Victoria Leal Gómez regaló el damasco en su bolsillo a Ëruendil, quien lo aceptó sonriente, retomando su rezo apenas culminó la merienda. —Oye Willie… —Que me llamo Ëruendil, ¿hasta cuando me dirán Wilhelm? Helmut se detuvo en mitad del puente mirando de arriba abajo a su primo quien extrañamente no lucía de los casi catorce años correspon- dientes sino que aparentaba unos veinte. Recordó la misión encargada por Frauke y todo el bienestar que podría llevar al reino si esa plega- ria sanadora fuese aplicada. Sus heridas eran superficiales y ya estaban completamente reparadas cuando se acercó a Wilhelm. —Debes regresar a Älmandur, hay gente en necesidad allí. Ëlemire les alcanzaba trotando por el puente limpiándose la brea de las ropas e interviniendo en la charla de los primos, arrastrando a Ëruendil hacia el interior del hogar del sanador. —Necesito a Lil para curar a Sebastian, te lo devuelvo más rato. Äerendil les guió hasta su hogar de velo blanco en la puerta donde cada uno encontró un sitio donde descansar, ya fuera una silla, el diván o sobre los cojines en el suelo. Lörel apareció minutos después enseñando cardenales y rasmillones propios de la gran caída pero nada de impor- tancia, limpió utensilios y ayudó en todo lo que su maestro obraba para tratar a Nikola y Sebastian, quienes se llevaron la peor parte. El primero en recibir auxilio fue Nikola. Äerendil suturó cortes aña- diendo vendajes antes de pedirle a Ëruendil que dijera un par de pala- bras para acelerar la curación de las heridas del brujo. —Muchas gracias… pero es mejor que no lo haga. El grupo miró al brujo extenuado por el resplandor que liberó a Kärai- deru de la maldad en su cuerpo. Nikola acomodó sus ropajes, levantán- dose de la silla donde reposaba. —Mi intención no fue herirte pero si rechazaras la maldad en tu cuerpo, estarías en mejores condiciones. Nikola marchaba a tranco lento, recuperando su morral y armamento, colgando la piedra violeta envuelta en tela desgarrada en un correaje atado a su cadera. —Ya están seguros. Me marcho. Un corte grosero en Helmut era tratado por Ëlemire quien frenaba al muchacho al apretarle el brazo. —Pero Nikola, tú… —Yo nada. Les he traído más problemas que ayuda… he sido engañado y yo les he engañado, accidentalmente. —¡Qué haz dicho! —Elisia vio a través de mis ojos, me usó para aprovecharse del anciano y de ustedes. Ahora sabe dónde está Wilhelm… no tardará en llevarle a su lado y quitarle la vida. Lörel tenía los ojos hinchados e irritados, no dudó en tomar uno de los afilados cuchillos de cirugía y correr hacia el brujo herido. Incapaz de moverse ágilmente, Nikola no pudo esquivar el filo del cuchillo reci- biendo un corte profundo en el lado derecho del cuello. La sangre em- papó sus ropajes y manchó la mesa y el rostro del sorprendido Ëruendil. Nikola apretaba la herida temiendo por su vida cuando Äerendil dejó a 401
El Sanador de la Serpiente medias la curación de Sebastian para detener a su alumno, jalándole de la túnica. Lörel fue arrojado al suelo en un hábil giro efectuado por el enojado maestro. —Lörel, ¿qué haz hecho? Te he enseñado a usar esa herramienta para aliviar. —Pero maestro, ese brujo ha dañado a Käraideru… ¡a dañado a nuestro padre y nos lo ha quitado! Nikola mantenía la cabeza agachada retrocediendo lentamente hacia la salida de la casa. Su sangre ya no era un torrente pues logró frenar la hemorragia al recitar unos hechizos aprendidos en la juventud. Helmut reconoció aquella brujería pues era utilizada regularmente en batalla. —Nik, sigues en eso… me dijiste que lo dejarías. Helmut tomó a Nikola del hombro, dirigiendo sus pasos a la salida de la casucha, camino al puente uniendo las viviendas. —Pensé que ya no hacías esas cosas, me prometiste que... —Me vi en necesidad, lo siento. Nikola se afirmó adolorido en la baranda del puente hecho con ramas retorcidas, observando las viviendas y las escaleras, las hendiduras en los troncos creando dormitorios y las avecillas aún trinando. Helmut se acomodó a su lado mirando de reojo como Äerendil disuadía a Lörel. En el otro extremo del cuarto, su primo lavaba su cara con un trapo hú- medo mientras Ëlemire acomodaba los huesos rotos de Sebastian, quien mordía un trapo producto del doloroso tratamiento. Helmut volvió la vista a Nikola, examinando la piel irritada de su Escudero fregándose el cuello, maravillándose con la quietud de la villa. —Es un lindo sitio para quedarse. —¿Estás loco? Tengo que cuidar a Willie y llevarle a Älmandur, no pue- do quedarme aquí e ignorarle, mucho menos ahora que tengo un plan. —Pero yo no podré ir contigo, sería delatar la presencia de nuestro Prín- cipe, recuerda que Elisia esta usando mis ojos... Podríamos vivir aquí una vez nuestro príncipe termine sus tareas, ¿no te parece? Helmut negó con la cabeza. —No, hay otros asuntos… —¿Cuál es tu problema? A nadie le importa lo que nosotros hagamos y será mucho mejor si nos apartamos de todos… ¿o es que temes que lo nuestro vaya demasiado en serio? —Nik, no es eso… —Esa es la verdad, Helmut—Nikola se apartó del barandal, caminando hacia el otro extremo del puente—Por eso te metías con cuanta mujer se te cruzaba, por eso es que añoras casarte con Lotus aunque eso signi- fique tu ruina… le tienes miedo al compromiso y a las mujeres fuertes que tomen decisiones. —No te pases, Nikola… Ahora mismo Seba está malherido y ese chico que te atacó está pasando por un pésimo momento, ¿cómo puedes pen- sar en sólo ti? Me dan ganas de… —¿Qué me harás?—El hombre giró hacia Helmut, con el ceño frunci- do—Admítelo, a pesar de que han pasado nueve años, aún recuerdas a esa puta. No puedes superar que ella hizo lo que quiso contigo. Le temes a las mujeres Helmut, te aprovechas de ellas y escapas para no volver a 402
Victoria Leal Gómez verles, ¿te crees que nací ayer? Lo único que haces es huir, no me vengas con cuentos de ayudar al reino. —Di lo que se te venga en gana—Helmut meneó la cabeza, mirando el suelo—No iré contigo a ningún sitio, tengo deberes que cumplir. —Sabes, no me importa que tengas seis hijos por ahí si te quedas conmi- go, como siempre lo haz hecho al terminar tu diversión. No me importa cuantas veces tengas que arrancarte a saciar tus ganas siempre que… te quedes conmigo. —Siempre he sido una mierda y lo sabes. He tratado de alejarte y no lo he conseguido… pero qué va, puedes cuidarte solo, mi cargo de cons- ciencia es idiota. Helmut caminaba de regreso a la cabaña esculpida en el tronco anciano cuando Nikola jaló de su manga. —No me dejes solo, Helmut… eres lo único que tengo. Helmut abrazó a Nikola, secando una lagrimilla que se negaba a sair. —Y yo te tengo a ti pero… —¡PERO QUÉ, A QUÉ LE TEMES! No tenemos NADA que perder sal- vo unas cuantas putas monedas… no tenemos nada, NADA ni NADIE que nos espere… Helmut suspiró, liberando a Nikola de su abrazo y recordando a Lotus. —Debo regresar, es cierto, pero con Ëruendil a mi lado. Mi deber es restaurar el reino, no destruirlo como tú y esa bruja planean. —Quedémonos aquí o… ¡regresemos a Älmandur! Podrás casarte con esa chiquilla y tener los hijos que se te de la gana, serás señor de alguna tierra y…y…—Helmut acarició la mejilla de Nikola—Y estaremos jun- tos. Juntos, como siempre lo hemos estado. —No puedo ir a donde vas. —Helmut, ¿acaso estás abandonándome ahora, cuando más te necesito conmigo? —Yo sé lo que haces en la oscuridad. —No, no…¡tú no sabes nada, NADA! Tú sólo piensas en ti y como sa- ciarte, tú eres igual que tu padre… te gusta usar a la gente y luego des- echarlas como trozos de carne masticados. —No Nikola, no es así… es mucho más complejo de lo que aparenta. —Sólo piensas en el qué dirán y tu puto prestigio de Caballero, tus lujos y las fanfarrias, el puto dinero, las joyas y las mujeres a tus pies… sólo quieres un espejo donde mirarte todos los días y besar tu imagen. Nunca me quisiste, ¡NUNCA! ¡Nunca sabrás lo que se siente estar a la deriva sin nada ni nadie! Yo estuve allí contigo, cuando nadie se interesaba en ti por ser un debilucho al que podían golpear, estuve contigo en tus heridas, en tus juegos… cuidé a los gemelos por meses cuando tu mujer enfermó y tú te marchaste… y lo haría de nuevo mil veces sin que me lo pidieras… no me dejes, Helmut, por favor… no me dejes solo… no me abandones, no te vayas…no, no… tú no sabes lo que se siente ser huérfano y que a nadie le importe si vives o mueres. Yo sé que a ti si te importa… dímelo, dime que yo te importo… —Nik…—Helmut suspiró, reuniendo fuerzas antes de hablar—Tú nun- ca sabrás lo que se siente amar a la familia más que a ti mismo. Cuando amas de verdad no te importa si eres correspondido, no esperas recom- 403
El Sanador de la Serpiente pensas ni que te devuelvan el favor. —Es muy cómodo para ti decir esas perogrulladas… —Yo creí que tú… eras diferente. Pero eres igual que todas esas tontas que se metieron conmigo pensando que tendrían una familia feliz… sólo piensas en ti mismo, en que alguien te cuide y llene ese vacío de mierda en tu pecho. —¿Y acaso tú eres diferente? —Protegeré a Wilhelm así me lleve a la muerte. Es lo único que me queda. —Eso es, ¿así termina todo? —Si hubieses dejado esas cosas raras… me habría olvidado de Lotus. Pero tomaste tu decisión y estás más allá del alcance de mis manos. Es- pero que en ese sitio que escogiste como hogar puedas encontrar la tan ansiada calma. —Espera… aún tengo que confesarte algo. Helmut detuvo su marcha sin mirar a Nikola, a quien daba la espalda —Apura, Ëlemire aún debe temrinar su trabajo en mi herida. —Tu padre, él me contrató como tu guardaespaldas obligándome a abandonar a mi grupo de forajidos con los que vivía asaltando viajeros en los caminos. —Eso ya lo sé. —Él no sabía que Albert asesinó a mi familia… pero yo me sentí feliz de ingresar a la Academia de Caballeros… porque era la única manera de… vengarme. Helmut miró a Nikola con grandes ojos y deseos de romperle el cuello pero se abstuvo. —¿Vengarte de mi tío, del Rey? —Pronto me di cuenta de que él también era un víctima de este siste- ma, de la locura del poder, del trono… en ese entonces era un pobre Senescal sediento por la corona. Se llevó a mi mamá, a mi papá y a mi hermana en la trifulca donde se opusieron al alza de impuestos. Ahora Albert no está y no pude matarle con mis manos… pero puedo eliminar el trono, evitando así desastres como este. Nadie luchará por una corona si esta no existe, Helmut. Sólo me resta eliminar a Elisia y fin… —Esa bruja vive en el cuerpo de mi hermana, alimaña. —No habrá Älmandur del que hablar—Nikola tomó las manos de Hel- mut, besando sus dedos—Tu primo estará seguro en una tierra donde nadie pueda llamarle Majestad pues nadie querrá luchar por robarle su trono. Y tú… serás libre de esa espada, de la muerte que conlleva portar semejante filo. Podrás reunirte con Lëna y los gemelos en Ise y vivir como siempre soñaste… yo te seguiré dónde vayas, seré tu siervo si así me lo pides. —Tú estás irremediablemente jodido de la cabeza, Nikola—Helmut arrebató su mano, escupiendo los pies de su antiguo sirviente—No me arrastres en tu locura, tengo claros mis principios… soy siervo de Ëruendil, ¡soy siervo de los Sgälagan! Helmut alargó sus trancos ruidosos de regreso a la casucha donde Se- bastian era atendido. Nikola le siguió descubriendo miradas suspicaces por parte de Äerendil y Ëruendil quienes escucharon toda la conversa- 404
Victoria Leal Gómez ción en contra de sus voluntades. El brujo tomó el trapo húmedo sobre la mesa, limpiándose el cuello y las manos, atento al sanador conven- ciendo a su discípulo todavía en el suelo. Äerendil acariciaba la cabeza del joven apretando el cuchillo. —Nada de lo que hagamos ahora cambiará lo que ha sucedido… Lörel, tranquilízate, por favor. Al viejo Käraideru le gustaría verte sabio… —Quién guiará a los jóvenes de Bëithe, maestro querido… quién me enseñará… —Lörel, entrégame la herramienta, por favor. —Maestro… el viejo Kära… nuestro padre se ha ido, qué le diré a mis hermanos cuando me vean llegar a la Caverna Bendecida sin él… qué le diré a Länor cuando descubra que la habilidad del viejo Kära está en mis ojos… soy demasiado joven para ser el líder de Bëithe… soy demasiado estúpido. Äerendil abrazó a Lörel quitándole el cuchillo suavemente, deslizándolo a las manos de la atenta Ëlemire quien guardó el utensilio en una caja al inteiror de la estantería en el pasillo. —Más rato veremos eso, ¿te parece? —Maestro… —Voy a prepararte una infusión, luego irás a descansar. Lörel hundió su rostro en el cuello de su maestro, quien mimaba su nuca. Nikola permanecía entumecido en la salida de la casa, cruzando mirada con Ëlemire. —Me alegra saber que estás bien, Eli. —Sí... gracias por tu ayuda... —Qué va, cualquiera lo hubiese hecho. Nikola mimó el hombro de Ëlemire quien sonrió entristecida de ver a su antiguo colega de robos transformado en un brujo. —Sabes que no es cierto… me encantaría que volvieras a ayudarme, esta vez tenemos que ir a sanar las heridas de Lëithor… seguro tú sabes quién lastimó a los Guardianes. —Les aconsejo que regresen al Bosque del Olvido—Nikola se alejaba del grupo— Alguien requiere de su ayuda. Curen las heridas del Guar- dián del Bosque. Luego visiten al León de Fuego en la Fragua Eterna… intenten lo que puedan, ya no hay vuelta atrás. Ëruendil notó la tristeza en los ojos lacrimosos de Nikola quien sonrió una última vez a Helmut. El muchacho sostuvo sus heridas abrazando a su Escudero presintiendo que sería la última vez que le tendría cerca. Nikola anhelaba poder llevarse consigo el aroma en la piel de su amado pero eso era indiscreto y no conocían la reacción del grupo. Alejó a Helmut para memorizar su mirada brillante. El Caballero apretaba sus labios evitando alguna tontería, palabras fuera de lugar o cualquier cosa que pudiera malinterpretarse… si es que pu- diéramos asumir que esa no era la intención. Nikola posó su mano en la mejilla de Helmut, aprovechó de besar el pulgar de Nikola quien removió su capa, entregándola a su amo. —Cuídate mucho… —Tú también, pedazo imbécil. 405
El Sanador de la Serpiente Nikola abrazó a Helmut, acercándose a su oído dispuesto a susurrar un secreto evidente. —La próxima vez que nos veamos, seremos enemigos. —¿Cómo? —¿Vienes conmigo? Esta es la última oportunidad… de estar juntos para siempre. Nikola sostenía el rostro de Helmut, quien desconocía el origen del do- loroso alivio cuando su Escudero giró al no recibir respuesta distinta al silencio, marchándose en la oscuridad de la noche. Helmut tomó una profunda inhalación para evitar que una lágrima cayera, manteniendo la espalda recta frente a la salida. Demoró en voltear porque necesitaba tiempo para borrar las memorias de los días felices compartidos junto al más leal de sus hombres, el único que le daba aire en los días de asfixia. Pensando en voz alta, Helmut susurró para sus interiores. —No puedo hacer lo que me pides… no soy esa clase de inmundicia… jamás he deseado convertirme en Äingidh. Ëlemire llevó a Sebastian a un cuarto privado tallado en el mismo tron- co donde la entrada de la casa se edificaba, cerrando la puerta una vez se aseguró que el muchacho descansaba tranquilo. Helmut limpiaba la sangre de su costado con un paño mojado cuando Ëlemire regresó, terminando el trabajo en sus heridas e indicándole un dormitorio en el que podía reposar cómodamente. Äerendil se llevó a Lörel al puente que conectaba su hogar con la pla- zoleta de Bëithe donde conversaron en privado. Ëruendil recordó la pe- tición de Nikola, revisando su libro de tapas verdes, leyendo la página indicada por Äerendil. —Este libro pertenece a… ¿qué es este nombre tan largo? Dagmar Wil- helm Heinrich Burke von Älmandur-Freiherr, Príncipe de Älmandur, Duque de Azalea, Conde de Roca Viva, Barón de Beithe y Señor de la Isla en el Cielo… este libro es mío, yo soy ese sujeto… Yo… Ëruendil cerró el libro bruscamente, dejándolo sobre la mesa. Se afir- mó en la mesada mirando hacia atrás en su pasado haciendo calzar las confesiones de Äntaldur con el comportamiento sobreprotector de Äe- rendil. —Debemos regresar… Äerendil, Äntaldur y yo… somos familia. No podemos seguir huyendo… de nosotros mismos. Ëlemire culminaba sus labores cuando regresó a la cocina. Sonreía dul- cemente a Ëruendil mientras rascaba su hombro, el muchahco lucía confundido sujetando el pequeño libro. —Lo mejor que puedes hacer es dormir. —Primero necesito revisar unos asuntos aquí, ¿molesto si permanezco en pie unas horas? Nikola habló sobre los Guadianes y algo me dice que la información necesaria está aquí, necesito leer. Espero no causar problemas. —No seas tonto, claro que no molestas. Sólo recuerda que las velas no son eternas. —Vale. Despreocúpate, me he enterado que son las últimas. Ëlemire se inclinó, besando la mejilla de Ëruendil, quien no supo res- ponder porque era la primera vez que alguien hacía eso. 406
Victoria Leal Gómez —Buenas noches, precioso. —Buenas… noches, Eli. Te deseo una…—Ëruendil sintió una fuerte presión en la cara, cubriendo su nariz con la mano al saber que un hilillo de sangre se deslizaba— Buena noche. Eso, sí. Buenas noches. Buenas. —Em.. sí, buenas noches… ¿no quieres conversar un rato y… beber algo? Aún nos queda licor de hierbas. —Buenas noches. Buenas—Ëruendil rascaba su nuca, sin dejar de mirar los ojos de Ëlemire— Ya vete a dormir Eli, es tarde… —¿Te sientes bien? Te está sangrando la nariz… —Ah sí, yo… estoy bien. Es el calor, no es nada, en serio, sólo es el calor, el calor del verano… sí. Sí. SÍ. Calor. —Ji, ji… tontito lindo, ¿seguro quieres que me vaya? —No… digo sí. O sea, mejor quédate, ¿bueno? Ëlemire se apresuró en buscar unos jarros y el botellón de licor de hier- bas, ofreciendo una gran porción al muchacho tembloroso en el rin- cón quien no confesó la razón de tamaños nervios. Lörel y Äerendil se unieron a la reunión minutos después pero la conversación se disipó fácilmente cuando el sanador revisó el libro de tapas verdes, devolvién- doselo a su portador. —¡Wilhelm, te devuelvo tu nombre! Lörel y Ëlemire levantaron las orejas, mirando al maestro enojado con los ojos clavados en Ëruendil. —¡Gracias! —Más te vale cuidar el librito, ¿eh? El abuelo no lo escribió para que lo tengas todo lleno de barro, so pendejo. —Sí… sí, estará bien. Lo prometo. —¿Wilhelm? ¿No que se llama Ëruendil? —Así le bautizaron sus padres adoptivos, Lörel. Ahora, cierren la boca, me voy a dormir. Äerendil caminaba zigzagueante hacia su dormitorio. Tras chocar con- tra un armario fue auxiliado por Lörel, quien le arrastró hasta el dor- mitorio. Ëruendil apretaba el libro entre sus manos cuando Ëlemire besó nueva- mente su mejilla, esta vez pasando muy cerca de sus labios. —Buenas noches. —Eli, no hagas eso. —¿Por qué no? —Porque… —¿Me encuentras muy mayor para ti? Son, más o menos, diez años de diferencia. —Sí… bueno… no es eso. —Oh, o sea que no te importa que yo sea mayorcita… mmm, intere- sante. Pero tienes razón, no quiero ser corrompe cunas… al menos hoy—Ëlemire rió burlándose de Ëruendil, quien sonrió incómodo pero agradecido—Buenas noches, Lil. —Buenas noches… —¿Por qué tan tímido? A mí no me gustan los rodeos. Ëruendil sonrió, bajando la mirada. Demoró un poco antes de tomar valor y besas las manos de Ëlemire. 407
El Sanador de la Serpiente —Haz obrado mucho hoy, te estamos agradecidos. Es mejor que repo- ses. Ëlemire sonrió incómoda pero alegre, sin saber cómo responder ante la formalidad del muchacho a quien examinaba incrédula. —Ay hombre, qué te cuesta hablar normal—La mujer se apresuró en be- sar los labios del congelado Ëruendil—Pero si no quieres estar conmigo, no te voy a forzar. —Eli… es mala idea mostrarnos tan felices tras la pérdida de Lörel. Lo indicado es acompañarle en su dolor, de seguro tendremos timepo de… charlar. —¿Charlar? Yo no he dicho que quiero conversar contigo, niño tonto— Ëruendil sonrió levantando una ceja, cerrando los ojos para evitar la mirada fuerte de Ëlemire—Te comportas como si no entendieras lo que quiero contigo, pendejo… ¿quieres que te ponga un vestido y te lleve al altar o qué? —Eli, ve a dormir, se te ha subido el licor a la cabeza. Ëlemire sonrió por última vez al nervioso Ëruendil, dejándole a solas entre las velas y su pequeño libro verde. La aprendiza de sanador recorría el laberinto de pasillos, quitando las amarras de su túnica verde antes de retirar la pesada cota una capa por debajo, notando sollozos desde un dormitorio. Ëlemire miró a través de una rendija en la madera una vez supo del ori- gen del lamento, descubriendo a Helmut negándose el sueño, contenía el llanto al abrazar una capa gris. 408
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El Sanador de la Serpiente 22. El Fuego en tus Ojos. Era el inicio del Mes de las Hierbas nombrado así como recor- datorio de las faenas relacionadas a los últimos frutos recolectables del año. Este mes era tomado como la despedida de los días benefactores, como bienvenida a las caídas de las hojas y al resguardo temprano en casa. Mas para Lörel, el cambio de estación era más pesado. Su último deber con su padre le llevó hasta el Río Estelar, afluente muy visitado durante el Mes del Sol por sus destellos en el fondo, repleto de polvo de turquesa. Allí, el vigilante arrojaba las últimas hojas y flores vivas resistiendo la entrada del otoño, creando una cama donde Käraideru reposaba en su último viaje al Gran Océano. Äerendil le miraba sosteniendo un instrumento musical del que sólo Ëlemire conocía el origen pero nadie hablaba de eso sino que se mante- nía el respetuoso silencio de quien despide del autor de sus días. Lörel terminó de vestir a su padre posando una corona de hojas verde brillan- te en su cabeza, besando su frente y cruzando sus manos sobre su pecho. Käraideru sonreía en su sueño, parecía que los días junto a su hijo per- manecían en su rostro. Congelado hasta la eternidad, el muchacho no podía evitar que un río manara de cada ojo, secando su rostro con fuer- za cada vez que el agua le cegaba. —Papi… estoy triste porque extrañaré siempre tu mal genio, porque ya no podré reírme por historias que nunca pasaron y que eran tontas… Te voy a extrañar sólo porque ya no te veré nunca más, sólo por eso hoy… quiero llorar. Te extraño… papi, siempre serás mi héroe. Lörel empujó la barca pintada de blanco dejando que la corriente del río abrazara la última morada del hombre feliz de marcharse, regresando a donde le esperaban todos a quienes él extrañaba. Äerendil posó su instrumento en la clavícula y deslizó el arco por las cuerdas sin decir palabra, manteniendo la espalda recta incluso cuando Lörel afirmó su cabeza en su hombro derecho, intentando recordar la balada creada para las despedidas eternas. Suspiró antes de inhalar las fuerzas necesarias, entonando una melodía aletargada por sus desánimos. No pienses que me he ido si visitas mi estancia final, no llores pues sólo duermo por un tiempo... Ëlemire permanecía de brazos cruzados junto a Helmut, y Ëruendil quienes intentaban aislarse de la voz quebrada de Lörel resultando tarea complicada pues todos tenían indisimulables lágrimas en los ojos. Sebastian dio unos pasos de regreso a villa Bëithe, miraba el rito a lo lejos con una postura gallarda e inexpresiva mas no le parecía correcto apartarse del todo o le harían preguntas incómodas. Simplemente fingió pesar al derrumbarse contra un tronco. Te visitaré en el alba el viento será mis brazos la lluvia mis caricias cantaré a través de las aves a tu lado. 410
Victoria Leal Gómez Nunca pienses que me he ido sólo a la cuna he regresado. Cuando Lörel y Äerendil cesaron la melodía, Ëruendil no pudo aguan- tar la presión en su pecho y se escondió en los brazos de Helmut quien le recibió gustoso, besando su coronilla y apretándole como si el niño fuera a desvanecerse. Ëlemire mimaba la espalda del ruidoso Ëruendil cuya voz desgarrada enseñaba sentimiento real y puro pues las memorias del pasado marti- llaban su corazón en una mezcla agridulce. Se alejó del abrazo de Helmut para limpiarse la nariz con la manga, co- rrió hacia Lörel abrazándole como si fueran amigos de toda la vida. Äe- rendil bajó la mirada arrastrándo los pies de regreso a la villa seguido por Sebastian, sujetando su brazo con delicadeza. El sol yacía en su reposo cuando Lörel y compañía arribaron a casa de Äerendil quien preparaba tubérculos fritos y una salsa de leche y harina. Sebastian bebía un bajativo herbal cuando Helmut se arrimó a su lado en la mesa, recibiendo la oferta con gusto. El licor fue bebido de un trago pero Ëruendil no se sentía dispuesto a compartir el momento y se dedicó a ayudar a Äerendil a lavar los utensilios de cocina. Ëlemire y Lörel bebían juntos a boca de botella en un rincón siendo la mujer quien consolaba al recién nacido huérfano. Una vez la comida estuvo lista fue servida por Ëruendil quien se sentía a gusto atendiendo a los invitados. Sebastian se empalagaba del aroma a nueces de la salsa cuando Helmut intentó sonreír, notando la dedicación de su primo en acomodar los platos, susurrando a Sebastian. —Nunca me imaginé al Príncipe en estas… —Parece ser un buen amo de casa. Lörel y Ëlemire se acercaron a la mesa revolcando los tubérculos en la salsa del pocillo central. Äerendil se sumó una vez se aseguró de que todos disfrutaban su porción. —De las primeras comidas calientes del pronto invierno. Disfruten. Helmut fue el primero en terminar y esperaba un segundo plato cuan- do notó que la sartén estaba vacía. Cruzó miradas con Sebastian quien subió y bajó los hombros con clara decepción en los ojos, masticando el último trozo. —Em… Äerendil. —¿Sí? —No buscamos ofenderle pero… ahora entendemos porqué los Altos son delgados. —¿De qué hablas? —No comen carne, toman agua como si el mundo se acabara en minu- tos, viajan por doquier, beben este licor amargo de hierbas… —¿Quedaron con hambre? Qué clase de pozo tienen en la tripa, les serví porción triple. —La verdad, mi querido Äerendil, es que Helmut no quiso ofenderle y yo tampoco lo planeo—Sebastian se reclinó en la silla—Pero no nos vendrían mal unos choricillos revolcados en miel y un buen chucrut con vinagre extra… 411
El Sanador de la Serpiente —Oh sí, eso es vida… la comida de la taberna estaba buenísima. —¡Choricillos quieren las princesas! Ni Ëruendil pidió eso y se confor- mó con mi humilde sopa de cebolla… malcriados. —Y con patatas doradas, su buen vino… —¿Vino? Qué aburrido eres Sebastian, ¡CERVEZA! —Y pancitos rellenos con fruta confitada… Äerendil sonrió chupándose la salsa de los dedos antes de empujar el pocillo hacia Ëruendil, quien disfrutaba los tubérculos feliz de la vida. —Se nota que llevan tiempo viajando y comiendo lo que pillan. —Primo, ¿no te da hambre? Ëruendil masticaba tranquilamente su comida mientras reunía los pla- tos. —Al principio… me rugía mucho la panza. Pero ya no, el bosque me enseñó a conformarme con poco. —Estás muy flaco, se te cuentan las costillas a través de la ropa. —Ay, Helmut, que exagerado eres, tu primo está delgado pero saludable. —¡Por supuesto que lo está! Le he dado lo mejor de mi despensa. El niño recogió los platos de Lörel y Ëlemire llevándolos a la tinaja con agua en el fregadero escuchando las alucinaciones culinarias de Helmut y Sebastian. —Yo extraño el asado y el tocino pero puede que la comida de Äerendil sea mejor para el estómago… nos va a ahorrar la acidez y los viajes in- terminables a la letrina… aunque dudo que pillemos una letrina. —Puede ser… pero yo quiero mi tocino bien frito, crocante y con la grasa chorreando por los costados, ¡qué belleza! —Pues si quieren tocino frito, regresen a Älmandur o cómanse entre ustedes que nadie aquí sacrificará un lindo y rosado cerdito para hacerlo tocino, ¿les quedó claro? —¿Para qué tienen cerdos si no los van a comer? —Cómo que porqué, ¿te crees que buscamos trufas con nuestras nari- ces? ¿Con qué nos divertiríamos en verano? ¡Las carreras de cerdo son lo mejor! —Bueno—Helmut miró a Lörel, tratando de subirle los ánimos—Este mozuelo usa una argolla en la nariz, no me extrañaría que se quede con todas las trufas si le quitan la joya. —La verdad—Ëlemire abrazaba a su amigo, quien sonreía agraciado por la broma—es que con o sin aro, todas las trufas son suyas. Helmut y Sebastian apoyaron sus codos en la mesa mirando como su príncipe apilaba los platos limpios en una rejilla, secando sus manos con un trapo andrajoso. Sebastian cruzó de su lado de mesa adonde Äerendil reposaba, susu- rrando en la afilada oreja del sanador. —Nuestro Príncipe ha de regresar con nosotros. Ëruendil servía más licor a Lörel y Ëlemire quienes charlaban entre ellos en Sgälagan por lo que excluían a Helmut y Sebastian involuntariamen- te. Al notar la tensión en el aire, los vigilantes tomaron cuatro botellas y se marcharon a las afueras. Ëruendil quiso seguirles pero la mano de Äerendil le detuvo con un gesto cortante en el aire. —Muy bien, si insisten tanto, pregúntenle a mi lacayo qué quiere hacer. 412
Victoria Leal Gómez —¡Mi primo no es tu lacayo! —Claro que no—Ëruendil se acomodó junto a Helmut, enseñando su acostumbrada sonrisa amable y conquistadora—Soy su amigo. —Te tiene lavando platos… —Es una labor noble, querido. Es lo mínimo que puedo hacer tras el milagro que obró en mi. —¡VES! Ëruendil no quiere irse. —No dije eso. —Mierda… —Hago esto por Äerendil porque… le debo mi vida. Segundo, a los mayores se les respeta y Äerendil siempre está muy ocupado para estar pendiente de las labores domésticas. —¡Esa es mi princesa! Ven, él es puro corazón. Aprendan y barran el piso que está lleno de polvo. —Äerendil—Ëruendil se sentó junto al sanador, mirándole con fran- queza—No me llames princesa. La princesa de Älmandur eres tú, yo no soy nada más que tu sobrino, el segundón en la línea del trono. Helmut tragó el licor restante en la botella de un trago, siendo Sebastian el mesurado. —Alteza… ¿podría explicarnos la situación? Creo que nos hayamos li- geramente perdidos. Äerendil rascó su frente afirmando los codos en la mesa sin llegar a be- ber su porción de bajativo herbal pues no deseaba emborracharse. Miró al sonriente Ëruendil quien parecía feliz de renunciar a su cargo. —Lil, veo que te encanta meterme en apuros—Äerendil miró a Hlemut y Sebastian—Älmandur está destrozado, lo último que deben hacer es buscar al siguiente rey. La prioridad aquí es ir con los Guardianes y sa- nar sus heridas para restaurar la tierra y conseguir refuerzos y consejos en la lucha contra el mal mayor, causante de los dilemas en el reino. Una vez se deshagan de eso, piensen en el trono y sus dilemas. —Disculpe, mi buen sanador—Sebastian atrapó a Ärendil a sujetarle de la muñeca, evitando que el hombre se levantara de la mesa—Entiendo las necesidades de mi reino pero también siento curiosidad por las pala- bras dichas por mi señor Ëruendil. El más joven del grupo quitó la mano de Sebastian de su sitio, mirándole claramente. —Helmut, Sebastian. Por favor no molesten a Äerendil, si bien él es el legítimo heredero al trono su deseo no es cargar la corona. Él no ha te- nido hijos y nuestros parientes más cercanos no son de fiar… por lo que el deber recae en mí. —¡Pero de dónde sacas que él es el futuro rey!—Helmut golpeó la mesa con el puño, cansado de tanto rodeo y misterio—Exijo una prueba fe- haciente. ¡No obedeceré las órdenes de un violinista chalado sin una prueba de su virtud! —Ya te dije que no soy violinista… Ëruendil pensó en enseñar el libro de tapas verdes pero Äerendil negó con la cabeza, insinuando que eso era insuficiente. El sanador abandonó la mesa, recostándose en el diván del rincón mientras observaba a los jóvenes confundidos. 413
El Sanador de la Serpiente —Chiquillos, ¿por qué les aflige tanto esa tontería? Nosotros, los Sir- vientes, adoptamos esa costumbre monárquica de ustedes, los humanos de este mundo. Y lo hicimos por su bien, para no alterar su cultura y generar problemas entre nosotros y blah, blah. Pero a nosotros nos im- porta… un pelo del culo lo que quieran hacer con su tronito, a nosotros no nos sirve. Nuestro único interés en enseñarles la Sabiduría Eterna y ya, misión cumplida. Ahora mismo Älmandur completo ha rechazado esta sabiduría y nosotros no debemos forzarles a seguirla puesto que el Primero y el Último nos ha dado libre albedrío… así es que, bueno… hora de irnos. —¿A dónde van? —A nuestro Hogar, obvio. Ya cumplimos aquí, nos toca un descanso antes de ir al siguiente lugar a entregar la Sabiduría o poblar algún de- sierto—Helmut y Sebastian no abrían la boca de asombro porque era de mala educación enseñar la dentadura sucia pero deseos no les fal- taban—Ese es nuestro trabajo, el encargo que el Primero y Último nos hizo y que aceptamos felices, como agradecimiento por regalarnos la vida. Lil, haz tu maleta que nos vamos a casa. Deja que los humanos de este mundo se las arreglen como puedan, es lo que corresponde hacer, es su decisión. Se les ha puesto el camino de la Vida Eterna y el de la Muerte y bueno… el de la Muerte es más fácil de seguir. —Un momento—Helmut se sentó con la silla al revés, afirmando sus brazos en el respaldo—¿De dónde vienen? —De los brazos mismos del Eterno— Äerendil miró a los hombres confundidos, alzándose del diván—Pero esa es demasiada información para ustedes, es suficiente con saber que hay muchas moradas en el cie- lo. Les visitaremos hasta que estén listos para unirse a la labor encargada por el Primero y Último. Entonces, será deber vuestro visitar otros lares y así, el ciclo vital continúa… eternamente. Bueno, al menos a´si debería ser, siempre pueden decir que no e irse a la mierda. Es cosa de ustedes. Ëruendil entregó un vaso de agua a Äerendil quien carraspeaba sutil- mente recibiendo el líquido. Helmut y Sebastian cuchicheaban entre ellos haciendo calzar las historias contadas en los libros de Älmandur, los relatos orales y cuanta memoria les alcanzaba. Era media tarde cuando consiguieron el acuerdo de hacer unas cuantas preguntas extra, siendo Sebastian el encargado de formularlas porque Helmut estaba enojado con la idea de aceptar a otro hombre como su Príncipe. —Espero no le molesten nuestras dudas… —Es mejor verles dudar y saber que usan el seso a verles acatar todo con la cabeza gacha. —Supongo que mis preguntas serán respondidas adecuadamente—Se- bastian bebía pausadamente el restante licor en su jarra, mirando las similitudes entre el sanador y Ëruendil—Helmut y yo nos hemos que- dado con una duda concerniente al rechazo de la orden entregada por el Primero y Último. —Muy bien, chiquillos, en verdad saben pensar. Primero, no es una or- den sino una petición. Podemos rechazarla o dejarla congelada si de- seamos. Pero si rechazamos la petición y además la conjugamos con 414
Victoria Leal Gómez la negación al Primero y Útimo, pasan cosas feas… como los Äingidh. —Lo que significa que es una orden. —Claro que no, cabeza dura. Sería una orden si no te dejaran claras las condiciones pero desde el día uno que el Eterno nos dejó clarito que negarle lleva a la Muerte el Alma. Podemos seguirle con una vida recta y vivir eternamente o bien, hacer lo que se nos de la gana y morir después, despeñados en el fuego. Eso es lo que pasó, y pasa, con los Äingidh. Ellos no creen en la perfección del Primero y Último y le rechazan como creador—Äerendil miró a Helmut compasivamente—Eso ocurre con tu amigo. —Ni me lo digas, le he escuchado blasfemar impunemente… —Él ha negado al creador y se ha hundido en las Artes creadas por los Äingidh, a su culto independiente que no cumple la petición de dar, ins- truir y cuidar la vida. Ellos viven en la muerte, o creen vivir; es su deseo. Nosotros los Sirvientes no hemos venido a exterminar el mal pues este se extermina a si mismo pero lo que si podemos hacer es apartarlo de nuestras vidas. El único con potestad de destruir el mal es el Primero y Último. Y si algún día nos ocupamos de tal tarea e sporque recibimos la orden. Äerendil dio media vuelta caminando por los laberintos de la cabaña en busca de reposo tras tanta charla. Helmut y Sebastian se afirmaron en la mesa, observando a Ëruendil cuidadosamente al notar su piel brillar a la caída de la noche. En realidad la luz de su cuerpo estaba allí siempre pero era evidente en la oscuridad, por ello siempre le rodeaban algunas polillas y mariposas. Ëruendil devolvió la mirada inquisitiva a los Caballeros. —¿Qué harán? —Willie, ¿sabías todo esto desde niño y nunca nos dijiste nada? —Lo supe tarde—Ëruendil cruzó los brazos, afirmando su espalda en la madera—Leí esto en una biblioteca sellada en un ala prohibida del palacio pero lo olvidé al quedarme en el bosque. Pero lo que desconocía hasta hace un par de meses era mi parentezco con Äerendil y Äntaldur y lo que ello significa… Les suplico no pierdan de vista el objetivo tras tanta conversación. Sebastian sonrió aliviado al ver que Helmut bajaba la guardia. El hom- bre comprendió todo e hilaba la información recibida con la adquirida desde la infancia, notando mentiras entretejidas con las verdades, gol- peando la mesa con el puño al verse envuelto en los líos creados por su padre y tío quienes se hicieron pasar por Altos, justificando su presencia en el trono de Älmandur. Helmut recordó el relato de Nikola y las evasi- vas del sanador por ir a la capital del reino. Rascó su cabeza nervioso, mirando a Ëruendil con tristeza. —Entonces… si ustedes dos son parientes y las letras de los libros de esa puta biblioteca van bien… —Oh, veo que también la atrapaste. —Nosotros no somos nada. No somos primos y mis tíos Albert y Adal- gisa no son tus padres legítimos... —Eso es falso, Helmut—Ëruendil sonrió, abrazando al hombre del par- che en el ojo derecho—Hemos sido criados desde pequeños, comparti- 415
El Sanador de la Serpiente do meriendas y juegos… somos primos, hermanos yo diría. La sangre no tiene palabras contra nuestras experiencias, Helmut querido. Pierde cuidado. —¿Qué hay de Albert y Ada? Cómo consiguieron un niño Sgälagan si… —Helmut, es de nuestro escaso interés si Albert y Adalgisa son o no mis padres de sangre. Ellos me entregaron lo mejor de sus vidas, me hicieron sentir feliz y seguro… grandes errores fueron obrados con sus manos—Ëruendil sintió que las lágrimas se agrupaban en sus párpados, seándolas con los dedos— pero fueron excelentes personas con noso- tros. He de reconocer la bondad en sus corazones… yo no puedo ni debo sentir rabia por ellos. Es más, debo ayudar a Albert… seguro el maestro podrá sanarle de su dolencia. Helmut abrazó a su primo escondiendo su rostro bajo las telas de su capa de viaje para mirar a Sebastian con libertad. El joven asintió en silencio con seriedad, abandonando la cabaña, dejando a Helmut como encargado de la noticia. —Willie… tengo que hacerte una confesión importante. —¿De qué se trata? —Sobre Albert… nuestro rey. Ahora comprenderás nuestra urgencia de llevarte a Älmandur. —Silencio—Ëruendil tapó los labios de Helmut con sus dedos, negando con la cabeza—Más palabras son innecesarias, he comprendido… he comprendido. El muchacho se arrojó al diván afirmando sus codos en las rodillas y permitiendo que su primo se sentara a su lado. Era medianoche cuando Ëlemire regresó en solitario, enterándose de la noticia por los labios de Helmut. Ëruendil fue abrazado por la mujer quien besó sus mejillas, apretándole fuertemente contra su pecho. Helmut caminaba por el puente iluminado por las estrellas cuando sin- tió la voz de su primo resonar en su cabeza, girando sorprendido por la increíble habilidad. —Suplico no le digan a Eli sobre el linaje del trono… manténganle fuera de este entuerto de herederos y estupideces, por favor. Helmut añoraba responder de la misma forma pero la costumbre le hizo pensar en voz alta. —¿Quieres que no le digamos que ustedes son de linaje real? No puedo hacer eso, ella debe… —Mi deseo es que Ëlemire sea como siempe ha sido. Si sabe que Äe- rendil y yo… no, por favor. Quiero que ella esté conmigo por quien soy, como persona. —O sea que desconfías de ella, ¿no? —¡No es eso! Es diferente, yo quiero… —Ya hombre, para. Te entendí. Ahora, sal de mi cabeza antes de que la golpee en un tronco. *** El brillo violeta de un cuarzo aguzado interrumpió la cerradanoche en 416
Victoria Leal Gómez el palacio sin velas. La luz dibujó una silueta que no tardó en transfor- marse en hombre. El viaje de meses fue hecho en segundos gracias al hechizo emitido por la Piedra del Crepusculario, la cual fue envuelta en tela y guardada en una funda colgando del cinturón del Escudero. Nikola avanzó por el salón para arrojarse a un mullido sofá rojo, donde arrojó su cota de malla. Las heridas no estaban, el Escudero miraba los vendajes sin comprender la clase de sanación ejercida por aquel Alto tan ofuscado con su presen- cia. Sólo el corte en su cuello permanecía, recordándole su soledad. Un Umbrío nació de la sombra proyectada por un jarrón en el suelo, sirviendo una copa de vino al exhausto hombre cuya mirada perdida era acompañada de largas pestañas rizadas y acongojadas. Miraba el broche que alguna vez sujetó su capa gris cuando un Äingidh ingresó a la sala, arrebatando el silencio y la paz, espantando a Nikola con su rostro des- figurado y derretido. —Amo, la ‘eñora le llama. —Si va a quitarme la vida que lo haga pronto. —Amo, la ‘eñora le llama. —Por todos los cielos, ¡tu brutalidad no enseña tu pasado de Alto! —El hijo suyo y de la ‘eñora… —¿Qué pasa con Zagros? —El niño no despierta. Al escuchar esto, Nikola abandonó su postura cómoda en el sofá co- rriendo por los pasillos entre Äingidh y Umbríos que le abrían paso al dormitorio donde Elisia miraba con desdén a la criatura desnuda sobre la cama. Nikola no se acercó a la mujer ni a Zagros, limitándose a obser- var el cuadro desde la entrada del dormitorio. —Qué ha ocurrido. —La Estrella Escarlata ha aecelerado su marcha hacia este mundo pero Zagros no está listo para recibir a Johavé en su carne. Se ha desmayado por la debilidad. —El niño tiene cinco meses de vida, ¿qué esperas? —Pero su cuepro es robusto como el de un niño de siete años, Nikola. Debería estar preparado para sus deberes como tú lo estabas a los siete años. —Serás tarada, yo no crecí siete años en cinco meses, por eso era fuerte para resistir la brujería—Nikola tomó la mano de Elisia, sacándole del dormitorio—Deja al pendejo tranquilo, necesita un par de años. —Es la edad perfecta Nikola, si esperamos… —Me haré cargo de solucionar eso, ¿está claro? Si él no puede lo harán sus hijos. La brisa en los corredores era helada y molesta por lo que los sirvientes se vieron obligados a cerrar los ventanales y tapiarlos con los gruesos cortinajes antes de que su ama gritara, haciéndoles desaparecer. Elisia recorría el pasillo con la vista en alto seguida por Nikola y Mila quien ofreció una copa de vino caliente al sediento brujo. —Eso me agrada, Nikola. Es una muy buena idea… tal vez sea hora de traer unas visitas al reino. Selene sería una muy buena esposa para Zagros. 417
El Sanador de la Serpiente —Quién mierda es Selene. —Una amiga mía, ella fue sacerdotisa en Poseidea por muchos años ante de entregarse a las Artes Mágicas. Sabe lo que hace, ella y Zagros tendrán hijos poderosos, ya verás. Älmandur florecerá como un nuevo glorioso reino. —Tsk, los Äingidh y su obsesión por la corona. —No hables como si no fueras uno de los nuestros. —Sí, sí, como sea… voy a tomarme unos días de descanso. Buena suerte. —¿Descanso? Pero si no haz hecho absolutamente nada. Nikola se retiró por el lado contrario del pasillo iluminado por la piedra colgando de su alforja haciendo una pausa cuando se supo apartado de Elisia y su eterna vigilancia basada en las alimañas rondando el palacio. Él mismo fue los ojos de Elisia por un segundo, delatando la presencia de Ëruendil contra su voluntad pero, ¿qué ganaba con proteger al ama- do primo de Helmut si este le rechazó por completo? Nikola se deslizó por la pared en la que afirmaba su espalda, derrumbándose en la al- fombra cubierta de polvo y ceniza. Escondía su rostro entre los brazos cuando sintió la presencia de cuatro Umbríos rodeándole. Elisia sonreía a unos cuantos metros, bebiendo de su copa. —Última sesión, cariño mío. *** A la mañana siguiente y tras un desayuno modesto ofrecido por el dueño de casa, Helmut recorría villa Bëithe sin poder creer de que todas las historias de Älmandur fueran ciertas, incluso aquellas donde se mencionaba el origen celestial de los Sgälagan. Sus pasos eran se- guidos por Sebastian quien notó un aire melancólico en la mirada de Helmut pero no dijo palabra la respecto, sospechando la razón de la tristeza. —Lindo lugar, hasta podría quedarme si no fuera que jamás volveré a comer un tocino o a beber cerveza. —Se dice que el Hogar de los Altos es aún mejor, Helmut—Sebastian se mantenía tras el hombre, caminando al mismo ritmo—Pero que, para alcanzarlo, hay que ser obediente a la Sabiduría Eterna. —Buf, ya me fui a la mierda entonces. —Supongo que nunca veremos el hogar de los Altos. Helmut y Sebastian llegaron a una caballeriza donde Ëlemire ajustaba su caballo más firme, lamentando la partida de su muchacho regalón. Al ver a los jóvenes ingresar a su territorio les dibujó un área con una vara, donde les mantuvo lejos de sus animales. —Si comen cerdo, comen caballo. Aléjense o los transformo a ustedes en botana de Äingidh. Helmut y Sebastian sonrieron, dándole la razón a Ëlemire quien tenía un caballo para Sebastian pero no le permitía montar, primero debía revisar las heridas del muchacho y asegurarse de que podría llevar las riendas sin problemas. Ajustaba los vendajes y el cabestrillo una y otra vez sin entender porqué su paciente reía al verle. —¿Por qué carajas quieres ir a Orophël? Acordamos ir a sanar a los 418
Victoria Leal Gómez Guardianes… —Me requieren allá, estimada. Es mi deber. Helmut echaba un vistazo al lugar donde pasaron la noche, maravillán- dose con las viviendas talladas en los árboles, los firmes puentes que conectaban las plazas con el mercado y las escaleras hacia los habitácu- los donde los habitantes se reunían a comer en grupo o tal vez a dormir fuera de casa. Las huellas de las fiestas permanecían allí en forma de perfume y trastos abandonados a la rápida. Sebastian dejó que Ëlemire agregara un par de bártulos a los morrales que su caballo portaba, acercándose a Helmut. —Oye tú, pedazo de árbol, tengo que hablar contigo. Helmut notó que Sebastian se hallaba mareado por los calmantes mez- clados con su desayuno. Su andar era pausado y demoraba en articular las palabras, sujetándole del hombro con lástima. —Qué se te ocurre Seba, no es momento de discutir. —Tú le prometiste a mi hermana que regresarías, desgraciado oportu- nista. Más te vale que cumplas tu palabra, pelmazo. Si no lo haces, Lotus llorará hasta que sus ojos no tengan más lágrimas. Tú no sabes lo frágil que es. —Sebastian—El sorprendido Helmut levantó las cejas ante el evidente enojo de su siervo, quien ya le daba la espalda— Eso no me lo esperaba. —Más te vale que le cuides… y que le hagas bien a su corazón o ya verás. —No serás un buen cuñado conmigo, ¿verdad? —¡ANTES MUERTO! Pero si es lo que ella desea… entonces yo… me- jor me callo. Tienes mi bendición. Helmut abrió ojos inmensos, inclinándose ante Sebastian. —Muchas gracias, en verdad. Pero, ¿no crees que deberíamos empezar a llevarnos bien? Seremos familia… —Es lo que deberíamos… sí. Lo intentaré. —Buena suerte en Orophël. —Sí… gracias. Buena suerte para ti también… marica. Helmut sonrió complacido rozando cuidadosamente la cinta azul es- condida bajo el brazalete de cuero, observando al aletargado Sebastian acercarse a su montura lista para el viaje. Ëlemire no hacía más que in- dicarle cuidados y entregarle manojos de plantas y frascos al joven Ca- ballero quien se hizo cargo del animal antes de que la mujer continuara su discurso. Ëruendil y Äerendil afinaban los últimos detalles en la carreta viajera cuando Sebastian atravesó los pastos de la villa a caballo. Tío y sobrino agitaban sus manos en el aire, anteriormente se despidieron de Sebas- tian pero una última muestra nunca sobraba. —¡Cuídate Seba, evita el sendero! —¡Como usted me ordene! —QUE NO ES UNA ORDEN ES UNA SUGERENCIA. Sebastian partió raudo, como si supiera el camino a Orophël de memo- ria. El más feliz con la despedida era Helmut, quien liberó todo el aire de sus pulmones. —Uf, por fin se fue. Ya veía que me plantaba su daga hasta el tuétano. 419
El Sanador de la Serpiente Ëlemire se despidió de su caballo favorito al que bautizó como Ribedon por su increíble facilidad de galopar más rápido que el viento. —Mi bebé… Nunca pensé que haría de corcel de Caballero, ojalá no le revienten el lomo. Ese pendejo lleva una cota y un montón de bártulos escondidos entre la ropa. La mujer tenía la trenza desarmada detalle que notó Äerendil, afirmán- dose en el hombro del distraído Ëruendil, susurrándole. —Oye, Lil, ¿me haces un favor? —Sí, claro. —Amarra la trenza de Eli. Así toda chascona nadie me va a creer que es mi aprendiza. —Sabes, cuando llegamos a Bëithe fabriqué esto—Ëruendil enseñó una corona de flores aplastada y media podrida en su bolsillo—Pero me que- dó mal hecha y se desarmó enseguida, ¿tienes alguna idea? —Pendejo… —¿Por qué me tratas así? Vamos, dame una idea, quiero hacerle un re- galo de agradecimiento. Äerendil chasconeó al muchacho a su lado, sonriendo feliz. —¿Qué tal si le regalas esa tiarita de princesa que guardaste? —Pero Äntaldur dijo… —Pfft, Äntaldur puede decir lo que se le venga en gana, yo te doy permi- so de usar la tiara como se te antoje. Anda, regálasela, le quedará bonita, Eli ama las flores y las joyas. Pero antes, arréglale el cabello. Ëruendil asintió recibió la coleta entregada por Äerendil, apresurándose en llegar junto a Ëlemire y desconcentrarle de los animales para trenzar su cabello. La mujer sonrió un poco desconfiada pero dejó que el niño le peinara, sin dejar de revolver las alforjas y mantas. Al culminar los arreglos, Ëlemire miraba a Ëruendil rematar el peinado, agradeciéndo- le sin palabras, entre risas y miradas. La mujer tomó finos mechones de la escasa cabellera del muchacho, tejiendo varias trenzas de cuatro cabos distribuidas al azar, regalando a Ëruendil el típico peinado de los Sgälagan, una mezcla de cabellos libres y trenzas laboriosas entretejidas coronadas con pepitas de oro y pasantes. Fuera de la caballeriza, Helmut amarró la capa gris de Nikola sobre su capa azul, revisando la empuñadura de su espada que aún tenía man- chas violáceas de brea desagradable. Lörel notó el detalle y le ofreció un trapo con agua y sal. —Quita la maldad de tu acero. El muchacho recibió el trapo quitando los restos violáceos de su espada, ganándose la aprobación del descendiente de Alto. Lörel tenía todo listo para el viaje pero no estuvo seguro de la empresa hasta que Äerendil le enseñó una bolsa de tela roñosa amarrada con un cáñamo. Lörel alzó los brazos con alegría, montando su caballo sin dudarlo. Helmut guardaba el trapo entre sus objetos, notando la dulce pero me- lancólica mirada que Ëlemire le regalaba a su primo quien tenía las me- jillas coloradas hasta el punto de sentir dolor en la cara ya que la trenza le quedó torcida. Ëlemire la desarmó entre risas, volviendo a desenredar los nudos que 420
Victoria Leal Gómez Ëruendil le fabricó en su intento de caballerosidad. Del otro lado, Äerendil escondía diminutos frascos en un bolsillo, apli- cando más de la pomada en tono castaño en sus párpados, Helmut notó que Lörel hacía lo mismo, acercándose curioso. —¿Para qué usan eso? —Es para el frío del invierno, ayuda a manener el calor y en verano aparta a los bichos. Lörel y yo lo usamos todo el año pero algunos sólo lo usan en verano… ¿quieres usarlo? —Se ve pegajoso. —Al principio jode pero cuando seca no se siente, ¿quieres un poco? Con esos ojos… perdón, ese ojo. —Uf, hace rato que se me pifió el par. Tuve que reaprender a usar mi espada y todo lo demás, fue patético. Wilhelm podría haberme matado en un duelo, con los ojos vendados y un palo de escoba. —Digo OJO. Perdón por la torpeza… ¿lo usarás? —Vale, ¿por qué no? Es sólo ungüento. Äerendil revolcó su dedo medio en el pocillo donde guardaba la poma- da, tinturando el párpado móvil de Helmut quien no podía evitar mo- verlo al sentir cosquillas. Una vez estuvo listo, sintió deseos de rascarse el ojo. —¡No, deja que seque o quedarás como puta barata! ¿Cierto, Lörel? —Ya deje de molestarme con eso, ¡estaba lloviendo ese día, no fui a ven- derme a la taberna! —Esta cosa pica… ¿ya me puedo rascar el ojo? —NO. Helmut volteó para buscar que la brisa le aliviara ligeramente la sensa- ción extraña de la pasta en su párpado sorprendiéndose cuando vio a su primo posar la corona de hojas y peonías de oro en la cabeza de Ëlemire. Lörel se tapó la boca para no gritar pero la felicidad se le notaba en el brillo de los ojos que Äerendil compartía. El sanador tenía la mezcla de dolor y alegría en la garganta pero dejó que el segundo sentimiento le tomara, aplaudiendo. —Lil, ¡qué felicidad! —A ella le queda mejor que a mí… Los ojos de Äerendil se llenaron de lagrimillas contenidas pero fue Hel- mut el primero en tartamudear. — ¡POR QUÉ NO ME DIJISTE! TE…TE… ¡TENÍAMOS QUE HA- BLAR SOBRE ESTO! —¿Qué tiene de malo? Es un regalo… —ESA ES LA CORONA DE ÄLMANDUR, NO LA PUEDES REGA- LAR ASÍ COMO ASÍ Y MENOS... Äerendil fue rápido en usar su carreta para ganar altura, amordazando a Helmut, obligándole a tragarse uno de sus guantes de cuero. Ëlemire mostraba ojos impresionados mientras acomodaba la joya en su frente. —Am… ¿pasó algo? —Nada Eli querida, este niño se acordó que esas coronas las hacen allá, tú sabes, aquí somos más modestos y las hacemos con las ramitas del sendero. Verdad, ¿Lörel? —Mi corona es la mejor de todas, ¡mi esposa la fabricó con ramas de la 421
El Sanador de la Serpiente Arboleda Azul! Ëlemire jugaba con las flores de oro en su cabeza, sonriendo a ver su reflejo en el filo de una espada. —¿A que me veo guapa, eh? El problema es que tengo que hacer una para Lil y me va a ser difícil igualar esto… a no ser… —Eli, no lo hagas. Me dijiste que estabas rehabilitada de los saqueos y hurtos. —Maestro, no se preocupe, no robaré nada. Haré una tiara con ramitas del sendero. —No me mientas, que te vi robando en la taberna. —¡Pero todavía no encuentro el collar que busco! ¡No pararé hasta ha- llarle! Pero prometo ser honrada con Lil. Helmut trotó hacia su primo, sujetándole del brazo. —¡Wilhelm von Freiherr, qué mierda hiciste! —¡Helmut, no me sacudas, no soy tu criado ni un costal de patatas! —Ay, pero qué escandaloso es este niñito. No te preocupes Lil—Äeren- dil apretó la garganta de Helmut al subirse a un cajón, posando su mano en el hombro de Ëruendil—Les doy permiso, tienen mi bendición. —Le hice un regalo a… a ella. No tengo nada más para obsequiarle y… se lo merece. Äerendil me ha dado su autorización, ¿por qué tanto es- cándalo por un regalo? Helmut estrelló la palma de su mano en su frente viendo que Lörel y Äerendil aplaudían entre lágrimas, con la pomada toda corrida por las mejillas. —Ay, tan lindo, nunca pensé que viviría hasta el día de ver a Ëlemire casada con… ay, creo que algo se me rompe adentro. —Ay maestro, no sea tan sentimental… Eli, hay que sujetar el corazón del maestro, parece que está hecho polvo. —Eli, preciosa… me haces tan jodidamente feliz que no puedo parar de llorar, me veo ridículo. Qué hermoso, te llevaste lo que me quedaba de dignidad. Lörel, ¿no crees que somos afortunados? —Sí, no hay duda de que lo somos, maestro. Y estamos aquí, sin ningún regalo. —Qué te pasa—Äerendil golpeó la nuca de su aprendiz—NOSOTROS SOMOS EL REGALO, ¿no te das cuenta? ¿Acaso podrían conseguir me- jores invitados? Lo dudo mucho. —Si usted lo dice… a mí me habría gustado compartir este momento con Käraideru… él habría hecho un excelente regalo… Äerendil apretó la mano de Lörel, cuyos párpados inflamados y ojos llorosos acusaban su tristeza. Ëruendil y Helmut tenían la boca abierta. Tan sorprendidos estaban que en cualquier segundo se les caía la quijada al suelo. Ëlemire sujetó la mano de Ëruendil, besando su mejilla. —Debo confesar que esto fue bastante más rápido de lo que yo imagina- ba. Gracias, Lil, eres muy valiente. Ahora nadie me podrá decir nada por perseguirte, es más, nos podremos perder juntos, ¿te parece? —Mi lacayo creció demasiado pronto, no lo alcancé a disfrutar—Äeren- dil esnifaba teatralmente, riendo al tiempo que lloraba—… ya se irá de casa. Y mi hermosa aprendiza ya tiene alas, ¿qué me queda por enseñar- 422
Victoria Leal Gómez le? Soy el fracaso con forma de hombre. —¡ESTO NO PUEDE SER! Wilhelm apenas cumplirá quince años en unos días más, mi primo aún no está listo para… Äerendil amordazó nuevamente a Helmut con el guante de cuero, arro- jándole al interior de su carreta al darle una patada en el trasero. —¡Felicidades, chicos! ¡Ya tendremos tiempo de hacerles una fiesta como el Primer y Último Rey manda! —Äerendil… —¿Sí? —YO NO SABÍA DE ESTA TRADICIÓN. —Ah, bueno, no es nuestra culpa si vienes de turista y no conoces las costumbres locales. Ahora, tienes esposa y testigos de la ceremonia. Más te vale comenzar a trabajar pronto que quedamos poquitos Sgälagan. Unos trillizos vendrían bien y yo tengo el brebaje PERFECTO para traer trillizos, ¿quieres uno, señor turista? —¿¡Turista!? LÖREL ME TRAJO MEDIO MUERTO. ¡POR QUÉ NO ME DIJISTE NADA! —Y vaya que tremenda esposa tienes. Más te vale cuidarla… no, de he- cho… mejor que ella te cuide a ti. No, perdón… mejor ten cuidado de ella, te va a romper la cadera en tu noche de bodas. —¡ÄERENDIL, CIERRA LA BOCAZA! Mi marido es fuerte, ¡va a re- sistir! Lörel se atragantó con su propia saliva, riendo a toda panza, afirmándo- se en las riendas del caballo que se le escapaba. Helmut se asomó para posar su mano en el hombro de Äerendil. —Eli, ¿a quién quieres engañar? Lil, ¡prepara tus huesos! —Äerendil, dudo mucho que mi primo entienda lo que trataste de de- cirle. —¿En serio? ¿No se supone que ya le dijiste TODO sobre el temita? —La práctica es distinta a la teoría. A Willie nunca le dejamos siquiera tomarle la mano a una doncella… no encontrarás varón más puro que mi hermoso primo. Äerendil miró al ojo de Helmut, anonadado por la noticia. —NO PUEDE SER. ¿Por qué tanta crueldad? Pobre Lil… —¿De qué están hablando? Quiero que me expliquen todo AHORA. —O sea que Lil… oh, por todos los cielos. Ëlemire, es más de lo que mereces. —¿¡De qué hablan, por qué me excluyen y me miran con pena!? ¡POR QUÉ LÖREL ME MIRA TIERNO Y SE RÍE! —Ëlemire, ten cuidado con él, se amable. —YA CIERREN LA BOCA, YO SÉ LO QUE VOY A HACER CON ÉL. Es problema mío si decido ser amable o no… es problema mío si soy un poquito mayor y tengo un poquito más de experiencia. —¿Un poquito? ¿Cuántos años tienes, Ëlemire? Äerendil afirmó con dificultad su mano en el hombro del excelso Hel- mut, usando el cajón para ganar altura. —Eso no se pregunta, ¿no que eres un Caballero? —Tengo la sospecha de que Eli solo quiere abusar de mi primo. —Ay hombre, Lil debe ser el abusado más feliz del mundo. De todas for- 423
El Sanador de la Serpiente mas, Eli sólo es un par de años mayor de Lil. Normalmente nos casamos con diferencias de doscientos o quinientos años, ¿qué le hacen diez? —Diez años de diferencia… no es algo por lo que trastornarse si no fuera porque ahora debo obedecer a Ëlemire… —Yo apruebo este matrimonio, ¡sí señor! Los declaro marido y… ¿ma- rida? —¿Debería preocuparme por mi primo? —Sí, y mucho. Por lo que veo, tu primo es un muchacho de comarca, ¿no? —Correcto. —Eli es una chica de monte, tú sabes… es salvaje es todos los sentidos. —Chicos, paren, hacen que mi esposo se avergüence. Está como una fresa de rojo. Helmut giró rápidamente la cabeza al escuchar a Ëlemire, lamentando la situación que sus ojos presenciaban. —Ay primo, tu nariz… no, no otra vez. Dime que no sangrarás como lo hacías de pequeño, por favor… Lörel se reía tan fuerte que algunos cuervos en los árboles emprendie- ron vuelo, gruñendo por el ruido del joven cayendo del caballo. Helmut acudió al rescate, siendo contagiado por las carcajadas del vigilante. Ëruendil usaba la manga para frenar el sangrado pero sólo consiguió empeorarlo, ensuciando la tela hasta el codo. —Ya vámonos de una vez, ¿sí? Los Guardianes nos necesitan y ya hemos desperdiciado mucho tiempo… —Ay no, Willie, ya empezaste con tu puta nariz de cascada… —Lil, ¿de verdad quieres partir? Hoy nos podemos quedar como un extra para que aproveches de… —¡LES ORDENO QUE PARTAMOS DE UNA VEZ! —Niño, ¿cómo haces para sangrar tanto? Äerendil le arrojó un trapo a Ëruendil quien apretaba su minúscula na- riz en busca de frenar la hemorragia. Helmut sonreía complacido por la ceremonia inesperada, arrodillándose frente a la pareja. Ëruendil tomó la mano de Ëlemire, quien lucía confundida. La mujer se preparaba para levantar a Helmut cuando su esposo se lo impidió. —Mierda, se me olvidó lo que debía decir… em… bueno, a su servicio. —Gracias Helmut, esto era innecesario, ¿no recuerdas lo que te pedí anoche? Helmut dio un respingo, incorporándose rápidamente. —Ya fue, ¿no? Sabes que se me dio destreza con la espada, no mucho cerebro—Ëruendil sonrió, dejando que su primo le palmeara la espal- da—Si galopamos alcanzaremos a Sebastian, él también debe ofrecer su espada y… espera, por todos los Äingidh, ¡¿por qué estoy tan contento ahora?! ¡Esta ceremonia es un caos! Qué mierda me pasa, ¡WILHELM, ES TU CULPA! —Helmut, no entiendo nada de lo que ha pasado, sólo partamos de una vez al bosque… por favor. Ëlemire jugaba con las delicadas filigranas de oro en su tiara, ya no le preocupaba la nariz del avergonzado Ëruendil. —Chicos, hay un camino que nos llevará más rápido al centro del bos- 424
Victoria Leal Gómez que, donde está el Guardián. Les puedo llevar por ahí. Eso sí, tenemos que dar un rodeo al bosque antes de entrar… Äerendil removía la pomada escurrida por sus mejillas, una vez limpio del desastre marrón abrazó a su sobrino y a su aprendiza, susurándole al oído. —Eli, devuélvele el anillo que le robaste. —¿Cuál? —No te hagas la inocente conmigo, chiquilla, sé que te lo quedaste. Es símbolo de su familia, tienes que devolverlo. —Ay, ya bueno… pero más rato. El sanador se apartó de Ëlemire, plantando la vista al bosque en el norte. —Muy bien Eli, cuanto más rápido terminemos eso, más rápido Lil se volverá hombre, si sabes a lo que me refiero. —Ese es mi trabajo, no te metas. No necesito de una posada ni de un catre para hacerme cargo de mi pimpollo. El bosque me viene bien, lo natural siempre es mejor. —¡ESA ES MI ALUMNA! —Pobre de mi primo… mejor le hubiese encerrado en la torre. —¡ËLEMIRE! —¿Qué pasa, amorcito? Seré tierna contigo, no te preocupes. Ay, nunca pensé que tendría tanta suerte en la vida… —¡Vamos al bosque, AHORA! —Tranqui, tranqui. Ya vamos para allá… esto, Lil, ¿no quieres que te ayude con tu nariz? —¡DO! ¡EZ MI PDOBEMA! Lörel acomodaba una capa en su cuello, vistiendo la capucha antes de tomar el sendero en sentido contrario. —Me voy, me esperan en la Caverna Bendecida. Es una lástima que no tenga algo para regalarle a la nueva pareja. —Está bien, Lörel, sólo ve a la Caverna y avísale a todo el mundo que por fin me he casado. Lörel avanzó con su caballo lo suficiente para darle la mano a su amiga, mimándole. —¡Te vamos a extrañar! —¡No por mucho tiempo, te lo aseguro! ¡Volveremos y haremos una fiesta grande! —Espera, ¿te pondrás vestido? —No le pidas peras al olmo. —Oh vamos, Eli, ¡no te puedes poner de novia con pantalones! —¡Claro que puedo si se me antoja! Alejándose, el vigilante sonreía feliz, tomando el puente hacia la salida. —Ya me parecía muy raro… pero bueno, estoy seguro que la fiesta será genial, Eli. Estaremos esperándote con una gran comida, les diré a las mujeres que costuren un pantalón blanco para la ceremonia oficial… no, mejor que no. ¡Yo mismo te haré un vestido! Ah, ya te imagino con flores en el pelo y tu ramo en las manos y… y… ah, qué lindo. —Cuídate, Lörel—Äerendil seguía en su cajón. Afirmó su confiada mano enguantada en el hombro de su alumno— Eres oficialmente el sanador de la Caverna Bendecida y su gente, más te vale hacer bien las 425
El Sanador de la Serpiente cosas Y USAR LOS CUCHILLOS COMO TE DIJE QUE SE USAN. —Sí… lo haré maestro, le prometo que me portaré bien. —Si me llegan rumores de que haz lastimado a alguien, ¡VOY A DON- DE SEA QUE ESTÉS Y TE CASTRO! ¡LE DIRÉ A SÖLAIS QUE SE ENCARGUE DE ESO SI NO TE PILLO! El joven se encogió de hombros, sintiendo dolor imaginario. —Bueno… maestro. Cuidaré mi hombría, lo prometo. —¡Esa es la actitud! Helmut montaba su propio animal sin entender lo que conversaban los descendientes de Alto ya que entre ellos no usaban la lengua de los hombres. Miró a Lörel alejarse en la bruma, observó la ternura con que Ëlemire besaba a Ëruendil quien le abrazaba entre risas y su nariz a me- dio cuajar. Äerendil se embarcó en su carreta poniendo su capa en sus hombros y cubriendo su cabeza, dejando que Ëruendil y Ëlemire conversaran al fondo del vehículo, tomados de la mano y entre risas. 426
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El Sanador de la Serpiente 23. Piel Azulosa, Espíritu Cristalizado. El Reino de Älmandur tenía historias pintorescas aludiendo sus inicios y fundadores, mas aquella que se robaba las reuniones en torno a las fogatas es el origen de los Äingidh pues se suponía que es- tos eran Altos renegando la sabiduría eterna para rendirle culto a sus iniquidades y deseos propios. Sin embargo, todos quienes han avistado estas criaturas concuerdan en que son horrendas y malolientes, defor- madas por el fuego o por los golpes. Algunos ya casi no tienen forma reconocible como humana, otros crecen tan descomunalmente que de- rriban bastiones de un puñetazo aunque claro, estos Äingidh son conta- dos con los dedos de una mano y su inteligencia es escasa o bien, nula. Pero, ¿qué lleva a un Alto, de eterna gracia y belleza; a renunciar a la vida, salud y sabiduría eternas? Esa respuesta sólo era conocida por quienes fueron arrojados fuera del Reino en los Cielos, hombres y mujeres que negaron al Primer y Último Rey para entregarse a sus pasiones, a la guerra sin fin. Tanta sangre derramada, tantos gritos y peticiones de auxilio ignoradas permanecían grabadas con fuego en la memoria del líder de una legión imponente a las faldas de la Montaña Amanecer. Sentado en un trono amarrado a los lomos de un subordinado timonea- do por otro Äingidh de piel verdosa, Nikola vestía su yelmo aguzado, engarzado con gemas negras y vivos plateados sobre azabache golpeado por hachas y espadas. Aquel hombre era el único Äingidh que conser- vaba su forma humana, el habla comprensible, la belleza de la primavera en su rostro. Su legión escalaba la montaña a tranco firme, la tormenta de nieve no significaba nada para sus cueros desnudos pues estos eran como suelas y las flechas se quedaban incrustadas allí. Los Umbríos de Elisia forjados en la Fragua Eterna eran la retaguardia vigilante, vaporosa y muda. Seguían al gran Äingidh prestos a recibir las órdenes de su líder en armadura de Caballero. Esa noche, la legión escaló la mitad de la montaña, descansando por unas horas en las que tomaron los rehenes de las villas incendiadas, arrojándoles a las llamas para devorarles. Aunque esos eran los más so- fisticados pues la gran mayoría, prefería una cena vivaz capaz de pata- lear. Nikola aún recordaba sus antiguos días y se abstuvo de la carne, los Um- bríos le sirvieron brotes helados con frutos rojos jugosos y cítricos junto a un montón de pan seco. Apartado de su grupo, el Mayor de los Äingidh miraba la luna y su re- flejo en el lago bajo la montaña, notando el aura prístina de un grupo de inocentes atravesando la noche en carreta. No les vio pero si pudo olerles ya que sus ropas se hallaban impregnadas al perfume de las almendras tostadas con excepción de uno, quien olía a sangre y temor. —La única forma de retenerle es volviéndole... mi Escudero. El Mayor de los Äingidh se incorporó mirando hacia el Bosque del Ol- vido, chasqueando los dedos sin expresión alguna en su pálida tez llena 428
Victoria Leal Gómez de juventud y potencia. Los Umbríos a su lado hicieron una venia, desapareciendo en la brisa helada de la montaña, siguiendo la dirección del sonido emitido por los dedos de su amo. Segundos después, Nikola volteó hacia sus sometidos, apuntando la cúspide de la montaña. —¡Ahora! Parte de quienes seguían sus órdenes eran los soldados de Hagen quien desconocía las nuevas labores asignadas a sus hombres afiebrados por el oro que los Äingidh les entregaban por cada inocente encontrado. El grupo retomó la escalada sin encontrar mayores dificultades, las lie- bres y los zorros eran atrapados y mordidos en el acto como tentempié para capear el frío que abrazaba como cuchillos. El grueso cuero de los Äingidh también tenía un límite, la nieve se clavaba firme en sus ojos ya que la tormenta era la soberana de la cúspide donde un pórtico traslú- cido daba la bienvenida. El Mayor descendió de su trono para palpar los hielos esculpidos por los antepasados de los Sgälagan, besando los caireles de las techumbres, girando feliz al verse rodeado de espejos y el aroma natural del frío. Nikola se quitó el yelmo pues este aplastaba las heridas en su frente, per- foraciones profundas más allás de sus huesos que aún manaban sangre. El patrón insinuaba a un tercero tocando sus sesos y esa era la sensación del brujo, quien acariciaba las huellas de la última sesión de Artes Má- gicas practicadas en el foso donde se arrojaban los cuerpos de quienes Elisia bebía. Sus sirvientes aguardaban la señal, afilaban sus hachas y preparaban las ballestas pero en silencio, sin comprender porqué su amo danzaba soli- tario en el gran salón de hielo, canturreando una melodía olvidada. Al- gunos Äingidh vieron a su líder comportarse como uno de ellos, siendo un alivio. Esos pocos Äingidh tomaron la decisión de presentarle al rey algún día. De pronto, el Mayor se detuvo en el centro del gran salón mirando la lámpara de lágrimas y cristales en el techo de espejos. Estaba como en casa pero nadie le recibiría con esa armadura negra que ni las hachas podían romper. Sólo restaba continuar por el camino y así fue. El Mayor apuntó al interior de la caverna cristalina usando su espada como refe- rente de la dirección, consiguiendo que su legión corriera por el salón arrojando la lámpara a los suelos, quebrando las copas en las mesadas y los espejos de las paredes. El hielo fue convertido en polvillo saboreado por el Mayor quien fue el último en ingresar a la caverna hacia la cúspi- de de la montaña. La legión gritaba palabras irreproducibles dando brincos, empujándose unos a otros para llegar primero a por el tesoro que los Altos escondie- ron en el punto más cercano al cielo pero no contaban que alguien les frenaría el paso. Los Äingidh que iban al frente pararon en seco empujando a los demás que cayeron al suelo resbaladizo al borde de un precipicio sin fin. Una loba blanca de ojos brillantes como el amanecer les gruñía, enseñando cuchillos en vez de dientes. 429
El Sanador de la Serpiente —¡A LA CARGA! El Mayor debía conseguir aquel tesoro para ser liberado de la armadura negra a cuestas así eso significara eliminar al guardián de los fríos. El viento soplaba intenso y cortaba las fuerzas de los hombres de Hagen, temerosos de un destino oscuro pero firmes en posición, abalanzándose a las patas de la gran Loba gruñendo invocando avalanchas y cuchillos de hielo ensartados en los cueros de cada Äingidh presente. Los hombres de Älmandur fueron los primeros en caer al precipicio pero los Äingidh atacaban el pecho de la guardiana de los fríos, clavan- do hachas y virotes. La Loba mordía alimañas deformes para escupirlas a quienes les ata- caban, atrajo fieras transparentes que se llevaban el espíritu de los ata- cantes quienes no cesaban el ataque. El Mayor chasqueaba los dedos invocando Umbríos sobre el lomo de la guardiana sacudiendo su piel para arrojarles sin conseguir resultado favorable. La furia de la Loba fue colosal, eliminó miles de enemigos al aplastarles con sus costillas, arrojando al vacío a otros cientos, alargando el cuello para llegar al brujo incólume sosteniendo su espada negra. Un Äingidh herido por una garra tomó su hacha con las fuerzas restan- tes en sus manos, saltando para colgarse del pelaje de su enemiga. La Loba intentaba quitarse a la alimaña del cuerpo pero no lo consiguió a tiempo ya que el deformado clavó su hacha en el palpitante corazón firme de la guardiana quien gimió de dolor sin dejar de derribar a los invasores. Nikola enseñó una mueca de conformidad con el grito corriendo ha- cia la masa de subordinados, usándoles de escalera hacia el lomo de la Loba, trepando la cola de la guardiana como si danzara en el aire. Esquivaba a sus propios aliados pisando sus cabezas al tiempo que se burlaba de los intentos de la Loba por arrojarle, su danza aérea jamás fue interrumpida y disfrutó de la música en su mente hasta llegar a la cabeza de la Guardiana, donde clavó su espada negra. Allí, en medio de los ojos, la espada brillaba con un destello violáceo del que se desprendían millones de millones de larvas y brea oscura, internándose en la sangre de la alba Guardiana. Los últimos Äingidh en pie cayeron por el precipicio cuando la Loba se derrumbó, el Mayor fue el único sobreviviente de la batalla. Permanecía con espalda recta en la cabeza del albo animal gigante, ob- servando como el pelaje cristalino se volvía turbio y pegajoso, cada vez más oscuro. El hombre retiró su espada para dejar que las larvas ingresaran fácil- mente, abandonando el cuerpo de la Guardiana, dándole la espalda. La Loba temblaba resistiéndose al ataque en sus venas, aullaba con gran- des ojos revolcándose en el hielo buscando cortar sus carnes para drenar la invasión en su mente y corazón mientras el Mayor abandonaba la estancia. El amanecer fue cubierto por la espesura de la niebla, la noche llegó para permanecer estoica frente a los cambios. —No tengo razón para ir a la cúspide, ella se ha ido. La Guardiana estaba en pie, con brillantes ojos rojos junto al Mayor. 430
Victoria Leal Gómez —¿Existe alguna posibilidad de encontrar la Eterna Sabiduría en la cús- pide? La Loba le dio la espalda regresando a la madriguera donde descansaba del cruel invierno. —Me lo esperaba… pero no te retires aún. Llévame a la capital de Äl- mandur. Obedeciendo sin pensar, la Guardiana se dejó montar por el Äingidh de piel de luna, cruzando la nieve de la montaña en un suspiro. *** Las tierras de Älmandur tenían muchas aldeas y villas disemi- nadas como pétalos al viento, algunas de ellas ni siquiera aparecían en los mapas pues eran formadas por clanes itinerantes que se establecían por los meses en los que el sol descansaba en los prados. Descubrir uno de estos poblados era de suertudos o bien, de constantes viajeros cono- cedores de los clanes viajeros y sus hábitos siempre ligados a los bosques y lo que este pudiera ofrecerles tanto para comer como para vestir o calentarse por las heladas noches a la intemperie. Inesperadamente en aquel Mes de las Hierbas, tres de los cuatro clanes itinerantes de Älmandur se reunieron en las cercanías del Bosque del Olvido ya que las provisiones necesarias para los viajes de invierno eran indispensables y escasas. En un claro en medio de una arboleda inclinada y susurrante, el clan edificó sus chozas entre telas coloridas, alfombras y maderos viejos ha- llados en el camino. Los árboles caídos más secos eran arrojados al fue- go en el centro del círculo creado por las ligeras viviendas, llamas que agolparon a hombres mujeres y niños a compartir las bebidas calientes, alcohólicas suaves o dulces; cantando melodías alegres para capear la noche repleta de los extraños sonidos de aquel bosque encantado… o enfermo, como los ancianos le denominaban. Y tenían razón al hacerlo porque los niños levantaban las cortezas de los árboles para beber la savia dulce pero no encontraron más que esa desagradable brea violácea con gusto a larvas y líquidos innombrables. —Este bosque ha sido alcanzado por los indeseables—Se quejó uno de los más ancianos entre los ancianos, rascando sus largas y resecas orejas con aretes de oro—La natura muere, nosotros nos iremos pronto. Es hora de aprovechar el calor restante de este otoño pues puede que sea el último. Aléjense de los árboles porque hoy, queridos míos, no son nuestros amigos. Los niños y jóvenes inmaduros hicieron caso de los sabios consejos del anciano más anciano, corriendo hacia la fogata para disfrutar del tos- tado pan con ajo y albahaca antes de beber leche e ir a la cama pero no todo sería tan rutinario para ellos. Las ganas de dormir y reposar desaparecieron al divisar un caballo y a un carretero envuelto en capa marrón. Los vigilantes del asentamiento temporal azuzaban las lanzas y mazas para deshacerse de los forasteros pero bajaron su guardia al ver que el carretero llevaba aretes de oro en sus orejas. 431
El Sanador de la Serpiente —¡Es un hermano que vuelve al clan! —¡UN HERMANO QUE VUELVEEEEE! —No espera, este sapo es de otro pozo… no tiene pelo negro y mira esas orejas, ¡es un Alto! ¡NOS VISITAN LOS ALTOOOOS! Al escuchar al tercer vigilante la agitación abrazó hasta el enfermo en su cama, abandonando su choza para asomarse y reconocer al Sgälagan dispuesto a saludar. Mas a pesar de que el carretero se adelantó para conversar con los vigilantes, fue Helmut quien se robó toda la admira- ción de las jovencitas, ya fueran casaderas o demasiado niñas; pues su porte majestuoso y belleza era inesperado, y tenía razón al afirmar que el parche en el ojo era un buen complemento pues la mayoría de las mu- chachas le acariciaban compadecientes de su pérdida. Cientos de manos pequeñas y delicadas le bajaron de la montura para mimar a quien cre- yeron se trataba de un Alto, las más venturosas acariciaron su cabello meloso para compararlo con el oscuro que ellas tenían, maravillándose de ver a un caballero por primera vez en su vida. —Un descendiente de los Altos nos visita, ¡cuándo imaginaríamos tanta fortuna! Ëruendil se asomaba discreto desde la carreta, riéndose junto a Ëlemire por la ignorancia del clan. —Se creen que Helmut es de los nuestros, es obvio que es primera vez que nos ven. —Menos mal tu primo no es un Sirviente porque ofendería a la raza con sus cochinadas… aunque yo soy una ratera de mierda así es que no puedo opinar mucho. Äerendil arrojó su capa al interior de la carreta riendo discretamente al saber que Helmut era sólo un humano con un regio porte, estampa muy útil cabe decir pues hasta los Altos podrían proclamarle hijo y nadie podría negarlo pero la diferencia fue marcada cuando las muchachitas vieron la luz naciendo en la piel de Äerendil y se le arrojaron a los pies, inmovilizándole, rezando entre susurros. —Em… chicas, que no soy un tótem, vayan a rezarle a los árboles si quieren… —Me haz robado mi club de fanáticas—Helmut palmeó el hombro de Äerendil, sonriendo—Tal vez deberíamos viajar juntos más seguido. —Contigo no voy ni a un bautizo—Äerendil estaba envuelto en abrazos y besos cuando apareció un vigilante— ¿Podrías ayudarme? El guardia creerá que busco levantarme a todas… tengo una viejecita que me está agarrando el culo, ¿te la puedes llevar? —Claro que no—Helmut mimó la coronilla de la anciana de pelo pla- teado—Que le aproveche, señora. Yo haría lo mismo si hubiese un espa- cio por el que pudiera meter mi mano. —¡OYE, NO HABLES COMO SI FUERAS INVERTIDO! —¿Qué? Si estás más bueno que el pan y yo soy un hombre sincero. —¡INVERTIDO DE MIERDA, NO ME MIRES O HARÉ QUE TE CORTEN LA CABEZA! El vigilante más confiado comenzó a dispersar a las mujeres correteán- doles como si fueran aves de corral. Helmut se apartó de la charla, de- jando que las niñas le trenzaran el cabello ondulado, adornándolo con 432
Victoria Leal Gómez flores. Descansando tras el acoso, Äerendil retomaba el aliento. —Disculpen, de haber sabido que provocaríamos tal alboroto ni se me habría ocurrido quitarme la capa. —No hay problema, así son nuestras mujeres con los viajeros, es la for- ma en que consiguen un marido que no sea un primo… aunque ustedes se han robado hasta los suspiros de las viejecitas, vaya problema. —¿Hay espacio para cuatro viajeros cansados?—Consultó Äerendil, mascando las nueces regaladas por una niña de cabello negro— La no- che es pálida hoy, llevamos un viaje de tres días y necesitamos un buen descanso para lo que se nos viene. Otro de los vigilantes se acercó al sanador, notando la cicatriz en el cue- llo del viajero, sintiendo ligera desconfianza. —Hay lugar para veinte viajeros cansados, de hecho—Exclamó el lance- ro, apuntando la marca de daga en el cuello de Äerendil—Pero no hay sitio para forajidos. —Oh, esto—Äerendil apuntó su cicatriz más vieja—Por favor, no lo ma- linterprete, amigo mío. Verá, un día un tipo raro quiso asaltarme y me amenazó con un cuchillo... —Gran detalle, hermano… ¿qué hay del cuchillo en su cara? —No desconfíe de nosotros, en verdad… esto en la cara me lo gané por perder una apuesta en la taberna. —¿Qué hay de tu pelo? Creímos que eras nuestro hermano pero resulta que brillas como el cobre de las montañas al sur. —Er… bueno, mi madre era muy rubia pero mi padre era del bosque. —¿De qué parte del bosque? —De… la Arboleda Azul, por ahí cerquita. —¿No sería de Orophël? —Oro, ¿qué? Ay no, nunca sería de Orophël, que me pongan una falda si estoy mintiendo. Ëlemire y Ëruendil abandonaron su refugio al interior de la carreta vis- tiendo gruesas capas, teniendo especial cuidado de no mostrar un cen- tímetro de piel luminosa. Ayudaron al sonriente Helmut quien se dejaba besar por las doncellas. —Helmut, ¿no deberías estar…? —Primo, déjanos disfrutar el momento, ¿sí? Ellas me aman y a mi me falta cariño. —Deberías ayudar a Äerendil, le tienen entre las cejas por motivos que no entendemos. —¿Qué quieres que haga yo?—Helmut abrazaba a una muchacha de lar- gos bucles adornados con hojas de parra. El Caballero dio un respingo cuando notó que la muchacha de gruesas cejas negras le recorcaba a Nikola— Ni siquiera hablo el mismo idioma que ustedes. —Lil, tu primo tiene razón, el pobre sólo maneja una lengua, no va a llegar muy lejos… a no ser que pare de repartir besos. —Mira a esta florcita, ¿quién le rechazaría? ¡Es adorable! —¡ES UNA NIÑA DE CINCO AÑOS! —Ay Eli, sólo dije que era adorable, ¿vale? No insinué nada, tengo már- genes aunque no lo parezca. Me gustan con curvas en el cuerpo no las 433
El Sanador de la Serpiente tablas de planchar… como tú. Ëlemire estrelló sus puños en el vientre del sonriente Helmut quien le torció el brazo pero no conseguiría librarse de la decidida mujer quien dio un rápido giro, golpeando la nariz de Helmut con su frente. Atur- dido y sujetando el hillilo de sangre, el Caballero reía, mirando a su contrincante. —¡Tú te crees que soy una tabla porque no me haz visto sin mi cota! Ëruendil estaba congelado ante la escena pues no esperaba que su es- posa tuviera la fuerza suficiente para enfrentarse al gigante Helmut. Se apartó de ellos para no involucarse en la pelea a puñetazos sabiendo que, si pensaba frenarles, se convertiría en un balón lleno de abolla- duras. Desde cierta distancia observaba la paciencia de Äerendil res- pondiendo el cuestionario de los atentos vigilantes, Ëruendil se rascó la nuca pensando en cómo ayudar a su tío dando explicaciones y respues- tas al cuestionario desconfiado pero, ¿eran verdades o inventos? El muchacho levantó la oreja para captar la charla de los vigilantes con Äerendil enseñando su alforja repleta de implementos de sanador tales como cuchillos afiladísimos, hierbas trituradas, frascos con alcohol y aromas extraños en bolsas de género. Una vez los vigilantes analizaron los bártulos le apuntaron una tienda donde se acogía a las visitas. Äeren- dil rio, apretando las manos de ambos vigilantes. —Genial, ¡gracias por permitirnos pasar la noche aquí! —Qué va, no tienes nada de raro excepto tu pelo, tus orejas y tu piel brillante como el sol... eres más raro que sapo con barba pero eres un buen tipo. —Por tu amabilidad, te voy a regalar esto—Äerendil entregó un saquito que fue esnifado por el vigilante de lanza— Ponte un poco de eso en el cuello antes de irte a dormir, dile adiós a tu dolor. —¡Por todos los cielos, algo así existe! —Hombre, tranquilo que no es magia. Tienes que ocuparlo entero, nada de usarlo una noche y a la siguiente, olvidarlo. —Muy bien, gracias, ¡gracias! Pero mi buen sanador, ¿tiene algo para la tos de perro? —¿Tos de qué? —Verá, normalmente nos detenemos aquí para abastecernos y conti- nuar el viaje pero ahora, nos ha tocado algo feo. Estamos enfermando de una tos horrenda, algunos escupen una tinta extraña y oscura… —Oh no… ¿desde cuándo están enfermando? —No lo sé, tal vez cuatro meses o algo. Hemos tenido que despedirnos de muchos hermanos, es demasiado… hace dos semanas perdí a mi hi- jita… Ëruendil miró hacia una choza donde un hombre escupía la menciona- da tinta en un dornajo pensado para ello, cuya tapa aislaba los desechos. Äerendil posó su mano en el hombro del angustiado vigilante, notando el mismo esputo que Ëruendil observaba a la distancia. —Les puedo dejar algunas infusiones pero son paliativas, para sanarles debemos ir a por la raíz de la enfermedad y eso… no está entre ustedes. —¿En verdad? —Te lo puedo jurar con mi mano en el corazón, hermano. 434
Victoria Leal Gómez —Ay, cómo quisiera volver a esos días en los que era feliz y no lo sabía… El vigilante se afirmó en su lanza clavada en la tierra, inclinándose sin remedio pues el pesar en el pecho era estoico y renunciaba a marcharse. Recibió unas palmadas en el hombro por parte de un amigo quien le abrazó para evitar mayores problemas. Aquel amigo del vigilante guiñó el ojo a Äerendil, se acercó a la choza de los enfermos ofreciendo sus habilidades de sanador a cambio de comida. Ëlemire apartó a Helmut de las muchachitas, arrastrándole del brazo hacia la anciana en la choza roja quien bebía tranquila un destilado de aroma fuerte. Al ingresar, Helmut enseñó respeto inclinándose ante la mujer cuya piel era como corteza de árbol centenario. Agradecida, la anciana acarició la coronilla del muchacho indicandole un cojín donde pudo sentarse. Ële- mire también mostró su respeto besando los dedos de la mano izquierda de la anciana, recibiendo por regalo un jarro del destilado amargo. Ële- mire recibió el licor, entregándoselo a Helmut. —Abuela, con todos mis respetos hacia su persona, me acerco ante us- ted. —Oh, una jovencita con modales. Tráiganle de la bebida más dulce… —Abuela, la generosidad de los itinerantes es conocida más allá de los bordes del reino pero aquí, en Älmandur, existen hombres magníficos como este—Ëlemire afirmó su mano en el hombro de Helmut, quien bajó la mirada, sumiso—Este Caballero nos ha salvado la vida innume- rables veces hoy pues fuimos víctimas de ladrones en los caminos. Tiene algunos cortes y necesitan tratamiento que puedo entregarle. Abogamos ante usted pues se ve sabia y amable. Una niña entregó un jarro de madera repleto de un zumo extraño y pastoso que fue degustado con alegría por Ëlemire quien miraba a la anciana directo a los velados ojos oscuros. —Este muchacho es descendiente de los Altos de la montaña, ¿verdad? —Ah…Así es, abuela, un Alto muy joven y sacrificado. Pero uno de sus padres era humano de este mundo, por ello su piel no brilla como la del sanador… así mismo soy yo. La anciana fue ayudada por dos mozalbetes en sus pasos, acercándose al caballero quien dejó que sus orejas fueran revisadas minuciosamente. —Demasiado joven, no tiene ni orejas. Seguro aún ni tiene doce años. —Abuela… —Si es un buen hombre, como tú lo afirmas, nos cuidará esta noche de los peligros del bosque enfermo. —¡Lo hará, se lo aseguramos! La anciana susurró a los oídos de los mozalbetes fieles a su lado. Ëlemire se acercó a Helmut, llevándole fuera de la choza. —Por qué te agachaste de esa forma, ella no es una reina. —Pero tiene más años que todas las montañas juntas, merece mi venia y si con mi cara de borrego tonto consigo algún beneficio, la repetiré hasta el cansancio. Äerendil y Ëruendil también bebían del zumo dulce, abandonando la tienda de los enfermos ya aliviados por la ayuda prestada. Ëruendil tomó un jarro adicional de los que reposaban en una mesa mal armada, 435
El Sanador de la Serpiente entregando un jarro a Helmut quien sonreía discreto cuando vio a una doncella arrojarle un beso desde una choza. El grupo caminó hacia una mesa redonda cercana a la gran fogata en el centro de la aldea temporal, sentándose en los bancos rústicos y comiendo de los frutos secos ofreci- dos por una mujer en vestidos rojos con pompones quien, afortunada- mente, no hablaba el idioma de Älmandur. —Buf, ese vigilante me tenía con las bolas en el piso con sus preguntas. —Äerendil, no hables así frente a Eli. —No seas imbécil Lil, Eli dice cosas peores. Espera y verás. En fin, te- nemos catre de plumas hoy gracias a mis orejas de elefante y al primito tuyo... deberías aprender de él, Lil. —Cama para nosotros tres, Helmut tendrá que hacer guardia. El Caballero dejó el jarro en una mesita, mirando despreciativamente a la mujer junto a él. —Ëlemire, ¿me ofreciste de guardia sin preguntarme? Se supone que tendría tiempo de costurar mis heridas… —Tal cual, ¿tienes alguna objeción? Ya te tomaste un barril de licor… chupas como orilla de playa. Págale a esta gente de alguna manera, pozo sin fondo, mientras vigilas podrás suturarte. Y no te quejes tanto que tus cortes son una tontería, esos bandidos no tuvieron oportunidad contigo. —Si no hubiesen escapado les corto las piernas. —Toma, arréglate solo—Ëlemire arrojó una bolsa de cuero con algunos vendajes e hilos—Seguro te alcanza la noche para componerte. Helmut suspiró, bebiendo de su jarra. —Bueno, estoy acostumbrado a las noches en blanco—Una muchacha obsequió una flor roja a Helmut quien agradeció el gesto besando la me- jilla rosada de la tímida anfitriona—Alguien tiene que cuidar las flores del jardín y ese noble hombre está aquí, al servicio. Ëlemire constipó una carcajada burlesca, tironeando de la capa gris anudada sobre la capa azul del caballero. —Pero que galán, seguro hoy atrapas una de esas flores y la haces tuya, ¿no? —No descarto la posibilidad. La muchacha se confundió cuando notó a Helmut levantar la ceja con cierto goce, escudándose tras su esposo quien miraba a su primo como si no le conociera. —Lil, este tipo me da miedo. —Te juro que no es mi primo. —¡WILLIE! —Quedas expulsado de mi familia hasta que demuestres tu valía. Äerendil chocó su codo en las costillas de Ëruendil. —Nunca fue de la familia Lil, aunque parezca tu hermano. —Lil precioso mío, parece que es de los que juega a dos bandas. —Ëlemire, ¿por qué crees que soy de esos tipos? —Te escuchamos hablar con Nikola la otra noche… pedazo bruto, ¿te crees que estas orejotas están de adorno? Ëruendil miraba a sus compañeros de viaje sin comprender el asunto, sabiendo que hasta Äerendil entendía la situación. —¿De qué estás hablando, Eli? ¿Qué es eso de dos bandas? ¿Insinúas que 436
Victoria Leal Gómez Helmut es un traidor y que se ha puesto de acuerdo con su Escudero? Äerendil y Helmut atraparon sus carcajadas bebiendo del suave licor dulce mientras Ëlemire acariciaba suavemente la coronilla de su esposo exigiendo explicaciones. Äerendil finalizaba su porción cuando se puso de pie, estirando su espalda y apuntando una choza rodeada de lámpa- ras de aceite y gran puerta velada por lanas verdes y amarillas. —Pendejos, me voy a dormir. Esa es nuestra. Sólo procuren no hacer mucho ruido porque dormiremos con paredes de cuero y lana, ¿bueno? Estos chicos sólo saben de cortinas y alfombras… me va a picar la nariz toda la noche. —Maestro, no diga estupideces. Es usted el que ronca como leñador, nosotros dormimos quietecitos. Bueno, Helmut patea a todo el mundo pero no hace ruido. —Les advierto, nada más—Äerendil arrojó un morral a Ëruendil quien lo recibió con los brazos al notar el peso del bulto—Por fa, lleva eso a la tienda. Eli, te vienes conmigo. Hay diecisiete personas a las que debe- mos liberar de esa brea asquerosa. —¡A la orden! Pero, ¿porqué no va Lil contigo? Él sabe rezar cosas lin- das, será más fácil limpiar… —Tú también rezas bien, Eli. Ven conmigo que no quiero cantar, deja de cuestionar mi orden. Lil ya hizo su parte y tiene que descansar. —Vale, tiene razón. Ëruendil corrió con el morral hacia la choza indicada por Äerendil ayu- dado por un joven cuyos brazos estaban completamente escarificados con motivos de árboles y palabras aparentemente mágicas pero que no era nada más que sus ancestros y los ancestros de su esposa. Justo antes de ingresar a la tienda, Ëruendil volteó para extasiarse con la fuerza y decisión del andar de Ëlemire. Äerendil andaba con los brazos apoyados en la cintura, mirando de reojo como Helmut recibía regalos de todas clases, incluso vestuario tí- pico de uno de los clanes. —Mira Eli, esas son las ventajas de ser rubio de ojos azules. —Qué cosas dices—Ëlemire golpeó la nuca de su maestro—Si yo tam- bién soy así y nadie me anda regalando cosas. —Eso es porque este es un matriarcado y no dejarán que sus hombres babeen por una extranjera, ¿es que no te has dado cuenta? Mira—Äe- rendil apuntó a un rincón sombrío, lugar donde un grupo de mucha- chos susurraban entre ellos, mirando a Ëlemire y saludándole— Ellos son tu fanaticada. Sé una buena niña y salúdales, dales un autógrafo, tómate una selfie, qué se yo. —¿Una sel… qué? —Una selfie, atrasada del medioevo… ay, qué difícil es venir de otro tiempo a esta mierda de época tan cochina. Ëlemire rió porque su maestro acosutmbraba a quejarse sin aclarar las frases que soltaba, afirmándose en su hombro. —Eres tan difícil de entender. —No me entiendas, sólo quiéreme. Pero anda Eli, saluda a tus fans. Ëlemire meneó la mano en el aire, logrando que uno de los jóvenes afir- mara su mano en el pecho, suspirando. 437
El Sanador de la Serpiente —Juajaja, qué tontos son. No deben tener más de quince años… espera, mi esposo cumplirá quince en un par de días. Mierda, me convertí en la corrompe cunas que no deseaba ser. —Créeme que es el corrompido más feliz que conozco—Äerendil em- pinó el codo para beber lo que quedaba en el jarro de zumo—Además, esos niños no son tontos, son bastante avispados al fijarse en ti... Si no fueras tan salvaje, te habría desposado. —¡¿Qué?! —Que si fueras más salvaje, te habría esposado. Um… las esposas ha- brían sido divertidas… —Yo no escuché que dijeras eso. —¿Estás sorda? Deja de beber el zumo, que ya estás hablando idioteces. —Maestro… usted es el ebrio—Ëlemire arrebató el jarro de licor, arro- jando el contenido al pasto—Por favor, no haga tonterías que con su presencia es suficiente. Componga su cabeza antes de que vayamos a por los enfermos. —Vete a dormir, me das dolores de cabeza. Haré mi trabajo en solita- rio… mejor dejo de tomar esta cosa dulce y engañadora. Uf… mi cabeza explotará en cualquier segundo… —Te duele la cabeza porque tienes calor y le estás mandando licor al gaznate —Ëlemire usó el jarró para golpear la cabeza de su maestro— Ojalá no te sangre la nariz como a Lil. —Putos cambios de temperatura, siempre me hacen lo mismo. Estoy hecho una sopa de sudor… Ëlemire se afirmó en una tranca, riendo al ver a su maestro quitarse una de las capas de ropa rústica y agujereada. —Hay calor en el campamento, ¿por qué no te compras una falda? —Estás ebria, ¿me imaginas con una falda? ¿Te crees que soy tu Trënti de los chistes o qué? —¿Trënti? Bueno, con ese porte, no estás muy lejos. No te cuesta correr bajo las mesas. —Modera tu lengua, Eli. Que no soy ni enano ni Trënti, soy un hono- rable Alto de la extirpe de Älmandur, que te quede claro, ¡yo seré rey algún día! —¡JUA, JA, JA, JAS, KAJAS, JAS JA! Ajum, ay, me atoré con mi baba… Sí, claro, Rey de los Huevos Pegoteados de Sudor, de eso seguro. —Pendeja, respétame o te quito esa corona de bodas que es mía por derecho… —¡Es mía, mía! ¡Y me queda mejor que a todos ustedes juntos! —Es la jodida corona de Älmandur, cuídala con tu trasero, ¿entendiste? Ahora voy a tener que buscar un orfebre para fabricar la mía, la misma mierda… tendré que volver a casa por una tiarita de hada, qué flojera. La muchacha cruzó sus brazos riéndose mientras avanzaba por los ma- torrales hacia las afueras del campamento, evitando poner rumbo hacia la carreta pues notó que su maestro tenía intensiones de cambiarse de atavíos en aquel sitio. Ëlemire hizo crujir un grupo de ramitas en el pasto para hacer notar su presencia tras Helmut quien ya se había transformado en una estatua a manera de pórtico entre dos árboles. Afirmado en su espada clavaba en 438
Victoria Leal Gómez la tierra, el Caballero se deleitaba con las luciérnagas a su lado. —Hola, señor Caballero, galante y bien parecido. —Oh, me han saludado de la manera más incorrecta jamás creada, debe ser Ëlemire. —Y tú, ¿qué sabes de mí, pendejo? Pst, soy una mujer de una familia prestigiosa, te he saludado mal adrede. La muchacha reía sentándose en una roca llena de ángulos e historias de un escultor frustrado. —Sé poco pero lo suficiente para saber que debo resguardarme de ti pues eres observadora. E incordiosa. —¿Yo? Ay, no seas así. Si somos amigos todo estará bien. —Así parece, amiga mía. Confío en que sus habilidades nos llevaran por la vía más breve a ese bosque embrujado porque confieso detestarlo profundamente. —¿Qué puede hacerte un bosque para que lo odies? Helmut apuntó el parche en el lugar donde estuvo su ojo. —Más de lo que yo quisiera. Ëlemire se acercó a Helmut quien notó por primera vez que la mujer frente a si era tan alta como él sin la necesidad de tacones. —¿Me dejas ver? Helmut guardó silencio al desconocer la respuesta que le dejara con- forme. Ese mutismo fue usado por Ëlemire para levantar el parche y examinar la cuenca vacía y cicatrices desfiguradas cubiertas por el cuero bordado de oro. El parche cubría todo el tejido anómalo, creando una apariencia suave y simétrica, disimulando las deformidades del pómulo triturado. —Está muy bien tratado, seguro no lo hiciste tú. —Haces bien en pensar eso. —¿Cuál es el nombre del dueño de estas prodigiosas manos que te han salvado de males peores? —Äweldüile. Es el sanador de la familia von Freiherr. —¿Sólo de tu familia? Qué egoísta de tu parte y qué tonto es el colega… eso no se hace ni por todo el oro del mundo. El Caballero vistió el parche sin emitir comentario, sonriendo amable- mente. —Ëlemire, ve a descansar. Mañana la marcha será extenuante—Helmut apuntó a los cerros cubiertos de rojo y turquesa—El cielo muestra los últimos días tibios, sabes bien que caminar bajo la lluvia es agobiante y necesitas tus energías. Si enfermas o sucede algo en tu cuerpo será mi primo quien esté ansioso por ti. —¿Caminatas? Nada nuevo para mí, señor Caballero. Oye, en cierto modo, somos colegas, ¿no te parece? Deberíamos llevarnos mejor. —Muy bien, el primer paso será llamarme sólo por mi nombre, el título me pesa demasiado, colega. —¿Más que la cota que llevas encima? No te creo… aunque yo estoy segura de que cargas algo mucho más pesado que eso. —Déjame tranquilo, por favor. —Ay, se puso a la defensiva el hombrecito. Qué miedo. —Eli… creo que me advirtieron sobre los Trëntis de bosque. 439
El Sanador de la Serpiente —Que no soy un Trënti. —Demuéstralo dejándome solo. —Yo te vi cuando se fue Nikola. Tus ojos, los de él… te vi sujetando su capa con mucha pena. —Oh dios, los Trëntis… no pueden dejar de molestar. Helmut enfundó su espada caminando en dirección contraria a los ár- boles al decidir rodear el asentamiento en busca de posibles amenazas. Fue seguido por Ëlemire en medio de luciérnagas y dientes de león flo- tantes entre los pastizales de brillante verde. De vez en cuando una pie- dra interrumpía pero no era lo suficientemente grande para suponer un obstáculo. —Somos ALTOS, los Trëntis no pasan de las rodillas, ignorante. Pero anda, dime qué clase de “amiguito” es Nikola. Él siempre fue medio raro pero nunca pensé que… —Nikola es un gran amigo Eli, no lo malinterpretes. —Yo no he dicho nada, eres tú el que se arrojó al agua. —Haz insinuado una extraña relación entre nosotros… —Yo no dije eso, tú lo estás admitiendo. —No tengo NADA con él. —¿No? Qué pena, se ve que son bonita pareja, ¿cómo empezó todo? ¿Se te declaró? O tal vez… —Simplemente le forcé. No hubo preguntas ni peticiones. —¿Eres un abusador?—Ëlemire golpeó el hombro de Helmut e intentó darle en el vientre pero fue detenida—No mereces vivir, malnacido… —Vaya, parece que alguien fue abusada en su juventud… no te preocu- pes, sé lo que se siente, ¿fue por eso que te volviste una salvaje que nunca usa vestido? —¡Tú no sabes nada! —Oh sí que lo sé, Eli… apenas tenía once años pero lo recuerdo como si hubiese pasado anoche. Si sufriste una desgracia así, comprendo la razón de tu fuerza. Helmut aceleró su marcha por el pastizal manteniendo la vista firme en los alrededores. Bajo la luna llena, el Bosque del Olvido enseñaba su si- lueta resquebajada, así mismo hacia el río que surcaba la foresta con sus tranquilas aguas ya heladas por la estación. Las avecillas se retiraban a mejores sitios y sólo los animales más firmes se quedaban durmiendo en las cavernas aledañas. Helmut y Ëlemire llegaron a un montículo desde donde era visible toda la aldea agrupada en torno al gran fuego al que se le ofrecían rondas y canciones. Helmut se sentó en la tierra, mirando a Ëlemire. —Déjame solo, ¿vale? Tengo suficiente con mi consciencia para que ahora vengas a estorbarme con tus preguntas. —¿Sólo te divertiste con él? ¿No sentiste nada cuando terminaste de usarle y él se quedó a tu lado, fiel como un perro? —No fue divertido, ¿entiendes? Nunca lo fue, simplemente aprendimos a vivir con ello. Ambos… nos necesitábamos para no sentirnos solos. —Nikola se veía enamorado... si en verdad le usaste el pobre estaba me- dio enfermo de la cabeza. Bueno, quedó mal después de que los Äingidh le llevaran a un pozo… 440
Victoria Leal Gómez —Te comportas como una tonta y sé que no lo eres. Nikola es mi Es- cudero, entrenamos unidos desde la juventud, hemos estado hombro a hombro en la vida y en la muerte… más en la muerte que en la vida…— Helmut miró el pasto por un instante, retomando la fuerza en los ojos de Ëlemire— Tú nunca lo entenderías. Él se ha sacrificado por mí dema- siadas veces para ser capaz de contarlas, valoro su fidelidad con la mía. —Uy, eso sonó a declaración—La muchacha se afirmó en el hombro de Helmut, mirándole en complicidad y jalando la cinta azul escurriéndo- se por el brazalete de cuero en la muñeca de Helmut—Tu secreto está a salvo conmigo. Sólo dime una cosa… Esa cinta azul que usas en tu muñeca, ¿es por él, se casaron en secreto? —Tarada, no hay matrimonio entre hombres. Y aunque existiera, ni amarrado con Nikola… está loco y es tóxico como una serpiente—Hel- mut devolvió la cinta a su lugar oculto bajo la badana—Hice una pro- mesa… prometí regresar. —Oh, alguien especial aguarda al Caballero… y ¿es hombre o mujer? ¿Te fugarás con ella para casarte o vivirás en clandestino junto a un hombre? ¿Sabe Nikola de esta promesa? —SÍ ESO HARÉ, ME FUGARÉ CON ELLA Y NOS IREMOS A MIS TERRENOS EN EL SUR Y TENDREMOS HIJOS Y SERÁN TANTOS QUE YO TAMBIÉN EMPEZARÉ A PARIR. Mierda, no puedo contigo, y yo pensando que Sebastian era un incordio… qué daría por tenerlo al lado, por lo menos podría pegarle y no habría problemas. Es más, creo que le haría un bien al mundo si lo envío al otro barrio. —Ay, qué romanticón eres, ¿ya tienes un terreno y una casa? Y hasta piensas en tener familia, tan tiernucho, con razón te quiere. ¿Cómo se llama la afortunada víctima? —Lotus… Klotzbach. Helmut se liberó de Ëlemire dándole la espalda al perderse en los mato- rrales. Recordaba el rostro de Lotus y la promesa que no debía revelar. Ëlemire sonreía a gusto al ver la capa gris mal anudada deslizarse hacia el suelo, ensuciándose con el lodo en los pies del Caballero. —Buena suerte con eso. Ëlemire regresó al asentamiento entre sonrisas y burlas, de vez en cuan- do volteaba para encontrarse con la difusa figura de Helmut, siempre de espalda recta y compuesto. La muchacha canturreaba una melodía algo desafinada dirigiéndose al sitio donde los caballos disfrutaban del heno, teniendo especial cuidado en el rocín utilizado por Helmut. —Perdón Dringon pero eres el más fuerte de todos, el único que aguan- ta a ese pedazo bruto. Pero tranqui, ya mañana te librarás de él y podrás correr feliz donde se te de la gana—Ëlemire cogió un cepillo, peinan- do el cuello del animal— Ojalá tu hermano aguante al otro pendejo de trencita porque también lleva un armario encima. —Eli, deja que Dringon e Isel duerman. Sobre todo el pobre de Dringon, me compadezco de su lomo… necesitamos un corcel para ese árbol con armadura. Lástima que no tengo dinero para algo tan caro. Ëlemire giró al reconocer la voz de su maestro, quien llevaba una kilt verde adornada con cuero negro y… una gaita. 441
El Sanador de la Serpiente La muchacha soltó una carcajada que fue oída por todo el asentamiento, siendo acompañada por Isel, quien mostraba los dientes moviendo las manos. Dringon se apartó pues tenía el interés arrojado en el heno. —¡JUAAJAJAJA, MAESTRO, PERO QUÉ PIERNAS TIENE! Un poco cortas pero… —¿Cortas, estás diciendo que soy BAJITO? Mido un metro ochenta y cinco, no me subestimes, so pedazo tronco. —Linda falda… —No es una falda, ¿está claro? Es un tartán fino, no un trapo para lim- piar el piso. Se llama KILT no FALDA, ¿qué no ves que es de hombre? —Bien, lo que sea la faldita esa… pero, ¿la gaita? —Tenía que combinar. —Ay, no… estás borracho. Mañana te arrepentirás de tus compras. —El único problema es… —El viento, oh por dios, el viento. Ojalá no te levante la falda… espera, ¿llevas algo debajo o no? —El problema es que ahora tengo que aprender a tocar la gaita, lo mío es el violín no esta tripa con tubos…—Äerendil insufló el instrumento sin conseguir más que un barritar— En fin, no vine a enseñarte mis bellas piernas y mis maravillas gaitísticas… —No me atrevería a decir eso… —Lil te está buscando… y si usara algo debajo entonces, si estaríamos hablando de una falda, ¿no crees? Esto es cosa DE HOMBRES, DE MA- CHOS RECIOS DE PELO EN PECHO. —¡NOOO, POR QUÉ! Ahora entiendo porqué las mujeres no se quie- ren casar contigo, ustedes los hombres están todos locos, ¡LOCOS! Me- jor quédate viudo para siempre, ya nadie podría aguantarte. —Ya estoy viejo, hice mañas. De viudo estoy mejor y de todas formas, estoy en el Foso de la Amistad. —Ponte algo debajo, por favor… no quiero conocerte TANTO. —Tú preguntaste. Pero qué importa, estoy fresquito como nunca an- tes… tengo que comprar otra. Pero sin gaita, una es suficiente. Mierda, tengo que aprender a decirle que no a las ofertas… ¿quieres una gaita de regalo? —¡NO! Ëlemire borró la sonrisa de su rostro al regresar al asentamiento, mo- viendo las manos en el aire para alejar los pequeños insectos volando alrededor de sus ojos, recordando que debía aplicarse la pomada en los párpados. Revolvió el morral de su cadera hasta dar con un pequeño frasco, hun- diendo en dedo en la pasta antes de aplicarla sin cuidado en los párpa- dos móviles usando el dedo medio. El escozor no tardó en llegar y las lagrimillas caían sin pudor cuando Ëruendil apareció, secando los ojos de su esposa con las yemas de sus amoratados dedos. Ëlemire abrió los ojos sólo para aplicar la pasta en los párpados de Ëruendil quien se dejó tinturar sin queja alguna. Al terminar la pasta fue guardada en el morral, segundo en que Ëruendil entregó un ramo de pequeñas flores rojas y amarillas encintadas de rojo, formando una espesura que recordaba un bosque feliz. Ëlemire recibió el regalo, deján- 442
Victoria Leal Gómez dose cautivar por el aroma fresco de las flores vivas y mantenidas por el jarroncillo en sus raíces. La brisa traía consigo pétalos de caléndula junto a las luciérnagas y la luna era cómplice de un silencio suave y dulce, abrazando al matrimo- nio con una luz tenue, creando un camino hacia el lugar correcto. Ëruendil rascaba su nuca mirando el suelo sin saber qué decir, sonreía tímido desconociendo el segundo perfecto para tomar la mano de Ële- mire quien dio el siguiente paso. La muchacha sujetó la mano de su esposo y le llevó hacia la tienda don- de dormirían siguiendo el sendero trazado por los astros, apagando las linternas y las velas tras cerrar los cortinajes. Cuando se hizo evidente el silencio en toda la aldea, Äerendil y Helmut chocaron sus jarros llenos de “zumo”, afirmados en una barrica porque ya no podían permanecer en pie, brindando en aquel rincón solitario donde harían una guardia ebria entre risas, tortillas recién horneadas y kilts mal amarradas. 443
El Sanador de la Serpiente 24. Descendiendo a las profundidades más recónditas. El Mayor de los Äingidh desmontó el lomo de la Gran Loba de las Nieves ayudado por cientos de súbditos de su especie y Umbríos nacidos de la sombra proyectada en las tierras, facilitando la tarea del hombre en armadura negra y vista afilada de larga capa púrpura. Seguido por dos Umbríos, Nikola dejó que la antigua Guardiana de los Fríos regresara a su madriguera en la montaña, sujetando la empuña- dura de su espada al atravesar los corredores empavesados de lámparas de aceite y neblina eterna cuyo poder abrazaba toda la capital del reino habitada por algunos valientes que abandonaban los pasadizos subte- rráneos en busca de algún fruto que masticar. Al mirar por un ventanal, Nikola notó que el día no regresaría al reino tras la caída del último guardián de la natura mas ¿por qué las personas aún tenían las fuerzas para ingresar a los jardines del palacio, exigiendo la muerte del nuevo rey? ¿Cuál era el origen de ese poder, de ese verbo pidiendo justicia? El Mayor afirmó su mano en el vidrio, pensando en voz alta. —¿Acaso hemos olvidado algún Guardián? No existe crónica relatando la existencia de un cuarto, mas cómo explicar la voluntad aún existente en los corazones de estos sacrificios en cáscara de humano… La Piedra del Crepusculario fulguraba desde las telas que le protegían del aire, indicando la necesidad de Elisia. Nikola abandonó el ventanal dejando a cien Umbríos encargarse de las revueltas en los jardines y plazas pues él debía ocuparse de menesteres delicados. El cuarto de Elisia siempre fue un caos, toda el antigua ala dedicada a los Altos era un nido de arañas y ratas comiéndose entre ellas, la brea en los rincones palpitaba y respiraba mirando con un solo gran ojo la presen- cia del caballero en armadura negra quien no tenía tiempo de distraerse en nimiedades como el olor a descompuesto o las serpientes bajo sus tacones, simplemente atravesó los salones y pasillos hasta llegar al nido de la gran araña en el centro, dormitando suavemente con una sonrisa. El brujo se sentó junto a la mujer de negro y rojo, apartando su cabello del rostro. —Elisia, heme aquí. —Oh, por fin has regresado… dime, ¿lo haz traído? El rostro del caballero permanecía velado por la sombra de sus propias intenciones, de vez en cuando era visible el destello de unos ojos ma- rrones vivarachos de cejas tupidas y extrañamente anguladas, afiladas como los pómulos chocando en el yelmo emplumado. —La luz en la cúspide de la Montaña Amanecer se ha retirado. Temo que… —Qué, qué es. —Es largo de explicar, Elisia. Pero tengo la impresión de que esa luz era un Cuarto Guardián. 444
Victoria Leal Gómez —Un Cuarto… Guardián—Elisia se sentó en su nido revuelto de telara- ñas y personas en capullos moviéndose adoloridas, apretando el yelmo del caballero con sus manos—Y le haz dejado ir… —En el momento no se evidenciaba, Elisia. Esa luz es inatrapable… jus- tamente porque es LUZ, ¿cómo enfrascas el rayo de la madrugada? —Eres un inútil, un pésimo brujo. —Elisia… —VUELVE A LA MONTAÑA. —Esa orden no tiene sentido, ¿no comprendes lo que he dicho? Ir a la montaña en busca de algo que no está es absurdo. —Si hay un Cuarto Guardián, ¿dónde está? —Pues… —HAZLO NUESTRO. Si hay guardianes manteniendo el vínculo con los cielos, la Estrella Escarlata no puede venir. Johavé no pudo nacer porque esa inútil de Mila debilitó el cuerpo de Zagros a través de la co- mida, esa Estrella es nuestra última oportunidad… El Mayor dejó que Elisia se arropara de regreso en su capullo de telara- ñas y frazadas de lana. —Elisia, sin el Libro de las Hojas Verdes nunca daremos con el Cuarto Guardián. Gracias al borrador que encontramos de dicho manuscrito hayamos a uno de ellos y dedujimos los otros restantes pero esa suerte es inusual e irrepetible. —ENCUÉNTRALO y hazlo nuestro aliado. Anoche perdí a mi querido Ëruendil para siempre… —¿De qué hablas? —Ese niño desgraciado se ha unido a otra mujer… vete, déjame sola. Derriba al Cuarto Guardián para dibujar una sonrisa en mi rostro si es que eres capaz de hacerlo de una vez por todas. El Señor de los Äingidh dio pasos pesados a través del salón donde Eli- sia se arropaba sin fuerzas en el cuerpo. El hombre jugaba con la textura de una cortina cubriendo las ventanas sin sol. —Creo tener una vaga idea de quien puede ser el Cuarto. Sólo un Guar- dián puede amar lo suficiente para sacrificar su vida en pos de un bien mayor y… conozco a alguien así. Elisia abandonó su capullo como si flotara más liviana que el polvo, afir- mando las yemas de sus pies descalzos en la alfombra pegajosa de brea y ojos vigilantes que parpadeaban al notarle despierta. Ojos rojos de pupila alargada y horizontal se abrían en todas partes, incluso en los techos y los muebles, cada uno de ellos atento a los mo- vimientos de Elisia. —Dices conocer a alguien con las virtudes de un Guardián… —Correcto. —¿Hablas de una persona? —Normalmente, los Guardianes son espíritus de la Natura, forjados por ella, de largas vidas e invisibles al ojo común pero olvidamos por com- pleto que la capital del Reino de Älmandur fue fundada en tierras prísti- nas más puras que los inocentes. Una tierra así tiene un Guardián… un humano que le protege y que nunca debió abandonar su sitio. —Es un Alto… 445
El Sanador de la Serpiente Nikola botó el aire en sus pulmones, obstinándose en revelar la verda- dera identidad del Guardián en pos de mantener una fidelidad dictada por su corazón. —No necesariamente, Elisia. No conozco ningún Alto que cumpla con los requisitos para ser un Guardián… —No es que queden muchos Altos de todas formas. Los últimos se refu- gian en Orophël y no podemos contar a quienes se esconden en la mon- taña. Los Fiadhaish son Sgälagan que decidieron no cumplir la petición del Primero y Último, están a un paso de ser de los nuestros… entre ellos no puede existir un Guardián pero, ¿qué hay de Ëruendil? —Ese chiquillo inútil sólo sirve para sonreir y lavar platos, Elisia. —Muy bien, entonces, ¿quién es tu postulante? —Sé de un hombre cegado por el honor y las buenas costumbres… que encaja perfectamente… —¿De quién hablas? ¿Es Sebastian? —¿Sebastian? Él va donde calienta el sol. Hablo de Helmut. Desde sus primeros años con la espada ha mostrado la enorme inquietud de prote- ger a quienes ama… he visto innumerables veces como la delgada línea entre el valor y la estupidez es borrada por sus acciones. —¡ESTUVISTE A SU LADO Y NO LE HICISTE NADA! ¡LE VIGILAS- TE A UN NUEVO ESCONDITE, INÚTIL DE MIERDA! —¿Cómo podría suponer que era un Guardián? No soy Adivino sino Nigromante e Invocador. Y ya que hablamos de habilidades, ¿cuál es la tuya? Si queremos hablar de utilidades, ¿alguna vez haz dejado la silla para mover tu trasero por tu trabajo? Tienes valor para llamarme inútil. Nikola dio la espalda a la mujer asegurando el ritmo de sus pasos a un destino conocido sólo por él mas Elisia le seguía. —Para más remate, Ëruendil ahora es un hombre y no me sirve para ga- nar las últimas fuerzas para conjurar la Estrella… tal vez Sebastian pero él no es un Alto… ¡necesito a un Sgälagan que jamás haya conocido mujer! Dónde se meten esos niños cuando una los necesita… Elisia zapateó sobre los ojos en los suelos, atrayendo con su furia a miles de cuervos que se estrellaban en los metales pulidos de la armadura ne- gra del Mayor de los Äingidh, quien no intentaba defenderse. —Iré a por Helmut. Una vez desaparezca el Último Guardián, podrás conjurar la Estrella. —Hazlo o ya verás lo que hago contigo. —Cuidado, Elisia—Nikola sujetó el mentón de la mujer, clavando sus ojos en los de ella—Que yo sé cómo devolverte al hoyo del que vienes. No creas que soy de esos brujitos que empezó cuando llegaste a Älman- dur, ¿está claro? Tengo mi camino… y tú me enseñaste lo que requería para estar casi a la par tuya. Recuerda que yo te traje, sólo yo puedo des- trozarte y con gusto lo haría sino fuera que esta jodida piedra funciona enlazada contigo. —Cierra la boca y haz lo que dijiste que harías. Estás bastante gris para ser brujo. Espero tu mano no tiemble cuando tengas a Helmut en frente. —Di lo que se te antoje, he tomado mis decisiones y no me arrepiento de nada. —Je… todos dicen lo mismo hasta que les llega la hora de entregar lo 446
Victoria Leal Gómez que más aman. Ese será el último paso, Nikolita, recuérdalo—Elisia flo- tó ligera en el aire para alcanzar uno de los agujeros sangrantes en la cabeza de Nikola, cuyas heridas de trépano rodeaban su cráneo como una corona. La mujer hundió su índice en uno de los agujeros en la cien del brujo, quien quedó paralizado—No creas que lo sabes todo, preten- cioso. Estás a mi servicio quieras o no. La bruja retiró su dedo del agujero, Nikola acarició el área por sentir un ligero dolor en la piel mas no en lo profundo donde Elisia revolvió como si su seso fuera un caldero. El Mayor de los Äingidh suspiró al re- cobrar el control sobre su cuerpo, en verdad le preocupaba poco lo que Elisia decía porque tenía sus propios motivos y razones. Simplemente abandonó el salón, sintió que favorecería sus objetivos. Trotó hacia la caballeriza donde una bestia cuya cabeza y alas de águila le guiarían por sobre el Bosque del Olvido, donde las pezuñas de caballo galoparían hasta atrapar al Último Guardián de Älmandur. *** El camino hacia Orophël solía ser apaciguado y algo cantarín dado que los pajarillos suelen divertirse en la Arboleda Azul, cuyo sen- dero lleva directo al bastión liderado por Äntaldur. La última vez que un viajero anduvo en la Arboleda Azul los Äingidh y Umbríos hicieron de la suyas y hasta los árboles estaban espantados por lo presenciado. “A mis años debería sentirme maravillado por los rayos del sol colándo- se por mis ramas no sentir pavor de las hachas cuyo mango está hecho con uno de mis brazos” replicaba un árbol albino y brillante en medio de la Arboleda Azul cuyo nombre era producto de los pastizales, árboles y arbustos. Las florecillas a sus pies se afirmaban unas con otras para contener las lágrimas del viejo árbol, que para ojos normales no era más que rocío helado de mañana primaveral. Aquellos tréboles danzarines junto a las flores eran mimados por pequeñas señoritas de verde quienes susurraban tan agudo que los oídos más finos jamás podrían haberles escuchado pero evidentemente hablaban del viajero en capa púrpura montando un corcel sin brida ni estribos. Las pequeñas señoritas volaron como abejas hacia las ramas superiores de un árbol en el sendero, siendo las más valerosas quienes saltaron a los hombros del Caballero cuyo brazo derecho era sujetado por un ca- bestrillo. —Veo huellas de cascos y un letrero escrito con fuego en una madera en la siguiente bifurcación, si no es el camino a Orophël entonces, ¿dónde estoy? Sitio confuso en el que gustan vivir los Altos. Una brisa como silbido meció los arbustos y las crines del paciente ca- ballo. Sebastian notaba ciertas charlas burlescas en su hombro izquierdo pero pensaba que eran imaginaciones suyas. —Runar, llevo noches hablando solo, ¿qué te cuesta aparecer y decir- me algo? Te he pedido que arregles este brazo torturado por el dolor y sólo… olvídalo, me has dado de beber cuando he sentido sed. Pero dime, ¿por qué me haz enseñado la horrible masacre en Orophël? ¿Cuál es el objetivo de mi presencia allí? ¿Qué diferencia puede marcar un 447
El Sanador de la Serpiente mísero hombre? El caballo frenó en seco y Sebastian pensó que se trataba por una roca en medio del sendero mas al notar que el animal esnifaba en una di- rección miró a ella, encontrando cientos de Äingidh inmóviles como piedras mirando hacia la fortaleza. Sin forzar a su caballo, Sebastian bajó del lomo avanzando lentamente y en silencio hacia las alimañas de piel deformada y carbonizada cuyos ojos brillaban como perlas. Estaba tan cerca que sentía las respiraciones de las alimañas en su propia piel erizada de sorpresa. —¿Duermen de pie y con los ojos abiertos? Vaya técnica, me vendría bien. Sebastian movía los párpados de un Äingidh sin obtener respuesta no- tando cierta invulnerabilidad frente a la brea pegajosa en el suelo y los árboles. Al final de una larga fila, un engendro más alto que el más alto de los árboles permanecía acurrucado con la mano en el lomo de su feral de pelaje rojizo y a rayas pintadas con pincel. Sebastian notó una joya bri- llante en la brida de la alimaña putrefacta, avanzando a paso seguro entre los Äingidh dormidos para arrebatar tan encantadora delicia en medio de la oscuridad. Estiró su mano saludable para rozar la fría su- perficie pero una mano firme y dura le detuvo, sujetándole del hombro. —De ser sensato, me alejaría. Sebastian volteó lentamente reconociendo la cavernosa voz de un anti- guo aliado. —Ritter… es decir, don Äntaldur. —¿Qué haces aquí? —Mi destino es Orophël… —¿Orophël? ¿Por ello te haz detenido aquí, a pincharle los ojos a estas alimañas innombrables? ¿Qué ocurriría si despertaran, acaso eres capaz de usar tu espada con la otra mano? El muchacho de trenza encintada esbozó una mueca de burla hacia su propia imagen llena de vendajes y parches, recordando el dolor que le asfixiaba. —En verdad suelo comportarme como un idiota. Mis disculpas… —¿Por qué te disculpas conmigo? Ven, te llevo a Orophël. Estamos a medio día de viaje y necesitas al sanador. —Espere, mi buen Äntaldur—Sebastian rozó el hombro del Alto platea- do en ropajes azul cielo, quien le daba la espalda—Tengo grandes moti- vos para ir a Orophël pero más amplias son mis inquietudes respecto al destino de Älmandur… suelo tener vívidos sueños de fuego venido de las estrellas, colapsando en un gran destello sin forma… —Siente miedo, joven Klotzbach. —Preocupación, señor—Sebastian tomó aire, siguiendo los mudos pa- sos de Äntaldur cuya piel resplandecía pálida como una estrella— He sentido voces susurrantes acusándome la enfermedad en el bosque y la tierra, que los fríos bajarán para quedarse y que el corazón del mundo ya no nos ama… he escuchado al infinito reclamar la brutalidad de los hombres en su superficie y que nos barrerá como si fuéremos una plaga 448
Victoria Leal Gómez en su piel. Äntaldur cesó sus pasos, jugando con las diminutas mujercitas en el hombro de Sebastian. —Pues has escuchado bien, tus sentidos se agudizan y pronto será fácil afirmar que eres un Sgälagan. Sólo depende de ti. Lentamente, Äntaldur guiaba los pasos de Sebastian a través de la Arbo- leda Azul o lo que restaba de esta tras el fuego invocado por los brujos en la batalla. A pocos metros era posible encontrarse con jóvenes, tanto Altos como humanos; plantando pequeños árboles o bien, lanzando se- millas azarosas a los vientos. Otros recogían desechos para enterrarlos en una fosa excavada por los hombres más recios. Sebastian era seguido por su caballo quien parecía entender la conversación pues asentía de vez en cuando. —Ëruendil viajará rumbo al Bosque del Olvido. —¿En solitario? —En compañía, señor… —Vaya respeto que me enseñas ahora, pensar que me tuteabas. —Recuerdo haber escuchado que el bosque está llevándose a sus hijos y que el guardián de la Fragua Eterna requiere ayuda. —Espero puedas darme más detalles una vez lleguemos. —Se los daré. Sebastian sintió un aire melancólico en la expresión de Äntaldur y su paso resignado y firme, escondiendo desánimo frente a su vida. Al me- nos esa fue la sensación del joven quien mimaba a su caballo, siguiendo las pisadas del corcel plateado como su maestro. La luna arrojaba sus destellos de sueño sobre los pastizales pero ni eso alejaba a las mujercitas de los hombros de Sebastian cuyos mechones sueltos se convirtieron en balancines, lianas y hamacas amenizadoras del largo trayecto ininterrumpido y serpenteante. Äntaldur suspiró en una pausa incidental a pocos metros del ingreso a la fortaleza. —Hemos reconstruido gran parte de Orophël, sin embargo no estamos preparados para un nuevo ataque. Hemos evacuado a la gente hacia la Caverna Bendecida pues sabemos que los Äingidh durmientes desper- tarán antes de que logremos levantar nuestras espadas. Nuestra priori- dad es proteger a quienes deseen cumplir la petición del Primer y Últi- mo Rey… —Habla como si se diera por vencido ante de luchar, señor. —Luchar—Äntaldur miró la frialdad de la luna entre las nubes—La fuerza de la juventud, el ímpetu de forzar las situaciones… joven Klotz- bach, mi vida sólo tiene el propósito de resguardar otras más impor- tantes y parte de ese deber significa huir cuando se requiere. Defender Orophël es un suicidio seguro y la hora de abandonar este mundo es pronta. Nos marcharemos de regreso al Hogar apenas el Rey de Älman- dur lo decida. Sebastian reflexionó en las palabras de Äntaldur consultando sus dudas en secreto con Runar quien amabalemente susurró en su mente quién era el Primer y Último y dónde quedaba el Hogar mencionado por el hombre de azur. El muchacho se enteró que la guerra contra los Äingidh 449
El Sanador de la Serpiente era asunto arrastrado desde los albores del tiempo. Ya cruzaban la puerta de hierro de la fortaleza cuando Sebastian retomó el diálogo. —Señor, la señora Näurie está en la Caverna esperando el arribo de la Isla de Cerámica que les llevará de regreso al Hogar ¿verdad? —Näurie y Thëriedir están fuera. Yo mismo les llevé a un refugio en la Montaña Amanecer, el único sitio que los Äingidh y Umbríos no pue- den atravesar, el sólo intentarlo se perderían en los laberintos y serían devorados por los lobos. —¿Thëriedir? —Mi segundo hijo. Ha nacido en el Mes de la Niebla hace once meses y doce días, en medio de apuros y espantos pero es saludable. —¡Felicitaciones! —Muchas gracias, joven. Näurie y yo nos sentimos bendecidos pero la más feliz con el pequeño es Tëithriel, es incapaz de apartarse de su pe- queño hermano a no ser que sea hora de alimentarle o de vestir la ar- madura—Äntaldur volteó, sonriéndole a Sebastian mientras subían una escalera, recibiendo saludos de algunas mujeres del mercado—Como ves, no estamos dispuestos a desperdiciar tamaña alegría que tantos años nos ha costado. Pero Sebastian, dejemos esta charla por un instan- te. Requiero pedirle un favor. —¿De qué se trata? —Primero… mis disculpas por tratarle torpemente en días pasados. —Eh… sí, disculpas aceptadas… querido… suegro. —Segundo, veo que Näurie le ha dado del Hálito de Gigantes. —¿Ese extraño líquido nacarado, azulino y frío que me ha dado extra- ñas sensaciones y recuerdos ajenos? —Mi esposa le ha dado una responsabilidad grande joven, si ha confia- do en usted entonces, yo también debo confiar. Por ello le pido que nos ayude a ganar tiempo para evacuar a la población restante de Orophël— Äntaldur apuntó al astro entre las nubes—¿Ve la luna, joven? Cuando esta se encuentre en el cenit, los Äingidh nos atacarán. Estoy seguro de que usted tiene estrategias interesantes para ayudar. Tëithriel y yo hemos diseñado una línea de defensa firme, distractores y artimañas varias pero son estrategias de otros tiempos. Un toque de frescura sería favorable. —Usted me sobreestima y me elogia. —Nada de eso, joven. Esta es la oportunidad de limar nuestras aspere- zas, siéntase libre de abandonar en pos de su salud. —¿Abandonar la oportunidad de cortar cabezas? Aún me queda una mano, señor. Mi espada está a su servicio. —Me alegra saber que he seleccionado cabalmente a mi futuro yerno. —Um, Äntaldur—Sebastian miró al varón de cabellos canos, sacando cuentas en su mente—Usted me ha entregado a su amada hija en com- promiso pero, ¿no es ella demasiado joven? Usted y yo compartimos edad y me parece algo… —Ah, las edades de hombres y Altos nunca son similares, querido. Cuando jugábamos a ser piratas usted tenía ocho años pero quien está a su lado ya tenía setenta. Me demoré en crecer pero en aquel entonces, 450
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