pues sus diminutas manos jamás impusieron respeto. —¡Cuántas veces he de reiterarlo! ¡Soy ignorante de cómo mi daga llegó al cuarto de la reina! En el otro lado de la mesa estaba Hagen, rascando su barbilla insisten- temente. —Me gustaría creerle, joven pero… 140

Victoria Leal Gómez —¡Pero nada! Anoche yo estaba en otro sitio, resulta imposible hacerme responsable de tal crimen. —Los rastros de sangre indican que nuestra dulce señora fue atacada al amanecer. Cuando los guardias arribaron usted ya estaba en el sitio y la herida propinada es muy certera, ¿quién más si no es usted? —Llegué acompañado de Helmut y luego se unió Fritz. Para entonces la dulce señora ya no estaba en este mundo. Ritter, quien deseaba mantenerse al margen de la discusión, abandonó su puesto en las lejanías del despacho, sujetando a Sebastian por el bra- zo. —Señor von Freiherr, soy testigo de la inocencia de Sebastian. Recuerde que por la mañana compartimos el desayuno. —Helmut, ¿qué hay de él? —No puede ser, ¿sospecha de su hijo? —Señor, Helmut desayunaba con nosotros, ¿no lo recuerda? —Sí, sí, tienes razón. Pero pudo hacerlo antes del desayuno… —Lo dudo pues antes de dirigirse al Salón Blanco compartió una charla con su Escudero. —Ese pendejo hay que borrarlo del mapa antes de que sea un problema. —¿Señor? —¿Qué hay de Jade? Oh, el también estaba en la mesa con nosotros… Ritter se sentó en ell escritorio de Hagen, negando con la cabeza. —Me encargué de llevar al Embajador de regreso a su navío. Hemos garantizado su retorno pacífico a sus tierras. —Por todos los Altos, ¿cómo es que fuiste incapaz de detectar esa dro- ga? ¡Mira en el lío que nos haz metido! ¡Necesitamos a un culpable para colgarlo en el cadalso y así aplacar a la gente!—Hagen se arrojaba en la butaca dorada, bebiendo un jarro de vino—Ay, qué dolor de cabeza… —Me alegra escucharle mencionar ese detalle, señor. Usted sabe que yo soy el responsable de revelar sustancias nocivas en los alimentos pero anoche, la comida estaba limpia. Puedo jurarlo por Näurie, Tëithriel y mi esperado segundo hijo, Thëriedir. Sin embargo, nadie despertó antes de las diez de la mañana y nadie lo hizo sintiéndose bien, señor. —¿Estás seguro? —Hablé con Äweldüile, reportó los malestares estomacales en la señori- ta Lotus. Ella aún está convaleciendo en la torre. Hagen se puso de pie caminando en círculos en medio del despacho, rascando su barbilla, atando cabos. —Ritter, fuimos envenenados. —Señor, por mi negligencia estamos lamentando algo terrible. —Senescal, ¿qué clase de sustancia fue esa? El hombre de cabello cano bajó la barbilla antes de confesar. —No lo recordaba hasta hace unos minutos en que Äweldüile y yo re- visamos un manuscrito. Unas gotas son suficientes para contaminar los líquidos… Nosotros bebimos Doncella Nocturna pero en los labios del pobre y examinado príncipe se encontró otra sustancia. Es inodora, in- sípida, supuse que se trataba de Doncella Nocturna por el gusto metá- lico pero ha sido un error, es una sustancia mucho peor, usando como base aquella planta junto con otras raíces imposibles de identificar. Un 141

El Sanador de la Serpiente combinado magistral, sin duda. —No alabes al brujo que fabricó esto. —La preparación provoca un estado de trance con posterior amnesia y sensación de alivio. A veces provoca rechazo—Ritter miró a Sebastian, notando una debilidad escondida bajo gallardía—como sucedió contigo y tu hermana. Pero necesito destacar un detalle importante… que nues- tro estimado Sebastian ya ha descubierto. —Detente. —Esta droga es empleada por asesinos para realizar sus fechorías sin es- fuerzo, duplicando sus fuerzas, borrando sus memorias al poco tiempo. —Pero Ritter—Sebastian sujetó el hombro del Senescal, incrédulo ante sus palabras—No es secreto que el príncipe es torpe con las armas. —Mas ha sido entrenado de todas formas, querido mío. Estoy seguro de que podría defenderse perfectamente si alguien decidiera atacarle, que sea torpe no le hace ignorante en la materia y, en medio de espanto, podría ser letal como cualquiera de nosotros. Tal vez siendo amo de su mente es un niño limpio y suave pero bajo los efectos de la mordaz preparación es imposible aseverar la incapacidad del príncipe para… —¡Detente! Limpia tus labios antes de hablar así de Wilhelm. Ritter sonrió complacido al enterarse de la extraña lealtad mostrada por el muchacho confundido por el gesto del Senescal quien amistosamente acarició su hombro, aprobándole en secreto. Hagen miraba por el ventanal inspeccionando la estricta vigilancia or- denada minutos atrás, evitando el ingreso al puente del palacio y, en consecuencia, a la residencia. Se alejó de la vista en la ventana deleitándose con las pinturas en busca de relajo, divagaba entre los cántaros y las maderas de los muebles tra- zando los movimientos venideros, observando al acorralado Sebastian de ojos helados. Hagen conocía esa mirada inexpresiva, de pupilas dila- tadas por la sombra y respiración calma. Le conocía de pequeño y desde el primer día en que comenzó su entrenamiento de Caballero, momento decisivo a la hora de desarrollar un instinto bien escondido bajo la ves- timenta elegante y el peinado de señorita. —Joven Klotzbach, ¿hay algo que desee agregar a la conversación? Estoy por finalizar este encuentro. —Nada, señor. Escuchamos sus decisiones. Sebastian soltó la empuñadura de su daga, apartándose de los varones a su lado. Tal vez sintió temor de si mismo porque dio la espalda sin importar la nueva autoridad de Hagen, siendo Ritter el encargado de finiquitar la reunión. —Mi incompetencia es mi pecado. Sebastian dio un paso acercándose al Senescal, angustiado hombre quien sostenía su cabeza con ambas manos. —Ritter, no cargues la culpa en tus hombros. —Es mi responsabilidad… al ser culpable de incompetencia, mi autori- dad de Senescal es absurda. El nuevo guardián del trono a de ser alguien digno y sólo veo a una persona lo suficientemente capacitada para reci- bir este deber. Hagen, hazme el honor de… —Por favor, analiza la situación antes de hundirte. Ritter, esto puede ser 142

Victoria Leal Gómez una trampa. —Sebastian, sé lo que hago. No soy un niño. —Jóvenes—Hagen dio media vuelta sin beber del vino en su copa— Debo cumplir con mi obligación y, ya que el amable de Ritter me entre- ga su cargo, dictaré mi primera orden como Senescal. Sebastian, lleva al deshonrado Neuenthurm a la mazmorra. Sebastian cruzó miradas con Ritter, parecían compartir un diálogo mental cuando el Senescal hizo abandono de la mesa donde reposaba, tocando el hombro del joven de púrpura. —Si fueras incapaz de blandir tu espada, ¿podrías seguir llamándote Caballero? ¿Serías capaz de cuidar a tu amo? Sebastian desenfundó su daga afirmando el filo en el cuello de Ritter. —Sea su voluntad, querido Hagen. Llevaré al traidor a la mazmorra a que le azoten. —Es reconocida tu prudencia, jovencito. Me alega tenerle a mi servicio. Ritter mantenía un perfil bajo pero tenía fuerzas y derecho de una últi- ma petición. —Quisiera unos minutos con usted antes de llevarme al encierro, señor von Freiherr. —Di lo que tengas que decir. —A solas, por favor. El joven Klotzbach se llevó a los guardias en la puerta hacia un salón contiguo. Antes de aislar la sala Ritter le alcanzó, sujetándole de la mu- ñeca. —Y sin oídos ni ojos en los muros, por favor—El antiguo Senescal gui- ñó un ojo a Sebastian, quien mantuvo su expresión fría— Abandone esa mala costumbre. Sebastian asintió con la cabeza cerrando el pórtico pomposamente. Ha- gen dejaba su copa de vino en el escritorio, revisando unos documentos por sellar cuando Ritter regresó a su sitio frente al escritorio. —Le escucho, estimado traidor. —Hueles a sangre, Hagen. El hombre de barba naranja evitó las expresiones en su rostro, excepto por una sonrisa de burla. —Dicen que los Altos tienen los sentidos bien abiertos. Hasta el día de hoy, no comprendo porqué Albert te perdonó la vida. —A mí, a Fritz y a Benedikt se nos dio el favor de servirles para mante- ner a salvo al verdadero heredero de Älmandur, a quien llamas sobrino. —Wilhelm no sirve siquiera para ver si llueve. Ese Heredero ha de desa- parecer, tal y cómo lo hicieron sus padres y su tío. Ahora, Ritter—Hagen estiró la mano majestuosamente, señalando la única puerta del salón barnizado—Recuerda que te espera tu nuevo palacio. —Hagen… —Puedes decir que huelo a sangre, que mandé a forjar una copia del puñal de Sebastian y que asesiné a Adalgisa. Muy bien, hazlo, pero te re- cuerdo que no tienes pruebas. Es una lástima haber cometido el error de cálculo por culpa de la noche, ¿quién podría distinguir entre el cuerpo de una flacuchenta huesuda y el espanta pájaros sin carne que tenemos por príncipe? Ese Wilhelm es muy afortunado pero la suerte jamás dura 143

El Sanador de la Serpiente eternamente. Ahora, si me disculpas, mi querido Ritter… —No vuelvas a llamarme Ritter. Ese nombre humano me ha sedado por muchos años. Hoy vuelvo a ser Äntaldur. —Como sea, a nadie le importa. Tu familia es débil. Hagen aplaudió tres veces en el aire destapando una posesión brillante entre sus ropas. Äntaldur la reconoció, lamentando memorias al ver la aguja de cuarzo violeta. Äntaldur agarró una espada adornando una muralla, blandiéndola con- tra Hagen quien detuvo el ataque nada más con pensarlo. La mano del Caballero temblaba en el aire, siendo detenido por una muralla delgada como un cabello. —¡La Piedra del Crepusculario! ¡Cómo la haz conseguido, brujo infa- me! —No pensarás que me ocupé de los Äingidh por esas tierras baldías cercanas al volcán. Nikola, sal de allí y llévate a este mequetrefe. Sácale un poco de información y luego… bueno, haz lo que se te de la gana. —Sí, señor. Arenisca de color noche se arremolinaba en las alfombras a los pies de Äntaldur cuya espada fue transformada en una pila de masa viscosa y oscura similar a la brea de los pantanos. El hombre desconocía las pa- labras adecuadas en defensa de seres tenebrosos rodeándole. Golpeaba sus hombros, brazos y piernas buscando quitarse el polvillo de encima pero era inútil, aquella arenisca formaba patrones familiares, la esbeltez del esqueleto antes de recubrirse por carnes, la carne cubierta por arma- duras brillantes como las plumas de los cuervos. Los ropajes azules de Äntaldur fueron desgarrados por aquellas alima- ñas parpadeantes vagando entre un mundo y otro, cogiendo los brazos y los pies del Sgälagan, llevándole entre el crepúsculo escaleras abajo, hundiéndose en espirales y manos de largas garras cortando su piel. 144

Victoria Leal Gómez 145

El Sanador de la Serpiente 9. Hesh Cuando finalmente tuvo fuerzas para abrir los ojos, Frauke supuso que la medianoche era ya algo anciano siendo la mañana rena- cida entre aves sin voz. Lo primero en divisar frente a la bruma en sus ojos fue la estampa de un impaciente Nikola quien le ofreció un vaso de agua, ayuándole a sentarse en la cama. —¿Por qué estás en mi dormitorio, pervertido? —No me malinterprete, Mila fue en busca de una merienda. He venido sólo porque me lo ha suplicado. Frauke analizó la figura estilizada del hombre a su lado quien por vez primera era visto sin armadura. La túnica café moruno caía grácil por los anchos hombros del joven pálido y ojeroso por falta de sueño. La jo- vencita desvió su mirada al descubrirse hipnotizada por los ojos negros del sirviente junto al catre. —¿Qué ha pasado? —Usted perdió el conocimiento durante un paseo. Le he cargado hasta su aposento y… —Vete, me desagradas. Tú y tus cejas que simulan el vuelo de un cuervo. Gracias por lo que hiciste pero no esperes nada más de mi, ¿entendiste? —Como lo desee, mi señora. —No soy tu señora, no soy nada contigo, ¿te queda claro? Sólo eres el siervo de mi hermano y NADA MÁS—Frauke se miró en el reflejo del espejo en la pared, descubriéndose de negro y enfermiza—Pero qué me… Nikola tomó la mano de la joven, tendiéndole cariñosamente en los al- mohadones. —Permítame recomendarle el reposo por unos minutos—Nikola exten- dió su mano, ofreciendo un segundo vaso de agua—Por favor, beba. —¿Te comportas así con Helmut? ¿Eres así, dulce y de buenas palabras con él? —¿Tiene alguna importancia en este momento? —Sí, la tiene. —¿Celosa? Frauke sujetó la mano de Nikola apoyándola en su pecho. Invitó al sir- viente a sentarse a su lado. El hombre observaba a su señora con sere- nidad. —Respóndeme, por favor. —Helmut es mi amo. —Bien… muchas gracias. —¿Por qué me agradece la repetición de algo ya sabido? —No lo sé… tal vez porque siento alivio al creer que ustedes son como hermanos. —Quisiera entenderle mejor. —Es sólo que… ustedes son tan cercanos que me asusta. Incluso estu- viste en el momento que la esposa de Helmut falleció y… no sé. Ha sido así siempre, junto a él sin importar nada… —Su padre me lo ha ordenado, señora mía. Me encargó la vida de su amado hijo y eso hago, cumplo mi palabra de servirle en lo que desea. 146

Victoria Leal Gómez —¿En todo lo que él desea? El crujir de la madera en los suelos delató los pasos de Mila y su bandeja repleta de suaves sensaciones al paladar. Nikola retiró su mano del pe- cho de su señora ayudando a la sirvienta a posicionar la bandeja antes de retirarse silencioso. El corazón de Frauke se retorció apenas el Escudero decidió disolverse en la niebla del corredor. La muchacha tomó el brazo de Mila intensa- mente, creyendo alucinar. —¿Por qué haz permitido que se me acerque ese malhechor? ¿Es que no sabes de su horrendo pasado? Mi último deseo es compartir el aire con semejante bandido y él se ha dado el lujo de tomarme en sus brazos y envolverme en mis mantas… de seguro se quedó plantado mirándome dormir. —Señora, el joven tiene buena voluntad, ¿quién más pudo haberme ayudado en ese momento? Se hallaba próximo y desocupado. —Son tapaderas, Mila. Ese tipo era un ladronzuelo de cuarta antes de unirse a la Academia de Caballeros para escalar por dinero. Ahora se dedica a lamerle los callos a mi hermano con fines... ¿es que nadie le ha visto la cara? ¡Me mira como si fuera la única mujer en el mundo y me da asco! Sus ojos tan negros me espantan, imponen afán extraño, de se- guro conoce algún embrujo para hechizarme con su mirada sin fondo. —Ama, sírvase un poco de sopa—Mila ofreció una cuchara de plata cuyos espacios vacíos y parábolas eran memoria de árboles—Enseña un desplante debilitado por una enfermedad extraña. En minutos vendrá Äweldüile a revisarle. Desde mi corazón, por favor no… —Quiero que sigas a Nikola y averigües qué trama. —¿Eh? —¿¡Estás sorda!? —No señora, le entendí. —¡Vuela, ya! —Ama, hay una reunión en el Salón del Trono. El joven von Hesh men- cionó sobre su presencia allí y… —¿Y eso es un apellido? —Se trata del nombre antiguo de las tierras conquistadas por su herma- no querido, señora. Fueron regiones antiguas de los Äingidh y ellos le bautizaron con esa palabra. Se rumorea que el joven Nikola fue criado por esas alimañas al quedar huérfano. —Si es verdadero el rumor, ¿por qué conservar un apellido tan terrible? ¿Tal vez para enseñar su desinterés al asesinar a quienes fueron su fami- lia? Ves, te lo he dicho, es un malhechor, horrendo y despiadado… pero sigámosle al Salón del Trono sin que nos vea. No, mejor voy sola. Me esconderé en un pasadizo y escucharé a hurtadillas. —Como desee… yo prepararé la visita del sanador antes del desayuno. —Muy bien, a esa hora estaré aquí, te lo prometo. Frauke era conocedora del palacio y también diestra permaneciendo oculta pero el maestro de las escondidas era Wilhelm y gracias a él re- cordó angosturas y recovecos, llegando rápidamente al Salón del Trono sin ser detectada por los somnolientos guardias de turno. Afirmando su oreja en la madera escarbada de la puerta, accidentalmente su mano 147

El Sanador de la Serpiente rozó un cristal heladísimo obligándole a retroceder pues el dolor apare- ció en su joven carne amoratada y venosa. Al acercarse y ayudarse por la escasa luz descubrió un cristal verde formando parte del intrincado relieve en el pórtico. El bajorrelieve enseñaba un hombre de túnica sos- teniendo un cayado pulido con siete piedras de colores aplastando la cabeza de una serpiente con su talón. El animal lucía vencido mas roía su cola formando un anillo admirable a pesar del dolor en su espina. La jovencita intentó leer los caracteres tallados en la vara mas pertenecían a un idioma desconocido y variopinto que unía la primera letra con la última ¿tal vez fianlizaba una frase en sustitución de los puntos? Un golpe furioso sobre una mesa generó alarma en Frauke quien dio un salto antes de retomar su posición junto a la madera, espiando por los agujeros en la madera antigua. —¡La única forma de que el reino permanezca en paz es eliminando la amenaza! —Pero no hay pruebas contra Wilhelm. —Dejó de ser inocente al momento de cometer tal atrocidad. —Hagen, usted le pide prudencia a todo el reino pero, ¿qué hay de us- ted? —¡Calla, Sebastian! Me dan ganas de cortarte la lengua. —Hagen tiene razón, joven. Lo mejor que podemos hacer, siempre pen- sando en el bienestar de Älmandur, es eliminar la amenaza de posible discordia. Aquel niño cometió el crimen de asesinar a la reina y no tar- daré en ir a por el rey o… Frauke abrió la puerta de par en par, ingresando de un taconazo a la reunión. —¡Wilhelm es inocente! Los nueve varones reunidos en torno a un mapa rayado y con banderi- nes miraron de arriba abajo a la muchacha quien caminó segura de sí afirmando sus manos sobre los papeles. —Padre, ¿cuál es tu plan? He notado locuras parladas contra el príncipe, ¿dónde están sus cabales? —Querida, he meditado en tus palabras. “Un reino decapitado va en el sendero de la muerte”. Mi querido hermano está grave en la torre, medi- das a la altura de los hechos claman desde este salón. —Sebastian, ¿son esas palabras fiel reflejo de lo sucedido? El muchacho ofreció un asiento a la doncella quien sujetaba la manga del siervo con angustia. —Acabamos de regresar de la torre, estimada. Ojalá su padre mintiera. El rey exhala sus últimos resuellos y el sanador nos ha dejado claro las escasas posibilidades de salvarle sin la ayuda de… un milagro. —No, no puede ser… Hagen tomó las manos de su hija mientras Sebastian servía un vaso de agua. La muchacha escudriñaba los ojos de su padre, encontrándose con la misma sensación vacía presente en los ojos de Nikola. —El ayudante mudo de Äweldüile custodia el único portal que sirve de entrada a la torre. Sólo Sebastian y yo pudimos ingresar como visitantes pero los hombres de este sabio Concejo han sido atacados por un rayo nacido de su mágico bastón arrebatado del Bosque del Olvido. Terrible 148

Victoria Leal Gómez arma, debemos hacer algo al respecto. Äweldüile nos ha dejado claro que nadie puede visitar al rey a no ser que se trate de un sanador o su familia directa. —Padre, no hay más sanadores en Älmandur, no puedes hacer esto, no puedes… ¡no lo hagas! —Es mi deber, hija querida. —Papá, Wilhelm es inocente, doy lo más sagrado de mi por él. Yo sé que sería incapaz, él es puro, lo más puro en este reino es su corazón. Frauke hundió su rostro en el pecho de Sebastian siendo contenida y alejada de la mesa donde los hombres alrededor del mapa acomodaban banderines. Recibiendo suaves caricias en su nuca, la doncella abrazaba a quien le daba cobijo, escuchando un corazón en llamas. La mucha- cha miró los ojos de Sebastian, tan decididos y cristalizados que eran contradictorios al fuerte latido en su pecho. Frauke admiró la destreza de ocultar la rabia pero ella no se sentía lo suficientemente hábil para esconder su desesperación. El nuevo Senescal mimó el hombro de su pequeña inclinando su cabeza dulcemente. —Hija querida, un corazón enamorado tiende a la ceguera y a la nega- ción. —¡No estoy ciega! —Querida mía, es hora de conversar a solas. Hagen forzó a su hija a caminar fuera del salón arrastrándole por las al- fombras chasqueando los dedos para impedir el seguimiento de Sebas- tian quien fue aprisionado por los guardias de areniscas negras envol- ventes. Al encontrarse desarmado e ignorante de las pegajosas manos reteniéndole el joven dio media vuelta, regresando al mapa. Frauke fue humillada entre tirones y bofetadas hasta un nuevo salón iluminado por dos cirios junto a una butaca de gamuza verde. Extra- ñamente el cielo se transformó en azabache sin aviso alguno y de las avecillas mudas sólo quedaban los nidos sin huevos. Los ropajes azules de Hagen se deslizaron sobre los pies de la muchacha, cuyo mentón fue levantado por el anular. —Harás lo que yo te diga. —Por favor, padre, absténgase de dañar la integridad de Wilhelm… —Oh, por favor pequeña. Tú haz comenzado este melodrama y ahora lloras suplicando por la vida del perfecto imbécil. —Padre, ¿de qué habla? Albert sujetó de los brazos a Frauke, clavando sus ojos en el rostro de la doncella. —Tú le diste una dosis especial de Doncella de Luz a Wilhelm. Aún debe estar atontado, probablemente duerma como idiota hasta que el efecto final le aturda para siempre. —¿Cómo? ¿Cuándo? ¿En qué segundo fui capaz de entregarle algo no- civo a mi querido Willie? —En la fiesta de compromiso, ¿no recuerdas la copa que llené con mos- to dulce? Frauke tapó su boca con ambas manos alejándose lentamente de su padre sin poder hacer más que abrir los ojos al recordar la torpeza de 149

El Sanador de la Serpiente Ritter ensuciando la cinta de compromiso. La muchacha descubrió la intencionalidad del gesto, expresando su alegría. —Estoy feliz de que el pobre de Willie no sea mi futuro esposo. Los Al- tos le han protegido de usted, los Altos mantendrán su inocencia. —Sí, Wilhelm es inocente, demasiado inocente para mi gusto. Esa cuali- dad es inútil en el Trono. Sólo aquel hombre capaz de herir a los que ama puede blandir la Corona pues nada más que dolor trae el poder. Hija, ¿recuerdas la historia del reino hundido en las aguas? ¿Por qué crees que desapareció? Sus reyes fueron tan inocentes que dejaron a sus tierras hundirse en la debacle de los invasores quienes, en actitud de hormigas; se hicieron con todo lo bueno del reino. Lentamente, socavaron las ri- quezas y el bienestar hasta que no quedó ni una doncella casadera. ¿Eso quieres para este reino? —Tramaste todo desde un comienzo para ponerte la Corona—Hagen giraba el anillo en su anular mientras Frauke liberaba sus lágrimas, ale- jándose cada vez más de su progenitor— Me usaste contra nuestra pro- pia sangre… Ahora entiendo por qué mis manos tenían un hedor tan extraño, la prisa por el compromiso, todo tiene sentido. Hagen tomó las manos de Frauke, besándolas antes de afirmarlas en sus mejillas y mirarle con frialdad. —Hija querida, por supuesto que todo tiene sentido pero este sacrificio fue pensado para alguien más. La Corona no le sirve a un hombre viejo quien ya tiene todas las riquezas soñadas y la muerte a su espalda. Esto es por ustedes, mis retoños hermosos. —¡Mientes!—La muchacha arrebató sus manos, irguiéndose rauda, apagando un cirio con el aire—Lo haces por ti, ¡porque siempre has envidiado al tío Albert! El hombre de azur usó su altura y opulencia acercándose a la muchacha, arrancando el velo atado a su cabello. —Frauke… —Eres un hombre terrible, los Altos te castigarán. Si matas a Wilhelm le dejarás como un mártir y el reino te lo recriminará si se prueba su inocencia. Además, la gente del reino aún no se entera de nada. —No lo había considerado… sabia eres, pequeña Frauke, pero no lo suficientemente cauta. Hagen chasqueó los dedos invocando cuatro hombres de armadura ne- gra desde los rincones donde la luz del cirio no llegaba. Los seres de la umbra rodearon a la muchacha. —Frauke, pensaba en convertirte en la esposa de Helmut para que jun- tos fueran reyes de esta tierra. Ahora veo que en ese estado eres más un estorbo que una ayuda. Es hora de que pares tus intentos por dominar a Elisia, es hora de guardar tu corazón en un sitio diferente, del cual nunca podrás despertar. Un segundo chasquido ayudó al viento abrir la ventana, rompiendo los vidrios, apagando el último cirio encendido. —Papá, ¿acaso mi defecto fue nacer siendo mujer? —Helmut nació para ser rey. —¡De tu hijo NUNCA tendrás lo que esperas! El furioso hombre hartado por la voz de su hija bajó la mano hiriendo 150


Like this book? You can publish your book online for free in a few minutes!
Create your own flipbook