Victoria Leal Gómez el aire, otorgando permiso a los seres de umbra de llevarse a la jovencita quien sabe dónde. Al primer taconazo, Hagen giró de regreso al Salón del Trono, arrastrando su larga capa roja en los suelos cubiertos de are- nisca negra. La tristeza de la niña enjaulada llegó a la mente de la vigilante Näurie quien no requería moverse de su aposento para conocer los hechos en el ala sur del palacio. La esposa de Äntaldur disimulaba su asombro pero sus ojos eran espejos de la verdad. Sentada en su cama y regresando sus ojos a la tranquilidad de su dormitorio, la mujer encinta bebía una copa de agua sin entender la historia narrada por Sebastian, cuya mano derecha era sostenida por su hermana. Lotus era incapaz de levantar la barbilla, a lo lejos era posible escuchar al pregonero y su campana anunciando el cambio en el Trono. Näurie acariciaba su vientre, negando mientras intentaba articular sus ideas. —Mi querido, tus razones son incomprensibles. —Señora Näurie, estamos seguros de que Ritter tiene algo en mente. —Joven… muchísimas gracias por su honestidad pero, ¿qué puedo ha- cer además de lamentarme y esperar lo imposible? A mi amado le qui- tarán la vida… Sebastian apretó la mano de Lotus cuando un rayo de sol ingresó por los cortinajes, creando un halo brillante en la cabellera plateada de Näurie. —Buscaré la forma de ayudarle, señora. Por ahora, lo mejor es que usted regrese a su reposo. Näurie, piense en su criatura, nosotros veremos… —Sebastian, es difícil obedecer a tu petición. Näurie se alzó recorriendo el dormitorio antes de revolver un anaquel de madera blanca abarrotado de libros cuyas tapas eran azules. Final- mente, entregó un pequeño manuscrito al joven Sebastian quien obser- vó la manufactura antiquísima del libro en las páginas resquebrajadas, la tela roída y manchada. Analizó las primeras páginas, reconociendo el idioma de los Altos. —He de reconocer mi incapacidad de leerlo, señora Näurie. —¿No te han enseñado a leerlo? —Ese saber se restringe al Heredero del Trono, señora. Tal vez Helmut pueda silabear un poco pero, en este momento, el único hábil con el Sgälagan es Wilhelm. —¿Quiénes le han instruido en ello? —Supongo que Benedikt y Fritz, les he escuchado susurrarse secretos en un idioma incomprensible al oído sin entrenamiento. Näurie sonrió plácida, acomodándose a los pies de su cama. —Sus nombres son Örnthalas y Älthidon. Ambos son de Orophël, sier- vos de mi esposo. Älthidon fue tutor de Äntalmärnen, padre de Lïnawel y Äerendil… Sebastian y Lotus tenían su vista fijada en la maravillosa caligrafía del escriba cuyo trazo imitaba las olas mas sus palabras eran fuego sobre piedra. El verbo era indescifrable pero la sensación en las mentes de los jovencitos les embargaba: lentamente, al deslizar los dedos sobre las palabras, fueron capaces de ver lo relatado en el libro. —Señora Näurie, Äntalmärnen… era un varón similar a Ritter. —Äntalmärnen era padre de Lïnawel y Äerendil. Lïnawel es la madre de 151
El Sanador de la Serpiente Ëruendil a quien ustedes llaman Wilhelm. Ritter, mi esposo, es herma- no menor de Äntalmärnen. Como verán, es tío legítimo de Ëruendil, el actual príncipe. Lotus y Sebastian se sumergían en las páginas del libro, rozando las le- tras y las ilustraciones inscrustadas a pulso. Sus pasos recorrían puentes de cristal luminoso, atravesando columnas pállidas y velos estrellados de escarcha. En una esquina velada, el joven se encontró con dos va- rones de cabellos plateados en ropajes níveos y tiaras de plata en sus frentes. El más alto de ellos tenía profunda mirada azul como el cielo y largas orejas adornadas con puntas de plata. A su lado, un muchacho de similares facciones recibía un anillo de gran piedra transparente. Un tercer varón se les unió pero este era pequeño, tal vez de diez años o menos. Sonreía feliz al encontrarse con el joven del anillo. —Ritter… su nombre es distinto… le escucho, veo a Äntalmärnen ha- blar con él entre risas bajo el abrazo de un vivero. El mayor de ellos es Älmandur… y le ha obsequiado una joya a su primogénito. —Sebastian, en ese momento mi esposo anunció a Äntalmärnen que su hijo debía ser coronado Heredero puesto que su entrenamiento había finalizado. Dime, joven, ¿qué más ves? Sebastian caminaba por la plateada cúpula, Lotus no pudo avanzar más allá del sendero porque un muro invisible se lo impedía. La hierba lu- minosa humedecía la piel de Sebastian mientras bajaba las escaleras en mármol lunar. A lo lejos, una mujer sostenía a su bebé envuelto en sedas bajo el tejado de una pérgola de cristal alojada al interior de una mon- taña nevada. Un hombre a su lado tocaba el arpa al tanto una mujer ataviada de pieles de lobo vertía aceite tibio en la frente del pequeño durmiente. —Ëruendil… El joven sintió un escalofrío en su espina apartando los dedos del libro, arrojándolo a la alfombra. El Sgälagan es un lenguaje diferente al de los hombres y su mera pronunciación puede congelar la sangre o bien, revivirla, según sea la voluntad del que pronuncia. Lotus sintió un abra- zo en su pecho y calmó a su hermano quien enseñaba su desconcierto abiertamente. —Hagen quiere eliminar a los Altos… Näurie, ¡ahora más que nunca debe huir! Le daré soldados y guardias, un ejército si me lo pide… —Un momento, pequeño—La mujer encinta tomó las manos de los muchachos, entregándoles un frasco con un líquido brillante— Ya sa- ben que estas tierras han sido usurpadas. El verdadero rey debe ser cui- dado, la corona ha de pertenecerle sólo a él o la ruina se apoderará de estas tierras. —Mi amado Älmandur… el reino que me ha dado vida y al que he pro- tegido en batalla. ¿Para qué…? —Protégelo del mal, termina con los reyes usurpadores, devuelve el bien a Älmandur. —Yo sólo sé usar la espada. He llegado a acaparar mucho saber mas no el requerido para un fin tal grande como el solicitado por usted, señora. Aún soy muy joven, muy inexperto y, a veces, hasta estúpido. —Confía en ti, Sebastian. Hay mucho bien en tu interior y de él podre- 152
Victoria Leal Gómez mos renacer. Ayúdale a prevalecer sobre las oscuridades puestas en tu mente, sé que eres fuerte—Sebastian se acercó al ventanal, escudándose tras un velo bañado de escarcha y estrellas—Y, en caso de dudas o dolor, tu hermana siempre estará contigo para recomendarte lo mejor. —Mi Juramento de Caballero está con Älmandur, no con sus reyes… pero no significa que deba ir en contra de ellos. Si Hagen se transforma en mi nuevo soberano, debo obedecerle por el bien del reino, pero si su mandato lastima mis tierras, yo… El joven miraba su reflejo en el líquido brillante cuando Näurie besó su frente, rodeándole con los brazos bajo su capa fabricada con trozos del cielo. —Joven, le pedimos algo terrible pero necesario. El mal cubre nuestras tierras y sólo el verdadero rey sabe cómo librarse de tales fechorías. Es un saber heredado de padre a hijo mas Äntalmärnen no está con noso- tros hoy. —Äntalmärnen es padre de… de Äerendil. —Correcto. —Por lo tanto, el rey de Älmandur es él pero está perdido, supuestamen- te fue asesinado, según este libro… Lotus se acercó a su hermano, afirmando su cabeza en el hombro del confundido joven. —Señora Näurie, ¿qué es este líquido entregado? Näurie tomó las manos de los muchachos, manteniendo el frasco en medio. —Larga vida otorga. Vivirán tanto como los Altos una vez lo beban. Sea útil para aquellos que protegen la tierra, compártanlo con quienes deban unirse a esta carga. —Señora Näurie, me pide que asesine al rey. —Yo te he pedido que elimines el mal de estas tierras. Desconozco tus métodos y pensamientos pero me fío de tu buen juicio. La mujer encinta retrocedió siendo embargada por la luz del sol en el cuarto. Las nubes ingresaron por las ranuras del ventanal, envolviendo a Näurie ya transformaba en rocío. —Lotus, Sebastian. Les he pedido eliminar el mal de estas tierras pero es una opción descartable. Nadie les obliga pero si deciden tomar la responsabilidad, sean honestos, no criminales. —¡Näurie, no se marche! —Äntaldur, mi amado esposo estará bien. Le estaremos esperando en la Fortaleza Orophël. Tëithriel añora verle, recuerde que nosotros senti- mos pasión sólo una vez en la vida, estimado mío. Lotus fue congelada por la magnificencia de la visión sosteniendo la botella grabada con breve e intraducible palabra Sgälagan. Cuando el sol fue cubierto por las nubes de lluvia, la luz desapareció del dormitorio, llevándose consigo a Näurie. La muchacha apretó la botellita contra su pecho, mirando a su hermano con duda. —Sebi… —El trono es de quien asesine al rey. Siempre ha sido así y siempre lo será. Es peligroso arremeter contra él a vista y paciencia de cualquiera. —Sebastian… 153
El Sanador de la Serpiente —Nuestra familia ha llegado muy lejos, ¿no lo crees? —Es verdad. Sebastian tomó el frasco, meciendo el contenido. —Es sencillo dar la vuelta a la luz y rendirse a los placeres. Le pido fuerza a los Altos para mantenerme en línea recta por el sendero de sabiduría, ¿quieres ayudarme, preciosa mía? Las historias dicen que los Altos viven por cientos de años… o bien, hasta el día en que deciden marcharse. —Yo… —Puedes negarte. Lotus quitó el corcho de la botella tomando el aroma fresco del líquido brillante. —Erradicaremos el mal donde sea que nuestros pies se posen. La muchacha bebió una cuarta parte del líquido, siendo imitada por Sebastian. Una vez la mitad del contenido se hallaba en sus gargantas, el corcho regresó a su lugar, momento en que Sebastian empuñó su espa- da, ofreciéndola al cielo. —Los humanos sólo conocemos la justicia creada por hombres. Perdó- nenme por lo que hecho y por lo que haré, mas la justicia real está fuera de mi alcance. Lotus abrazó a su hermano mirando como el filo del arma era ofrecido a lo alto. El amanecer llegó a Älmandur arrojando el primer rayo de la mañana al cortinaje límpido que separaba el jardín de un aposento adornado con cintas, perlas y flores en tonos difuminados y, desde aquel momento, los hermanos sintieron un despertar en su mente siendo ca- paces de prodigios inimaginados que pronto les serían útiles. La mañana llegó para todos, incluso para quienes estaban hundidos en el fango de la mazmorra pero ellos no distinguían ya entre noche y día sino que todo era simplemente oscuridad y esa sombra inundaba el co- razón de cierta doncella sumida en los recuerdos de una noche funesta. Un rayo madrugador atravesó el dosel de un catre mullido en encajes y bordados donde Frauke permanecía quieta en medio de los recovecos creados por los cojines. Sus ojos miraban la techumbre de la cama, unos seres diminutos pin- tados a mano tocaban el arpa cuando se escucharon los pasos de una sirvienta distinta a Mila quien tomó del brazo a la doncella, sentándole en el borde del catre. Frauke vestía una larga camisola blanca y una piel fría, su cuello serpen- teó laxo cuando su espalda fue erguida por una segunda mujer de negro, atrapando a Frauke de la cintura, apretando un corsé que le robaba el aire. Los zapatos de seda fueron amarrados con las cintas, las enaguas fueron calzadas, el vestido fue armado protegiendo una piel azulosa… La jovencita dejaba que las sirvientas levantaran sus brazos y le hicieran caminar pues fuerzas no tenían porque aquellos Umbríos se las habían llevado junto con su corazón y la lucha entre su consciencia y la mujer extraña susurrando hechizos era poderosa. Tiempo para moverse no existía, ganar la batalla en su mente era más importante. Su cabello fue desenredado y adornado con un broche sutil de flores metálicas. Nikola ingresó inclinando la cabeza a modo de saludo. Las sirvientas se hicieron humo en un rincón sin luz desapareciendo tan 154
Victoria Leal Gómez rápido que no hubo tiempo de parpadear para Frauke. —Tú… vete. Te dije que desaparecieras. —Mi señora, el nuevo rey le necesita. Me ha enviado para escoltarle. —¿Desde cúando estás a mi servicio, rata inmunda?—La voz de Frauke sonaba gastada, muestra evidente de gritos pidiendo ayuda—Podrías haber venido anoche a auxiliarme pero no, te haz quedado tramando fechorías junto a mi padre. Ahora estoy mancillada por entes desconci- dos que se llevaron lo único sagrado en mi cuerpo. —Anoche fui a la mazmorra, señora. —¡A qué fuiste! —Entregué cobijas a su hermano y al príncipe porque les abandonaron a tal punto que ni agua tienen. Un amigo mío les mantiene alimentados y veremos la forma de sacarles de allí discretamente mas no le garantizo el éxito de nuestro plan. Hay ojos en los ojos, señora. Cualquier secreto que mantenga consérvelo sólo en su memoria. Frauke intentó ponerse de pie para tomar aire junto a la ventana pero el equilibrio le falló. Sus piernas no tenían fuerzas tras la batalla perdida de anoche y aceptó la mano de Nikola para sentarse en el diván junto a las cortinas. —Tú, dime la verdad. —Nunca le he mentido, señora. —¿Es cierto que fuiste crecido por los Äingidh? ¿Acaso sabes que ahora son tus enemigos? Ellos roban a nuestros niños y mujeres, matan a los hombres y se quedan con las cosechas y los animales, ¿no te parece lógi- co el exterminio de tales entes? Nikola suspiró antes de responder, manteniendo la espalda recta. Sólo cuando enseñó ligera preocupación en su rostro, Frauke observó que el joven vestía una cota de malla bajo la aparente túnica sin gracia y frá- gil. No escondía la espada y sus manos tenían cicatrices profundas con relieves similares a los ríos y en su pómulo derecho también habitaban antiguos cortes. El Escudero apretó los puños antes de responder la pregunta con tono grave. —Esos “entes”, señora, fueron los únicos que tuvieron pena de un niño huérfano en medio del campo de batalla donde murieron sus padres bajo la espada de cierto rey encerrado en la torre del sanador. Si uno de ustedes fuera capaz de pasar un día completo junto a uno de esas “alimañas” sabría que sólo los guerreros son malvados pero los demás son gente común, como cualquiera de nosotros. Es verdad que están deformados por sus malos deseos y obras pero aún muestran bondad… fueron bondadosos conmigo al sanar mis heridas y darme de comer. Me adoptaron como un niño más y hasta gocé de privilegios entre ellos pues me creían hermoso… un par de veces quisieron endiosarme sólo por ser diferente a ellos. —Vaya historia, Nikola—Frauke miraba con desdén al melancólico Ca- ballero—pero nada de eso me explica porqué ahora los matas. —Yo nunca he matado a un Hesh, para eso está Helmut, mi señora. Yo sólo le defiendo y cargo con sus cachivaches. He atacado a los Hesh, es cierto pero no les he matado y no culpo a su hermano de ser el asesino 155
El Sanador de la Serpiente que es hoy. Así fueron las circunstancias, tuvo que asesinar a mi madre adoptiva y hermano pero eso… eso no fue su responsabilidad. Se ha- llaba bajo los efectos de la droga consumida por todos los Caballeros antes de las batallas, estoy seguro que ni recuerda el puñetazo que le di cuando mató a esa mujer. —¡Golpeaste a tu amo, cómo puede ser posible! —Era mi madre, señora mía… no era un Äingidh del montón. Además, Helmut necesita un coscorrón de vez en cuando. —¿Planeas matar a mi hermano y al rey por lo que te han hecho? Nikola se acomodó frente a la muchacha, clavando sus oscuros ojos en la mirada caprichosa de Frauke. Sintió lástima por sus párpados infla- mados y lágrimas contenidas y deseó poder abrazarle pero mantuvo la compostura. —Si hago eso, señora, estaré dándoles la razón. No soy una alimaña cre- cida entre inmundicias, soy UN HOMBRE como cualquiera de ustedes. —Por qué eres… un Caballero de la corona, ¿qué te mueve? —Nada, señora. Su padre necesitaba un salvaje capaz de hacer cualquier cosa por tener un juguete y me contrató. Requería de un niño aparente- mente torpe que nadie tomara en cuenta y que fuera lo suficientemente letal para proteger a su hijo y me ofreció entrar a la Academia. Listo, no hay más que indagar, señora. Si quiere que añada algo más, le diré esto: nunca he matado a un Äingidh pero a hombres de Älmandur… podría construir un nuevo río con toda esa sangre, mi señora. Y no he distin- guido entre hombres, mujeres o niños, todos son sólo carne y huesos… es por ello que su padre me cree adecuado para escoltarle. —¡ASESINO, INMORAL! —Dígale eso mismo a su hermano, querida. La única diferencia entre nosotros es que él es rubio y yo tengo el pelo negro. ¡Ah! Y que yo no tengo bastardos por ahí. —¡QUE DICES! —Es tía de seis criaturas. Sólo los dos primeros llevan el apellido von Freiherr porque se le dio la gana a Helmut. Son gemelos, si le interesa saber, y son mestizos de Alto. Déjeme confesar que son bastante agra- ciados e inteligentes para tratarse de pequeñajos condenados a vivir en el arado. La belleza es de Helmut, no hay duda, pero la inteligencia es evidente herencia de la madre. Gracias al Cielo que ha sido así y no al revés. —¡ERES UN MENTIROSO, HELMUT JAMÁS SERÍA TAN…! —¿Irresponsable?—Nikola rió como si supiera miles de secretos diver- tidos e inconfesables— Mi señora, ustedes sólo conocen la fachada de Helmut, yo conozco al hombre real que sólo vive para olvidar las atroci- dades que su padre le ha ordenado hacer desde los seis años. —Él es un Caballero, un hombre de bien… —Él es un hombre horrorizado escapando de si mismo, señora. Sólo quiere a alguien capaz de darle un abrazo, alguien que no le pida nada a cambio. ¿Qué otras razones tendría para haberse metido con mujeres de vida sencilla, haciéndose pasar por viajero? Está cansado de la “nobleza”. —Detente, eres una alimaña de peores condiciones que los Äingidh ya que eres capaz de hablar nuestro idioma y vivir entre nosotros como 156
Victoria Leal Gómez mansa oveja. No quiero volver a escucharte hablar en mi vida. —Usted empezó con sus preguntas extrañas, hágase cargo de su curio- sidad. Frauke quiso arrancar del hombre a su lado pero sólo consiguió arro- jarse al tocador, mirándose al espejo sin entender porqué Elisia ganaba tanto terreno en su mente. Su voz martillaba su cabeza creando jaque- cas inaguantables y las memorias de Umbríos sobre ella, rasgando sus vestiduras sin respetar lo más sagrado de su cuerpo le hicieron fallar el equilibrio. Nuevamente Nikola ofreció su ayuda, besando la mano de la muchacha. —Por favor, su padre le necesita. —Él… me está usando como lo ha hecho con Helmut, ¿no es así? Aún recuerdo su cumpleaños número once, cuando le trajo avanzada la no- che y con rostro terrible. Escuché que le trajeron del burdel y, desde en- tonces, mi pobre hermano no hace nada más que perderse en las taber- nas y obedecer los caprichos de Hagen… Y tú también eres su juguete, ¿por qué le eres fiel? —Me ha pedido cuidarle y lo habría hecho sin que me lo ordenara, mi señora. —Atrevido. —Perdón por los modales pero yo no fui a la escuela de su hermano. Yo hablo según lo poco que he aprendido al imitarle. No se crea que los Hesh tienen refinadas maneras de hablar. Frauke aceptó la ayuda pero sus pies no resistían el peso de su cuerpo y fue cargada por el Caballero de fuertes brazos quien no sentía la presen- cia de la doncella a cuestas. Sus pasos firmes le llevaron a una biblioteca completamente destrozada, los papeles murales fueron rasgados y las estanterías arrojadas al suelo. Mesas rotas por aquí, por allá y veinte sirvientes revisando letra por letra antiguos libros en Sgälagan que nadie podía descifrar. Frauke fue posada delicadamente en la alfombra sucia con barro desde donde observaba a su padre rompiendo sellos, arrojan- do pergaminos a los aires, leyendo libros, interpretando ilustraciones ayudado de una lupa. Su continua búsqueda fue interrumpida por la presencia de Nikola. —Majestad, he cumplido su petición. —Bien, muy bien. Ahora vete y llévate a los pelafustanes esos que no saben leer. —A su orden, señor. —Uf, si tan sólo existiera un idiota capaz de leer estas porquerías de garabatos. El Caballero dio palmadas en el aire segundo que Frauke notó la extraña naturaleza de humo de los sirvientes similares a los Caballeros Umbríos de la noche anterior. Nikola cerró la puerta por fuera una vez retiró a los Umbríos. La muchacha supo que se encontraba rodeada de brujos pero, ¿qué podía hacer además de sentarse en la butaca y escuchar a su padre? —Buenos días, querida. Hoy disfrutamos de una mañana espléndida, ¿no te parece? La muchacha tenía la vista perdida en el horizonte extendido a espaldas de su padre revolviendo una estantería llena de libros gruesos de pági- 157
El Sanador de la Serpiente nas amarillas y desgajadas. Sentía miedo y sus piernas temblaban bajo las capas de tela, su voz no conseguía salir más allá de la garganta. —Veo que hoy no quieres hablar. No importa, tampoco tengo mucho que contarte. Mas, irrumpiendo en tu silencio, necesito hacerte una pre- gunta. Frauke miró a su padre quien afirmó las manos en el escritorio. —¿Conversaste con Wilhelm alguna vez? Frauke asintió en silencio, —Bien, entonces tal vez sepas sobre un libro de tapas verdes, decorado con una hoja de oro… Frauke repasó sus escasas memorias junto a su primo sin dar con algún objeto similar a la descripción. El escalofrío en su espalda se hizo mo- lesto y difícil de ocultar, sobre todo cuando su padre agarró su brazo, amoratando su piel helada. —¿Nunca dijo nada de nada sobre un libro verde? NUNCA TE MOS- TRÓ UN LIBRO CUBIERTO DE SEDA VERDE… La muchacha selló sus labios negando silentemente al confesar la ver- dad. Hagen regresó a la estantería con libros antiquísimos, revisando las páginas de aquellos cuya tapa era verde hoja. —Esta hija mía que no sirve ni para saber si llueve. Te daré una tarea para que te conviertas de una vez en adulta. Frauke recibió una carta sellada con lacre rojo cuya superficie llevaba estampado el escudo de la familia von Freiherr. —Llévale esto a tu hermano. Es privada, ¿entendiste? —Sí, padre. Significa que sólo Helmut ha de leerla. —Muy bien—Hagen apretó el mentón de Frauke, quien parpadeó lenta- mente— Te estás convirtiendo en una buena niña. —Toda una alegría para mi… —Ahora ve, que el tiempo apremia. ¡NIKOLA!—Hagen taconeó las maderas resquebrajadas, llamando al raudo y obediente Caballero— Acompaña a mi hija a cumplir su deber. Una vez esté libre, enciérrale en su cuarto hasta que volvamos a necesitarle. —A su orden, señor. Frauke fue la primera en apartarse del furibundo hombre y sus libros se- guida por su custodio quien no era tan malo después de todo pues con- seguía protegerle de los maltratos. La muchacha sujetaba la carta con fuerza y entre temblores, enmudecida por las cortinas resguardando los ventanales de la escasa luz diurna. Los corredores lucían sombríos y apáticos. Frauke se dejó guiar por Nikola y sus largos trancos silenciosos dignos de espía. La doncella escuchaba el sonido de sus pisadas fastidio- sas en comparación con las del Caballero, descendiendo por escaleras polvorientas y roídas, volteando justo en el segundo antes de toparse con las murallas enmohecidas. —Nikola… este sitio me da mala espina. —Es un calabozo, hace bien en desconfiar. —¿Qué veremos allí? —Rufianes de todo tipo, incluso algunos delincuentes que me conside- ran traidor y otros insidiosos dispuestos a asesinar al rey a cambio de nada. Manténgase a mi derecha y todo estará bien, mi señora. 158
Victoria Leal Gómez Cuando la humedad hizo presa las murallas y las gotas cayeron en los hombros de Frauke fue evidente la presencia de guardias riéndose al disfrutar de la cerveza tibia. Frauke no podía expresar su temor ni el disgusto provocado por los he- dores manados de las celdas o los rincones donde los más panzones dormían liberando sus ruidosos gases. Mantuvo su rostro relajado y ausente, atravesando pasadizos con telarañas y ratas comiéndose vivas. La últimas escaleras descendentes le llevaron a un puesto de guardia donde un soldado de túnica azul les detuvo. —No se permiten visitas, señorita. Frauke sostuvo la carta a la altura de su pecho. —No recuerdo haber preguntado si era posible entrar al calabozo. —Por favor, señorita, por el… —Debo entregar esta carta. —La entregaré en su nombre, ¿puedo saber? La túnica azul del guardia fue estremecida por viento extraño ingresan- do desde lo profundo del calabozo, ¿cómo era eso posible si no existían ventanucos? Nikola meció la mano abanicando la brisa nocturna del calabozo, durmiendo al vigilante que cayó estrepitosamente a la tierra. —Qué haz hecho, le haz matado... —Sólo duerme, no hay motivo para deshacerme de este pobre tipo ga- nando monedas para su hija. Vamos, hay poco tiempo. —Cómo… cómo lo haz hecho. —No pregunte asuntos manejados por usted. Entre de una vez, tenemos pocos minutos. La puerta de madera fue empujada por Nikola dando paso a su patro- na. Ya en el calabozo, algunos hombres en cota de malla recorrieron la figura esbelta de la muchacha con piel amoratada, sorprendidos de ver a un miembro de la familia real que fuera tan arrebatadoramente pálido, sus ropas oscuras contribuían a un aspecto enfermo de hábitos noctur- nos. Frauke apretó el brazo de Nikola ignorando las reverencias o como algunos prisioneros gritaban obscenidades a sus pechos, relamiéndose los labios. Nikola dirigió los pasos de la doncella manteniendo su acos- tumbrada postura perfectamente erguida y sin emitir exhalación hacia la celda más apartada, justo en el lugar donde los ladrones y asesinos cesaron de gritar pues entre ellos rumoreaban que el niño durmiente se trataba del príncipe aunque era sólo eso, un chisme de calabozo. En el interior de la celda, Wilhelm descansaba en brazos de Benedikt quien lucía unas oscuras ojeras y cabello revuelto. Fritz fue quien saltó de su rincón para acercarse a la extraña visita. —Señorita… vaya sitio más inapropiado para alguien como usted. Ni- kola, haces bien al cuidarle. —Es un gusto que no me doy todos los días… o sea… no quise decir eso… Es un placer servir a la familia, señor. —Modérate Nikola o yo te la corto apenaz pueda. —Helmut, ¿qué me cortarás? —Zabez muy bien de lo que hablo. —Jóvenes, por favor, contrólense. —Dile al imbécil de mi zirviente que lo haga, tal vez a ti te ezcucha. 159
El Sanador de la Serpiente Frauke sonreía al ver las rabietas acostumbradas de su hermano y Ni- kola quien disfrutaba del enojo de su amo. Esquivando la mirada de Fritz, el Caballero escudriñó la oscuridad donde se dibujaba la imagen del príncipe. —¿Cómo está? —Mi primo eztá intoxicado con… con ezo. Helmut permanecía con la espalda afirmada en las piedras húmedas, cruzado de brazos. Sus ojos limpios pero agotados perforaban la mirada opaca de Nikola, quien enseñó sorpresa. —¿Seguro? —Hace un rato devolvió lo poco que le reztaba en el estómago. Reco- nocería eza bebida aunque eztuviera mezclada con tinte para ropa. Lo bueno ez que ahora moztrará alivio al dolor de cabeza, dezpuéz olvidará el incidente. —Hermano, ¿de qué hablan? Frauke estiró la mano a través de los barrotes, alcanzando el brazo de Helmut quien no dudó en acercarse a la escasa luz de vela. —Wilhelm bebió algo rezervado para la batalla, Frau. Un veneno que te vuelve loco por unaz cuántaz horas antez de golpearte la cabeza como martillo. —¿Un veneno, acaso morirá? —No, zólo zentirá que un caballo le trotó encima pero eztará bien. Y ze pondrá mejor porque ya no tiene la zuztancia en la panza. Zólo le falta algo de comer para que recupere fuerzaz. —Entonces, es verdad… —¿Qué coza? —Nada, no es nada. Eh… hermano, padre te envía esto. Es importante y privada, te pido que la medites. La muchacha temblorosa entregó el sobre dejando que su hermano ob- servara su precario estado físico y la confusión en su mente revuelta entre recuerdos de Umbríos desnudándole y pesadillas de una segunda Frauke ahorcándole. Helmut tocó el rostro de su hermana notando un frío digno de los cuer- pos abandonados en las fosas comunes. —Frau, te vez fatal. —Debo regresar, nuestro padre aguarda. —¿Qué te ha zuzedido? —Estoy bien. Y todo irá bien si obedezco a papá. —¿Qué te ha hecho eze bruto? —Creo… que él está ofreciendo algo bueno para tu futuro a través de ese documento. Como hermana, te ruego aceptes su petición. —Nikola, no te alejez de Frau, ¿vale? Eztá yendo demaziado lejoz. Wilhelm fregaba sus ojos decidiendo abandonar el tibio letargo en bra- zos de su cuidador. Despegando el cabello de su rostro, el niño abrió grandes ojos brillantes como estrellas, apuntando a Nikola. —¡Quién es ese! ¡Sáquenlo, fuera de mi vista! Benedikt sujetó a su amo por el hombro mientras Fritz movía las orejas puntiagudas que Frauke consiguió ver. —Primo, ¿qué ez ezo tan terrible que ahuyentaz? Ya zé que laz cejaz de 160
Victoria Leal Gómez Nik no zon laz máz bonitaz y que zi no ze laz afeitara zería unicejo… —No te pases, yo sé que en el fondo las envidias porque tú apenas tienes cuatro pelos sobre los ojos. —Willie, te juro que Nik ez un buen tipo una vez ignoraz zuz ganaz de tener todo controlado. Wilhelm tambaleó por la debilidad en su cuerpo deshidratado y sin co- mida, siendo sostenido por los fuertes brazos de su primo cuya coronilla rozaba la techumbre de la celda. —¿Es que acaso has nacido con problemas en tus ojos, Helmut? —Tengo loz dientez torcidoz, creo que ez suficiente con ezo. —Ese brujo junto a Frauke es horrendo, es terrible, ¡un degenerado in- digno de cuidar a Frau!—Wilhelm intentó correr a los barrotes, siendo detenido por Fritz quien le resguardó tras su larga túnica gris. Él prín- cipe apuntó a Nikola con la mano derecha— En el nombre del Primer y Último Rey, ¡te ordeno que te retires! ¡Toda autoridad tuya queda anu- lada! Frauke tapó su boca al escuchar las palabras de Wilhelm, retrocedió va- rios pasos al intentar contener las repentinas náuseas, la sensación de que un espectro se desprendía de su cuerpo llevándose consigo su alma. Tantos pasos dio en reversa que chocó contra Nikola. El Caballero se vio escasamente inmutado pero no podía hablar o siquiera parpadear. —Te he dado una orden. Agradece que desconozco la palabra justa para expulsarte de la vida. El incrédulo Helmut miró a su primo deseando aplaudir semejante aplomo florecido mas contuvo sus ímpetus al ver que Frauke perdía la habilidad de mantenerse despierta, siendo cargada por Nikola. El guardia de turno empujó al Caballero fuera del calabozo usando la punta de su lanza, cerrando la gruesa puerta de madera roída. Con pa- sos diminutos, el joven y resfriado guardia de bufanda regresó a la celda donde Wilhelm fruncía el ceño, apretando los puños. Benedikt aplaudía silencioso, sonriendo halagado mientras Fritz cruzaba sus brazos, asin- tiendo con la cabeza. Helmut guardó la carta en su bolsillo dispuesto a pedir explicaciones pero Wilhelm fue más rápido. —Si eres incapaz de ver su oscuridad no importa, al menos aprende a sentirle y evitarás quedar como Frauke. Su espíritu ha sido desligado de su cuerpo, en ella opera una sombra imitadora y Nikola está en peores condiciones. —¿De qué hablaz? —Rompe esa carta. —Pero Wilhelm, ez de mi padre y… —Te he dicho ROMPE LA CARTA. AHORA. Fritz contenía las energías del mozalbete en ropas sucias y mojadas. Be- nedikt se acercó a Helmut, posando su mano en el jovenzuelo dubita- tivo. —Señor, le pido que obedezca a nuestra Alteza Real. Finalmente, Helmut atisbó unas letras en color a través del papel, rasgó el documento a la mitad y a la mitad de la mitad antes de desgarrarlo azarosamente. —Arroja los papeles fuera. 161
El Sanador de la Serpiente —Oh, vamoz Wilhelm, ¿por qué me…? —De esa forma me aseguro que no leerás los trozos. Anda, hazlo. —Buf, ezte me conoce al dedillo. Cuando Helmut arrojó el papel picado fue el guardia quien se encargó de cada cascajo, lanzado al fuego en el rincón donde las ratas se reunían a mascar migajas. Helmut observó al guardia sin entender porqué todos comprendían lo sucedido. Se acercó nuevamente envuelto en una capa gris. —¿Me puedez explicar qué mierda paza? —Sólo obedece y te ahorrarás un sin fin de problemas. Estoy seguro que mi querido tío jamás hubiese escrito tales palabras en un documento para el varón de su Dinastía. Es una artimaña de mentes ennegrecidas, de gentes dispuestas a ser transformadas en Äingidh por un poco de absurdo poder. —Willie… no entiendo nada. De pronto decidiste comportarte como príncipe… a mi me guztaz azí como erez tú, inocente y hazta medio bobo. —Helmut, estoy seguro que deslumbras a muchos con tu estampa pero tu labia es un caso muy diferente. Te recomiendo pensar antes de hablar. —Y para máz remate, el guardia ez tu compinche—Helmut sujetó por los hombros al niño sonriente—¡Pero zi hasta ya hablaz como el pezado de Ritter! No hagaz ezo, ez el mal camino a laz relaciones públicaz. —El mal paso a las relaciones públicas es tener una espada más pode- rosa que la lengua. Benedikt y Fritz dieron la razón a Wilhelm asintiendo simultáneamen- te, logrando que Helmut liberara al pequeño resignado a saber que era torpe. El grupo de entumecidos hombres al interior del calabozo escucharon el chisporroteo del papel quemándose en la chimenea. Recorrieron la figura delgada del guardia subiendo y bajando los hombros. —¿Qué me miran? Si alguien se entera que dejé entregar una carta, me cortan el cogote y tengo un hijo que mantener. La mazmorra fue congelada cuando la noche terminó por envolver al reino y la brisa helada recorrió cada pasillo del palacio como si este fuera su hogar, acariciando la piel amoratada de Frauke. La muchacha se detuvo frente a la puerta de la biblioteca donde la afanosa búsqueda continuaba sin tregua. Tras ella iba Nikola y sus mermadas fuerzas. —Nikola… Wilhelm hizo algo… que me ha enfermado. Estoy fuera de mi, a la deriva sin saber distinguir entre arriba y abajo. De pronto pude escuchar que alguien golpeaba un cristal tratando de romperlo pero Wilhelm le ahuyentó y ahora… ahora no sé qué soy. —Señora, entiendo lo que me explica. —¿También te ha afectado? Qué fue eso, ¿un hechizo? ¿Acaso mi pobre Wilhelm en realidad es víctima de sus propias artes oscuras? Nikola empujó el pórtico de doble hoja, enseñando el salón repleto de velas y caóticos libros desmembrados. —El rey aguarda por usted, señora. Apenas Hagen notó la presencia de su hija le juzgó mirándole de pies a cabeza, dejando que la distancia entre ambos disminuyera lentamente 162
Victoria Leal Gómez hasta el momento en que Frauke pudo reunir hálito suficiente. —He entregado su pedido. Hagen abrazó a la chiquilla, besando sus mejillas e ignorando por com- pleto la presencia del Caballero. —¡Por fin sirves para algo! Una vez liberada, el hombre de barba recorrió la biblioteca de izquierda a derecha mientras los hombres a su servicio arrojaban libros al suelo, hojeando cada volumen cuyas tapas esbozaban tonos verduscos. —Sólo queda esperar, mi hijo es inteligente y acertará. —Padre—La joven de largo cabello borgoña apretaba sus vestiduras— quisiera retirarme a mis aposentos. —Oh sí, ve. Ya haz demostrado tu utilidad por hoy, ya te encargaré una nueva tarea. Una más importante. —Gracias, padre mío. —Vete, por favor. Estamos ocupados. Manteniendo la mirada ausente y la piel amoratada, Frauke avanzó sin exhalar, temiendo perder la vida si dejaba salir el aire de su entraña. Mimaba su garganta cada cierto numero de pasos a lo largo del pasillo repleto de cuadros rasgados con cuchillo. El velo estrellado era la única pieza luminosa del otrora corredor magno. Frauke se inclinó junto a la pieza de tela sin atreverse a tocarla pues parecía desmoronarse. Bajo el lienzo se encontraba una pintura de vivos colores. —Quién será. Frauke deseaba ver el rostro tras las estrellas y su mano se deslizó bajo la tela mas le fue imposible. —Señora, le aconsejo descansar tras las terribles palabras del príncipe. —Tienes razón, Nikola… ha sido terrible. Tal vez… con el dolor de mi alma deba aceptar que Wilhelm es malvado fingiendo ser inocente. —Venga, no tenga miedo. Nikola tomó la mano de la muchacha ligeramente desvanecida lleván- dole hasta su dormitorio, lugar donde las cortinas sellaban la vista al jardín. Con timidez fue encendida una vela en el tocador donde frascos per- fumados se agolpaban junto a las polveras y los pigmentos. Frauke re- paró en las cuentas de un antiguo collar antes de observarse al espejo, tocando su imagen mientras el Caballero desabotonaba la espalda de su vestido. La muchacha dejó que su cabello fuera desatado, los vestiduras cayeron de sus hombros mientras sus largas uñas chillaban en la imagen borrosa de un espejo que sólo reflejaba una muchacha desnuda pero no sentía miedo… al encontrarse con Nikola supo que tanta negación era absur- da, se rindió en los brazos de quien nunca le menospreció. 163
El Sanador de la Serpiente 10. De la Mañana a la Noche. Wilhelm se aferraba al barrote oxidado atrapado entre sus de- dos, buscaba alguna seña incidanco el tiempo transcurrido porque le parecía imposible un sueño de tres días sin enterarse de nada. Su primo le confesó cuidarle cuando su estómago arrojó fuera la inmundicia pero no recordaba tal hecho. El niño sólo dio con la visión de una vela afe- rrándose a la luz con todas sus fuerzas, titilando agónicamente. Estaba helado y le castañeaban los dientes pero sentarse en la tabla o en el suelo significaba empeorar su frío. Fritz y Benedikt conversaban entre ellos, susurrándose en Sgälagan de modo que el pobre de Helmut quedaba totalmente marginado de la charla pues sólo entendía vocablos sueltos y no frases completas. El niño se entregaba a la oscuridad de su celda cuando escuchó los pasos de un guardia llevarse a un pobre borrachín medio dormido, arrastrán- dole escaleras arriba. Segundos después pudo oírse el eco de la marcha de tres guardias plantándose frente a una celda cercana, abriéndola para sacar del interior a un joven de ropas ajadas y extraño olor que no po- dría escribirse como molesto mas si inusual. Wilhelm quería arrojar su ojo fuera de la celda para mirar con detalle pero el cabello cobrizo del supuesto ladronzuelo a quien conoció durante las celebraciones refun- fuñaba molesto, reclamando por la incomodidad de la tabla en su celda. —¿Le habrán liberado así, sin más? Eso significa que los crímenes en su contra son falsos… o bien, estoy rodeado de inútiles. —Altecita, ¿pasa algo que le molesta? El forastero fue arrastrado escaleras arriba entre sogas y forcejeos e in- sultos que nadie corregía. Wilhelm quería charlar con el viajero pero la distancia le apartaba incluso de la vigilancia de los guardias dando vueltas en círculos y hasta la vela ignoraba al grupo. Ya rendido por el frío, Wilhelm se acurrucó en la parte oscura de su cár- cel, arrollado entre las capas de Fritz y Benedikt quienes permanecían a su lado en completo silencio. Helmut trataba de ver por un agujero en una pared. Rascaba la arenisca agrandando la hendidura por la que algo se atisbaba. El guardia de turno se marchó con la llegada del compañero quien se acercó a la celda apenas la puerta fue cerrada por el colega hambriento. —Pst, niño. Helmut apuntó su pecho cuando escuchó el susurro mas recibió una ne- gación de cabeza. El guardia apuntó a Wilhelm mas el pequeño perma- neció inmóvil siendo Fritz quien recibió el obsequio del guardia juvenil de voz dulce y rostro cubierto por la gruesa bufanda azul. —Esto es… —Ropa, para que se cambie. La que tiene está toda empapada, le van a doler los huesos. Veré si puedo traerles ropa seca pero no garanti- zo nada, ustedes son muy altos y ese de allí—El guardia apuntó a Hel- mut—con esos hombros tendría que envolverle en una sábana para que le calce. —¡Graciaz por el piropo! El hombre de gris entregó las prendas a Benediktquien las extendió 164
Victoria Leal Gómez frente al feliz Wilhelm. El noño nada tardó en desvestirse sin importar encontrarse en vitrina. —Willie, tapa ezo que a nadie le intereza verlo… Fritz miró fijamente al incólume guardia. —¿Por qué eres tan amable? ¿Qué esperas a cambio? —¿Qué pregunta es esa? ¿Acaso me pueden dar recompensa? Si son incapaces de escapar de allí, ¿qué puedo esperar a cambio? No quiero nada, el niño me da pena. —Tu actitud es… inusual. —Esas ropas son de mi hijo. Tal vez no sean las apropiadas para alguien de su alcurnia pero, al menos, no se congelará como anoche. El guardia masticaba una hogaza de pan duro cuando Fritz observó las prendas que vestía el príncipe. El niño introdujo la camisa marfileña dentro del pantalón castaño con grebas de cuero maltratado. Al desabo- tonar el chaleco cuidadosamente puesto por Benedikt, Helmut recono- ció las botas y el desgaste de los materiales. —Esa ropa es de Willie. Miren, hazta tiene laz manchaz de la última caída que ze dio. Ez zu ropa de entrenamiento. —¿En verdad? Qué observador… Benedikt repasó el detalle mencionado por Helmut dando con peque- ñas líneas de sangre y tierra. Fritz se mantenía junto al guardia risueño. —Le queda genial, primera vez que le veo ponerse eso. —¿Cómo has sido capaz de conseguir algo así es un momento tan com- plicado? El guardia sonrió confiado, cruzándose de brazos. —Uno tiene sus contactos por ahí. —¿Por qué dijiste que era ropa de tu hijo si…? —Me marcho, el jefe quiere mi reporte. Wilhelm corrió a los barrotes estirando su mano más allá de la celda atrapando la bufanda del guardia. —¡Espera! —Que no tengo toda la noche, ¿eh? Escupe. —A partir de ese momento contraigo una deuda con vuestra merced. Su nobleza es grande y debe ser reconocida mas lo único que puedo darle son mis palabras que pueden tomarse como fanfarronas. Fritz, Benedikt y Helmut observaron al confundido guardia apartando su mano, acomodando su bufanda mientras carraspeaba. —Ahora me siento como una doncella… —Hay asuntos imposibles de ocultar, mi buen guardia. —Niñito, guárdate tus halagos. Les traeré mis sobras de pan, hoy no tengo cómo conseguirles algo para el mastique porque todo el mundo está corriendo para todos lados. —¿Y la razón del alboroto? —Hoy cuelgan criminales en la plaza, ¿no escuchan los gritos? Es la gente feliz de deshacerse de sus problemas. Wilhelm quitó su melena del interior de la camisa, rascando una herida en su espalda. —¿Por eso se han llevado al pobre ebrio de la celda continua? Su único crimen es acribillar uvas… 165
El Sanador de la Serpiente —Sí, tal vez. Pero así son las cosas ahora. —¿Quién está a la cabeza de todo? —Altecita… ni idea. —¿Nadie ha mencionado el asunto? —Yo sólo agacho la cabeza, no es tan sencillo como usted cree. —Qué hay del extranjero en la celda de al lado, ¿cuál es su crimen? —¿Y, por qué de pronto le importa la vida de los demás? Yo qué sé del extranjero ese, nunca se dignó en hablar nuestra lengua. —Es que… se parecía a ti. —¿Y si te digo que es mi hermano? El pórtico astillado fue abierto por un soldado aburrido, evidenciando el traslado de un hombre cubierto en sangre añeja y pequeños riachuelos de carmesí aún fresco. El origen del líquido caliente eran las rasgaduras dobladas hacia fiera, enseñando carne y trozos amarillentos sucios con tierra e infección. La humedad de la celda, las ratas y el moho se colaron por el interior del hombre quien apenas podía quejarse por el dolor. Impresionado por la imagen del maltratado, Wilhelm giró la cabeza in- tentando pensar en otros menesteres. Por el contrario, Helmut se apoyó en los barrotes para tener una mejor vista de la sangre y los quejidos del hombre. Escudriñó en la oscuridad, no estuvo tranquilo hasta dar con un larguísimo mechón de cabello albo escapándose de la tela negra tapando su cabeza. —Primo, ¡ez Ritter! —No, ¡me niego a creerlo! —Pero zi no ez él, ¿quién? Zólo Ritter, la zeñora Näurie y Fritz tienen el cabello cano, Wilhelm. El muchacho se afirmó en los barrotes cercanos a su primo evidencian- do dolor en su mirada al ser testigo del charco de líquido rojo en la tierra de la mazmorra. —Pero qué ha hecho él para merecer tales penurias… A través del pórtico aún abierto, un segundo guardia dejó entrar a Frauke sin preguntar nada. La joven ingresó al pasillo del calabozo ha- ciendo retroceder al guardia coleguilla de Wilhelm, clavando sus ojos en Helmut. —Frau, ¿qué le han hecho a Ritter y por qué? —Helmut, ¿tienes respuesta? —¿A qué? Oh, la carta… —Imagino que la haz leído pacientemente. El muchacho apretó los labios cuando sintió la mano de Wilhelm caer en su hombro. —No, el documento fue deztruido. —¿He escuchado bien? —Así es, le ordené a Helmut que destruyera la inmundicia que nos haz traído. —Wilhelm, ¿qué he hecho para que me trates de esa forma? —Desaparece y no regreses, llévate a esa sombra contigo. Tú, que dis- frutas de esta mujer—El niño apuntó a Nikola, quien dio un respingo— Llévatela y que jamás regrese a este lugar pues se ha transformado en un incordio que revuelve mi entraña. 166
Victoria Leal Gómez —Willie, Frauke ziempre ha zido un poco rara pero no ez razón para hablarle azí. —No te preocupes, hermano querido—Frauke sonrió cuando el guar- dia redirigía sus pasos y los de Nikola— Hay que ceder ante las últimas voluntades de los desesperanzados. —¿Cómo dizez? —Pocas horas quedan para mi amado y todos ustedes… el cadalso está siendo probado en delincuentes habituales pero sólo quedan horas an- tes del espectáculo pedido por el pueblo. El guardia sujetó a Frauke del brazo, empujándole a la salida. —Señorita, haga esto por las buenas que por las malas no le gustaría. —Frauke ¡¿quién ha ordenado tal dezfachatez?! —Wilhelm, ¡te cortarán la cabeza por el crimen que haz cometido pero puedo ayudarte si me dejas hacerlo! —Frauke, ¡tú zabez que Wilhelm ez inozente! —Hermano querido, ¡convence a nuestro amado primo, debe ceder ante nuestro caro padre! Si lo hace, le perdonarán la vida, ¡lo juro! —¡Soy inocente! —Te encontraron con el puñal en las manos y la sangre en tus ropas… —Soy inocente, lo juro por lo más sagrado… ¿qué ganaría mi pobre alma con tal crimen?—Wilhelm tomó aire para evitar el falsete en su voz—Explícame porque es incomprensible… —Hermana, ¿cuál ez la voluntad de nueztro padre? Frauke zafó su muñeca del guantelete del guardia, mimando la cabeza de Helmut. —Wilhelm será indultado si te sientas en el trono. —¿Cómo? El muchacho retrocedió un paso dirigiendo su mirada a los zarcos ojos de su primo quien sellaba los labios crudamente. Benedikt envolvió a Wilhelm con su capa roja. Fritz bajó la mirada, escudándose en el rincón sombrío de la celda. —Ya haz escuchado, querido hermano. La vida de mi prometido y sus siervos está en tus manos, en tu decisión. —Pero Wilhelm es inozente y tú lo zabez muy bien… —Tienes una hora para entregarme tu respuesta. —Qué harán con él zi me niego. —Puede que le ahorquen pero lo más probable es que su cabeza caiga en un canasto. Y así harán con Benedikt y Fritz… y probablemente sea tu destino también. El guardia estrujó sus cejas afirmando un helado puñal en el cuello de la jovencita pero fue detenido por Nikola quien apartó al guardia de un empellón. —Márchense, mi mano suele resbalarse. Frauke miró a Wilhelm por última vez antes de cruzar el pórtico y evitar el filo en sus carnes. El guardia cerró con llave la mazmorra al tanto que otros criminales se arrollaban en las sombras de sus calabozos. Fritz cruzó sus brazos, observando la tensión en la espalda de Helmut cuyas manos se enredaban en los barrotes. —¿Cuál es su respuesta, joven señor? 167
El Sanador de la Serpiente —Fritz, no zeaz tarado. Ezta zituazión ez eztúpida, un plan urdido a las prizaz. Wilhelm, ¿qué haríaz en mi lugar? Benedikt abrazó al niño inmóvil frente a Helmut. Un destello en sus ojos fue la alarma de que su decisión era clara. —Primo, desconozco el tipo de educación impartida por tus maestros mas recuerdo la mía. Esta explica patentemente que los ardores perso- nales jamás favorecen el bienestar del pueblo. Helmut bajó la mirada hundiendo sus pies en el charco donde una rata revolvía el musgo. —Vaya aplomo… un criminal no diría algo azí. ¿En verdad me imagi- naz de rey? —Confío en tu sano juicio, eres mi sangre. En este momento te encuen- tras a mi lado, ¿acaso requiero de otra prueba de lealtad? He tenido más que suficiente. —Alteza—Fritz seguía escondido en la penumbra, arropado en su tú- nica gris— No tome decisiones como esta tan a la ligera. No ponga su vida por sobre… —No estamos hablando del valor de la vida de un hombre sino del futu- ro que el reino necesita. Jamás me he sentido preparado para tal deber y ahora nos vemos en un profundo cisma. Evidentemente, el destino grita a Helmut como soberano de estas tierras. Tonto y necio sería al obviarlo—Wilhelm prolongó su mano poniéndose en puntillas hasta conseguir tocar el hombro de Helmut—Es tu deber. Hazlo por el reino, por nuestra línea de sangre. Sé el eslabón fuerte que esta cadena requie- re. Es probable que nosotros seamos ejecutados sin importar tu decisión pero el reino no puede ni debe permanecer decapitado. —¿No te daz cuenta de que han armado ezte barullo para que me zedaz el trono? ¿Pretendez caer en la trampa? Nada me garantiza de que te dejarán vivo una vez me planten la corona. Y pienza en que van a querer dezhazerze de Benedikt y Fritz y de todoz tuz zirvientez y zuz familiaz— Helmut apoyó su espalda en el muro, mirando a lo alto—Eztaz no zon dezizionez que ze toman en una hora. Fritz posó su mano en el hombro de Benedikt liberando a Wilhelm del abrazo y la capa roja. —Joven señor, la muerte es parte de nuestro trabajo. Son hechos asumi- dos desde el principio de nuestra servidumbre. —¿Qué hay de zuz ezpozaz e hijoz? Elloz zerán azezinadoz también. Benedikt bajó la mirada relajando los brazos en señal se sumisión que Helmut comprendió. Se sentó sobre un charco sin percibirlo pues su desesperación era mayor. Con la frente en las rodillas, el muchacho pen- saba en las alternativas, lo despiadado del crimen, la salud de tu tío, la vida de su tía… —Todo ezto fue orqueztado y tengo que zaber quién fue… y cuendo lo zepa, me va a conozer. Wilhelm se acuclilló junto a su primo, notando un brillo extraño en sus ojos. —¿Acaso buscas venganza? —Juztizia, primo. —Si buscas reparar el daño generando más daño, entonces, es venganza. 168
Victoria Leal Gómez Helmut miró a los ojos de Wilhelm especulando sobre la capacidad del niño a la ora de leer sus pensamientos. Mordió sus labios antes de in- corporarse, llamando al guardia con un gesto. La joven pretendiendo ser un varón se acercó tosiendo, cubriéndose con al gruesa lana de su bufanda. —¿Qué no vez que no estoy para tus antojos? —Tú, ¿te conozez bien las catacumbaz? —Em… ¿sí? Dime que no estás pensando en que te ayude en una fuga porque eso es lo último que necesito. El muchacho sonrió al revolver entre sus camisas y mecer una bolsa a través de los barrotes, frente los ojos del guardia. —Zácanoz. —¡Helmut! ¿Acaso vas a…? —Primo, ¿quién quiere zer rey de una tierra dezpedazada? —Cuida tu lengua. Todavía es mi reino. —Willie, no erez rey, no tienez reino ni tierra. Con zuerte la que tienez pegada en laz botaz. El guardia rajó la bolsa con su puñal, dejando que cientos de monedas se despeñaran en el suelo terroso. Un papel enrollado estuvo a punto de caer el fuego cuando Helmut detuvo la acción. —¡Ezo ez lo máz valiozo! El documento fue doblado y puesto en un bolsillo. —No sé leer pero me lo quedo y el oro también. —Pero tú… —Yo nada, yo no prometí nada. —Por todos los dioses Helmut, como negociante eres la vergüenza de la familia. —Y tú, como heredero al trono, también erez una vergüenza, primo querido. Pero eztamoz intentándolo, ¿no? Oye tú—Helmut hablaba al concentrado guardia intentando leer los garabatos del documento tra- tando de auxiliarse en la luz de un nueva vela agónica en su mesa destar- talada—¿Conoces la ruta cerca de esta mazmorra? Por lo general tiene poca vigilancia. —Claro que la conozco pero eso no garantiza el éxito de tu estupidez. Me voy, ustedes hacen que se me ponga a hervir el gaznate. Les ayudo un poco y ya empiezan con locuras, ténganme pena. El guardia puso marcha a un rincón oscuro escaleras arriba. Extraña- mente los únicos que restaban en la mazmorra eran aquellos en busca de escape. Wilhelm repasaba mentalmente los mapas del palacio que alguna vez revisó mas era complicado dar con un detalle tan específico como una salida descuidada en la mazmorra y resultaba más compli- cado por el simple hecho de que era la primera vez “visitando” tal sitio. Sin embargo, la mirada confiada de Helmut le tranquilizó ligeramente cuando Fritz se le acercó a discutir la huida. —Es bueno recordar que el palacio está edificado en medio de un lago y que requeriremos de una embarcación para cruzar el agua hasta la orilla más próxima. —¿Zaben nadar? —Por supuesto que sabemos nadar pero no pretenderás que… 169
El Sanador de la Serpiente —Ez una larga distancia pero hay que estar prevenidoz en cazo de que conzigamoz una cázcara de nuez por bote y noz caigamos al agua. La otra alternativa es atravezar la mitad del puente oriental y arrojarnos al lago desde allí antes de que noz vean loz arqueroz de las torretaz. Desde allí no resulta tan complicado nadar… em, primo—Helmut levantó la ceja con desconfianza—¿Alguna vez en tu vida haz nadado fuera de la tinaja de baño? —Me encantaría decir que sí… —Mierda, nadar no ez una opción. Tendremoz que confiar en la forta- leza de un bote… el problema ez ¿qué hacemos zi no podemos cruzar el lago? —Em, tal vez suene muy estúpido pero— Benedikt se apartó de su rin- cón húmedo—¿Cuántas personas en el palacio saben que estamos pri- sioneros? Helmut caviló unos segundos antes de responder moviendo la cabeza de izquierda a derecha en busca de cuentas. —Probablemente un tercio de la guardia lo zabe y el resto zólo zigue órdenez. Digo problabemente porque a lo mejor ni idea tienen de que ezte pendejo ez el príncipe. —¿Qué intentas decir con eso, Helmut? —Ay primo, no te ofrendaz. Ez sólo que nadie te conoce y ezo ez un gran punto a nuestro favor, azi ez que lo que podríamoz hacer… El guardia interrumpió la planificación al arribar corriendo a la celda, frenando estrepitosamente en los barrotes oxidados. —Tendrá que ser en minutos. ¡El Senescal a ordenado vuestra ejecu- ción! Arreglaré lo que pueda, veré si consigo una barca pero más allá dependerá sólo de ustedes. —No te hagaz problemaz, no ez mi primera vez. En carreras esquivando bultos en los suelos, el guardia volvió a esfumar- se como si se tratara de un fantasma que nadie veía ni escuchaba. Wil- helm sentía el pecho apretado como si alguien le estrujara el corazón. —Helmut, luces extrañamente confiado. Es decir, normalmente eres así pero esta situación no es para sentir que juegas. Tu padre te ha hecho una sugerencia muy grande y la estás rechazando sin meditar al respec- to. —Willie, no zeaz imbécil, ¿vale? A los reyez loz encierran en el palacio a tomar deciziones y a mi me guzta ir de fiesta y beber hazta olvidar mi nombre. No quiero zer rey, que le den el trabajo a otro. Y zi estoy tran- quilo ahora ez porque Frauke vendrá por mi rezpuesta muy pronto… aprovecharé eze zegundo. —¿Qué harás? —Lo que yo zé hacer, primo. Lo que yo zé hacer. *** Cada uno de los libros existentes en la gran morada fueron arrojados a los suelos, exhausto Hagen se recostó en el diván de la bi- blioteca. Abanicándose con un papel, el hombre miraba el techo en bus- ca de una explicación. Los sirvientes a su lado agachaban la cabeza para 170
Victoria Leal Gómez ocultar su incompetencia. Uno de ellos sirvió una copa de vino a su amo para evitar el grito del enfurecido hombre. —¿Ya revisaron los aposentos del muchachito ese? —Sí señor, incluso hemos roto las maderas de los suelos y las paredes… Los sirvientes restablecían el orden de los manuscritos sin comprender por qué ese libro tenía tanta importancia. Cuchicheaban entre ellos, re- cogían los libros agajos sin apartar la vista del varón reposando. —Por todos los Altos… —Padre, me gustaría conocer el motivo de su obsesión. Hagen dio un salto al ver a Frauke a su lado pues nadie le vio entrar. —¿Acaso tus pies no emiten ruido? Qué clase de criatura eres. —¿Ese libro le ayudará a sentirse mejor? —Oh, sí, por supuesto hija querida. Ese libro está escrito por el mismí- simo Äntalmärnen y es un compendio de Magia Absoluta que permite la comunicación directa con los Altos. —Usted mencionó a Wilhelm… —El libro sólo es entregado al heredero del reino… Hija, ¿acaso sabes de lo que hablo? ¿Haz recordado algo? Si es así, TRÁEMELO. —¿Se sentirá mejor cuando lo consiga? —Sí, mucho mejor…—Hagen sonrió antes de que Frauke tomara rum- bo hacia el corredor, reteniéndole—Hija, ¿qué ha dicho tu hermano? —Tiene duda en su mente. —¿Cómo puede dudar ante tamaño ofrecimiento? Si bien lo digo yo, esos dientes no le dejan ser un hombre completo. Ven, hija—Hagen es- tiró la mano derecha, tomando aliento— Ayuda a tu padre a ponerse de pie. La jovencita puso su empeño en forcejear para levantar al robusto hom- bre del diván pero sin la ayuda de Nikola la tarea jamás hubiese sido completada. Una vez firme junto a la desarmada biblioteca, Hagen rela- mió sus resecos labios, como si adivinara lo que su hija estaba a punto de pronunciar. —Padre, ¿puedo saber la urgencia tras ese tipo de magia? Hagen sonrió ávidamente, mirando las pinturas que antiguos artistas plasmaron en el cielo raso durante los primeros años del reinado de los Altos en este mundo. —Qué inocencia la tuya, hija mía. —Los Altos son un mito bastante encantador, una falacia utilizada co- rrectamente para ejercer un dominio. —Frauke, ese es el punto, ¿cómo sé que en verdad es un cuento para ha- cer dormir a los niños? Pues resulta obvia la respuesta: si me encuentro con los Altos cara a cara estaré más que seguro de su veracidad. Y si no es posible, es la muestra de que Adalgisa nos ha mentido. —La madre de mi querido Wilhelm… ¿acaso su falsedad le ha llevado más allá de la Tierra? —Frauke, mira a lo alto— Hagen levantó las manos, señalando los hom- bres de regia altura y brillante rostro dorado, entregando una llave a un humano soberano de tierras— La llave es un símbolo regio de nuestro pacto con los cielos pero mira a ese hombre encapuchado de allá. —Si me permite la objeción, parece un inexperto niño. 171
El Sanador de la Serpiente —Ese hombre es el creador del libro de Magia Absoluta. El mismo talla- do en la puerta del gran salón, hija mía. Él es el único Alto que decidió vivir en nuestro mundo hasta el final de los días. —¿Qué hay de la señora Adalgisa? —Bueno, no sabemos si nos dice la verdad, pero si lo es, entonces ella es un Alto quien abandonó su mundo… para casarse con mi hermano. —Pamplinas… —¿Por qué Albert y no yo? ¡Yo soy el siguiente en la línea del trono! ¡Mi hijo es mi heredero! Wilhelm apenas levanta la espada de madera que usa en sus entrenamientos, ¿cómo esperamos a que se convierta en regente? ¿Qué esperanza hay con ese chiquillo que ni una flecha sabe propulsar? Mi primogénito es diestro en la espada, el arco y los Altos sabrán sobre sus demás habilidades… lástima que esos dientes, ¡esos jodidos dientes no son los de un rey! ¡Parece una rata! —Tanta virtud necesita un defecto, padre mío. De lo contrario, estaría- mos hablando de un Alto y no de un humano. —Es verdad, muy cierto… Ay, cómo me gustaría ser abuelo. Apostaría cualquier cosa a que esos niños serían tan prodigiosos como su padre. Nikola y Frauke se miraron discretamente cuando Hagen les dio la es- palda. La jovencita susurró a su Caballero si era adecuado hablar sobre la amplia progenie dispersada de su hermano pero Nikola negó rotun- damente en silencio, como si se tratara de una locura. —Padre, tiene usted razón. De seguro esos niños serían magníficos he- rederos de su dinastía. —¿Te imaginas si tu madre hubiera sido un Alto? No puedo imaginar las virtudes de mi querido Helmut… Nikola aguantó la risa que le escapaba al recordar a su amo siendo res- catado de mujerzuelas en medio de borracheras en tabernas perdidas en medio de la nada, apuestas en las que perdieron corceles y armaduras, los seis niños de madres diferentes… Frauke notó la burla de su Caba- llero, dándole un codazo. Sin embargo, la muchachita estaba harta de escuchar tanta vanagloria para Helmut. Hagen agarró un libro del suelo, interrumpiendo la labor de quienes se esforzaban en organizar la estantería con cierta lógica. —Padre, ¿qué hay de los anuncios oficiales? —¿Preguntas por la cabeza de tu amado, hija mía? —Mi corazón se retuerce con esta cruda realidad… El hombre inició una caminata a lo largo de la biblioteca con el fin de recorrer los magnos pasillos pintados a mano por diestros e inspirados Altos cuyos nombres se olvidaron en la noche de los tiempos. Frauke y Nikola siguieron los pasos del agotado y robusto varón de capa negra quien tenía escaso tiempo para mirar a su hija. —¿Acaso abogas por un ser rastrero como ese niño, cuyo único talento es tener ojos celestes? —Es el cielo reflejado en dos perlas… —Ay, Frauke —Hagen detuvo su marcha por el corredor, mimando la mejilla de la jovencita bajando la mirada— El amor hacia un criminal está condenado a desaparecer. Frauke fue abrazada por su padre, cruzando miradas con el sonriente 172
Victoria Leal Gómez Nikola quien le guiñó un ojo. El grueso hombre tomó la mano de su hija llevándole al ventanal ense- ñando un jardín revuelto por soldados y palas afanosamente removien- do la tierra en busca de aquel libro. —¿Acaso planeas quitarle el aliento? Tamaña tristeza oscurecería lo que me queda de corazón… —Entonces, no queda más que olvidarlo. Eres una niña aún, ya te con- seguiremos un mejor pretendiente. Uno capaz de llevar el nombre de nuestra familia. —Padre… —Mañana se pregonará la verdad si Helmut se niega en aceptar mi ofer- ta. Conozco una familia de buen nombre cuyo hijo mayor es el perfecto candidato para mejorar nuestro alcance, hija mía. —Este es un momento inoportuno. —¿Tú crees? Y, ¿qué tal si te menciono que hablo de la familia Klotz- bach? Frauke tensó la frente dado que las memorias de la familia era mixtura entre lo amargo y lo bello. —Sebastian… —Así es, pequeña. Gallardo y fiel muchacho que luchó en el frente en la Guerra del Fuego y que hoy es mi aliado. Ha encontrado pruebas de la culpabilidad de Wilhelm y de la negligencia de Ritter. Gracias a él, las tierras del oeste fueron anexadas a nuestro reino. ¿Puedes sugerirme un mejor candidato? —Su fama le precede, ¿qué palabras podría yo agregar a la conversación? —Muy bien, Frauke. Por fin demuestras inteligencia en tus palabras y acciones. Hagen se adelantó en su andar dirigiéndose al despacho donde una se- gunda biblioteca se disponía a ser desarmada hasta sus cimientos. —Padre, me gustaría retirarme. Estaré atenta a cualquier pedido suyo… —Ah sí, puedes irte. Hay mucho por hacer y tan poco tiempo… Nikola, encierra a Frauke en su aposento y que nadie ose en ponerle la mano encima. —A su orden, señor. Frauke atravesó la biblioteca cabeza abajo hasta llegar al corredor próxi- mo decorado en tapicería bordada por diestras Sgälagan anónimas. Se detuvo bajo un candil de siete grandes velas, volteando para mirar a los negros ojos de su Caballero quien sonreía burlón ante su señora. —Tu nivel de descaro me sorprende. —Muchas gracias, el tuyo también es admirable. —¿Cómo planeas ocultar los vástagos de mi hermano? Yo también de- seo conocerles aunque se trate de simples campiranos. —Epa, campiranos son pero tienen el corazón más noble que muchos hombres de por aquí. Cuida tu boca que yo me hice cargo de dos de ellos por siete meses y lo volvería a hacer. —¿Por qué hiciste eso? —Su madre enfermó y Helmut llevó a su mujer al único sanador que existe fuera del palacio. Los niños eran muy pequeños para realizar un viaje en invierno así es que la única opción era esa. 173
El Sanador de la Serpiente —Uf, ese Helmut es una basura de cara bonita… espero no encontrarme con más “tesoros”. —Oh no, lo mejor es que ignore lo demás. —¿Hay algo que yo no sepa?—Frauke aminoró el espacio entre ella y su Caballero, apretando su muñeca como si sospechara. Nikola jugaba con un mechón de cabello borgoña de su ama—¿Acaso hay algo que no deseas confesar aún? Te ordeno me lo digas, toda información es valiosa y nos puede ser útil en cualquier momento. —Habla como si quisieras destruir a tu hermano. —No… no, yo sólo… deseo conocerle un poco más. —Habla con él. —Es verdad, debería ir a por sus palabras… si obtengo algo favorecedor mi padre me apreciará un poco más. ¿Notaste que hoy no me ha zama- rreado ni me ha gritado? —Frau, ese tipo no vale un céntimo, ¿por qué te preocupas de caerle en gracia? —¡Es mi padre! —Es una mierda, un Äingidh es incapaz de ser tan retorcido. Al menos, si les caes mal te lo dirán y no demorarán en cortarte la cabeza pero, ¿qué es eso de abrazar a alguien por cumplir un capricho? Una mierda manipuladora, eso es tu padre. —¡Nikola! No empieces con… —Ay, otra más que viene a amenazarme. Eres igual que Helmut—Ni- kola abrazó a Frauke, besando su frente—Ten cuidado que yo también sé hablar. Eres mil veces más bruja que yo y andas por ahí haciéndote la santa. —Yo no era esa clase de bruja hasta que esa Elisia se metió en mi cuer- po… —Deja de joder y vamos a la jodida mazmorra, a ver si en algún mo- mento me puedo marchar de este jodido reino de mierda. Extraño co- rrer desnudo en el lodo. Frauke sabía que discutir era provocar su propia ruina de modo que retomó su marcha en dirección a la mazmorra, imaginando el rostro de sus sobrinos. Al menos con los gemelos era un poco más sencillo puesto que algunas referencias le fueron dadas pero los demás eran sólo una nube de posibilidades similares a Wilhelm puesto que la mayoría de los Altos son de ojos y tez claras y cabellos rubios o bien, cenizos. La muchacha se detuvo en un descanso de las escaleras húmedas, sin mirar a Nikola. —Y tú, ¿no tienes familia? —No. —¿Por qué no? Eres mayor que mi hermano, cualquier hombre de tu edad ya tendría una mujer y varios descendientes… estoy segura de que… nosotros… entre nosotros… —Frauke, olvida el tema. Nikola encontró en los ojos de su señora un destello solitario en su mi- rada. La muchacha mimó la mejilla del Caballero antes de jugar con un obscuro mechón ensortijado. —Cómo negarlo, ambos somos personas olvidadas. Yo lo tengo todo y, 174
Victoria Leal Gómez al mismo tiempo, no tengo nada… excepto tú, que me sigues dónde sea. —Fue una orden pero me es fácil acatarla. Esperé por esto muchos años… —Te conozco desde que era pequeña y hasta te diste tiempo de jugar conmigo cuando Helmut andaba por ahí, tonteando. Ahora estás a mi lado cuando podrías haberte fugado del reino. Creo que, en el fondo… me negaba la posibilidad de conocerte porque tengo miedo… —¿A qué temes? —No lo sé… en realidad yo… creo que Elisia es más fuerte que yo y se siente a gusto contigo. Pero yo no la quiero en mi mente ni en mi cuer- po, es tan fuerte y tú le das más fuerzas, tengo miedo de eso. Para mi sería un alivio que me dijeras “estoy casado y tengo hijos” porque eso me alejaría de ti, me sentiría decepcionada y eso sería correcto. —Y si te confieso que estoy contigo nada más que por ella, ¿me creerías? —Por Elisia y no por mí… Nikola descendió los peldaños como si no le importaran las palabras de Frauke quien mantenía su equilibrio al sujetarse del hombro de su Caballero. Antes de ingresar al calabozo, el joven sólo fue capaz de su- surrar. —Frau… ¿quieres sentirte decepcionada para alejarte de mi y evitar que Elisia te tome por completo? —Sí… eso me gustaría. —Helmut y yo no somos amigos. —Ya lo sé. Eres su sirviente, su aliado. —Eso y mucho más. Tú lo sospechas, hoy te doy la certeza—Frauke avanzó por los últimos peldaños al tiempo que Nikola abría la puer- ta—Ahora ve y habla con él, deja que todo siga su curso y más pronto que tarde, todos estaremos muertos. Encontraremos alivio de una vez por todas. —¿Qué cosas dices? Eres terrible, Helmut no es tan imbécil para recha- zar una oferta así. —Ay, Frau. A veces eres tan ingenua. Esta vez la muchacha sintió que su cuerpo se desmoronaba en migajas. Las fuerzas de su cuerpo le rehuían y la voz de aquella bruja en su inte- rior clamaba su territorio cada vez más amplio. Nikola le sujetaba de la cintura para evitar un golpe causado por desmayo inesperado y hacía lo correcto pues Frauke apenas podía andar. Los años rindiendo culto a ese dios que su padre le ofreció pasaban su cuenta y ya no podía escuchar las voces de los Altos rogándole olvidar a ese dios. Nikola limpió el sudor helado en la frente de Frauke antes de acercarse a la celda correcta. —Sea fuerte. —Nik, ¿tú no sientes la voz de alguien pidiendo tu cuerpo? Acaso eres incapaz de… —Los vivos son capaces de sentir dolor, Frauke. —Tú… El Caballero empujó a su señora a la celda donde se apreciaba el sem- blante gastado y reseco de Helmut, quien susurraba a Wilhelm entre cejas fruncidas y manos cimbreantes dibujando mapas en el suelo. 175
El Sanador de la Serpiente El guardia tomó el brazo de Frauke para arrastrarle fuera de la mazmo- rra pero la muchacha forcejeaba. —¡Necesito hablar con Helmut! —Esto no es ninguna posada, mi señora. Hágame el favor de retirarse por las buenas. —¡Helmut! Nikola desenfundó una daga, afirmándola en el cuello del guardia. —La tocas de nuevo y te hago mi siervo por lo que resta de la eternidad. Fritz permanecía de brazos cruzados haciendo un gesto con el índice a su colega quien se acercó a los barrotes presto a mantener aislados a los primos y sus planes. —Es una reunión importante, por favor no interrumpan. —Sólo son dos niños jugando a la estrategia, sentados en un piso mo- jado. Inmediatamente, Helmut borró los dibujos mientras Wilhelm se agol- paba contra los barrotes. —¿A quiénes trataste de niños? Somos hombres hechos y derechos dis- cutiendo… qué sabrás tú de todas formas. Y ustedes, abandonen su en- tusiasmo por cortarse el cuello. Nikola y el guardia se apartaron sin remedio. El vigilante de turno es- cupió algo a la tierra disponiéndose a tragar la jarra de cerveza a su disposición. Helmut se acercó a los barrotes, afirmándose en ellos cómodamente. —Frau, hicizte bien al captar nueztra atención pero ezte no ez zitio para ti ni para nadie. A qué vinizte. —Por favor, hermano mío, dime que haz aceptado la propuesta de nues- tro padre. —Buf, eze hombre y zuz ganaz de uzarme… no graciaz. Dile que me tiene harto. —¡Helmut, si llego con tales noticias nuestro padre me matará! Y tu destino no será muy diferente. —Qué me importa, ya lo probé todo. —¡Helmut! Nikola posó su mano en el hombro de Frauke, susurrándole con dul- zura. —Deme unos minutos con él, por favor. Frauke negó con la cabeza retirándose resignada a ser tratada como un estorbo. Nikola se apuntaló en los barrotes, siempre manteniendo un bajo tono de voz a las cercanías de Helmut. —Te dije que esa noche era LA NOCHE para arrancarnos de estar mier- da. —No empiecez con tuz “te lo dije”. Zi quierez irte, hazlo de una vez, yo tengo deberez máz importantez que zalvar mi propio culo. —Tu padre te tiene en alta estima pero una negación como esta destruye cualquier hombre cegado, estás enfrentándote a la destrucción del rei- no. Helmut, razona un poco sobre tus propios objetivos. —¿Eztáz a zu favor? Eze tipo ze laz ha arreglado para hacer ezo y no permitiré que mate a Wilhelm porque ze le de la gana—Helmut susurró en el oído del atento Nikola— Ez el único puto Alto verdadero en todo 176
Victoria Leal Gómez Älmandur y ¿quierez que lo abandone? —¿Dices que tu familia…? —Loz von Freiherr zomos humanoz comunes y zilvestrez Nik, todo ez mentira. —Mierda, eso facilita las cosas al tiempo que las complica… —Conzígueme una ruta de ezcape máz allá del lago. —El palacio tiene guardias por todos lados, no será fácil. Lo único que puedo hacer es… puedo prestarte la Bruma. —¿Qué mierda ez ezo, pedazo brujo? —Eso es, querido mío, brujería. Toma—Nikola entregó un saquito de tela roja amarrada con una cinta dorada—Espárcela en el aire cuando salgan de la celda y corran como si no hubiera un mañana. No importa la dirección, no importa el destino sólo corran, ¿de acuerdo? —No uzaré ezta mierda Nik, zabez que no me guzta la brujería. —Entonces jódete. —Jódete tú, yo al menoz tengo alma. —Le diré a Hagen sobre tus bastardos. —¡Dile! Qué me importa lo que pienze de mi. —Le diré que me violaste. —Dile, él comprenderá zi le explico la zituación. —Le diré que soy tu amante y que por eso murió tu esposa porque yo la envenené. —¿Tú hicizte eso? Nikola, eza mujer no tenía nada que ver en ezto, ¿con qué parte del cuerpo eztabaz penzando? Era un matrimonio de aparien- ciaz y te lo cargazte azí, ¿porque eztabaz celocito? Nikola frunció el ceño, apartándose de los barrotes. —Se lo diré todo a Hagen. —Zal de aquí, no quiero volver a verte. Ni a ti ni a Frauke. Willie tiene razón, zon un par de brujos deztinadoz el uno al otro. —¿Por qué eres tan cabeza dura? Siendo el rey podrás hacer lo que se te de la gana. —Ezo ez lo que todo el mundo cree de la corona pero no ez azí. Mira, ahora mi única ocupación ez cuidar a mi primo, ¿lo tienez? Lo demáz puede irze a la mierda. —¿Tanto amas a ese niño? —Me muero zi algo le paza… ni Frauke me importa tanto. Al escuchar su nombre y descubrir que Nikola no consiguió su propósi- to, la muchacha corrió a la celda ignorando a su hermano para concen- trarse en el príncipe. —Wilhelm, amado mío, te suplico convenzas a mi terco hermano de aceptar la propuesta de nuestro querido padre. Es la única forma de salvar tu vida. —Un reino y su bienestar son más importantes que la vida de un hom- bre. El conocimiento y el poder son responsabilidades, querida mía. Sólo la ignorancia y la concupiscencia lo toman por privilegio. Respeta la decisión de tu hermano. Helmut fregó su cara, dado la vuelta y sentándose en la banqueta, sin perder de vista al abatido Nikola. El príncipe cruzó sus brazos, mirando a Frauke con dolor. 177
El Sanador de la Serpiente —Frau, deberías retirarte de este sitio de rufianes. —Wilhelm, al alba se te declarará culpable del crimen. Se pregonará en las calles, en las afueras del reino, por los mares y los vientos. Tu cuello será puesto bajo una cuchilla y si escapas, tu rostro estará en todos sitios ofreciendo monedas a cambio de tu presencia… —Es suficiente, márchense. —¡PERO YO NO EZTOY PREPARADO PARA ZER REY!—Helmut saltó de su escondite— Zi me pongo eza corona en la cabeza, todoz loz traidorez que organizaron el azezinato de la dulce zeñora zerán miz guíaz, ¿qué peor deztino?—Fritz, Benedikt, el guardia, Frauke y Wil- helm miraron a Helmut asintiendo tristemente—Zé que no zoy un Alto. Elloz no me darán la bendizión para continuar zu labor en el mundo. Mi reinado zería breve como un zuzpiro y nueztraz muertez, en vano. —¿Cómo estás tan seguro de que Wilhelm es un Alto? Miren sus ore- jas pequeñas y redondas, su escasa altura y sus débiles huesos—Elisia apuntó a Wilhelm con desprecio y burla, tomando como suyo el cuer- po de la debilitada Frauke—¿Es acaso capaz de leer el futuro como sus ancestros? ¿Puede él dejar de envejecer? ¿Wilhelm tiene la habilidad de traspasar las barreras del tiempo como cuentan los relatos antiguos de ciertos Sgälagan, capaces de ir y volver del futuro? No es siquiera capaz de recitar su genealogía y esperan a que me convenza de su pureza de sangre. Fritz alzó las cejas golpeando los barrotes con una piedra arrojada con precisión mágica. Frauke retrocedió al creer que el proyectil acertaría en sus carnes. —Perdónenme, estoy un poco exaltada. La temblorosa muchacha fue contenida por Nikola, quien lentamente le apartó de la celda. —Yo no quiero zer rey. No debo, iría a la guerra con el primero que ze me cruze antez de aceptar eza puta oferta. Frauke no podía contener el hálito de Elisia y cada uno de sus escalo- fríos le daba lugar a la entidad en sus carnes. Quiso pedir ayuda y arre- pentirse de sus hechizos para obtener belleza pero era muy tarde. Elisia le ahorcó hasta quitarle la última luz de su interior. Cuando se extinguió la pequeña llama, Frauke perdió la consciencia siendo sujetada por su Caballero. Nikola cargó a la desvanecida mujer llevándole de regreso a su dormitorio donde la última vela fue alcanzada por una brisa. 178
Victoria Leal Gómez 179
El Sanador de la Serpiente 11. El Ave en la Jaula de Oro. La mañana arribó somnolienta y silente. Si alguna vez hubo sonidos de avecillas ya no las había y ni siquiera las flores se animaban en abrir sus pétalos. Frauke despertó con el corazón acelerado y la vista nublada de Nikola durmiendo en el diván cercano a la ventana. La mujer se alzó de la cama vistiéndose con el primer traje a su alcance, uno de largas cintas que se deslizaban por las alfombras dibujando re- dondeces similares a los pétalos de la flor que solía admirar. Frauke observó su reflejo en un amplio espejo, quitando el cabello en sus hombros. Jugaba con una cinta dorada entre sus cabellos lacios cuando el Caballero se hizo presente en el reflejo. —Haz tenido una mala noche. Estuviste a punto de matarnos a ambos. —¿De qué hablas? —Por todos los Altos, un segundo eres Frauke y al otro eres Elisia, ¿en qué segundo puedo iniciar correctamente la conversación? —Nikola… ya te dije que no le quiero en mi cuerpo. —Entonces haz algo. —Ayúdame, por favor… —Tú comenzaste, tú lo terminas. Desconozco los tratos que haz hecho y no me corresponde finiquitarlos. —Yo no hice ningún trato—La muchacha volteó, apretando los labios— Fue mi padre, ¡él metió a Elisia en mi cuerpo cuando era pequeña! Yo creía que era un amigo imaginario pero no, no lo es… y luego llegaste tú con tus costumbres de Äingidh a enseñarme brujería como si fuera un juego… ayúdame a detenerle, a ella y a mi padre… yo… Frauke se afirmó en el tocador, siendo víctima del mareo y las náuseas. Nikola le observaba meditabundo, alejándose paulatinamente de la mu- chacha cuando esta empezó a arrojar los frascos de aromas en el mueble, clavando los vidrios en sus brazos. —No volverás a usarme, ¡esta vez no será tan fácil usarme! Parecía luchar con su imaginación. Avanzaba por el cuarto mirando de izquierda a derecha, observando su distorsionada imagen en los deco- rados de los muros y cuadros embellecidos con pulida porcelana. Al es- cuchar un paso giró bruscamente para asestar un golpe al aire pero una mano enguantada le sujetó del cuello. La voz susurrante de una mujer se escurrió por la mente de Frauke, quien usaba todas sus fuerzas para liberarse de las manos opresoras y conseguir un poco de aire. —Te necesito. La muchacha fue arrojada a la alfombra, desde donde apreciaba una sombra hecha de cenizas. La nube se lanzó sobre el cuerpo de Frauke quien se revolcaba en los tapetes buscando quitarse la inmundicia. Co- rrió al espejo, con sus vestiduras frotó su rostro pero sólo consiguió en- negrecer su piel. —¡Nikola, ayúdame! —No soy el autor del hechizo. Sólo puedo sentarme y mirar. Frauke buscó otro florero, uno que tuviera agua suficiente para lavar sus manos y su rostro pero una sirvienta notó su histeria, deteniendo su 180
Victoria Leal Gómez loco afán de higiene. La muchacha hundió su rostro en el pecho de la sirvienta quien parecía consolarle al acariciar su nuca con afecto y dulce voz. —Tranquila, mi niña… ¿has caído en la chimenea? Sólo bastará un baño, venga conmigo. Frauke creó una zanja en las cenizas de sus mejillas dado que unas lá- grimas escapaban con furia. La sirvienta sujetó el mentón de la joven, mirándole con una sonrisa. —Necesitamos un niño… —¿Disculpa? —Un niño para regir nuestra tierra. Un niño que reciba la voluntad de… Johavé. Frauke empujó a la sirvienta escabulléndose por los pasillos que se vol- vían estrechos a medida que aumentaba la velocidad de su carrera. Las velas se apagaron, una brisa le llevó escaleras abajo donde Nikola le re- cibió con los brazos abiertos. —No estás sola. Las maderas del suelo comenzaron a vibrar apenas Frauke fue besada por el brujo quien le llevó de regreso al dormitorio, encerrándose con ella al dejar a la sirvienta como vigilante. La mujer de negro notó el ex- traño temblor en los pisos y con la vista buscó el origen de tal anomalía, sin dar con respuesta. Mas las baldosas y maderas del palacio no eran las únicas en vibrar, las piedras del calabozo también lo hacían y advir- tieron a Wilhelm que un mal mayor se asentaba en Älmandur. El niño observó las piedras con detalle, entre ellas yacían los susurros de una voz proveniente de un lugar innombrable y que le ofrecía una corona de largas hojas negras. Wilhelm pateó los pedruzcos fuera de su vista siendo interrumpido por el guardia quien usó un gesto para solicitar discreción. Helmut se acercó a los barrotes, escuchando atentamente. —Sólo puedo sacar a dos de ustedes. El muchacho miró a sus espaldas como Wilhelm relataba a Fritz y Be- nedikt algo que nadie entendía pues hablaban en el idioma de los Altos. —Obvio que Wilhelm va. —¿Quién más? En el bote sólo caben dos. Helmut se apartó de los barrotes sacudiendo los hombros de Fritz y Be- nedikt quienes abandonaron la charla, prestando atención al joven. —Zólo uno de nozotroz puede ir con Willie. Fritz movió las orejas bajo el largo cabello cano, Wilhelm frotó sus ojos evidentemente inflamados y rojizos. Benedikt se acercó al niño, ofre- ciendo una venia resignada. —Alteza, debe tomar una decisión importante. Por favor, deje los afec- tos a un lado y piense en su bien. —¿Qué sucede? —Zólo uno de nozotroz te puede acompañar. Wilhelm negó en silencio mirando al guardia, corriendo hacia él. —Tengo una idea. —¿Cúal? Fritz intentó leer los labios del heredero quien explicaba un plan al guar- dia envuelto en bufanda azul. 181
El Sanador de la Serpiente Tras ver una afirmación silente, Wilhelm retrocedió, dejando que el guardia se escabullera escaleras arriba. Benedikt notó que las piedras del suelo se levantaban, golpeándose en- tre ellas. —Fritz, mira esto. Nuestro niño tiene razón, alguien se aproxima a nuestras tierras… El hombre de gris observó el detalle pero no emitió comentario hasta que Wilhelm también se unió al detalle. —Y ese alguien es un antiguo adversario jamás vencido por mis ances- tros. —Primo, ¿de qué hablaz? El ruido de una celda abierta a la fuerza interrumpió el análisis. Los pasos de un forajido se hicieron evidentes, el hombre empujó otra celda para liberar a un amigo y este corrió por el pasillo angosto hacia el hoyo en la pared. De esta forma, un criminal tras otro salió de su celda en completo si- lencio, algunos se daban el tiempo de saludar al heredero quien tímida- mente empujó la puerta. —¿Siempre estuvo abierta? Helmut alzó la mirada y agarró el brazo de Wilhelm corriendo por el pasillo a toda velocidad pero el muchacho tenía otras cosas en mente y frenó a su primo. —Helmut, ¿qué haces? —Cómo que qué hago, ¡te llevo fuera! —Tenemos que hablar con Hagen y mi padre para… ¡no podemos dejar a Ritter, está gravemente herido! —Wilhelm, ¿ez que la mazmorra te ha zentado mal? Fritz y Benedikt alcanzaron a los muchachos sólo cuando consiguieron armamento, escondiéndolo bajo las túnicas. —Debemos irnos ahora. —Ezo mizmo le digo a Wilhelm pero el muy idiota quiere ir a hablar. —Helmut, no te pases… soy tu príncipe. —Wilhelm, eres un Alto y estáz en problemaz, ¿zabez cuál ez nueztro deber? El muchacho miró de arriba a abajo a su primo antes de buscar la res- puesta en los ojos de Fritz y Benedikt, quienes prestaban atención a cualquier mínimo sonido ambiental. —Infórmame. —Nueztro deber ez proteger tu línea. Zi perdemos la zangre de loz Al- toz, ¿cómo puede continuar ezte reino? —Helmut, tú también eres… —¡Calla y corre, pendejo! Helmut se quedó en su sitio, sujetando una espada corta, degollando a cuanto guardia intentara atrapar a su primo. La sangre de aquellos va- rones ensució la ropa del pobre niño aterrado con la visión. Impactado por la fiereza de su primo quedó paralizado en medio de gritos de furia y dolor siendo incapaz de correr antes de ser arrastrado por Fritz hacia una salida mal cerrada donde se encontraron con una sombra difusa entre la niebla de una noche forzada. El príncipe intentó dar con el ros- 182
Victoria Leal Gómez tro de aquel hombre en armadura azabache pero sólo vislumbró una sonrisa que arrojó un saquito al suelo. —Corran, no importa la dirección o el destino. Nos veremos más allá del lago. Benedikt calmó al espantado niño al sonreírle, mezclándose en la bru- ma nocturna al llevarle de la mano. Wilhelm flotaba sobre nubes violáceas en medio de sus sirvientes que desconocían el rumbo por el que levitaban. El silencio era total y resul- taba imposible distinguir si avanzaban por el suelo o el cielo pues en segundos les pareció ver caballos galopar en sus cabezas y alaridos de un furioso hombre bajo tierra. Helmut les alcanzó justo cuando el camino de nubes se hizo escalera de caracol, usando los peldaños para acercarse a la luz de un túnel repleto de manos negras estirándose para tocar al niño espantado, usando de refugio la sucia capa roja de Benedikt. El grupo avanzaba por la escalera de marfil perfectamente paralela al aparente suelo desde donde nacían peces con rostro humano, sonriendo desbocadamente. La escalera tenía doble as y desde el extremo luminoso del túnel un hombre descendía los peldaños hacia el extremo oscuro repleto de ma- nos que le destrozaban las vestiduras, llevándose su carne y sus huesos… Wilhelm cerró los ojos apretando sus puños sólo para descubrir que el aire helado de la noche cortaba sus mejillas enrojecidas. Cuando abrió los ojos se vio en medio de una arboleda dispersa. Helmut tomó un sendero familiar dirigiendo al grupo hacia una caba- lleriza abandonada cercana a un rápido. Allí, el Escudero de Helmut amarraba la última montura. —¡Ha resultado! —¡Nikola, hijo de puta, tú y tuz brujeríaz! ¡Cazi noz mataz del ezpanto! ¡Erez un puto nacido de la concha de…! Benedikt tapó las orejas de Wilhelm quien inclinó la cabeza sin com- prender el extraño lenguaje usado por su primo batiendo los brazos en el aire frente a su siervo impertérrito. —Pero ha funcionado. —¡Que te den por el culo—Helmut ahorcó a Nikola hasta que consiguió amoratarle el rostro— No lo vuelvaz a hacer o te parto en cuatro y te dezparramo por todo Älmandur! —De… na… da. Fritz tapó los ojos de Wilhelm en el momento exacto pues, un segun- do después, Nikola besó tiernamente los labios del furibundo Helmut quien le abofeteó hasta virarle la cabeza. Al arrepentirse, Helmut abrazó a su sirviente quien sonreía complacido sin preocuparse de su nariz rota por el guantelete de su amo. Fritz y Benedikt levantaron las orejas sin decir palabra, liberando al pequeño Wilhelm en busca de revisar los suministros portados por los caballos mas el príncipe no disimulaba su sorpresa abriendo grandes ojos sin despegar la vista de Helmut y Nikola, quienes tardaron en alejarse. —Altecita, no mire de esa forma es sólo un abrazo de grandes amigos. —Sí… amigos. Muy amigos, demasiado amigos. Una amistad muy pero que muy cercana. 183
El Sanador de la Serpiente —¿Qué insinúa? —Ustedes nunca han hecho las extrañezas que ellos hacen… Y parecía que pronto se besarían… —Ay Altecita, no diga esas cosas. El amo Helmut es muy emocional, todo el mundo lo sabe. Nikola y Helmut se ocuparon de arreglar los últimos detalles en las al- forjas de los animales, notando cierta sospecha en el príncipe. El Escu- dero susurró en el oído de su amo. —Me dijiste que tu primo era ingenuo y que no se daría cuenta. Nada más nos mira con esa cara, parece conocer todos nuestros crímenes. —¿Qué quierez que haga? A lo mejor ya zabe de “ezaz cozaz”. Tal vez el rey tuvo una charla de hombrez con Willie y ya le contó que loz bebéz no vienen en loz repolloz… ¿tienez algún hechizo para hacer que apa- rezca un bebé de un repollo? Ezo noz ayudaría mucho. —Te crees que soy tu bufón o qué. —Ademáz, ez normal que noz mire azí, noz pilló el día del feztival. Ez ingenuo pero no tonto. —¿Cuándo, cómo… CÓMO NOS VIO?—Nikola tapó su rostro con ambas manos— Qué vergüenza he pasado frente al príncipe. —Déjalo, no zeaz tan marica. Amarra ezto en el lomo del animal. Wilhelm montó en su caballo, enseñando destreza envidiable. Benedikt acomodaba la capa marrón de su amo. —Gracias, Beni… Nikola entregó espadas cortas a todos, apuntando un camino rodeado de abetos. —La vía más segura es esa. No pierdan el tiempo, la noche es buena amiga y no podré mantenerla por más tiempo—El Escudero arrojó su pesada mano enguantada en el hombro de Helmut—Cuídate mucho, no puedo ir donde vas. Debo cuidar a la señora Frauke. —Graciaz, Nik pero no eztoy tan zeguro de que laz cozaz vayan bien entre uztedez, par de brujoz… —Van mejor de lo que tú crees. Suficiente charla, piérdanse en el Bosque del Olvido que de esa forma nadie les recordará y estarán a salvo. Los cuatro hombres hicieron uso de los caballos robustos y fuertes, ga- lopando raudos por la arboleda, arribando a una colina donde aprecia- ron las distancias hasta el lugar mencionado por Nikola. El primero en abandonar su animal fue Helmut quien trepó un árbol para comer un par de manzanas al tiempo que repasaba el terreno. El Bosque del Olvido era el único lugar donde nadie iría a buscarles pero era también el más apartado y complicado de alcanzar, lo más sencillo era esconderse en el laberinto de las marismas o las cavernas en medio de los cerros. Helmut arrojó el carozo de su fruta recordando un viejo mapa memorizado. —El único zitio zeguro por ahora ez eze jodido bozque. Zi no me equi- voco hay doz azentamientoz en él… —Así es, joven—Benedikt observaba el valle, buscando en sus memo- rias los lugares visitados en su juventud—Villa de las Cascadas y la For- taleza de Orophël. La más cercana es la segunda, si me permite la suge- rencia de dirigir nuestro viaje hacia allá. Seremos recibidos gratamente, 184
Victoria Leal Gómez se lo garantizo pues quien está a cargo de regir la villa es la primogénita de los Neuenthurm. Comprenderá nuestra situación fácilmente. Fritz observaba la expresión vacía de Wilhelm, sus párpados inflamados y los ojos rojizos, muestra clara de llantos escondidos bajo las telas que alguna vez le envolvieron en el calabozo. El niño observó el anillo en su mano izquierda con evidente pesar. —¿De qué sirve tamaño regalo si no puede ser utilizado para el bien común? —Willie, ¿hablaz de tu anillo? —Me refiero a los supuestos dotes que tengo al ser descendiente de Alto. ¿Cómo puedo estar seguro de tal ascendencia si jamás lo he comproba- do? Todo lo que tengo son historias y elogios… —No jodaz Willie, que laz palabráz de eza bruja de Frau no te afecten. ¿No ze supone que loz Altoz tienen algunos detallez fízicoz como el cabello, los ojoz y…? —¿En verdad crees que con eso basta para ser un Alto? Si fuera por ello, más de la mitad del reino sería descendiente de ellos. No es que yo sea el único rubio de ojos celestes… —Bueno, la leyenda dize que loz Altoz vivieron entre nosotros milenioz atrás azí ez que ze me haze lógico que abunden ezoz detallez. —Sólo son historias. Fritz bajó las orejas al sentir la aflicción de su joven amo pero debía mantener silencio ante la conversación de los jóvenes. De la misma for- ma se hallaba Benedikt quien subió y bajó los hombros antes de levantar la mano. —Vamos a Orophël. —¿Cuál es el plan? Es decir, mi idea no es esconderme para siempre por miedo a morir. De seguro mi cabeza tiene precio y me perseguirán hasta el fin del mundo. Pero escapar y dejar así mi reino es… irresponsable. Algo extraño está tejiéndose, está en el agua y en la brisa… en las estre- llas que titilan temerosas de ser apagadas. —Amo, estoy en perfecto conocimiento de eso pero si quiere demostrar su inocencia y reclamar lo que es suyo debe tener un plan y ahora… —Alteza, si me lo permite… —Fritz, te escucho. —La sugerencia de Benedikt es sensata. Tomémonos un tiempo de re- flexión y planificación. Es probable que se le acuse de traición, requeri- mos de un plan para enfrentarnos a un reino completo. Wilhelm observó el camino hacia el bosque. El viento helado le calaba los huesos pero a pesar de tener el hálito cortado, el muchacho perma- neció firme. —¿Cuánto tiempo nos llevará llegar al bosque y atravesarlo? —Noz llevaría una zemana en condiciones normalez—Helmut regresó a su montura, avanzando a paso lento—Pero aún eztamoz en medio de eza bruma invocada por Nikola. Llegaremos al alba. Mierda, como detezto zuz putoz métodoz… Helmut levantó una ceja mirando de izquierda a derecha, encontrándo- se con la silueta difusa de cientos de soldados revolviendo los campos. Azotó las riendas del caballo y marcó el ritmo del galope hacia el bos- 185
El Sanador de la Serpiente que. La luna fue cómplice arrojando niebla densa e indomable para todo aquel en busca del joven heredero. El sendero era completamente llano y tan claro que habría sido sencillo atrapar a los fugitivos pero ningún soldado de guardia fue capaz de ver nada ni a nadie. No había rastros en la tierra húmeda ni botes atracados en la orilla. Los perros tampoco eran capaces de pillar el hedor propio del calabozo o de divisar la herida de cierto espadachín lastimado al enfrentarse a varios adversarios al mis- mo tiempo. Simplemente olieron la sangre y se quedaron allí, sin saber dónde empezar la búsqueda. Hagen pateaba un jarrón cuando recibió el informe del escape. Empujó a Nikola escaleras abajo antes de patearle las cotillas por su incompe- tencia y Frauke no tuvo mejor destino pero el Caballero abrazó a la mu- chacha recibiendo las contusiones en su adolorida espina. Sólo cuando el recién denominado Senescal se vio agotado regresó a paso lento a la biblioteca, ignorando las heridas en la piel de Frauke quien lloraba de espanto abrazando a su sirviente al borde del desmayo. La muchacha besó los pómulos de Nikola dejándose embargar por una sombra creciendo en su corazón sin deseos de soportar más humilla- ciones. Su mano huesuda de largas uñas rasgó la madera vibrante y ese dolor llegó a los cascos del caballo de Fritz, rechazando entrar al bosque. El hombre resistió con ímpetu la fuerza del bravío animal tratando de arrojarle sin conseguirlo pues Fritz era diestro con la montura y terminó por recuperar el control del animal a pesar de los corcoveos y relinchos. Los primeros rayos de la mañana crearon un halo dorado en los bucles de Helmut, se rascaba la nariz abandonando su caballo sin pensarlo de- masiado ya que no era su primera vez en aquella foresta. Fritz observaba a los caballos regresar a los muros del reino, sin com- prender la distancia recorrida. —Increíble. Escapamos de la mazmorra y los muros del reino. Cruza- mos el valle y llegamos al bosque en una noche… —No ez muy zimpático. Fue graciaz a eze brujo de mierda y zuz caba- lloz raroz. Mira, zi loz obzervaz bajo la luz del zol, veráz que zon zólo huezoz… qué azco. Wilhelm observaba la maraña de enredaderas cerrando la supuesta en- trada al bosque. Respiraba suavemente cuando el sol tocó sus hombros amoratados de frío adentrándose al bosque como si este le abrazara ca- riñosamente a pesar de cortar su piel con miles de espinas. Antes de girar por el revés de una raíz retorcida, Wilhelm miró hacia los muros de Älmandur dando un paso de regreso a casa mas su brazo fue sujetado por Helmut quien asintió silente, ayudándole a introducirse a la foresta sin luz. *** Hagen bajaba las escaleras de la torre con evidente disgusto, vigilado por un silencioso soldado atento a sus posibles tropiezos. El fastidiado hombre se detuvo en un peldaño cuando el sanador le impi- dió el paso, usando su báculo como frontera. 186
Victoria Leal Gómez —No regrese. —Este es mi palacio y no puedes impedirme recorrerlo. —Estas son mis estancias y quienes descansan en ella están a mi cuida- do. Le prohíbo visitarles si no me encuentro presente. Mi aprendiz no tiene autoridad para recibir a nadie en mi ausencia. Hagen esbozó una sonrisa confiada, acomodando el cuello de su túnica púrpura. —Mi hermano luce espléndido durmiendo. Me pregunto qué le has dado… —Retírese. El pobre hombre necesita silencio para su descanso y recu- peración. Usted y sus malas noticias empeoran su salud. —Mi pobre hermano, su sueño es interrumpido por evidentes pesadilas. Sin parar llama a su hijo a pesar de la horrible realidad… El sanador avanzó un par de peldaños empujando violentamente a Ha- gen con su báculo de madera y esmeralda. El hombre perdió el equili- brio pues los escalones eran estrechos y el soldado a su servicio no al- canzó a sujetar a su amo rodando escaleras abajo sin remedio. El soldado también fue arrojado con un diestro golpe aparecido misteriosamente, volteando hasta donde su amo era auxiliado por un colega. Hagen se quejaba mirando escaleras arriba con furia, batiendo la mandíbula sin preocuparse por la saliva que se escapaba. —¡Haré que te corten la cabeza en un par de horas más! El sanador subió la capucha de su larga túnica marrón regresando a lo alto de la torre donde el rey dormitaba en un letargo inducido por hier- bas y vapores de suave aroma inundando el aposento reservado exclusi- vamente para aquel enfermo. Äweldüile disponía flores secas en un recipiente, adornó el ventanuco por el que el sol ingresaba danzarín. El sanador levantó la vista encon- trándose accidentalmente con la figura de Frauke quien estaba del otro lado del palacio. La muchacha lucía hipnotizada por el jardín. Todo lo que vio el sanador fue una chiquilla triste cerrando las cortinas de su dormitorio. Frauke no tenía mucho que hacer. El tan afamado libro no estaba en ningún lugar del castillo, tal vez ni siquiera existía y era otra de las fábu- las que tenía la familia. Avanzaba por los corredores arrojando los espejos al suelo, caminan- do sobre cristales rotos y sirvientes intentando traducir manuscritos en lenguajes ilegibles. El andar de la muchacha fue detenido por una sir- vienta quien presurosa acomodaba un mantel en la mesa de la bibliote- ca, lugar donde Hagen se recostaba en el diván. Frauke reconoció a Mila, su eterna sirvienta cuya labor era poco dili- gente. —Padre, luce maltratado. —Si tú supieras lo que me hizo ese desgraciado con su palo… —¿De quién hablas? —De ese loco encerrado en su torre y que se hace llamar sanador. Dime tú, ¿qué clase de sanador expulsa a la gente empujándole por la escale- ras? Haré que le cuelguen junto a los criminales. Pero deja eso de lado que es un menester personal. Frauke, hija querida, necesito que hagas 187
El Sanador de la Serpiente algo por mí… —No soy Frauke. —¿Perdón? La mujer se sentó en una butaca, dejando que Mila le sirviera una taza de zumo de fruta. —Soy Elisia. Hagen, tú me conoces. Me llamaste cuando pediste que me hiciera cargo de Adalgisa. Aquí estoy, tu hija ya no tiene control sobre mi. —Pero… —Ya hice mi parte, ahora, te corresponde. Hagen olvidó sus dolores al notar que la voz de su hija era distinta, más afilada y precisa. Bebió un largo trago de vino antes de afirmar sus codos en la mesa y sumergirse en la mirada sin brillo de su ama. —Elisia… ¿el cuerpo de Frauke te parece bien? Helmut se negó a ser- virme y… —A tu hijo le tengo una misión pero no está listo. Nikola se encargará de prepararle para el momento, pierde cuidado. Respecto a Frauke, es bastante más débil de lo que imaginé. La tienes mal alimentada. —Elisia, yo… —Este cuerpo es muy joven y no aguanta un niño en su interior. Sin em- bargo, ha sido una muy buena bruja durante años, el poder acumulado en su interior es suficiente por ahora. —¿Qué estás diciendo? —Ya no hay Altos en el reino, todo es más sencillo, Hagen. Mas eso no significa que Johavé lo tenga fácil y no he encontrado a nadie capaz de contenerle. Frauke tiene un cuerpo débil, es verdad, pero me aguanta perfectamente. Johavé es una historia completamente distinta. Tú no podrías contenerle, tu hijo tampoco lo soportaría. Nadie aquí puede hacerlo… excepto aquel niño al que llamas Wilhelm. Ese hijo de Altos sería capaz de contener al Primer y Último Rey en sus carnes, si esa fuera su voluntad. El hombre tragó saliva cuando una brisa abrió parte del ventanal de la biblioteca. Entregar la mala noticia del escape de Wilhelm podría signi- ficar la pérdida de sus privilegios ganados gracias a la brujería. Elisia afirmaba su espalda en el respaldo cuando Hagen tomó aire. —Elisia ¿qué necesita Johavé para venir a reinar en sus tierras? La mujer de cabello rojo cubrió su cabeza con el velo negro que, hasta el momento, pendía de su hombro izquierdo. —Estoy interesada en ese niño. —¿Helmut? —Para él tengo otros planes. Me refiero a Wilhelm. Él tiene algo… in- teresante, es el único con la suficiente fuerza para contener a Johavé. Lo quiero. Tráelo. Hagen botó el aire antes de iniciar el siguiente suspiro, chasqueó los dedos para llamar la atención de un guardia en la puerta. El hombre re- cibió la orden en forma de susurro y raudo fue con un compañero en los pasillos quien esquivó a los sirvientes y los manuscritos arrojados por todos los rincones del palacio, corriendo con la brisa ayudando sus pies. Elisia bebió el último sorbo de su néctar, jugando con la forma de una 188
Victoria Leal Gómez servilleta mal doblada. —Es hora de demostrarle a los Altos que no son los únicos dueños de esta tierra. —Elisia, tengo una ligera duda respecto… a lo que necesita. Usted ha dicho que el cuerpo de Frauke es débil, ¿hay algo que podamos hacer? —Por supuesto. La mujer abandonó su lugar en la mesa caminando lentamente hacia la cortina la cual cerró enérgicamente, mirando a Hagen por el rabillo del ojo. —Este niño necesita la vitalidad de los inocentes. Tráeme algunos. —¿Niño? —El que está aquí—Elisia acarició su vientre, girando lentamente en- señando una sonrisa de placer—Llegará pronto, junto con la Estrella Escarlata que será la guardiana de su reino. Y en esa estrella vendrá el espíritu de Johavé así es que tenemos siete meses para alistar a Wilhelm. Tiempo de sobra, cabe decir. Hagen rellenó su copa de vino dando la espalda a Elisia mientras revi- saba libros azarosos en la estantería cercana. Trataba de inventar alguna excusa para justificar la huída del niño pero no pudo dar con ninguna, tenía la mente ocupada en las palabras de Elisia. —Siete meses es un tiempo razonable. Me gustaría saber quién es el padre de esa criatura en tu vientre. —¿Tiene alguna importancia a quien yo escogí para ser mi siervo? —Oh no, es sólo que… añoraba en otorgarle regalos como agradeci- miento. Y a usted también, por supuesto. Elisia sonrió sin nada más que agregar a la conversación. Sus pasos abandonaban el salón seguida por Mila quien enseñaba clara tristeza en sus ojos. Esa melancolía sentida por la sirvienta fue compartida por el pequeño Wilhelm siguiendo los pasos de Helmut, Fritz y Benedikt. El varón miraba los árboles como si estos le hablaran de los mercaderes itinerantes que solían pasearse por el bosque. Sin embargo, ninguno de ellos parecía trabajar ese día y el estómago de Wilhelm interrumpió la serenidad de los sonidos del bosque, consiguiendo que el joven abrazara su vientre. —Alteza… —Uf, primo yo eztoy en laz mizmaz pero todavía me queda dignidad. En cambio, tú… —Disculpen, no fue mi intención. Benedikt se detuvo al divisar una laguna rodeada de flores azules. —Fritz, llevamos mucho tiempo sin descansar un momento, ¿te parece si nos quedamos aquí por unas horas? Digo, no es que a la fortaleza le vayan a salir piernas y escape… —Sólo espero que en verdad nos estés orientando correctamente. —Hombre, ¡pero que poca fe me tienes! —Sólo soy realista. —Fritz, empiezaz a zimpatizarme. Wilhelm se apartó de la charla acercándose al borde de una laguna flo- rida, mirando su reflejo en el agua la cual no era precisamente cristalina sino enrevesada de musgos y hongos con formas jamás vistas. El mu- 189
El Sanador de la Serpiente chacho se acomodó en el pasto, frotó su rostro en un vano intento de disimular los ojos hinchados tras tantas lágrimas. Fritz se fue entre risas hacia unos matorrales mientras Helmut dejaba que el buen Benedikt le machacara el hombr dando risotadas por un chiste malo contado por el muchacho quien cortó unas briznas de hier- ba para adosarlas a la herida en su brazo izquierdo, rodeándolo con un trozo de tela originario de la capa de Benedikt quien no dudó en rasgar la prenda para ayudar. Una rana croaba cuando Helmut se sentó junto a su primo, evidencian- do algunas lagrimillas de risa. —Ay primo, zi zupieraz laz idiotezez que dijo el viejo panzón. —Beni es así. Me sorprendería si el chiste fuera dicho por Fritz… —Willie, quita eza cara larga. —Es la única que tengo. En cambio, otros muestran ser una persona cuando en realidad son otra completamente diferente. —Anda, ¿quién ez eze hipócrita al que criticaz? ¿Qué tal zi te digo una adivinanza? —Helmut, ¿estás bien? Te recuerdo que no estamos de turismo. —A ver, adivina ezto: Ze trata de un cazo extraño, pues ziendo ziempre el mizmo, vale mucho o vale nada, zegún el zitio en que va. —Que adivinanza tan mala. Es obvio que hablas de mí. Helmut empezó a reírse al punto de necesitar recostarse en el pasto para reír más fuerte, agarró su vientre al dejar que las lágrimas cayeran. Por el contrario, Wilhelm juntó las cejas, disponiéndose a recorrer el lado contrario de la laguna mientras Benedikt se unía a la panzada de risas. —¿Qué les pasa? No entiendo cuál es el chiste. —Primo, ¡hablo del número zero! Ahora, zi tú te creez un zero, ya ez coza tuya… aunque, siendo honezto… —Cállate, te lo ruego. Tu padre tiene razón al desesperarse con tu acen- to. Ojalá se te caigan los dientes. —¡Y tu cara de culo que no la quitaz nunca! Por lo menos a mí no ze me nota lo imbézil zi me quedo callado… Las risas continuaron incluso cuando Wilhelm se estableció del otro lado de la laguna, Fritz ofreció un manojo de pastos y aparentes frutas a cada viajero. Benedikt cogió un par y así también lo hizo Helmut mas Fritz se limitó a trozar algunos hongos en vez de disfrutar la improvi- sada merienda, observando los movimientos de Wilhelm. El heredero observaba la rana croando, recordaba el ciclo vital del animalillo al cual estudió una mañana en la que estuvo exento de deberes palaciegos. Re- cordaba la ilustración, el color y las letras como si las estuviera leyendo y repasaba esos recuerdos cuando Fritz tocó su hombro. —Alteza, sírvase. Estos son comestibles, se lo aseguro. El hombre de gris se acuclilló junto al niño, quien masticó el sombrero de los hongos ofrecidos. —Gracias… —Ese se llama Hongo Viajero ya que suele abundar en senderos alta- mente concurridos. Este en mis manos es un Sin Afán, suelen utilizar- los los sanadores para dormir a los enfermos. Consérvelo si alguna vez considera… que la muerte es honorable. Le suplico sea su última alter- 190
Victoria Leal Gómez nativa, pero mi advertencia es innecesaria pues confío en su criterio— Wilhelm analizaba la forma de los hongos cuando Fritz acercó un par de plantas—Esta hierba se llama Dulce Calma. Es mortal si se ingiere cru- da pero hervida es útil para los espasmos estomacales e intoxicaciones. Por favor, guárdela si algún hongo le causa dolores. Ya encontraremos la manera de cocinarla. —Gracias, Fritz. Estas criaturas me eran desconocidas. —Atrapar el saber del mundo en unos cuantos libros es imposible, Al- teza. —Tienes toda la razón… Wilhelm masticaba un Hongo Viajero permitiendo a fritz sentarse a su lado. —Amo, disculpe a Benedikt y a Helmut. —Pueden hacer lo que se les de la gana. —Alteza, no es tan sencillo como “hacer lo que se nos de la gana”. Este bosque es así, o tal vez sea el exceso de esporas en el aire y algunos son más frágiles al inhalar esos vapores. Nuestras verdaderas sensaciones afloran sencillamente en este lugar, Alteza. Deje que Benedikt y Helmut se rían, están resistiéndose a la idea de llorar hasta secarse. Pronto verá que, al dejar las risas, comenzarán a desesperarse por los recuerdos de las salvajadas cometidas. —¿Cómo puede un bosque ser tan terrible? ¿Esa es la razón por la cual todo el mundo lo evita? ¿Por qué tú y yo no actuamos extraño? —Tenga. Esto le pertenece. Fritz revolvió el bolsillo dentro de su larga túnica desteñida entregando el libro envuelto en seda verde. Wilhelm abrió grandes ojos besando el objeto, estrechándolo contra su pecho. —Madre… tiene el perfume de mi… verdadera madre. —Usted tiene los sentidos muy abiertos, Alteza. —Wilhelm. No soy “su Alteza”. Wilhelm está bien, no vivimos en un palacio y dudo mucho que regresemos algún día. La verdad es que la idea de una vida sencilla en algún lugar desconocido… es una sensación atractiva y puede que hasta decida quedarme en Orophël. —Pero… —Fritz… Si quieres puedes seguir a mi lado pero si quieres regresar con tu familia, eres libre de hacerlo. Tú eres de Villa de las Cascadas, ¿verdad? —Así es, esa es mi tierra. —Regresa. No tengo cómo remunerar tus esfuerzos y ya no necesitas enseñarme protocolos. El lenguaje de los Altos es sencillo y puedo leerlo y hablarlo fluidamente… en verdad, considero que tu labor ya ha ter- minado. El hombre de gris bajó las orejas, abrazando al niño fuertemente. —La nobleza no se relaciona con la sangre, hijo mío. Me lo haz demos- trado tantas veces pero hoy me siento convencido. Recién a mis sete- cientos años llego a comprender la razón por la cual su familia nunca instituyó monarquía para gobernar, dejándonos la libertad de escoger nuestra forma de vida… adoptar las costumbres de los humanos de este mundo fue un error muy grande. 191
El Sanador de la Serpiente —Mis ancestros creyeron que adoptar dichas costumbres ayudaría a la sana convivencia entre todos… tal vez en verdad fue un error pero aquí estamos, listos para corregir la falta—Wilhelm miró a su sirviente de ojos tristes, acariciando sus pómulos amoratados de frío—Tal vez mis ancestros fueron capaces de ver este futuro, nuestro presente, y por ello decidieron lo que fue hecho. Es momento de mostrarles que somos capaces de vivir como nuestros corazones dicten. Vivir en sencillez es bueno, ¿no es así? —Pequeño, heredaste la sabiduría de tus padres—Fritz desenvolvió el manuscrito repleto de hojas en blanco dejándolo en manos de Wil- helm—Léelo, de este libro aprenderás mucho de tu pasado y con ello, forjarás un mejor futuro. Wilhelm notó que las páginas en blanco eran repletadas por letras que se dibujaban lentamente y con caligrafía hermosa de un dedicado escri- ba. Incluso el prolijo arte del escritor emanó un aire a bosque, poniendo un título grande: Bosque del Olvido. —Esto es… una guía de campo. ¡Mira!—Wilhelm apuntaba las ilustra- ciones de ciertas plantas, hongos y animales—¡Aquí están las plantas que acabas de mostrarme! Pero sólo han aparecido estas páginas, lo de- más sigue vacío… ¿cómo puede ser que esto ocurra? —No lo sé, amo. Nuestra dulce señora guardó este libro por temor… y nosotros permanecimos a su lado por el mismo miedo. —Que soy Wilhelm, no me digas “amo”. —Señor, llevo siglos al servicio de su familia, yo… Wilhelm—Fritz son- rió. Cortaba unas flores celestes cuando su voz envolvió los oídos del niño—Se ha cometido un crimen terrible en tu familia y yo… simple- mente no pude huir. Benedikt y yo no pudimos escapar de esa prisión en nuestra conciencia y así mismo la dulce señora, se sintió atrapada por el miedo y Ritter fue esclavo del pánico y el arrepentimiento… —Un crimen… —Uno tan terrible que me cuesta recordarlo. He buscado enterrar esas memorias pero afloran cada vez que miro tus inocentes ojos—Fritz abandonó el suelo, caminando hacia un árbol para darle la espalda a su príncipe—No sabes cuánto añoro regresar a esos días en que mis ánimos no eran fúnebres sino alegres y diáfanos. En el fondo, soy yo quien es el sensible y Benedikt el desalmado capaz de todo por su propia seguridad. —Pero Fritz—Wilhelm mimó los cabellos plateados del tutor, quien permanecía cabizbajo—Alivia tu dolor al relatarme los hechos. Fritz abrazó al niño afirmando su mentón en el pequeño hombro amo- ratado de frío, entregando su capa rasgada, protegiendo al pequeño de la helada noche. —Yo… abandoné a un niño en este bosque. Por favor, lee lo que te relata el libro verde. Wilhelm tuvo que ignorar las risotadas entre lágrimas de Benedikt y Helmut quien ya no tenía fuerzas para continuar las carcajadas, rindién- dose al cansancio y al sopor de una siesta. El niño abrió el manuscrito, revisando concienzudamente la sección cuyo inicio era una ilustración de un puente de madera en medio de los árboles. 192
Victoria Leal Gómez —“Desde ese día, todo aquel quien viva en el bosque será olvidado por sus gentes y borrado de toda naturaleza. Desde el exterior la gente sabrá del olvido mas desde el interior de la foresta, el mundo exterior no exis- tirá.” Fritz, esto quiere decir… ¿quién fue abandonado aquí? —Al caer aquí, todos nos olvidarán. Nosotros mismos nos olvidaremos a medida que caminemos por estas tierras. Por ello, este libro incluye páginas en blanco. Por favor, anota todo lo que creas importante… —Pero Fritz, ¿quién era ese niño que aquí abandonaste? Fritz repasó la imagen delicada de su querido príncipe vistiendo la capa de cuero otorgada por Nikola. Tomó aire antes de continuar, hilvanando sus memorias. —Wilhelm, ese niño iba a ser asesinado, mis propias manos fueron do- minadas por una fuerza sobrenatural que me impulsaron a lastimarle, ¿cómo lidiaría con mi consciencia si dejaba que tamaño crimen ocurrie- ra?—Fritz volvió a alejarse de Wilhelm, temiendo lastimar al pequeño— Tomé al niño y dije que me encargaría de su vida. Le dejé inconsciente de un golpe en la cabeza, le envolví, le di un manojo de panes y le aban- doné en este mismo bosque… apenas tenía doce años cuando vio a un criminal degollar a sus padres y yo, en vez de llevarle a Orophël y criarlo junto a mis hijos…le abandoné. Y ahora estoy aquí de nuevo, con un miembro de su familia, repitiendo la historia… Wilhelm abrazó al hombre de gris besando su frente con la garganta constreñida. Fritz se arrodilló sólo para hundir su rostro en el pecho del niño, sin ningún ánimo de continuar su relato. Benedikt gritaba de risa comiendo hongos de formas extravagantes cuando Wilhelm sintió que una lágrima mojaba su camisa. —Fritz, ¿quién era ese niño? ¿Por qué le quitaron a sus padres? El tutor se disponía a responder cuando la bruma natural del bosque comenzó a espesar de la misma forma en que la niebla les ayudó a aban- donar el reino. Mas Wilhelm notó que aquella bruma se colaba en su garganta, haciéndole toser con tanta fuerza que notó ciertas gotas de sangre en su mano. —¿Cómo mi padre? Benedikt despertó a Helmut al verle en un capullo de niebla, alertó al joven de un suceso extraño al cual no se le encontró explicación alguna. La niebla irritó sus ojos al punto de cegarles pero Fritz no dejaría que su pequeño fuera herido. Arrojó su capa gris sobre Wilhelm tratando de ver más allá de la espesura al cortarla con la mano, avanzando hacia un punto en su memoria. El niño abrazaba el libro mientras progresaba a tranco largo, cobijado por la capa gris mas la tos sanguinolenta no le dejaba enhebrar palabra y estaba ansioso por comentar lo leído en aque- lla guía.Guardó sus comentarios concentrándose en el sendero tapado de piedras y ramas enredadas. Las espinas se clavaron en las carnes de sus brazos y algunas hojas se arrojaron a su frente llevándose la tiara de oro enredada en su cabello revuelto, dejándole unos hilos rojizos que se deslizaban hasta las cejas. Fritz resbaló cuando intentó afirmarse en el barro y en vano trató de sostenerse de una rama pues esta se quebró y Wilhelm no tenía las fuer- zas para sujetar al hombre de gris quien se despeñó cerro abajo. Una 193
El Sanador de la Serpiente piedra afilada cortó su cabeza, Fritz se aferraba a las raíces de un abeto cuando las piedras comenzaron a deslizarse desde el lugar donde Wil- helm buscaba bajar, aplastándole el costado. Fritz hundía sus pies en el fango disponiéndose a escalar mas un gran océano de ramas, barro y piedras golpeó su cabeza y ya no tuvo fuerzas para mantenerse despier- to. Wilhelm estiró el brazo, buscaba firmeza para descender en busca de su maestro pero sólo consiguió resbalarse descontroladamente risco abajo, sin divisar a Fritz en ningún momento. Una piedra afilada como cuchillo cercenó sus costillas y el dolor fue tal que su grito cruzó toda la foresta, levantando del vuelo de las avecillas en las copas. El niño rodó junto a las piedras, las ramas y el barro, el incansable rit- mo fue detenido de un sopetón por un tronco petrificado. Wilhelm se mecía tratando de decir algo, cualquier cosa pero no tenía fuerzas para manener los ojos abiertos. Parpadeaba lentamente, cuando ya se rendía al aturdiemiento divisó a lo lejos la silueta de una mujer tan alta como los abedules, difuminándose en la niebla y los árboles a sus lados. Ese fue su último recuerdo. *** El Salón Álgido recibía ese nombre por tratarse del sitio prefe- rido por los antiguos reyes para celebrar momentos especiales relacio- nados con la familia. Las techumbres enseñaban copas de árboles atra- vesadas por rayos de sol y aves cantarinas posándose sobre frutas, las paredes barnizadas de cereza simulaban los troncos de aquellos árboles, tocando la alfombra de profundo verde. La estructura del salón te sumergía en un bosque privado cuyo centro era la mesa donde el tallado de aquel sanador y su cayado señalaban la salida tras los cortinajes de pesado terciopelo. Allí, en la cabecera de mesa y obstruyendo aquel pórtico, Elisia mante- nía una espalda recta. El antiguo mantel que protegía el tallado se en- contraba en el suelo puesto que a la mujer de cabello rojo le imperaba apreciar esa figura de verde y marrón pero, sobre todo, los siete cristales de colores incrustadas en el cayado del sanador. Sus dedos repiqueteaban sobre la madera, miraba a Hagen, a Sebastian y a Lotus de tal forma que sus pupilas parecían navajas. —Cómo un hombre flagelado hasta la inconsciencia puede escapar de una mazmorra sin ventanas ni agujeros, vigilada por cien espadachines y lanceros. ¡Cómo un niño de trece años incapaz de manejar un tenedor escapa de una mazmorra! —Elisia, han de estar en las cercanías, huir de Älmandur es complicado. El castillo está en medio de un lago y así también gran parte de la co- marcaela. Además, tenemos grandes muros eternamente vigilados por arqueros y catapultas, con su llegada hemos puesto hechiceros aprendi- ces de Nikola y él mismo se preocupa de… —Silencio, Hagen. Para mantener viva esa piedra necesitas de la sangre de los Altos—Elisia apuntó la aguja de cuarzo que el hombre mantenía en una alforja— No creas que serás un buen ayudante si el cuarzo es incapaz de otorgarte fuerza. 194
Victoria Leal Gómez —Elisia… —¡Señora Elisia! Y tú, Sebastian—La mujer apuntó al muchacho de la- bios sellados— Explícame lo que reportaron los guardias de la mazmo- rra. Sebastian cruzó las manos, usando su magnífica memoria para relatar lo que el jefe de la guardia relataba. —Se dice, señora Elisia, que la mazmorra fue invadida por una nu- bosidad brillante y cegadora cuyo perfume recordaba al amanecer del Bosque del Olvido. Una gran confusión aturdió a los vigilantes, siendo presos de un dulce sopor que les mantuvo dormidos hasta hoy en la mañana. Y bueno, evidentemente Helmut presentó batalla pues algunos vigilantes aparecieron sin cabeza. —Yo conozco esa forma de actuar… sin embargo me extraña que se trate de una bruma tan maravillosa, alguien desconocido a metido sus manos aquí y hemos de cazarle. —Algunos vigilantes aseguran haber visto una dama de blanca estampa y aterciopelado verbo quien abrió las celdas con sólo un suspiro. —Hagen… —Dígame, señora. Elisia comenzó a recorrer el salón, sujetando su barbilla mientras elucu- braba planes en su mente. —Este cuerpo… —Mi hija es un buen recipiente para su presencia, señora. Luce esplén- dida. Sebastian levantó una ceja inclinándose en el oído de su hermana, susu- rrando la conversación previa con Hagen donde se mencionó al espíritu de una antigua “mujer sabia” residiendo en el cuerpo de Frauke. Lotus miró a su hermano disimuladamente, negando con la cabeza. Los jóve- nes miraron a Elisia con desconcierto, siguiendo el juego para mante- nerse en pie. —Pero es frágil. Hay momentos en los que no puedo mantenerme des- pierta porque ella quiere echarme de este mundo… necesito ganar más fuerzas para conseguir nuestro propósito. Lotus saboreaba el miedo en su corazón evidenciando la gran descon- fianza con temblores en manos y pies, escudándose en el hombro de su hermano. Sebastian mimaba la cabellera de su hermana, apreciando un halo turbio alrededor de Elisia. —Si me disculpa, señora Elisia—Sebastian servía un vaso de agua a su hermana—Me encantaría ser versado en su propósito, de esa forma le podré asegurar una mejor acción por parte de mis hombres. Elisia daba la espalda a los reunidos en el salón, se acercó al margen donde la luz del sol arribaba en el suelo. Su vestido rozaba el borde pero la piel de la mujer se abstenía de hacerlo. —Hagen desea convertirse en un Alto. Para ello se requiere de mucha fuerza… —Lamento decirle que me siento ignorante al respecto, señora Elisia. Perdone mi poca inteligencia. —Sebastian… Hagen requiere poder mágico para igualar la fuerza de los Altos. La única forma de ser un Alto es vencer al rey que los go- 195
El Sanador de la Serpiente bierna: el rey Thul o al menos, “rey” es la palabra exacta para definir su estatus pues los Sgälagan no se rigen como ustedes lo hacen pero ya tienes una idea. Lotus bebía el agua observando a Hagen quien sonreía tan orgulloso de sus logros que su pecho se inflamaba. Por un segundo, la muchacha pensó que los botones de la túnica saltarían para estrellarse en el jarrón de vino. —Y ese poder mágico proviene de la Piedra que porta nuestro soberano, ¿o me equivoco? —Sebastian, no necesitas saber tanto para hacer lo que pronto he de solicitarte. —Perdóneme, señora. Escucho sus peticiones. —Tanto para retenerme en este mundo y para aumentar la fuerza de Hagen y de mi niño, se requieren grandes cantidades de sangre de los Altos—Elisia giró violentamente, dando la espalda a la luz y acusando a Hagen— ¡El problema es que no hay ninguno cerca! —Señora Elisia, ¿alguien podía predecir la fuga de un hombre moribun- do y de un niño inútil? Le encontraremos, nuestros mejores hombres se encuentran en todos los límites y villas. Los Umbríos ya se han arrojado a los arroyos, montañas, quebradas y bosques para atrapar al pendejo… —Por mi parte, señora Elisia—Sebastian se ponía de pie, haciendo una profunda reverencia imitada por Lotus—Mis tropas diseminan la ima- gen de Wilhelm entre las gentes de Älmandur. Ofrecemos una recom- pensa de mil Elens a quien le atrape con vida. La mujer de rojo sonrió, relajando los hombros al recorrer la imagen del joven ante su presencia. —Me agradas, jovencito. —Un honor estar a su lado, señora. Me encantaría serle de mayor utili- dad, si me permite el atrevimiento… ese pequeño en su vientre necesita- rá de alguien capaz de mantenerle a salvo de cualquier traidor. Lotus tragó el aire de su alrededor para evitar gritar el nombre de su her- mano quien besaba los dedos de Elisia, provocando un robusto abrazo por parte de Hagen. —¡Esto es una gran noticia para Älmandur! La casa de von Freiherr y la casa de Klotzbach, ¡al fin reunidas en una sola gran potencia! Elisia abrazó a Sebastian, besando sus mejillas y su frente. —Lindo niño, tan joven, hermoso y lleno de vitalidad… serás un buen padre de este y mis otros vástagos. —Elisia, Sebastian, ¡yo mismo me ocuparé de vuestro compromiso y matrimonio! El gozo en mi carne es tal que me he olvidado de agasajar a la señorita Lotus por el dulce advenimiento, ¡venga, déjeme compartir mi felicidad! La muchacha temerosa fingió la sonrisa alguna vez enseñada por su her- mano, dejándose envolver por unos brazos firmes y calientes. —Infinita alegría emana de mí al saber que estaremos relacionados, es- timado Hagen. —Ojalá yo tuviera su facilidad de palabras en este momento, querida. Su hermano es un hombre valiente y traerá fortaleza a este nuevo Älman- dur, lleno de toda la fuerza que los Altos le negaron por tantos siglos. 196
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El Sanador de la Serpiente 12. Olvido y Rencor. Al abrir sus ojos, aquel niño embarrado olió el característico acento de la madera quemándose y una figura difusa haciendo moris- quetas a la altura de sus ojos. Wilhelm frotó su rostro e intentó sentarse pero la figura borrosa le agarró con firmeza, tendiéndole con dulzura sobre una capa ajada. Benedikt soplaba los hongos asados dispuestos en una rama cuando se le acercó a Helmut. —¿Está bien? —No zé. Por lo menoz ze mueve. —Menudo costalazo se dio. Al ser otro, ya se habría mudado al otro barrio. Benedikt disfrutaba su brocheta frutal al tanto envolvía a Wilhelm con un segmento de su capa alguna vez roja. Sólo cuando una mariposa arrulló sobre la respingada nariz de Wilhelm, el niño fue capaz de abrir los ojos y distinguir las copas de los árboles. Al girar la cabeza a su iz- quierda notó que su primo y su tutor descansaban a un par de metros de distancia, usando de cama dos montones de hojas aún verdes y barbas de árbol. Wilhelm se sentó dificultoamente, exploró a sus alrededores sin moverse de su cómodo sitio masajeando su cabeza. Intentó ponerse de pie mas dolorosamente descubrió una herida en el costado derecho y un poco de sangre escurriéndose desde su frente. Mimó sus heridas buscando aplacar el sufrimiento antes de revisar el libro de tapas verdes, apreciando los delicados detalles que el autor retrató apasionadamente. El muchacho usó un tronco para incorporarse. Sus ropas estaban mar- chitadas y sucias, su piel ya no era blanca sino turbia y ensangrentada con placas de tierra seca y algunas moscas revoloteando. Wilhelm dio un par de pasos sujetando su costado doliente, sintiendo el aire en sus pulmones, la piel de las grebas en sus piernas, su corazón palpitar, el aleteo de la mariposa que estuvo en su nariz… Se escuchaba el trino de los pájaros y el sabor de los árboles siempre verdes. Al voltear, notó que Helmut se desperezaba con tristeza. —Ezta ez de laz peorez camaz que he uzado, ahora veo que la tabla de la mazmorra no eztaba tan mal. —Helmut… Wilhelm caminó dificultosamente hacia su primo, sentándose junto a él sobre un nido hecho con líquenes y musgos. —Hola… niño. —Fritz, dónde está Fritz. —Fritz… eh… —Sí, dónde está. Helmut rascó su nuca mirando a Benedikt quien masticaba una fruta dulce y jugosa de aspecto oscuro. —Wilhelm, ¿cómo te sientes? —Yo estoy bien, ¡díganme dónde está Fritz! —Tranquilo, primo—Helmut tomó el hombro de Wilhelm— Todo eztá bien. Dezcanza un poco máz. Benedikt tomó a Wilhelm, envolviéndole en su capa y ofreciéndole de la misma fruta que él comía. 198
Victoria Leal Gómez —Ya hablaremos, ¿bueno? Al siguiente minuto, Wilhelm descubrió que jamás había recorrido el campamento y despertó con el aroma despedido por la fruta. Intentó moverse pero le tenían envuelto como un capullo y sólo podía menear- se, sin embargo, podía escuchar claramente como Helmut y Benedikt conversaban junto al fuego. —Me pazaz ezo, por favor. —Toma, úsalo bien. —Oye mira, ya ze mueve de nuevo. —Menos mal, yo pensé que se había muerto. —Pues no zé zi valga la pena que ezté vivo zi va a eztar hablando de eze tal Fritz, ¿ze lo habrá inventado? ¿Zerá zu amigo imaginario? Wilhelm se liberó de la envoltura tibia, pensaba en los esfuerzos de Fritz para cuidarle, las ganas con las que defendió su vida aún despeñándose cuesta abajo. El niño enfurecido por las palabras de su primo se alzó del lecho verde, un calor le recorría la sangre y su respiración se agitaba, notó que la fiebre le aplastaba el pecho pero nada le impedía agarrar a Helmut del cuello de la túnica. —Tú eres el que tiene amigos imaginarios porque ni tu hermana te tiene cariño, pendejo engreído. Te crees mejor sólo porque sabes usar una espada pero apenas te limpias la nariz por ti mismo. El muchacho hundió su dedos en la herida sangrante de Wilhelm quien se retorció entre quejidos reprimidos, cayendo al montón de musgo hú- medo a sus pies. Wilhelm abrazaba su herida, apretando los párpados para evitar el llanto mas Helmut no le cobijó sino que permaneció ergui- do y desafiante, aplastando la cabeza de su primo con el pie. —Zí, tuve amigoz imaginarioz cuando pequeño y zigo converzando con elloz porque zon baztante interezantez. Te prezento cuando guztez. —Tu única virtud es tu talento con las armas… —Por lo menoz tengo un talento. Helmut se arrodilló sonriente levantando las carnes del niño hasta gene- rar una cascada de fluido granate que teñía el verdor del suelo. El grito de dolor atravesó los tímpanos de los ciervos y lobos en los alrededores, las aves escaparon en todas direcciones, buscando refugio en las alturas. Benedikt disfrutaba de su comida mirando sin inmutarse, arrojando un pez completo a las brasas. Wilhelm pataleó dificultosamente para alejar a Helmut quien afirmó su espalda en un tronco, obteniendo una mejor vista de la herida profun- dizada, mofándose de su primo, quien se revolcaba en el pasto sin saber aplacar su angustia. —Por lo menoz zé uzar una ezpada, ¿qué hay de ti? Ni toda la educación del mundo conzeguirá convertirte en rey puez haz nacido blandengue e inzeguro. Típico de loz Altoz, por ezo todo el mundo loz mata. Por ezo ez que loz últimoz Altoz zon ezoz que vivían en el palacio… pero ya fue, no queda máz por lo que luchar. Zi ezte reino quiere acabarze, puez que lo haga. Wilhelm abrazó su cuerpo buscando frenar la hemorragia y presionó hasta que el dolor se instaló en su mente. Las copas de los árboles se re- volvieron cuando el niño empezó a llorar y las hojas formaron un labe- 199
El Sanador de la Serpiente rinto esférico que se tornaba borroso y aguachento. Cuando la cabeza de Wilhelm se estrelló en una piedra, la imagen de la fogata se transformó en un murciélago sonriente dispuesto a comerle los ojos pero entonces sucedió que una extraña figura apareció entre las rocas, arrojando a Be- nedikt al barro. Helmut empuñó su espada pero su mano fue detenida por la alimaña negra naciendo de la tierra, masticando el hombro del Caballero. Sin temor, Helmut se arrojó al Äingidh rebanándole la tripa de un movimiento mas el engendro era fuerte como dos hombres y la herida no significó nada. Su puño de hierro agarró velocidad, estrellán- dolo en el rostro de Helmut. El crujido de los huesos aterró a Wilhelm quien se deslizó a duras penas hasta una cuevecilla al interior de un ár- bol reseco de manos punzantes. Desde allí vio a otros engendros salir de los agujeros en el suelo pero era tan escasa la luz que no podía distinguir si eran personas o no, simplemente veía a su primo intentar defenderse a puño limpio hasta que ya no pudo hacerlo debido al cansancio pues las alimañas jugaban con él en medio de un círculo de ojos brillantes. Cuando Helmut ya no pudo continuar la lucha, fue empujado de un lado a otro entre patadas, risas y escupitajos. Ya era de mañana cuando el joven amoratado consiguió levantarse su- jetando su quijada. Afortunadamente aún estaba completa pero no así sus dientes pues varios le faltaban y su pómulo derecho estaba trizado y le deformaba el rostro con la inflamación y la sangre acumulada que drenó al cortar la piel con el filo de su espada. Helmut se alzó del barro mirando a todos los rincones posibles encontrando a Benedikt hundido en un charco mohoso de olor rancio como la grasa que se abandona en un bote al calor. Helmut abofeteó al hombre quien abrió los ojos lenta- mente, limpiándose la cara con las manos, poniéndose de pie y gritando el nombre del niño que faltaba en el grupo pero no entendía porqué le llamaba o qué nombre pronunciaba. Helmut recorría el sitio sin clamar porque tenía hambre y esta no le per- mitía ocuparse de otra tarea que no fuera cazar una liebre que persiguió hasta romperle el cogote con las manos, regresando a la antigua fogata, reavivándola. Benedikt revolvía una zarza espinosa cuando encontró al niño en la cuevecilla, arrastrándole fuera de esta, posando sus dedos en el cuello para percibir el pulso de un corazón desvanecido y congelado. Tomó al pequeño en brazos y le acercó al fuego encendido por Helmut quien asaba su merienda despellejada y destripada, afirmando la punta caliente de su espada en la herida de su pómulo. El bosque no conocía la luz del sol por lo tupido de sus árboles pero podríamos afirmar que la noche caía en el momento que Wilhelm abrió los ojos, notando que Benedikt caminaba lentamente tras sus pasos. Veinte pasos atrás iba Helmut, sujetando la mordida es su hombro pues le faltaba parte de su carne. Lucía somnoliento y tan demacrado que sus las costillas apuntaban buscando rasgar su piel. Tras un paso en falso, Helmut cayó al pasto. El hombre de capa roja corrió hacia el joven de bucles dorados quien frotaba su frente al sentir el rocío en su piel. —Señor, ¿por qué se resiste a la idea de tomar un receso? —Porque no soy idiota, si me quedo quieto, me muero. 200
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