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El Sanador de la Serpiente

Published by Victoria Leal, 2021-07-27 17:36:52

Description: El Sanador de la Serpiente

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Victoria Leal Gómez —No diga eso… Wilhelm apretaba su puño observando la flaccidez del cuerpo de Hel- mut. Reunió fuerzas para hablar pero su torso no era capaz de apretar el aire, la voz del pequeño era débil y se desvanecía en la escarcha. —Benedikt, déjale. —Alteza, ¿qué ha dicho usted? —Helmut es un hombre peligroso. No le quiero cerca. El muchacho tenía un vendaje improvisado en sus costillas, sin embar- go, ninguna cataplasma conseguía aliviar el dolor de la carne despren- dida. —Pero Alteza, Helmut es su amado primo. Sangre de su sangre… —Sólo somos parientes porque nuestros padres son hermanos. Nuestro parentesco sería más fuerte si estuviéramos relacionados por nuestras madres pero la mía ni siquiera es de este mundo. Y tú, mi querido Bene- dikt, lo sabes mejor que yo, sabes que él y yo no tenemos en común más que el apellido prestado a mi persona. —Ya ves, Beni… ahora vemos los verdaderos colores de Wilhelm… es tan despiadado como el tío al que tanto detesta—Helmut se reincorpo- raba con la ayuda de un tronco, sonriendo dificultosamente debido a la inflamación—Resulta que ahora niega a su familia. Benedikt abrazó al muchacho sin fuerzas manteniendo la mirada hacia el heredero cuyas cicatrices dibujaban un mapa confuso. —Alteza, no le reconozco. —Yo tampoco lo hago. —¡Haga lo que su corazón dicte no lo que su mente le susurre! —Helmut… me ha decepcionado. Incluso más que la imagen reflejada en la laguna. Triste recuerdo… tristes memorias que desterraré. —Amo… —Benedikt, puedes quedarte con él. Yo seguiré mi rumbo. —Alteza, usted no conoce la senda hacia Orophël… ni siquiera sabe distinguir los frutos venenosos de los favorecedores o cuál… —Benedikt. Helmut afirmó que vuestro deber es proteger mi línea san- guínea pero yo no le veo objeto. Él tiene razón: soy débil y los Sgälagan tendemos a evitar los problemas creyendo ser capaces de tapar el sol con un dedo. Si no fuera así, ¿cómo es que el reino terminó en este lío? Por ello, el reino está mejor en las manos de… de mi tío. Ha urdido un plan inteligente, ¿no crees? Se deshizo de la persona que sostenía la salud de mi padre… —Altecita, sólo estás suponiendo hechos. —No soy estúpido, Benedikt. La rivalidad entre el tío Hagen y mi padre siempre ha estado latente. —Alteza… mi querido niño. No decepcione a sus padres, ellos con- fían en usted y por ello le dieron la tiara real, el anillo, aquel libro y su amor… y yo le he dado toda mi juventud cuando pude haber corrido a los brazos de mis hijos…Alteza, quédese… usted es el rey de Älmandur. Wilhelm dio la espalda a su tutor quien envolvía a Helmut, rozando un fruto helado en sus labios resecos. —Helmut es fuerte. Edúcale bien. Sé que lo harás porque te conozco… como si fueras mi padre. 201

El Sanador de la Serpiente —Alteza… —Helmut, tu deber es vivir. Es mi última orden como tu príncipe. El heredero arrojó el anillo real en el pecho de su primo quien tragaba aire sin percibir ninguna de las palabras pronunciadas. Benedikt dejó que Wilhelm avanzara cien pasos momento en que retomó la marcha con Helmut a cuestas. Cuando los grillos entonaron su melodía, Bene- dikt acomodó a Helmut entre arbustos y su capa, reuniendo ramas den- tro de un improvisado círculo de piedras mientras observaba a su niño alejarse siendo tragado por un sendero lleno de enredaderas y telarañas. Helmut abrió los ojos para entender qué pasaba a su alrededor pero una herida en su pierna lucía pastosa y un líquido verdoso creaba un saco en su piel amoratada. La fogata ardía con poder cuando el joven pudo tomar consciencia de que estaba solo con Benedikt. —Beni, ¿dónde está… el niño ese? ¿Ya dejó de seguirnos? El hombre de mejillas rosadas tenía la espalda encorvada, sus ojos su- midos en la melancolía aplastaban su voz dulce hasta transformarla en algo carrasposo y gastado. —Su Alteza Real tiene un camino muy duro. Como quisiera ser su com- pañero pero… pero él debe entenderlo por si mismo. Creo que le hemos consentido demasiado y se ha dado cuenta. Mi niño… mi niño ya es un hombre. —Beni, no digas eso, sólo es un fanfarrón que habla bonito. —Por favor, no hable así de mi amo. —Wilhelm sólo quiere hacerse la víctima, honestamente creo que… —¡Calla o te meto este piñón en la boca y te dejo a merced de los lobos! Benedikt sostenía una semilla más grande que su propia mano apun- tando directo a la boca del muchacho envuelto. Helmut selló sus labios, mirando a un costado. —Como si me acordara de lo que estábamos hablando. El piñón fue arrojado a la fogata. Benedikt comió un hongo, ofreciendo un sombrero al muchacho afiebrado y frío. —Traga, lo necesitas. —¿Qué te cuesta cazar un conejo? Hay ciervos, osos, en la laguna pude ver pescados y patos ¿por qué mierda me tienes a hongos y frutitas? ¡Dame comida! —Que te den por las orejas, niño malcriado. —¿Qué me has dicho? —Que te follen por las orejas, invertido camuflado. Fritz tenía razón, tú y ese aprendiz de espada juegan con otras espadas… —¡Ya no te aguanto otra más! Helmut abandonó la suavidad de la capa roja para abalanzarse contra Benedikt quien le dio vueltas por el aire antes de arrojarlo al piso. El mu- chacho arrojó tierra en los ojos de su opositor quien recibió un rodillazo en su vientre mientras trataba de liberarse de la ceguera. Inmediatamente y sin perder tiempo, el hombre de rojo propinó un cor- te en el pecho de Helmut quien observó su sangre en el filo del puñal de su adversario. —Sí niño, tú empezaste a jugar sucio. ¿Lo prefieres así? Vamos, jugue- 202

Victoria Leal Gómez mos sucio… Wilhelm tenía razón después de todo. —QUIÉN CARAJOS ES ESE WILHELM. Benedikt guardó el puñal en su bota quitando los últimos rastros de tierra adosados a sus pestañas y mirando a su interior alguna imagen enlazada al nombre mencionado. Tambaleó dubitativo un par de veces hasta que su espalda chocó contra una piedra. —Ojalá lo supiera. Una gota de oscura sangre recorrió la mandíbula de Helmut, tan espesa que parecía una lágrima del vino servido en la copa de Hagen quien desde el balcón del palacio admiraba las miles de banderas de los más diversos colores adornando la comarca, de este a oeste, de norte a sur. Los viajeros de las villas y pueblos vecinos se agolpaban en la plaza entre cerdos y comerciantes, espiando a través de ventanucos o bien, arriba de barriles cerveceros: el objetivo era deslumbrarse con la imagen del nuevo rey pero, por sobre todo, abrir las mantas en los aires para recibir el oro que arrojaban los soldados desde las torretas del palacio. Ancianos, niños, mujeres, hombres sin dientes o soldados fuera de tur- no. Cada uno de ellos improvisaba una bolsa alzada a los cielos permi- tiendo que el oro les golpeara la frente. El más contento con el festín era el nuevo rey, sonriente degustaba el vino de salobre gusto. A su lado se encontraba Mila sirviendo los manjares dulces al alcance de su nuevo amo. Cuando los músicos dieron el pie de inicio a la fiesta, Elisia posó sus largos dedos en los hombros de Hagen. —Te he dado lo que pediste y de esta forma me pagas. El niño que nece- sito no está por ningún sitio, ¿crees que no se me seca la garganta? Tus hombres han revuelto toda la comarcaela hasta sus catacumbas y no han encontrado rastro ni de Wilhelm, ni de Helmut o de Ritter. Me basta uno de ellos para continuar y veo que no estás esforzándote lo suficiente. Hagen levantó una ceja manteniendo la sonrisa y el saludo a quienes le vitoreaban en los jardines. —No sé de qué me hablas, ya te he dicho que no hay rincón sin explorar y he enviado a ese imbécil brujo tuyo sin resultado alguno. El recién coronado hombre sonreía tan ampliamente que nadie se atre- vería a sospechar de las largas uñas de Elisia cortando las carnes de Ha- gen. —Mi hijo requiere fuerzas para tu nuevo reino y la Estrella Escarlata no escuchará mi llamado si no obtengo la bendita sangre de los Altos… consigue a alguien más mientras la búsqueda se realiza. —¿Qué rayos quieres, mujer? —Inocentes... para mi sed. —Usa a Sebastian. —Él… para él tengo otros planes, le necesito vivo. La muchacha de alegre semblante saludó a quienes gritaban el nombre del rey. Extasiados por los regalos no podían ver que Frauke ya no esta- ba allí. Elisia ocupó el asiento junto a su aparente padre, bebiendo de la cerveza tibia en el jarro más cercano. —Elisia, ocúpate de tus asuntos que yo me ocupo de los míos. —Resulta que mis asuntos son también los tuyos. Wilhelm es el único Alto en todo este escupitajo de reino. Fritz y Benedikt están muy viejos, 203

El Sanador de la Serpiente no me sirven… y de Ritter y su esposa no hay rastro en sus territorios, ¡están vacíos de gente! —Ya te dije que iniciaré una búsqueda especial. Déjame saborear este momento antes de regresar a los deberes, por favor. —Necesito fuerzas. Frauke no puede conmigo de la forma en que esti- mamos. Necesito… inocentes que suplan a ese niño. —Deja de hablar estupideces y apártate. —La fuerza de Wilhelm… —Pero qué clase de obsesión tienes con ese petimetre. —Él es semilla directa de Sekemenkare y Thul, padres de todos los Al- tos. No encontraré sangre más pura en todo el mundo… a no ser que encuentres a alguien más digno de mi ser. —Pues si eres tan poderosa como dices, ve y hazte con él, déjame tran- quilo. Elisia abandonó el asiento dorado levantando sus largas vestiduras azu- les, adentrándose al palacio siendo seguida por Mila quien llevaba un jarro de zumo salado. —Oye, tú. Ven aquí. La joven de cabello borgoña estiró la mano, solicitando la cercanía de Mila, una sirviente que siempre mantenía su cabello cubierto y amarra- do y que desaparecía apenas saboreaba el peligro. —A su servicio. —¿Sientes respeto por mí? —Señora, no haga preguntas de respuesta evidente… —Entonces, consígueme veinte. —¿Veinte? —Inocentes. Los necesito hoy en la noche. A todos en mi aposento. Como han llegado al mundo y dormidos. Mila apretó los labios, bajando la cabeza. —Señora… como diga. Elisia tomó el jarro bebiendo hasta la última gota del zumo rojizo, desa- pareciendo en la primera esquina que le dirigía al siguiente salón. Mila sujetó el jarrón con intensidad, mirando por la ventana. —Thul, rey querido, ayúdame a mantener la cordura. La sirvienta quedó congelada en el corredor, observando el andar cim- breante de su ama quien ya era una perfecta desconocida. Le vio bajar las escaleras tarareando una melodía anónima, ignorando la comida, la música, los gritos y las joyas lanzadas al viento ya que su mente estaba en otro sitio. La mujer se detuvo en el salón desierto bajo las escaleras descendidas tomando, nota del invierno amenazante. —No podrán huir muy lejos con toda la nieve que suele caer en este reino, ¿no es así? —Está en lo correcto, señora—Nikola apareció envuelto en una bruma a espaldas de Elisia quien bebía de su copa recorriendo el salón alfombra- do de rojo—Los fugitivos han de encontrarse en los bordes de la comar- caela. Si han tenido suerte habrán llegado a las marismas y más allá les será imposible cruzar pues los Äingidh tienen allí uno de sus hogares. —He olvidado agradecer la colaboración de tu familia en estos planes pero, ¿no sientes miedo de transformarte en una alimaña de esa clase? 204

Victoria Leal Gómez Porque, si continúas en esta senda, tu destino no será muy diferente a morir… de nuevo. —Razones poderosas me atan a este palacio y así también ocurre con mi gente—Nikola se alejó de Elisia, espiando por una cortina el festín en celebración al nuevo rey—Mas le hago recuerdo que, una vez consegui- do nuestro objetivo nos retiraremos de regreso al Hogar. —¿Cómo dices? ¿Vuestro apoyo no es incondicional a pesar del increí- ble poder que encierra la Estrella Escarlata? —¿Cuándo los Äingidh hemos hecho tratos con los Sgälagan o los hu- manos? No abandonamos el reino del Primer y Último para suplicar por migas, tenemos nuestro propio rey, nuestras leyes. Una vez que la semi- lla de Sekemenkare y Thul desaparezca, nosotros no tendremos razón alguna para ser aliados suyos, señora. —¿Qué hay de ti? —¿Yo? El infame que me arrebató mi familia está agonizando en la to- rre, replicando el nombre de un niño que no le escucha. El nefasto que abusó de mi madre está demente, siguiendo tus órdenes. Mi misión está cumplida. Si aún estoy aquí es… porque estoy cómodo. Y mientras mantengas esa comodidad, estaré contigo. Ponme en situaciones desa- gradables y verás como me marcho con mi gente. Elisia sonrió ampliamente, deslizándose en el aire hacia el corredor. Su cuerpo flotante le llevó a la biblioteca oculta que yacía destrozada por los sirvientes en busca del libro de tapas verdes. —Tú debes ser el único Äingidh capaz de hablar… interesante sería con- versar con vuestro rey. —Él no tiene tiempo para idioteces, señora. Para ello estoy aquí. —Ay, Nikola—Elisia acarició los afilados pómulos del brujo—Ustedes los humanos son seres tan… interesantes. Teniendo la luz siempre tan cerca van y corren desesperados buscándola sin descubrir hasta el últi- mo lastimero momento que persiguen una ilusión. Tienes la oportuni- dad de ser un Sgälagan y obrar en nombre del Primer y Último pero, en vez de hacerlo, te vas con los Äingidh y hasta crees ser parte de ellos… siendo tan hermoso eres a la par de imbécil. —Lo mismo sucede contigo, no vengas a fingir superioridad, sanguijue- la de charca. —Oh, hablando de sanguijuelas—La mujer cruzó sus brazos una vez llegó al pórtico—Le he encargado a Mila que me traiga inocentes pero eso no será suficiente. Más te vale encontrar a Wilhelm, su sangre es muy valiosa. —Te lo traeré, como te dije no pudo ir muy lejos. —Espero nadie le esté ayudando. —¿Quién sería tan estúpido de ayudar a alguien como ese incompeten- te? ¿Cuál sería la ganancia? —Ay, tienes razón… quiero a tus hombres registrando hasta debajo de las piedras. Nikola enseñó una reverencia cuando Elisia se marchó, guardando sus palabras y sus ganas de reír. Lentamente regresó al salón, entre taconeos metálicos y sonrisas burlescas se acercó al ventanal, mirando por última vez a las personas jugando entre joyas y oro antes de desvanecerse en 205

El Sanador de la Serpiente el aire y viajar al campamento Äingidh establecido en las afueras del muro de Älmandur donde fue recibido con halagos, besos y abrazos. Los Äingidh le tomaron en brazos y le sentaron en una piedra socavada a manera de sillón y allí recibieron la orden de invadir las villas cercanas en busca de inocentes descendientes de los Altos. Cada alimaña se revolvió de alegría al tomar un hacha y formar una larga fila negra como un río que cortaba la hierba, internándose en las marismas como peces, hundiéndose sin la necesidad de tomar aire. La marcha les llevaría hacia donde estuviera la marca de un Sgälagan así fuera puro o mestizo. *** Sebastian admiraba el Salón Álgido, deslizaba las yemas de sus dedos sobre la escultura de la mesa central notando que una de las siete gemas de colores había apagado su brillo mostrando la simple aparien- cia de una roca martillada sin ánimo. La luna daba un toque fantasma- górico al amplio salón y a las vestiduras pálidas de Lotus quien perma- necía tras su hermano. El muchacho bebía una copa de vino cuando un escalofrío recorrió su nuca. —¿Deberíamos sentir temor al ver siete joyas apagadas? La noche acrecentaba los temores de Lotus mirando a su izquierda y su derecha, desconfiando hasta del aire que exhalaba. —Sebi, vamos a la cama, por favor. Estos meses han sido terribles y sin paz alguna, ojalá fuéramos capaces de atravesar esa barrera de luz os- cura en la frontera para regresar a la calidez de nuestro palacio. Podría encontrar paz aquí a tu lado pero haz decidido comprometerte con esa bruja y dormir con ella en vez de consolarme antes de entregarme al sueño. —No me he comprometido con esa lunática sólo porque se me ha ocu- rrido, preciosa mía. Todo está bajo control, pierde cuidado. —Me espantas con tus decisiones, por lo menos avísame para evitar ma- las caras… ella es asquerosa y no soporto la idea de que comparta lecho contigo. Siempre te imaginé al lado de una dama respetable y amorosa, jamás pensé que estabas reservándote para una alimaña como esa. —Tranquila—El muchacho abrazó a su hermana, besando su mejilla— Sólo necesito conocer su debilidad, no entregaré mi divino tesoro a se- mejante monstruo hematófago. Sólo hay que encontrar la manera de que nuestro matrimonio no se lleve a cabo y soy experto arruinando fiestas. —Estás jugando con fuego a manos desnudas. —Ten a tus amigos cerca y, a tus enemigos, más cerca. —Esto es demasiado, Sebi—El joven sostenía las mejillas de su herma- na, hundiéndose en una mirada dulce y compasiva—Por favor, no hagas algo que puedas lamentar. —Te lo prometo—Sebastian abrazó la cintura de su hermana—Sólo ne- cesito aprender de ella y encontrar su punto débil. Eliminando el mal mayor, será más sencillo encargarme de Hagen y su séquito de Umbríos. Ya sabemos que Elisia es una bruja habitando el cuerpo de la señorita 206

Victoria Leal Gómez Frauke, ahora me queda averiguar cómo sacarle de allí. Lotus recostó su cabeza en el hombro de Sebastian quien desenreda- ba los largos cabellos de trigo pertenecientes a la temblorosa muchacha pensativa. —¿En verdad estás cazando a Wilhelm? —He ordenado retratar una imagen de Wilhelm cuando tenía ocho años. Todo el mundo está buscando a un niño de cachetes gordos y sin dientes. Hay que aprovecharse de la escasa memoria de la gente. —¡Cómo!—Lotus sonrió gustosa— Por favor, Sebi, tienes que revelarme tus planes antes de ejecutarlos. —Je, je, si lo hiciera me perdería tu hermosa carita de sorpresa, preciosa mía—Sebastian sujetaba la barbilla de Lotus, sonriendo adormilado— Ahora, me voy a la cama. Si todo sale bien, nuestro querido Äntaldur debería encontrar a Wilhelm antes que cualquiera y él le pondrá a salvo de toda maldad. Entonces, será nuestro turno de abandonar este reino. —Wilhelm… nuestro querido príncipe, simiente de los Altos cuyo nom- bre auténtico es Ëruendil, ¿crees que recupere sus memorias de bebé? Sebastian bajó la mirada, apartándose del abrazo de su hermana. —Si lo hace, roguemos para que la inocencia de su corazón se manten- ga. De lo contrario, quienes le hayan traicionado recibirán la punición de un alma furiosa. —¿Crees que pueda guardarle rencor a Adalgisa y Albert? Después de todo, aunque no sean sus padres legítimos, le han criado en benevolen- cia y amor genuinos… —Lo que suceda con Älmandur está fuera de nuestro alcance, Lotus. In- cluso si un día decido encargarme de Hagen… nosotros sólo podemos sentarnos y mirar. A no ser… —¡No vengas a decirme ideas locas! —A no ser que prepares esas hermosas pócimas que saber fabricar y que me ayudes a dormir a Elisia. Después de todo, aun no es lo suficiente- mente fuerte para ser omnisciente. Ni se ha dado cuenta que bebimos de aquel mágico líquido. —¡Sebastian Klotzbach! —Preciosa, sabes bien que no me gusta quedarme de manos atadas… —No prepararé ningún brebaje para nadie, ¿está claro? Sebastian sonrió ignorando la razón por la que su hermana se negaba a moverse entre las plantas que tanto amaba. Tomó la mano de Lotus, escudriñando sus uñas siempre tinturadas de verde. —Oh, qué pena porque Elisia es una mujer muy fogosa, me ha insistido muchísimo y sería muy hipócrita de mi parte negar su magnífica des- nudez… —¡Es una bruja, obvio que es hermosa! —Y yo no soy de piedra. Lotus frunció el ceño con ira, apretando los puños y dándole las es- paldas a su hermano quien admiró la figura delicada de su hermana, complacido de disfrutar de un vestido delgado insinuando las suaves curvas de la jovencita. —Está bien, haré algo para que caigas dormido por días si así lo quieres. —Ay, preciosa mía, me encantas cuando te enojas. 207

El Sanador de la Serpiente —Y prepararé algo para que se te baje el calor también, ya pareces gato en celo. Sin perder tiempo, Lotus hizo abandono del Salón Álgido para ocuparse de los brebajes enfrascados en botellitas fáciles de esconder en cualquier diminuto bolsillo, entregándolas a Sebastian cuando aún echaban vapor. El joven bebió del líquido amarillento y, besando la mejilla de su herma- na, se despidió caminando como de costumbre a los aposentos donde esperaba Elisia, dejando a la desdichada Lotus sumida en un terrible insomnio ignorado hasta que escuchó la madrugada arribar junto a la última avecilla de Älmandur cantaba en su nido, siendo alimentada por las semillas otorgadas por su padre. La mañana les daba el jugo de las últimas frutas del Mes de la Cosecha cuando Hagen decidió leer la pila de folios en su despacho. Un hombre en cota de malla y túnica azul apretaba la empuñadura de su espada mientras la puerta del salón era abierta por dos de sus su- bordinados. Hagen revisaba documentos sobre el escritorio, firmando algunos, quemando otros. El soldado se plantó frente al rey, reuniendo la fuerza para emitir la voz tan necesaria. —Majestad. Informe sobre la búsqueda del traidor. —Espero sean buenas. —Majestad, lamento informarle que no hemos podido encontrarle. Ni a él ni a los secuaces. —Cómo es posible que no puedan encontrar a un niño— Hagen bebió de su jarra de vino, secándose con la manga. Sus ojos se clavaron en el soldado de túnica azul—Debe estar cerca, ¡no tiene ni ropa, dónde pudo haber escapado! —Hemos extendido el área de rastreo. Estudiamos el bosque, las maris- mas y hemos enviado hombres a los faldeos de la montaña… —Evidentemente, ya recorrieron todo el territorio del antiguo Senescal y no encontraron nada más que un poblado sin gente. Hagen abandonó el escritorio ahogando su descontento con la cerveza a su izquierda mientras arrojaba documentos a la chimenea. —Esperamos tener un nuevo reporte dentro del día. —WILHELM APENAS TIENE FUERZAS PARA LEVANTAR UN LI- BRO, ¿CÓMO ESPERAN QUE HAYA LLEGADO A LAS MARISMAS O A LA MONTAÑA? ¡ESTAMOS A LAS PUERTAS DEL OTOÑO Y CREES QUE UN NIÑO DE TRECE AÑOS FUE CAMINANDO A LA MONTAÑA! —Majestad, es obvio que ha recibido alguna clase a ayuda… le… le trae- remos al niño a la brevedad ya que, como usted afirma, no ha podido ir muy lejos. —Y recuerda, quiero a Benedikt y a Fritz con vida y a ese Ritter y su fa- milia, también. Vivos y en una pieza—Hagen suspiró con la última gota de licor bebida—Ay, ojalá Helmut estuviera conmigo, me ahorraría esta amarga situación de enviar inútiles a buscar a un renacuajo, de seguro ya le habría encontrado. —Respecto a su heredero, Majestad… Le tenemos en la torre del sana- dor. —Cómo es eso posible ¿Él… está vivo? 208

Victoria Leal Gómez —Sí, señor. Tenga. Hagen recibió un rollo de papel escrito por el mismísimo sanador en la torre. Una lectura rápida de informó de lo necesario. —Me parece bien. Retírate. Vuelve cuando tengas un balance favorable y si no es así, mejor despídete de tu aliento. —Con su permiso, Majestad. El soldado golpeó su pecho con el puño derecho, marchando raudo ha- cia el lugar donde su tropa aguardaba nuevas órdenes. Hagen, por el contrario, no pudo moverse, regresó a su asiento a beber un poco más del vino y releer el rollo del sanador con clara ilusión en sus ojos, con- teniendo un océano de emociones contradictorias antes de ponerse de pie. Una vez la jarra estuvo vacía, el hombre dirigió sus pesados pasos hacia la torre que nadie vigilaba excepto el sanador y su báculo, quien estaba sentado a mitad de la escalera de caracol, comiendo arándanos. —Majestad, qué halago tenerle por aquí. La mera visión de su estampa resulta en medicina para mis cansados ojos. —Olvida tus sarcasmos, déjame ver a mi hijo. —¿De qué se preocupa?— Äweldüile se irguió, golpeando la piedra con su bastón adornado con gemas de colores— Ya le he dicho que sólo necesita descansar. —Me has escrito que le han encontrado a las orillas del río, que tiene la pierna rota, el rostro desfigurado y signos de escasa comida… —Siempre sincero, aunque usted no merezca nada de lo que tiene. —¡Exijo ver a mi hijo! —¡Sht!—El sanador llevó su índice derecho a sus labios— Helmut está durmiendo. Le he dado ciertas hierbas para componer su estado pero aún así, requiere silencio. No haga el idiota y márchese. Le enviaré una carta cuando pueda verle. —Sanador— Hagen botó el aire en su interior, apretando el rollo en su mano—Mi hijo… él, ¿se recuperará pronto, quedará sufriendo de se- cuelas? —El joven no sabe ni cómo se llama, Majestad. Físicamente le garantizo que será el mismo de antes pues es lozano y fuerte mas su mente… todo depende si él quiere recordar, depende también de lo experimentado. —De qué hablas… —Mire—El hombre de larga túnica marrón mostró una flor azulada y radiante, aun viva y con perlas de rocío. Hagen tomó la planta, admiran- do los detalles que parecían dibujados por un pintor—Esa flor sólo está en el Bosque del Olvido. Su hijo la tenía enredada en el cabello. Sospe- cho que resbaló en la turba en las riveras del río, es un milagro que haya resistido todo el trayecto. —Helmut es un buen nadador pero resistir la corriente de un río y sus rápidos… —Tiene seis costillas rotas y, como le mencioné, no sabe ni quién es. —No recuerda… ¿nada de nada? —Absolutamente nada. Si habla con él sentirá que su hijo ha nacido hoy por la mañana. —Por favor… déjame verle— Hagen bajó la mirada, afirmándose en el báculo del sanador— Prometo mantenerme en silencio, sólo quiero ver- 209

El Sanador de la Serpiente le. —Al menor ruido o molestia que cause en mi paciente, juro que le arro- jo de nuevo por las escaleras y no le garantizo una espalda duradera, ¿comprendió? —Eres un… bastardo. —Lo tomaré como un elogio a mis prodigios. Es más, soy un bastardo, no consigue ofenderme. Por aquí, estimada Viejestad, su amado vástago duerme tranquilo y sin dolor. Con la dificultad de unas rodillas gastadas por el paso del tiempo, Ha- gen subió las escaleras de piedra trizada hasta lo más alto de la torre, arribando entre jadeos y tos seca. El ingreso a la vivienda de Äweldüile era una estancia custodiada pórtico rodeado de enredaderas, vigilado por un ayudante ocultando sus facciones con la ayuda de una capucha exagerada donde un pajarillo tejía un nido hecho de pasto, tela desgre- ñada y cabellos arrancados de la cabeza del aprendiz silente quien abrió la puerta empujándola con pereza. El joven de túnica marrón separó las plantas guardianas dando paso al incrédulo Hagen, incapaz de oír el ruido natural de los pórticos atacados por los años. La madera roída era muda y custodia de una estancia cegadoramente luminosa, empañada de semillas de amapola y sabor a anís. En lo más lejano de un cuarto a la derecha se apreciaba un catre rodeado con un fino mosquitero y frazadas de gruesa lana, brillantes como el sol en la ventana. Hagen se sentó en el catre, destapando al feliz y durmiente muchacho cuya parte derecha del rostro permanecía parchada. —Le faltan dientes… —Evidencia una batalla contra un hábil contendor. Alguien le derribó la dentadura de un puñetazo, como tanto lo deseaba, Viejestad. No volverá a sisear ni a parecer “una rata” pero tampoco volverá a ver por el ojo derecho pues se lo han arrancado. —Helmut… haz sobrevivido tantas batallas, no puedes caer ahora. —Agradezca que ese joven está vivo. Se ha golpeado innumerables veces con piedras, río abajo—El sanador afirmó la esfera verde de su báculo en el mentón del sedado Helmut—Su cabeza también ha sufrido da- ños y aún no terminamos de drenar todo el líquido comprimiendo sus sesos. Le pido que se retire. El amo necesita silencio y mucha paz. Le aseguro que se recuperará, como le he mencionado, su hijo es joven y podrá superarlo mas no puedo garantizarle que su mente sea tan ágil como antes. —Tal vez si fuera un Sgälagan él… —Su fuera uno de los míos estaría conversando los pormenores de su accidente y no tendría deformidad alguna—Äweldüile guió los pasos de Hagen hacia la salida del dormitorio, cerrando la puerta cuidadosamen- te—Es hora de retirarse, Viejestad. El rey caminó lentamente al pórtico donde el ayudante cerró con inten- sidad. El eco de la puerta retumbó en los oídos de Hagen quien descen- dió la torre cabizbajo, sintiendo que el viento le empujaba las espaldas. En el puente uniendo la torre con el resto del palacio, el hombre hizo una pausa mirando tristemente el reflejo en la laguna sin peces. Retomó su marcha tras un suspiro, rozando la superficie del cuarzo escondido 210

Victoria Leal Gómez entre sus ropas al tiempo que su cabeza cargaba el peso de una corona de oro macizo. Sus exhaustas piernas le condujeron a través del salón hacia una larga mesa torneada de barniz caoba donde afirmó sus manos, contenien- do un sentimiento extraño en su garganta. En el ventanal y a contraluz apreció la figura de Elisia quien parecía serena, memorizando el hori- zonte. —Te dije que debías congelar tu consciencia para llevar esto a cabo pero no quisiste escuchar—Hagen intentó observar el paisaje de la misma forma en que la muchacha serena lo hacía pero fue interrumpido por la mano de la jovencita—He enviado un grupo especial de soldados Um- bríos y Äingidh a la caza de Wilhelm. Su cabeza tiene el precio de este castillo. —¿Cómo? —No te preocupes, lo pagarás en oro. Te brindaré toda la cantidad ne- cesaria. —Elisia… —Qué quieres. —Es mi hijo… jamás le vi tan demacrado. Apenas entra el aire en su garganta y sus pestañas se han desvanecido. Su piel está reseca y llena de cardenales, se le ha ido ese brillo confidente de su sonrisa y parece un hilillo más que un hombre… —Si no hubiese seguido a su primo estaría en perfectas condiciones. No es mi problema. Ya tienes lo que quieres, ahora, déjame trabajar. Hagen tragó saliva antes de ponerse del lado derecho de la joven soste- niendo un collar de perlas perteneciente a la madre de Frauke. El hom- bre tocó las perlas, extrañando los días en que su mujer hablaba ilusio- nada de sus retoños y la tranquilidad del campo donde vivían antes de que Albert fuera nombrado Senescal. Hagen suspiró, abandonando el collar. —Elisia, ha llegado el Mes de la Cosecha y, tal como dijiste, te haz lleva- do al último infante de Älmandur. —Dije inocentes, no importa si son niños, ancianos, mercaderes o no- bles, por eso cada vez tienes menos súbditos vivos pero despreocúpate, me traerán más desde otros sitios y conservarás a estas pobres almas restantes atadas a tu corona. Me entregaste a manos abiertas el cuerpo de esta chiquilla y me toca hacer mi parte—Elisia flotaba tranquilamen- te sobre la alfombra, deslizándose sobre los espíritus del aire, bebien- do de su copa carmesí— Mi niño nacerá en el Mes Salvaje y la Estrella Escarlata arribará en dos años más, si no hay problemas. Durante ese tiempo, este pequeño será iniciado en las Artes Mágicas en las que tú haz participado. Pero ahora, debo ocuparme del siguiente Guardián. Necesitaremos muchos Umbríos en un futuro cercano pues la Estrella necesita una férrea defensa. —¿Defensa?—Hagen levantó una ceja—Me haz informado que esa Es- trella es de tamaño descomunal, ¿quién se atrevería a preparar un ata- que en su contra? —Sólo es una precaución. 211

El Sanador de la Serpiente 13. Confianza. Un astro de brillante naranjo cruzaba las nubes y las estrellas tiñendo toda la foresta de rojo. Wilhelm caminaba en medio de ramas secas que cortaban la piel de su vientre pues la camisa, alguna vez lar- ga hasta la cadera; se transformó en un despojo que apenas forraba las costillas. Aun así, el joven la conservaba dado que su espalda se enfriaba fácilmente. En una pausa en medio de un sendero difuso, el pequeño miró al cielo al descubrir luciérnagas escapar de las cenizas provenientes de un socavón. Envuelto en su curiosidad, el niño abandonó el sendero usando de guía una enredadera reseca de hojas amarillas. Se deslizó por el barro negruzco hasta llegar al agujero en la tierra. Al asomarse vio que la profundidad llegaba socavaba un corazón derretido, como el hierro de las espadas por forjar. Wilhelm arrojó una piedra mas al no escuchar golpe contra alguna superficie, decidió reunir piedras en círculo cuyo centro fue repletado por ramas secas y barbas de árbol. Con escasa des- treza consiguió encender una pequeña fogata tras golpear dos peñascos pero el fuego repiqueteaba amenazando su extinción. Sin embargo, el temor de quedarse a oscuras mantenía al niño cercano a la debilucha flama. Wilhelm masticó unas frutas guardadas en su alforja antes de recoger grandes hojas aún verdes, cubriendo su cuerpo como si de fra- zadas se trataran. La cama fue armada junto a la fogata y el pequeño viajero se disponía a descansar cuando escuchó el impacto de la piedra lanzada al socavón. Dio un respingo volviendo a asomarse, trató de calcular la profundidad del agujero según el tiempo que demoró el pedrusco en llegar al fondo pero no dio con un número preciso porque le fue imposible saber cuán- tas horas en total sucedieron. La única certeza era la de apartarse y que, en realidad, el lugar para tomar una siesta era bastante malo. Las ceni- zas provenían desde el pasto, las piedras y los troncos derribados por la vejez, como si todo el bosque estuviese en llamas. Era un sitio caluroso y bueno para el cuerpo pero las cenizas hacían irrespirable el aire y al- gunos árboles ardían inevitablemente así es que el niño tomó su cama de hojas bajo el brazo, abandonando el socavón. La hulla se adosaba en el cabello dorado del joven cuyo rostro enseñaba los huesos de unos limados pómulos alguna vez rosados y suaves. El viajero resumía su trayecto hacia la nada, atacado por el sueño y la lentitud propia del cansancio. Con sus menguantes fuerzas buscó un re- fugio para la lluvia avecinándose. Arrojó sus hojas flexibles a una cueva creada por las raíces de un árbol y allí se abrazó, entregándose al descan- so sobre un montón de maleza. Por primera vez en mucho tiempo fue incapaz de soñar y a la memoria sólo llegaba el recuerdo de un telón negro. El niño rascó sus párpados al despertarse, escuchando pasos ligeros acercándose. Rápidamente corrió fuera de su escondite saliendo del sendero recorrido hasta el momento. Se enredó con una telaraña e intentaba zafarse cuando la savia derretida de un tronco terminó por atraparle. Estiró los brazos para quitarse la resina del torso pero sólo consiguió empantanarse en una dulzura es- curridiza, empapando su nariz en el interior. El viajero escupía ceniza y 212

Victoria Leal Gómez savia de gusto mentolado cuando un niño le ayudó a respirar, utilizando una rama para limpiar todo el emplasto color miel. El joven cayó de rodillas al fango apreciando los diminutos y azulados pies de un infante vestido de negro. —Tú eres Wilhelm, ¿verdad? —Cómo… El muchacho buscó los ojos del niño pero su cuerpo estaba envuelto en telas rotas que la luna tinturaba de rojo. —Podré volver a casa si tú me ayudas, ¿vienes conmigo? —Qué te han hecho… ¿estás perdido? Wilhelm abrazó al niño, besando su frente. La criatura se acurrucó en los brazos del antiguo heredero al trono, chupando el dedo pulgar con insistencia. —Quiero irme con mi mamá. Ella me cuida, ella me quiere. —Dónde vives… —En Älmandur. El joven meneó la cabeza pues el nombre resonaba pero las imágenes no existían. —No me suena esa villa. —Es un reino. Tiene un rey nuevo y es bueno. —¿Es muy bueno? —Sí. Dice que los Altos llegarán pronto y nos dio regalos. Pero si tú no eres Wilhelm, entonces no voy a volver a casa por mis regalos—Atur- dido, el muchacho sólo fue capaz de liberar al niño, quien le observaba oculto bajo una capucha rota—Eres o no eres Wilhelm. —Yo… yo soy… yo estoy perdido, igual que tú. —¡MENTIROSO! Aquel viajero sin brújula sintió miles de diminutas manos tomarle de los pies, se zafó de ellas al luchar ayudado por las raíces de un pino. El joven corría descalzo sobre las piedras, esquivando las manos cayendo de las copas de los árboles, quebrando ramas y rasgando telares escul- pidos por arácnidos. Pequeños pies negros se articulaban en los labios del muchacho escupiendo a los animalejos mientras pateaba un hom- bre buscando derribarle usando una maza. Todo lo que pudo hacer fue correr hacia el único punto de luz visible: un árbol blanco cuyos frutos parecían velas derretidas. Sólo cuando el desnudo pie del viajero se posó en la piedra tallada, las fi- guras de negro que le perseguían se volvieron ceniza. Aquellas manchas de carbón se volvieron una con el aire y flotaron hacia el astro naranjo el cual se escondió tras las nubes de recia lluvia. Wilhelm apoyó sus codos en la piedra, buscaba su aliento cuando su frente se topó con el cuarzo brillante de una hoja relajada ante él. El cansancio le abrazó, el joven viajero recibió el sueño como el buen amigo que siempre le consideró pero esa criatura era la única capaz de conciliar el sueño a pesar de su desdicha pues sus antiguos familiares ya no descansaban producto de los planes articulados y Hagen no tenía tiempo que perder. Bajo los techos de un galpón de piedra con evidente olor a bosta de caballo, el nuevo rey le enseñaba a Elisia los soldados que, en secreto, servían a los intereses personales de la realeza, hombres que alguna vez 213

El Sanador de la Serpiente fueron soldados habituales formaban un batallón incapaz de desobede- cer, cada uno de ellos rivalizando por ser más letal que su colega. La muchacha miraba los ojos de cada uno desde el palco, encontrando una familiaridad dulce. —Es tu última oportunidad, Hagen. Si no lo consigues, me quedo con tu hijo también. —Elisia, por favor. Helmut está recién aprendiendo a caminar y, si no fuera por la paciencia del sanador, no estaría comiendo. —Pero está vivo y me sirve mientras le quede hálito en el cuerpo. —Elisia—Hagen miró al grupo de soldados comandados por un ancia- no de barbas cenizas—Estos son mis mejores hombres. Han regresado de su última campaña exploratoria y, con ayuda de tus Umbríos y los Äingidh; han traído más inocentes para fortalecer a tu bebé y el cuerpo de Frauke. Se han puesto de acuerdo con los Äingidh para que estos ini- cien el rastreo al interior del Bosque del Olvido pues, por alguna extraña razón, ningún Umbrío puede entrar. —Ese bosque…—Elisia clavó su vista en la de Hagen, quien sintió un escalofrío en su cuello—Aún está fuera de mi alcance. Mientras no me haga con el corazón de su Guardián no podremos usarlo como territo- rio propio. —Entonces ese Nikola deberá hablar con sus alimañas de parientes y or- denarles que hagan algo con ese guardián. Los Umbríos son los únicos que podrían arrasar con las villas en poco tiempo y sin pérdidas. ¡En el último asedio de los Äingidh destrozaron toda la aldea de Hoja Verde y hasta se robaron los minerales! —Ese es el problema con ellos pero no puedes negar que son eficientes a la hora de cortar cabezas. Hagen sujetó su cabeza adolorida por el nerviosismo, pidiendo una copa de vino al sirviente en sus cercanías, bebiendo ávidamente el licor ya frío. —Elisia, iré a organizar lo siguiente. Tú deberías ir a descansar antes de que tus nuevos inocentes arriben. —¿A qué rayos iría yo a mi dormitorio? ¿A encontrarme con ese in- competente de Sebastian? He pasado noches aburridas y luego están las noches que he vivido a su lado. Anoche tomó una droga que le dejó tumbado y no servía ni para usarlo de tapete… —Y yo le creía viril y majestuoso— Hagen ocultó su risa tras utilizar un pañuelo, imaginando la escena del joven en la cama—Ciertamente es una lástima que… —Duerme chupándose el dedo y con camisón más floreado que el vesti- do de su hermana. Dudo fervientemente que alguna vez sirva como mi esposo o como un siervo. Hasta el atrevido de Nikola es más divertido con su mal carácter… de hecho, Nikola es mi preferido, sabe muy bien lo que hace. Hagen constipó su incomodidad con ayuda del vino y el pañuelo en sus labios pues lo último que buscaba era la ira de la bruja. —Tal vez debería insistir un poco más, ¿no cree? Recuerdo su mención respecto a la pureza que codiciaba del joven Sebastian… ¿está segura de ello? 214

Victoria Leal Gómez —Claro que sí, ¿es que no puedes distinguir entre el perfume de la pu- reza y el de un corrupto, como tu hijo? —¿A qué te refieres exactamente? Sebastian huele a mil flores, usa per- fumes terribles que parecen de doncella, no puedo oler más allá de eso y no es que mi pasatiempo sea ir por allí oliendo a la gente. —Sebastian tiene en la piel el dulce aroma de quien no ha conocido mujer, Hagen. Es puro, perfecto para darme fuerzas—Elisia descendía la escalera, acercándose a los soldados en fila—En cambio tu hijo… tu hijo grita la desesperación de un hombre que no sabe donde tiene los pies, por decirlo suavemente. ¿Qué le hiciste para que perdiera la noción de la cordura? Le requeríamos corrupto pero obediente, ese niño hace lo que se le da la gana. Hagen apretó los labios y cerró los puños girando bruscamente dando zancadas, su última intención era permanecer en aquel lugar, respiran- do el mismo aire de Elisia. —Nada, no le he hecho nada. Él es mi querido hijo. —Oh sí, tu querido niño—Elisia sonrió, jugando con su cabello—Hel- mut huele a miedo, Hagen… y tiene miedo de ti. En el futuro será un buen siervo, tenlo por seguro. Nikola ha hecho un buen trabajo con ese muchacho. Hagen regresó a su sitio en el balcón, estirando la mano para apretar el brazo de Elisia y mirarle con furia. —¡Qué ha hecho ese bastardo con mi hijo! —La pregunta es, ¿qué hizo tu hijo con ese bastardo? Porque él fue quien empezó, Hagen. Y lo hizo porque se sentía solo y temeroso, fue su escape de la tensión provocada por tus exigencias, por los recuerdos de la gente que ha matado en tu nombre… no culpes al cerdo sino al afrecho, querido mío. Tu hijo es tu víctima, la primera y también, la últi- ma—Elisia sonrió, apartándose del confundido hombre—Pero ya basta de Helmut, el pobre no quiere recordar nada y así debería quedarse, por su propio bien. Ahora sólo tengo interés en estos hombres. —Tú sabes demasiado... La mujer terminó de bajar las escaleras, dando vueltas en medio de la tropa de fornidos soldados sin rostro. —Ustedes son un grupo bastante interesante. Al servicio exclusivo de lo que las Majestades digan. Muy bien, tengo un pedido para ustedes. Por ahora considero una mayor prioridad para conseguir más refuerzos pronto… necesito que un grupo se dirija a la Fragua Eterna en mi lugar. Uno de los soldados carraspeó, enunciando con voz fuerte y clara. —Señora, la Fragua Eterna es un terreno complicado por altas tempera- turas. Requerimos implementos para tales condiciones… —Lo tendrán. —Y necesitamos conocer sus intenciones para una mayor eficacia. —Forjaremos Umbríos, querido mío. Serán sus refuerzos cuando haya necesidad y sus sirvientes si así lo desean. Todo lo que deben hacer es recitar ciertas palabras que inscribiré en vuestras espadas y ya está, pe- queños—Elisia regresó al balcón una vez se aseguró de que los hom- bres disponían de buena armadura—El segundo grupo irá al Bosque del Olvido a por el Guardián que allí dormita. Háganle nuestro aliado 215

El Sanador de la Serpiente y entonces, podrán gozar de los beneficios de ser dueños de cientos de Umbríos obedientes y vigorosos sin la necesidad de depender de esas alimañas que roban cualquier cosa brillante. Los soldados susurraban entre ellos recordando la batalla en la Fragua Eterna donde derribaron al Guardián de los Fuegos, el gigantesco león que respira lava. El líder del grupo dio un paso al frente, con fuerte voz decidida. —Perdimos muchos hombres al luchar contra el Guardián de la Fragua y no estoy dispuesto a sacrificar más vidas al enfrentarnos con otro ani- malejo de la misma calaña. —Tranquilo, mi buen hombre—Elisia afirmó sus codos en el balcón, sonriendo confiada—Para cuando lleguen al Guardián del Bosque ya tendrán Umbríos a sus pies. Entre tanto, usen a los Äingidh para abrirse paso. Les aseguro que no habrán bajas y si las hay… bueno, para eso está Nikola. Si han obrado firmes bajo mi petición, él les levantará del polvo. Lo único que deben hacer es dejar una prenda en sus manos. —¿Una qué? —Algún objeto con vuestra firma. Nikola no irá con ustedes pero si sabe quienes van, sabrá a quienes traer de regreso de la otra orilla… si tienen miedo de entregar algo valioso, anoten sus nombres en una lista… es todo lo que él necesita. Los murmullos entre los soldados se convirtieron en contradicciones, en temores y negaciones, ¿cómo era posible tal poder que ni la muerte se escapaba de las manos? Los soldados rodearon a su capitán exponiendo sus miedos compartidos por el hombre de yelmo plateado, quien regre- só sus ojos a los de Elisia. —No aceptamos sus órdenes, señora. Hay un límite para todo y no te- nemos ganancia alguna. —¿Ganancias? Oh, ya veo, he olvidado ofrecerles algo a cambio. Pierdan cuidado. La mujer mantenía su sonrisa confiada y la mantuvo incluso cuando abandonó el balcón para alcanzar al capitán y susurrarle al oído palabras imposibles de traducir. Una vez terminado su discurso secreto, el hom- bre reunió a sus soldados en un círculo donde repitió las palabras de la bruja generando asentimiento entre todos los hombres allí reunidos. Se miraban uno al otro y comparaban sus opiniones hasta que dieron el sí a su líder, quien miró a Elisia firmemente. —Muy bien. Así lo haremos. *** La primera madrugada evidente aplastó las hojas de los árboles con su calidez fuera de lugar pues el otoño ya se retiraba, dando paso a su más cruento amigo gélido quien ya iniciaba sus labores de escarchar las horas y las aguas del bosque. Diminutas redes de cristales hexagona- les se esbozaban en cualquier superficie pero rápido desaparecían por el indeciso sol, quien se resistía a la siesta en el Mes del Ungido. Las gotas derretidas perezosamente se deslizaron por las ramas resecas de un árbol inclinado por el frío, humedeciendo los párpados del niño 216

Victoria Leal Gómez durmiente quien dolorosamente separó los párpados dando la bienve- nida a la mañana con un aletargado estirón. Una vez de pie sintió el agotamiento de la carrera nocturna y la garganta suplicando por agua. Escupió la cenizas atrapadas en su lengua recordando que descansó bajo un árbol frutal al cual corrió sonriente por encontrarse con una delicada esfera de blanca piel, rosadas carnes y jugo traslúcido de sabor meloso. Ciertamente le era desconocido pero, ¿qué perdería con devorarle? Es- taba helado y sirvió para aplacar la sed mas no fue buena idea pues su cuerpo debilitado necesitaba un fuego urgentemente y una comida más abundante. El niño se trepó al árbol para conseguir los frutos más dulces de la copa, saciando su hambre y acomodándose para una siesta en el mismo sitio como si la planta le recibiera con un abrazo de pálido color. Al despertar notó que su ropa estaba limpia y que no tenía heridas de quemadura o de los arañazos y mordiscos recibidos en el loco escape, ¿sus recuerdos eran parte de una pesadilla? Se descubrió portando ropa encogida y ridículamente maltratada e in- útil, arrancándosela para sumergirse en el lago cuyas pequeñas ondas acariciaban la pérgola de mármol donde pasó la noche. A pesar de que el agua estaba heladísima y escarchada en partes, el niño se hundió por completo, silbando una melodía que imitaba las avecillas en los árboles más altos. Cuando fue libre de la mugre y el sudor, el viajero abandonó el agua en- contrándose con un montón de huesos justo del otro lado del árbol. Un desdichado viajero anterior convertido en esqueleto sostenía un cuchi- llo y un morral repleto de memorias relacionadas a los alimentos fáciles de encontrar y un mapa del bosque que fue añadido al libro verde que el niño aún conservaba. Al analizar el mapa y leer los apuntes, el pequeño descubrió que la salida del bosque se hallaba tan cercana que parecía una broma aguantar otra noche más de tortura. Tomó las ropas del montón de huesos y las fregó en el agua, secándolas al colgarlas en la rama del árbol blanco mientras leía su libro verde cuyas hojas ya tenían un poco más de información útil. Una vez pudo vestir- se abandonó la pérgola siguiendo el rumbo aparentemente apropiado pero una cosa es entender un mapa y una muy distinta es sumergirse en un bosque tratando de interpretar lo que dice el papel. El niño avanzó cabizbajo, rascándose la nuca hasta toparse con unos pies pequeños en botas de badana embarrada. Alzó la vista, ante si había un muchacho de largo cabello cobrizo que llegaba hasta las rodillas, sonriendo tan feliz que nadie habría podido creer que se estaba perdido. —¿Qué llevas en la mano? El viajero notó que aquel niño era alguien importante pues sus vestidu- ras eran suaves y satinadas con bordados de oro sobre verde hoja. No llevaba joya alguna pero si que gozaba de muchos adornos en sus largas y afiladas orejas. El viajero tardó en responder pues era la primera vez que se encontraba con una criatura nacida en el bosque. —Esto… un mapa. Creo. —Déjame ver—El niño tomó el trozo de papel rajado dándole vueltas— Está bien feo y no se entiende nada, ¿quieres salir del bosque? —Sí, no sabes cuanto deseo salir de aquí… pero no tengo idea de cuál es 217

El Sanador de la Serpiente el norte porque las copas de los árboles cubren el cielo y hasta a la lluvia le cuesta alcanzarnos. El niño entregó el mapa dándose vuelta, apuntando un puente curvo adornado con flores recién nacidas. —Es por allá que llegas a Villa de las Cascadas y desde allí encuentras la salida más cercana. Pero allí no reciben a nadie que tenga las orejas re- dondas y chiquitas porque traen problemas. Tú—el niño se inclinó ante el viajero, riéndose burlón—¿tienes orejas chiquitas o picudas? Sorprendido por la pregunta, el viajero palpó la forma de sus orejas sólo para descubrir pequeñas puntas asomándose por el cabello, dando un respingo de felicidad. —¡Son picudas, son alargadas y terminan en punta POR FIN! —¡No te creo!—El niño levantó el cabello del viajero para asegurarse de la verdad, levantando sus propias largas orejas al sentirse complaci- do—¡Sí, estás diciendo la verdad! Entonces, te llevaré hasta la villa. Pero, tengo una condición. —¿Cuál? —Quiero que me des algo a cambio, algo que yo pueda apreciar por mucho tiempo. —No tengo nada valioso… —¿Estás seguro? Yo veo que tienes ropa y un mapa y un libro y ganas de salir del bosque, tienes mucho más de lo que crees, más de lo que yo tengo. No seas malo, ¡compártelo conmigo! —¡Pero no tengo nada! —Ay, está bien—El niño avanzó hacia el puente, haciendo equilibrio sobre piedras redondas—El niño rico no comparte sus juguetes. El viajero siguió los pasos del niño cruzando el puente andando sobre el barandal con perfecto equilibrio ya que sus botas eran finas y suaves, sin la fuerza suficiente para mermar el movimiento de sus dedos. Una vez del otro lado, el niño se plantó frente al viajero, sonriendo y estirando la mano, saludando. —¿Tienes un nombre? —Claro que sí, tengo varios… —¿Me prestas uno? Yo perdí el mío porque no pude anotarlo en ningu- na parte cuando llegué aquí. El viajero tomó la mano del niño, sonriendo por tener un poco de com- pañía. —¿Me lo devolverás? —Claro, cuando tú creas que eres capaz de cargar todo lo que ese nom- bre significa. Sólo entonces te devolveré tu nombre, ¿vale? —Sí, me parece bien…me llamo Wilhelm von Freiherr. —Oh, ese es un nombre extraño para un Sirviente, ¿no lo crees? Es más un nombre de humano pero será un buen nombre… Bueno, yo cumplo mis promesas—Con un giro rápido y ágil, el niño corrió entre los arbus- tos apuntando los rápidos del río—¡Allá queda la villa! ¡Sígueme! El viajero siguió los pasos del niño quien en sus saltos alegres traspasó una roca como si no tuviera cuerpo, asustando a quien alguna vez se llamó Wilhelm. Corrió sólo para patear la roca y asegurarse de que era real, lastimándose el pulgar. Sujetó su pie unos segundos antes de revisar 218

Victoria Leal Gómez el otro lado del peñasco pero no había trazo del niño de verde. Lo único que pudo divisar fue un hombre de cabello rizado y azabache en ropas ligeras de viaje breve. Iba acompañado de su caballo negro abarrotado en provisiones suficientes para varios meses y eso descolocó al viajero quien se paralizó en la orilla del río hasta que el hombre volteó para mirarle. Nikola miró al niño enseñando una sonrisa feliz y susurrando directo en la mente de quien se hallaba perdido. —No vayas a Villa de las Cascadas. Hoy por la noche será rodeada y puede que te encuentren. Huye, ve por los sitios en los que nadie se atrevería cruzar. Serás ayudado por los tuyos. El viajero agarró sus sienes buscando quitarse la voz del interior pero ella se marchó por si misma. El niño envió una pregunta al hombre del otro lado de la rivera usando su debilitada voz. —¿Qué ocurrirá si me encuentran? El caballo de Nikola se detuvo a pastar. El brujo miró directamente a los ojos del viajero, confundido de verse rodeado de fuego y personas clamando sangre por sangre. Cada paso en busca de escape era frenado por una espada y eran treinta las que creaban un círculo perfecto. Un Caballero abandonó su posición acelerando una carrera mortal donde el filo de su arma rebanaba el cuello del niño tembloroso. El niño cerró los ojos con todas sus fuerzas pero no sintió sangre en su piel ni en sus vestiduras, asomando su vista delicadamente hasta descubrir se de regreso en la orilla del río, de frente al hombre de cabello negro y ropa gastada quien retomaba su tranquila marcha junto a su animal en direc- ción a la villa mencionada. Tal vez se trataba de una amenaza más que de un consejo pero el viajero no tenía más pista, ¿quién era más creíble? Embrollado por la ilusión creada en su mente, el pequeño viajero se sen- tó en la hierba ensordecido por el ruido de las aguas. Caminó en direc- ción contraria a la del hombre de cabello negro encontrándose con mil hombres formados uno tras otro separados por un brazo de distancia y todos deformes, como si hubiesen sido quemados con fuego. El viajero se escudó tras un árbol juvenil sin hojas, atisbando desde allí las armas y los planes dictados por un hombre de armadura negra y brillante. Fue en ese momento que el niño retomó su mapa, marcando con una brizna de pasto aplastado contra el papel que esa ruta era peligrosa. *** En el claro de una foresta, sobre un puente curvo roído por los años y el musgo, un joven de bucles dorados sostenía un manojo de hongos resecos. Se trataba de la última comida regalada por un antiguo compañero de viajes cuyo nombre se desvaneció como la bruma de la mañana. El muchacho descalzo tenía las plantas sangrantes porque ja- más usó los pies para andar sobre fango y piedras. Todo lo que tenía en mente era el dolor de cabeza, como si alguien le hubiese hundido una maza, arrepintiéndose a última hora. Las cenizas de la noche anterior le impedían hablar, el joven reptó a través de un manojo de espinas. Al atravesar el túnel de plantas, encon- 219

El Sanador de la Serpiente tró un lago amigo donde se sumergió en busca de higiene, quitándose las cenizas, la tierra y la sangre, arrojando sus vestiduras marchitas al viento. El agua era tibia y las piedras sentaban bien en la espalda ya que eran calientes mas el muchacho se enredó con una rama en su pie y jaló de ella hasta creer romperla, descubriendo que se trataba de una mujer escamosa agarrándole con todas sus fuerzas. En vez de orejas nacían fétidas aletas y sus ojos eran pozos de lava tan extraños que no pertene- cían al estanque. El muchacho forcejeó bajo el agua pero fue agarrado por otras dos peces morenas quienes mordieron la carne de su vientre, tinturando las aguas de granate profundo… Ya sin aire en el interior, Helmut abrió los ojos sacudiéndose en la cama hasta rasgar el mosquitero. Cayó del catre a las piedras, afirmando su frente en la sábana. Posó su mano en el pecho antes de parpadear y descubrir un diminuto pie adornado con un zapato de seda rosada y perlas damasco. —Hola, perezoso. Helmut alzó la vista, descubriendo a su hermana quien lucía un vestido tan rojo como su cabello. —Frauke… ¿Frau? La joven ayudó a Helmut a ponerse de pie, sentándole en la cama y en- volviéndole con la manta gruesa. —¿Ya estás mejor? —Yo… sí. Sí, eso creo. Helmut buscó el incisivo que le faltaba sorprendiéndose al sentir un do- lor irremediable. —Haz estado dormido por dos meses… temíamos lo peor. —¿Meses? —Despertabas en momentos, el sanador te recordó el habla en esos ins- tantes, ayudando en el retorno de tus habilidades más simples… —Por todos los cielos, tengo un dolor de cabeza que…—Helmut explo- ró su rostro entumecido reconociendo huesos triturados y mal puestos bajo una piel suturada— Mierda, si nuestro padre me odiaba por mi acento ahora me va arrojar al pozo de los leprosos… —Nuestro querido padre te trataba de esa forma porque te tiene en alta estima… —Sí, claro… con ese cariño mejor me hubiese muerto. —Tiene un gran futuro destinado para ti y se preocupa muchísimo en… —Frauke, para. Estoy exhausto. Vete y déjame dormir otro par de meses. —Sí, tienes razón. Es mejor que descanses un poco más. Helmut sujetaba su cabeza afirmando el codo en el muslo, mirando por el rabillo de su ojo a Frauke quien respiraba agitada. —Estás rara, ¿Hagen te ha dicho algo? —¿Yo?—Frauke llevó su mano derecha al pecho, distanciándose al sen- tarse en una butaca junto a la puerta— Sólo estoy preocupada y no sé cómo ayudarte. —¿Desde cuando vistes así?—Helmut apuntó el atuendo rojo de amplio escote, notando que bajo aquellas telas no había una segunda vestidu- ra—Pareces una ramera de taberna. —¡Osas compararme con esas mujeres! Hermano, eres tan joven para 220

Victoria Leal Gómez esos menesteres… vaya desilusión. —El rojo no es para las mujeres de la nobleza y lo sabes bien. Y, por si fuera poco, se te nota “todo”. Busca algo más que ponerte encima que atraerás a imbéciles como moscas a la miel. —Helmut, no vuelvas a tratarme de esa forma, no te lo permito. Frauke se levantó rápidamente, caminando ruidosamente hacia la salida del cuarto en la torre. —Quítate ese vestido, es poco pudendo. Ese escote va de hombro a hombro… —Tal vez parezco ramera de taberna pero, por lo menos, tengo la apro- bación de nuestro padre. Es cambio tú… qué cosas digo, sólo mírate. —¡CREES QUE NO LO SÉ! La muchacha llevó un espejo ante Helmut, quien se tapó con la frazada justo tras ver su rostro. —Antes era sólo el diente, ahora pareces un Äingidh. —¡CALLA! —¡Un leproso tiene más dignidad que tu presencia! —¡FUERA, CANALLA! ERES UNA TRAIDORA, ¡UNA VÍBORA! ¡BRUJA! —Tu rostro es inefable, Helmut, inefable. ¿Qué fue de la belleza digna de los Altos? ¿Qué fue del encanto con el que seducías a Nikola? Helmut reunió todas sus fuerzas para abandonar su frágil situación en la cama, empujando a Frauke hasta el primer escalón. —Púdrete, tú y tus ganas de ser aprobada por todo el mundo. Poco me importa lo que Hagen piense de mi, puedes ir y decirle todo lo que se te antoje, ¡destruye mi reputación si tanto lo ansías para ganarte el indigno respeto de ese miserable! Si pudiera desaparecer de este reino te juro que lo haría y lo haré apenas recupere mis fuerzas. —Helmut, ven conmigo— Frauke inclinó su cabeza, enseñando tristeza fingida. Abrazó a su hermano, afirmando su mejilla en el pecho del jo- ven— Sé que estás dolido pero puedo ayudarte… papá te necesita ahora más que nunca. Y recuerda que tu amado pregunta por ti a diario. —Vete, víbora… —Conozco un sanador mejor que este, él te devolverá tu rostro. Te lo juro, lo hará… —Mi rostro… —Y todas las heridas de tu cuerpo, desaparecerán. Tu fuerza regresará, todo… —Déjame. El destino ha deseado esto para mí—Helmut dio la espalda a su hermana, caminando lentamente hacia el interior del cuarto en la cúspide de la torre—He de aprender la lección sin ayuda. —Siempre estaré esperando a que me respondas afirmativamente, Hel- mut. La muchacha rozó el cabello ensortijado de su hermano mayor, acomo- dando la camisola que rozaba las rodillas quebradas del joven. —Déjame solo. —Nunca estás solo, Helmut. Tus temores siempre están dándote la mano pero yo puedo aliviarlos. Sé que tienes miedo a fracasar como heredero del apellido de nuestra familia pero eso no importa si… 221

El Sanador de la Serpiente —Déjalo. Al fin y al cabo me haz dicho que nuestro padre te aprueba, ¿no? ¿De qué sirve que apruebe a un hijo deformado por una maza, al que le faltan dientes y cuyas piernas fueron laceradas por…? Sólo los Altos saben qué me hicieron… —Llámame, soy tu hermanita querida. Frauke mimó el hombro de Helmut antes de bajar las escaleras. El mu- chacho secaba sus lágrimas con la manga de la camisola. Buscaba hun- dirse en las frazadas cuando el sanador le abrazó, besando su frente. —Descansa, pequeña criatura. Desconozco como aquella áspid ha in- gresado a este sagrado lugar mas te garantizo que no se repetirá tal des- cuido. —Ella sabe de mi secreto… buscará hundirme si no voy con ella… Si realmente no me importa, ¿por qué tengo miedo de que Hagen sepa todo lo que he hecho a sus espaldas? ¿Es porque temo que vuelva a gol- pearme o…? El sanador tomó a Helmut, acunándole y meciéndole en los brazos an- tes de envolverle entre linos y algodones blancos. El mosquitero fue re- puesto, una vela fue encendida y una cruz fue esbozada en el aire por el hombre de larga túnica marrón. Tras ello, el joven cerró sus ojos, siendo incapaz de conciliar el sueño que su cuerpo lloraba. *** Villa de las Cascadas se encontraba al sur del reino de Älman- dur y su principal sustento provenía de las aguas que le circundaban. Se decía que mantenían relaciones comerciales con otros reinos pero nada de eso había sido comprobado. La villa era un pequeño poblado independiente de la capital del reino, protegida por tres cascadas y fuertes rápidos. Niños y mujeres de la villa se divertían en las aguas buscando el oro de las montañas duran- te la madrugada cuando vieron un caballo negro disfrutar de la tierna hierba humedecida por los rápidos. Una niña apuntó al hombre de capa gastada advirtiendo a su madre que era un desconocido. La mujer aban- donó el cedazo que le ayudaba a recoger el oro de las aguas, tomando la mano de su niña y corriendo de regreso a la villa donde buscó a un vigilante capaz de retener al intruso y de esa forma fue que cuatro hom- bres dispuestos de arcos, flechas y dagas llegaron a los pies de la cascada meridional. Allí, el viajero sonrió pues conocía a uno de los vigilantes quien dio un paso al frente para saludar a su amigo, quien recibió unas palmadas en la espalda. —Este no es intruso, ¡es sólo un mercader! ¿Qué nos traes ahora? —Frutos de la capital, querido amigo y las joyas que el nuevo rey a dis- puesto para sus súbditos—Nikola arrojó un saco al pasto el cual fue rajado por la daga de un vigilante desconfiado cuyos ojos refulgieron al encontrarse con oro y gemas—pero ya tendremos tiempo de hablar sobre eso. —Oye tú, hablas muy bien nuestro idioma para ser un humano… ¿quién te enseñó? —Estoy agotado por el viaje, amigo mío, iré a la posada. Dispongan del 222

Victoria Leal Gómez oro como les plazca. Los vigilantes tomaban las piezas contenidas por el saco sin conocer el uso correcto de tanto ya que jamás imaginaron tal proporción de oro en un solo sitio. Al final ninguno fue capaz de retener a Nikola y este tomó las riendas de su caballo, internándose en la villa por el sector sin murallas, caminando hacia la única casa de su interés y cuyas paredes se levantaban en un callejón donde las gallinas comían en los tejados mientras los pequeños niños se perseguían saltando de ventana a ven- tana. El hombre se detuvo frente a una puerta pintada de marfil descascarado por el viento y adornada por un macetero pequeño a la altura de los codos. Nikola golpeó con un ritmo simpático a modo de contraseña y la puerta no tardó en ser respondida por una mujer de larga cabellera castaña amarrada bajo un pañuelo blanco bordado en rojo cuyas puntas se mecían en los hombros tapados por un manto igual blanco, entibian- do los hombros desnudos de la dueña de casa. La mujer sonrió tan feliz que no pudo resistirse a la idea de abrazar fuertemente a Nikola, quien besó su mejilla. —¡Cuánto tiempo sin vernos, oh por todos los cielos! ¿Dónde han es- tado? —Ocupados, como siempre. —Entra, ¡estás en tu casa!—La mujer en largo vestido pardo enseñó una olla en la chimenea, dejando que Nikola cerrara la puerta antes de aco- modarse en un diván—Ya será hora de almorzar y… —Lëna, tenemos que hablar. Es urgente. La voz de Nikola fue grave y Lëna sintió desconfianza al escucharle. Ofreció un jarro repleto de infusión herbal caliente, sentándose junto al visitante. —No me gusta cuando dices esas cosas. La última vez que lo hiciste fue para confesarme que Helmut estaba gravemente herido… —Helmut está bien, no te preocupes por él. —Entonces, ¿qué noticias traes? —Tú y los gemelos deben abandonar la villa, si puedes hacerlo ahora se- ría perfecto pero imagino que deseas alimentar a los pequeños antes de fugarte y está bien—Nikola bebió toda la infusión de un trago, mirando con suavidad a la inquieta mujer— Te dejaré a Talento. Hay provisiones suficientes para que llegues a la frontera y oro para cruzar el mundo así es que problemas no tendrás fuera de Älmandur. Ve a Ise, es territorio neutral. Busca una buena escuela para los gemelos pero aléjales del culto que hay por allá. Lëna recibió el jarro vacio aun vaporoso por su anterior contenido, ale- jándose de Nikola y preparando la mesa para la comida. —¿Por qué me pides que deje este sitio? Estás loco si piensas que haré semejante viaje sola con dos niños hijos de un huracán. —No te estaría pidiendo esto si no fuera estrictamente necesario y si no fueras alguien importante. Si te sucede algo o los niños se ven afectados, Helmut perdería la cabeza y yo también, sólo que yo lo haría literal- mente. —¿Qué es lo que sabes? 223

El Sanador de la Serpiente —La villa será atacada al caer la noche—Nikola se acercó a Lëna, rega- lándole su capa de viaje—Es orden del rey. —¡Por qué haría algo así, no lo entiendo! —No tienes por qué hacerlo. —Nikola, pero yo… —Helmut quiere verles bien, Lëna. Al obedecerme estarás complacien- do a tu marido—La mujer suspiró, doblando la capa, dejándola sobre una silla—Sabes que tus niños estarán bien lejos del fuego de esos ar- queros. La puerta fue abierta por una patada torpe, chocando contra la pared. Dos niños idénticos entraron corriendo a la casa, sacudiéndose la tierra de la ropa sucia sin remedio, abalanzándose a los brazos de Nikola quien les cargó sonriente. —¡Tío Nikola!—Los gemelos de ojos color cielo y cabello chocolate abrazaron el cuello del hombre, hablando al mismo tiempo—¡Qué bue- no que viniste! ¿Dónde está papá? —Está repartiendo una mercancía en Älmandur, demorará en llegar— Nikola dejó a los niños en el suelo, acuclillándose para mirarles a los ojos—Saben, falta fruta para el postre, ¿pueden ir al manzano y traer algo para más rato? —¡Sí, sí podemos! Los pequeños de ropa en girones levantaron las manos perfectamente coordinados, abandonando la casa entre prisas y empujones, corriendo cerro arriba donde el manzano brillaba a la luz del sol. Lëna miró seria- mente a Nikola quien ya se marchaba. —¿Seguro que vendrán a destruir nuestra villa? —Tengo información de primera mano. —Ay, tú y tus contactos extraños en la capital. Más pareces bandido que mercader… —Fui ladrón por muchos años y lo sabes. Pero el pasado no es impor- tante ahora, Lëna. Coman bien y márchense. —¿No almorzarás con nosotros? —Ojalá pudiera, señora mía… digo, Lëna. La mujer rió tapándose la boca con un paño de cocina. —Siempre me he preguntado porqué sueles tratarme como si fuera al- guien más importante, ¿acaso Helmut es un mercader de buena situa- ción? Oh no, algo más realista: tiene una esposa en la capital y yo soy la segundona, ¿verdad? Nikola se afirmó en el marco de la puerta, acariciando las crines de Ta- lento quien deslizaba sus labios por la cabeza de su amo. —Eres importante, Lëna. Helmut es mi amigo, el más querido de todos y su bienestar es también el mío. Ustedes son su familia y no permitiré que algo malo les suceda… sería una carga demasiado pesada para mi pobre consciencia. La mujer afirmó su mano en el pecho de Nikola, notando cierta tristeza en las palabras de su amigo. —Ay, ustedes los humanos, creen que pueden escondernos la verdad. Algo me dice que ni tú ni mi esposo son lo que dicen ser pero ¿qué remedio? Dile a ese imbécil que venga a la casa porque ya se viene el 224

Victoria Leal Gómez cumpleaños de los niños y quieren verle. Su última visita fue hace siete meses, ya me estoy olvidando de su cara. —Lëna, te dije que deben abandonar la villa, nada de celebrar cumplea- ños, eso es en un mes más—Nikola miró al cielo, devolviendo su vista al camino—Debo marcharme. Por favor, llévate a los niños a Ise. —Ya te escuché hombre, ya te escuché. Dile a ese imbécil que los niños cumplirán cinco años. —Él lo sabe, lleva la cuenta de sus hijos y la tuya, querida Lëna—Ni- kola tomó la mano de la mujer, besando sus dedos maltratados por las labores domésticas—Adiós, mi señora. Que los Altos bendigan vuestro viaje. —Ay hombre, que no soy una princesa. —Claro que no, eres la reina del corazón de Helmut. —¡Cierra la boca!—Lëna usó el paño de cocina para golpear a Nikola, quien reía mientras se marchaba—¡Y no vuelvas a vernos si no me traes a mi rufián! ¡Mi cama está más fría que la cúspide de la montaña! —¡Le diré eso, tal vez consigo entusiasmarle! Nikola marchaba cerro abajo, suspirando desganado hasta una esquina vacía en la que afirmó la espalda contra un muro de piedra. Fregó su rostro cansado y recitó unas palabras extrañas antes de desaparecer ante los ojos de un pobre perro quien huyó despavorido en dirección con- traria. El animal escapó hasta que su hálito ya no conseguía reunirse, arrojándose al sueño en las puertas de la única taberna en kilómetros a la redonda. Las velas eran encendidas por los dueños cuando la noche abrazó la villa y, mientras el sosiego de la luna adormilaba a unos habi- tantes, encendía las ganas de beber de otros. Mas quienes no disfrutaban ni del sueño ni de la bebida eran los vigilantes en sus torretas. Encen- dían sus antorchas y prestaban ojos atentos a cualquier extraño buscan- do refugio tras una mala jornada en el Bosque del Olvido. Desde lo alto nada interrumpía la habitual pasividad de la foresta. Un vigilante ofrecía vino caliente a un colega cuando una flecha se in- crustó en la madera del puesto. Al levantar las orejas y observar la di- rección de origen vieron una línea de treinta arqueros preparando el siguiente tiro: esta vez con flechas encantadas por el elemento fuego. El símbolo de la magia oscura brillaba para generar la llama, la primera flecha se trataba de un error por parte de un arquero presuroso quien olvidó recitar el encantamiento antes de liberar la flecha. Su superior le dio en el casco con una piedra, momento en que el hechizo fue recitado, la flecha alineada… Los vigilantes usaron el gran cuerno para avisar a la villa, inmediata- mente la gente abandonó sus casas con los pequeños a cuestas, los an- cianos puestos en carretas, los animales fueron arreados a zonas altas mientras los hombres y mujeres que supieran manejar armas corrieron a la línea donde el jefe de los vigilantes gritaba una estrategia. Los arque- ros fueron a lo alto mas el incendio ya devoraba la gran muralla erigida para proteger el poblado. Los vigilantes notaron que la muralla se convertía en despojos pero esa no era la preocupación real sino una distracción: por el oeste todas las barreras habían sido destruidas por arietes de gigante y las personas que 225

El Sanador de la Serpiente trataron de escapar por aquella vía fueron tomadas, amarradas y encan- tadas por los soldados. Los árboles aledaños a la villa se hicieron vícti- mas de las llamas y el humo ocultó el brillo de las estrellas. Cuando to- das las tropas ingresaron, ya no había nada que defender. Los vigilantes y valientes sobrevivientes fueron arrasados con hechizos que separaban sus espíritus de sus cuerpos… Su sangre fue puesta en frascos cuyos sellos inscritos mantenían el ca- lor de la vida en el interior y todo eso fue visto por la asustada Lëna ya sobre el cerro con sus niños a lomos del veloz Talento. Los gemelos se abrazaban espantados por el fuego y los gritos, usaban la capa de viaje para aislarse del mundo exterior. La mujer tomó las riendas del animal y continuó la marcha más allá del Bosque del Olvido, sabiendo que Nikola era un hombre de fiar. 226

Victoria Leal Gómez 227

El Sanador de la Serpiente 14. La única Salida. Por vez primera en su corta existencia de quince años, Lotus sentía su corazón a gusto de acompañar a su hermano en la fechoría de revolver un dormitorio ajeno. Liberando una llave de su pañuelo de seda púrpura, Sebastian ingresó al aposento de Elisia, vigilando cautelosamente el oscuro interior antes de permitir el paso a su hermana menor. En puntas de pie, la muchacha recorrió con la vista las velas, las extrañas marcas rojas en los muros y las maderas tapiando las ventanas. —Terrible lugar, salgamos de aquí pronto… —Saldremos cuando pille algo que me sirva. —¿Por qué no le clavas un puñal en el corazón, como siempre lo haces? —Porque la muy desgraciada no muere por un cuchillito, Lotus. Ni creas que no lo he intentado, se revuelca como un cerdo en el matadero pero ya está, toda una desilusión. —Sebi, eres extraño… ¿disfrutas esas cosas? El joven miró hacia la cama donde noches atrás se embriagaba con el brebaje preparado por su hermana, notando el esbozo de una silueta bajo las sábanas azul marino. Lotus se sobresaltó escondiéndose tras su hermano quien lentamente se acercaba al pobre joven desnudo. —Parece que mi prometida gusta de la sangre joven… parece menor que Wilhelm. —¡Está desnudo! Lotus corrió al extremo del cuarto, tapando sus ojos. —Obvio que está desnudo. —¿Para qué quiere varones desnudos en su cama? —No creo que para pintar cuadros, preciosa. —Sebi, ella… ¿ella te ha visto… así? Sebastian destapaba al muchacho atontado y pálido. La frialdad en sus amoratadas carnes también enseñaban marcas de precisión en venas importantes. Las sábanas se hallaban manchadas de granate ya reseco. —No creo, me puse uno de tus camisones la última vez que vine a dor- mir aquí. —¡Qué! —Tenía que verme mata pasiones, ¿qué mejor idea? Además, con esa salsa horripilante que me diste, mi pobre amigo también estaba dur- miendo así es que, no te preocupes, aún soy puro y casto. Probablemen- te me vio desnudo porque me desperté con la ropa revuelta pero qué, no creo que se haya encontrado con algo nuevo aunque dudo que alguna vez haya visto algo tan flácido. —Sebastian, mejor cierra la boca, por favor. Te ves hermoso calladito. El joven sonrió burlándose de su hermana, observando las sábanas de una cama sucia y revuelta. —Huellas de varias sangrías… —Imposible, eso es cosa de sanadores. —Mira, a este pobre le están sacando sangre como si se tratara de una morcilla… es una sanguijuela con falda la muy asquerosa. Menos mal que me contaminé con hongos esa noche. 228

Victoria Leal Gómez —Sebi, salgamos de aquí, yo ya vi suficiente. —Vete si quieres. El joven en la cama serpenteaba antes de ser cubierto. Sebastian le quitó el cabello del rostro. —Pobre niño, no quiero imaginar las salvajadas que le han hecho — Sebastian sentó al muchacho, afirmando su espina en un montón de almohadones ajustados por Lotus— Tú, ¿por qué estás aquí? Aquel pobre jovenzuelo se venas azulosas en las sienes reunía sus esca- sas fuerzas para sonreír. —La señora Elisia me necesita. —Imbécil, sólo te usa. —Te equivocas me necesita… —¿Para qué? —Ella necesita… fuerzas. Y ya la tiene. Johavé vendrá, vendrá… Lotus tapaba su boca alejándose del muchacho deseando abandonar el cuarto, rezando a los Altos por su protección. —Miserable bruja. Sebastian ignoró al joven desnudo, pateando frascos de perfume, zapa- tos y vestidos pululantes en las alfombras. Su vista era incapaz de enfocarse en un punto hasta que dio con un libro abierto en un rincón. Lotus también notó el manuscrito en letras rojas y sellado con un extraño círculo. —Sebi, no lo leas, no sabemos qué dice. —Ni loco lo leo. Y de todas formas, está en Sgälagan. La muchacha corrió hacia su hermano, sujetándole del hombro. —¡Evita posar tus dedos sobre las palabras! —Ya te dije que no lo leeré. Tranquila. Lotus mantenía la tensión en sus piernas por si necesitaba correr pero ese nerviosismo en su espina invadió todo su cuerpo cuando una mano delgada se posó en su hombro. Volteando lentamente, la muchacha apretó los dientes, sin saber qué hacer… Para fortuna, sólo se trataba de Mila, sostenía un balde con agua y un escobillón. —Señores Klotzbach, ¿qué hacen aquí? —¿Turismo… exótico? —Señorito, no haga bromas tan oscuras. —No son más oscuras que las ambiciones de esa bruja. Lotus se escudó tras Sebastian quien se cruzaba de brazos, charlando con la sirvienta. —Mila, veo que su servicio es incondicional. —Simplemente no soporto ver ese botadero. —A mí tampoco me gusta ese desastre, ojalá pudiera hacer algo más que revisar los artilugios incomprensibles. De ser usted, toda esa mugre ya estaría quemándose en una hoguera, ¿no concuerda usted? Mila dejó el balde en el suelo y el escobillón afirmado en la pared. —Discúlpeme pero, ¿por qué me confiesa sus emociones? ¿Cómo sabe usted que yo no soy de la misma especie? Sebastian hizo una mueca, la misma sonrisa fingida tan encantadora que todo el mundo admiraba. 229

El Sanador de la Serpiente —Mila, yo le veo. Es usted muy distinta de Elisia. Aquella niebla alrede- dor de su cuerpo, los rayos saliendo por los pies y la sangre de su verbo, nada de ello se condice con usted. —Usted ve lo invisible para los ojos… —Fui bendecido por los Altos. Sin embargo, es un poder difícil de ma- nejar, una terrible responsabilidad. Por eso le admiro, porque veo que usted también ve y, aun así, permanece junto a esa bellaca. Mila desataba las cintas que sujetaban su gorra de encaje, descubriendo un largo cabello verde aguamarina que golpeó la alfombra. —Supongo que es absurdo esconderle mi identidad. —Así es, Mila. Es usted un Alto. —Mi origen no es de la estrella brillante en la Lira sino del Escultor. Pero está en lo correcto, soy un Sgälagan. Lotus se adelantó tomando entre sus dedos algunos mechones de la lar- guísima cabellera aguamarina. Un aroma floral nacía de esta y pequeños destellos adornaban las puntas teñidas con arenisca magenta. Sebastian también se sentía encantado por la apariencia de la sirvienta en ropajes negros pero tenía ideas en mente. —Explíqueme, ¿por qué se expone de esa manera? —Soy una de las siervas de Shailesh, el hijo segundo de Sekemenkare y Thul. Shailesh nos envió para vigilar el mundo humano, en especial este reino, donde uno de sus descendientes fundó su hogar. —¿Vigilar?—Sebastian meneó la cabeza—Vaya interesante reporte el que entregará a su amo. —Parte de mi labor es impedir el surgimiento de la maldad pero… he llegado tarde. La señorita Frauke ya era receptora del mal antes de que Elisia tomara su cuerpo. Desde pequeña fue entregada a las Artes Os- curas y aún no alcanzaba la madurez de mujer cuando conoció hombre presentado por su padre, sólo con el fin de aumentar la corrupción en su carne. Lotus recordó sus conversaciones y su actuar, sintiendo nerviosismo y comezón en su piel. —Sebi, Mila tiene razón y yo fui incapaz de notarlo… Frauke se hallaba descompuesta por algo y no supe verlo. Hablaba lujuriosa y gustaba de mirarse desnuda frente al espejo… —Tranquila, preciosa—Sebastian mimó la coronilla de quien se aferra- ba a su brazo—Nadie pudo advertirlo, no es tu responsabilidad. Sebastian giró avanzando hacia el pasillo seguido por su hermana y Mila. Una vez fuera de la espantosa recámara, el joven cerró la puerta con la misma llave del pañuelo púrpura. —Sierva de Shailesh, ¿cuál es tu deber ahora que Elisia ya está iniciando sus pasos en este mundo? —Mis labores son impedir que su poder ascienda y eliminarle. Sebastian rascó su barbilla. —¿En verdad está encinta de un Umbrío? —Ha utilizado al pobre Nikola para tales fines. —Nikola… él también es brujo. Muchas veces nos ayudó en batalla in- vocando huestes de sombras a su servicio y curándonos de heridas le- tales con sólo recitar poemas extraños. No me extrañaría que se haya 230

Victoria Leal Gómez prestado para “hacerle el favor” a la bruja, después de todo, se conocen bastantes años gracias a Helmut… tal vez hasta hayan escondido un ro- mance. —Sebastian Klotzbach, no seas vulgar. —Ay, Lotus, déjame tranquilo un segundo, necesito atar cabos. —Lo ha dicho groseramente pero es verdad. —Muy bien, entonces, tenemos un propósito en común, señora Mila. —Sebi, ¿qué haces? —El enemigo de mi enemigo es mi amigo. —Otra vez con tus máximas… Sebastian y Mila se dieron un apretón de manos, mirándose con fervor. —Vámonos, tenemos que hablar con el sanador. —Ay no, otra vez me pondrás en una situación incómoda, ¿verdad? —Señorita Lotus, si tiene temor puede marcharse. —No puedo, si dejo a Sebastian obrar por su cuenta es probable que cometa algo terrible. El joven tomó la mano de su hermana, acercándole y abrazándole. Besó su frente con una sonrisa complaciente, dándole la razón a la muchacha desconfiada. —Señora Mila, ese niño por nacer… —Será la cápsula para contener un espíritu de mayor fuerza. —Entonces haremos que arroje ese niño por el desagüe. —¿Ve? Y eso que estoy con él… no quiero imaginar las atrocidades que hace en solitario. —Pues evita hacerlo, te quedarás corta de imaginación. —No puedo creer que seas una persona. —Vamos, preciosa mía— Sebastian besó la frente de su hermana, to- mándole las manos— Tus sagradas manos conocedoras de las plantas del reino serán las que colaboren en la noble causa de eliminar el mal de Älmandur. —¿Cómo puedes fingirte justiciero si cometes crímenes contra los cri- minales? Eres peor que ellos. —Lo siento, Lotus. Tal vez en el mundo de los Altos las historias sean diferentes pero nos ha tocado nacer en estas tierras corruptas… se hace lo que se puede. La muchacha suspiró, intentando encontrar apoyo en Mila quien tam- bién exhaló resignada. —Quedan cinco meses para el nacimiento de la criatura. Si no conse- guimos impedir el alumbramiento nos veremos en la faena de… —Oh muchachas, déjenmelo a mi. No será el primero ni el último en mis manos. —¡Sebastian, estás hablando de un recién nacido! —Un cuello más, un cuello menos. Al final, todos debemos morir, unos antes, otros después…—Sebastian tomó la mano de su hermana, ca- minando lentamente por el pasillo—Mila, limpie y ordene esa pocilga. Nosotros evaluaremos el siguiente paso. —Sólo mantenga su sed de sangre a raya, por favor. —Déjenme obrar acorde con la única educación que he recibido, pre- ciosas mías. 231

El Sanador de la Serpiente *** El sol yacía en la línea que dibujaba un horizonte de perlas doradas tiñendo de naranjo las hojas resecas en los suelos alguna vez frescos y dulces ya congeladas por los primeros fríos del invierno. El camino crujiente creado a fuerza de machetes era aplastado por pasos firmes que rompían las ramas desechadas, siendo la única senda sin ria- chuelos hacia el centro del Bosque del Olvido, destino del batallón de Äingidh envueltos en pieles y cueros negros sin tratar. Algunos se que- jaban por la falta de descanso pero el mayor dolor de cabeza era acarrear a los prisioneros en lágrimas y hambrientos, en su mayoría eran peque- ños niños que coincidían con la descripción del muchacho buscado por Elisia. Arrastraban sus pies descalzos por el fango sin más remedio que continuar la larga marcha hacia un extraño lugar cubierto de cenizas. A lo lejos era visible un socavón capaz de tragarse una montaña completa y desde allí provenía el fuego que consumía parte de la foresta afligida y quejumbrosa buscando fumigar a los invasores al arrojarse sobre los lomos de los soldados, sin mayor éxito. El ejército mantuvo el ritmo de la marcha hasta que la madrugada llegó, revelando un claro aún verdoso pero cubierto de la escarcha reinante por todo Älmandur. Allí los defor- mados hombres agarraron a los prisioneros encadenados, amarrándoles a un árbol de recio tronco, disponiéndose a descansar junto a un fuego encendido por una flecha encantada que inició la caldera para los ani- males cazados. Algunos prefirieron asar sus presas, otros simplemen- te las atraparon y las mordieron para aprovechar hasta el último grito, ignorando por completo la expresión de irritación en su amado líder quien prefería aplacar el hambre bebiendo el agua de la laguna antes que someterse a la extraña celebración sanguinolenta. Nikola se apartó del grupo observando la zona más iluminada del claro como si pudiera ver a un animalillo jugando a las escondidas, siguiendo el rastro invisible de un hilo de perlas verdosas. En su búsqueda llegó a la pérgola de mármol con el árbol blanco en su centro y allí se topó con un ciervo bastante peculiar pues no tenía un cuerpo de animal peludo alistándose para el invierno sino que era completamente traslúcido y se podía ver diminutas flores naciendo desde su corazón, cayendo a los suelos a medida que avanzaba por la hierba. Su cornamenta eran ramas frescas de abedul de las cuales colgaban cascabeles en cintas doradas que rozaban su lomo manso y brillante como la esmeralda. Nikola sintió un calor tan profundo en su pecho que fue paralizado por la belleza del animal que mimaba su rostro con la nariz húmeda y fría. Su mano escapó a sus órdenes y se vio rascando las costillas del ciervo entre sonrisas y simpatías ya que el animal lamía sus hombros mientras pequeñas bailarinas viviendo en los tréboles se treparon por la capa del Caballero. El ciervo se hundió en la mirada de Nikola, los fuertes y profundos es- meraldas se encontraron con la negrura del humano pero este no fue capaz de reaccionar. El joven apretó las mejillas del ciervo, besando su nariz y buscaba un regalo en su alforja cuando un hacha se clavó en la 232

Victoria Leal Gómez frente del animal. Nikola se apartó espantado cuando el fluido del ciervo ensució su piel pero no fue la herida lo que le asustó sino la frialdad de aquella sangre verde y luminosa desde donde nacían ramitas, flores y personitas con la altura de un meñique. El Caballero vio a sus familiares cortar los miembros del ciervo, devo- rando la luz que de él nacía pero sin poder hacerla propia de sus carnes ya que esta se escapaba para restituir la naturaleza del sagrado animal que comenzó a inflamarse tremendamente y pronto su cuerpo abarcó todo el claro pero las plantas ya no nacían fuertes y verdes sino que morían y el bosque gritó en todos sus rincones. La mano pesada de un Äingidh aplastó el hombro del apesadumbrado Nikola, hablando con cavernosa voz raspada por heridas en la garganta. —Hora de someterle, es su turno. —No me digas lo que tengo que hacer. —Parece usted muy confundido, señor. En sus ojos veo que está dudan- do de su elección… —Eso no es así. Ya no tengo alternativa. Nikola dejó que el Äingidh corriera con su hacha, sumergiéndose en el cuerpo ya líquido del Guardián del Bosque, entre bramidos y chilli- dos de angustia, el ciervo ensuciaba los ríos con brea caliente y viscosa, creando un incendio tan magno que era visible desde la capital del reino. Las hachas desgarraban la piel conteniendo la esencia del animal derra- mado por el pasto como ácido pulverizando hasta el aire ya irrespirable y cubierto de ceniza. El mandoble de un soldado humano fue usado como escalera antes de convertirse en la única arma capaz de rebanar el cuello del Guardián sin fuerzas. Su cuerpo era un gran saco de aguas infectas inundando todo el Bosque del Olvido y nadar contracorriente no era opción por la fuerza tan inmensa que desprendía montañas de sus cunas. Si embargo, Nikola permanecía ingrávido sobre la copa del árbol blanco, esperando que la cabeza del ciervo cayera en sus brazos. Cuando el mandoble terminó su faena, la triste expresión desilusionada del ciervo miró por última vez a Nikola quien apretaba la cabeza contra su pecho, sujetando las lágrimas que no debía enseñar. El hombre des- cendió sobre una roca, momento en que la gran cabeza se hizo menuda como de cervato recién llegado al mundo. En la palma de su mano latía un cristal tan brillante como el sol del primer día del verano pero este fue escupido por el brujo, creando una sustancia oscura al envolver el cristal con su saliva. La cabeza fue arrojada a las aguas tempestuosas ahogando todo ser a su alcance pero estas cesaron su marea cuando el cuerpo del ciervo se reencontró con el cristal y se unieron en una danza sobre el bosque estrellado. El cuerpo esmeralda del ciervo se hizo negro y ya no parecía un ciervo sino un gran toro cuyo corazón encerraba una celda donde dormía un cervato de cristal. El bosque se calmó al alba cuando Nikola se arrojó al mojado césped, rodeando sus piernas al esconder su rostro bajo su capa. Secó sus lá- grimas silenciosas con la manga antes de revisar una lista firmada con nombres indescifrables, pronunciando cada uno de ellos. Luego tomó un segundo pergamino y, cuando estaba rodeado de hombres de negro deformados por el fuego, de la tierra se levantaron los confundidos y 233

El Sanador de la Serpiente adoloridos prisioneros que escupieron el agua en sus entrañas peor sin poder escapar del yugo. Nikola guardó las listas en su morral antes de retomar la marcha por el antiguo sendero a lomos del toro a su servicio, llevando consigo una carga inaguantable que rasgaba su corazón. Al abandonar la foresta, la tierra lentamente fue abriéndose y desde el socavón comenzaron a surgir siluetas similares a hombres que repta- ban a los pies del líder de los Äingidh, dejando atrás un bosque ya sin voz donde el pequeño viajero revisaba su mapa borroso dándole esca- sa guía. Atravesó un riachuelo coronado por un arco de ramas y flores blancas justo cuando una sustancia oscura y gelatinosa buscaba atrapar- le los pies. De vez en cuando una hoja se enredaba en el trigo de su me- lena, rascando la piel sonrosada de quien buscaba la salida del bosque. En la otra orilla se apreciaba el Trono del Gigante, palabras anotadas con grandes letras rojas sobre un dibujo en el mapa. Huyendo del extraño comportamiento enseñado por el bosque en las últimas horas, el viajero puso pies en tierra seca y aún cubierta de hojas naranjas, doblando y guardando el mapa en el morral a la altura de la cadera. El muchacho observó el rayo de luz atravesando la espesura, ilu- minando a una pareja de ciervos danzarines sobre el Trono del Gigante. Y, vaya tronco que era ese tal trono. Una tropa de doscientos hombres podría caminar sobre él y este apenas se inmutaría mas, ¿por qué una tropa y no una villa o un carnaval? El viajero no entendía sus pensa- mientos, rascaba su nuca en busca de algún sendero que le llevara al matrimonio de ciervos juveniles. Extasiado por los gráciles y juguetones movimientos de los animales, el niño tomó la pluma, utilizando el dorso del mapa para garabatear las siluetas de las criaturas aún manchadas, añadiendo detalles del follaje y los insectos. Mas cuando era tiempo de ilustrar el gran tronco, los ciervos tomaron tal carrera que parecía un vuelo y les perdió de vista. El caminante abandonó la pluma y el papel descubriendo un grupo de soldados disparando flechas al aire y sus há- litos eran de fuego al igual que sus fulgurantes ojos pero sus rostros eran indecibles como sus intensiones. Sintiendo temor por su vida, el mu- chacho se escondió al interior de un árbol antiquísimo, escuchando los pasos de los soldados en armadura negra, las pezuñas de los increíbles ferales de largos colmillos ensangrentados, el metal de las espadas… Tapó su boca por temor a que se escapara el aliento y no regresara jamás pero eso no sería suficiente. Buscaba crear un hoyo en la tierra cuando una mano suave se apoyó en su hombro. La mujer de cabello cobrizo le señaló sutilmente que mantuviera silencio al posar su índice en sus lozanos labios rosados, mostrándole un túnel de hojas perennes del otro lado. Cuidando de no pisar alguna rama ruidosa, el viajero siguió a la mujer arquero quien cuidó del niño al cargarle por la corriente del río donde el grito de un hombre espantado cortó el aire, atrayendo al gru- po de soldados como si la miel cubriera sus gargantas. Empujándose entre ellos para llegar primero que el colega, la avanzada arrasó con las enredaderas a fuerza de espadas y dagas, desapareciendo el arco de flo- res y ramas que adornaba el cruce, aplastando liebres, zorros y cuando pequeño pudiese estar allí descuidado. 234

Victoria Leal Gómez La mujer abandonó el escondite tras el árbol cuando el último resoplido se esfumó, estirando la mano al confundido joven aún sin aliento. —Lïnawel. —¿Lïnawel? —Es mi nombre. Te lo digo para que me des las gracias porque ya tienes una deuda conmigo. —En verdad… lamento mi torpeza, espero puedas disculparme algún día. Si alguna vez necesita de mis talentos, sírvase de ellos a manera de paga por su atención. —¿Qué pasa contigo? —Discúlpeme, mi aturdimiento me impide comprender lo que intenta expresar. —Hablas como si vinieras del siglo pasado. Je, je, te escuchas gracioso, créeme que este no es el mejor sitio para hablar así. El muchacho carraspeó sorprendido de ser ayudado por una mujer tan alta como dos hombres fuertes. Su cabello era cobre y le traía imágenes de alguien a quien no conseguía recordar. Tenía largas piernas embarra- das pero ágiles mas su encanto eran las cejas de fuerte carácter solitario. El niño se sintió disminuido por la presencia de Lïnawel y desenredó su cabello bruscamente mientras se encaramaba a una roca para mantener el contacto visual con la mujer. —Creo que eso tiene escasa importancia en este momento, mi estimada Lïnawel. Muchísimas gracias por apartarme del peligro. —Qué raro hablas… en fin, ni me importa. Me debes una gorda y te la voy a cobrar. —Será un placer pagar mi deuda… —Ahí vas de nuevo, ¿intentas coquetearme? Ya me trataste como don- cella antes y ahora… no señor, soy una mujer casada. —Mis perdones—El muchacho se inclinó con su mano en el pecho— Tal vez mi expresión pueda mal interpretarse pero mi intención es com- pletamente distinta. Lïnawel levantó una ceja, cruzándose de brazos y mirando al joven de cabeza a los pies enseñando una sonrisa de burla pues el hombre ante ella era diminuto y delgado como una rama. —Me vale, en tanto no tengas malas intenciones te seguiré ayudando ¿cómo te llamas y de dónde vienes? Necesito saberlo para cobrarte el favor. A no ser que desees regresar a casa. —¡No, eso no! —Como quieras pero necesito saber tu nombre. Este bosque es así y yo quiero saber si te afectó… aunque veo que sí lo hizo porque no me recuerdas. El joven retomó una postura perfectamente erguida mirando a la mujer con tales grandes ojos inocentes que Lïnawel sintió deseos de apretar las rosadas mejillas del recién salvado. —Yo… soy… —Anda, apura. Que no tengo todo el día. Rascando con insistencia su nuca, el viajero no conseguía dar con lo pedido por la arquero envuelta en una bufanda gruesa y verde. —Me es imposible recordar… 235

El Sanador de la Serpiente —Buh, que pena pero bueno, ya tendrás tiempo. Es obvio que la maz- morra te hizo mal. Mira, encontré esto en tu bolsillo—Lïnawel enseñó un anillo de oro macizo y un rubí en forma de pera cuyos destellos crea- ban miles de pequeños arco iris en la piel de la mujer—Con esto me doy por pagada. Si nos volvemos a encontrar te invitaré una jarra de cerve… leche, ¿te parece, niño? —Qué extraño… te recuerdo y a la vez no. —Sí, vaya que es extraño. Esta joya es… carísima. ¿Eres un ratero? El muchacho meneó la cabeza, negando. Aquel trozo de metal era va- liosísimo pero, ¿cómo llegó al morral? ¿Era del esqueleto bajo el árbol o le pertenecía? —Lïnawel, esa joya le pertenece a otra persona y sería una desgracia entregarla sin su autorización. —Ay no, ya me la he quedado. Si la quieres, tienes que hacerme caso en lo que yo te diga. Lïnawel corrió a través del túnel de hojas perfectamente verdes como sus vestiduras, reía mientras miraba los destellos del rubí iluminando su camino. Al viajero perdido no le quedó más alternativa que seguir a la mujer esquivando ramas agresivas y polen irritante, intentó alcanzar a Lïnawel mas el viento era su amigo y resultaba imposible seguirle el paso dadas sus largas zancadas. Una piedra hizo que el muchacho se fuera de cara al suelo y desde allí veía la salida del bosque, una luz tan maravillosa y celestial que de Lïnawel sólo se veía su difuso contorno de firme guerrera. La mujer sacudía su mano en el aire riéndose del viajero, dando brincos para subirle los ánimos. —¡Öi, apura! Retomando sus fuerzas, el muchacho sonrió al levantarse persiguiendo a toda velocidad la luz al final del tunel buscando atrapar a Lïnawel y quitarle la joya. El problema es que el final del bosque era un acantilado y el pobre tipo rodó por la tierra al resbalarse con una charca, girando cerro abajo y golpeándose con afilados peñascos, cortándose, tragando gusanos y lagartijas, enredándose con ramas antes de ser pateado por las piedras desmoronándose desde lo alto. Una vez su cuerpo fue maltratado por las piedras hasta el agotamiento, el muchacho cayó en un estanque que llenó sus pulmones de agua dulce pero que fue teñida de rojo vivo naciendo desde el costado izquierdo del niño sin fuerzas para tener los ojos abiertos. Afortunadamente, aquel estanque se hallaba cerca de un camino por donde pasaba una carreta tirada por dos caballos, dirigida por un varón de cabello negro, corona de hojas azules resecas y rostro plagado de pequeñas cicatrices antiguas. Enseñaba una expresión de somnolencia contagiosa y bostezaba de vez en cuando antes de reacomodar su cabello negro tras sus largas ore- jas cortadas por cientos de aventuras descuidadas. Estiraba su espalda cuando vio al niño ensangrentado sumergido en el agua. Sin dudarlo soltó las riendas, corriendo para socorrer al jovenzuelo inconsciente. Desde el interior de la carreta techada se asomó una mujer de larga tren- za dorada sucia con tierra y ramitas quebradas. De cuerpo estilizado y fuerte, sobre sus ropajes verdes llevaba piezas de cuero a modo de armadura al igual que su compañero. Asombrada por la visión del niño 236

Victoria Leal Gómez herido en la charca se le acercó rauda, buscando el latido del corazón al afirmar sus dedos índice y anular en la carótida del cuello. El joven de cabello oscuro y corona de hojas azules sujetaba al mucha- cho, mirando a su compañera. —¿Me vas a decir que este pequeño rodó desde allá arriba? La mujer examinó el corte en el hipocondrio derecho, presionándolo con un trozo rasgado de su propia túnica. —Ya quisiera tener ese aguante, ha de ser un hombre de piedra… Lörel, súbele. Así como está necesita un milagro. La mujer regresó rauda a la carreta preparando cama mullida con las frazadas escondidas en los cofres mientras el viajero fue cargado con rapidez por Lörel, quien poco demoró en subir al vehículo. —¡LÖREL, QUÉ HACES! —¡Qué pasa, por qué me gritas si ya lo estoy acomodando y no estoy sordo! —¡PEDAZO BRUTO, que no vez que tiene roto el brazo! —Ay sí, tienes razón… yo creía que lo tenía así de largo. —Uf, a ti ni a latigazos te ablando, so cuesco de durazno. —No seas tan mala, Eli. —Dámelo, yo lo cuido o tú te lo vas a cargar—Eli posó la cabeza del niño en una almohada, limpiando la sangre y la tierra con los apropia- dos vendajes que llevaba en su morral—Lörel, vamos a necesitar mucha agua limpia, ¿a cuanto estamos de llegar a la posada más cercana? —Tal vez a unas cuatro horas pero, ¿aguantará tanto? Beithe está a dos horas y media, mejor vamos directo con el maestro. Ëlemire cobijó al niño con una manta gruesa momento en que el herido enfocó su vista en al borrosa imagen de la mujer con cicatrices en la frente y párpado derecho. El viajero perdido levantó sus manos, tocan- do las mejillas de Ëlemire enseñando una sonrisa tímida. Lörel sonrió enternecido, mirando a Ëlemire con felicidad. —Vaya, el montón de huesos se enamoró. El maestro se va a enfadar mucho. —No seas ridículo, Lörel. Está alucinando en fiebre, debe creer que soy su mamá. —Está alucinando con comida, Eli. Míralo—Lörel pinchaba las costillas del maltratado joven— Una, dos, tres… un corte gordo, cuatro, cinco y mira eso, parece la cadera de una momia seca. Me pregunto si se le habrá secado también “eso”. —Ya, ¡menos cháchara!—Eli palmeó la mano de Lörel, evitando que este revisara la intimidad del muchacho— Ya me di cuenta que está bien feo… ¡MARCHANDO A LA VILLA QUE NO NOS PAGAN POR DESVESTIR VAGABUNDOS! —A mí no pero parece que a ti sí. Eli golpeó la cabeza de su colega con el codo antes de hacer una amarra improvisada, corrigiendo el brazo torcido del muchacho a duras penas consciente. —Ay, Eli, lo siento, de verdad. —Pedazo imbécil, es mi trabajo desvestirle para examinarle. —No me pegues, por favor, todavía no me recupero de la última tunda 237

El Sanador de la Serpiente que me diste… —¡Te las tienes muy bien ganadas! Ëlemire empujó a Lörel con el pie obligándole a retomar el control de la carreta cuyo destino era la frontera sur de Älmandur, donde las últimas arboledas eran milenarias y sus habitantes escarbaban los troncos para vivir hasta el fin de sus días. La mujer de trenza apretada limpiaba la frente arañada del pobre niño envuelto en mantas, preguntándose cómo un alguien tan joven pudo sobrevivir una caída tan terrible mas su preocupación se concentraba en la cantidad de sangre perdida, un rojo tan brillante y poderoso capaz de deleitar a la fiera más temible como lo era Elisia, mirando su reflejo en la copa servida por Mila. Pocas velas iluminaban el cuarto y estas se agrupaban en la mesa donde Hagen también bebía de aquel granate en- tibiado por el calor de la chimenea en el cuarto, ignorando por completo el origen de tan excelso vino. El hombre firmaba papeles y leía otros junto al líder de sus avanzadas al revisar el mapa sobre la mesa el cual fue agujerado por banderines negros en las villas caídas y banderines amarillos en los próximos asaltos. —Señor, villa Hoja Verde nos proporcionó la mejor inocencia para la señora Elisia. Tras cumplir con la cuota, nuestra ama se vio revitalizada y con las fuerzas suficientes para realizar su gran misión. —Me alegra muchísimo. Elisia prepara algo importante y requiere de esos refuerzos. Dime, ¿cómo ha ido en el Bosque del Olvido? —Excelente, mi señor. El Guardián era manso como cordero y, a pe- sar de que nos envió al otro barrio, el buen Nikola… nos levantó de la muerte con una facilidad de espanto, he de confesar que me sentí extra- ño al regresar a mi cuerpo cuando ya me encontraba pisando el final del túnel—El soldado bebió de su copa de vino, aplacando una sed temible. Bajó la mirada antes de bajar el tono de su voz a casi un susurro—Sólo hubo un detalle que nos perturbó… —Pues habla que no tenemos toda la noche. —El brujo ese… parecía titubear. Se nos aseguró que él era fuerte y ca- paz de todo pero yo le vi jugando con el Guardián como si fuera su mascota… no lo sé señor pero eso no me pareció adecuado. —De eso me encargo yo, Hagen—Elisia miraba por la ventana igno- rando las presencias en la mesa—Nikola es mi subordinado y nadie le pondrá las manos encima. Yo me encargaré de rehabilitarle la mente. —Muy bien, una preocupación menos—Hagen alzó su copa a modo de brindis, bebiendo hasta el fondo, relamiéndose los labios—Dejemos ese tema para la señora. Ahora dime, ¿qué hay de las fronteras? Estoy interesado profundamente en las tierras del este. —Majestad, ¿puedo conocer sus intenciones con dicho reino? —El Reino de Älmandur merece la gloria y conquistar otros reinos ofre- cerá tal gozo a otras gentes. Hagen plantó una bandera roja en Knoxos, un reino instaurado de la nada y cuyo origen se relacionaba con el poder de los Altos. —Knoxos… nos enfrentamos a fuerzas desconocidas, Majestad. —Define “desconocidas.” —Mis hombres de confianza aseguran que dicho reino fue edificado por 238

Victoria Leal Gómez UN HOMBRE EN UNA NOCHE. Evidentemente fue utilizada… —Magia. Eso se hace con magia—Elisia acomodó su cuerpo en la bu- taca a la cabecera de la mesa, apoyando su copa sobre el mapa—Hagen, si quieres Knoxos para ti, tienes que darme a tus mejores hombres para entrenarles en las artes. De lo contrario, no podrás con ellos. —¿Qué hay de aquellos a los que instruiste? —¿Tus arqueros? Esa no fue instrucción, sólo les presté unos hechizos que fueron amarrados a las flechas. Una vez estas se queman, ya no sir- ven. Eso no es manejar las Artes de la Magia. Y lo mismo ocurre conti- go, una piedrita no te transforma en mago. —Comprendo. Pero esos hombres, ¿son o no de utilidad? La muchacha bebió la última gota del líquido burbujeante en su copa re- tomando el duro contacto visual con el soldado. El hombre sólo deseaba desaparecer en el acto y no regresar jamás al palacio pero, ¿cómo esca- par de la marca que la bruja inscribió en sus carnes? Sostuvo la mirada pero no por mucho ya que el sello en su frente ardía y se descarnaba ante la presencia de Elisia. Acongojado abandonó la mesa, bebiendo vino en las cercanías del ventanal, dejando que el rey y su bruja charlaran. —Esos hombres aún son útiles. Y me alegra que te hayas fijado en Kno- xos, allí existe un poder inefable que nos vendría más que bien… —Pues dinos, de qué se trata. —La Joya de Poseidea. Hagen se arrojó en su butaca, me ciendo su copa, señalando a Mila que sirviera una copa del líquido en la jarra. —El Reino Hundido… —Esa joya tiene propiedades atadas al tiempo. Si nos hacemos con ella, Älmandur será tuyo desde sus cimientos, desde sus inicios. Esta batalla jamás existirá pues tú serías fundador de Älmandur. —Entonces no se llamaría Älmandur. —Claro que no, mi querido Hagen. Hagen y Elisia chocaron las copas, bebiendo del líquido caliente. Sin embargo, Hagen se atragantó al reconocer el sabor ferroso, la textura gomosa adherida a sus labios tan impropia del vino. —Elisia… —¿Qué pasa? ¿Te gusta con limón y cebolla? —Iremos a Knoxos. —Primero—La muchacha tomó banderines, plantándolos en los sitios de su interés— Tráeme a la gente de Orophël, la Rivera y Roca Viva. Una vez reúna todo eso, tendré las fuerzas para darte tropas para Knoxos. Ahora, si de una vez por todas me traes a Wilhelm… —¿De quién me hablas? Elisia sonrió, arrojando su cuerpo en una butaca ancha, disfrutando de manzanas picadas en almíbar. —Interesante, o sea que ese niño está en el Bosque del Olvido… bueno, es una tierra amplia pero ya está bajo mi ojo. Encontrarle será sencillo con la ayuda del Guardián—La mujer lamía sus dedos azucarados, in- tentando dar con el rostro del hombre que deseaba—Ay, yo también estoy olvidándole, que desdicha. Mas mi alegría es grande porque puedo sentir su vida en este mundo, el resuello de sus entrañas me visita en mis 239

El Sanador de la Serpiente sueños… —Debe ser alguien formidable para conseguir arrebatarle los suspiros, mi señora. —Y tú fallaste en guardarlo para mí—Elisia clavó un puñal en medio de la mesa, volcando su copa de granate caliente sobre el mapa—y aún así te estoy entregando lo mejor de mi arsenal. —Elisia, señora Elisia—Hagen dejó su copa en la mesa, usando una ser- villeta para limpiar los restos del líquido deslizándose por su barba—La- mento mis anteriores errores mas le garantizo que, como ahora; todo irá de nuestra parte. —Ojalá sea así, no puedo pasar otro mes sin él. Su vitalidad le dará las fuerzas a mi bebé, recuérdalo bien. El soldado miraba a la sirvienta limpiar el desastre sobre el mapa, ayu- dándole para evitar imperfecciones en los territorios trazados. Hagen revolvía el cajón de sus memorias pero no conseguía dar con nadie lla- mado Wilhelm y su confusión aumentó cuando trató de entender las razones por las que Elisia era su compañera. Un velo oscuro escondía un secreto en su mente pero no alcanzó a mirar a través del lienzo, sus labios fueron más rápidos. —Entonces, reclutaremos a lo mejor de lo mejor en nuestras tropas, les instruiremos en tus Artes Mágicas y después, invadiremos Knoxos. El objetivo es la Joya de Poseidea. —Suena apetecible, Hagen. Sin embargo, olvidas una cosa. —Por favor, ilumíneme. —Un líder para tus nuevos magos, Hagen. No pensarás que yo andaré por allí, tengo mucho quehacer. —Señora Elisia, ¿qué características debe reunir tal hombre? Mila arrojó los trapos sucios a un cubo, ayudando al soldado a liberarse de su guantelete contaminado por el líquido caliente. —Despreocúpate, Helmut será un excelente mago una vez deje esa to- rre. —¿Por qué insistes en usar a mi hijo, no te es suficiente con Frauke? —Oh, si supieras toda la potencia que Helmut esconde bajo su piel, que- rido… pero confía en mí y busca a ese niño. Siento deseos de ir y cazarle pero verás, en mi estado no puedo ir corriendo por ese bosque a pillar a Wilhelm o a atrapar inocentes, ¿comprendes mi situación? Ahora, si me disculpan—Elisia tragó lo último que contenía el jarrón, llevándoselo— Tomaré un descanso antes de continuar con la sesión de Artes Mágicas con ese tonto de Nikola. Es hora de darle un buen remezón a esa loca cabeza suya. La mujer de cabello borgoña hizo un ademán para que Mila le siguiera por la oscuridad de los pasillos donde algunos locos sirvientes aún se empeñaban en revolver las maderas destrozadas en busca de un libro que nadie conocía. Elisia miraba los manuscritos desarmados en el sue- lo incapaz de recordar porqué se hayaba tan interesada en algo como eso. Decidió que usaría esos sirvientes para labores de mayor importan- cia. Pronto la mujer se descubrió como víctima del encanto del Bosque del Olvido y que debía anotar toda idea en su mente y eso hizo apenas ingresó a su dormitorio.  240

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El Sanador de la Serpiente 242

Victoria Leal Gómez EL SANADOR DE LA SERPIENTE Segunda Parte 243

El Sanador de la Serpiente 15. Borrascas de invierno. Si bien Villa Bëithe era presentada como una historia infantil en cuentos de hadas, el sitio era real. Las casas de los habitantes de la villa eran cuevas escarvadas en los abedules gigantes cuyas copas se co- nectaban a los árboles del Bosque del Olvido y a su encanto por lo que los viajeros visitando Villa Bëithe poco tardaban en olvidarla a pesar de encontrarse siempre verde y tibia, sin importar la estación del año. Corría el vigésimosegundo día del Mes del Ungido en la villa y el aire calentaba las habitaciones a tan buen ritmo que el sopor era natural y algunas personas dormían a pleno día por ese calor exquisito. El detalle que siempre sorprendía a los visitantes eran los imprescin- dibles puentes conectando viviendas, distribuidas a lo alto y ancho de los abedules gigantes. Por lo general siempre se escarvaban cuatro casas por árbol y de cada puerta nacía un pequeño puente uniéndosa al más ancho, por donde los niños corrían, persiguiéndose. Los jóvenes aún sin esposa escarvaban pequeñas madrigueras donde apenas entraba un catre y sólo agrandaban el espacio tras posar una corona de flores en la compañera eterna, ocupada de escoger las maderas para los muebles y de tejer y bordar los adornos de puertas y ventanas. Los puentes anchos tenían escaleras que bajaban a la plaza, siendo el sitio perfecto donde toda la villa se reunía en las mañanas a desayunar y a compartir de alguna fiesta, ya se tratara de un cumpleaños o un ma- trimonio. Como se puede ver, la villa era tan tranquila que invitaba al sueño o a la comida, la eterna provisión era una faro en medio de un bosque complicado y los vigilantes eran más que necesarios pues algunos ladro- nes violentos asaltaban Villa Bëithe por la comida, la bebida o las bellas mujeres Sgälagan. Los vigilantes se diseminaban por un largo sendero marcado por rocas, algunas de ellas fueron seleccionadas para la cons- trucción de un arco de bienvenida y fue bajo este pórtico rústico que Lörel y Ëlemire entregaron la carreta y los caballos a un vigilante, preo- cupado por el niño a quien bajaron envuelto en frazadas. El sendero de rocas les llevó a un suelo de tablones por donde avanzaron hasta el puesto donde otros vigilantes hacían su trabajo. Un muchacho de largo cabello almendrado atado en un nudo sobre la coronilla, vis- tiendo ropajes verdes y cota de malla similares a Lörel y Ëlemire; corrió desde su torreta en el muro hacia sus colegas, feliz de reencontrarse con los viajeros. —¡Lörel, Ëlemire! Qué alegría verles, ¿algo que reportar? La muchacha de larga trenza dorada golpeó el hombro de su compañe- ro, afirmándose en él. —No tienes idea de lo que pasó en Villa de las Cascadas… es terrible, el arrase fue… como si viniera del Inframundo. No quedó nadie allí, salvo algunas gallinas. Hemos vuelto con todas las provisiones y las me- dicinas—Ëlemire suspiró, mirando las hojas en el suelo—No pudimos ayudar a nadie… El guardia apretó los labios examinando al muchacho herido y amarra- 244

Victoria Leal Gómez do con frazadas. Observó su rostro pálido, sintiendo lástima. —¿Le han traído de allá? —No, a este lo encontramos en el camino. Parece que rodó desde el acantilado del Bosque del Olvido. —Upa, un clásico de los viajeros novatos. —Le llevaremos con el maestro, tal vez le pueda componer. Ëlemire mimó el rostro del joven adormecido en brazos de Lörel. Atur- dido, el jovencito movió la cabeza tras divisar al vigilante adornado con una corona de hojas y ramas secas. El niño sonrió sutilmente, descon- certando al vigilante de cabello tomado en la coronilla. —Tiene pinta de ser del norte… aunque sus orejas dicen lo contrario, ¿será un hermano nuestro de otra villa, de la montaña tal vez? —Eli dijo que no le conoce así es que no puede ser de la montaña. —Pero qué orejas tan pequeñas, no sirven para nada. —¿Nos dejas pasar en vez de ponerte a mirarle las orejas? Terminan en punta, no tiene nada de malo que sean chiquitas. Además, si es monta- ñés, es normal que las tenga así, sino se le congelarían a la menor brisa. Tal vez hasta se las recortó—Lörel aumentó la fuerza de sus brazos, ca- minando puente arriba—Aguantó el bosque y el acantilado. Ha probado ser fuerte, es todo lo que necesitamos saber para ayudarle. —Sí, tienes razón. Llévale con el sanador, creo que se quedará un par de días extra aprovechando el festival… aunque con lo de Villa de las Cascadas y la Aldea Hoja Verde… —Seguro que se cancela la fiesta y nos quedamos sin el maestro. Sin fruta dulce no hay como retenerlo. En fin, nos vemos. —Mis mejores deseos. Lörel y Ëlemire se despidieron del vigilante bajando la cabeza, siguiendo el puente de bienvenida, cruzando la siguiente pasarela que les llevaría al sector donde se reunían las residencias. La morada del sanador era una bastante amplia y laberíntica, repleta de cuartos pequeños escarbados en un tronco aneñejo y seguro para quie- nes buscaban el alivio de sus males o una comida caliente y reparadora. Cada aposento era custodiado por una gruesa puerta marcada con el nombre de algún árbol, flor o planta pero la entrada era apenas un velo pálido meciéndose en la brisa, enseñando subtonos verdosos o dorados. Lörel ingresó a la cabaña cuando Ëlemire levantó el velo, recibiendo la bienvenida del perfume herbal acostumbrado en aquella vivienda. Ële- mire guió los pasos de Lörel por el laberinto en el tronco, llevándole a una puerta decorada con una hoja cuya superficie tenía tallada la pa- labra “Ciprés”. Al abrirla enseñó un dormitorio donde las velas fueron encendidas mientras el herido muchacho era puesto en descanso sobre un colchón relleno con lana y cubierto por frazadas invernales. El catre era protegido por un fino mosquitero cerrado por Ëlemire. Lörel aban- donó el dormitorio sabiendo que su amiga se encargaría de lo demás, caminó de regreso a la recepción que era la cocina. Se sentó en una silla, mascando del pan de ajo sobre la mesa. Ëlemire recorrió el laberinto tallado en el tronco del árbol hasta dar con el sanador quien repasaba un texto en su reducida biblioteca traformada en foresta de enredaderas. 245

El Sanador de la Serpiente La mujer permaneció en el marco de la puerta, sintiéndose culpable de interrumpir al estudioso. —Maestro, tenemos un herido. El joven, cuyo cabello oxidado se adornaba con hojas de filigrana do- rada; lavó sus manos en una jofaina apenas escuchó la voz de Ëlemire. —¿Heridas importantes? —Disculpe si he interrumpido sus estudios… —Sólo es un libro viejo, nada importante. —Le hemos acomodado en Ciprés, maestro. —Vaya, entonces hablamos de un niño, ¿no es así? El sanador avanzó por su residencia hasta llegar al cuarto mencionado. El mosquitero fue levantado por Ëlemire quien entregó su informe. —Tiene una fractura oblicua desplazada en el brazo derecho, una la- ceración a la altura del hígado, un traumatismo en la nuca y cortes de piedra en espalda y pecho. Evidencia desnutrición y deshidratación. —En resumen, es comida para gato. —¡Maestro! Ayúdele, no diga esas cosas… es demasiado joven para su- frir de esta manera. —En verdad, es muy pequeño—El sanador revisó la herida del hígado, notando que este se encontraba del lado izquierdo—Parece un niño de Älmandur pero es de los nuestros. Si no estuviera medio ido, sería fácil. —Maestro, está consciente aún. Para asegurarse de la consciencia del niño, el sanador movió sus dedos a la altura de los ojos de su paciente observando que este le seguía con la mirada de pupilas dilatadas. —Vaya alegría, me he equivocado, todavía aguanta otra ronda. Trae mis implementos Eli, yo lo arreglo. Ëlemire corrió a la estantería en el pasillo repletando el área de trabajo del sanador con saquitos, diferentes tipos de cuchillos, recipientes, pa- ños limpios y agua hervida. Lörel dejó la cocina llamado por la curiosi- dad, quedándose plantado en mitad del pasillo, observando incrédulo la velocidad de su amiga para identificar los elementos. Cuando el sanador inició su labor, Ëlemire cerró la puerta del cuarto. Lörel se acercó a su amiga, charlando entre susurros. —Eli, perdona… pero escuché tu plática con el maestro. —Era de suponerse, quedaste preocupado por el niño. —¿En verdad está así de mal? Cuando el maestro dice que alguien “es comida para gato” es porque ya hay que fabricarle el bote y juntar flo- res… es muy pequeño para irse al eterno viaje, sería una pérdida muy triste. Ëlemire posó su índice en los labios de Lörel. —Te sugiero nos dejes trabajar, por favor. Ve a casa y cambia tus vesti- duras, la sangre de aquel niño está incluso en tu piel. Presumimos que es del norte pero desconocemos su origen y su sangre puede estar con- taminada, ¿qué tal si es un Äingidh disfrazado? —Tienes razón. Mis mejores deseos. —Gracias, Lörel. ¿Te puedo pedir un favor? —Claro… —Infórmate sobre los asedios a las villas, tal vez debamos tomar me- 246

Victoria Leal Gómez didas aquí e incluso… tal vez hasta tengamos que viajar a otras villas con el maestro. Nos fue mal en Cascadas pero puede que en Rova Viva y Rivera hayan heridos por ayudar. Puede que hasta nos toque viajar a Orophël. —Sí, eso iba a hacer, me lo pidieras o no. Me voy, salva al chico, se ve que es un buen tipo. —Dejemos que el maestro haga su trabajo, yo sólo le asistiré… aún me falta para ser una sanadora hecha y derecha. —Y él admira tu destreza y dulzura, Eli. —Márchate, tengo trabajo aquí. —Me alegra que seas buena en el oficio, Eli… en cambio yo, es probable que el maestro nunca me deje ejercer. —Y eso sería algo bueno, ¿verdad? Lörel sonrió dándole la razón a su amiga al palmear su hombro. Tras un segundo de duda abandonó la residencia, posando una tranca de madera en la cortina de la entrada justo en el momento que una mujer y su niño se disponían a ingresar. —Lörel, ¿por qué cierras? Sabes que a Äerendil no le gusta que hagas eso. —El maestro atiende un caso grave y nadie debe interrumpirle. Por fa- vor, vuelva cuando el sol se ponga, entonces de seguro podrá ayudarle. —Oh, ha de ser realmente fuerte si te ha permitido cerrar su casa. ¿Aca- so alguno de tus amigos ha recibido un golpe? —No señora, para nuestra fortuna hemos estado fuera de peligro y ¡es- tamos sanos como frutas! Pero encontramos un viajero y necesita de mucha ayuda del sanador… y un buen turro de plegarias. Agradezco su preocupación. —No es nada, Lörel. Siempre estamos pendientes de sus hazañas por cuidar de la villa. Ten más cuidado, la última vez hiciste llorar a tu pobre padre. —Eh, sí… pero yo debo cuidar la villa porque él ya no puede hacer- lo—Lörel se alejó de la puerta, caminando junto a la señora y su niño por el puente. La mujer notó las manchas de sangre en la ropa del vigi- lante—Pero usted tiene razón, debo ser más cuidadoso y, por eso, debo quitarme esta ropa sucia. —Bueno, si no queda más remedio, traeré a mi bebé mañana. —Sí, hágalo mañana y… rece. Por favor, rece mucho por ese viajero. —En tu nombre, lo haremos. ¿Tal vez sea una buena idea pedirle a Käraideru que lo comunique? —Mmm… sería bueno que toda la villa rece por un viajero… pero no nos precipitemos, tal vez le demos mucha importancia y después nos de una puñalada, uno nunca sabe. —Oh, ¿el viajero es un humano? —Sólo rece, ¿bueno? —Sí Lörel, lo haremos con gusto. Oye, ¿qué tal si vienes a a almorzar a mi casa? ¡Puedes invitar a Eli y al maestro! —No se si ellos acepten la oferta ¡pero yo sí que iré a comer! —¡Nos vemos más rato, Lörel! ¡Prepararé algo especial para el mejor vigilante de Bëithe! 247

El Sanador de la Serpiente El vigilante sintió su corazón feliz al saberse útil, sacudió las manos en el aire al despedirse de la señora y su niño. Sin embargo, aquella dicha se desvaneció al notar las hojas de los árboles. Tomó una de las que flota- ban en el viento, descubriendo una purulencia en la textura cuyo pasado era verde brillante y sedoso. Lörel avanzó con la hoja a través del puente, examinando la salud del árbol sosteniendo la tienda de menestras. Rascó la corteza con su uña, dejando que la savia se deslizara por el brazalete de cuero labrado, pro- tegiendo las mangas de su túnica verde musgo. —Brea violácea… el guardián del Bosque del Olvido está enfermando pero, ¿cómo? El muchacho daba vueltas en círculos por el puente, esperando que la explicación a sus dilemas floreciera tan rápido como las plantas de la primavera mas sólo consiguió marearse. Lörel nunca supo que no era el único dando vueltas pues Hagen trazaba el mismo recorrido en torno a la mesa con el nuevo mapa recién trazado por el experto. Observaba las posiciones de los banderines, las notas es los folios bajo el tintero y el lacre junto al sello real. El salón en maderas caoba lucía particularmente opaco a pesar de las cien velas haciendo su escasa labor en cada rincón. Había velas incluso sobre algunas sillas por- que Hagen no llamó sirvientes para atenderse y organizó como pudo la sala en la que buscaba refugio. Apartó la luna llena del salón al cerrar las gruesas cortinas de un jalón y se arrojó a la silla en la cabecera de mesa. Mordisqueaba sus uñas cuando escuchó los pasos ligeros de un joven, cuya expresión impartía serenidad. —Joven Sebastian, ha llegado pronto. La reunión es… —En dos horas más, lo sé—El muchacho cerró la puerta orientándose sin pausa al mapa, bajando ciertos banderines—Knoxos es una forta- leza, atacar directamente es un suicidio. Un asedio es un gasto inútil. Hay mejores tácticas para tomar Knoxos y anexarlo a Älmandur con un menor número de pérdidas. —Me encantaría escuchar tus sugerencias. —Por supuesto, Majestad, lo haré. Pero todo a su tiempo, aún es tem- prano. Hagen indagó en la mirada del joven cuyo intrincada trenza culminaba en una cinta púrpura fuertemente amarrada pero no encontró nada en esos ojos. El avejentado rey afirmó su espalda en la madera de la silla acojinada, tamborileando los dedos sobre el papel. —Si planeas exponer tus estrategias en dos horas más, ¿a qué haz veni- do? Supongo que esperabas encontrarme. —Usted lo ha dicho. He notado que transcurre la mayoría del día en esta sala, Majestad. Me pareció lógico buscarle aquí. —Muy observador… —Majestad, usted sabe que no he venido a mirar los colores de las ban- derillas en el mapa. Honestamente, me encuentro preocupado por su integridad. Sebastian se encontró con una jarra de vino en un rincón y llenó dos copas con el licor, ofreciendo una a su rey quien bebió aceleradamente cada gota. Por el contrario, el joven notó un aroma extraño en la bebida 248

Victoria Leal Gómez y la apartó discretamente, dejándola sobre la mesa. Hagen no prestó atención a ello sino que se concentró en el mapa observado por Sebas- tian quien viajó hasta el otro extremo de la mesa, afirmándose en ella. —¿Preocupado por mi integridad, eh? ¿Puedo conocer las razones de su aprehensión? —Usted se encuentra tenso, Majestad. Mida sus gestos, el reino debe pensar que actúa correctamente incluso si está a punto de enviarles a una masacre segura. Los últimos discursos ante el pueblo le dejan en evidencia, su voz tiembla y su tez pálida enseña un misterio insondable y lúgubre. Tenga cuidado o los súbditos le descubrirán. Hagen imitó el gesto de Sebastian al colocar sus nudillos en el tablero. —Sabes de estrategia pero dudo mucho que sepas como lidiar con una mujer. —¿Elisia? —Siento que absorve algo de mi cada vez que le veo. —Indudablemente es una bruja, nunca imaginé tratar con una de esas mujeres. —Si permanecieras a su lado por un día, estos escalofríos y sudores tam- bién se harían cargo de ti. El joven hizo una mueca, una sonrisa evidentemente preparada para el momento. —Me alegra que mencione el asunto, Majestad. Mi deseo es conocer sus intensiones con la señora Elisia. —¿Intensiones? —Sentimientos, ideas, ¿cómo se proyecta junto a ella? ¿Le estima, le de- testa? Dígalo, sea honesto. Usted sabe que, conmigo, sus palabras están más que seguras. Hagen mordió su labio inferior mas el gesto fue disimulado por la luen- ga barba rojiza. El rey bebió una segunda copa de vino, observando su reflejo en el metal dorado. —Esa mujer se ha vuelto insoportable. Sebastian levantó las cejas, sonriendo al sentarse sobre el mapa. —Desde el fondo de mi corazón, Majestad, agradezco su sinceridad—El joven llenó la copa del rey—Estoy convencido de que nosotros podre- mos formar una alianza duradera y honesta, ¿no le parece? —Qué sugieres. —¿Yo? Majestad, ¿qué puede sugerirle un subordinado con unas cuan- tas batallas en la carne? Hagen bebía al mismo tiempo que trataba de adelantarse al movimien- to de aquel jovenzuelo de púrpura. Le recorría con la mirada, ojeaba el mapa y sus documentos sin perder de vista la compostura del joven sonriente, incapaz de leer sus intenciones. —Sé claro de la misma forma en que yo lo he sido contigo. —Vaya, disculpe si le he molestado, Majestad. Muy bien, seré directo. Sebastian jugaba con la textura del licor en su copa sin llegar a beber una mísera gota. Caminó alrededor de la mesa hasta que, nuevamente, se encontró en el otro extremo. —Yo amo este reino más que a mi propia vida, Majestad. Y mi sangre hierve de furia cuando veo estas tierras hundidas en la miseria, en el 249

El Sanador de la Serpiente hambre y la oscuridad. En tiempos del rey Albert era fácil regocijarse con un ligero paseo en la plaza o el jardín del palacio. Hoy, dibujar una sonrisa para expresar alegría se restringe al manejo de situaciones como esta. Hagen ultimó el vino en su copa, sentándose en la butaca principal. —Este reino me pertenece. —Nadie lo discute, Majestad. Para la casa de Klotzbach es un honor estar a su servicio. Mas le ruego que recuerde mi juramento al reino. —Lo cual significa que eres fiel a las tierras antes que al soberano de turno. Eres un desgraciado a la hora de usar las palabras, ¿no es así? —¿Desgraciado? Majestad, yo diría que es todo lo contrario. Ha sido muy duro conmigo pero, al menos, ya conoce mi postura. —¿Cortarás mi cuello si ves que el reino decae? Tu familia se caracteriza por darse la vuelta cuando les conviene. —Mi deber así lo estima—Sebastian se acercó a un candelero, resaltan- do el brillo del puñal en su cintura—Pero si quisiera deshacerme de us- ted y su extirpe, no habría venido aquí, Majestad. De ser astuto, le habría imitado, envenenando su copa. Hagen dejó su cáliz de oro sobre la mesa notando que el joven nunca bebió del líquido. Apretando los labios, el rey posó ruidosamente sus manos sobre la mesa. —Qué quieres de mí. —Nada muy costoso. Sólo anhelo recuperar el poder sobre nuestro rei- no. No lo ansío para mí, oh no, los deberes de la corona me abruman y sólo sirvo para estar tras bastidores asesinando a quien no cumpla con los ideales del reino. Deseo, mi queridísima Majestad, que colaboremos en la eliminación del mal mayor. —Infeliz, te haz revelado como esos asesinos al servicio del rey… estás en mi contra cuando deberías seguirme. —¡Älmandur fue creado para la gloria no para transformarse en el ali- mento de un hematófago en faldas! El rey analizó el líquido en el jarrón comparándolo con el bebido pero sabía que se trataba de vino, el olor de las uvas lo tenía impregnado en la nariz. Mas, para aliviar su conciencia, acercó su copa, atisbando el perfume aún presente en el metal. —Eliminar a Elisia no será tan sencillo como fue traerle y me parece que lo sabes mejor que yo pues varias noches te he visto a sus pies. —De todas formas, ¿cómo o porqué le trajo? ¿De dónde? Si conociera su origen podríamos deducirle un final. —Eso no te importa— Hagen dejó la copa en la mesa, dando la espalda al muchacho—Además, serías incapaz de darle fin a esa mujer. Nadie puede. —Si vamos a ser aliados, Majestad, suplicaría más honestidad de su par- te. Yo fui explícito, incluso enseñé que porto un arma con la que puedo deshacerme de usted cuando quiera. —Vete y regresa en dos horas más. —Bueno, si así lo desea—Sebastian caminó lentamente hacia la puerta, siempre empuñando el arma enfundada— Me retiro con la consciencia limpia. Sin embargo, quiero pedirle un último favor. 250


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