Important Announcement
PubHTML5 Scheduled Server Maintenance on (GMT) Sunday, June 26th, 2:00 am - 8:00 am.
PubHTML5 site will be inoperative during the times indicated!

Home Explore El Sanador de la Serpiente

El Sanador de la Serpiente

Published by Victoria Leal, 2021-07-27 17:36:52

Description: El Sanador de la Serpiente

Search

Read the Text Version

Victoria Leal Gómez —No sabes de lo que soy capaz, ni yo aún lo he descubieto pero si vuel- ves a decir que destruirás todo… —Je, intenta hacerme daño, niñito. Inténtalo y verás lo que te pasa. La mujer veía a su maestro arrastrar los pies cuando sintió el olor a comida salir por la ventana. Ëruendil lo disfrutaba profundamente pero Ëlemire lo encontró repugnante, tanto que dio un respingo evidente en sus orejas, sujetando las náuseas. Äerendil giró su cabeza cuando escuchó el retroceso de Ëlemire. —¿Qué pasa, ahora no te gusta el pan con ajo? Ëlemire negó en silencio, asustando al pobre Ëruendil quien se sujetaba a duras penas con el báculo. —Eli, estás pálida. —¡CÁLLENSE! Déjenme sola. Ese ajo huele medio raro, es todo. *** Sin perder más tiempo en nimiedades, Sebastian se encerró en su aposento donde un sirviente aguardaba cabizbajo y dispuesto a ayudarle a vestir sus galas nocturnas. Era la tercera vez que aquel hombre auxiliaba en desvestirle, bañarle y acomodar nuevos atavíos sobre su cuerpo. Sebastian tenía la sensación de que jamás lograría habituarse a una atención tan cercana recordando que Wilhelm era de aquellos traviesos que aleteaba desnudo con Bene- dikt, arrojándole las pastillas de jabón por la cara. Sebastian aplastó el hombro de su sirviente cuando este señaló el cuarto de baño. —Vete, búscate un mejor trabajo. —Amo, usted necesita… —Yo puedo atenderme solo, no estoy manco ni cojo. —Al menos, permítame desenredar su cabello y ordenar sus ropajes. —NO ME TOQUES. Deja la ropa colgada que yo sé ponérmela. Ya vete de una jodida vez, ¿es que no entiendes cuando te hablo? Sebastian se alteró al descubrir que ya no hablaba su propia lengua materna sino que Sgälagan. El sirviente observó la sorpresa de su amo, apartándose antes de recibir un golpe pues no sería el primero en la jornada. —Con su permiso, amo. Sebastian se advirtió capaz de hablar ambos idiomas según fuera pro- vechoso mas, ¿en qué segundo empezó a dominarlo? ¿Fue al llegar a Orophël, tras conversar con Örnthalas o Äntaldur? ¿La Espada Celestial ayudó en el proceso? El joven abandonó las estancias cuando posó la tiara de Orophël en su frente, encontrándose con Tëithriel en el corredor, abrazándole fuer- temente, recibiendo besos en sus mejillas y frente. Tëithriel vestía su acostumbrado vestido blanco de finas hebras que esbozaban la forma natural de su cuerpo estilizado de largas piernas, de sus hombros caía una gruesa capa plisada teñida de azul y que brillaba gracias a la luz pálida naciendo de todas las paredes del palacio. Sebastian sujetaba a Tëithriel por la cintura, jugando con los mechones 501

El Sanador de la Serpiente revolotenado en sus hombros desnudos cuando la mujer rio. —Me sorprende ver que no has golpeado al pobre de Mudon. —No necesito un sirviente para labores tan secretas. No soy esa clase de noble. —Si eres un auténtico Caballero de Älmandur imagino lo incómodo que ha de ser dejarse atender hasta ese punto pero es una costumbre entre nosotros, una forma de honrar las sublimes labores de nuestros líderes. Por favor, no lo tomes como ofensa. Mudon es feliz de atenderte, te aseguro que no es morboso en imaginación. —Está bien si atendió a Örnthalas, el vejete tenía problemas en las rodi- llas y apenas se movía por su panza. Si Mudon desea servirme el desa- yuno, lustrar mis botas u ordenar mi armario, me parece perfecto pero ¿bañarme? ¡Que se joda!—Tëithriel alzó las orejas anonadada, logrando que Sebastian se inclinara a modo de disculpas— Perdona mi lenguaje, no era mi intención. —Le pediré a Mudon que acate tu deseo pero déjame hacerte una pre- gunta. Sebastian daba largas zancadas atravesando los salones con facilidad aprovechando de maravillarse con las finas construcciones y pilares ta- llados en forma de ninfa. Tëithriel le seguía a tres pasos de distancia, sujetando algunos pergaminos arrollados y sellados con lacre azul. —Claro, siéntete libre de plantar tus dudas. —¿Estarías molesto si fuera yo quien te bañara? Sebastian clavó sus ojos en Tëithriel, deteniendo su marcha. La joven de largo cabello descolorido lucía tranquila, esperaba su respuesta sin siquiera parpadear mas el joven evidenciaba el rostro colorado. —Sí, me molestaría. Y mucho, no soy un inútil. —¿Estás seguro? ¿No quieres que nos bañemos juntos? —No… digo, sí… ¿qué te estoy respondiendo? —Lo dejaremos para una próxima ocasión, ¿te parece? —Teith, nos esperan en la plaza, ¡marchando! Tëithriel rio ocultando su rostro tras las telas de su mano izquierda. El joven de ropajes plateados con bordados de hojas cruzó el último pór- tico de gemas luminosas para encontrarse con un largo corredor a la intemperie custodiado por los habitantes de Orophël, todos vestidos de impoluto blanco. Cada uno sostenía una antorcha o una vela, recitaban un cántico anti- guo desconocido por Sebastian recibiendo venias por cada paso avan- zado hacia la plaza. A su lado iba Tëithriel, cargando sus pergaminos sellados, saludando a quienes ofrecían sus respetos ya sea con un saludo informal o un sombrero al pecho. El aire helaba la garganta del muchacho contemplativo del silencio, per- mitiéndole escuchar los latidos de su corazón, su hálito, las venas en sus dedos. Sebastian detuvo su andar cuando llegó a la mesada donde los varones más viejos de Orophël erigieron una estatua con la armadura del desconocido señor al que rendían el último honor. La gran antorcha en la plaza fue encendida por el nuevo Señor de Oro- phël, preparado para mantenerse en silencio siguiendo las indicaciones de Tëithriel. 502

Victoria Leal Gómez La luz del fuego resaltaba el brillo pulido de la armadura limpia pertene- ciente a Äntaldur, las mujeres que permanecieron escondidas el día de la batalla arrojaron pétalos blancos al metal mientras los varones creaban una ronda en la que Sebastian y Tëithriel eran el centro. Finalmente, la armadura fue tomada por jóvenes guerreros vistiendo sus propios atavíos de guerra, cargando la mesada hacia el blanco mau- soleo en las afueras del área residencial, la atención se volcó en los Seño- res de Orophël. Sebastian sentía que su deber no era con aquellas tierras a pesar de que eran un buen punto estratégico para la familia Klotzbach. Dio media vuelta y retiró su tiara de la frente, posándola en la cabeza de la aturdida Tëithriel quien portaba su propia diadema plateada. —A ti, fiel sirviente de Orophël, entrego el honor de custodiar las vidas de la fortaleza. Que tu espada sea firme ante la calamidad y que tu mano sea dulce en la recompensa. —Sebastian, esta ceremonia es para ambos… —¡Sht! Acéptalo. Te hablé sobre mi viaje, te confío estas tierras en mi ausencia. Sebastian besó las mejillas de la mujer, sonriendo a su destino. El joven susurró en su oído disimuladamente. —¿Qué se supone debo hacer ahora? ¿La he líado? Tëithriel mantuvo su gesto sabiendo que los ritos de Älmandur eran totalmente distintos a los de Orophël. —Vierta el aceite en mi frente y retírese. —¿Nada más? —Tranquilo, es sólo una formalidad exigida por nuestros súbditos, no necesitamos algo tan complejo. —Buf, menos mal… En ese momento, Sebastian advirtió la presencia de una doncella y su bandeja de plata entregando una vasija colmada de aceite perfumado proveniente de peonías salvajes. El joven tomó la vasija vertiendo todo el contenido en el cabello de Tëithriel. Cuando este empezó a escurriré en la piel de su frente, los hombres dieron vítores alentando a las muje- res a tocar música. Los niños formaron rondas siguiendo las canciones de sus madres cuando Tëithriel, la Señora de Orophël, fue arrastrada al centro de la turba. Entre antorchas y frutas recién recogidas, la mujer disfrutó de las danzas y los cantos dejando que los infantes regalaran tiaras de flores y frutos secos. Sebastian se apartó del tumulto, siendo Mudon quien tocó su hombro. —Señor, su corcel está listo. —Perfecto—Sebastian sujetó al muchacho por los hombros, obligándo- le a mirarle a los ojos—Mudon, tienes que cuidar a Tëithriel con tu vida. Si no es así, ya sabes lo que te espera. Sabes que tengo la mano pesada. El muchacho imberbe de traje azul marino sonrió acomodando su ca- bello plateado a la derecha pues del otro lado le estorbaba en sus gestos. —Está en mi conocimiento, señor. Mas permítame ofrecer mi último servicio a su persona. —¿De qué se trata? —Los vigilantes de la muralla norte han atrapado a un Äingidh. Le han interrogado pero no conseguimos dar con la información relacionada a 503

El Sanador de la Serpiente los Invocadores. Sería un honor para nosotros que usted intentara son- sacar dichos datos, señor. Sebastian se apartó del sirviente trotando hacia el interior del palacio de cuarzo luminoso y sin antorchas. Desconociendo la dirección de sus pa- sos, dejó que los soldados en los corredores le guiaran hasta arribar a un salón brillante donde un Äingidh era acorralado entre lanzas y escudos. Lucía roñoso y malherido, tal vez alguien volcó ácido en su rostro o se arrojó a una hoguera en busca de su muerte pronta. Sebastian perma- neció sosegado ante la imagen pestilente del antiguo Alto, escuchando sus palabras al responder la pregunta de un soldado en yelmo de cuarzo. —Era el momento de nuestro último golpe… ya no pueden hacer nada más que mirar, Trënticillos de orejas afiladas. El último Guardián anida en su cuerpo algo indeseable y lo hará hasta que la última gota de su sangre sea negra como la nuestra. Una afilada lanza fue puesta aún más profunda en la piel cercana al co- razón del Äingidh en sus rodillas y de manos atadas a la espalda. Se- bastian lucía congelado, mudo pero con espalda recta y rostro relajado. Algunos de los soldados notaron e identificaron dicha expresión con la de ciertas familias que arrojaban a sus niños a la guerra antes de ense- ñarles a caminar. El soldado de yelmo estiró el cuello sin apartar sus ojos del Äingidh herido por una Estrella del Alba que trituró los huesos de su mandíbula. Adolorida se quejaba la alimaña de brea oscura, meciéndose en busca de aliviar sus dolencias, sin conseguirlo. —Han atacado villas y aldeas sin piedad, es evidente que gozan al ver la muerte de otros pero, ¿con qué fin? —Oh, el Trënticillo desea saber nuestro fin. ¿Para qué? ¡Mátame de una vez! Mudon apretó los labios retrocediendo hasta la puerta ya que su inten- ción era desaparecer de tan horrenda escena en la que una espada era clavada en el hombro del interrogado. El grito atravesó los corredores, el sirviente no consiguió escapar a tiem- po y tuvo que tragar el amargo sufrimiento de una criatura deseando su muerte. Sebastian suspiró, levantando la barbilla del Äingidh con su índice. —Elisia pagó un tributo a tu gente para obtener un servicio pero us- tedes, a pesar de las rencillas con la bruja, siguen obrando crímenes. Confiesa, ¿a quién sirves realmente? El torturado hombre bajo la piel dura como el acero enseñó dientes como cuchillas mal forjadas y oxidadas, mirando a Sebastian con des- precio. —Un mísero humano con aires de Sgälagan, realmente asqueroso. —Responde. —¿Qué garantías tengo? De todas formas moriré, ¿por qué he de trai- cionar a los pocos de mi especie? —Si respondes, tu muerte será rápida. Sebastian cruzó las manos dando la espalda al Äingidh dejando que el lancero mantuviera su mano estoica en el cuello de la alimaña. —Miserable disfrazado de hombre, TÚ DEBERÍAS ESTAR CON NO- 504

Victoria Leal Gómez SOTROS, ¡ASESINO! —Córtenle el brazo. El soldado de firme espada no dudó en obedecer la orden, usando toda su fuerza para rasgar la piel durísima del bicho, llegando a las carnes suaves, a los huesos frágiles y pálidos como los de cualquier ser vivo. El Äingidh gritaba agitándose en el suelo, apretando su hombro contra la piedra bañada de brea negra caliente y burbujeante. Un joven soldado era incapaz de resistir la crueldad, escudándose tras un superior que tapó su rostro son la visera del yelmo. —A quién sirves realmente—Sebastian apreciaba la inflamada corpu- lencia del Äingidh, aplastando su cabeza con el tacón de su bota brillan- te— Cuál es el objetivo de tu amo y dónde se encuentra. —Asesino, incestuoso, ladrón, adúltero… —Responde… o seguiré recortándote. —Mentiroso, traidor, estafador, lascivo, díscolo, injurioso, secuestrador, eres fraude de pies a cabeza. Los soldados se miraron entre ellos, ninguno se tarevia a cuestionar la autoridad del esposo de la señora de tan buena alcurnia. Sebastian esta- ba nervioso, recordaba las escenas de sus crímenes según eran mencio- nados por la alimaña sonriéndole. —¿A quién sirves? —Todo será vuelto a nada. La última luz del mundo será arrastrada al Abismo cuando el hombre renuncie a su propia natura. El Gran Emisa- rio llegará y… entonces, las gentes tendrán mentes de engranaje… pen- sarán pero no lo harán. La Gran Telaraña en el aire uno les convertirá y serán como un solo ente… sin capacidad de decidir. Dejarán sus gobier- nos… a manos de inoperantes… que serán siervos nuestros. Ese será el reino… de los Äingidh, de nosotros, los Hesh. —¿Qué hay de las indestructibles sombras, de esos Caballeros de negro que surgen desde lo inesperado? —El número del día en que el hombre nació, estandarte de los de snagre negra. —¿Qué son, cuál es su origen y cómo les derribamos? —Oh, eres curioso… para ser tan corto de vista. Créeme, conociendo su origen no podrás vencerles, pequeño roba vidas. Aun tenemos lugar para uno como tú, si lo deseas. Hay una corona y un trono esperando por un amo… Sebastian tomó rápidamente la espada de un soldado a su derecha, afir- mando el filo del acero en el cuello del Äingidh. —¡Responde mis preguntas o te cortaré la pierna! —¡LLÉVATE MI VIDA, DEGENERADO INCESTUOSO! El joven inexpresivo rebanó la pierna de su víctima sin pensarlo, pa- teando el miembro hasta la boca del Äingidh quien no podía parar de revolcarse, mirando con dolor al soldado novato tras su visera. —Quiénes son los Caballeros Negros y cuál es su origen, dame el nom- bre del amo al que sirves. —Jo-ha-vé… La brisa congelante de la noche envolvió el salón cristalizando las espi- nas de todos los presentes, alcanzando el corazón de Tëithriel quien vol- 505

El Sanador de la Serpiente vió la cabeza al sentir un nombre que jamás tendría que pronunciarse. Sebastian reunió su fuerza para degollar al Äingidh cumpliendo su pro- mesa de una muerte rápida, devolviendo el arma al soldado tembloroso. La piel callosa de la alimaña se disolvió como brea en las piedras blancas del salón, contaminando las botas metálicas de los soldados y el cuero del calzado de Sebastian observando al Äingidh. Era un disfraz. Con su mano limpia despegó la brea del hombre escondido bajo la caparazón de inmundicia, reconociendo un rostro familiar. —Hagen… Sebastian devolvió la envoltura a su sitio limpiando sus manos con un trapo otorgado por un soldado atento. El joven cerró sus ojos deseando ver el futuro anunciado por el brujo pero este se encontraba demasiado distante en el tiempo y sólo consiguió ver nubes y un hombre extraño de cabello azul, capaz de usar y reemplazar su brazo como si este fuera la pieza de un rompecabezas. Al abrir los ojos, Hagen estaba desnudo entre la brea pues el disfraz de Äingidh ya no existía. Sebastian arrojó el trapo al suelo, dirigiendo sus pasos a la salida. —Vigilen las murallas y confíen en la Señora de Orophël. El cuerpo del degollado aún temblaba en el suelo cuando Sebastian tro- tó a la cercana caballeriza donde su montura aguardaba nerviosa. El caballo debió ser apaciguado por Mudon quien escuchaba el hálito de la alimaña circular por los rincones de Orophël, jurando venganza. —Amo, qué ha hecho. —Libera a esta pobre criatura, debe volver a su hogar junto a su ama. —Pero señor, usted le necesitará… —Ribedon necesita paz. Déjale marchar. No puede confiar en un jinete como este y le comprendo—Sebastian rascó cariñosamente el cuello del animal meneando la cabeza pidiendo su libertad—Mudon, ve con tu señora. Este muchacho sabe el camino de memoria. —A su orden, señor. Que el Primer y Último Rey bendiga su camino. —Que el Eterno tenga pena de mi alma. 506

Victoria Leal Gómez 507

El Sanador de la Serpiente 28. Recónditas Intenciones. Los Bailarines de Trébol abandonaron su viaje a bosques ex- tranjeros regresando entre cantos y alegría a su cuna, el Bosque del Ol- vido. Bajo la sombra del árbol pálido en el centro de la foresta, Lëithor sonreía complacido de escuchar a sus hermanos hablarles de lo visto en tierras apartadas, de cómo los itinerantes recuperaron la salud pero no así quienes viven en la montaña o en la capital del reino. Unos pequeños Trënti de panza abultada y textura de fina corteza, y que todavía no aprendían a robar; confesaban ser testigos de hombres sobreviviendo por las carnes de otros hombres que abandonaron la vida producto de una niebla. El corazón turbado de Lëithor era incapaz de escuchar el pálpito de su hermana en la montaña y de su hermano en el volcán llamado Fragua Eterna. Preocupado e inmovilizado por la brea circundando el bosque, el Guardián observó a la delicada figura difusa junto a los Trënti y las bayas. —Hermano, sus ojos escapan a su control. Ëruendil no podía hablar por mucho que lo intentó, tampoco podía ex- presarse de forma alguna porque no estaba allí realmente. Su cuerpo dormía en la cabaña de la amable anciana mas su espíritu vagabundeaba por los sitios que extrañaba. —Ëruendil, tu lugar no es aquí. Lëithor sopló el aire de sus entrañas creando brisa amable y cálida que empujó al joven a través de las hojas floreciendo por la primavera próxi- ma al verano. Transformado en cientos de pequeños trozos, el joven viajó por la noche estrellada hacia el origen mismo de la niebla en Älmandur. Desde las alturas vio que las murallas eran custodiadas por ferales, esa inagotable brea pestilente y larvas tan grandes como la torre del palacio. Al atravesar las nubes y esa extraña barrera de luz violeta, las hojas do- radas que eran parte de Ëruendil se dejaron caer sobre las alfombras de un salón familiar. El joven tomó forma de humano común, vestido completamente de blanco perfecto y una tiara de oro. Limpio, como si un sirviente hubiese besado sus pies descalzos, Ëruendil posó su mano en la mesa central del Salón Álgido notando que la figura escarbada en la madera enseñaba piedras apagadas. Dos de ellas parecían rogar por alimento. Ëruendil las frotó con la espe- ranza de encender su brillo original e insistió con las demás piedras sin conseguir su objetivo. La piel del joven emitía una luz tenue que difuminaba su apariencia real, los decorados en la pared eran visibles a través de su estilizado cuerpo, las cenizas de cada rincón atravesaban su figura sin problema. Ëruendil observaba los corredores sin entender por qué conocía de me- moria los rincones, los cuadros, los libros… Se detuvo frente a una armadura decorativa en la biblioteca, recordando el diseño de los metales vestidos por Helmut. El helado acero le trajo una memoria amable en la que se vio durmiendo 508

Victoria Leal Gómez agotado en el diván junto a quien consideró su hermano. Mimó el ter- ciopelo del mueble, recordando el día en que Helmut le relató historias de sus viajes y la última batalla en las tierras del sur… pero después, ¿qué? Ëruendil giró la cabeza al escuchar los pasos de un hombre grande, for- zudo y vestido de metal mas no fue esa figura la primera en ingresar a la biblioteca. Una mujer de largo cabello borgoña y vestido negro sonreía mientras sujetaba un trozo de cuarzo violeta. —La otra mitad será para el nuevo Invocador, Nikola aún requiere de esta piedra para mantenerse vivo. Al ingresar el hombre de armadura negra, Ëruendil se alejó hasta topar- se con el ventanal. La esencia de aquel hombre escondido tras el yelmo era terrible, poderosa e insondable como si sus huesos hubiesen sido esculpidos para ser el amo del mundo. Sin embargo era mudo, se dedicaba a seguir los pasos de la mujer de negro asintiendo con la cabeza. —Tienes asuntos más importantes que ser el guardaespaldas de un In- vocador. Ve a dónde… Ëruendil hundió sus dedos en las orejas esperando aclarar el sonido pero supo que esa interrupción en sus sentidos significaba que su cuer- po despertaba, que el sueño terminaba allí. Sacudió la cabeza con rabia, intentó zarandear a la mujer de cabello bor- goña para quitarle las palabras de la boca o leer el libro en sus manos mas fue imposible. Al parpadear se descubrió en mitad de la noche y agotado, la garganta le suplicaba agua helada y su cuerpo una merienda, aunque fuera menuda. El joven miró a su esposa descansando su lado, le meció hasta escuchar un quejido de disgusto. Ëruendil abandonó el catre sólo cuando estuvo seguro de la respiración de Ëlemire. Su herida estaba completamente recuperada, no tenía rastros de cortes ni de larvas o infección alguna y era lógico pues llevaban un mes en casa de la amable anciana. Ëruendil caminó tranquilo rascando su ojo hasta la cocina donde Äerendil dormía en un montón de mantas arrolladas junto a la chimenea. Rió, el sanador parecía un gato abandonado por su amo. Rascaba su nariz de vez en cuando, sobre todo cuando las pelusas de la lana rasca- ban su piel. Ëruendil tomó una frazada gruesa cubriendo al durmiente Äerendil, avivando el fuego con un trozo de metal deforme junto a la chimenea. El muchacho se acercó a un gabinete amarrado a la pared revolviendo curioso los frascos y cajas aromáticas sin encontrar algo para el estóma- go. Le extrañó la ausencia de la anciana pero imaginó que estaría dando vueltas por la letrina o picando leña en el cobertizo. Al final lo único comestible a la mano era una hogaza de pan duro pero, para su suerte, había leche caliente en un jarro. Se sentó en la mesa remojando el pan en la leche avainillada. Al mirar los objetos sobre la mesa encontró flores, hojas y ramas del Bosque del Olvido organizadas alrededor de una soga gastada. Ëruendil tomó la artesanía sabiendo que era para él, la calzó en su ca- 509

El Sanador de la Serpiente beza por un instante ya que la tiara estaba mal hecha. Las hojas cayeron por un lado, las flores por otro, las ramas se despedazaron y la soga se cortó. Apurado y en desesperación, el muchacho abandonó la leche para reco- ger los restos y rearmar la tiara pero fue descubierto por Äerendil quien tapaba su boca para evitar que la carcajada se escapara. —Al menos esta duró unas horas en pie. Ëruendil sujetaba las flores de pétalos ralos, enseñando rostro culpable. —¡Aery, ayúdame! —¿Para qué? Esa tiara estaba destinada a romperse. Eli quiso armarla pero la verdad es que… es mejor como sanadora. —Exageras, esto era bonito hasta que lo tomé… —Ese era el cuarto intento de armar una tiara medianamente decente, Lil. Es que te haz perdido las rabietas de Eli y los continuos viajes al sendero para encontrar nuevas flores. Y esa soga está llena de remiendos malos… te digo, que Eli no podría ganarse la vida en eso. Mejor que se dedique a lo suyo, las dagas y las hierbas—Äerendil tomó los restos de la tiara, intentando calzarlos en la frente de Ëruendil—Además, no calculó bien el tamaño de tu cabeza, esto te aprieta por todos lados. —No puedo creer que sea tan torpe—Ëruendil dejó los materiales sobre la mesa, sonriendo con timidez—No lo parece. —Eli no es torpe, es AGRESTE pero una buena chica, al fin y al cabo. Su única intención era mostrarte su cariño… —Pues que más da—Ëruendil calzó la soga con flores descoloridas en su cabeza, estirando el material hasta que parecía ajustarse a su frente—He de llevar el regalo de mi esposa, de otra forma nadie sabrá que ya no estoy disponible. —No jodas, está horrible. —¡Está bonita! —Te falta realismo, Lil. —Como si tú fuera s a fabricar algo mejor. —¡MÍRAME! Äerendil se sentó en la mesa, cortó un trozo de soga de un rollo en una caja adosando flores, ramas y hojas a la decoración trenzada. —¿Tienes que sentarte en la mesa? —Sht, no interrumpas el proceso creativo. —¿A quién le vas a regalar eso? —La usaré yo, desde hoy me comprometo conmigo. —No hagas el idiota… —¿Yo, idiota? ¿Quién fue el imbécil que parió una larva preñada? —Vale, ya para...—Ëruendil bebió la última gota de leche caliente, ma- ravillándose con la destreza de Äerendil, quien ya tenía la tiara casi terminada—Sigo pensando que Eli se esforzó en hacer esto, no puedo desecharlo como si fuera basura. —Claro que no lo harás. Äerendil dejó su tiara de doble trenza multicolor sobre la mesa, aña- diendo como último detalle una rosa azul en la parte delantera. —Dejaremos esto aquí. Eli no va a recordar lo que hizo porque ya estaba medio dormida terminando la tiara. Mañana te vas a sorprender con su 510

Victoria Leal Gómez regalo, ¿te quedó claro? Eli cree que este cuarto intento era el definitivo. —Pues… gracias por mi tiara de bodas… espero eso no signifique que me he casado contigo. —Claro que no, yo no te pondré esto en la cabeza. La he fabricado para que Eli crea que es de su autoría, no le rompas el corazón, ¿te quedó claro? —Muy bien… —Lava el jarro y limpia tus migas, no seas grosero. Ëruendil se apuró en seguir la orden usando un dornajo con escasa agua para limpiar el utensilio maltratado por el fuego. Arrojó la tiara mal armada a un arcón de madera especialmente escondido para la basura. Una vez los utensilios estuvieron limpios fueron dejados en la mesada, Ëruendil giró, observando la cicatriz en el rostro de Äerendil. —Aery… —Qué se te antoja. —¿Es verdad que unos bandidos quisieron asaltarte en el camino? —Claro que no… pero no puedo ir por la vida diciendo lo que en ver- dad sucedió—Äerendil tocó su cicatriz, sonriendo avergonzado— Deja- rían fuera del campamento a Eli. —¿Ëlemire te hizo ESO en la cara? —Sip, me rajó la cara sin pensarlo… creo que ya te dije eso pero bue- no… Ya te digo, es agreste. —No te creo… ella JAMÁS haría algo así a su querido maestro. —Ahora, pero cuando nos conocimos no era su maestro ni su amigo ni nada. Es más, cualquier hombre a su alrededor era una amenaza. —Pero, ¿por qué? —¿Por qué nadie me advirtió que duerme con las dagas bajo la almo- hada? De haberlo sabido NUNCA le habría despertado para servirle desayuno. Ese día casi me fui al otro lado… bueno, no fue para tanto pero sí que me dolió, me rajó hasta la encía. Ninguna disculpa posterior pudo aliviarme siquiera un poco. —Es verdad, Eli… duerme con las dagas bajo la almohada. —Eli es lo máximo, es hermosa, inteligente, capaz...—Äerendil se des- cubrio elogiando en exceso a la esposa de su sobrino. Sonrió encontrán- dose estúpido, luego carraspeó—Mejor ni perturbes su sueño. —Ya veo… no lo haré. —No seas así de ingenuo—Äerendil palmeó el hombro de Ëruendil, riéndose—Eli no te haría daño. —¿Y por qué a ti te hizo ESO? Es muy profundo… —Lo es, me rajó los músculos hasta la encía, mi ojo estuvo pronto a caer… y eso que aún estaba medio dormida. Menos mal retrocedí sino, me convierte en paté. —¡Pero por qué haría algo así! —Porque a ella sí que le asaltaron en el camino, Lil—Äerendil se bajó de la mesa, tomando el arco y el carcaj en el rincón cercano a la salida de la cabaña—Pero esa historia no me corresponde. Ven, tienes que practicar con esto porque me he dado cuenta de que lo tuyo no es el combate cuerpo a cuerpo. Seguro esto si es tu terreno. Eli ha intentado enseñarte el uso de la espada pero no te veo muy diestro. 511

El Sanador de la Serpiente —Es difícil practicar con ella… —¿Por qué? ¿Te da miedo lastimar a tu esposa? No es que vayas a practi- car con una espada real pendejo, con una de palo es suficiente. Tío y sobrino bajaron la escalinata hacia las afueras de la cabaña, reco- rriendo los pastos fuera del sendero habitual directo hacia un árbol de tronco robusto donde se detuvieron. —Ese es justamente lo que me intimida, yo no tengo puntos débiles, soy débil completo. —Eso no es verdad, serías un excelente espadachín si dejaras de decirte a ti mismo que eres malo. —Seguro, es fácil de decir cuando eres virtuoso en todo... —Ay, qué te pones tarado, ¿tú crees que me desanimé cuando empecé a tocar el violín y me decían que sonaba como un gato al que le aplas- taban la cola?—Äerendil afirmó la espalda en el tronco, cruzándose de brazos— A la mierda, más fuerte tocaba y lo hice hasta que dejé de ser malo. Ahora, agarra tus cosas que vamos a practicar. Ya estuviste dema- siado tiempo fofo en cama. Ëruendil recibió el carcaj, las flechas y el arco, mirando al molesto ins- tructor. —Y tú has estado demasiado tiempo escapando de tus deberes de rey. —Vuelves a mencionar el temita y voy a la chimenea a resucitar esa larva cochina para volver a meterla en tu tripa. —¿Puedes hacer eso? —Je, si supiera slas cosas que puedo hacer cuando me entra el ánimo… Ëruendil rascó su nuca, bajando la cabeza sonriente y burlón, notan- do que la anciana les saludaba desde unos matorrales mientras recogía plantas y raíces, regresando a su cabaña apenas reunió lo que necesitaba. Ëlemire dejó la cama al apreciar los primeros rayos del sol por la ven- tana del dormitorio. Al llegar a la cocina sintió ternura por la abuela durmiendo en su silla mecedora cubierta por sus mantas colorinches. Para calmar su sed, Ëlemire se sirvió un gran trago de las raíces de lüth preparada para su esposo a quien vio practicar tiro en un improvisado blanco de hojas naranjas pegadas en la resina del árbol robusto. La mujer se sentó junto a la mesa bebiendo el té y observando la tiara de flores, sintiéndose orgullosa por su logro, recorriendo cada rincón adornado con precisión y gozo. La sonrisa le fue inevitable, cuando la mañana finalmente arribó corrió fuera de la cabaña para entregarle el regalo a su esposo. —¡LIL, LIL MIRA LO QUE TE HICE ANOCHE! Ëruendil se desconcentró de la flecha, liberándola sin acertar en el blan- co puesto en el árbol. Abrazó a la extasiada Ëlemire quien posó la tiara en la frente de su esposo. La pareja parecía eterna en medio de las hojas, sonreían felices de usar joyas similares pero la brisa llegó, arrojando la tiara de Ëruendil al piso, desarmándose en trozos imposibles de iden- tificar. Ëlemire se arrojó para recoger las piezas, sintiendo vergüenza de su ineptitud. —Eli, no importa—Ëruendil tomó las manos de su esposa—Lo impor- tante es que estamos juntos. Nosotros sabemos que estamos casados, no 512

Victoria Leal Gómez necesito una corona de flores. —Soy una inútil… —Claro que no. Si tú no hubieses degollado a ese Äingidh, el corte en mi tripa habría sido letal y si no fueras sanadora habría muerto antes de conocer tu nombre. —Snif… —Eli, no seas así. —Pero yo quería, yo quería… —¿No hay otra forma de enseñar nuestro vínculo? —Sí… te puedes poner un aro en la oreja izquierda. —¿Sólo uno? —¿Cuál es el problema? —No quiero parecerme a Äerendil, él no tiene lugar para más aretes… ¿es porque tiene orejas gigantes y las presume? —Pueden dejarse de cursilerías y ayudarme con esto, tortolitos—Äe- rendil tenía los brazos cruzados, mirando con desdén a Ëruendil— Te pondré un arete en tus partes sagradas si no arreglas esto, galancete. Ëlemire se incorporó rápidamente al notar que la flecha liberada por su esposo se clavó en el hombro de su maestro quien no estaba precisa- mente a gusto con la puntería de su alumno. —Maestro, perdóneme—Ëruendil se tapó la boca sujetando su arco— Es que me he desconcentrado y… —¡CIERRA EL PICO! Eli, sácame la flecha. ¡Estoy muy molesto así es que no estiraré mis brazos hasta que Ëruendil Hijo de Orophël haga treinta lagartijas! —Eso es sencillo… —¡SIN MANOS! —¡CÓMO HARÉ LAGARTIJAS SIN MANOS! —¡¡HAZ UN PUTO HOYO EN LA TIERRA, CLAVA AHÍ TUS PIES Y COMIENZA, QUE YA TE LAS ESTOY CONTANDO!! SI NO EM- PIEZAS AHORA TENDRÁS QUE CAVAR MÁS PROFUNDO Y QUE- DARTE AHÍ DENTRO. —Maestro, no le grite a mi marido o LE CORTO LO QUE ESTÉ A MI ALCANCE. —ESTE PENDEJO es el PEOR discípulo que he tenido en mi vida. —Gracias por el incentivo… me esforzaré en mantener mi posición en su listado. No sé por qué te enojas, te advertí que soy malo en todo. —Búscate un talento por favor, que dan ganas de pegarte. Si fueras el personaje de un libro nadie te recordaría, por lo terriblemente inútil que eres. —No por favor, no me pegues… ya recibí lo suficiente como para cubrir los golpes de tres vidas enteras. —Lagartijas sin manos, ¡YA! Menos mal que fue una flecha y no una bala o un puto rayo láser… Ëlemire arrancó la flecha con facilidad, apretando la herida firmemente al tanto Ëruendil usaba sus manos para cavar un hoyo en la turba, acep- tando con resignación su inutilidad con las armas. —Yo tengo talento para muchas cosas pero todo el mundo quiere que use armas… ¿cómo esperan que gane confianza si constantemente me 513

El Sanador de la Serpiente llaman inútil? Ay, nadie les entiende… a mí me gustan los libros, estu- diar, tomar tecito… —Cierra la boca, no seas llorón. —¿Qué tal si intentamos con la espada? Seguro que la espada de Helmut me trae suerte. —Buena idea—Äerendil se alejó de la pareja, manteniendo los brazos cruzados—Pero vas a practicar con Eli. Te lo mereces. —¿Qué merezco? —Mereces quedar como puré de patatas. ¡Espera! Tengo una idea. Äerendil sacó una afilada aguja de uno de sus bolsillos, agarrando el lóbulo izquierdo de Ëruendil y atravesándolo con furia y decisión. El joven acariciaba su piel sangrante cuando el sanador guardó su instru- mento. —Ahora estamos a mano. —Eres un hijo de… —¡EPA! Tus ancestros, jovencito, ellos no tienen nada que ver aquí. Ahora, consíguete un arete. —¿Por qué no me regalas uno de los cientos que están en tus orejas? —¿Qué te crees que soy una feria? Ëlemire reía tapándose la boca tratando de evitar el castigo por parte de su esposo o maestro. Miraba de un lado a otro la discusión mientras revolvía entre sus morrales, buscando algún arete de oro. —No serás feria pero con todas esas joyas pareces un escaparate. Y con esa cara dura me llamas princesa, señor princesa con joyas y maquillaje de ojos. —¡AL MENOS TENGO CARA DE HOMBRE Y NO MEJILLAS RE- DONDITAS DE HADA! —Pst, otro golpe bajo… —¡Es que ni barba tienes! —¡MIRA QUIEN HABLA! Äerendil regresó a la cabaña dejando que Ëlemire tomara la instrucción del pobre Ëruendil quien sujetó la espada regalada por su primo como si de ello dependiera su vida… bueno, todos sabemos que en realidad así lo era. Al primer descuido, Ëlemire le volteó cara al suelo dejando al espada- chín sin oportunidad de defenderse y afligido por el dolor de su heri- da. Sin embargo eso no desanimó a la mujer levantó de un brazo a su contrincante para enseñarle una defensa infalible mas Äerendil no tenía intenciones de quedarse a mirar por la ventana. El sanador registraba los frascos en busca de läbhrais cuando se topó con una caja repleta de raíces secas. Al examinarlas con cuidado reco- noció plantas venenosas, frutos macerados que servían de fuertes abor- tivos y muñecas de género con cabello real… Äerendil levantó las orejas como nunca antes o hizo, se encontró un espejo y la imagen de la anciana, posando una corona de brea negra en su cabeza. —Te estamos esperando… rey de Älmandur. Äerendil giró bruscamente estrellando un frasco en la cara de la mujer. Corrió hacia quienes entrenaron en algún momento. Ëlemire sujetaba a 514

Victoria Leal Gómez su esposo, quien vomitaba brea oscura sin parar jamás. —¡MAESTRO! —¡CORRAN, LA VIEJA ES UNA BRUJA! Ëlemire sujetó a su marido sin dudarlo, el pobre Ëruendil buscaba fre- nar la expulsión de materia desde sus interiores pero sólo conseguía desesperarse con el ahogo. Las larvas salían de su cuerpo como cascada mientras la bruja corría tras ellos, sujeta en un carruaje negro llevado por Umbríos de cornamenta negra en forma de horquilla. Äerendil se detuvo para enfrentarse a la mujer y permitir que Ëlemire huyera con Ëruendil pero la bruja usó su báculo para lanzar un hechizo directo al pecho del sanador, quien se rehusaba a perder. Se levantó del polvo y con un solo movimiento de su látigo aparecido desde la nada rompió los pies de las criaturas llevando el carruaje, desarmándolas por completo, arrojando a la anciana a la tierra. La mujer se sujetaba de su bastón sonriendo con dientes sucios y roídos, sosteniendo la corona negra. —Vamos, vamos, no puedes negar tu rencor hacia quienes te traiciona- ron. TU IRA, ¡LA IRA DEL INOCENTE TRAICIONADO POR SUS SERES AMADOS! —¡CIERRA LA BOCA VIEJA PATOJA! Äerendil sentía dolor en su pecho, abrió la camisa para ver cientos de diminutos gusanillos mezclarse con sus carnes, hundiéndose en su co- razón. Sin dudarlo atacó a la anciana pero no consiguió darle dado que la mu- jer se volvió arenisca antes de recibir el golpe del látigo dorado. Äerendil tambaleaba cuando consiguió ponerse de pie. La sangre mezclada con la brea manaba de su piel, ensuciando sus vestiduras y la tierra. Su mano temblaba, el látigo desapareció bajo la orden silente del mu- chacho afirmándose en un tronco en el suelo.Mas cuando sus piernas ya no le sujetaban, una mano amable se posó en su hombro. —Mi buen sanador, permítame devolverle la mano. Äerendil reconoció el timbre reservado de un joven familiar, asintiendo con la cabeza sin mirar, permitiendo al muchacho llevarle a cuestas. Lo primero que Äerendil vio al abrir los ojos fue la hoguera en medio de una callejuela de tierra incendiada. Lentamente sus ojos fueron enfo- cando hasta distinguir que descansaba en un catre de plumas muy suave y limpio al interior de una cabaña caliente, aromatizada con savia refres- cante. Se sentó en el catre descubriendo a Ëlemire en el salón contiguo quemando hojas al fuego de una chimenea improvisada en un rincón. A su lado dormía el pálido Ëruendil en otra cama blanda y limpia, sudan- do peligrosamente. Äerendil miró su pecho vendado. Bajo las telas se acumulaba un aceite reparador aliviando la herida pero no purgaba los gusanillos o la brea. La misma mano familiar se posó en su frente antes de poder siquiera moverse. —Se encuentra afiebrado, le recomiendo descansar. El herido miró el rostro pulido de un muchacho de quince años o tal vez menos. Su larga trenza lucía sucia con la brea de su pecho mas sus ropa- jes blancos apenas tenían algunas señas de tierra. Su frente era adornada por una diadema de plata y gemas transparentes, destellos que Äerendil 515

El Sanador de la Serpiente reconoció como propios de la familia de su tío Äntaldur pero se reservó todo tipo de comentarios al respecto. —Tú… eres el súbdito inútil de Lil… espera, no eres inútil, pagaste nuestros gastos en la taberna. —A su servicio, señor. —¿Cómo es que te llamas? Se me ha olvidado. —Klotzbach, Sebastian. —¿Eres el mismo niño? ¿Puedo decirte “Seba”? Tienes un apellido difí- cil para mi lengua. —Me parece bien. —Pero tú… estás… raro. Hasta hueles distinto, ¿dejaste de comer carne? —De todos los detalles más evidentes tenía que fijarse en el más rebus- cado—Sebastian rió, ayudando a Äerendil a regresar a las frazadas—Por favor, descanse. Ëlemire está ocupándose de todo. —¿Tú estás vigilando? ¿Dónde estamos? —En los restos de Villa de las Cascadas, mi buen sanador. Ëlemire me ha comentado la intención del viaje hacia la montaña por lo que deci- dimos poner marcha, este sitio es una buena escala. Permaneceremos hasta que se sientan firmes, luego tomaremos la Senda de las Piedras Rayo, directo hacia la montaña. —Esa senda siempre tiene lluvia y relámpagos, ¿seguro que es buena idea? —La vía más breve, de seguro. Pero ya nos ocuparemos de aquel menes- ter. Descanse, es necesario. Äerendil parpadeaba lento, tenía los labios secos pero fue refrescado con una mota de algodón humedecida por el joven a su lado quien no se marchó conforme hasta que el sanador se entregó al descanso. Sebastian atravesó el cuarto para llegar al siguiente, ayudando a Ëlemi- re a arrojar al fuego la brea escupida por Ëruendil. La mujer sonrió a modo de agradecimiento, permitiendo que el joven masticara del queso maduro en la mesa. —¿Qué debemos hacer para eliminar esa sustancia de sus cuerpos? —Honestamente, no tengo idea—Ëlemire arrojó un trapo sucio al fue- go, escupiendo un gargajo con rabia— El maestro no puede enseñarme algo que desconoce. Hasta ahora ha podido tratar heridas como esa sin problemas porque eran superficiales y bastaba remover la piel… pero lo de Lil son palabras mayores, sin contar lo del maestro. Si Lil despertara podría recitar sus versos y conseguiríamos sanarles pero es que... —¿Acaso no sabes de memoria los rezos de Ëruendil? —Claro que sí, hace poco me los enseñó. Pero no sirve que yo lo diga. Estuve rezando junto a ellos justo un momento antes de que llegaras de tu vigilancia pero nada, no consigo nada… tal vez a mí me flt auna vir- tud…Además, he notado algo raro pero no se lo digas a nadie. Sebastian se acerco a Ëlemire quien se inclinó para susurrar en el oído del muchacho de blanco. —En mí puedes confiar, Ëlemire. —He notado que el maestro ha ido perdiendo fuerza. —¿Fuerza en la batalla? —No sólo eso. Hablo de sus dotes de sanador. Sabes, cuando Lil llegó a 516

Victoria Leal Gómez villa Bëithe parecía que ya se nos iba pero le salvó como si nada. Ahora resulta que apenas pudo reparar el corte que Lil tiene en su costado. Esa gran lesión que Helmut aguantó… —Por fin está lejos de esta tiranía… —Estoy segura de que el maestro pudo solucionarla de encontrarse como era antes… —¿Antes de qué? Ëlemire se acercó al fuego con la esperanza de encontrar la respuesta en la danza de la fogata. —No lo sé. Pero cuando le conocí hace nueve años atrás, el maestro pegaba los brazos y piernas de los forajidos como si nada… algo le ha sucedido. No sé qué pasó pero no es el mismo de antes, discute por todo, no duerme y cuando lo hace tiene pesadillas… Sebastian observó la luna para tener una idea de la hora, afirmando el correaje que sostenía su espada y su daga. —Daré una vuelta, me aseguraré de que estamos solos. La mujer asintió en silencio acostándose junto a su marido, acomodan- do su ropa suelta. La respiración del joven era débil, su corazón apenas emitía sonido mas era el suficiente para enseñar que se aferraba a la vida con todas sus fuerzas. Tenía el ceño fruncido y las manos empuñadas, Ëlemire le rodeó con el brazo hundiendo su rostro en el pecho del su- surrante Ëruendil, quien abrió los ojos para encontrarse con su mujer. —Hola guapo, ¿quieres comer? —Sí, me gustaría—Ëruendil acarició la mejilla de Ëlemire—Trae har- to… —Espérame un poco, ¿sí? Ëlemire se levantó con ánimo corriendo hacia la cacerola en el fuego, revolviendo el caldo con un cucharón gastado por el uso afanado de una cocinera feliz. La mujer sirvió un segundo pocillo de alimento cami- nando lentamente hacia el dormitorio donde Äerendil se quejaba entre sueños, sirviendo el alimento antes de regresar con su esposo. Ëruendil se sentó en la cama, dejando que Ëlemire le diera de comer. —Eli, hice un sueño raro. —Cuidado, sopla antes de comer. —Vi a un hombre de negro—Ëruendil tragó la primera bocarada de alimento, disfrutando el calor picante en su garganta—Un hombre alto y fuerte que parecía un Äingidh pero no era deforme. —¿Qué más tenía de especial? Se nota que te ha molestado su presen- cia… —No lo sé pero siento que… le conozco—Ëlemire seguía alimentando a su marido, soplando el manjar antes de ofrecer la cuchara—Y eso es lo que me perturba. Tengo miedo de conocerle demasiado, de tenerle cerca o de que me mire y sepa dónde estoy. ¿Qué haré si su ojo me alcanza, si huele mi aliento o escucha mis pasos? ¿Qué tal si ya sabe que estuve a su lado buscando escudriñar su rostro? —Ay Lil, no sigas que da susto… —La tierra se nos va de las manos, la natura quiere su nido de regreso porque los hombres les hemos hecho daño en un afán ciego y sin for- ma… 517

El Sanador de la Serpiente —Lil, no empieces a hablar como poema porque no te entiendo. —Esta enfermedad se escurre en los ríos, las venas de la tierra. Se in- troduce en su seno y le corrompe, le asesina… qué insulto cometo al permanecer a salvo en esta villa mientras mis hermanos sufren el dolor en su alma. La infección se expandirá por todo el mundo si no le detene- mos, el mundo enfermará y reclamará su salud desterrando al causante de sus males… Hacia atrás marcha el tiempo del hombre, hacia atrás marcha la vida del cruel. Ëlemire sostenía la cuchara y el pocillo con grandes ojos, labios sellados. Observaba la confusión de su esposo como si este fuera sobrenatural, ajeno al bosque o a la tierra misma. —Lil, por favor, termina de comer. —¿Es tu receta? Ëlemire sonrio orgullosa, sujetando el plato vacío. —¡Claro que sí! Bueno, en realidad es de mi mamá, una versión de un plato típico de la montaña, ¿te ha gustado? —Muchísimo… pero pica demasiado. —Perdón, es que se me resbaló el especiero. Ëruendil miró hacia el dormitorio cercano de puerta abierta, donde un bulto oscuro descansaba en una cama mullida. —Eli, ¿Aery está despierto? —Ojalá despertara. Cuando lo hace es sólo por minutos, hace un par de preguntas y duerme de nuevo. Está reseco, sus caderas apuntan como cuchillos. Está comiendo como pajarillo, lo único que hace es beber agua. —¿Cuánto tiempo hemos estado aquí? —Es difícil contar los días cuando estos no llegan, calcularlos por las estaciones es lo único que queda. Seba dijo que, por el florecimiento y la temperatura en las noches, más o menos estamos terminando el Mes Salvaje. Pero a pesar de eso, no sé cuanto tiempo hemos estado en la villa… supongo que dos semanas o algo. —¡DOS SEMANAS! —Es primera vez que despiertas tan lúcido… Ëlemire se arrojó a los brazos de Ëruendil quien apretó a su mujer de- leitándose con su aroma, su respiración, con su vida. Besó sus mejillas, sus labios y la nariz antes de llegar a la frente y la coronilla. Ëruendil supo que no dejaría a Ëlemire jamás porque ella le daba las fuerzas para mantenerse despierto. —Eli… —¿Qué pasa? —Escucho la voz de la montaña. Está pidiendo socorro, tenemos que poner los pies en el camino. Ëlemire acarició las pequeñas pero puntiagudas orejas de su amado, sonriendo complacida. —Las tienes muy sensibles para ser tan chiquitas, me pregunto qué co- sas escucharías de tener las orejas del maestro. —No quiero saber lo que él puede escuchar. Sé que prefiere mantenerlo para sí mas tengo la certeza que puede oír… los magníficos cantos de los Altos en los Cielos, la voz de Ële-hömi. Si no fuera así no me explico 518

Victoria Leal Gómez porqué se le pierde la mirada en el firmamento cada vez que le damos la espalda. —Sabes, cuando recién le conocí pensé en que podía escuchar mis pen- samientos. —¿Por qué creíste eso? —No sé… tal vez porque adivinaba lo que quería en el momento justo pero… es simplemente porque es observador. Creo. Pero qué va, hora de salir del catre, Lil. Ëruendil se levantó animoso pero su cuerpo no le correspondía, Ëlemire ayudó a su marido a caminar hasta el sitio donde descansaba el sanador. El muchacho se sentó en el lecho del durmiente Äerendil, destapando la herida en su pecho sin disimular el asco que provocaba la supuración repleta de diminutas manos estirándose. —Lil, no toques eso con las manos desnudas. —Qué feo está… ¿alguna vez ha sufrido ataques como este en el pasado? —No, es primera vez que le afectan. —O sea que si le han atacado anteriormente… —Sí pero nunca, NUNCA le hicieron mal. Rebotaba o se caía pero ja- más se le pegaban así… Ëruendil cubrió el área afectada con el vendaje. —No puedo hacer nada. —¡No digas eso! —Äerendil tiene que curarse por si mismo. Este ataque no es nada, esas cosas en su pecho provienen de su propia mente. Te aseguro que no habrá rezo lo suficientemente hábil de curarle… aún así, me quedaré a su lado, intentándolo. —Lil… —Äerendil tiene rota la energía que le protege del mal, repararse es tarea personal. Si él desea morir… —¡NO DIGAS ESO! —Entonces, yo no puedo hacer más que estar a su lado para guiarle al otro lado. —¡Pero tenemos que ir a la montaña y al volcán! Y tú… tú prometiste regresar a Älmandur con tu primo… y… si es verdad que él es un rey, tiene que volver a su lugar y dejar de dar vueltas en círculo. —Tranquila, Eli. Dime una cosa—Ëruendil mimó la mejilla fría de su esposa—¿Sabes de algo capaz de emocionar a Äerendil? —¿Cómo? —No sé, alguien por quien sienta cariño, alguien por quien sería capaz de dar la vida, algo que le mueva… ¿por qué decidió ser sanador? Ëlemire bajó la mirada apartándose de la cama, afirmando su espina en la pared de madera. —El maestro adoraba a su esposa. Y hasta hoy le sigue queriendo y res- petando… va al río una vez al año todos los años a arrojar flores y a tocar una canción específica. Supongo que esa canción era la preferida de su esposa… —Es preferible alguien VIVO, Eli. Rita no es alguien que nos pueda ser- vir ahora. —No tengo idea. Äerendil siempre ha sido un tipo muy reservado con 519

El Sanador de la Serpiente sus cosas… eso y la memoria fallada por culpa del bosque. Hasta hoy todavía no puedo distinguir cuando me cuenta algo real o cuando está tomándome el pelo con alguna historia inventada. —¿Nunca mencionó a NADIE, NADA? —Nop. —Ahora entiendo por qué renuncia tan fácil a la vida… pero, ¿por qué ahora? —Ahora que lo dices—Ëlemire rascaba su barbilla, mirando el techo— Creo recordar… una vez dijo, medio borracho; que se hizo sanador por- que no le quedó otra. —Eso también me lo confesó pero creerle es otro asunto, debe haber algo más… —¿Y si fermentamos unos duraznos y vemos qué nos dice? —¿Planeas emborracharle? —Por qué no—Ëlemire subió y bajó los hombros—Hace estupideces pero también suele confesar intimidades… como admitir que le gusta usar falda o que le habría gustado de esposa… —¿TE DIJO ESO? —Sip. Hace un par de años, cuando nos emborrachamos por una fiesta en la villa, me confesó que provenía de un linaje distinto al nuestro y… no me acuerdo pero era bien raro, nunca le creí pero ahora que estamos en estas… y encima le da con proclamarse “rey”. Luego está ese Sebas- tian, que no para de llamarte “artesa”. —Es “Alteza”… ¿Sebastian está aquí? ¿Cuándo llegó? ¿Se encuentra bien? —¿De verdad eres príncipe? ¿En verdad el maestro es un rey? ¿Eres su hijo o algo parecido? ¿No me estás mintiendo? —¿Cambiará algo entre nosotros si te digo la verdad? —No—Ëlemire negó con la cabeza, bajando la mirada—Tú siempre se- rás mi pimpollo. —¿Aunque fuera un Äingidh en disfraz? —Tú no eres una cosa de esas, eres de los Sgälagan de verdad, igual que el maestro. Si no, ¿por qué brillan en la oscuridad? Ëruendil cubrió a Äerendil con la manta grisácea, posicionando una almohada en su nuca. Arrojó el larguísimo cabello cobre a un costado, tomando una de las hojas de filigrana en las trenzas del durmiente, des- armando la corona improvisada por quien portaba las joyas enredadas entre sus mechones. Ëlemire miraba a su maestro resongar entre pesa- dillas, limpió con agua tibia todo lo que podía mas su esfuerzo era inútil. Arrojó los trapos al fuego y lavó sus manos con el alcohol en una botella sobre la mesa. —Eli, yo no soy hijo de Äerendil. Él no puede tener descendencia. —¿Por qué carajas demoraste tanto en responder algo tan simple? ¿Qué hay de lo demás? —Si Äerendil fue coronado heredero en su infancia, yo no tengo nada que hacer en Älmandur, salvo servirle, si me lo pide o le soy necesario. Si Sebastian me llama Alteza es por simple respeto o costumbre… será torpe, le pedí que no lo hiciera. Seguro lo ha hecho adrede y espera al- guna reacción a su favor... Ëlemire tomó la mano de su esposo arrastrándole fuera de la cabaña, 520

Victoria Leal Gómez cerrando la puerta con firmeza para conservar el calor de la chimenea. —O SEA QUE EL MAESTRO ES… SUS HISTORIAS SON REALES, ESO DE QUE SU PADRE VINO DE LOS CIELOS. SI ES UN REY, ¡TIE- NE QUE IR A POR SU TRONO! Sebastian daba vueltas unos metros más allá, lo suficientemente cerca para escuchar la exclamación de Ëlemire y sonreír, saludando a Ëruen- dil con una sonrisa burlona. —Este Sebastian… ¿qué querrá ahora? Seguro planeó esto, ¿hablaste con él, Eli? ¿Te ha insinuado algo? —LIL, RESPÓNDEME. —Em…—Ëlemire agarró el mentón de su esposo, girando la cabeza ha- cia su mirada. Ëruendil sonrió incomodo—Esto… sí, es verdad. Todos los Altos venimos del Cielo, incluso tú. —Mi padre era humano, soy Fiadhaish por mi madre. —Entonces, ella vino de los Cielos, Eli… nosotros somos descendientes de esos hombres y mujeres que vinieron de otros mundos a vivir aquí. —NO TE CREO. —Eli, no jodas hablando tan fuerte—Äerendil jaló la trenza desarmada de la mujer—Se me parte la cabeza de dolor… —¡Maestro!, Maestro, qué bueno verle despierto—Ëlemire abrazó fuer- temente al muchacho desvalido quien sonrió feliz, usando la manta gris como capa—¡Por favor, espere un momento que le traeré algo caliente de beber! —Pero que no sea alcohol… me iré al otro lado si me pongo a beber. Tienes ideas malas y luego está esa de fermentar fruta, sabiendo que me emborracho con el perfume de las uvas… —¡Le prometo que no será nada fermentado! Ëlemire corrió al salón revolviendo un líquido verdoso en un caldero en medio de las llamas en la chimenea. Ëruendil observó a su tío desarmar el vendaje en su pecho para limpiarlo con una espátula abandonada so- bre una mesa de noche junto al catre. La indecencia extraída fue puesta en una sábana vieja ante el asombro del muchacho, quien se sentía inútil. Äerendil se liberó de la porquería en sus carnes, analizando atentamente el agujero en sus huesos. —Si yo no la he palmado nada más porque el Primer y Último es grande. —Espero te repongas pronto… —¿Qué hay de ti? —Creo que ya no puedo continuar vomitando… —Menos mal, estás muy flaco y deshidratado, tienes menos culo que un azadón. Ve a comer que yo me las arreglo solo. —¿Me miraste el trasero? —SOY UN SANADOR, TE MIRO POR DONDE SE ME DE LA GANA, PENDEJO—Äerendil zamarreó juguetonamente a su sobrino, empujándole—AHORA, ANDA A COMER, TE DIJE QUE TODAVÍA ME DEBES LAS LAGARTIJAS SIN MANOS. —Apuesto a que tú no sabes hacer esas lagartijas… —¡No me tientes! —¿Con qué moral me llamas sin-culo? Mírate, estás más seco que esas galletas que sobran de los viajes. 521

El Sanador de la Serpiente Ëruendil sonrió afirmando el hombro de Äerendil quien evidenciaba pérdida de equilibrio. —Eres divertido cuando te enojas, Lil. Me pregunto qué tan fuerte pue- des ser estando realmente furioso. —Nunca he estado tan molesto como para clavarle una espada a al- guien… no te podría responder. —Ja, eso es lo que te falta entonces, ¿eh? Pues se me ocurre algo… El sanador correspondía la sonrisa tímida de su sobrino pero esa calma no duró lo suficiente ya que las sombras proyectadas en el suelo comen- zaron a tomar formas extrañas que Sebastian identificó perfectamente, abandonando su puesto de vigilancia, corriendo a toda velocidad a la cabaña donde el grupo descansaba. La puerta fue abierta con violencia, Ëruendil levantó las orejas por el ruido de la madera golpeada. —¡HAY UN INVOCADOR CERCA! Ëlemire fue la primera en reaccionar arrojando el plato de comida al suelo, desenfundando sus dagas. —¿Qué carajas es eso? Las sombras en los pies de Sebastian se arremolinaron escapando del suelo. Ëlemire clavó una daga a la figura. —Un brujo Eli, de los terribles. Uno capaz de traer entidades de sitios que no deberían existir. Äerendil arrojó la manta en sus hombros, fregando sus manos por el frío en su cuerpo. Poco tardó en llamar el látigo brillante con el que se deshacía de los Umbríos, el arma apareció desde el aire y era posible ver los objetos a través de ella. —Lo mejor que podemos hacer es huir, Lil no está en condiciones de cargarse a una horda de Umbríos. —¡Puedo hacerlo! —NO USARÁS ESE RAYO DE NUEVO ASÍ TENGA QUE CORTAR- TE LAS MANOS. —¿Y mi espada? Helmut no me entregó una espada al azar… Sebastian posó su mano en el hombro del herido sanador, clavando sus ojos en los de Ëruendil. —Lamento tener que apoyar a Äerendil en su loca decisión. —¿Cortar mis manos? —Äntaldur usó un rayo desde los cielos, tras ello… desapareció, nadie le recuerda exceptuando aquellos alejados al área del impacto directo. Y Tëithriel y yo, que por alguna razón inexplicable puedo relatar esto. Ëruendil bajó la mirada identificando como Umbríos a las sombras que tomaban forma humana en los suelos. El grupo agarró sus escasas perte- nencias escapando de los Umbríos que nacían desde cualquier diminuto punto en la tierra, empujándose unos a otros para atrapar los pies de Äe- rendil o Ëruendil aún hábiles a la hora de escabullirse entre los espacios vacíos que dejaban las sombras. Las cenizas emergían de los pastizales y las rocas, Ëlemire, Ëruendil, Äe- rendil y Sebastian se adentraron en un bosque sin nombre, procurando recorrer los senderos inundados por la luz aunque esta fuera nocturna. Una mano agarró el tobillo de Ëlemire siendo socorrida por Sebastian, 522

Victoria Leal Gómez cuya fuerza con la daga fue tal que rompió la cadena envolviendo la bota de la mujer negándose a caer. Ëlemire usó el filo de su arma traslúcida hasta que rasgó los tejidos de la mano infame sin notar que Äerendil estaba cara a cara con una sombra la cual mimaba con sus largos dedos el pómulo del hombre enmudecido por la oscuridad ante sus ojos. Äe- rendil temblaba, sostenía su látigo con duda y parecía que ya lo soltaba cuando Ëruendil hundió su espada en el rostro de la sombra encapu- chada. La figura tomó distancia mas no tenía herida alguna. Ëruendil sujetó a su tío para alejarle de los Umbríos estirando sus manos hacia el cuerpo debilitado del sanador. —Tiene sangre de senescales… —Aery, no le mires, tenemos que ir… —Ese infeliz es hermano de quién tomó la vida de mis padres. Ëruendil, no debo huir, ¡mi destino es quitarle la vida! —¡Eso es una vil venganza, no es la justicia que tus padres querrían! —¡TUS PALABRAS NO SOLUCIONAN NADA, ËRUENDIL! Äerendil empuñó una espada brillante como una estrella invocada des- de quién sabe donde, el hombre se arrojó a la sombra para luchar con ella ante la sorpresa de los demás que nada podían hacer ya que los Um- bríos crearon un círculo alrededor de los enemigos a muerte. Ante la sorpresa de los mismísimos Umbríos, la sombra sangraba como un humano corriente ensuciando el rostro de Ëlemire y Sebastian quien permanecía helado empuñando sus armas. Cuando Äerendil sufrió un corte en su brazo, el Caballero no dudó en atravesar a los Umbríos, luchando contra la sombra, rebanando al In- vocador con facilidad sorprendente. La mano del invocador cayó a la tierra siendo absorbida por su propia sombra proyectada en los suelos. Äerendil empujó a Sebastian a un costado. —¡NO TE METAS! Sebastian no escuchaba, la sangre en su rostro gatillaba memorias in- deseables y la única forma de limpiarlas era cortando la cabeza de su adversario. Cada golpe que el Invocador recibía limpiaba las manos sucias del Ca- ballero quien se veía completamente ensangrentado a pesar de hallarse limpio. El Invocador disfrutaba las alucinaciones del joven lamentando el ruido en su mente para saturarle de gritos de ayuda, clemencia… Sebastian no dudó en su ataque y fue firme hasta que consiguió un es- pacio libre de sombra que Äerendil usó para clavar su arma de luz. La capa negra del Invocador cayó, el hombre bajo el hechizo enseñó su fi- gura capturada por un sello de llamas en su frente, signo reconocido por Sebastian. —El mismo sello en los libros de Elisia y que sus súbditos enseñan. Ëruendil no quería creer lo que sus ojos veían, acercándose para tocar al Invocador. —Tío Hagen… Sebastian posó el filo de su espada en el cuello del hombre, deteniendo el avance de Ëruendil. Äerendil era sujetado por su alumna, los Umbríos 523

El Sanador de la Serpiente se volvieron arenisca cuando Hagen se arrodilló en la tierra. —Finalmente conozco al hijo de Äntalmärnen. Una vez escuché a mi hermano hablar de ti como un niño extraño, demasiado maduro para una edad breve. Hoy te observo, Äerendil y no veo más que a un niño asustado en el cuerpo de un adulto enfermo. —Tío Hagen—Ëruendil se arrodilló en la tierra, abrazando al bru- jo—¿Por qué ha hecho esto, cómo ha empezado? —Empezó cuando leí sobre un tesoro… y mandé a Helmut a buscarlo pero no fue él quien me lo entregó sino Nikola… pero yo nunca tuve la fuerza para usar el tesoro mas ese Escudero, ese terrible hombre… él trajo a Elisia y la hizo su mujer… ¿qué más da? Ya hice lo que deseaba hacer… hoy no me pertenezco. Sebastian apartó a Ëruendil de las ropas negras del Invocador quien len- tamente se deshacía como barro mohoso, mezclándose con la tierra de la arboleda sin nombre. Ëruendil observaba sin comprender el aconte- cimiento. —Alteza—Sebastian permanecía junto al hombre derritiéndose, dando la espalda al grupo—Este hombre ya no existe. Si hoy nos visita es por- que un brujo mayor le ha usado para quebrar su entereza. No se deje vulnerar, es una artimaña barata, sólo buscan bajar su moral. —¿Cómo puedes estar tan seguro de que se trata de una brujería y no de un auténtico hombre? —Hagen ha muerto, Alteza. Este es un espejismo. —¿Acaso viste al criminal autor de la fechoría para afirmar enteramente que Hagen ya no existe? Sebastian no respondió, prefería estar alerta ante cualquier sonido irre- conocible en los alrededores y nunca enfundó ni su espada ni su daga apoyado por la desconfiada Ëlemire. Ambos crearon un escudo, pro- tegiendo a los heridos quienes inspeccionaban a los espíritus del aire cautelosamente pues susurraban palabras desconocidas en los oídos de todos. —Un Invocador se esconde. —Seba, ¿de qué mierda hablas? —Hemos aprendido que los brujos tienen deberes diferentes, una jerar- quía—Sebastian abrió un camino al cortar unas zarzas espinosas, ense- ñando un sendero difuso de ramas y hojas muertas—Están los Adivinos que usan sus artimañas para meterse en los ojos de los demás y ver a través de ellos. Luego están los Invocadores y Nigromantes, humanos diestros en el arte de atraer Umbríos y levantar muertos a su servicio… pero hay un poder superior gobernándoles y ese es el que debemos des- truir. Es Elisia, el Mal Mayor, la madre de todos los brujos en Älmandur. Nikola confesó medio ebrio que ella enseñó las Artes Oscuras a los Äin- gidh milenios atrás y que ellos estaban en deuda con esa entidad… más de eso, no sé. Ojalá pudiera serles de mayor utilidad. —Milenios atrás, claro—Äerendil escupió sangre al suelo—Y yo nací en Siam. —Ya haz dicho más que suficiente, Sebastian—Ëruendil ayudaba a su tío a cruzar un arroyo, empujándole contra corriente hasta la siguiente orilla—es obvio que no podremos vencer a esos tales Invocadores y Ni- 524

Victoria Leal Gómez gromantes si no cortamos la cabeza de su jerarquía… si removemos el Mal Mayor, Älmandur recuperará su salud. —Así es, mi querido Ëruendil—Sebastian volteó, notando que los ojos de Äerendil guardaban información valiosa—Espero sea todo lo que nos quede por mencionar. Äerendil se detuvo en un cruce rodeado de piedras angulosas usadas como picas en la antigüedad. Sujetaba la herida en su pecho con dolor. —Elisia es sólo una cabeza de legión. El Mal Mayor no está en Älman- dur… aún. Es lo que debemos evitar pero tienes razón en buscar la muerte de Elisia. —El Mal Mayor es—Sebastian clavó sus ojos en los de Äerendil— Joha- vé, ¿no es así? El Primer Äingidh… Elisia es su mujer, la Primera Bruja y su plan es destruir a Ële-hömi y su creación. Ëlemire y Ëruendil se abrazaron, mirando a Sebastian como si este fuera una alimaña del Inframundo. Äerendil sonrió complacido, acariciando el hombro de Sebastian. —Sí, más o menos… —¿Disculpe? ¿Sabe algo que no ha expuesto? Äerendil suspiró desganado sin apartar la vista de Sebastian. —Sabes bastante, ¿cómo te las has ingeniado? Ha de ser difícil conseguir esa información y mantenerse vivo. De seguro hasta te metiste en la al- coba de la bicha esa para averiguar un poco más, ¿no es así? —Tengo mis métodos. —Esa cara inocente es un vil engaño, señorito. El sanador herido se acomodó en el suelo a pesar de saber que debían avanzar hacia la Montaña del Amanecer. Ëlemire tomó el orbe esme- ralda guardado en su alforja y se disponía a pronunciar el nombre del Guardián del Bosque cuando una sombra a sus pies le succionaba hacia un agujero de oscuridad que conducía a lo profundo pero su mano fue alcanzada por Sebastian, quien le arrojó fuera del fozo. Ëruendil blandía su espada contra cientos de Umbríos, derribándoles tras golpes firmes de mano decidida mientras Ëlemire permanecía como escudo de su maestro quien recitaba versos en Sgälagan, ayudando a la desaparición de los invocados. Sebastian desgarraba la imagen a su lado cuando sus ojos se encontra- ron con un Caballero oscuro del otro lado del lago. El hombre no pare- cía conforme ni frustrado sólo permanecía vigilando la batalla, usando su mano derecha como si fuese un titiritero, atrayendo más y más som- bras para lastimar al grupo ya agotado. Äerendil corrió a las orillas del lago abriendo sus brazos, mirando fija- mente al brujo en armadura azabache. Las aguas del lago se arremolinaron en las orillas y luego se tomaron el centro como una gran manada de caballos desbocados arrojándose sobre el brujo quien se defendió usando una luz violeta proveniente de la piedra entre sus prendas. Äerendil dio un respingo reconociendo el artefacto cuyo destino era desaparecer para siempre. Ëlemire llegó de un trote al borde del lago, derribando dos Umbríos in- tentando acercarse a su maestro. Luego llegó Ëruendil y luego Sebastian, todos ellos cercenando las areniscas mientras Äerendil buscaba derribar 525

El Sanador de la Serpiente al Caballero Negro quien invocaba Äingidh desde los árboles y bajo las piedras. Las alimañas obedecían la voz del hombre y no tenían uso de su razón, se arrojaban a la luz invocada por el sanador convirtiéndose en mísero polvo. Las aguas del lago se agolparon como muros dividiendo la arboleda en mitades exactas y el centro húmedo fue usado por Äerendil como sen- dero, avanzando a paso firme hacia el brujo, derribando a los Äingidh con el simple rezo repitiéndose indefinidamente y que cada vez resona- ba más intensamente a través del aire, como un gran eco volviéndose profundo y cavernoso. Ëruendil, Ëlemire y Sebastian iban tras el sanador usando sus propios medios para deshacerse de las alimañas pero su fuerza bruta era real- mente férrea y las heridas en las carnes les restaban fuerzas, aumentan- do el dolor. Ëruendil detuvo su ataque recitando los poemas sanadores de injurias mientras Sebastian y Ëlemire continuaban la defensa de Äe- rendil, quien fue alcanzado por una envenenada flecha Äingidh. El sanador tambaléo pero continuaba el avance hacia el mudo brujo quien invocó la tormenta y los rayos, obligándoles a caer sobre las aguas. Los muros a los lados de Äerendil tambalearon pero aún obedecían la voluntad del sanador, incluso cuando el brujo arrojó una capa de brea sobre las aguas, tinturándolas de negro. Una segunda flecha acertó en Äerendil y esa fue la que finalmente dio en el blanco pues los Äingidh también tienen el corazón del lado derecho y les es natural apuntar al sitio exacto. Ëruendil abandonó a Ëlemire y Sebastian para quitar las flechas y sanar a su tío pero dos corpulentas alimañas quemadas por los rayos le agarra- ron y buscaban llevarle a una cueva cuando Ëlemire se lanzó a la cabeza de uno de ellos, reventándole el cráneo con los talones antes de saltar al siguiente Äingidh, luchando mano a mano con la figura deformada pues sus dagas estaban rotas por el duro cuero de su adversario. Sebastian corrió hacia Äerendil pero un hacha cortó los tendones de su rodilla izquierda y cayó al fango revolcándose por el dolor. A su lado es- taba Ëruendil también herido por un hacha sólo que el aún la mantenía entre las carnes de su muslo. Todo lo que pudo hacer fue estirar la mano hacia el brujo cargando a Äerendil como posesión propia. El Caballero Negro dio la vuelta, transformándose en arenisca mietras llamaba con un silbido a los Äingidh a su servicio. Segundos después, las aguas temblaron buscando su reposo natural en la cuenca del lago pero fueron detenidas por el desesperado Ëruendil quien levantó una mano para suplicar un tiempo a las aguas, minutos suficientes para arrastrarse por el barro, de regreso a la orilla. Allí, el grupo se quedó inmóvil mirando el horizonte, hacia la silueta de los torreones de Älmandur. Ëlemire era la única con fuerzas suficientes para golpear la tierra revuelta con los puños, ignorando sus propias he- ridas y la puntada en su bajo vientre escondido por telas compresoras. 526

Victoria Leal Gómez 527

El Sanador de la Serpiente 29. Quien no Corre, Vuela. Cuando Elisia decidió acercarse a la ventana del Salón Álgido sosteniendo un trozo de la piedra del Crepusculario, todavía era visible la barrera en la capital del reino a pesar de que sus fuerzas se hallaban extrañamente mermadas. —Ya tendría que sentirme mejor—Se quejó la mujer sin prestar aten- ción a su hijo reventando huevos en la alfombra—Es insólito que, a pe- sar de tener a dos guardianes de nuestro lado y a un guardián muerto… no, no puede ser. Mila recogía el desastre creado por el pequeño Zagros, atenta a los ex- traños susurros provenir desde un pasillo rodeado de grandes velas blancas encendidas. Tal vez eran las únicas luces que quedaban en el reino pero Mila les ignoró, cerrando la puerta. —Señora, llevaré al niño a por un baño. Elisia asintió sin mirar a los ojos de su sirvienta, dando siempre la espal- da a lo sucedido. No sentía deseos de ocuparse de asuntos tan munda- nos como cuidar a un infante. —Mila, antes de que te marches, necesito pedirte que subas el nivel en las clases de Artes Mágicas. Zagros tiene un futuro en sus hombros, no le dejes ignorante. La sirvienta enseñaba un sello brilante tatuado en su frente y varios cor- tes profundos en sus cienes, al igual que Nikola. El agujero en su nuca le provocaba mareos pero eso no le impedía tomar la infante en brazos. —Sí señora, hoy mismo comenzaremos con las lecciones si usted lo con- sidera apropiado. La mujer y el infante se escurrieron entre cortinas y pasillos sin luz hacia las tareas pendientes mientras Elisia permanecía congelada mirando la barrera aún firme en el sitio donde la edificó sabiendo que ya no era lo suficientemente estable y que algunos habitantes de la capital se escapa- ban por agujeros en la magia. Unos cuantos no tenían importancia, ¿niños, ancianos, enfermos? Claro que no se llevarían el sueño de la Nigromante pero los que todavía con- servaban sus fuerzas eran las pérdidas dolorosas. Sin Äingidh a su ser- vicio dependía exclusivamente de los Umbríos pero el único Invocador a sus pies estaba gravemente herido y apenas respirando. Elisia se arrojó al diván de pieles oscuras, meditando en sus acciones pasadas. —¿Acaso Nikola sabe quién es el Cuarto Guardián y me ha hecho creer que le ha matado cuando, en realidad, sólo jugó conmigo? La hechicera sostenía su barbilla cavilando en las posibles traiciones en sus propias narices sin percatarse de la figura difusa a su izquierda. Era una estampa de blanco, de largo cabello plateado y puntas enne- grecidas con tintes fabricados por raíces. El hombre a la izquierda de la bruja tocó su hombro con su larga uña oscura, sonriendo. —Confiarle una tarea tan magna como el exterminio de Älmandur fue ingenuo de nuestra parte. —Seth, qué haces aquí—Elisia giró la cabeza violentamente, apartándo- se del hombre sin cuerpo—Deberías estar en Kashmir. —Yo puedo estar en todos los sitios que se me antojen necesarios, Elisia. 528

Victoria Leal Gómez Mas, ¿qué hay de tu inteligencia? Nos aseguraste ser capaz de ejecutar tu tarea: separar a los hombres de los Cielos y el exterminio de la descen- dencia de Sekemenkare y Thul. —Trabajo en ello. —Así no lo parece, déjame confesarte, querida mía—Seth flotó pausa- damente hacia el sitio donde Elisia le observaba, desenredando su ca- bello con las manos—Este cuerpo que se te ofreció está muy débil, ha llegado la hora de migrar a uno nuevo. —El siguiente cuerpo con la potencia para resistir mi existencia está en Kishmet y en los primeros meses de adaptación no podré usar mis fuer- zas para llegar aquí en un parpadeo… Si migro ahora, todo lo hecho en Älmandur habrá sido en vano. —¿Y no lo es? Nadie está contento con tu desempeño, Elisia. —¿Qué hay de ti, brujo traidor de tus amos? Seth se apartó de Elisia con evidente burla, deslizando sus dedos sobre las escasas luces en las gemas del báculo tallado en la mesa del Salón Álgido. —Estoy seguro que ninguno de mis hermanos de Mu me extraña, estoy seguro de que Shailesh jamás notó siquiera mi presencia, ¿cómo podría enterarse de mi ausencia? Lo mismo ocurre contigo Elisia, nadie nota tu presencia excepto yo. —Desgraciado… —Pero te aseguro que Johavé se enterará de tu incompetencia más tem- prano que tarde. Me ha enviado para recordarte tu última oportunidad en estas tierras. —Zagros culminará mi labor. —Esperamos que así sea. Realmente es una molestia tratar con una bru- ja tan débil. No entiendo porqué Johavé se fijó en una pobre mujer como tú. —No hables como si fueras todo habilidades, tu única gracia es tu len- gua ponzoñosa. —Sí, es verdad. Pero esta lengua tiene a una poderosísima niña bajo su encanto, Elisia. Será enemiga de tu nieta en un futuro no muy distante. —Seth… —Cumple con tus deberes y yo jamás le entregaré la Piedra del Crepus- culario a esa mujer, ¿te parece? —¡ERES UN…! Elisia estiró la mano para ahorcar al hombre de blanco mas lo único que consiguió fue atrapar un poco de humo desvaneciéndose en el aire. Encolerizada, la hechicera arrojó una estatua al suelo, convirtiéndola en suave arenisca pálida a los pies del Caballero en armadura azabache. La mirada de Elisia se clavó en la nada donde podrían estar los ojos de aquel hombre estoico y mudo. Ella mantenía la esperanza de que aquella armadura fuera la de Nikola pero su esfuerzo era fútil ya que esa figura era un resucitado por su propias artes. —He puesto un espíritu en ese cuerpo y no le reconozco. Sin duda ese desgraciado de Seth tiene razón… ¡tú, Phillipe!—Elisia estiró las manos en el aire, atrapando la barbilla del Caballero—Te prometí el Ducado de Azalea a cambio de que me trajeras al Cuarto Guardián. Cumpliré mi 529

El Sanador de la Serpiente palabra apenas vea a ese hombre conmigo. Ve y tráele, yo tengo la labor de crear una genealogía para tu futuro en donde nadie pueda cuestionar tu sagrada fuerza sobre tu reino. Ve, Phillipe, Rey de Azalea. Te concedo el poder de levantar a los que yacen bajo la tierra, ellos son tus aliados contra el Guardián. El Caballero asintió con un gesto suave, buscando marcharse por el pór- tico que favorecía sus intenciones pero fue detenido por la figura pre- surosa de Mila quien frenó en seco usando el dintel de la puerta para descansar. —Señora, Nikola ha abierto los ojos. —Oh… pero qué hombre más oportuno. —¿Señora? —Tú, Nikola y Zagros esperarán a Phillipe en Azalea. A partir de hoy son sus sirvientes más próximos. Lleva a Selene contigo. —Selene es muy diestra en las artes, la descendencia de estos niños será fuerte. —Es tu labor ejecutar la boda cuanto antes. —A su orden… Phillipe puso su mano en el hombro de Mila dirigiendo sus pasos a la salida del cuarto donde Elisia permaneció atenta a sus propios pensa- mientos atravesando el horizonte. Su voz atravesó las piedras y las alfombras del palacio, mezclándose en la mente del Caballero Azabache. —Phillipe, haz hecho bien al traer ese inocente... nunca imaginé tanto dolor reunido en una sola persona. Es hora de transformar su tristeza en desprecio. Recuerda volver para hacerte cargo de él. Podrás hacer lo que quieras con él… Phillipe asintió atravesando los corredores con pisadas ruidosas por su corpulencia y armadura dispuesto a sacudir a Äerendil de su sueño y cumplir el deseo de su ama. *** Aún a orillas del lago donde Äerendil luchó contra el caballero azaba- che, el orbe esmeralda entregado por Lëithor brillaba esplendoroso, marcando un camino invisible que Ëlemire vislumbró al sacar la joya de su morral. Sebastian tenía un vendaje improvisado en su rodilla y cojeaba por cada paso andado, sujetaba al pobre Ëruendil y su muslo destruido cuyas carnes estarían en el suelo de no ser por su camisa amarrada como li- gadura. Ëlemire perdió todos sus implementos de sanadora en el lago y apenas consiguió rescatar el orbe, cuyo rayo enseñaba el norte. —Nos está enseñando la ruta hacia la montaña. El Guardián del Bosque nos dijo que esto nos llevaría a cualquier lugar con sólo pedirlo, ¿ver- dad? —Así es… —Pues bueno… piedra bonita, llévanos a la Montaña Amanecer, por favor. ¡Espera!—Ëlemire clavó sus ojos en la piedra, como si esta pudie- ra mirarle—Mejor llévanos a Careg Hald, no nos sirve de nada quedar 530

Victoria Leal Gómez en los faldeos de la montaña…en nombre de Lëithor, llévanos a Careg Hald. —Eli, ¿qué lugar es…? Ëruendil no alcanzó a formular su pregunta pues el orbe esmeralda les envolvió con un manto luminoso que fragmentó sus existencias en mi- llones de pequeñas hojas de bosque fresco, mezclándose con la brisa helada proveniente de la montaña. Las hojas se agruparon en la entrada de una caverna de hielo, tomando forma de tres personas. Ëlemire fue la primera en regresar a su apariencia humana, sosteniendo la perla con evidente sorpresa, observando cómo las otras hojas de árbol creaban remolinos antes de transformarse en seres reconocibles. Ëruendil abrió los ojos cuando la última de las hojas formó sus pies y fue el turno de Sebastian cuando la esmeralda cesó su función. Los viajeros se miraron, analizándose concienzudamente en busca de alguna pieza faltante pero todo se hayaba en su sitio. Una vez supieron que estaban completos, Ëlemire se apartó, guardando el orbe en el morral de su cadera. Reconoció al entrada a Careg Hald, un arco de piedras hexagonales con incrustaciones de diamantes tan puros y bien tallados que la luz se fragmentaba perfecta hacia los ojos de los visitantes. Ëlemire sujetaba a Sebastian mientras él se hacía cargo de Ëruendil siendo la sanadora la encargada de guiar el camino. —Por aquí. —¿Adónde vamos, Eli? —Si vamos a curar a la Guardiana de la montaña, creo que vamos a requerir un poco de ayuda porque… bueno, estamos molidos—Ëlemire miró con preocupación las heridas de sus compañeros de viaje—Seguro alguien nos echa una mano. Sebastian necesitaba una pausa para acomodar sus vendajes desatados siendo Ëlemire quien le ayudó con el dolor al remojar las telas con un líquido escondido en un frasquito rosa. Ëruendil observó al expresión adolorida de su mujer, acariciando su mejilla cuando terminó la cura- ción. —¿Estás bien? —Ah… sí, todo bien. Sebastian se apartó del matrimonio entregando privacidad al matrimo- nio inspeccionando la sala contigua esculpida en la caverna de diaman- te. Ëruendil susurraba a su esposa pues se le veía constipada. —¿Segura?—El vendaje de Ëruendil fue reacomodado por su esposa— ¿No quieres que te ayude? —Estoy bien, de verdad… ocúpate de Seba, por favor. Se ha ido para allá y está resbaloso para que ande dando brincos—Ëlemire frotaba su bajo vientre—Necesito una pausa… sólo un ratito. —¿Segura que estás bien? —Sí, es sólo… son cosas de mujer. —¿Otra vez los calambres? —Dame unos minutos, ¿vale? Ve con Seba. Sebastian se internó en un salón destrozado donde una lámpara des- parramaba sus caireles. Una vez el vendaje de Ëruendil estuvo firme le 531

El Sanador de la Serpiente ayudó a caminar hacia donde Sebastian observaba el reglejo en los hie- los pulidos. El viento helado circulaba por los tallados como un gran soplido, congelando las mejillas de los viajeros temblorosos. Ëlemire suspiró, mirando el suelo. —Tengo asuntos pendientes aquí. No queria regresar aún… pero uste- des necesitan descanso y tratamiento urgente, y esta comarca es lo único que se me ocurre. —Lamentablemente—Sebastian levantó el cuello de su tunica, esperan- do proteger su garganta—Gläshesod, el sanador de Örophel, cayó en el último combate. —El único sitio donde nos pueden ayudar es… mi casa. Ëruendil miró a su esposa, levantando las orejas con sorpresa. —¿Te entristece volver a casa? Ëlemire asintió, ayudando a su marido a caminar por el corredor de hie- lo hasta alcanzar a Sebastian quien creaba un patrón ordenado con las piezas rotas de la lámpara. El joven encontró un madero transformado en bastón y lo tomó por compañero. Congelados a razón de la temperatura y las ropas inapropiadas, el trío arrastraba los pies por las rocas, notando que sus reflejos lucían per- fectos en los muros. Eran espejos magníficos esculpidos por la natu- raleza, desde la techumbre colgaban largas lágrimas cristalinas capaces de imitar el sonido de la tormenta de nieve fuera de la caverna. De vez en cuando Ëlemire se sentaba en alguna piedra a masajear su vientre mientras Sebastian y Ëruendil examinaban todo. En una de la spausas, Ëruendil se detuvo ante el silbido de los carámbanos pero Sebastian ace- leró su paso. —Ëruendil, por favor… la temperatura baja y no podemos quedarnos aquí. Es obvio que tu esposa está en problemas también. —Sí pero… hay alguien más aquí, ¿no lo oyes? —Mira estas orejas mochas y luego respóndete. —Ups, alguien se está juntando mucho con Helmut. —Parece… La voz aterciopelada del explorador envuelto en múltiples capas de blancos ensuciados por tierra y sangre retumbaba por los cristales. El crujir de un cristal estrellándose en los suelos alertó a Ëlemire quien lideraba al grupo al guiarles a través de los laberínticos pasillos de la caverna, siempre tomando la senda correcta. Los tobillos de Ëruendil temblaron cuando una helada brisa se deslizó por el suelo, atravesando las lanas y los cueros, congelando su corazón. Nadie le advirtió que llegarían a un lugar tan frío, la única cómoda con la temperatura era Ëlemire, quien preparaba los puños para enfrentarse al vigilante de Careg Hald. La tormenta arreciaba y la caverna no daba pistas de un fin mas no po- dían dormir en ese lugar ya que era todo hielo. Un segundo carámbano se volvió arenisca en el suelo, momento en que una sombra se reflejó en una pared. —¿Qué haces aquí, Sërenlëmire? Gutural, fuerte, estoica, la voz fue replicada por la profundidad de la caverna dando pistas de un hombre gigante. Ëlemire irguió la espalda, 532

Victoria Leal Gómez mirando al reflejo. —¡Necesitamos ayuda! ¡Hay dos heridos conmigo! Ëruendil se inclinó en la oreja de Sebastian quien se sujetaba por un bas- tón de madera congelado. El reflejo del vigilante en ropajes gris pálido apareció en dos paredes, dando un firme paso cuyo impacto estremeció los carámbanos de los cielos, quienes cayeron sin remedio. —¡No tenemos espacio para viajeros perdidos! —¡Uno de los heridos es el Príncipe de Älmandur! ¡Indäwel por favor, necesitamos ayuda. Me hago responsable de ellos! Ëruendil y Sebastian cruzaron miradas sorprendidos por las palabras de Ëlemire, quien volteó, subiendo y bajando los hombros. —Perdón, fue lo único que se me ocurrió. —No hay ningún príncipe aquí… si nos pillan… Ëlemire levantó sus orejas heladas, mirando a su esposo con sorpresa. —¿O sea que no eres príncipe? —No... claro que no—Ëruendil soportó el dolor en sus heridas, abrazan- do a su esposa—Espero esto no cambie nada… porque yo… —Nah, no seas tonto. Es mejor que no seas tan encopetado… —¿En verdad? —Sí… se dice que los príncipes son niños engreídos buenos para nada. Sebastian constipó su risa con la manga sucia de su túnica, girando la cabeza. —Em… es verdad. —Entonces—Ëreundil sonrió incómodo—Ja, ja… no tengo de qué pre- ocuparme… Ëlemire sonrió aliviada, botando el aire que guardaba en su interior. El reflejo de un hombre de rasgos angulosos y ojos afilados sin color, envuelto en pieles grises y plumas blancas apareció en todas las paredes y carámbanos de la caverna cristalina, avanzando poderosamente hacia los viajeros simultáneamente, sosteniendo una lanza plateada de una pieza. Ëlemire avanzó hacia uno de los reflejos, frente en alto. —Ellos son tu responsabilidad. Así lo haz dicho. El helado viento calaba los huesos, Ëlemire hizo un gesto a los viajeros, indicando una ruta sin luz que llevaba a la comarca en la montaña. El re- flejo del vigilante desapareció de las paredes, Ëlemire ayudó a Sebastian y a Ëruendil a bajar por una escalinata de hielo cuyo fin se internaba en roca viva totalmente deshielada. El viento se colaba por los agujeros de las piedras fingiendo ser murallones, creando melodías tan frías como la tormenta todavía audible. Los pasos chocaban en la concavidad y sus ecos creaban armonías so- litarias en compañía de la brisa escarchando los rostros de los viajeros. —Eli, hay algo en la voz de ese tipo que no me ha gustado. Ëruendil y Sebastian se recostaban en los firmes hombros de Ëlemire, quien guiaba la ruta. —Es más amable de lo que parece. Tranqui, mi pimpollo. —Sonaba molesto contigo… y te llamó con otro nombre, otro signifi- cado. Ëlemire se reservó los comentarios liderando la marcha escaleras aba- jo, momento en que los huecos en las paredes fueron desapareciendo 533

El Sanador de la Serpiente uno a uno. Por cada peldaño hacia el interior de la caverna desaparecía una porción de la tormenta y eso sucedió hasta que llegaron al peldaño número trescientos cuando se reunieron con el vigilante tan alto que Ëruendil, el más alto de los tres; apenas rozaba los codos de quien les observaba. —Bienvenida de regreso a casa, Sërenlëmire. Lamentablemente, soy el único alegre de volver a verte. ¿Quiénes te acompañan? —Este… el de trenza es un amigo y el otro… es un amigo… —Yo no soy tu amigo… —Es más amigo que el otro… —¡Eli! —Uno con beneficios… muchos beneficios. Anda ya, ¡déjanos pasar! Sebastian y Ëruendil cruzaron miradas desconociendo qué decir. Se li- mitaron a sonreir incómodos y adoloridos mientras Indäwel les exami- naba con la mirada. —No te entiendo—El gigante miró de reojo a Ëruendil— ¿Eres amiga con beneficios de un niño humano? —¡NO SOY UN NIÑO! —Niña entonces. —Esto ya no va a parar nunca… espero con ansias mi barba… —¿Sabías que mueren jóvenes y enferman cada dos por tres? —No importa eso, ya te lo explicaré. Que nos dejes pasar o te hago ja- món. El vigilante clavó su lanza en la roca, arrodillándose para abrazar a Ële- mire como si fuera su hermana pequeña. La mujer hizo lo mismo, es- trechando a su amigo como pudo. Tras un instante chocaron las frentes como lo harían las cabras al enfrentarse sólo que ellos lo hacían en se- ñal de confianza. El vigilante se apartó tras susurrar al oído de Ëlemire quien regresó a sujetar a Ëruendil y Sebastian al ponerse entre ambos, ayudándoles en la siguiente caminata. Las gotas del hielo derretido caían tranquilas en el gran salón esculpido en la roca de la montaña, rebotando en piedras o en lagunas de agua dulce y apacible. Pequeños animales azulados y brillantes como estrellas revoloteaban en la hierba azulada cada vez más abundante. Cruzaron pedruscos y escaleras, ramas petrificadas y esculturas resque- brajadas hasta que la montaña y el frío desaparecieron, encontrándose en un pórtico blanco y brillante como las criaturas de la laguna. El vigi- lante se plantó en la entrada bajo la luz proveniente de algunas piedras luminosas, siendo el primer momento en que vieron la real envergadura del gigante en pieles de oso. —Chicos, bienvenidos a Careg Hald. Este viejote a mi lado—Ëlemire apuntó al vigilante—es Indäwel, es el vigilante de la comarca… no se preocupen, que no muerde el cuarto día de la semana… suponiendo que hoy es ese día. —No, no lo es. —Ah bueno, entonces no se le acerquen que contagia tétanos. El gran hombre permaneció inmóvil y silencioso pero sonriendo en bajo perfil, sujetando firmemente su lanza. Ëruendil y Sebastian no en- tendieron la broma de Ëlemire porque Indäwel no lucía precisamente 534

Victoria Leal Gómez amistoso, su rostro musculoso quemado por la nieve en verdad enseña- ba expresión feroz de lobo hambriento. Ëlemire dio un paso hacia el pórtico, Indäwel se ocupó del mecanismo de apertura. —Si nos trajo hasta aquí es porque confía en que yo recibiré el castigo por cualquier tontera que hagan así es que… amorcito, pimpollo de mi crazón—La mujer posó ambas manos en los hombros de Ëruendil— Nada de poner coronas de flores a la primera doncella que te agrade. El joven rascó su nuca, bajando la mirada y sintiendo que la sangre se le concentraba en las mejillas. —Está bien, Eli. —No te preocupes, era sólo un chiste—Ëlemire rió, mirando hacia el azuloso Sebastian—Aquí la gente no contrae matrimonio de esa ma- nera. Sólo recuerden una cosa: no hablen si no tienen nada bueno que decir. Aquí la gente es bien reservada. Y… a ver… bueno, avancemos, ya me acordaré. Ah, Sebastian… —¿Sí? —Entrega tu espada a Indäwel. —¿Cuál espada? Ese Äingidh la hizo arena con la mano, ¿qué hay de la espada de Ëruendil? —Tienes razón… ya, denme eso que aquí no se usa. —¿Qué hay de las dagas? —Dame tus dagas también. —¿Y las agujas envenenadas, las navajas, los abrojos y el martillo? —¡Dónde carajas tienes todo eso! ¡Cómo es que puedes caminar! —¿Crees que uso ropa suelta por deporte, porque mi padre me la ha heredado? —ENTREGA TODO. Es más, desvístete, ya no puedo confiar en ti. —No hay necesidad de desvestirme, entregaré todo lo que llevo. Pro- meto ser un buen niño… si me dejan dormir por una larga temporada. —Tú de buen niño tienes lo que yo de beata. —¿Me dejarás dormir si o no? Ëlemire asintió con la cabeza, recibiendo todos los implementos que Sebastian escondía bajo las túnicas y la camisa, en la caña de la bota y bolsillos entre las mangas. Finalmente entregó su martillo, escondido diestramente en un carcaj amarrado en su espalda. Ëruendil entregó su espada riendo al mirar a Sebastian quien perdió volumen hasta parecer una chiquilla. —Te mueves rápido con todo ese peso encima, sería intereseante verte sin ese equipo y con la pierna en buen estado. —Eso no es nada. Lo más pesado que he cargado a sido… tu primo borracho. —Te compadezco… —Helmut pesaba lo mismo que un caballo pero ebrio… era como car- gar dos vacas, una en cada brazo. A eso agrégale la jodida armadura, sus armas y las ganas de ligar con todas. Pobre Nikola, con razón usaba un fajín en la espalda y se quejaba constantemene de dolor en los riñones… —te pareces demasiado a tu hermana… —¿Aterrador, verdad? A veecs me da susto mirarme al espejo. 535

El Sanador de la Serpiente Indäwel recibió los objetos, incluyendo las dagas destrozadas de Ëlemi- re. Las examinó con tristeza, guardándolas en su morral en la cadera y ofreciendo al herrero. Ëlemire e Indäwel charlaban sobre la forja de un nuevo par de dagas cuando Ëruendil se recostó en el hombro de Sebastian. —Tranquilo Seba, Helmut no volverá a molestarte… —No quise que sonara así, discúlpeme. —Qué va… me siento bien de saber que ahora… descansa junto a su padre. —Yo… —No digas más, por favor. Muestras agotamiento, será mejor que dejes a Ëlemire ejercer su labor en tu cuerpo, haz perdido mucha sangre y el frío no es bueno para tu condición tan débil. —Mi señor, usted tiene las carnes fuera de su sitio y habla como si nada sucediera… —Eh sí… Eli me dio algo, la verdad es que estoy mareadísimo y no sien- to nada… hasta se me traba la lengua para hablar. El vigilante era una estatua congelada en el tiempo junto al pórtico cuando Ëruendil y Sebastian ingresaron tras los pasos de Ëlemire quien escogía a la perfección los pasillos correctos en el laberinto cavernoso. Ëruendil caminaba confiado hasta que el suelo empezó a hacerse cada vez más resbaloso y transparente pero lo inquietante fue escuchar las voces de siete hombres entonando una melodía algo triste, ¿recordaban los días en la juventud, las hojas naranjas en el Mes de las Hierbas? Esas impresiones eran trasmitidas en la retumbante caverna cuyos puentes traslúcidos estaban hechos de diamante al igual que cada una de las ha- bitaciones donde se reunían colosales hombres y mujeres, compartien- do bebidas humeantes y comidas suculentas para el frío. La melodía decía: Memorias de mis días hace veinte años Cuando la hierba era verde y el agua fresca Añoro volar al pasado, disfrutar aquellos días En los que sonreía desconociendo el futuro. Lo triste no es la oscuridad de la noche Sino saber que caminamos en ella. Bajo las manos del cobarde, caímos Mas nada puede quitarnos el sabor del ayer La esperanza del futuro imitando esos días Ëruendil miróEna lloass qteucehsuomnrberíeas,, dmeascroavniolcláiennddooseelcmonañloasncaa.rámbanos de hielo tallados como lámparas, encargadas de dar luz a todo Careg Hald. El coro de siete hombres se hizo de nueve pero la tonada principal per- manecía incólume. Al llegar el décimo hombre aparecieron vibraciones bajas en los suelos, atrayendo pajarillos de luz revoloteando por las flo- res en los jardines escalonados. Ëlemire guiaba a sus amigos por el puente principal, desviando a la iz- quierda, haciendo una pausa al sentarse en una banca dentro de una pérgola blanca. —Chicos, esperen aquí. Alguien vendrá a mostrarles un lugar para re- 536

Victoria Leal Gómez posar. —Eli, ¿por qué no vienes con nosotros? —Amor… no es tan fácil. —Em… creo que estoy sobrando. Sebastian posó su mano en el hombro de Ëruendil. —Me retiro. Con su permiso. —Adelante… pero, ¿dónde vas? Apenas puedes usar tu pierna saluda- ble… —Me las arreglaré, no se preocupe. Este bastón congelado aún puede ser un buen reemplazo de pierna. Sebastian avanzó por el pasillo brillante y pulido hasta llegar a una pér- gola cercana donde una mujer de vestiduras blancas le sonrió, tomando su bastón improvisado, ayudándole a sentarse en la banqueta cubierta de pieles albas. Ëruendil se acurrucó junto a su mujer, abrazándole. —Qué te pasa, estrellita, te ves triste. —Bueno… este lugar me pone así. —Pero esta es tu casa, ¿no es así? —Sí, yo nací y me crecí aquí. Pero… hay tanto por decir. De gusto no te presenté como mi esposo, seguro me cortan las orejas si llego así, tan campante y más encima casada, sin la bendición de mi madre. —Estrellita, si no quieres hablar ahora, podemos hacerlo después. No sientas que estás forzada a… —No, no es eso. Ëlemire dejó su capa sobre la banca, momento en que un centenar de pajarillos luminosos comenzaron a usar la tela como nido. Ëruendil mi- raba el caminar de su esposa, manteniéndose junto a las aves. —Tengo que visitar a la líder. Si ella aprueba mi presencia aquí iré a descansar y comer con ustedes, ¿vale? Si no le gusta la idea de tenerme cerca… pues no se preocupen, ustedes podrán quedarse hasta que estén sanos. —¡Iré contigo! —¡NO! No te he presentado como mi esposo ante mi mamá, la líder se enfadará si te llevo y… son costumbres locales, ¿vale? —Me quedaré quietecito aquí mismo, lo prometo. Nada de matrimo- nios ni sorpresas… ¿Sebastian está conversando con ella? —Parece que sí… ¿podrías vigilarle? —Se supone que él está a mi servicio, él debería vigilarme a mí… —Bueno, en qué quedamos—Ëlemire afirmó sus manos en la cadera, repasando la figura de su esposo— Eres o no un principito. —No lo soy… apenas he agarrado un poco de “nobleza”, es todo. De todas formas, ¿qué importa? No tengo dónde caerme muerto, la única tierra de la que soy dueño es de la que está pegada en mis suelas. Ëlemire acarició el cabello de Ëruendil el cual le cubría la espalda has- ta la cintura. Desenredó el nido con los dedos fabricando finas trenzas azarosas que remataba con las mismas pepitas de oro aún sujetándose a los mechones nudosos. —Está bien, te creo. Es sólo que… no sé, quiero estar segura. —¿A qué le temes, Eli? 537

El Sanador de la Serpiente —Es que… te conocí y eras tan limpiecito y yo… toda greñuda, llena de tajos y… —¿Y qué? —Pues… usada, de segunda mano. —Ay, ¡no digas esas tonterías! Yo no te voy a abandonar sólo porque me lleven de regreso a casa o cualquier otra circunstancia por venir— Ëlemire se colgó en el cuello de Ëruendil una vez consiguió despejar su frente—Estamos juntos y permaneceremos así hasta que la muerte nos separe… ¿o no son así los votos? —Nop, no son así pero qué importa, lo que dijiste es bonito. La mujer sonrió feliz tras escuchar una declaración tan necesaria, escu- driñando los bártulos enredándose en su morral destartalado. Revolvía con tanto afán que Ëruendil sintió curiosidad e intentó meter la nariz en la bolsa de cuero pero su esposa le empujó a la banca, donde cayó sin remedio pues sus heridas eran dolorosas. Finalmente Ëlemire encontró lo que buscaba. Se trataba de una diadema de oro en forma de “v” que se afirmaba en la frente mientras que las ramas de sus extremos tenían hojas pequeñas y abundantes que se esca- paban del cabello del sorprendido Ëruendil quien palpaba la escultura de metal sobre su cabeza. —Eli, esta joya es fina… ¿de dónde ha salido? —Por ahí, por ahí… te queda hermosa. Ahora somos igualitos… aun- que la mía está toda llena de sangre… —Este desastre de ropa inmunda no combina con la joya tan… ¿SE LA HAZ ROBADO A LA ANCIANA? —Ay, yo no soy ladrona. Simplemente se me da bien apropiarme de co- sas ajenas. —Eso se llama RO-BO. —Debo ir a hablar con la líder—Ëlemire rio burlona, besando las meji- llas de su esposo—No hagas nada raro, ¿vale? Eres mío, mío, MÍO. No quiero a otras mujercitas a tu lado, así es que nada de hablar bonito. Ëruendil se sintió a gusto, tan feliz que su corazón latía más rápido pero no dijo nada porque no fue capaz de hacerlo. Sus ojos se cerraron contra su voluntad y al volver a abrirlos se hallaba cubierto por pieles de lobo albino entre mantas de lana en un dormitorio sin puertas. El joven se sentó en la cama mirando en todas direcciones y escuchando la tormen- ta en el exterior de la montaña. Los pilares imitando ninfas cargando cestos frutales le recordaron el palacio en Orophël. Ëruendil se levantó de la cama para disfrutar de la merienda en la mesita de desayuno com- pletamente tallada de piedra pintada de blanco, notándose recuperado y que el espejo en una pared enseñaba el porte de un hombre de anchos hombros y expresión triste. Era él, totalmente irreconocible. Se acercó a la imagen examinando sus orejas puntudas adornadas con pepitas de oro y gemas brillantes, una tiara de plata con la forma de los hielos adornaba su frente y su cabello casi descolorido fue tratado para permanecer completamente liso, como una capa brillante en su espalda. Vestía una túnica blanca bordada de plata y un manto en sus hombros le hacía ver alado pues largas plumas caían de él. 538

Victoria Leal Gómez Era alto, tan alto que al estirar la mano tocaba las techumbres que sólo Indäwel alcanzaba… Ëruendil notó que sus huesos eran fuertes y que su desplante imponía respeto mas sus ojos decían lo contrario y parecían llorosos. Se apartó del reflejo disfrutando de la comida aún caliente y el licor cristalino que no lograba quemar la garganta pero no se quedaba atrás en esfuerzo. Bebía las últimas gotas cuando una mujer cruzó el arco de entrada al dormitorio tallado en la roca. Aquella dama vestía también una túnica blanca pero bordada en celeste con copos de hielo en su cintura. Su piel estaba quebrada por los años pero su mirada era soleada, contrastando con el marrón de sus iris. Ëruendil enseñó una venia, besando la mano de la mujer. —Qué alegría tan grande la de conocerle. Nunca pensé que mi querida niña me traería a su esposo, ella siempre fue un espíritu libre, amante de los caballos y los lobos… imaginarla junto a alguien era fantasear con unicornios. Ëruendil sonrió, mirando a la señora abrigada con un tejido sobre sus hombros. —Yo… muchas gracias por ayudarnos. —Está bien, no necesitas ser tan formal, hijo mío—La mujer acomo- dó el cuello alto en las ropas de Ëruendil—Espero estos regalos te sean útiles. Son cortesía de Sölais, nuestra líder. Por alguna razón se sintió comprometida en ayudarles y eso es extraño en ella… en nosotros. —Espero exista una instancia en la que la líder nos permita una conver- sación sincera. —Puede que la haya, si se lo pides. Como te dije—La mujer tomó una espada enfundada en plata, entregándola a Ëruendil—por alguna extra- ña razón decidió ayudarles, especialmente cuando te vio durmiendo en la cama. Parece que le recuerdas a alguen muy querido porque hasta se dio el lujo de besar tu frentecita. Ëruendil sonrió avergonzado enseñando su situación con mejillas rojas indisimulables. El joven acomodó la espada y sus correajes en la cadera, bajando el rostro para evitar un posible sangrado pues su nariz le encan- taba dar la nota alta. —¿Cuánto tiempo he dormido? Aún siento pesado el cuerpo… —Unos tres días y cuatro noches. Lo necesitabas, querido y… tal parece que mi hija aprendió artes interesantes tras abandonar la montaña— Ëruendil suspiró, pensando en su esposa—No te diste cuenta de los ba- ños y los cambios de ropa que te hizo. Dormías y dormías como si jamás fueses a despertar… y aquí estás, recuperado como si nada te hubiese pasado, fresco como un brote. Admirable, tanto las artes de Sërenlëmire como tu resistencia. Eres el hombre indicado para mi hija, tal vez hasta puedas domarle. —Oh no, claro que no—Ëruendil sonrió, mirando más allá del arco en la entrada, sabiendo que el dormitorio estaba esculpido en lo alto de un montículo. A la distancia se veían las pérgolas de bienvenida y la gente compartiendo licor junto a las fogatas—Soy su compañero, no su amaestrador. ¿Dónde está ella? —Tiene mucho de qué conversar con Sölais, nuestra líder. 539

El Sanador de la Serpiente —Escuché a Indäwel confesar que sólo él se alegraba de recibirle… —Claro, él habló en nombre de toda Careg Hald pero no en el mío… esperé a mi niña por todos estos eternos nueve años, la esperanza de verle de nuevo—La voz de la madre tembló, siendo Ëruendil quien secó la lagrimilla en su ojo—me mantuvo en este mundo. Y ahora que ha vuelto, sólo he podido regalarle un abrazo pues nada queda en esta co- marca más que nuestras ganas de vivir. Como quisiera darle un regalo, un festín de bienvenida pero sólo tengo diamantes, miles de ellos… la- mentablemente no sirven para dar abrigo. Ëruendil abrazó a su nueva madre y lo hizo tan fuerte que las piezas ro- tas en el corazón de la mujer se reunieron en una gran calma envolvente que casi lograron el llanto del joven en busca de un abrazo como ese. —Eso es bueno… es decir, con su cariño es suficiente. Estoy seguro que Eli deseaba verle de nuevo. —¿Eli? —Ah, pequeño detalle. Ella se me fue presentada como Ëlemire pero he notado que aquí se le llama por Sërenlëmire. —Es el nombre que escogimos para ella, para nuestra pequeña gema. —¿Puedo saber la razón por la que abandonó su hogar? —Tal vez debas hablarlo con ella—La mujer arregló la tiara torcida de Ëruendil—Te explicará todo desde su punto de vista y yo supongo que es el punto correcto. Nosotros sólo podemos hablar… como gente des- pechada. Es más, aquí ella no es bienvenida por su supuesta cobardía. Ve con ella, tiene mucho que decirte. Ëruendil asintió bajando los peldaños hacia las pérgolas en la comarca, centro de vida diaria para todo habitante de la montaña. Sin embargo, el joven no pudo continuar su descenso, girando hacia la madre de Ële- mire. —Disculpe, he olvidado consultar su nombre. —Me llamo Lümedel… y si mi hija decidió cambiar parte de su nombre es porque se avergënza de quien fue. Dudo que su deseo haya sido re- nunciar a su origen, por favor, no le juzgues. El joven meneó la cabeza pues esa no era su intención. Bajó las escaleras llegando a un puente de firme cristal brillando como el arcoiris, Ëruen- dil fue directamente donde Sebastian lucía cómodo y sano, causando la admiración del joven y la mujer a su lado, quienes le regalaron una ve- nia respetuosa. Ëruendil rascó su nuca cuando nadie le vio, sintiéndose particularmente incómodo. Corrió hacia Sebastian y la mujer, alzando sus mentones. —¡No quiero inclinaciones, por favor! No estamos en el palacio… ya, paren. Un niño jugando con arco y flechas de juguete acertó un golpe en el pecho del Ëruendil quien quitó la ventosa de la flecha para entregarla al pequeño. Ëruendil fue saludado de mano por la mujer de blanco. —Es una alegría reencontrarme contigo. —¿Näurie? Luce usted muy diferente, me atrevería a decirle que el tiem- po retrocede en usted. La mujer bajó la capucha nívea cubriendo su rostro, abrazando a su hijo, 540

Victoria Leal Gómez pendiente de su carcaj miniatura. —Joven Ëruendil, es una alegría verte tan fuerte y gentil. ¿Recuerdas a Thëriedir? El joven inclinó la cabeza, recordando imágenes difusas de una mujer embarazada en una fiesta de compromiso que se enlazaba ágilmente con el llanto del bebé nacido en la cabaña de Äerendil. —Cómo olvidarle…¿cuántos años tiene? —Un año y ocho meses, joven. Estamos en pleno Mes del Sol, debería- mos festejar su vivacidad a tan corta edad. —Parece mayor… —Usted sabe que nuestra gente envejece según las emociones vividas, querido. —Comprendo… —A su edad tú también eras un relámpago, jamás habríamos podido quitarte la espada y tus ganas de vencer a Helmut. —¿Qué me pasó, me quemé en la puerta del horno? Ahora no puedo ni usar correctamente un cuchillo de mantequilla—Ëruendil susurró para si—Äerendil tenía razón al decirme que pronto transformaría mi pierna en jamón, ¿qué come que adivina? Sebastian disimuló su risa al cubrir sus labios con la mano. —Si me disculpan, iré a recorrer un poco antes de preparar nuestro viaje hacia la Guardiana. —A las nueve será servida la cena, acérquese a la plaza para disfrutar de alimentos calientes antes de ir a la cama en su último descanso antes de la travesía. —Muy considerada, señora Näurie. —Tía Näurie. —Eh… sí, tía… ¿Äerendil es mi tío, verdad? —Correcto. —Y usted es tía de él…Entonces… olvídelo, no soy bueno con los pa- rentescos. —Soy tu tía abuela, Tëith y Thëriedir son tus primos en segundo grado. —Ah… ¡Ah, todo tiene sentido ahora! Sebastian se retiró lentamente y cabizbajo. Ëruendil notó un aire pesado en el cuerpo del joven con cabello trenzado, como si leyera su mente supo que lidiaba con una carga en su corazón y que deseaba alivianarla con un poco del vino ofrecido por un hombre robusto en una mesa repleta de ollas hirviendo. Näurie se acomodó en una butaca de piel blanca, dejando que Thëriedir corriera por los pasillos, jugando con un par de niñas y sus bastones. —Sebastian me ha informado de lo ocurrido en Orophël y también me ha confesado temer por su vida, joven Ëruendil. Hace poco estuvo en una larga reunión con Sölais, espero que marche todo según su plan. —¿Qué le ha dicho exactamente? Sebastian guarda mucha información valiosa y es evidente. Sabe de los supuestos Invocadores, les reconoce antes de que lleguen. También sabe del rayo proveniente de los cielos… y hasta veo en sus ojos que parece formar parte de nosotros, de alguna manera. —La Espada Celestial… Si sabe de ello es porque fue alcanzado por sus 541

El Sanador de la Serpiente efectos. —¿Qué es esa cosa? La usé accidentalmente una vez pero Äerendil pare- ce en desacuerdo... y Seba luce extrañamente más joven que yo. Aunque yo me he venido abajo con una velocidad muy decepcionante, seré un anciano en un par de meses. —La verdad, es que te ves mayor que tu tío… aunque eso no es raro, Äery no envejece ni a palos. —Creo que hasta se me está cayendo el pelo… ¿alguna receta? Näurie sonrió apenada, tomando la mano de su sobrino. —Lo importante es que sepas lo siguiente. La Espada Celestial es un rayo proveniente del Reino en los Cielos, querido. Es un arma que sólo su familia puede llamar y su objetivo es borrar recuerdos. —¿Sólo eso? Deseo que me explique cómo he podido eliminar a Äin- gidh y Umbríos con esa Espada. —Ellos no son compatibles con esa frecuencia. Los patrones de onda se cancelan. —¿Cómo? —Esa arma proviene de nuestro pasado mas posee la tecnología de el futuro de este mundo. Sé que he sonado extraña por un momento mas recuerda, querido mío, no se trata de magia. Por favor, nunca uses aquel rayo pues al caer elimina a quien le llama… le vaporiza en el acto. Es una medida desesperada que jamás debió crearse… si le haz llamado y hoy estás aquí puede que se deba a un agradable fallo en el arma o bien, Zafiro tiene algo en sus manos. —Tranquila, señora Näurie, obedeceré a su petición y a la de Äerendil. Algo me dice que en verdad me cortaría las manos si vuelvo a utilizar ese recurso… Ëruendil abrazó a la mujer entre lágrimas quien afirmó su cabeza en el hombro del joven. —¿Por qué Äery no está contigo? —Se lo ha llevado un brujo en armadura negra. Iremos a buscarle dónde sea que esté, mas una corazonada me insinúa su presencia en la capital del reino, he de regresar con urgencia pues se encuentra gravemente herido. Pero antes, debo ocuparme de la Guardiana de los Hielos y las Tormentas. —La capital de nuestro amado Älmandur es el bastión principal de Eli- sia, custodiado por Umbríos y algunos Äingidh bajo juramento a un señor vengativo. Los alguna vez muertos son alzados de la tierra y trans- formados en aquellos seres de arenisca que son los Umbríos, los menos afortunados que no encuentran descanso en la muerte son torturados y convertidos en Äingidh sedientos de carnes y sangre humanas o Sgäla- gan… si Äerendil fue llevado, dudo que se encuentre vivo... —No diga eso… No quiero imaginar a Äery convertido en Äingidh. —O tal vez le tengan cabeza abajo sobre un barril, esperando a que toda su vitalidad sea drenada… —¿Se supone que eso es mejor? Näurie y Ëruendil se miraron, sabiendo que el último destino mencio- nado era el más probable. El joven se afirmó en el pilar de la glorieta edificada en piedra luminosa, conteniendo el aire en sus pulmones por 542

Victoria Leal Gómez temor a dejar escapar esa fuerza naciendo en lo profundo de si. —Aún así, debo ir. Él me salvó de la muerte, me dio de comer y beber en su casa, bendijo mi matrimonio con la mujer que apreciaba… yo debo ir, debo ir en ayuda de mi tío. Näurie notó la catadura desnuda en el lóbulo izquierdo de Ëruendil, tomándole de los hombros e ignorando las demás gemas adornando los cartílagos de sus orejas. La mujer retiró una de sus argollas, cerrándola en el lóbulo indicado para señalar matrimonio. —Llévate esto, Sërenlëmire se pondrá alegre de verte con esta joya. —Näurie, ¿dónde está la líder de Careg Hald? Por favor, lléveme con ella. Necesito agradecer su cortesía. —Te llevaré mas no te garantizo que te reciba. No le gustan los niños. —No soy un niño… —Nuestra adultez real llega a los cien años. Ëruendil suspiró comprendiendo las rabietas y caprichos de su tío al mismo tiempo que se analizaba como tonto ante algunas situaciones. Miró a su tía con desilusión. —Llévame, no pierdo nada con intentarlo. Näurie asintó con la cabeza, avanzando por el puente de cristal hasta alcanzar a su hijo, tomándole de la mano, llevando a Ëruendil hacia la edificación brillante en lo alto de la comarca tallada en la montaña. 543

El Sanador de la Serpiente 30. Ojos Bien Cerrados. El muchacho de ropajes verdes sucios con barro y brea ponzo- ñosa avanzó más allá de lo que normalmente sus pasos le permitirían, deteniéndose al encontrarse con una roca que sirvió de asiento. El torrente del río chisporroteaba al jugar con las piedras en su lecho, dejando ver en su claridad la existencia de pequeñas flores naciendo entre las aguas aún cristalinas, tal vez las únicas capaces de aplacar la sed de un viajero perdido. Äerendil posó su violín en la clavícula, la brisa movía las trenzas sueltas que se enredaban en su largo cabello cobrizo. Al pasto cayeron algunas de las hojas de filigrana de oro anudadas en mechones gruesos. Tensó el arco y aplicó resina de árbol en las crines, agitando el artefacto para lanzar el exceso antes de afinar su instrumento decorado con flores pin- tadas de blanco sobre el barniz anaranjado. Una vez convencido del sonido, recordó la canción que Rita gustaba de escuchar. La mujer poco sabía de música pero disfrutaba de la melanco- lía proyectada en aquellas notas antiguas. Rita solía preparar galletas de almendras cada vez que su esposo com- ponía algo nuevo y esa preparación nunca fue aprendida por Äerendil, quien a pesar de ser un hombre muy joven, se sentía golpeado por los años. De pequeño nunca imaginó que podría ser tan viejo como los ár- boles o como la tierra misma. Con los pies en el afluente tibio supo que vería civilizaciones caer y levantarse varias veces antes de comenzar a verse adulto pero no creas que esto supone una carga para los Sgälagan, es una responsabilidad inmensa la larga vida pues el conocimiento ad- quirido a través de los milenios puede llevar a los hombres a las estrellas o a su destrucción y justamente ese deber era el que pesaba sobre los hombros de Äerendil. Bajó el arco sin poder concentrarse en tocar. Suspiró antes de guardar el instrumento en el estuche de cuero gastado, observando el repiqueteo de las aguas contra la tierra. Tapó su rostro con las manos cuando sintió deseos de dormir pero no pudo siquiera voltear para buscar un sitio ya que una mano estaba en su hombro y le impedía incluso la respiración. Äerendil cerró los ojos y cayó fuertemente al suelo, desmayado. Al abrir sus ojos supo que el viaje a la rivera en recuerdo de su esposa fue un liviano sueño que no consiguió realizarse ese año. Apenas había luz colándose por las junturas de las piedras. Los ojos de Äerendil ardían como si se los hubiesen revuelto con los dedos endure- cidos propios de un herrero y su cuerpo se quejaba con mil moretones de patadas metálicas y raspaduras creadas por las piedras en las que fue arrastrado la noche entera. Äerendil meneó la cabeza, la sangre se le juntaba en la frente y tenía sus motivos. Al recobrar sus sentidos se descubrió colgando del techo por un grillete en su tobillo y sus manos atadas con cadenas le impedían zafarse del problema. El hombre sin vestiduras se contorsionó dificulto- samente de izquierda a derecha, imposibilitado de toparse con un muro o mueble destartalado. 544

Victoria Leal Gómez En el suelo una jofaina de hierro martillado lucía reseca y manchada de rubí arcaico ya descascarado pero algunos hilillos juguetones en los bordes acusaban la frescura de una sangría resiente… El prisionero escudriñó el olor en el aire, descubriendo vinagre en un cántaro y algunos instrumentos cortantes o punzantes sobre una mesa mal martillada. Sobre ella también había tenazas, a su derecha una silla con clavos en el respaldo, asiento y apoyabrazos. Encima de aquel te- rrible mueble descansaban varias “Hijas de Carroñero” especializadas en romper espinas con sólo mover el mecanismo, sierras largas aún su- cias… Äerendil tragó saliva como pudo, notando sus labios partidos por la ca- rencia de agua. En el rincón más sombrío encontró personas aparente- mente sin huesos, dobladas como archivos una sobre la otra, amarradas a ruedas o con sierras dividiéndoles en mitades. El aire se hizo pesado y frío al interior, Äerendil miró su pie ennegre- cido sabiendo que ya lo había perdido mas aún servía para mantenerle atado al grillete pendiendo de la cadena en el techo. Intentó alcanzar el eslabón de hierro pero un chorro de sangre escapó de un agujero en su muslo izquierdo. Äerendil regresó a su posición, sabiendo que moverse podría significar una muerte temprana ya que las venas importantes de su cuerpo estaban expuestas y embebidas en vinagre. La madera de la puerta crujió. Una mujer de largo cabello borgoña y vestidos negros arrastraba los pies por la piedra, sosteniendo a un bebé entre sus brazos. La criatura estiró las diminutas manos, jalando el ca- bello de Äerendil quien sólo podía mirar el mundo cabeza abajo. Un Caballero de armadura negra atravesó el pórtico sosteniendo una copa de oro engarzada con rubíes, llenándola con el líquido caliente en la jofaina bajo Äerendil. Elisia recibió el ofrecimiento de su sirviente, dando de beber al pequeño en sus brazos, caminando a paso seguro fuera de la mazmorra, sonrien- do feliz por la fortaleza contenida en aquel líquido vital cuyo resplandor iluminada los corredores. Pero Äerendil no quedó solo. Su compañía era aquel hombre de arma- dura y sin rostro que cerró la puerta, afirmándola con el póstigo en el suelo. El Caballero tomó los largos mechones del prisionero, disfrutando el perfume despedido por el hombre cabeza abajo, quien no entendía por- qué no le dejaban morir tranquilo. Sin desearlo expulsó el aire tratando de ingresar un poco más para man- tenerse vivo pero ya no tenía fuerzas para forzar su respiración, jadean- do adolorido y mareado. De pronto el Caballero soltó el grillete y arrojó a Äerendil al podrido rincón donde los muertos eran apilados como cartas. El joven no pudo moverse cuando un clavo se le encarnó en el cuello, todo lo que pudo hacer fue arrastrarse hacia el rincón, siempre con las manos atadas a su espalda, mirando desde la penumbra al hombre encendiendo una fogata improvisada. Äerendil temblaba sin disimulo, cerró los ojos mientras un brazo casual le abrazaba helado. 545

El Sanador de la Serpiente Cuando el fuego ardía confiado de mantenerse en pie, el prisionero fue arrastrado junto al calor y se le brindó una manta. Fue envuelto delica- damente y puesto en el suelo. El Caballero le mostraba un pocillo lleno de agua fresca pero Äerendil parpadeó sin beber nada. El hombre de negro bebió todo el líquido de un trago y luego sirvió más, ofreciendo la segunda porción al reseco joven envuelto en lanas quien aceptó beber hasta la última gota, dejando que su captor inclinara el recipiente en sus labios sangrantes. El joven quería dormir pero la inquietante visión de la sangre deslizán- dose por la Dama de Hierro junto al muro le impedía el relajo y cual- queir intento de charla o escape. Permaneció junto al fuego y envuelto en la manta durante unos minu- tos, hasta que el Caballero apagó las llamas con sus pisotadas, acercán- dose a Äerendil para desenvolverle. Mas no le devolvió de inmediato a su puesto cabeza abajo, primero re- corrió con la vista la desnudez del joven, hundiendo su dedo medio en el agujero dejado por la flecha cercana al corazón. La sangre fue examinada con curiosidad pues al estar fresca brillaba con un resplandor difuso que desaparecía tras algunos segundos, convir- tiéndose en sangre común. —Supe que eras hermoso desde la primera vez que te vi pero nunca imaginé que podría tenerte así. La voz de aquel Caballero era distorsionada por el metal de su yelmo ensombreciendo sus rasgos faciales pero Äerendil alcanzó a encontrar la silueta del cuero marrón tapando la deformidad del rostro en aquel hombre de manos firmes quien le pateó la cabeza, tomándole con fuerza para evitar cualquier resistencia ante sus carnales deseos de poseer al prisionero. Äerendil se resignaba a su destino cuando un segundo Caballero azaba- che le interrumpió al posar su mano en el hombro del torturador quien soltó a Äerendil, regresándole a su lugar, cerrando el grillete en el tobillo con gangrena. El primero en marcharse fue el segundo Caballero pues quien dio de beber a Äerendil susurró en su oído, sorprendiendo al deseoso de fa- llecer. Confundido asintió pero tal vez lo hizo sólo para que dejaran de molestarle. Segundos después, el torturador sin identidad se marchó, sin notar los ojos observándoles desde lejos. A través de un ave, Ëruendil vio a su tío sin fuerzas para suplicar su muerte. El muchacho abrió los ojos aterrados por la visión, encontrándose ca- minando tras los pasos de Näurie y su niño, liberando flechas a cuanta persona se le cruzaba en el puente de cristal helado. Ëruendil se detuvo, afirmándose en una estalacmita salada que feliz hubiese abrazado al compunjido joven sujetando su impresión con la mano en el pecho. Näurie sintió que su sobrino estaba indispuesto y retrocedió, mimando su frente en busca de temperatura elevada pero no fue así. Sin embargo, su corazón indicaba peligro y la mujer buscó la mirada de Ëruendil sin 546

Victoria Leal Gómez poder encontrarla. —Querido mío, ¿dónde estás? Ëruendil parpaedó hasta conseguir regresar a su cuerpo. —Debo… hablar seriamente con Sölais y solicitar su ayuda. —Ha sucedido algo terrible—Näurie acariciaba las mejillas del joven— Haz palidecido como si tu espíritu hubiese sido ensuciado por el miedo. —Por favor, retomemos la marcha. —Querido, Sölais está reunida con Sërenlëmire y parece ser un asunto delicado. Interrumpir sería descortés. Por otro lado… —Eli no me ha presentado a la líder como su esposo y eso acarrearía dilemas, ¿no es así?—Näurie asintió con la cabeza, sujetando la mano de su inquieto niño arquero—Entonces, ¿qué podemos hacer? Esperar más tiempo es una locura, Äery nos necesita pero también necesitamos la colaboración de Careg Hald. El Guardián de la Montaña es gigante, el más terrible de los tres… —Tranquilo, Sërenlëmire ya pidió ayuda y le han concedido lo solicita- do. Pero lo que podemos hacer ahora es… Näurie sonrió, dejando a su hijo bajo la custodia de una señora y un anciano en una pérgola quienes recibieron al pequeño con un apretón de manos, ofreciéndole bollos vaporosos y jugo. Ëruendil siguió los pasos de Näurie quien le llevó a un pasadizo es- condido tras una columna falsa, lugar por el que ambos reptaron hasta llegar a un ángulo ciego para todo vigilante al interior del aula donde Ëlemire se arrodillaba, bajando la mirada ante una mujer envuelta en pieles de lobo blanco. Ëruendil sentía dolor en las orejas por mantenerlas erguidas sabiendo que su esfuerzo era inútil porque no entendía la conversación pues los Fiadhaish pronunciaban guturalmente el Sgälagan, acento bastante si- milar al de los Äingidh. —Señora Näurie, ¿qué le ha dicho Eli a la líder? —Le ha pedido disculpas. —¿Por qué? —Lo desconozco pero la líder ha dicho “Haz regresado con las manos vacías”—Näurie prestó atención a los gestos pálidos de Ëlemire, quien constantemente se disculpaba sin jamás ponerse de pie—Querido mío, cierra los ojos. En tu mente podrás escuchar las palabras de tu esposa. Ëruendil obedeció al sentir las yemas de Näurie posarse en sus sienes. Segundos más tarde fue capaz de comprender la conversación entre las mujeres alejadas por un vigilante, cuya lanza atravesaría los huesos de cualquier feral. —Como descendiente de la familia Sëren me comprometí a regresar con la joya de su esposo mas me disculpo pues nos hemos sentido en necesidad. Jamás habría regresado con las manos vacías de no ser por la urgencia de nuestro pedido. —Te adentraste en los laberintos de la montaña siendo demasiado jo- ven, Sërenlëmire. Sabiendo que tu obligación era ser la cabeza de tu fa- milia escogiste el destino del vigilante, fallando al custodiar el tesoro de mi familia. —Y le suplico perdón por mi incompetencia… 547

El Sanador de la Serpiente —Esa joya no es importante en comparación con todas las vidas que los Äingidh tomaron ese fatídico día en el que tu deber era defender este lu- gar, el refugio de quienes sobrevivían al ataque. Huiste por temor a usar tus armas, huiste y dejaste a tu pueblo fallecer. Si hay un vigilante indig- no de vivir en Careg Hald eres tú, Sërenlëmire. Como líder se me está prohibido ofrecerte más ayuda, si buscas expiar tu consciencia, suplica perdón a tu madre, la última de los Sëren. Tal vez sea hora de traer un vástago y continuar tu linaje en vez de jugar a la vigilante. Tienes otros talentos, la vigilancia no es lo tuyo. Ëlemire abandonó su postura sumisa en el suelo, alzando una espalda firme y erguida de hombros anchos, cubiertos de cicatrices escondidas tras túnicas y la cota de malla. —Pero mi querida líder… el mal consume las tierras del Älmandur. Los Guardianes están presos de una enfermedad espantosa que se lleva la vida de todos. La Guardiana de la Montaña tomará nuestras vidas si no ofrecemos nuestra ayuda lo antes posible, traer un hijo a un mundo decayendo es desearle una dolorosa muerte. Antes de traer nuevas vidas debemos proteger las que ya caminan entre nosotros. Sólo le pido un par de vigilantes que nos ofrezcan su fuerza para eliminar a los Äingidh custodiando la entrada a la guarida de la Loba… —Sërenlëmire, sólo quedamos noventa personas en esta comarca, diez de ellas son vigilantes y los demás sólo somos ancianos esperando la muerte—La líder de cabellos incoloros se acercó a una botella de licor traslúcido, bebiendo de ella en busca de calor para sus huesos— No hay más vida que la visible hoy, nuestro futuro fue sellado tiempo atrás. —¿Desde cuando la gente de la montaña es tan débil? ¡Honremos a nuestros ancestros como los salvajes guerreros que somos! La enardecida Ëlemire dio un paso al frente. El ruido de su tacón re- tumbó en la caverna esculpida en el hielo, alertando al vigilante del aula apaciguado por la afilada mano de la líder ya en su sillón de piel albina. —Esas historias, querida Sëren; son sólo restos de una antigua juventud. De los Salvajes sólo queda el recuerdo en las memorias de los viejos. Si quieres contribuir en algo a la montaña ve y abandona tus dagas, bús- cate un buen hombre y ten muchos hijos. No naciste para ser guerrera, Sërenlëmire. Nos abandonaste cuando te requeríamos luchando. Vete y no regreses sin un niño en tus brazos, regálale una última alegría a tu madre. —Querida mía… hay labores más grandes que ser madre, una de ellas es ocuparse del bien común de la gente a tu lado, nuestro legado pue- de trascender generaciones sólo por tomar la decisión correcta. No me obligues a la maternidad sabiendo que mi hijo podría morir en manos de una alimaña. —Permanece hoy en nuestra comarca, la ventisca se vuelve recia en la entrada del otoño. Deberás partir al alba hacia el destino que te sea más favorecedor. Tienes la bendición de los últimos habitantes de Careg Hald. —Gracias, muchas gracias. —Indäwel les proporcionará todo lo que necesiten. —Muchas gracias por permitirle colaborar en nuestra misión. 548

Victoria Leal Gómez —Y, respecto a ese jovencito que trajiste, me refiero a ese Ëruendil—La líder clavó sus ojos en los de Ëlemire—Llévale lejos. No quiero a los descendientes de Sekemenkare en mi hogar. Su única idea en la cabeza son los designios del Primer y Último y no estoy dispuesta a sacrificar a mi gente por ello. —Y así es como otra vez, nos maldecimos por apartarnos de nuestras órdenes iniciales… con razón ya no queda nadie. —Vete de una vez. —Sí, querida Sölais. Así será. Ëruendil sintió profundo dolor en su pecho cuando observó la venia desanimada de Ëlemire, retirándose por el mismo arco que servía de ingreso al aula. El deseo de acercarse a la líder y exigirle una disculpa era fuerte, bullía la sangre del joven cuando fue apaciguado por la ternura de Näurie, quien le invitó a regresar al pasillo oculto y esperar a Ëlemire en un sitio más favorecedor. Una vez fuera del pasadizo y reacomodando la columna secreta, Ëruen- dil siguió los pasos de Näurie hacia una pérgola de flores pálidas y ave- cillas luminosas donde Sebastian charlaba con Indäwel, quien lucía có- modo sentado en la butaca, ofreciendo licor al muchacho de ropajes nevados. Sebastian notó el desánimo de su señor, ofreciéndole un jarro del mis- mo licor traslúcido bebido por la líder. —Estimado, caliente el cuerpo. —Gracias Seba… —¿Se me permite saber dónde se encontraba? —Sebastian, ¿alguna vez haz luchado contra algo cien veces mayor que el hombre más alto? —Preferiría reservarme los comentarios, mi señor. Exponga sus ideas, las mías no tienen prioridad. —Tengo un mal presentimiento y malas noticias por entregar—Ëruen- dil bebió un trago del licor sintiendo que le quemaba la garganta, admi- rando a Sebastian quien bebía del líquido como si fuera agua—Debe- mos ir a por el Guardián ahora, así sea medianoche. Näurie susurraba en el oído de Indäwel quien asintió con grave expre- sión, retirándose mudo por el puente, bajando las escaleras. —Muchachos, Ëlemire se acerca. Por favor, sonrían aunque sea por cor- tesía. —Sebastian podría dar clases de sonrisa hipócrita, ¿no es así? —Cuando guste, mi señor. Al arribar Ëlemire a la pérgola, Ëruendil se adelantó para estrecharle en sus brazos y besar su coronilla, conteniéndole para evitar que su esposa se derrumbara. Sebastian ofreció un jarro del licor caliente a Ëlemire quien bebió el contenido de un trago. —¿No hay más? —Eh sí, mi señora… permítame. —Eli, ¿qué tal si me enseñas el lugar? —Buf, quería evitar hacer de guía pero qué más da, nos tendremos que 549

El Sanador de la Serpiente ir mañana—Sebastian entregó un segundo jarro de licor a Ëlemire— Vamos a visitar a mi madre que si voy sola me dará con una escoba por el espinazo y no tengo ganas… bueno, ya me dio con la escoba por traerte todo magullado, pensó que yo te lo había hecho. —¿La madre Lümedel creyó que me golpeaste hasta dejarme incons- ciente? ¿Eso hacías con tus pretendientes? Ëlemire sonrió, hundiendo su rostro en el pecho de su esposo. Sebastian observaba la expresión espantada de Ëruendil, quien sujetaba a su espo- sa mientras Näurie asentía, aprobando la pregunta de su sobrino. —Señores míos—Sebastian carraspeó, enderezando la espalda—Antes de marcharse debo informarles de un par de personas ansiosas de verles. Ëruendil liberó a Ëlemire quien tomó el jarrón donde era calentado el licor, bebiendo directamente de él. Sebastian y Ëruendil vieron a Ëlemire beber hasta al última gota sin siquiera sentir la necesidad de tomar aire. El muchacho de cabello tren- zado tomó el jarro vacío, guiando los pasos de Ëlemire a los brazos de su esposo. —Ay, no jodas que no estoy borracha todavía. Esto no está hecho para quedar mal tan rápido… —Mi señor, Örnthalas y Älthidon le esperan bajo el árbol de luz. Junto a ellos hay un amigo suyo, señora Ëlemire, nuestro querido Lörel. —¡LÖREL! ¡Tengo que verle!—Ëlemire tomó el brazo de su esposo, ja- lándole en dirección al puente que llevaba al sitio mencionado— Vamos Lil, que nos esperan, ¡apenas terminemos de curar a los Guardianes ha- remos nuestra fiesta de bodas! ¡Será muy bonito, tendremos flores y mu- cha comida, mi madre aceptó bordar nuestras galas de fiesta! ¡ Y toda Careg Hald estará en la fiesta y los de villa Bëithe también! —Oh, o sea que sí quieres una fiesta… ¿a quién invitaré? Sebastian y Näurie sonrieron felices con el entusiasmo de Ëlemire, sien- do el muchacho quien afinó su garganta, carraspeando mientras hacía una lista mental de invitados a la fiesta. —Debe invitar a todo Älmandur e incluso parte de Siam, si somos re- alistas, mi querido señor. Faltará espacio para tanta gente… ya me veo que tendré por encargo organizar el evento, los Altos me liberen de eso—Ëruendil tapó la boca de Sebastian con su palma pero eso no duró por mucho—Señor, si desea ir a por el Guardián en las próximas horas le aconsejo hablar con ellos y visitar a su suegra. Me ha suplicado decir- les que les ha preparado un cocido de repollos para la cena. —¿Repollo? Que mal, a Helmut le habría encantado comerse mi por- ción… —¿Rechazas el guiso de mi má? Ëruendil giró rápido antes de empeorar las cosas. Sebastian sonrió bur- lón cuando su amo le jaló la manga. —¿Todo listo para el viaje? —Por supuesto, señor. Ëruendil sonrió antes de seguir los animosos pasos de su mujer quien abría grandes brazos para corresponder a Lörel, vigilante ansioso por confesarle a su amiga que las personas de Bëithe estaban felices en Careg Hald por el solo hecho de haber encontrado comida abundante y camas 550


Like this book? You can publish your book online for free in a few minutes!
Create your own flipbook