Victoria Leal Gómez nes de Trënti. Esta es la última noche en la que correrá tocando música en las tabernas. —Uf señor, le recomiendo se recorte las orejas para no escuchar eso. —¿Su alocada música de taberna o las maldiciones de Trënti furioso? ¿Ambas? —No me haga pensar tanto amo—Örnthalas racó su nuca, riendo— sabe que no es mi talento. Tëithriel se unió a las sonrisas, mirando a Örnthalas tiernamente. —Mis lacayos informan que Äerendil se hace acompañar de una ladro- na especializada en perseguir gargantillas. Por favor, aléjale de tal in- fluencia. —Ya veo que me darán con el violín por la cabeza… Äntaldur, Tëithriel y Örnthalas se tomaron de las manos compartiendo la suave marcha descalza hacia el comedor donde las mucamas dispo- nían de la carne caramelizada favorita del rechoncho hombre de rojo, ayudando a su ama al ofrecer la butaca junto a su padre en la cabecera de mesa. Mientras tanto, el séquito de veinte doncellas intentaba desvestir al resbaladizo joven amo quien logró zafarse de sus siervos, encerrán- dose en el cuarto de baño con una tranca de hierro, demorando lo justo en su limpieza. Al culminar su rutina de higiene, el muchacho vistió los atuendos do- blados en una banqueta espiando por la rendija de la puerta, asegurán- dose de que estaba completamente a solas en su aposento pálido. Al abandonar el cuarto de baño ignoró el catre adornado de frazadas sua- ves y acolchadas, mirándose fijamente en el espejo. Su expresión era distinta a sus memorias y lucía abatido, lastimado pero aún vivaz. Trenzaba algunos mechones adornándolos con perlas de oro mientras observaba el cambio en su postura ya que ahora llevaba una espalda recta y hombros encuadrados, caminar decidido. Sentándose en el borde de una banca, Ëruendil repasaba las conversa- ciones con su tío Äntaldur sin entender las razones de su actuar… en realidad no entendía nada de lo sucedido pero ser atendido y pasar la noche en el palacio le provocaba una extraña calma. A pesar de ello necesitaba sentir la brisa y caminó a la entrada del palacio, sentándose en las escaleras. Sus ojos entregados a ver fuera de su cuerpo viajaron por Orophël en- contrando a Äerendil afinando los últimos detalles en su carreta ¿por qué esperó tanto tiempo si había personas en necesidad? Ëruendil dio un brinco al reconocer las hojas que su amigo usaba en- redadas en su cabello: el símbolo de su familia, la hoja del Árbol de la Virgen en el centro del jardín del Reino en los Cielos. Äntaldur abandonó su escondite tras el pilar haciendo notar su cami- nata por el ruido de sus tacones de plata. Ëruendil se mantuvo quieto pues su tío cambiaba la tiara de plata por diadema de oro en la que se esculpían peonías y hojas. —Para el rey legítimo de Älmandur. —Me pregunto si mis padres aprobarían esto—Ëruendil miró a su tío, sintiendo que antiguas dudas regresaban a su corazón. Algunas lágri- mas escapaban de su control.—¿En verdad soy el heredero legítimo del 351
El Sanador de la Serpiente trono? Contéstame Äntaldur, ¿quiénes son los hijos de Äntalmärnen, tu hermano mayor? La historia que se me ha enseñado es falsa, Albert y Adalgisa se apoderaron del trono… yo no soy su sangre… —Veo que encontraste mi biblioyteca personal. Siempre tan escurridizo, ¿cómo luchar contra ello? —La historia en los libros de mi vieja biblioteca tampoco coincide con la narrada al pueblo de Älmandur, no es la misma relatada por los libros escondidos. Äntaldur secó las lágrimas de Ëruendil cuidadosamente, sentándose en el mismo peldaño. —Dolorosas memorias de cuando eras un bebé en su cuna. —Mis padres… contéstame, Äntaldur. Libérame de los gritos en mis pesadillas, de la niebla en mi corazón. Quítame la angustia… recuerdo la leche amarga que bebí esa noche. El último arrullo de mi mamá y después… después… —Mi hermano Äntalmärnen fue padre de dos criaturas— Ëruendil fue abrazado por su tío quien besó su coronilla mimando su espalda—La primera es Äerendil, heredero al trono. La segunda es Lïnawel, quien fue madre siendo joven. —Qué fue de ellos… —El castillo fue víctima de la rebelión del Senescal y su mujer, Albert y Adalgisa; quienes eliminaron a los reyes y herederos. En aquel entonces, nosotros confíabamos tanto en los hombres de este mundo que decidi- mos incorporarlos en nuestras familias… y ellos eran buenos. —Pero, ¿acaso lo que hicieron no fue traicionar esa confianza? Adalgisa y Albert… ellos, ¿no son mis papás? ¿Ellos no son mis papás? Äntaldur bajó la mirada, apretando los puños. —No, ellos te secuestraron. Fue su artimaña para evitar que nosotros hiciéramos algo en su contra. Tomaron el trono, tomaron nuestras exis- tencias y las esculpieron a su necesidad… y nosotros, por miedo a per- derte… cedimos. Pero no les juzgues, Ada y Albert fueron muy buenos a pesar de su malicia inicial. Ellos tuvieron la oportunidad de asesinarte pero no tuvieron el corazón, por ello se aprovecharon de nuestra de- bilidad… para chantajearnos—El niño no pudo contener el llanto, la humedad de su tristeza empapó el pecho de Äntaldur, quien acogía al pequeño en su seno—Ëruendil, mi querida criatura… juramos lealtad a Albert y a la casa de Von Freiherr para mantenernos a tu lado, para evitar el triste destino de Äerendil… —¿Por qué hiciste eso? ¡Por qué! —Porque… deseábamos verte crecer… porque fracasamos al defender a nuestro legítimo heredero al trono… —Pero mi papá y mi mamá… Orophël y Lïnawel… Ëruendil secó el agua escurriendo de su nariz usando su mano, tragan- do aire al ver a Äntaldur cabizbajo. —Fracasamos… fracasamos. —Äerendil… es el rey de Älmandur—Ëruendil se alzó del peldaño, mirando desde arriba a su tío— ¡Por esto es que no desea hablarles ni tenerles cerca! ¡ÉL RECUERDA! Él recuerda todo y me ha dicho lo con- trario… por no herirme… desde un principio supo que soy su sobri- 352
Victoria Leal Gómez no… por eso… por eso… Äntaldur abrazaba sus piernas mirando a lo alto, su diadema estaba fue- ra de lugar y su cabello revuelto pero eso no importaba. La consciencia del hombre suplicaba perdón. —Äerendil… creímos que había sido asesinado por Älthidon pero él nos confesó su incapacidad. —¡Qué estás diciendo! —Älthidon debía asesinar a Äerendil como prueba de nuestra fidelidad a la casa de von Freiherr pero no pudo hacerlo. Abandonó a ese pobre niño en el Bosque del Olvido y el bosque se llevó nuestras memorias por doce años… sólo los Cielos saben qué gatilló nuestros recuerdos. Le imploraremos perdón, daremos nuestras vidas si él cree que con ello logrará compensarlo todo. Ëruendil golpeó el mármol con los puños, con el rostro enrojecido por la ira. Sacudía a Äntaldur gritándole a la cara. —¡Nada de lo que ustedes hagan traerá a la vida a mi papá y mi mamá! ¡NADA, NADA! —Ëruendil… perdónanos. —¡Ninguna muerte traerá de regreso a los padres de Äerendil! ¡Ningún sacrificio le retornará esos doce años en los que se vio huérfano! El joven se apartó de Äntaldur dándole la espalda, cabizbajo. El varón de plata y azur intentó acercarse al hijo de Lïnawel pero fue detenido por la brisa. —Äntaldur… tú también tienes este poder de los cielos. —Correcto, todos los descendientes de Sekemenkare y Thul lo posee- mos. Sin embargo, hay restricciones sobre ciertos poderes, la Espada Celestial es uno de ellos. —Pero tienes fuerzas grandes, ¿no es así? —Sí, mi querido. —Entonces, ¿podrás cuidar de Orophël como es debido? —Pequeño Ëruendil… —¡Respóndeme! —Sí, soy capaz. —Orophël es la única fortaleza en pie. Acoge a quienes requieran auxi- lio. Äerendil y yo… —Lil… —Tenemos una labor diferente. Ignorando la presencia de Äntaldur, Ëruendil corrió por el jardín del palacio esquivando guardias, atravesando el arco de la entrada y bajan- do las escaleras de la colina a grandes zancadas, desatinando los escalo- nes de vez en cuando pero los golpes y caídas no detuvieron su carrera. Al llegar a la comarcaela se metió en los callejones sin luz. El muchacho ignoró la soledad de la noche ingresando a las tres tabernas de Orophël, sorprendiendo con sus ropajes blancos y joyas de plata y oro pues la mayoría en Orophël eran simples humanos. Encontrarse un Alto ha- blando la lengua de los hombres era insólito y deslumbrante. Hombres y mujeres abandonaban su licor, sus bailes y la música para encandilarse con la increíble estampa del jovencito, muchos de ellos quisieron tocar- le pero Ëruendil iba acelerado y desaparecía apenas conseguía alguna 353
El Sanador de la Serpiente pista, útil o no. En la segunda taberna el jovenzuelo escuchó las palmas de la gente avi- vando a un músico pero no era el que buscaba. Ëruendil tuvo que aga- charse para usar la puerta, acercándose al tabernero bañado en sudor y mal carácter. El ruido era tal que la conversación fue a gritos pero la voz inmadura y cantarina del Alto en ropajes brillantes no pasaba desaperci- bida y las mujeres dejaron a sus acompañantes, abrazando al muchacho. Le besaron las mejillas y las manos, las más osadas desataban las camisas de Ëruendil quien se defendía a duras penas, tratando de charlar con el tabernero. —¡Busco a Äerendil, es un violinista! —¿Cuánto dices que se llama? —¡Tiene las orejas puntudas!—Ëruendil enseñó sus propias orejas des- provistas de toda joya—¡Es músico! —¡Ah, sí! ¡Eckhart estuvo ayer por aquí!—Una anciana mordisqueaba con sus encías los hombros del muchacho de ropas desatadas y revueltas cuando el tabernero apuntó una esquina—¡Hoy toca allá! —¡GRACIAS! Ëruendil empujó al mar de mujeres tratando de desvestirle apresurán- dose a la taberna siguiente donde la historia se repitió. Entre hombres y mujeres de vida fácil, el pobre Sgälagan sudado de ropa desgajada habló con el tabernero. Su altura y piel resplandeciente atrajo a todo tipo de borrachos felices de lamer los pies del muchacho quien luchó para evitar ser arrojado al suelo. Espantado, Ëruendil corrió fuera de la taberna escudándose de la mul- titud siguiéndole. Escondido dentro de un barril aprovechó de acomo- darse la ropa y peinarse, abandonando su escondite sólo cuando estuvo seguro de que no había alma en las callejuelas. La música de las tabernas se agolpaba en las calles y de vez en cuando se veían algunos ebrios y mujeres intentando bailar. Se dirigía a la tercera taberna cuando un ebrio en una esquina le agarró la manga. —Niño, dame una moneda. Ëruendil no tenía más que sus anillos y su tiara, entregando una de las joyas en sus dedos al malogrado tipo de barba sucia. —¿Sabe de Äerendil, el violinista? —¿Aire quéeeee? —Es un poco más bajo que yo, de larguísimo cabello naranjo y manchas en el rostro… —¡Ah, sí, el pendejo Trënti ese, de orejas largas por el que todas babean! ¿Sabías que, una vez, se puso a tocar en la plaza y nadie pudo seguir tra- bajando? Era magia, así de la nada, las chicas le vieron y se enamoraron de él y nunca más pudimos conseguir esposa porque se llevó a todas las mujeres a una villa oculta en el bosque… sólo nos quedaron las putas y las niñas, sí señor. —Por favor, si sabe algo… le daré otro anillo. —¿No se apellida Weiss, como todo el mundo? Ah, no, de veras que brilla en la oscuridad, no es Trënti… ñe, qué importa, creo que se llama Eckhart, ¿no? 354
Victoria Leal Gómez —No, claro que no. —Ah no pues, seguro es un nombre inventado para que no le molesten, ¿verdad? Si es Trënti no puede tener nombre de humano. Pues no sé, en- tonces no sé. Pero el pendejo mete ruido se fue por allá con una chiqui- lla de trenza—El borracho interrumpió su hipo, apuntando una esquina sombría y fangosa—Son equipo, van a las tabernas y él hace ruido y ella roba. Ten cuidado… ay, ay, me duele el cuero. Nunca más, nunca más… oye, dame mi otro anillo que me prometiste, niño bonito. Ëruendil entregó un segundo anillo, uno más delgado y con menos va- lor pero que encandiló los ojos del calvo ebrio entierrado y sin dientes sonriendo al joven cuando este le alejaba corriendo, esquivando las ma- nos de quienes deseaban atraparle. Ëruendil siguió el sendero señalado por el hombre calvo, rancio de vino, encontrándose con el aroma desprendido por Isel. Su resuello entrecortado suplicaba descanso pero el joven se negaba las pausas. Corrió por el camino hasta que el sabor de la sangre atrapó su garganta. —Tienes buena resistencia para ser una florcita hija de papá, Lil— Ëruendil giró la cabeza, encontrándose con Äerendil sujetando un vio- lín barnizado en tonos cálidos y decorado con flores blancas—Pero por Ële-hömi, ¿de dónde vienes? No te fuiste a vender a la taberna, ¿verdad? Si querías dinero podrías haberme pedido… mierda, hueles a vino ba- rato. —No yo… sólo te buscaba. —¿Entraste solo a las tabernas? Estás loco, podrían haberte hecho de todo. —Sí… lo descubrí de mala manera. ¿Por qué nos…? —¿Por qué los humanos nos quieren hacer de todo? Yo que sé, tal vez somos muy guapos, ¿no?—Äerendil arreglaba la ropa rasgada de su sobrino, encontrando mordiscos y arañazos en la piel del muchacho— Vaya, parece que ya creciste, haz empezado a atraer a las chicas. —¿Atraer? ¿Qué querían hacerme? Fue horrible, me toquetearon lo que no debían tocar… —Y bueno, nosotros tenemos unas feromonas que te mueres. Es hora de buscarte una esposa antes de que le hagan daño a tu pureza, florcita. Ëruendil sintió tanta alegría al reencontrarse con Äerendil que usó gran esfuerzo para disimular su llanto. —Lo de florcita es… un cumplido, supongo. —Puede ser, todo depende de lo que tú consideres un halago, ¿no lo crees, corderito? Ëruendil se inclinó abrazando a Äerendil fuertemente. El viejo Sgälagan quien palmeó la espalda del jovencito con una sonrisa cálida y feliz. —¿A dónde vas? —Cómo que adónde voy, me marcho a Bëithe. El muchacho con tiara de oro miro de reojo la carreta lista para la tra- vesía. —¿Por qué Bëithe? —Ya visité las villas de la Rivera y Cascadas. Me di un paseo por Hoja verde y Roca Viva… no es que haya tenido mucho trabajo, me encontré 355
El Sanador de la Serpiente con pueblos quemados y uno que otro animalito al que ayudé. Fuera de eso, trabajo terminado… sin contar algunas aldeas por aquí, por allá que aún no visito porque me quedé sin provisiones. Hice todo eso mientras tú te paseabas con el flacucho ese de Äntaldur. Cielos, de tratar de nuevo con él te juro le dejo unas vitaminas. —Entonces…— Ëruendil miraba la fuerte expresión de su tío—Iremos a Bëithe y luego a las aldeas. —Así es. Ojalá ya todos estén fuera de la villa pero tengo que ir a ase- gurarme de que ese loco de Käraideru no se quedó como capitán de buque… oye, ¿estuviste llorando? Tienes la cara toda hinchada y esos ojos… por los cielos, esos ojos, te lloraste un río. Hasta te corrieron los mocos. Ëruendil sonrió sujetando uno de los cobrizos mechones trenzados de Äerendil, quitando un broche con forma de hoja. —¿Cuál es el origen de esto? —Yo que sé, me lo regalaron. —Quién. —Pues, mi mamá. Ella era orfebre. —Äerendil, esta hoja es… —Ya deja de joder y súbete a la carreta antes que me arrepienta. Nos detendremos en la primera laguna que encontremos, tienes que sacarte el olor a taberna. Ëruendil sujetó a Äerendil por los hombros, clavando sus ojos en la mi- rada melancólica de quien escapaba. —¿Por qué insistes tanto en que vaya contigo? —¡Porque ellos te lastimarán! ¡Porque ellos no son lo que ves! Están retorcidos, son infames y son incompetentes bolsas de ambición y co- bardía. Los Altos en los Cielos les tengan pena, yo soy muy joven para tener tanta paciencia. Los ojos de Äerendil se llenaron de agua que nunca afloró, el sanador subió a la carreta guardando su instrumento en una caja y tomando las riendas. Ëruendil se plantó frente a Isel. —Tú recuerdas perfectamente todo. —No es verdad. —¿Cuántos años tenías cuando te traicionaron? —¿De qué hablas? No jodas o me volverá la gastritis. —Ese bosque no te quita las memorias por tanto tiempo como afirmas- te, ¡yo mismo lo estoy comprobando y no es tan terrible! —Si tanto te gusta vivir cómodo, adelante Ëruendil. No estoy frenán- dote, esas ropitas azules con bordados te sientan bien y la tiarita esa de Princesa de las Hadas también te queda. Ya te advertí. Ahora, apártate o te paso a Isel y la carreta encima. —Äerendil, ¿quién eres? Äntaldur se sorprendió al escuchar tu nom- bre… ¿cómo te apellidas? Necesito asegurarme de… —No soy nadie, oíste, ¡NADIE! ¡Llamarse Äerendil en las tierras septen- trionales es como llamarse Wilhelm en Älmandur! ¡Levantas una piedra y salen mil! Ve y pregunta por Äerendil, ¡En Bëithe hay diez y en Roca Viva había veintisiete! Tal vez ahí pilles al que buscas pero ese, no soy yo. Yo me llamo Äerendil zum Bëithe, ¿feliz? Soy un guacho sin apellido. 356
Victoria Leal Gómez —Seguro, y los cerdos vuelan. ¿Por qué usas el nombre de villa Bëithe como apellido? ¿Por qué te haces llamar Eckhart Weiss? —¡QUÉ TE IMPORTA! El sanador agitó las riendas sin llegar a lastimar a Isel quien avanzó a paso lento en vez de correr de la manera en que su amo le indicaba. Äerendil estaba molesto por la desobediencia de la yegua pero no tenía corazón para darle con un rebenque, se limitaba a refunfuñar y tironear los cueros alegando con el animal. Ëruendil les alcanzó de un trote y mantenía el ritmo junto a la carreta. —Äerendil… —Qué quieres… ay señor en las alturas, dame paciencia con este crío. —A ti te vi en Älmandur hace unos meses, ¿verdad? —Sólo voy una vez al año y voy a tragar fruta gratis, no ha conversar con princesas con coronitas de oro y florcitas amariconadas. —Ese día estabas ebrio y me ayudaste. —Yo no ayudo a nadie salvo a mi mismo. —Cuando quisiste devolverme mi tiara, los soldados te llevaron al cala- bozo, ¿verdad? Ese día lastimé tu nariz, ¿estás enojado conmigo? Isel se detuvo, Äerendil miró al pequeño y sus nuevos atavíos de túnica azul y bordados de plata. —No creas que fue fácil hacer que parara esa hemorragia, mi nariz es mi punto débil y la trato con mucho cuidado porque me hace más hermoso de lo que ya soy. —Te dije que eras un Trënti… —¿No lo soy? Al fin y al cabo, te he retenido lejos de tu familia por seis meses y planeo llevarte a Bëithe. Después tengo planes de hacerte mi alumno y llevarte a otro sitio, tal vez fuera del reino y más allá de la Tierra, ¿no es eso un secuestro, niñito ingenuo? —Tal vez. —Los Altos somos gente muy ingenua, ¿no es así? —Tal vez. Ëruendil subió a la carreta sentándose junto a su sonriente amigo. —¿Estás seguro? Tuviste la oportunidad de regresar a tu vida normal de lujos y comida sabrosa. —Hay algo… —Qué. —Tú sabes algo y me lo dirás. —Lo único que sé es que a Älmandur no regreso. Se les dio tierras y poder a esas personas para que vivieran tranquilas y mira, está llena de brujos. He tenido grandes decepciones en mi vida, dolores que ni a mi peor enemigo entregaría pero esto… está más allá de mi, Lil. —Äerendil, tú eres… —Soy tu instructor de espada a partir de ahora. Ah, y de paso, te enseña- ré a usar el arco porque tu demostración fue horrible. Parecías gelatina sujetando esa flecha. —Mi brazo estaba sin cuajar, ¿qué esperabas? Tú sólo mirabas como el resto se moría. —Analizaba la situación, pendejo idiota. —¿Analizar la situación? ¡Pero si me arrojaste desde la torre, no anali- 357
El Sanador de la Serpiente zaste NADA! —Fue la mejor idea que tuve pero me arrepentí cuando te vi con esa espada. —¡No soy tan malo con la espada! —Te vi, Ëruendil… eres la vergüenza de Älmandur. Un palo de escoba tiene más habilidades que tú, nada más faltó que te hicieras jamón las piernas. Ëruendil bajó la cabeza riendo, rascando su nuca y refugiándose de la lluvia que arreciaba. Al adentrarse en la carreta se encontró con Ëlemire, dormía tan profundo envuelta en sus mantas que parecía un tronco. El muchacho se acercó para asegurarse de que Ëlemire respiraba pero no fue suficiente, sacudiéndole con torpeza de leñador hambriento. Ëlemi- re abrió los ojos espantada, afirmando su daga en el cuello del mucha- cho espantado por la reacción. Ëlemire reconoció a Ëruendil a pesar del vestuario elegante, enfundando su arma. —¡AY, HOMBRE, QUÉ TE HICE, POR QUÉ ME DESPIERTAS DE ESA FORMA! —Nada… sólo quería saber si… si estabas viva. Te juro que no lo vuelvo a intentar. —Dormía tan rico, ¿por qué me haces esto? —Tranquilícense ustedes dos—Äerendil aceleró la marcha de Isel—Al- teran a mi linda pechocha con sus gritos y, de paso, me revientan los tímpanos. —Ves, hiciste enojar al maestro. —Eli, tú gritaste… —¡Grité porque me despertaste! Ëruendil intentó derribar a Ëlemire para que guardara silencio pero fue ella quien le dio la vuelta, estrellando al muchacho contra la madera pero él no se quedaría indefenso. Sin táctica alguna, Ëruendil picó las costillas de Ëlemire hasta encontrar un punto coquilloso en el que insis- tió por largo rato, hasta agotar a la mujer. Ëlemire retomaba su aliento cuando Ëruendil se arrojó a su lado. Sus miradas se encontraron mas cuando Ëlemire estaba lista para lanzarse sobre el muchacho, este le es- quivó, agarrando una bolsa repleta de gargantillas de piedras brillantes. —¿Qué es esto? —¿Eso? Pues no sé, supongo que la ganancia de la noche. —¡Por qué lo haz robado! —Ay Lil, ¿qué te hace pensar que lo robé? —¡Respóndeme! —¡Estoy buscando un collar en especial y no pararé hasta encontrarle! Todos esos son meras falsificaciones de mala monta pero no las puedo devolver… tienen algo de valor y las podemos vender en otro pueblo. Ëruendil arrojó el saco de joyas fuera de la carreta, consiguiendo que la enojada Ëlemire le agarrara a puñetazos en la tripa. El muchacho no se defendía, en segundos hasta parecía disfrutar de los golpes, entonces cuando la agresora se detuvo agarrando a Ëruendil coo si fuera un pa- quete. —Los ladrones hacemos prisioneros, ¿sabías? Ahora eres mío y pagarás por lo que hiciste. 358
Victoria Leal Gómez —Pudiste pedirle a Äerendil que detuviera la carreta. —Claro que no, se supone que ya no robo. Infeliz, me haz dejado sin dinero, ¡pagarás lo que hiciste! Äerendil se sentía molesto por los movimientos torpes del vehículo pero se resignaba a las risas y las cosquillas, manteniendo el ritmo del avance. Sonrió mirando por el rabilo del ojo de vez en cuando. Negó entriste- cido, retomó la atención en el camino tratando de mantenerse alegre. Un perfume en el aire consiguió llamar la atención del sanador quien dejó que una de las hojas enredadas en su cabello volara con la brisa. Äntaldur se quedó en el pórtico de Orophël con una sonrisa adolorida y un corazón roto, recibiendo una hoja de filigrana de oro volátil en el viento. Bajó la mirada, sabiendo que no existía ejército capaz de recu- perar a Äerendil. Por su negligencia, también perdió a Ëruendil. 359
El Sanador de la Serpiente 20. Nada puede ocultarse ante los ojos de un Alto. La silueta escuálida de lo que alguna vez fue un rozagante jo- ven de larga cabellera azabache daba tumbos entre los troncos, doloro- samente usaba una rama como refugio, dejando que un hilo de sangre se deslizara por su frente. El muchacho buscó afirmar sus pies en el suelo sin pasto resbalando con la humedad del barro, derrumbándose en la laguna mohosa metros aba- jo. A su compañía llegó un amigo, de piel cortada y espinada, manchado de sangre y tristeza. Ambos se abrazaron en el agua, la pesadilla terminó justo en el segundo que el sol cruzaba las nubes, anunciando la tan espe- rada mañana fuera del Bosque del Olvido y la pronta llegada del verano. Un tercer varón se sumó a la pareja en la laguna mas este joven parecía divertido, bebía una taza de té caliente y sus ropas prolijas no eviden- ciaban el avance a través del fango y los viejos troncos. Es más, hasta iba bien peinado y afeitado. Sonreía complacido de ver la mañana, se deleitaba con los pajarillos as- pirando la brisa. —Ah, mañanas como esta se disfrutan más con un tecito, ¿no lo creen así? Nikola y Helmut mantenían su abrazo en la laguna. El jovenzuelo de cabello dorado contenía las lágrimas de quien escondía su rostro en su pecho. —Eres un bastardo… ¿qué razones tenías para empujar a Nikola por el barranco? —Es poco probable tu enunciado, querido Helmut, después de todo mi padre me ha reconocido con su apellido. ¿Sabes una cosa? No tengo ga- nas de seguir discutiendo, especialmente con ustedes—Sebastian estiró la mano hacia Helmut, culminando su brebaje—¿Te parece si hacemos una tregua hasta regresar a Älmandur? Helmut ignoró el ofrecimiento mimando la mejilla de Nikola quien asintió con la cabeza, halagando los labios de su amado con los suyos. Sebastian miró a un costado, arrojando la taza a una piedra. —Pero qué asco son ustedes… con gusto les empujo de nuevo. —Cierra la boca, bastardo. —Arriba de una vez, tenemos un viaje por continuar. —Imbécil, Nikola tiene rotas las costillas, necesitamos de… —Dejen de quejarse par de maricas, no tenemos tiempo que perder. —¡Necesitamos un sanador! —Qué asco me da verles, mañana mismo le pido matrimonio a mi pri- ma y me pongo a tener hijos como si fuera el único varón en el mundo… ¡por qué tuve que ver eso, POR QUÉ! —Seguirás siendo afeminado hasta el fin de tus días, aunque tengas mil hijos. —Soy afeminado PERO NO MARICA. —Puedes tener hijos siendo marica, te lo digo yo. Sebastian observó los torpes movimientos de Helmut quien ayudaba a Nikola a incorporarse. 360
Victoria Leal Gómez —Si quieres un sanador te puedo conseguir uno en la fortaleza que ten- go por aquí pero debes cargar con tu Nikolita porque yo no les quiero cerca de mí. —Sebastian tengo roto un tobillo, no puedo cargar a Nikola por mucho. —Caminaré veinte pasos. Esa será nuestra distancia. No quiero que se me contagie lo invertido. Por todos los cielos, y yo con la consciencia sucia porque encuentro sensual a mi hermana. —Eso también está mal. —¡SILENCIO! Por lo menos es mujer. —¡Es tu hermana, HER-MA-NA! —Pero mi prima se le parece así es que, por qué no… —Eres tan degenerado como nosotros, Sebastian. —No, yo me mantengo puro y casto. Aguardo a mi esposa con pacien- cia. —En cuerpo eres puro y casto, tu mente es otra historia. —Ustedes en cambio… puaj, por qué vi eso, los Altos se lleven esas me- morias de mis inocentes ojos de niño. —Ya no son tan inocentes si nos viste, ¿no lo crees? —¡BASTA! ¡A la próxima les arrojo agua helada! —Nik, ¿habrá una próxima? —Ja… sabes que… me encantaría… El atormentado muchacho tapó sus oídos con las manos, concentrándo- se en el camino a seguir. —¡CÁLLENSE O LES CORTO LO QUE TIENEN ENTRE LAS PIER- NAS! —Tsk, se supone que este es tu siervo, Helmut… haz algo. —Sí, lo es. Pero no tengo deseos de darle órdenes ahora, así en estado de princesa no conviene. Puede que cumpla su palabra y no quiero despe- dirme de mi amigo entre las piernas. Aún le quedan carreras por ganar. Sebastian inició marcha de trancos largos y firmes por el campo, sin mirar atrás, siempre pendiente de su brújula, su mapa y el trecho ante sí. Helmut y Nikola le seguían a más de veinte pasos pues sus heridas no les permitían avanzar al ritmo deseado. El grupo apenas conservaba provisiones para el viaje y las escasas me- dicinas en las alforjas estaban marchitas o completamente mojadas, in- utilizadas. La idea de hacer una escala en la fortaleza era tentadora pero, ¿dónde estaba que nadie le conocía? Helmut hizo una pausa para vendar a Nikola quien calculaba la distan- cia entre ellos y el siempre digno y peinado Sebastian. —Ese es bien raro…el bosque no… no le afectó en lo más mínimo. —Ha sido así desde pequeño, supongo que las matanzas a tan temprana edad son perjudiciales para la mente. Nada le afecta, estoy seguro que ese escándalo por habernos visto anoche es sólo… un vago intento por parecer normal. Pero, ¿por qué se queja tanto? ¿Nunca ha visto a dos personas jugando al papá y la mamá? —Helmut… ay, Helmut—Nikola abrazó sus costillas, atrapando su risa—No digas imbecilidades ahora… que no me puedo reír. —Perdón, se me fue. El vendaje fue culminado rápidamente, Helmut dejó que Nikola se afir- 361
El Sanador de la Serpiente mara en su hombro para retomar la marcha. —Mencionaste… matanzas a temprana edad… —Sebastian y yo hemos sido aliados en batallas contra Äingidh desde niños, tú deberías saberlo mejor que nadie. La primera vez que le vi, él tenía cuatro años, yo apenas tenía dos. Mi padre nos presentó para que fuéramos amigos… pero él regresó condecorado. —¿Qué fue de ti? —Yo me quedé en el palacio, ni idea se lo que sucedió. Lo supe seis años después cuando aprendí a leer, momento en que vi lo duro que Sebas- tian entrenaba… para seguir matando. En ese momento descubrí que él era mi súbdito y él era consciente de eso, consciente de que su trabajo era…es matar. Eso está mal, es abominable. —Tú también haz matado, Helle querido… Sebastian tomó un camino pedregoso cuesta abajo. Para Helmut y Ni- kola fue una tortura terrible pero necesaria ya que Orophël estaba justo del otro lado del río visible desde el cerro pero se trataba de un destino muy lejano. —Sólo Äingidh y ferales, algunos conejos, zorros, peces... Yo he visto a Sebastian cortar los cuellos de quienes han expuesto sus planes contra nuestra familia, compañeros de batalla, Caballeros como nosotros… nunca he visto expresión alguna en su rostro al quitar esas vidas. Era mediodía cuando consiguieron reencontrarse con Sebastian espe- rando sentado en una piedra. El joven retomó su marcha estoica, siem- pre respetando la distancia de más de veinte pasos. —Pero sesgar vidas es un atributo del Primero y Último, ¿verdad? —Sólo de él… —Y tú haz matado, acaso crees que eso no te ha afectado, Helle… —No digo que sea así, sufro pesadillas con los gritos y la sangre en mis manos… pero, al menos, yo me doy cuenta del mundo en el que vivo. En cambio Sebastian… parece trastocado. Con su discurso del deber y el honor, la familia a la que es fiel, su gusto por Lotus, el reino… me pregunto si cumple las expectativas de su padre o si decidió convertirse en lo que hoy es. Me pregunto si yo… si yo me convertiré en esa cosa insensible que es Sebastian. —¡APUREN O LES DEJO AQUÍ! ¡LOS BUITRES TIENEN HAMBRE! Helmut y Nikola tomaron una pausa reacomodando sus vendajes suel- tos, aprovechando el momento para masticar los últimos frutos secos. —Me da pena. —¿Pena? A mí me entran ganas de rebanarle el cuello con una cuchara de madera. —¡Nikola! Eso es terrible. —Digo yo, ¿no? Ya lo hicimos una vez, ¿te acuerdas? —Era un Äingidh medio podrido en el suelo. —Pero aún vivía. —Era un Äingidh, una entidad deformada por los horribles deseos en su mente y corazón. —Un Sgälagan que rechazó… la Sabiduría de la Paz para inmiscuirse en… las Artes Mágicas, un humano al fin y al cabo. —Suficiente, no charlaré más contigo hasta que lleguemos al bastión. 362
Victoria Leal Gómez Hablas como… como un brujo. —Jum, qué sabes tú de brujería—Nikola deslizó las yemas de sus dedos en la mejilla de Helmut, sonriendo para disimular la angustia de la cos- tilla hundiéndose en su carne—Me encanta ese duelo interno tuyo, esa chispa de bondad que tanto rescatas. Cómo quisiera yo tener esa fuerza de reconocer lo bueno en el interior, cómo quisiera yo ser, por un día… como tú. —Guarda tus fuerzas. —Siempre alerta, listo para la batalla… bien intencionado… —Tú también tienes buenas intenciones, el problema es que te quedas en eso. —Actuar… es muy diferente a… desear. Helmut notó que las últimas palabras de Nikola se desvanecían lenta- mente, mirándole preocupado, sujetándole de la cintura para conseguir el avance. Sebastian observaba el nuevo valle a sus pies, bajo el risco en el que pen- día indiferente. El muchacho analizaba el mapa y la geografía, apuntan- do hacia los faldeos de una montaña en el segundo que Helmut y Nikola consiguieron alcanzarle. —Allí está, La Fortaleza Oculta de Lïnawel. —Estás loco si planeas llevarnos hasta allá a pie. —¿Por qué no? Sebastian dio un par de pasos, susurrando preocupado al ver sangre en el vientre de Nikola. —Runar, Runar, escucha mi plegaria. Ayuda a esto pobres perdidos, ¿sí? Alivia sus dolores y heridas, dales fuerzas para caminar hasta la forta- leza… te prometo que conseguiré un sanador digno de sus nombres. Y si puedes arreglarles la mente, te estaría muy agradecido porque eso de darse besos y arrumacos y cosas… puaj, están locos. Mañana me caso con mi prima o con la primera mujer que pille en el camino… Mejor ignora lo último que dije. —¡Deja de susurrar! Llamas brujo a Nikola y ahí estás, haciendo cosas raras. —¡Silencio, marica!—Sebastian agitó el aire con la palma— ¡Tenemos que llegar al bastión si no quieren que los buitres se los coman! Aunque, así como están, ni para eso sirven. Helmut acomodó a Nikola en el suelo, afirmando su espalda en un ar- busto acolchado, reuniendo sus fuerzas para ahorcar a Sebastian y em- pujarle al borde del barranco. —Una más y te arrojo. El cuello de Sebastian se encontraba prisionero en las manos de Helmut feliz de quitarle el aire a su sirviente. —Hazlo, ¿qué pierdo? ¿Un título, un apellido, una vida? ¿Qué impor- tancia tiene mi existencia para el bien del reino si puedo ser reemplaza- do por cualquier otro Caballero de mejor porte, con una mejor historia familiar? —Cállate y muere de una vez. Helmut buscaba brillo en la mirada de quien ahorcaba sin encontrar atisbo de miedo o duda. Esa expresión ausente de la batalla la enseñaba 363
El Sanador de la Serpiente en el momento mismo de su posible muerte… ¿era valor, insensatez, locura, duro entrenamiento mental o desinterés? —Dígame, mi querido Duque, ¿está dispuesto a ensuciar sus pulcras manos de noble con la inmundicia de un arribista Klotzbach, deseoso de contraer nupcias con su hermana? Ay, estúpido de mí que pedí fuer- zas para sus cuerpos, ahora me quieren matar… Helmut insistió en cortar el aire a la garganta de Sebastian, apretando con mayor fuerza. El muchacho de piel amoratada sonreía, enseñando los dientes alineados de un pretencioso. —Si puedo liberarme de ti y de tus posibles vástagos, gustoso me doy el lujo de ensuciarme con tu hálito. —Qué extraña… es la vida… en este mundo… Por mucho que lo… in- tentes… el brujo siempre perdura—Helmut notaba que Sebastian no lu- chaba por su vida, aceptaba paciente que el ahorcamiento le arrebatara las ganas de parpadear— Es curiosa… la forma en que… trabajan ellos, ¿no lo cree… mi buen Duque? Nikola es… el orgullo de Elisia… y us- ted lo está… demostrando al… hacerme esto. Él le tiene… embrujado, querido Duque… a través de su… sexo él… le toma como su presa… —Cállate y deja de respirar de una vez por todas. —Pero qué importa… usted me libera… sus manos son… compasi- vas… gracias por darme muerte, mi querido Duque… ha sido… un ho- nor. Usted, me da el alivio… que he buscado… largo tiempo. —¡CÁLLATE! —Ya no seré… dominado por esa… cosa en mi mente… que quiere… sangre. Seré… libre. Arrepentido, Helmut soltó el cuello de Sebastian, cayó a la tierra con la piel morada, tosiendo brusco y escupiendo saliva ensangrentada. El muchacho se arrimó a una piedra, acariciando su tejido herido, tragan- do aire intensamente con su resuello entrecortado, el corazón intenso. Helmut miró sus manos, frotándolas contra su ropa dándole la espalda al asfixiado y sonriente Sebastian. —Manipulador de mierda, sabías que te soltaría… —Gracias. —Descansaremos aquí. Mañana iremos a alguna villa cercana por un sanador. —Es usted sensato, mi querido señor. No como esta alimaña en el suelo a la que acaba de ahorcar… —Calla, Sebastian. Eres un malnacido manipulador profesional… un controlador… un mal necesario. Pero ya podré deshacerme de ti, en algún momento. —Soy un Noble Caballero, mi señor… esa es nuestra esencia. —Agotas la paciencia de cualquiera. Agradece que Nikola está débil porque él no habría perdonado tu vida. —Estoy agradecido, lo estoy… y estuve agradecido incluso cuando sentí mi vida deslizarse por sus dedos. Helmut buscaba en los morrales las distintas telas, improvisando un te- cho que les aislara del sol. —Por qué carajos pensé que viajar con él sería una buena idea… tendré pesadillas a partir de ahora. En verdad, soy imbécil. 364
Victoria Leal Gómez —Me ha invitado porque requiere mi espada, señor, admítalo. ¿Ve ese fuerte y el humo? Son Äingidh, miles de ellos… sin mi conocimiento del terreno, ustedes… —Cállate. Seguro Nikola puede conversar con ellos para que no nos mo- lesten. Nikola se puso de pie, arrastrándose hacia el borde del barranco. —De hecho… puedo hacerlo… que obedezcan ya…es otro asunto. —Runar, gracias por insuflarle vida a ese invertido. ¿Qué tal si ahora le quitas lo brujo al idiota de más allá? —¡Deja de hablar solo! ¿Acaso no tengo un segundo de paz? Nikola y sus cosas raras anoche, ahora tú, ¡que lo Altos me libren! Nikola analizaba el camino serpenteante bajo el hondonada, notando una lenta carreta de tres pasajeros riendo estruendosamente. Helmut también se asomó, aliviándose. —¡Viajeros! —Tal vez nos ayuden… —Claro que nos ayudarán Nik, la gente fuera de la capital es amable. Excepto Sebastian, el rompe toda regla escrita. —Gracias, muchas gracias, honorable señor invertido. —¿Qué hacemos? ¿Nos deslizamos barranco abajo con mi escudo, mo- viendo los brazos, gritando “ayuda”?— Nikola miró a Helmut con claro agotamiento tras reunir aire necesario para hablar fluido—Podemos de- jar a Sebastian aquí, de paso… —El peor plan de tu vida, Nik. —Mejor que el tuyo, sin duda. —Ni siquiera sabes lo que voy a proponer. —Ibas a ponerte a gritar desde aquí arriba, como si nos fueran a escu- char. —¿Y no lo harán? —¡No seas imbécil! —Ustedes dos… Nikola y Helmut respondieron al unísono, con el mismo tono de mo- lestia. —¡QUÉ PASA! —Parece que nunca han salido al campo, qué vergüenza son para Äl- mandur. Ahí es donde se nota que los nobles de cuna son una panda de inútiles cobradores de impuestos. —Si pudiera moverme, ya habría hecho algo, señorito importante. —Nik, no le des importancia a lo que diga. —Miren y aprendan, novatos de palacio. Ustedes se ganaron sus títulos a fuerza de influencias, en cambio yo, ¡ja! Me he pelado la espalda tra- bajando. —Ja, ya lo creo que te pelaron la espalda, afeminado. —Cierra el pico, marica. A mi nadie me pone de espaldas o en cuatro patas. Sebastian posó sus pies en el borde del barranco, algunas piedras ce- dieron por el peso de su firme cuerpo saludable. El muchacho llevó sus dedos a los labios, soplando con todo el aire en sus interiores, consi- guiendo espantar a las aves en las copas de los árboles, a los ciervos en 365
El Sanador de la Serpiente los matorrales… alarmando al conductor de la carreta, quien detuvo la marcha. Nikola se afirmó en el hombro del pulcro Sebastian. —Vaya, tienes una habilidad. —Al menos silbo con los dedos y no con el culo. Helmut abofeteó a quien insultaba a Nikola, virando el rostro del jo- vencito riendo sin descaro. Un hilillo de sangre caía de su boca pues la durísima mano de Helmut consiguió rajarle las encías. —¡VALIÓ LA PENA! —Y yo que sentía lástima por tu mente… —Yo siento lástima por la tuya. El silbido de Sebastian fue contestado por el carretero haciendo señas desde el camino. Helmut agitó sus manos en el aire, indicando una vía cercana que el vehículo podría surcar y así fue hecho. La noche extendía su manto por el valle cuando el vehículo arribó para recoger a los heridos congelándose de frío. Al bajar el varón de largo cabello cobre adornado por hojas de filigrana de oro, Helmut empezó a buscar siluetas en la tierra. Nikola se le acercó, susurrándole. —¿Qué carajos haces? —Busco mi último deseo heterosexual, creo que se me ha caído al suelo. —¡Pero qué dices! ¡¿Acaso es un nuevo nivel de imbecilidad?! —Si no me ayudas no lo voy a encontrar por más que busque. Me asumo como invertido, hoy lloran las damiselas de las tabernas, por un soldado caído. —¡Saluda, imbécil, te está mirando raro! —Nik, tú deberías estar feliz por esa declaración… —Jódete y por favor, compórtate como el Caballero que dices ser. Helmut extendió su mano, saludando al hombre en ropajes verde mus- go y expresión afable. —Eh…Gracias, miles de gracias a su exquisita buena voluntad…—Hel- mut no trató de contar las pecas en la piel del viajero pues sabía que era una pérdida de tiempo— Mi nombre es Helmut. Él es mi fiel amigo, Ni- kola y el mozalbete incordioso de cuello ahorcado escupiendo sangre… —Qué tal, un placer saludarle, amigo de vías desconocidas. —Sebastian. Esa inmundicia es Sebastian. El carretero correspondió el saludo, prestando atención al acento de quien le agradecía. —En sus comarcas humanas me conocen como Eckhart Weiss. —Weiss… usted le vende cachivaches de colección a mi padre, ¿no es así? Helmut volteó para apreciar a Sebastian, extrañado por el lazo entre el carretero y los Klotzbach. —Maestro Klotzbach, no me esperaba verle perdido aquí, es más, perdi- do no es una palabra digna de usted. —¡Al fin alguien que lo reconoce! —Sebastian… cállate. Eckhart examinó a la rápida al grupo de heridos, clavando sus ojos en Nikola quien devolvió la mirada cortante como si el carretero fuera su 366
Victoria Leal Gómez enemigo. —Ustedes son de la capital, ¿qué hacen aquí? Es territorio de nadie… y apestan a nobleza… entre otras cosas innombrables. —Nos perdimos durante el viaje hacia Orophël. Nikola era sujetado de mala gana por Sebastian quien miró a través de los mechones enredados del carretero para notar sus largas orejas pun- tiagudas y sombra oscura en los párpados. —Sí, deben ir a Orophël, es la mejor idea. Los brujos andan por todos lados pero allá estarán a salvo de eso. Sebastian quiso arrojar a Nikola por el barranco pero se mantuvo firme cuando Helmut le levantó la ceja. Eckhart regresaba lentamente a su carreta cuando Nikola se quejó. El sanador echó un vistazo rápido al brujo ensangrentado. —Ustedes tres están mal. —Eh sí, justamente estaba por preguntarle si… —Suban, yo los arreglo. Pero no te garantizo componer a tu amigo ese… ¿Nikola? —¿Por qué nos confiesa eso, estimado señor Weiss?—Sebastian sujeta- ba al lesionado, intentando mantenerle erguido—¿Acaso nuestro colega tiene algún impedimente para ser tratado? —Tiene la brujería en el tuétano y si no quiere dejarla, yo no puedo arrancarla. De modo que sólo podré fijar esos huesos pero el dolor le perseguirá para siempre. —Lo acepto. Nikola levantó la cabeza sintiendo que las fuerzas le abandonaban. Hel- mut tuvo escalofríos en su espina al ver que los iris de Nikola lucían desteñidos, similares en textura a la clara de un huevo. —Genial, manos a la obra entonces. El sanador subió primero, cubriendo a Ëruendil con una manta y susu- rrándole. —Ni se te ocurra asomarte. Tienen un brujo de grueso calibre. Si te ve, alguien más te verá. Ëruendil asintió envolviéndose como un capullo con la manta, arrollán- dose junto a los cofres en el fondo de la carreta. —Maestro—Ëlemire susurraba en el oído de Äerendil, mirando con desconfianza a los tres viajeros andrajosos—¿En verdad quiere subirles? No es que tengamos mucho espacio y suministros… —Están heridos, Eli, hay que ayudarles. Y donde entran tres, entran seis. —Lo sé pero… ese tipo de pelo negro me da no sé qué en la espalda… parece un Äingidh. No es el mismo Nikola que me ayudó tiemp atrás… es alguien raro, un muerto. —Ayúdame a aliviarles. Cuanto antes lo hagamos, antes se irán. —Muy bien. Ëlemire palmeó el hombro del capullo en mantas de lana, susurrando. —Lil quédate así quietecito, por algo te lo pidió el maestro. Diremos que tienes lepra, ¿vale? Sebastian tendió a Nikola sobre una frazada antes de ayudar a Helmut a subir la escalerilla al interior de la carreta, el sanador prendió una se- rie de grandes velas perfumadas de azahar mientras Ëlemire revisaba la 367
El Sanador de la Serpiente garganta de Sebastian. Helmut mimaba la frente del tembloroso Nikola, preso de la congela- ción misma bajo sus carnes y huesos. —Nik, qué tienes… —Tu amigo sufre porque hay otra fuerza aquí—Eckhart lavaba sus ma- nos con agua corriente de una cantimplora antes de manipular las he- ridas del sufriente varón— Una vez se marche de mi lado, se sentirá mejor. —Tú eres… un mago blanco. —No hay magos blancos—Ëlemire miró a Helmut, revisando el torso de Nikola—Sólo brujos que se cambian el nombre para sonar puros y agraciados. —Entonces, ¿por qué Nikola tiembla y se afiebra heladamente? —Todas las respuestas no están en mí. Lo lamento. Bajo la manta, Ëruendil sentía temor por la fuerza a sus espaldas, tiri- taba abrazando su torso mordiéndose la lengua. Reptó para afirmar su frente en la madera de un cofre escarbado, cerrando los ojos intensa- mente para no ver los espejismos de manos abismales bajo un risco sin luz, gimiendo el nombre de Nikola. Eckhart tomó una pausa en la curación de sus enfermos para palmear el hombro del bulto en la carreta. —Tranquilo, viejo. Aguanta un ratito, todo estará bien. Tienes que ser fuerte. Helmut notó el cuidado con que Eckhart mimaba al bulto, levantando una ceja. —¿Qué tiene? —Lepra. Y está todo purulento y deforme como un Äingidh estreñido, así es que mejor ni se acerquen, ¿vale? —Está bien. Sebastian meneó la cabeza al comprender el consejo, analizaba lo que el sanador ejecutaba en las distintas dolencias de Helmut quien mima- ba la cabeza del durmiente Nikola recibiendo cuidados por parte de la mujer de trenza apretada. Sebastian le miraba ávidamente porque era la primera vez en su vida ante una belleza tan extraña, salvaje y amable al mismo tiempo. Se tomó el tiempo para analizar la figura de Eckhart notando un brillo en su piel, una luz tenue que le daba aspecto virtuo- so, casi irreal. Miró a un costado cuando notó que llevaba demasiado tiempo admirando al sanador y, para no sentirse inútil, abandonó la carreta en busca de ramas, pasto seco y pedernales, limpiando un cír- culo pequeño y rodeándolo de piedras antes de crear una pila con lo encontrado en la búsqueda. Una vez asentadas las llamas, Sebastian regresó a la carreta techada don- de Nikola y Helmut dormitaban bajo la protección de una gruesa manta gris. El sanador tomó una bolsa de nueces ofreciéndolas al muchacho a su lado quien disfrutó de la merienda manteniendo su vista fija en el leproso. —Está en el aire que exhala. —¿De qué habla, maestro Klotzbach? —Su fuerza, el poder sagrado de su verbo. Ese no es un enfermo, le pro- 368
Victoria Leal Gómez teges con tu vida—Sebastian miró a los ojos esmeralda de Eckhart—Tú y él son lo mismo, distintos de ella pero, a la vez, con idéntica sangre. —Le pediré que baje la voz—Ëlemire posó su mano en el hombro de Sebastian—Sus amigos necesitan reposo. Eckhart ordenó los cofres y delizó a Ëruendil por la madera como si fuera un paquete, dejando amplio espacio para que, de alguna manera, todo el grupo pudiese descansar bajo el techo. Una vez estuvo listo, se sentó frente a Sebastian. —Maestro Klotzbach… —Le escucho atentamente, estimado. —Por favor, no se acerque al hombre enfermo. No le vea, no le hable. No habla la lengua de los hombres, perderá su tiempo. El repiqueteo de la fogata era otro acompañante pues Ëruendil no se atrevía a levantar el capullo que le envolvía. Deseaba entender la con- versación pero Äerendil hablaba en el fuerte idioma de los forasteros. —Entiendo su reacción. Yo mismo he jurado proteger con mi vida a la familia von Freiherr… supongo que es tu deber cuidar del señor bajo la manta. Su naturaleza es potente… me travería a confesar que es igual a la tuya. —Le cuido porque quiero, no he jurado nada. —¿En verdad? Entonces debe estar enfermo, mi buen sanador. —Está sano, como una lechuga. —¿Puedo saber por qué le tiene en tal alta estima, mi buen Eckhart? El sanador culminaba las últimas nueces, arrojando algunas cáscaras al fuego mientras Ëlemire buscaba más frazadas en los cofres. —Porque llegará el día en que no seremos más que él y yo, maestro. Yo soy cabeza pero él es el corazón y debemos permanecer juntos, somos parte de un mismo poder—Äerendil entregó una frazada esponjosa a Sebastian, quien la aceptó con cierta melancolía— Por favor, descanse. Me quedaré vigilando hasta el alba. —¿Estarás bien? Estamos terminando el Mes de las Grandes Bendi- ciones, sinónimo de pronto verano pero eso no significa temperaturas agradables por las noches… —Despreocúpese, estoy más abrigado y protegido de lo que parece. Tome un descanso, se ve exhausto. —Gracias, Eckhart. —Sus amigos necesitan mejor reposo que el vaivén de una carreta. Ma- ñana pasaremos la noche en una posada cercana donde usaré todos mis medios para curarles. Pero hoy duerma, no piense en el futuro. —Em… Eckart, necesito pedirle un favor. —Dígame. —Sufro de problemas para conciliar el sueño durante la noche—Sebas- tian se envolvía en la manta prestada, afirmándose en la madera—¿Tie- ne algo que me haga dormir como piedra? —¿Y porqué ese dilema? —Pues… asuntos personales. —¿Te carcome la consciencia, muchacho? —Sólo deme algo para dormir. Ëlemire levantó las orejas, sonriendo encantada de ayudar. Demoró un 369
El Sanador de la Serpiente suspiro en encontrar un frasquito con una resina en su interior, entre- gándosela al muchacho afligido. —Toma, bebélo y dormirás ocho horas continuas. Sebastian sonrió mirando el contenido anaranjado, meciéndolo entre sus dedos sin dejar de mirar a Ëlemire pues algo le atraía. —Gracias… ojalá después puedas darme la receta. —Oh no, eso no—La mujer negó con la cabeza—Tienes que encontrar la raíz de tu insomnio. El joven bebió todo el aceite de un trago, devolviendo el frasco vacío a su dueña que lo depositó en un cofre a sus espaldas, acercándose al fuego donde su maestro hervía un poco de agua. Ambos compartieron varios jarros de té antes de ofrecerle uno a Ëruendil quien a hurtadillas abandonó la carreta para cenar. Una hora después, Ëlemire y Ëruendil se envolvieron en mantas sepa- radas, durmiendo uno frente al otro con las frentes tocándose, dándose las buenas noches entre susurros y risas. *** Mila y sus ayudantes de cocina corrían bandejas en mano, ado- bando las carnes calientes, poniendo las verduras salteadas en fuentes de metal pulido, llenando las copas con el vino preferido de la señora. Sólo cuando hasta la última mota de polvo fue removida, las sirvientas presurosas abrieron la puerta del salón sin ventanales, iluminado exclu- sivamente por una simple vela en medio de la larga mesa. Elisia ingresó contando sus pasos, acomodándose en la cabecera del mueble repleto de manjares que en su mayoría carnes asadas. Sus largos vestidos fueron acomodados correctamente para evitar do- bleces poco estéticos, una delicada tela fue puesta en su regazo, evitando manchas por salpicaduras. La muchacha bebió el vino de un trago antes de romper los huesos del animal en la bandeja, mordiendo los músculos del cadáver con forma de cerdo apaleado. Hagen entró arrastrando los pies al salón oscuro, arrojándose en el otro extremo de la mesa mientras se quitaba la túnica negra, masticando uvas heladas. —Si estarás así vete, no amargues mi cena. Elisia acarició su vientre porque la constante puntada que le acompaña- ba desde el alba no le permitía moverse naturalmente. —Elisia, hemos evaluado el asedio a Knoxos. —Y, qué tal. —Hay algo alrededor de sus murallas. —¿Algo? —Los Äingidh y Umbríos notifican de una barrera mágica impenetra- ble. —¡Cómo que impenetrable! —Si quieres, asegúrate por ti misma. Son tus brujos, supongo que saben lo que dicen. Un pergamino maltratado fue lanzado por los aires arribando al plato 370
Victoria Leal Gómez donde Elisia chupaba huesos. Mila acercó el documento a los ojos de su señora quien leyó las letras fundidas en el papel. —Mmm… ya veo. Tendría que ir personalmente a deshacerme del asunto. Una patada movió el vientre de Elisia quien empuñó su mano para gol- pear a la criatura. Hagen terminaba el racimo de uvas cuando Elisia se incorporó dando vueltas alrededor de la mesa mientras bebía de su copa. —Estás desanimado. —Son asuntos míos. —Entrégame lo que tienes en tu cabeza. Hagen dio un respingo, clavando sus ojos en los de Elisia, mujer que estiraba la mano acercándose lentamente. —Elisia, ¿qué haces? —Devuélveme tu corona. —¡ELISIA! —No puedes hacer nada útil. Esta era tu oportunidad de probarme tu valía y fallaste. Se suponía que debías traerme a la gente de Orophël y escapaste en vez de contraatacar. —Elisia, algo extraño fue usado en la batalla, nadie hubiese podido con- traatacar algo así de potente… si el mago que invocó ese rayo de los cielos me encontraba, habría dado con tu paradero. —Dame tu corona o dame tu vida. El furioso hombre arrojó el metal negro portado en su cabeza, arroján- dolo a la alfombra, escupiendo encima. —Te devuelvo todo, Elisia. No lo necesito. Te entrego también ese ex- traño poder de invocar Umbríos desde la Fragua. Renuncio. Hoy me marcho de Älmandur. —Oh, ya veo… Elisia aplaudió dos veces en el aire, invocando Umbríos desde los suelos, sombras que tomaron a Hagen por los brazos, arrastrándole al siguiente corredor entre pataleos y tirones. —¡Frauke, deténle! —Tu hija no está—Elisia mordía una manzana caramelizada—Me he asegurado de que no vuelva a estobar en mis planes. Los Umbríos tomaron una pausa esperando nuevas órdenes de su ama cruzando sus brazos. Mila ofreció una silla a la mujer agotada quien chasqueó los dedos al recibir la corona negra por parte de un Umbrío. Hagen fue arrastrado por todos los pasillos del palacio, directo a la mazmorra. Mila se inclinó ante su ama, ofreciendo una copa de vino caliente. —Señora, iré a asegurarme de que Hagen es puesto en el lugar que le corresponde. —Ve, Mila. Y regresa pronto porque se me ha antojado un postre. —Sí, lo haré. Mila recogió la corona, guardándola en una caja de madera de ébano. —¿Has visto a alguien rechazar una oferta como esta?—Elisia sonrió, bebiendo tranquila—Ese hombre tiene agallas… me agrada. —¿Qué hará con él entonces, señora? 371
El Sanador de la Serpiente —Sólo enciérrenle, me será útil más adelante. Necesito que se prepare su siguiente nivel, aún usa demasiado la cabeza. La sirviente asintió silente, espantada de conocer los métodos para conseguir la total sumisión de los grandes brujos que Elisia reclutaba. Mila se preparaba para dar órdenes a los Umbríos en el calabozo cuan- do Elisia gimoteó disimulada, sujetando la parte baja de su vientre con evidente dolor. Rápidamente, Mila llamó a las demás sirvientas y entre todas coordina- ron los preparativos necesarios pues el nacimineto de Zagros era inmi- nente. Elisia se puso de pie para arrastrarse a un sitio propicio para el alumbramiento mas la sangre se deslizaba por sus muslos y las fuerzas no le permitían continuar. Mila sujetó a su señora espantada recostán- dole en el suelo al tanto las demás muchachas se ocupaban de las telas limpias, del agua a temperatura propicia y las tijeras pero Mila tenía otro problema en mente. La muchacha presionando el vientre de Elisia chilló de espanto cuando la brea comenzó a brotar salvajemente de los interiores de la furiosa mujer alumbrando. La doncella recibiendo al bebé sintó tal miedo que dejó caer al niño y corrió por los pasillos aterrada, gritando que alguien le dejara salir de Älmandur así fuera muriendo. Mila recogió al niño pero no le limpió ni se aseguró de su respiración. Lo entregó a la pálida madre muda quien jamás se ocupó por el silencio del bebé. Le sujetó un instante y luego se durmió. La única vela en el salón se apagó de un soplido. No hubo llanto ni otras sirvientas que ayudaran en la labor de limpiar la putrefacción, Mila fue abandoonada por todo el mundo ante el olor de una auténtica bruja que ni los perfumes consiguen disimular. La mujer acarició la mejilla de Elisia, quien susurraba sonriente. —Nikola… ya está. Ya cumplí. Sólo queda…la Estrella… Escarlata. Elisia cayó presa de un sueño terrible y Mila no le impidió el descanso, en realidad pedía que el dormitar se prolongara para siempre. Dejó a Zagros junto a su madre alejándose rápidamente del salón buscando un poco de luz, llegando a un ventanal iluminando un pasillo completo. Mila desató su cabello escondido bajo la cofia negra, dejando caer en las alfombras su larga marea aguamarina mientras observaba el horizonte. —Runar… no pudimos evitarlo. Dile a Sebastian… donde sea que esté… esa criatura ya llegó y el reino a sus pies será sacrificio para el auténto malhechor. *** Al mirar a los cielos era apreciable una columna de nubes gi- rando torno a una aguja de piedra cuyo origen estaba en el fondo del océano de fuego volcánico, madre de criaturas amorfas reptando en las orillas. La piel exudaba su humedad evidenciando el rojo vivo del calor y la ex- tenuación, de la misma forma el aire se expandía poderoso, quemando la garganta del único ser con forma humana presente en aquella fragua. Ëruendil miró risco abajo, sorprendiéndose con las criaturas amorfas 372
Victoria Leal Gómez forjando espadas, mazas, dagas, lanzas, arcos irrompibles, puntas de fle- cha… todo ello fundiéndose en un gran océano rojo. Las rocas por encima de él eran afiladas e imposibles de escalar, el ver- dor de las arboledas eran imaginación de un pasado mejor. El muchacho fregó su frente con la manga saboreando su lengua en busca de humedad inexistente. En segundos el calor fue intolerable y Ëruendil cayó a las piedras afiladas contra su voluntad, su mano colgaba del risco cuando una pequeña gota de sudor cayó a lo profundo. El viaje de la gota fue por las aguzados cantos, cruzando metales roño- sos, vigas a medio construir. Estuvo a punto de chocar con el casco de un capataz y su látigo pero siguió su curso en línea recta pasando junto a un grupo de Äingidh jalando sogas sobre una rampa. La gota de sudor chocó en la piel de una alimaña cuyo ojo izquierdo estaba inflamado y más arriba que el derecho, pegado a la oreja quemada. El Äingidh saboreó la salobre gota en su lengua morada, riendo mien- tras gritaba. —¡SGÄLAGAN, UN SGÄLAGAN EN LA FRAGUA! Los inmundos a su alrededor miraron a los cielos, los capataces cesaron los látigos para iniciar golpes en tambores. Las hordas de alimañas que- madas riendo felices por la cena sorpresa dejaron yunques y martillos en la tierra, los ferales fueron sacados de la lava para escalar las afiladas rocas del volcán. Ëruendil sintió un soplido dorado colarse en su garganta, tragándolo con ansias dulces, incorporándose para huir de los bichos domados por capataces, engendros cuya cabeza era de águila y su cuerpo de caballo destrozado por fuego eterno. Espantado por las visiones, Ëruendil cortaba sus manos y pies trepando las rocas, miraba a lo alto rezando a sus ancestros por ayuda y descanso. Su sangre se deslizaba por la tierra, Äingidh sedientos lamían la vitali- dad del muchacho con grandes risotadas y lo hicieron hasta caer em- briagados de felicidad juvenil… Acorralado por un feral de largos colmillos como sables, Ëruendil se afirmó en el cuchillo a su espalda, cara a cara con un Äingidh de vientre cortado y voluminoso, cubierto por una capucha negra. Su cabello bor- goña caía por sus hombros pero su rostro era invisible. Sin temor, el muchacho hundió su mano en la oscuridad de la tela. —Sólo el Primero y el Último posee autoridad. El Äingidh de la capucha sintió una luz caer desde los firmamentos, cortando sus carnes y el vacío donde debía residir su espíritu. Retor- ciéndose, la alimaña tapaba su rostro con sus garras llenas de carbón, balanceándose de izquierda a derecha, retrocediendo hacia el feral que le atrapó con sus fauces, triturando los huesos de su antiguo dueño, per- diendo el equilibrio cuando las piedras se desmoronaron por el peso del animal. Las hordas intentando subir vieron el destello solar y recularon hacia la lava, su cuna, chillando como ratas acorraladas. Los capataces se quedaron golpeando los tambores pero ni los ferales respondían pues preferían arrojarse al fuego antes que enfrentarse al muchacho quien era elevado por un carro de fuego humeante de regreso a los cielos. Ëruendil suspiraba escudado por la luz dorada y la corona en su cabeza. 373
El Sanador de la Serpiente Las nubes blancas eran su nuevo atavío pulcro y los Caballeros de Oro sus fieles compañeros a su lado. —Tus memorias han de regresar pronto. Ve y obra con la gracia que los Cielos te conceden, Hijo del Sol de Justicia. Ëruendil abrió los ojos tan rápido que sintió dolor en los párpados. Su respiración estaba entrecortada y su piel pálida cuando Ëlemire le sacu- dió con dulzura y preocupación. —Lil, ¿estás bien? —Sí, creo que sólo ha sido un mal sueño—Ëruendil se sentó, sabiendo que la madrugada ya llegaba—¿Dónde están los viajeros que ayudaron anoche? —Desayunan con el maestro. Tienes tiempo para comer tranquilo, te traje tu porción. Ëruendil recibió un cuenco de madera repleto hasta el borde con ce- reales en una vaporosa leche de almendras con gusto a vainilla. El mu- chacho bebía su desayuno junto a Ëlemire quien temrinó pronto lo que restaba de su ración. —¿Qué soñabas? Te veías molesto y empezaste a gruñir. —No lo sé, lo he olvidado—Ëruendil miró hacia fuera de la carreta— pero me preocupa otra cosa… uno de los viajeros, para ser exacto. —¿El brujo? Ya está casi recuperado el muy basura… pero de todas formas iremos a la aldea de Madera Salvaje, en la posada venden los materiales que nos faltan para ayudar a los otros dos y también aprove- charemos para surtirnos de cosillas antes de continuar a Bëithe. —Äerendil me dijo que la villa está desierta, ¿por qué iríamos? —Obvio que está desierta, para eso estamos los vigilantes. Evacuamos a todo el mundo para evitar problemas como los ocurridos en las otras villas pero Käraidëru se quedó—Ëruendil entregó su pocillo vacío a Ëlemire, apilándolo con el anterior—El viejo es porfiado como mula, no escucha ni a Lörel pero el maestro le puede convencer, sobre todo si llega con una panda de lastimados, ¡qué mejor testimonio de que las cosas están mal! El muchacho se asomó discretamente mirando a los viajeros de aparen- tes ropajes ligeros; conversaban en un idioma indescifrable y golpeado. Dos de ellos tenían una barba descuidada, el cabello enredado y huellas de golpes mientras que el tercero iba con el cabello bien trenzado y la piel lisa y fresca. Ëlemire apareció por encima de Ëruendil, asomándose moderada. —De izquierda a derecha: Sebastian, Helmut y Nikola. Todos ellos muy formalitos y compuestos, igual que tú. Bueno, Helmut no, cuando se ríe se le ven las amígdalas… Pero el que se lleva las flores es Sebastian, hasta huele a frutitas y se peina mejor que yo. El muy vanidoso se amarró un pañuelo al cuello para que no se le vean los morados. —Luce como alguien importante, ¿tal vez los otros le protegen? —Yo creo que sí, es demasiado florcita, ¿me creerías si te digo que tiene las uñas LIMPIAS? —Eso es algo nuevo, los únicos que he visto así son ustedes y Gläshesod. Ëruendil retrocedió y así mismo hizo Eli, quien afirmó su espalda en la madera. 374
Victoria Leal Gómez —Mejor te envuelves que ya vamos a partir y se supone que tienes lepra. El muchacho asintó con una sonrisa que incomodó a Ëlemire dando ligero golpe en la nuca,al muchacho transformándose en capullo de mantas. Justo cuando la mujer envolvió los cabellos del joven, Helmut se arrimó a la carreta masticando una raíz tostada mientras ayudaba a Nikola a subir al vehículo. Sebastian se acurrucó junto al capullo verde entre los cofres, palmeando el hombro del muchacho en seña de com- pasión. Cuando la carreta partió, Nikola afirmó su cabeza en el hombro de Hel- mut mirando al hombre envuelto y mudo cuya mano derecha se asoma- ba por la tela. Nikola se maravilló con la suavidad de la piel y las uñas almendradas del supuesto leproso de dedos largos y anillos de plata. El hombre afligido por el dolor susuró al oído de Helmut quien miró también la hermosa mano haciendo una morisqueta a Sebastian quien también observó al leproso, levantando una ceja, recibiendo como res- puesta un guiño por parte de Helmut. Ëlemire viajaba junto a su maestro sin notar el intercambio de gestos de los Caballeros pues les daba la espalda al ir sentada en la banqueta. Ese segundo de descuido fue suficiente para que Sebastian destapara por completo el antebrazo del envuelto sobresaltado. El joven se envolvió con premura alejándose de quienes le miraban con sospecha pero era tarde, todos vieron la tela azul cielo de la larga túnica. Sebastian tuvo el lujo de palpar la prenda y no tardó en reconocer el tejido. —Brocado azur con bordados de plata… idéntico a los materiales usa- dos por Ritter y Näurie, mis estimados. —Mierda, yo sabía que tendríamos que haberle comprado ropa al pen- dejo—Äerendil entregó las riendas a Ëlemire corriendo como pudo ha- cia Ëruendil, tapándole con su capa de viaje—¡No le toquen, está claro! —Ese hombre no tiene lepra—Helmut abrazaba a Nikola pero eso no disminuía su autoridad—y viste ropajes finos, Eckhart. Te comentamos sobre nuestra búsqueda, tal vez ese sea el hombre que requerimos. —No, no lo es. —Eckhart, haznos el favor de confesarnos la identidad de este hombre, es probable que sea amigo nuestro. —Helmut, ¿quién podría ser?—Nikola susurraba pues sus fuerzas no le permitían usar su voz—Es más o menos de tu altura, si no es Ritter o Fritz, ¿quién es? —Puede ser algún pariente de Seba. Äerendil abrazaba al bulto de mantas tapando por completo toda la ca- beza con su capa, mirando a los tres viajeros con profunda desconfianza. —Les diré quien es… una vez lleguemos a Madera Salvaje y nos aloje- mos en la posada, ¿está claro? Él pidió privacidad en su viaje y se la daré. Los viajeros tenían pocas alternativas y se hayaban ante el dilema de perder a Nikola por sus lesiones internas de modo que no tuvieron más remedio que aceptar la condición y continuar el viaje hacia la villa men- cionada. Äerendil regresó a su puesto en la banqueta del vehículo, llevándose consigo al envuelto hombre, pidiendo a Ëlemire ir con los demás. 375
El Sanador de la Serpiente La carreta cruzó un puente erigido sobre un arroyo luminoso donde todos llenaron sus cantimploras con la frescura del agua tan necesaria. Unos metros más arriba nacía un salto y fueron allá, lavándose la cara y las manos que hormigueban por la frialdad del líquido. Äerendil se alejó del grupo sentándose en una roca junto a la rivera, entonando una can- ción melancólica pero poderosa acompañado de su violín invocado del aire. El grupo a los lejos pudo escuchar su música pero ninguno pudo traducir la melodía pues estaba en Sgälagan. Sin embargo, para Nikola, Ëlemire y Ëruendil fue claro el significado, sabiendo que se trataba de una canción funeraria. Äerendil regresó tras una hora y aprovecharon la pausa para una me- rienda liviana que los Sgälagan llamaban almuerzo pero que se trataba de unas simples tortillas de patata y licor amargo de hierbas, ambos in- capaces de aplacar el apetito de Helmut y Sebastian. Los colegas se mira- ron con tristeza tras consumir su porción, envidiando la inapetencia de Nikola. Ëruendil permaneció simpre escondido en la carreta ayudado por Ëlemire, quien le entregó agua fresca y la tortilla más gruesa y ju- gosa. El viaje se retomó cuesta abajo acompañados del calor de la tarde y las flores naciendo en las arboledas. En una pausa, Äerendil corrigió la rue- da accidentada anteriormente, momento en el que Ëlemire recogió las flores caídas por el camino, amarrando sus tallos prolijamente creando una sutil corona de flores que vistió el resto del viaje. Pocos kilómetros después desaparecieron los accidentes en el terreno y la carreta por fin dejaba de dar brincos. Äerendil tomó un camino imitando el reptar de una serpiente escogiendo una bifurcación hacia el sur señalada por un letrero marcado a fuego sobre madera anaranjada pero ilegible para quien no supiera Sgälagan porque la villa de Madera Salvaje y Bëithe no estaban a la vista de los humanos… o al menos fue así por mucho tiempo. Madera Salvaje no tenía muros ni vigilantes, sólo una larga avenida que unía las demás calles abarrotadas de vendedores gritando sus mercan- cías. Si seguías la hilera de mercaderes llegabas a la feria donde era fácil surtirse de todo tipo de alimentos a buen costo y Äerendil se perdió allí, dejando que Ëlemire guiara al grupo hacia la posada donde el dueño siempre les ofrecía un buen cuarto a un incomparable precio, dado que eran clientes muy frecuentes. Pero en ese moemento, El Tocón del Viajero sólo tenía un dormitorio disponible y disponía de sólo cuatro camas. Sebastian notó la escasa salud de Nikola y no pensó mucho antes de tomar su bolsa y entregar una suculenta cantidad de Elens de oro al posadero cuyos ojos brillaron cándidos y resucitados. Él mismo les guió hasta el escondido dormitorio en la laberíntica segunda planta, disponiéndoles los materiales solicita- dos por la sanadora. El hombre envuelto en mantas de lana se arrimó al catre en el rincón sin luz, afirmando su espalda en el rincón de la pared donde podía vigilar a todos sin mayor esfuerzo. Helmut recostó a Nikola en la cama más cómoda y vigiló el tratamiento entregado por Ëlemire al tanto Sebastian bebía una copa de vino en la 376
Victoria Leal Gómez taberna del primer piso. Lucía reflexivo, un aire melancólico en su mira- da atrajo a un par de mozas en la puerta de la taberna quienes charlaban al muchacho con la fe de que este cediera a acompañarles en un paseo pero Sebastian pagó por una jarra de cerveza para las jovencitas y se marchó en solitario a la feria, regresando una hora después, ayudando a Äerendil a surtir la carreta. Cuando regresaron al Tocón eran ya las nueve de la noche y algunos ebrios disfrutaban sus cervezas esperando el espectáculo ofrecido todos los cuartos días d ela semana. Sebastian invitó un trago a Äerendil y este aceptó gustoso porque tenía la garganta seca tras tanta vuelta por el pueblo, cargando bultos más grandes que su espalda. Al terminar su trago, Äerendil se disculpó con Sebastian quien indicó el dormitorio arrendado, ayudando al sanador a encontrar rápido su sitio. Tocó la puerta con un ritmo a modo de contraseña, siendo Ëlemire quien le dejó entrar. —¿Todo bien? —Sí, maestro. La herida está bastante bien para ser que han pasado unas cuantas jornadas—Ëlemire se acercó al oído de Äerendil—El problema real es el dolor. Por alguna razón el pobre nunca siente alivio, ni siquiera cuando duerme. —Me hago una idea del motivo. —¿Puede ayudarle? Helmut no lo admite pero se come las uñas por los nervios de ver así a su amigo. —Vale, es fácil. Me llevo a Lil y Nikola no tendrá más dolor—Äerendil se acercó al capullo de mantas—Ven conmigo, tenemos que charlar un momento. Äerendil guió los pasos ciegos del joven hacia el pasillo. Ambos de afir- maron en el barandal desde donde era visible la taberna y sus visitantes ya formando rondas e improvisando algo de música en espera de los artistas extranjeros. Ëruendil se destapó el rostro sudoroso, suspirando aliviado. —No tengo lepra pero me van a salir piojos si me quedo envuelto por más tiempo. —Tranquilo, te has lavado la cabeza con mi preparado así es que no tendrás piojos. Hablando de higiene, conseguiré una navaja para ese tal Helmut y su colega, parecen mendigos con esas barbas tan espesas… ¿por qué son así los hombres de Älmandur? —¿Así? —Tan barbones… tal peludos en general. Compadezco a Ëlemire, ella quiere ayudar a Nikola y el tipo parece una alfombra—Äerendil dejó caer su mano en el hombro de Ëruendil—Pero no quiero hablar de pe- ludeces contigo. —Deseas hablar sobre la extraña fuerza emanada de ese varón… las he percibido y son contrarias a las mías. —Haz dado en el clavo, por eso no quiero que te vea. Una entidad con- trola sus ojos, le usa para ver más allá de si mismo y… no sé, una cora- zonada. No dejes que Nikola te vea, ¿vale? —¿Qué hay del resto? Äerendil recordó la charla en la fogata donde Helmut y Sebastian donde 377
El Sanador de la Serpiente se mencionó la búsqueda de un tal Ëruendil, el único capaz de reanimar Älmandur. —Mala idea. —No puedo pasar mi vida envuelto en tus mantas. —Pero si puedes vivir con una capucha encima y eso harás hasta que nos deshagamos del grupito. Ah, y te compré ropa más normal. Espero no te de escozor el lino y el fieltro, princesa de brocados azules y cintu- rón de plata. —Gracias. —Ojalá supieras lo difícil que es pillar pantalones y botas tan largas, pendejo. Menos mal eres delgado porque si no, tendrías que ir con un sastre… o de plano usar sacos de harina. Mierda, ¿te pusiste levadura en las suelas o qué? Ëruendil sonreía ante la idea de envolverse en costales harinosos agu- jereados. Buscaba una nueva pregunta en su mente cuando Äerendil le entregó un libro envuelto en seda verde que portaba en el bolso a su derecha. El muchacho recibio el regalo, mirándolo familiarmente antes de mirar la primera página. —Gracias Äerendil pero, ¿a qué viene? —Estaba entre tus cosas, lo mantuve escondido todo este tiempo por- que… porque tal vez te traiga recuerdos y pensé que podrían ser tristes. —Tú me sobreproteges, Äerendil. —¿Quién te dio ese libro? —Mi madre—Ëruendil miró la hermosa caligrafía en la primera página la firma de un noble y el dibujo de una hoja idéntica a las joyas del sana- dor—Me lo entregó como regalo de cumpleaños adelantado. Tenía las páginas en blanco pero veo… que ya está casi completo. —Qué te parece si lees el nombrecito anotado, ¿eh? Ëruendil repasaba las letras cuando Helmut apareció su lado, sujetando la cabeza con las manos, fregandos usus ojos con fuerza para mante- nerse despierto. Äerendil subió la capucha para mantener escondido el rostro de Ëruendil quien miraba una pelea en la taberna. Seis hombres habían rodeado a un par de jóvenes a los que nadie defendía, es más, les encerraban para que los otros seis les empujaran al suelo. Äerendil levantó una ceja al reconocer al grupo pero no se molestó en ayudar a los acorralados. El líder del montón enseñó un puñal y fue en ese momento que el dueño de la posada sacó su voz resonante para aventar a todo el mundo fuera pero el tipo corrió con su puñal hacia uno de los hombres acorralados, ensuciando con sangre las maderas del piso. Ëruendil tapó su boca escondiendo un grito de espanto, abandonando el barandal para ayudar al apuñalado pero su brazo fue agarrado por el calmado Helmut. —No te metas o te pasará lo mismo. —¡Äerendil, hay que hacer algo! —No me voy a meter en eso, Lil. Ese grupo tiene una misión y si defien- des a ese par, creerán que eres de los mismos. —¿De qué estás hablando? Helmut mantenía a raya el impulso de quien ansiaba jugar el rol de hé- 378
Victoria Leal Gómez roe, respondiendo con seguridad. —Esos tipos exterminan a los que están contra la naturaleza. —A qué te refieres… —Matan a los invertidos y a las brujas. Probablemente pillaron a ese par con las manos en la masa. —¿Por qué asesinan? ¿Quién les ha dado la autoridad de juzgar? —Nadie… pero hay un culto a la naturaleza que es un poco extremista. Por favor, déjales. Ellos han decidido ser así. —Pero, ¿qué hay de quienes han sido heridos? —Si hubiesen sido discretos, vivirían tranquilos. —¿Asumes que son culpables? —Responsables, no culpables. No te metas, todo estará bien en minutos si te apartas del temita. Ëruendil miraba a los dos apuñalados siendo arrastrados puertas afuera de la taberna por los mismos ejecutores quienes reían conformes de ha- ber cumplido su tarea. Äerendil bajó rápido ofreciendo su ayuda al po- sadero trapeando el piso afanosamente porque los músicos ya estaban pronto al arribo. Ëruendil se sintió desilusionado y roto, bajó la cabeza mirando de reojo a Helmut. —Sé lo que es una bruja pero, ¿qué es ser invertido? Helmut suspiró reconociendo que el joven bajo las mantas era en verdad más joven de lo que su altura enseñaba. Bajó la capucha para encontrar- se con un muchacho entristecido de tez limpia y rosada en las mejillas. Su palidez era tal que parecía ser fuente de luz y su cabello no era muy diferente pues el tono rubio era tan claro que pronto se transformaría en canas. Helmut sujetó su aliento recordando las historias contadas en Älman- dur donde se decía que los Altos eran tan bellos como las estrellas en los cielos y, con certeza podía confirmarlo. Recordó la sensación en su pecho el instante en que vio a Äerendil y a Ëlemire por vez primera siendo el mismo palpitar, la atracción de algo que va más allá de ser simplemente hermoso. El Caballero ordenó los pelos revueltos del muchacho, estirando el cue- llo arrugado de la túnica azur y plata. —¿Nadie te ha explicado nada? Bueno, supongo que no soy el más apro- piado pero… es la hora de contarte como se fabrican los bebés. —¿No vienen en los repollos ni nacen junto a las manzanas? —Em… no. A no ser que seas un Bailarín de Trébol pero… esos son cuentos infantiles, nunca nadie ha visto a esos seres diminutos—Hel- mut rodeó con su brazo los hombros de Ëruendil—A ver, ven conmigo, muchachito. Ya estás grande, es hora de tener una charla de hombre a hombre. —Yo sé que te he visto en algún sitio—Ëruendil miraba a Helmut con los ojos entrecerrados— Te conozco… —No me vengas con esa táctica tan vieja como el hilo negro, niñito. Ven conmigo, te enseñaré mis trucos… y de dónde vienen realmente los bebés. —¿Tiene algo que ver con los invertidos? —Sí, claro que sí. 379
El Sanador de la Serpiente —¿Realmente sabes lo que significa ser invertido? Espero no me inven- tes una historia absurda de la cual me pueda desilusionar después. —Sé de lo que hablo. Ahora ven, no perdamos el tiempo. Cuanto antes te enteres de esto, más probelmas te ahorrarás. Helmut y Ëruendil caminaron por el pasillo hasta un sofá adornado con flores rosadas, allí se sentaron a conversar del asunto mientras Äerendil y Sebastian terminaban de limpiar la sangre en la madera aunque ya era cosa habitual allí así es que nadie se sorprendía. La abarrotada taberna se tornó bulliciosa y alegre, en grupos de seis o más, hombres y mujeres se agolpaban en las mesas comiendo carnes asadas, bebiendo tragos recién inventados. Algunos desviaban su vista de las jarras para mirar al Alto de visita en la villa cuya mesa era la más privilegiada al estar junto al escenario. Algunos babeaban sin disimulo mirando a Äerendil quien cubría su cara con una capa al notar que las mujeres le arrojaban besos o le enseñaban el escote o las piernas. Unas susurraban lo hermoso que era aquel hombre y otras reconocían sus virtudes como sanador pero la mayoría de quienes fueron pacientes de Äerendil se enorgullecían de haber sido reconocidas “hasta el ultimo rincón”, mintiendo para crear envidia entre las amigas. Ëlemire ayudaba a Nikola a salir del dormitorio pues este añoraba un poco de aire y le llevó abrigado a la entrada, regresando al interior mi- nutos después. Los músicos preparaban sus instrumentos en la tarima cuando se encontraron con los risueños Äerendil y Sebastian acomoda- dos en la mesa larga, bebiendo cerveza. Nikola sonrió, sentándose con ellos siempre vigilado por Ëlemire, quien se sirvió del licor. —Van a empezar en minutos, ¡no me lo pierdo! —Maestro, no deberíamos estar aquí por tanto tiempo… no se entusias- me. Ya hemos desperdiciado un mes completo visitando villas y aldeas desiertas, el Guardián nos espera y… me parece que usted está escapan- do de alguien o algo… —Ay Eli, relajémonos un momento. Apuesto que Nikola también quiere distraerse. —Me vendría bien… Los hombres de las mesas en frente y a la izquierda empezaron a silbar a Ëlemire quien no aguantó mucho. Corrió a ambas mesas clavando sus dagas en la madera, amenazando a todos los barrigones deseosos de tocarle. Uno de ellos perdió el dedo por pasarse de audaz y eso provocó un mar de hermosas emociones en el corazón de Sebastian, quien miró a Äerendil. —Creo que me he enamorado… esta vez, de verdad. —Jua, ja, ja, sabía que dirías eso. Eli le roba el corazón a todo el mundo con su…—Ëlemire derribó a dos hombres a puño desnudo, arrastrán- doles fuera de la taberna—Encanto de dulce… catapulta. Pero una cata- pulta con una florcita. Sebastian suspiró ayudando a Ëlemire a cargar ebrios a las calles. Termi- nada la tarea, la mujer recuperó su lugar en la mesa, acabado su cerveza de un trago. —¡POBRE DEL QUE ME VUELVA A JODER! Si por lo menos sus elo- gios fueran palabras bonitas… 380
Victoria Leal Gómez —Tan linda mi aprendiza, ¿quién necesita guardaespaldas? —Oh, por todos los cielos… es maravillosa. Helmut se unió a la mesa acompañado del encapuchado vistiendo ro- pajes sencillos, mostrando expresión rígida. El grupo miró al jovenci- to preguntando por sus movimientos extraños y todo lo que dijo fue “Ahora sé cómo se fabrican los bebés”, provocando risotadas en su mesa y también en las contiguas donde brindaron por la iluminación recibi- da. Ëlemire se recostó en el hombro de Ëruendil, mofándose feliz de la vida, sabiendo que el muchacho cubría su rostro con la manga porque su nariz sangraba. Las risas en las mesas fueron silenciadas por la dulce voz de una mucha- cha de largos bucles caoba quien recorría la tarima como si fuera una hija del viento. Los aplausos no tardaron en marcar el ritmo y entonces, una segunda voz comenzó una discusión melódica con la muchacha de bucles. La segunda muchacha de cabellos como el trigo subió a la tarima y desde allí, las hermanas divisaron a Äerendil y, con morisquetas, le invitaron a subir. El sanador se negó a unirse al espectáculo pero las muchachas le arras- traron y sólo entonces, Äerendil se sentó en el borde de la tarima, in- vocando su violín desde la nada, encandilando a todos los bebedores presentes en la taberna. Unas cuantas notas fueron acompañando la discusión melódica de las hermanas que fueron detenidas por una tercera muchacha de vestido blanco que insinuaba todas las curvas de su juvenil cuerpo. Entonces, comenzó la canción, siendo acompañada por el violín de Äerendil y los músicos en la tarima. Mira cómo las velas arden hoy Más brillantes que las estrellas Esta noche dejo mis pies en las piedras Bailaré camino a las calles Fuera de mi casa veo a los viajeros Mercaderes, Altos y Caballeros Ellos buscan una aventura de una noche Las hermanas danzab¡Yanesatlacnanotcahreyneonvuunelavodeascuassav!ueltas se encontraron con Helmut tratando de esconderse bajo la mesa. Pero ellas en un sus- piro le subieron a la tarima, ayudadas por Äerendil quien dejó de tocar sólo para molestar. Ëlemire regresó a la mesa con sus compañeros de viaje tapando su ros- tro con las manos, mirando a su maestro por el espacio entre sus dedos. Sebastian y Nikola sonrieron por el gesto, inclinándose para conversar. —Se ve acongojada, señorita… —Es que el maestro ya se entuasismó y nada bueno puede salir de eso… ¿cuánta cerveza bebió? —Sólo un jarro, no es suficiente para quedar ebrio. —Es que el maestro no aguanta el alcohol en el cuerpo, nada más le bas- ta pisar un corcho—Ëlemire se encontró con una jarra a medio camino cuyo licor era ligeramente rosado—¡ DÍGANME QUE NO TOMÓ DEL LICOR DE FRUTA! 381
El Sanador de la Serpiente Sebastian y Nikola chocaron sus jarras, brindando sin decir palabra mientras Ëlemire sujetaba su cabeza, sabiendo que debía acarrear a su maestro a la cama una vez terminara la función. Nikola palmeó el hom- bro de la muchacha. —Sólo relájate. Ëlemire desvió su mirada al escenario, viendo a su maestro alzarse de su lugar discreto en el rincón de la tarima aprovechando una pausa en la canción para acelerar el ritmo usado por el hombre del cajón, golpeando ligeramente su instrumento para ganar velocidad. Mi madre me grita desde la puerta ¡Deja a esos hombres infelices! Mañana toca ir a trabajar y vender Olvida a esos Mercaderes, Altos y Caballeros Ellos buscan una aventura de una noche ¡Y esta noche tú te quedas en casa! La muchacha de cabello caoba tironeaba a Helmut la derecha, su her- mana rubia a la izquierda. Una besaba la mejilla, la otra los labios. Una hermana tomaba las manos de Helmut, la otra le abrazaba la cintura por detrás y el hombre en medio sonreía incómodo escuchando los aplau- sos, correspondiendo a todos los besos con cariño. Tomé la mano de mi hermana y la brisa nos acompañó Bajo las velas derretidas tomamos las manos De los más hermosos Altos y Caballeros Helmut intentó escapar pBeraoilaÄnedroenndoisl dleechíaizno una zancadilla momen- to en que Helmut fue atrapado nuevamente por las tres muchachas. El percusionista tomó una pausa en su instrumento, amarrando a Helmut en una silla. La escasa resistencia del hombre capaz de derribar a todos quienes le aprisionaban causó las carcajadas en las mesas rebosantes de licor y comida. La gran mayoría de los asistentes abandonó sus jarros, saltando a las mesas a bailar o bien para unirse a la ronda de brincos en medio del salón. Este cambio en los ánimos hizo sonreir a Ëlemire quien se apartó de la mesa tan silencionsamente que nadie notó su ausencia. Colándose entre los felices bailarines, la mujer deslizaba sus manos por todos los bolsillos, bolsas, carteras y cuanto morral sostuviera alguna moneda o joya de brillantes perlas. ¡Esperábamos su bienvenida! Y ofrecimos nuestras voces para divertirles Nos quedaremos hasta que las velas se duerman Las hermanas da¡Bnuzasbcaamn oaslruendaedaovrendteurHaedlme uunt amnioenchtrea!s la tercera can- tante marcaba el ritmo con unas cucharitas golpeadas en su muslo. Al- gunos hombres sobre las mesas aplaudían siguiendo a la jovencita, otros simplemente caían al suelo mareados por el exceso de cerveza. Ven a casa Ven a casa Ellos sólo quieren llevarte lejos de las velas Decía mi madre desde la puerta Pero nosotras bailaremos hasta que llegue la mañana 382
Victoria Leal Gómez Bailaré camino a las calles Fuera de mi casa veo a los viajeros Mercaderes, Altos y Caballeros Ellos buscan una aventura de una noche Las tres muchachas ¡aYlzeasrtoannloacshme naonovsuecluvaonadcoatsear!minaron su melodía y los aplausos se hicieron más estruendosos cuando las hermanas besa- ron las mejillas del pobre amarrado en la silla quien fue liberado para dar paso a la siguiente canción. Äerendil ayudó al adolorido Helmut a bajar de la tarima. Su tobillo roto suplicaba descanso tras la horrenda zancadilla. —No te resistas cuando te inviten a jugar, te irá peor. —Ay, mierda… No digas nada, esas dos son terribles cuando andan jun- tas… —Oh, veo que las conoces. —Más de lo que yo quisiera… ¿podemos partir antes de que terminen su fiesta? —¡Estás loco! ¡Sebastian pagó por tres noches! Tenemos comida gratis, agua limpia y caliente, barra libre, derecho al espectáculo… —¡QUIERO IRME YA! —No, yo quiero tocar con ellas—Äerendil enseñaba una voz aguarden- tosa y un hálito a licor—Ya han pasado varios años desde la última vez que nos fuimos de gira y las echo de menos. —¡POR QUÉ NO ME DIJISTE QUE ERAS MÚSICO! ¡Nunca se me habría ocurrido bajar a mirar el espectáculo! —No soy músico, sólo se me da bien seguir el ritmo. Y, ¿qué tiene de malo jugar un rato? Por mis orejones ancestros, qué amargo… menos mal que sólo te ataron a la silla y no te hicieron lo demás. —¡ERES UN PUTO VIOLINISTA! —No soy violinista. Sólo me encontré esta cosa—Ärendil enseñó su in- trumento con una cinta amarrada en la voluta— y tenía que hacer algo con ella. Sería una pena que la tuviera juntando polvo con mis bártulos, ¿no crees? Y necesito dinero. Mucho dinero. Las hermanas bajaron de la tarima, cada una tomó un brazo del Caba- llero angustiado. —¡Helmut, cuanto tiempo sin verte! —¿Esta vez te quedarás? —Los niños te extrañan y preguntan si algún día les verás. —¡Mamá quiere conocerte! —Elda es hermosa y tierna, ¡si le visitas seguro lo comprobarás! —Aldo es igual a ti, amor querido, es bueno con la espada ¡y hasta salió buen jinete! Äerendil soltó una carcajada contagiosa que retumbó en toda la taberna, Nikola se recostó sobre la mesa, constipando la atormentada risa, reci- biendo ayuda de Sebastian. —Hombre, no te rías. —Es que no puedo evitarlo, Seba… ¡míralos! —No veo nada gracioso allí. —Ellas, las hermanas… ambas tienen hijos con Helmut. 383
El Sanador de la Serpiente Ëruendil y Sebastian abrieron ojos tremendos, mirando a Nikola estu- pefactos y gritando al unísono. —¡QUÉ! —Ay… ja, ja… auch… qué lindo cuadro familiar… ¿alguno de ustedes sabe dibujar? Este sería un buen retrato… ay, ¿cómo estarán los peque- ñajos? Ya deberían tener unos… ¿tres años? Ëlemire regresó a su mesa, sorprendida por la confesión de Nikola. El botín conseguido se escondía entre sus ropas y la alforja de la que nunca se desprendía pues allí trasladaba sus utensilios de sanadora. Puso sus codos en la mesa y bebió la jarra de cerveza, escuchando la conversación entre los muchachos. Sebastian sujetaba a su colega, dándole de beber un trago de agua. —¡Cómo pasó eso! —Ay, Seba, sabes muy bien cómo “pasan esas cosas”. —¡No me refería a eso! —A ver… Érase una vez, tres borrachos que rentaron un cuarto. Fin. —Por todos los cielos—Ëlemire miraba a Helmut con desprecio— ¿Es que no puede controlar su flauta? ¡Cómo hizo para atinarle justo en el momento CON AMBAS! —Bah, como si la mayoría de las chicas no gustaran de Helmut. Se le arrojan con los calzones en el suelo y el pobre no es ciego. —¡Yo digo que no es fácil embarazar a una, cómo hizo para embarazar A LAS DOS AL MISMO TIEMPO! —Si tú supieras lo entusiasmado que es Helmut para esos menesteres… —O sea, es un caliente de mierda. —Em... no quería decirlo de esa manera pero ya que lo dijiste… Sí. —¿Acaso no sabe que eso le hará daño en el futuro? —Si lo supiera, no sería feliz. Déjalo, ¿vale? —Tal vez si estuviera con alguien más serio podría… —No, eso no resulta. Te lo digo yo, no resulta… le gusta todo lo que se mueve. Aunque debo reconocer que tiene buen gusto para seleccionar a sus víctimas pero lejos, la mejor de todas es Lëna... bueno, es una des- cendiente de Alto, no me extraña que sea tan hermosa. —¿Por qué es así de imbécil? ¿Le lavaron la cabeza con agua caliente cuando nació? —Si tú supieras, no le juzgarías. Sebastian rascaba su frente, cruzando miradas con Ëlemire. —Nik, ¿no se supone que, como Escudero, estás para cuidar a tu amo? —Helmut no tiene cinco años, no puedo vigilarle en todo… a lo mejor esa noche yo estaba vomitando afuera y por eso me enteré tarde. —Ustedes me dan más asco ahora… —Perdón, los cuentos de hadas no son mi fuerte y los de Helmut tam- poco... son historias dignas de censurarse… por el bien de la inocencia. —¡Por qué no fuiste a detenerle! —Porque sino—Nikola bebió el último trago de agua—me habría unido al juego. Sebastian golpeó la espalda de Nikola quien gimió de irremediable do- lor suplicando ayuda a Ëlemire quien le pateó las piernas, llevándole de regreso a la cama a empujones y escupitajos. 384
Victoria Leal Gómez —Creo que hoy…—Ëruendil meneaba la cabeza—Hoy he recibido de- masiada información. Mis disculpas, me retiro a descansar. —Hace bien… le deseo un descanso reparador. —Muchas gracias. Espero su diversión le distraiga de su pesares. Buenas noches. —Muy buenas noches, mi buen señor. Sebastian miró al encapuchado quien no bebió siquiera del agua y ape- nas masticó de los panes remojados en aceite y semillas. Al verle cami- nar entre el bullicio sintió que le conocía mas su memoria regresó cuan- do el muchacho subió las escaleras, momento en que su afable rostro fue visible. 385
El Sanador de la Serpiente 21. Muéstrame lo que sabes y de lo que eres capaz. En la puerta de Orophël se alzaban gigantescos árboles con mi- lenios de crecimiento, ocultando las murallas de la fortaleza fácilmente. Para los conocedores del área era la clara señal de cercanía a la comar- caela escondida en la Arboleda Azul, siempre vigilada por cientos de soldados tras la caída de los reyes Äntalmarnen y Täioiane. El rumor que corría entre los humanos residiendo en Orophël decía que los Altos edificaron la fortaleza en lo que una mañana tardaba en mar- charse y que las piedras de cada rincón eran antiguamente una monta- ña, lo que significaba que todo Orophël no fue contruido sino esculpido en la piedra viva. Era ya de noche cuando estas historias se repetían en las tabernas, la luz plateada se filtraba por celosías y velos en el palacio donde Äntaldur y Näurie esperaban el reporte de un mensajero. Thëriedir dormía tran- quilo enseñando el brillo propio con el que los humanos diferenciaban a los Sgälagan del resto de los mortales pues la piel de estos refulge de luz y algunas diminutas estrellas bailan como diadema sobre sus frentes. Örnthalas servía una copa de licor traslúcido a su señor en armadura quien recibió la copa plateada pacientemente con la mirada perdida al jardín interior. La calma parecía eterna cuando se escuchó un filo des- garrando los aires, el rugido de un feral hambriento acercándose a la fortaleza. Un mensajero sin aliento ingresó al salón blanco donde la familia aguar- daba. El hombre sujetaba su pecho, enseñando una reverencia a sus se- ñores. —Los exploradores no han sido encontrados, señor. Se sospecha que el Invocador cooperando con los Äingidh les ha tomado como presa, matándoles para convertirles en esos entes nacidos de la sombra. —Un brujo muy diestro si usa de esa forma las vidas de quienes consi- gue asesinar—Äntaldur entregó su copa, tomando el mandoble sujetado por Örnthalas— Si le capturamos, el ejército menguará rápidamente. Los Äingidh retroceden al verse sin líder y los Umbríos no conseguirán nacer de las sombras sin un brujo que les llame. —Buena estrategia, señor. —Pero nos será útil con vida. Hay un mal en Älmandur y este fue invo- cado por un brujo de mayor envergadura—Äntaldur besó las mejillas de su esposa y la frente de su bebé—Debemos identificar a ese brujo, sólo entonces podremos barrerle del mundo. —A su orden, señor. Informaré a la tropa. El mensajero retomó sus fuerzas y su velocidad, atravesando el palacio en un suspiro. Örnthalas acariciaba el hombro de su afligida señora. —Deberíamos ir a la montaña. Sölais estará encantada de recibirnos. —Pensé en ello y me parece correcto—Äntaldur volteó, clavando sus ojos en el sirviente de rojo—Örnthalas, lleva a mi familia a la Caverna Bendecida. —Así será, señor… Äntaldur avanzó a paso firme y estruendoso, disimulando los nervios al 386
Victoria Leal Gómez escuchar un segundo rugido atravesando toda la Arboleda Azul. —Los súbditos de Älmandur están siendo transformados en siervos de algo terrible. Nuestros ancestros no pudieron vencerle por lo que es nuestro deber exterminarle. Sospecho de quién se trata pero una certeza me ayudará a escoger la mejor opción. Näurie, te suplico no actúes antes de recibir noticias al respecto. —Esperaré paciente… sólo ten cuidado. Äntaldur asintió enmudecido, caminando por los pasillos de su palacio seguido por su Escudero aguardando tras una cortina. El hombre de ca- bello cano y capa azul brillante llegó al muro de la fortaleza con rapidez, observando una avanzada de miles de Äingidh cortando los árboles, prendiendo fuego a los matorrales para dar paso a sus gigantescas torres usadas para trepar las murallas. Desde el bastión hexagonal en piedra gris, Äntaldur observada la horda de alimañas y aliados ajustar su arma- mento. A su lado, Tëithriel sujetaba su yelmo bajo el brazo. —El Invocador es un humano dominado por un sello en su frente—Tëi- thriel susurraba en el oído de su padre—Bastará aturdirle un momento para conseguir su captura. Personalmente me encargaré de eso. Äntaldur acarició la mejilla sonrosada de su primogénita vistiendo la misma armadura que él, descubriendo el uso de un hacha y un martillo. —Confío en ti mas se cuidadosa. El hierro no es suficiente contra la brujería. Tëithriel bajó la cabeza, afirmando su mano en el pecho antes de retirar- se junto a su Escudero. La mujer dio órdenes a la tropa resguardando los muros desde fuera, asumiendo el liderazgo de la primera línea defensiva usando una lanza al igual que sus compañeros. Rápidamente Tëithriel desplegó a sus hombres, una porción de ellos quedó protegiendo las catapultas y las puertas de la fortaleza. Los muros eran lo suficientemente robustos para resistir millones de arietes y su altura sólo permitía a los hombres más altos asomarse por vigilancia. Los bastiones tenían ágiles arqueros y desde allí tenían la vista hacia lo alto de Orophël y también a la arboleda donde los enemigos ya lanzaban sus proyectiles en llamas. Era medianoche cuando se escuchó el cuerno de un Äingidh a lomos de un feral. Bruma cayó y era tan espesa que nadie podía ver más allá de un brazo de distancia pero eso no disminuyó los ánimos. Desde los bastiones los vigilantes sólo veían los ojos rojos de los Äingidh y algunas figuras alargadas entre la bruma, negras imágenes de hombres en armadura oscura que se abalanzaron sobre los arqueros, robándoles la luz de los ojos. Tëithriel dio la orden de carga hacia el enemigo y las lanzas se clavaron en escudos y piezas de cuero rústico. Las flechas caye- ron desde los bastiones de Orophël, espesas como tormenta, lastimando algunos ferales pero no todas pillaban blanco. Los Äingidh se arrojaron como avalancha y ante cada uno de ellos una sombra les protegía de la muerte a manos de espadas, lanzas o mazas y los hombres de Orophël caían sin remedio, pasando a formar parte de los Umbríos invocados por el brujo tras las filas, resguardado por miles de escudos negros. Se escuchó a lo lejos el graznido de una alimaña desconocida y fue en- 387
El Sanador de la Serpiente tonces que una oleada de seres negros atacó la muralla oeste y sur de Orophël, buscando penetrar la comarcaela y el palacio. Los muros re- sistían y las catapultas lanzaban sus proyectiles derribando hordas de descerebrados tratando de mellar la piedra. La noche era de tormenta y los rayos caían tempestuosos quemando árboles, algunos hombres recibieron estos golpes en sus armaduras y fueron incapaces de resistirlos. Tanto Äingidh como humanos fueron afectados por los golpes desde los cielos y se retorcían en la tierra pi- diendo ayuda, siendo Gläshesod el único capaz de prestar algún socorro o alivio ante la muerte. Dos trompetas cortaron la bruma y fue entonces que los ferales avan- zaron con grandes arietes, atacando los portones del muro ya en llamas gracias a un brujo de menor rango cuya especialidad eran los elementos de la naturaleza. Tëithriel fue ayudada por su montura, alcanzando al esbirro fácilmente mas este presentó batalla e hirió a la mujer con un golpe de hielo fulgurante pero ella abandonó su corcel y hacha en mano se batió a duelo con el brujo de gruesas manos y larga capa negra des- garrada, moviéndose como acuarela al viento. Tëithriel esquivaba los rayos y el fuego con destreza manteniendo su larga cabellera al interior del yelmo. Una y otra vez, los arietes golpearon las puertas y el fuego las consumía a velocidad pero el brujo erró al atacar a Tëithriel y un hechizo de hielo creo una nueva muralla tan sólida como la roca misma. Los Äingidh enfurecidos desistieron con los arietes, lanzándose contra los espada- chines devorando sus carnes pues armas no tenían más que sus propios dientes y manos. Los arqueros arrojaron todas sus flechas en un santiamen derribando dos de las cuatro torres usadas por los enemigos para ingresar a la mu- ralla, batiéndose con ellos a espada defendiendo el puesto. El viento bajó furioso de la montaña, invocado por el brujo luchando contra Tëithriel quien fue levantada de la tierra y arrojada desde lo alto. El hombre en capucha negra aplastó el cráneo de la mujer enseñando una sonrisa de dientes carbonizados y rotos, preparando el golpe de gracia cuando la herida giró rauda, derribando al brujo con su pierna. Tëithriel se abalanzó contra el brujo y le agarró la cabeza con ambas manos, rompiendo el cráneo del hombre. Retomando el aliento la mujer miró a su derecha, aliviada por la bruma retirándose, descubriendo que cientos de sus hombres luchaban contra el Invocador a quien no podían acercarse por mucho que lo intentaban. Ya corría al lugar de los hechos cuando una mano firme le detuvo, suje- tándole del brazo. —Es mío. Äntaldur recitó palabras melódicas a su mandoble ensangrentado has- ta la empuñadura, apuntando hacia el brujo con el arma y arrojándola como si se tratara de una alabarda. La espada cruzó el viento y la bruma sin dañar a ningún otro hombre más que el escudo invisible del Invoca- dor quien dio un respingo. La esfera de luz púrpura envolviéndole fue fracturada por la luz plateada del mandoble. Pudo escucharse el ruido de miles de cristales rompiéndose cuando la barrera del brujo cedió, 388
Victoria Leal Gómez momento en que el hombre giró su capucha, desapareciendo como si no hubiese un cuerpo bajo la tela. Los Umbríos, al notarse sin maestro, fueron desapareciendo contra su voluntad y eso provocó el retroceso de los Äingidh. La mañana nacía cuando Äntaldur miró a los cielos sonriendo, revol- viendo las nubes con su dedo índice, atrayendo una suave lluvia que aterrorizó a los enemigos restantes en el campo de batalla. Tëithriel miraba a su padre cubierto de rojo siendo limpiado por el agua deslizándose por los metales de la armadura. La mañana era firme cuan- do se dio la orden de retorno a la dañada fortaleza. Padre e hija ingresaron a la comarcaela por una puerta diminuta escon- dida en el rincón este. Sólo era posible ingresar reptando y así fue hecho, sólo que para Äntaldur fue algo dificultoso dada su altura y las heridas. Ambos fueron saludados por algunos soldados honrados de luchar a su lado, asistiendo a los heridos a subir las escaleras de regreso al palacio. El Escudero de Äntaldur le prestaba el hombro pero su amo cesó su ca- minar antes de ingresar al salón donde serían tratados pos sus heridas. El hombre mimó la mejilla de su hija escondida bajo el yelmo retirado por el Escudero. —Orophël no resistirá un segundo ataque si este ocurre pronto, padre. Hemos de evacuar para prevenir convertirnos en alimañas. —Teith, ya pensaremos en ello. Äntaldur vio piel enrojecida y ampollas, algunos colgajos enseñaban capas profundas de venas sangrando y músculos sujetándose con difi- cultad a los huesos. El hombre besó la frente de Tëithriel quien cerró los ojos feliz de estar viva y en casa, percibiendo la presencia de ciertos ojos mirando desde el jardín interior pero no eran dañinos sino curiosos y familiares. Äntal- dur volteó para encontrarse con esa mirada y encontró la silueta difusa de una doncella en ropajes dorados y cabello aguamarina flotando sobre el agua del estanque. Al esfumarse, sus ojos naranjos entregaron su visión al sueño de Sebas- tian, quien sacudió la cabeza al darse cuenta que dormitaba de pie. —Orophël ya no es sitio seguro para nuestro príncipe. *** De pie en la muralla protectora de Älmandur, Elisia miraba el horizonte cubierto por nubes de lluvia helada. El viento meneaba la larga cabellera borgoña de la mujer como si esta fuera el estandarte de los Umbríos regresando a su reino. Los ferales fueron encerrados en los calabozos junto a los caballos con cabeza de águila llamados sanl-ar, criaturas forjadas en el poso más pro- fundo de Älmandur cuya frontera eran las tierras baldías. La fiel sirvienta ofreció una copa de granate a su señora bebiendo lenta- mente del calor burbujeante. —Orophël no resistirá un nuevo ataque. Sus líderes han repelido mis fuerzas pero el agobio tras la batalla es claro en sus ojos. Los Altos no tienen corazón para la guerra, será sencillo destruir sus morales. 389
El Sanador de la Serpiente —Esperable, señora… —Descansaremos, mis hombres y yo hemos utilizado muchas de nues- tras fuerzas contra esa fortaleza repleta de inocentes—Elisia dejó su copa en la bandeja sostenida por Mila— Hoy, el Guardián del Bosque ha comenzado la forja de nuevos siervos bajo las órdenes de mi maestro. Ya está todo a punto para su arribo a este mundo, su reino le espera. Elisia recorría el pasaje de la muralla mirando como los Äingidh regre- saban de su último servicio. Habrían demorado meses en el viaje de no ser por el Invocador, quien les trasladaba en segundos. En filas mal or- ganizadas avanzaban las alimañas, algunos soldados humanos de Oro- phël caminaban entre ellos sin controlar su propia mente en una marcha extendida forzosamente por el brujo a la cabeza. —Señora, permítame felicitarle por la proeza. Los tres guardianes de Älmandur son seres formidables con grandes potestades otorgadas por el Reino en los Cielos… La distracción en Orophël a ayudado a los Um- bríos a arribar al Guardián de la Montaña del Amanecer fácilmente… —Eran Guardianes, ahora son mis siervos. Ahora me traerán la vida de los bosques, de los fuegos internos del mundo y pronto, de lo más alto. Cuando toda la vida sea enterrada y resucitada bajo mi mando, Älmandur estará listo para recibir al verdadero rey…—Mila sirvió una segunda copa del líquido carmesí que fue aceptada por la sedienta Eli- sia— pero hoy descansaremos. He tenido largas horas de magia soste- niendo en pie a estos resucitados. —¿Nikola no le ha ayudado, señora? —Él tiene otra misión. Los Äingidh cerraron las tranqueras del pórtico, siguiendo los pasos de los Umbríos hacia los fosos donde devoraban los restos de los soldados de Orophël que no fueron levantados de la muerte. Entre bailes, gritos y licor, los restos fueron lanzados al aire, otros cayeron en una pira pero la mayoría fueron cena cruda. Mila bajaba la mirada para ahorrarse el desagradable espectáculo que le descomponía el estómago pero no podía librarse del sonido de los hue- sos triturándose en las bocas de las alimañas riéndose de la desgracia ajena. Presurosa por salir de allí, la sirvienta ofreció su servicio. —Señora, le he preparado manjares dignos de esta victoria. —Tan atenta, Mila. Gracias. —Por favor, asegúrese de llegar pronto al salón para evitar consumir manjares fríos… Permítame ayudarle a bajar las escaleras de esta gran muralla, señora Elisia. Es hora de las lecciones del pequeño Zagros… Mila tomó la mano de Elisia, asistiéndole en bajar las escaleras de ca- racol tan estrechas que los pies sobrepasaban el ancho de los peldaños. En el nivel inferior le esperaba un carruaje raudo el cual atravesó todos los Äingidh y Umbríos jocosos, llevando a las mujeres a la entrada del palacio de Älmandur. —Se acerca… La Estrella Escarlata. Su hálito está en el aire, su espíritu se incrustará en Zagros. Todo está listo, sólo necesito la vitalidad de Ëruendil en mí… —La vitalidad del muchacho. —Su masculinidad es mía. 390
Victoria Leal Gómez —Pronto señora, pronto. Las mujeres abandonaron el carromato dirigiéndose a paso raudo al sa- lón sin velas donde las espantadas sirvientas aguardaban el arribo de su señora. El pórtico fue abierto con intensidad, al ingresar Elisia nadie se atrevió a respirar hondo por temor a culminar drenado y puesto en una copa. —Pero ese idiota de Nikola no ha hecho nada más que ir tras los pa- sos de Helmut y no ha hecho más que mirar. Es hora de que me sea útil de la forma en que lo requiero, esa imbécil de Frauke no arruinará mis planes—Elisia tomó la mano de su sirvienta, atravesando sus ojos con la mirada— Mila, tráeme más de esta exquisita bebida que me has preparado. Mañana tomaremos al Guardián de la Montaña Amanecer. Después, iremos tras los Altos de Orophël. —Enseguida, señora mía… por favor, termine su cena antes de comen- zar sus sesiones de Artes Mágicas, le sentará bien. Ahora, si me permi- te… —Ve, Mila, cumple mi petición. —Una cosa más, señora. —Habla. —Tenga cuidado con los Fiadhaish de la montaña. Tienen un asenta- miento muy firme y se dice que cada uno de ellos derrota a mil Äingidh con los ojos cerrados. Estoy segura que su idea es mantener al mayor número de Äingidh a su lado. —Esos salvajes de montaña, descendientes puros de Altos que no ba- jaron al reino de Älmandur a mezclarse con hombres de este mundo— Elisia trozó una pierna de ave asada, el crujir de los huesos recordó a Mila como os Äingidh devoraban personas aún gritando—Sí, tienes razón. Lo consideraré. Ahora, vete. —Sí, señora. La sirvienta corrió hacia el salón contiguo donde mujeres transforma- das en Umbrío organizaban los alimentos de Elisia. Mila corrió hasta la cocina donde algunos Umbríos desangraban a una persona colgada de una soga al cuello. Tratando de ignorar el pobre des- nudo cuyos líquidos precipitaban en una palangana, la mujer buscó el jarrón donde el carmesí fresco aguardaba ser llevado a la mesa pero antes de hacerlo, Mila procuró mezclarlo con una solución en un frasco guardado entre sus ropas. Tras un ligero batido, la sirvienta no tardó en entregar el jarrón a un Umbrío cuya labor era poner el licor en la mesa de Elisia. —Runar, ya me es difícil manenerle a raya. Sólo los descendientes de Sekemenkare pueden con este poder… trae a alguno, por favor. El susurro de Mila fue escuchado por la hermana menor y repetido en el aire, audible sólo para los sensibles a la naturaleza. Isel movía la ca- beza pidiendo rienda puesto que llevaba horas sin acelerar el paso y el aburrimiento le tomaba las crines mas el sobresalto fue provocado por la aterciopelada voz de Runar, también escuchada por Ëlemire. —Sht, tranquila, llegamos a Bëithe y te suelto para que corras un rato. Deja que los niños duerman un poco más. —Maestro, ¿no escuchó eso? 391
El Sanador de la Serpiente —¿Escuchar?—Äerendil fingió sordera e ignorancia, prestando aten- ción sólo al camino—¿Hay algo que debía escuchar? —No… supongo que han sido imaginaciones mías. La yegua jalaba las bridas con furia tratando de hablar con su amo pero él prefería ignorar el tema. Las avecillas conversaban entre ellas sobre el varón de cabello azabache pues todas ellas sabían que ese brujo tenía malas intenciones. Comuni- caban la presencia de Nikola a las aves más lejanas, quienes sobrevola- ron las villas arrasadas en busca de alertar a sus hermanas. —Maestro, hasta las aves cuchichean, ¿en verdad no escucha nada? —Tengo sueño Eli, ¿qué tal si tomas las riendas? Äerendil lucía exhausto y el canturreo de las aves le producía jaqueca pero se mantenía calmado, dando cabezazos sin darse cuenta de que el sueño reclamaba su trono. Ya se acomodaba a una siesta cuando el crujir de una rama familiar alertó a Äerendil de la entrada a villa Bëithe, don- de el antiguo pórtico de madera y estacas estaba cerrado a cal y canto. —Genial, tapiaron todo. Vamos a tener que trepar… qué flojera más grande. Ëruendil reptó hacia el asiento junto a Äerendil, masticando una hogaza de pan con queso de cabra. —O sea que Bëithe está vacía. —Sí pero no creo que se hayan llevado TODO, ¿entiendes? Necesito víveres, no podemos comer pan todo el tiempo. —Yo estoy bien así… —Pero yo no, estoy acostumbrado a una buena alimentación, Lil… Cómo crees que a mis años sigo viéndome tan regio y estupendo, ¿eh? Aprende, niñito. Despierta al resto, si quieren comer tienen que trepar la muralla… A no ser que Ëlemire revele el pasadizo oculto en la muralla. Ëlemire bajó de la carreta de un brinco, riendo feliz mientras corría al muro. —¡Despejaré la vía, avisaré cuando esté todo listo! Tras ello, la mujer se perdió en los matorrales, dejando al grupo aban- donado frente al murallón. —Mmm… esperaba a que Eli nos guiara hacia allá, no que nos dejara aquí contando las piedras—Äerendil desenredaba su cabello con los de- dos, volviendo a trenzar algunas finos mechones—Ojalá regrese pronto, estoy seguro que en casa dejé comida lista para ser preparada… estos pendejos comen lo mismo que un batallón entero. Ëruendil bajó del vehículo dando vueltas en el camino al encontrarse con frescas florecillas azules jaspeadas de blanco. Recogió aquellas caí- das de los tallos, sentándose en el pasto. —Y después, ¿llevarás a los viajeros a Orophël? —El trío de hambrientos está recuperado de sus heridas, pueden hacer el viaje a Orophël por su cuenta. Nosotros debemos ir al refugio donde están todos los de Bëithe y los sobrevivientes de otras villas. Allí te ense- ñaré a blandir una espada como un hombre real lo haría. —Gracias… —Un placer. Oye Lil, te propongo una cosa. —¿De qué se trata? 392
Victoria Leal Gómez Äerendil se bajó de la carreta, estirando las piernas sobre el pasto antes de caminar por el sendero fangoso lleno de hongos aplastados. Ëruendil le siguió, notando un particular aire húmedo que se pegaba en la piel. —Sabes, yo tengo unas propiedades aquí, por allá… —Muy bien… —Pero cuando me muera no se las podré dar a nadie. Triste historia. —¿A tu edad no te haz casado aún? —¿Yo? Pfft, por favor, si estuve casado por siete años pero no tuvimos hijos. Salí fallado. —¿Cómo puedes saber eso con tanta certeza? —Porque me casé con una separada con tres hijos. —Oh, disculpa mi pregunta… —Nah, no pasa nada. —Y, ¿dónde está tu mujer? Äerendil recogió unas flores amarillas, mirándolas con cierta tristeza antes de entregárselas a Ëruendil quien las trenzaba delicadamente. —Me ha dejado. —Ella… —Tenía cuarenta años cuando se fue. Los humanos viven poco, por ello, toda su historia debe ocurrir pronto. Suelen enfermar por las prisas, y… eso le ocurrió a Rita. Por mucho que lo intenté, no pude ayudarle. Era su hora. Ëruendil notó que Äerendil aguantaba sus lágrimas. —Lo siento tanto… —Ya te dije que está bien, eso fue hace un año atrás… —Es poco tiempo para afirmar que te encuentras bien, sigues portando la cinta matrimonial en tu muñeca izquierda cuando tendrías que ha- berla entregado a tu mujer. —Muere de viejo, no de curioso. —Tomaré tu consejo—El muchacho terminaba la corona de flores, re- matándola con una flor naranja—¿Qué fue de los hijos de Rita? —Mi esposa tenía líos con… Sebastian pegó su oreja a la madera de la carreta, prestando mucho oído a lo que hablaban Äerendil y Ëruendil mas no consiguió entender una mísera palabra. Frustrado, sacudió a Helmut, susurrándole. —Oye, están conversando. —Qué te importa, déjales en paz. Tengo sueño. —Pero Helmut, no seas así… —Yo no soy chismoso—Helmut agarró su cabeza—Ay, me duele todo. No vuelvo a beber nunca más. —¡Pero yo si soy chismoso y me encanta serlo, es una tradición familiar! —Tengo sueño y resaca, no molestes. Ay, estoy reseco, ¿dónde está mi cantimplora? Helmut dio media vuelta compartiendo frazadas con Nikola a quien abrazó tiernamente, besando su cuello. El Escudero sonrió complaci- do, acurrucándose para ganar calor. Sebastian les miraba despreciativa- mente, recordando las historias confesadas en la taberna. —Dónde se ha visto, dormir cucharita con el Escudero. —Es tu envidia porque no tienes A NADIE que te aguante. Dormir cu- 393
El Sanador de la Serpiente charita es lo máximo, ¿cierto, Nik? —Sí, lo es. Sobretodo cuando hay silencio. —Pregonaré por todo Älmandur como se acomodan cuando nadie les ve, par de invertidos sin remedio. Rápido como el viento, Helmut se sentó, afirmando la oreja en la made- ra de la carreta para intentar entender la conversación. —Eres horrible, Sebastian. Te cortaré la lengua cuando estés durmien- do. —¿Podrías cortar ese trozo de mi mente que tiene memorizada esa co- china escenita con tu Escudero? Nunca le haría esas cosas al mío, JA- MÁS. —No sería capaz porque el afeminado eres tú, estás esperando a que te la pongan. —¿Cómo mierda fuiste capaz de tener hijos, so marica? —NO SOY MARICA. —Entonces, ¿qué haces con Nikola? ¿Jugar al sanador? ¿Cómo le expli- carías eso a tu padre? Helmut levantó el índice notando que su Escudero reía bajo la frazada. Sin creatividad suficiente para inventar una mentira, Helmut miró a Se- bastian resignado a chismear. —Te decapitaría para borrar ese recuerdo. —Di lo que quieras, eres incapaz de matarme por mucho que lo digas. Ahora, pega la oreja a la madera y dime de qué hablan. —Nikola entiende el Sgälagan, tal vez… —No me metas en tu mierda Helmut, tengo sueño. Sebastian ocultó su risa al bajar la mirada, empujando a Helmut contra la madera. —¿Qué dicen? —No sé… sólo entiendo cosas sueltas…. Creo que hablan de una mu- jer… de una ¿amante? —¡Una amante! Esto se pone jugoso… —Y creo que de hijos y… una herencia. No lo sé Seba, nunca se me dio el Sgälagan y no se me enseñó de la misma forma que a Willie. Helmut se alejó del puesto donde escuchaba junto a Sebastian, acari- ciando sus sienes sorprendido. El muchacho de trenza encintada pal- meó el hombro de Helmut. —Veo que le haz recordado. —Willie… mi primito… ¡Nuestro Príncipe! Oh no, pero qué manera de perder el tiempo y dar la nota alta… Y este tarado de Nikola hablándole de mis aventuras con las hermanas cantoras. Nikola reía bajo las frazadas y ya no lo disimulaba pues sus costillas resistían. —No me arrepiento de nada. —¡TÚ SABÍAS QUE ÉL ES MI PRIMO!—Helmut destapó al hombre bajo las frazadas, quien reía burlón— ¡PORQUÉ NO ME DIJISTE! ¡LE SAQUÉ DE LA CAMA Y LE SUBÍ EN LA MESA PARA QUE BAILA- RA CONMIGO! —Y tiene bastante ritmo, enhorabuena por nuestro Príncipe, se robó al público… ¿tal vez a los Altos se les dan las artes en general? 394
Victoria Leal Gómez —¡CÁLLATE SEBA! ¡Y TÚ, RESPONDE! —Ay Helmut… no te dije nada porque tu cuerpo tenía más cerveza que el barril de la taberna y estabas ocupado inventando historias para tus mujeres. Después de pusiste a bailar sobre la mesa y… te aplaudían. Y ya cuando Eli se puso a zapatear como si el mundo se acabara mañana, no tuve fuerzas, fue muy divertido. Helmut agarró a Nikola por el cuello, ahorcándole con ligereza pero sólo consiguió que el hombre riera más. Tras un minuto le liberó, recibiendo un beso en su mejilla y un abrazo. Sebastian mantenía su posición de chismoso contra la madera, igno- rando la discusión entre amo y sirviente. De pronto escuchó una pausa incómoda en la charla de Äerendil y Wilhelm. Llamó la atención de Helmut al pincharle el hombro con la uña. —Oye, se han quedado callados de repente. —Con todo lo que grita Helmut… —¡CÁLLATE! ¿Han dicho algo? —Yo qué sé, no hablo su idioma… creo que diijeron algo así como “leá- nan” —Se dice lëannan—Helmut liberó a Nikola, prestando atención a Se- bastian. El Escudero se envolvió en las mantas, retomando el descan- so—Yo apenas balbuceé algunas cosas para hacerme el interesante con la chicas… creo que lëannan significa amante pero también, esposa o algo así como “futura mujer”, qué se yo. A lo mejor y hasta estoy confun- diéndolo con otra palabra. —¿Crees que Wilhelm contrajo matrimonio con alguna doncella de Bëithe? —Oh no, esto va mal… ojalá no esté casado, mi pobre hermana… —La última oportunidad de los von Freiherr de convertirse en nobles. —¡Cállate, sanguijuela! Tú eres de esa calaña. —Muy orgulloso de ello, mi querido Helmut. Al menos, nosotros, los Klotzbach, sabemos cuando dar el golpe. —Y parecer inocentes… —Pues claro, así es cómo debe hacerse. —Dicen que es malo desearle la muerte al alguien pero es que tú… —Ay, si ya sé que me adoras, Helmut. Pídeme consejos cuando quieras. —No gracias, lo último que deseo es pensar en mi hermana como si fuera una mujer. Degenerado. —¡Podrían irse a alegar a otro sitio y dejarme dormir de una puta vez! ¡Lëannan significa esposa! Äerendil está charlando sobre su difunta es- posa que murió a causa de una enfermedad incurable. Ha dicho que le extraña y que al ver a Ëlemire inevitablemente le recuerda porque se parecen mucho. Está heredándole propiedades al Príncipe y le agradece su compañía. Cuando estuvo cantando en el río le dedicaba esa melodía a su mujer llamada Rita y es un ritual que repitirá todos los años. Tam- bién ha dicho que le resultamos un poco molestos por nuestra forma grosera de comer y beber pero que le simpatizamos… al menos ustedes dos. Ahora cierren el pico y déjenme dormir. —Vaya, entendió todo—Sebastian aplaudía—Mis respetos, tienes bue- nas orejas. 395
El Sanador de la Serpiente Nikola arrojó un damasco a la frente de Helmut, quien miró la fruta subiendo y bajando los hombros, guardándola en el bolsillo. Sebastian rió burlonamente, tapando su risa con la mano. —Ya sé quien manda en la relación. —Nik no manda, ¿está claro? De todas formas, ¿qué te importa lo que hagamos o dejemos de hacer? —Lo que deseo es que escojan bien donde quieren “hacer o dejar de hacer”. —¿Hasta cuando seguirás con eso? No viste nada que fuera tan terrible. —Si uno de ustedes fuera hembra lo podría tolerar y hasta me habría quedado mirando pero no, tenías que ponérsela a tu Escudero teniendo todo un reino lleno de mujeres espléndidas, descendientes de los Altos, todas dotadas de grandes pechos, eternamente jóvenes y… —Y de buen culo, no lo olvides que es la mejor parte. Ah, me doy cuen- ta de que extraño a Lëna… —¡QUE SE CALLEN O LES CIERRO LA BOCA PARA SIEMPRE! —Nikola le tiene alergia a las mujeres. —Cállate, Seba… No les tiene alergia, sólo no ha encontrado a la indi- cada. —¿Cómo la encontrará si tú le obligas a…? —NO LE OBLIGO, ¿ESTÁ CLARO? —Oh, entonces le tienes cariño… qué tiernos, son pareja. —¡NO SOMOS PAREJA! Nikola volvía a reírse bajo las frazadas, asomando sus ojos con tristeza fingida, mirando a Helmut entre lágrimas falsas. —¿No me quieres? Yo te di lo mejor de mi, qué malvado eres… —NO ME HABLES COMO SI FUERAS UNA DONCELLA. Creo que lo mejor que puedo hacer es dejarte abandonado en el bosque… —¿Abandonarme, justo ahora que estoy embarazado? Ah no, eso no funciona contigo, tengo que inventarme una mejor… —¡CIERRA LA BOCA, BRUJO DE MIERDA! ¿No estás embarazado, verdad? —¿Qué mierda te pasa, Helmut? —Nada es que… es que como eres brujo y tal… ya espero cualquier cosa ¿Pones huevos o pares por cría viva? Äerendil miraba la muralla de Bëithe sentado en una roca bajo un árbol enjoyado con perlas antiquísimas y cubiertas de moho. Parecía recordar una melodía alguna vez tocada allí. —¿Qué hay de ti? Cuando Eli te llevó a mi casa también tenías la misma cinta. —Yo no tengo esposa. —¿Prometida? —No… no creo… —Lo dudo. En Älmandur de usan los compromisos a temprana edad, después de todo, los Altos pueden ver el futuro y saben escoger a la pareja indicada para sus hijos Yo, por ejemplo, tenía prometida a mis cuatro añitos y mi boda estaba programada para cuando cumpliera ca- torce. Ya ni me acuerdo quien era mi novia… sólo espero que ella no me recuerde. 396
Victoria Leal Gómez Ëruendil desvió la mirada, caminando hacia a entrada sellada de Beithe. —Mejor encontremos la forma de entrar sin trepar eso. —Hay entradas secundarias pero Eli nunca me dijo dónde están y... ¿no está tardando demasiado? Tal vez con tu vista de pájaro podamos pillar- las, ¿qué tal si lo haces? —Pero yo no sé hacerlo, mis ojos lo hacen solos… —No seas imbécil que ni se hace con los ojos. Hazlo de una vez. Yo voy a despertar a las princesas flojas. Äerendil regresó a la carreta mientras Ëruendil permaneció quieto fren- te a la muralla. Sebastian partía un trozo de carne seca con su daga, entregando una porción a Nikola y otra a Helmut cuando el sanador se trepó al vehículo. —Menos mal que ya están en pie. —Buenos días, buen sanador. Como ve, nuestro colega está recuperado y animoso y quien le habla siente alegría por una garganta aliviada. —¡Pues, qué bien! Ustedes gozan de buena salud a pesar de comer como cerdos. Ya estamos en Bëithe—Äerendil olfateó el aire—Pero ¿qué peste es esta? Por todos mis orejones ancestros, esto huele a muerto… —Er… debe ser Nikola. Es el más hediondo. —Cierra la boca, Seba. TODOS olemos mal… excepto Äerendil. El hue- le a almendras tostadas… con chocolate. —Helmut, tu nariz suele ser un talento incómodo, ¿sabes a qué huele el sanador? ¿Le esnifaste el cuello mientras dormía? Äerendil arrugó la nariz, mirando desconfiadamente a Helmut. —Ojalá no lo hayas hecho porque duermo desnudo. —No fue necesario—Helmut empujó a Sebastian, sabiéndose sonrojado tras escuchar a Äerendil— ¿Qué te crees que soy? Me dejas en vergüenza frente a este buen hombre… —Eres un degenerado, y no lo creo lo comprobé. —¡PAREN! Pendejos, hay un hedor horrendo mil veces peor que el olor a brujo o a sobaco de leñador—Äerendil apuntó la carne seca envuelta en tela—¡ESTÁN COMIENDO CARNE DE CERDO! —Sí, es lo que nos queda, ¿quieres un poco? Sólo tiene sal. —¡FUERA DE MI CARRETA, TODOS USTEDES! Sin entender por quë la voz de Äerendil resultaba tan terrible, los mu- chachos bajaron del vehículo sin pensarlo siquiera. Helmut lo hizo tan rápido que no alcanzó a vestir sus botas. En su carrera, Nikola empujó a Ëruendil quien le miró sorprendido, sujetándole al notar que sus he- ridas aún estaban frescas. La capucha se deslizó y el rotro del jovencito resplandecía a pesar de la luz del mediodía. —Buenos días… ¿se siente mejor hoy? —Un gusto, Alteza… Nikola sintió un esalofrío en la cabeza, sabía que sus ojos no le pertene- cían. El rostro luminoso del jovencito era diferente del recordado, más fuerte y casi tan bello como el de Äerendil. Al contrario del sanador, los rasgos del Príncipe eran suaves y redondos, hermosos como los de una damisela. Nikola acarció la mejilla del muchacho sintiéndose hipnoti- zado pero su propia consciencia le hizo retroceder, bajando la cabeza. Ëruendil era tan alto como Helmut y resultaba complicado mirarle a los 397
El Sanador de la Serpiente ojos pero estos eran tan claros que parecían incoloros. El Escudero miró de reojo a Äerendil y en él reconoció una expresión triste compartida pero se reservó los comentarios, mordiendo los labios. —¿Alteza? ¿De qué habla? No soy nadie… —Em… Su retrato no le hace justicia. Es obvio que el pintor no supo utilizar bien sus brochas… fue incapaz… de plasmar correctamente su virtud. —Está temblando—Ëruendil afirmó su mano en el hombro del brujo, quien no se atrevía a mirar a su señor—¿No desea mantener el reposo? Äerendil apuntaba a los cabizbajos Helmut y Sebastian quienes no te- nían fuerzas de recoger su trozo de carne seca arrojado al fango por el furioso sanador. —¡NO VUELVAN A ACERCARSE A MI MAGNA PRESENCIA! Es- tamos en Bëithe y los animales son sagrados, ¡SAGRADOS! NO SE COME CARNE AQUÍ, MUCHO MENOS CERDO—Äerendil tragó aire intensamente, recitando de una vez todo lo siguiente— Aquí en Bëithe, en Orophël, en Roca Viva, en Madera Salvaje, en Cascadas, en Hoja Verde, en la Rivera, en la montaña, en las marismas, en el Bosque del Olvido, en la Arboleda Azul, en los ríos, en los valles y en los barcos piratas del Gran Océano…. En realidad, en todo el mundo ¡MENOS EN LA ACTUAL ÄLMANDUR! ¡QUÉ LES PASA, SE HAN VUELTO LO- COS! ¿¡No se dan cuenta que, al degradar la vida animal se da el primer paso para degradar la vida humana!? Sebastian se puso en puntillas, alcanzando el oído de Helmut. —Mejor ni le cuentes que ahora se bebe sangre humana en vez de vino porque se nos desmaya. —¡QUÉEE! —Ups, me escuchó. —Seba, ni siquiera intentaste disimular tu comentario. —Por todos mis ancestros… Äerendil hundió su cara en el pecho de Ëruendil ya que la diferencia de altura no le permitía usar el hombro del muchacho palmeándole el hombro. Helmut, Sebastian y Nikola observaban el gesto cariñoso sin atreverse a insinuar nada pues había un aire extraño entre ellos pero era simpático, diferente al de Nikola y Helmut. Sebastian fue el más obser- vador encontrando similitudes en gestos al hablar y la forma respinga- da de la nariz. También compartían un tono de voz meloso y cantarín y caminaban con el mismo tranco largo y seguro, de espalda erguida y mirada fuerte pero era Äerendil quien enseñaba mayor autoridad a través de sus gruesas cejas y expresión endurecida por algún hecho anti- guo, sin contar la profunda cicatriz en su mejilla. Sebastian pudo ver un corazón dulce bajo esa capa de actuación. Äerendil se sintió observado, aplastando la cara de Sebastian con la mano, mirando a Ëruendil. —Te vi concentrado Lil, ¿viste algo? —Lörel y Ëlemire estan en la copa de un árbol, lloran a alguien. —¿Eso viste? —En la casa más alta de Bëithe. —¡Käraideru! ¡No puede ser! ¡Tenemos que entrar! ¡Pídele a Lörel que abra la puerta! 398
Victoria Leal Gómez —Muy bien… ¿cómo lo hago? —¡YO QUÉ SÉ, ESA HABILIDAD ES SÓLO TUYA! Tras el crujir de una rama añosa cayendo sobre las tierras, Ëlemire apa- reció entre unos troncos rotos al costado de la muralla. Su respiración estaba entrecortada y presentaba abrasiones en el rostro, cortes en su pectoral de cuero y rasgaduras en su cota. —¡Käraideru ha sido atacado por el mal! ¡No es como en anteriores oca- siones, es terrible! Äerendil y Ëruendil arquearon las orejas bruscamente, acercándose a Ëlemire para terminar de enterarse de los hechos. Nikola, Sebastian y Helmut miraban sin saber cómo reaccionar hasta que Helmut desen- fundó su espada sin decir palabra. Sebastian imitó el gesto, Nikola se de- dicó a seguirles el paso ya que la muchacha de armadura ligera se llevó a Ëruendil y a Äerendil al interior de la villa por una puerta escondida más allá de los matorrales, ingresando a Bëithe gateando. Cruzaban el primer puente cuando Nikola aceleró para acercarse a Hel- mut. —No dejes que te toque. —¿Cómo? —Elisia… es ella. Usa a cuanto puede. Era difícil seguir el ritmo de Ëlemire, en vez de subir los niveles a través de la escaleras usaba lianas y saltos ágiles entre ramas quebradizas sin llegar a perder el ritmo de su carrera aérea. Llegó a la copa del árbol más alto antes que el resto del grupo, ayudando a Lörel a sujetar al anciano Käraideru, cuyos ojos eran completamente negros. El carbón se deslizaba desde sus dientes y ciertas ampollas violáceas se tomaban su piel mas la fuerza del anciano era voraz, derribando a Lörel y Ëlemire con una mano, empujándoles a los suelos desde aquella gran altura. Horrorizado por escuchar los huesos de los guardianes en las rocas, Äe- rendil se separó del grupo para ayudarles, siendo Ëruendil aquel frente a Käraideru. Junto a él permanecía Helmut. —Nunca me he enfrentado a algo así, ¿qué debemos hacer? —Eviten dañarle, buscaré retirarle las larvas en su corazón. Distráiganle. Helmut y Sebastian respondieron al unísono. —¡A tu orden! El anciano de piel quebradiza y verrugas se abalanzó contra Ëruendil, abriendo grande la boca para morder sus carnes alrededor del pecho pero Sebastian cortó la espalda del hombre con su daga, quien giró brus- co, quebrando el brazo con el que el joven Caballero sujetaba su arma. Helmut arremetió contra Käraideru, empujando al inflamado hombre al suelo de madera astillada. El anciano se le arrojó pero el Caballero se defendía con su espada pero esta no tenía la firmeza suficiente para resistir y comenzaba a trizarse cuando Nikola posó su mano en la frente del irreconocible líder, quien fue paralizado. Ëruendil rezaba en un rincón, vendando la herida de Sebastian mien- tras Nikola ayudaba a Helmut a ponerse de pie. Ciertas protuberancias como tentáculos se extendían por la casa, naciendo de los hombros y la cabeza de Käraideru, ahorcabando a Nikola y Helmut, quienes no 399
El Sanador de la Serpiente cesaban en clavar sus armas en las protuberancias de aquel ente cuyas carnes crecían sin límite, desbordando la casucha en la copa del árbol. Ëruendil alzó su mano al cielo y una esfera dorada apareció en su palma, siendo dirigida al pecho del hombre sufriendo bajo las capas de brea derretida escurriéndose por la casucha. El resplandor cegó a quienes se hayaban cerca del lugar, siendo el oído el único sentido que alertó el desmayo de dos personas. Ëruendil mantenía la vista alerta sujetando al desnudo anciano a quien envolvió con una cortina. El hombre respiraba entrecortado y adolorido cuando Helmut sacudió a Nikola, quien no respondía a los bofetones de su amo hasta que ya tuvo los dos pómulos enrojecidos con manos retratadas. Lörel escaló hasta llegar a la casucha asomándose inquieto, con voz en- trecortada y molestias en la espalda. —¿Todos bien? Los muchachos asintieron con la cabeza, incluso Sebastian a pesar de que un hueso escapaba del margen creado por la piel desgarrada. Helmut volteó sorprendido porque Sebastian no parecía muy afectado a pesar de que sus interiores se escapaban por la herida. Nikola escondía su rostro en el cuello de Helmut cuando este sacudió su cabeza, mirando a Ëruendil. —Wilhelm, Sebastian está perdiendo mucha sangre. El muchacho sujetaba su brazo y el vendaje improvisado, observando el brillo lunar proveniente de la piedra violeta que Nikola portaba envuelta en un pañuelo, en la alforja de su cadera. —Nikola, te vas ahora mismo. Helmut, Ëruendil y Lörel clavaron su vista en Sebastian el joven marea- do afirmó su espalda en un tronco adornado de perlas y cristales verdes. Äerendil arribó a la casucha sólo para examinar los huesos molidos del Caballero. El sanador revisó los girones de piel mordidos, las abrasiones de los tentáculos, los cortes de las garras que rozaban los huesos… —Todos ustedes se quedan, excepto el brujo. —Sutura mis heridas y me voy apenas termines. —Trato hecho. Ëruendil apretaba al anciano contra su pecho cuando Lörel se le acercó espantado. Käraideru fue entregado a los brazos de Lörel quien besaba la frente de su padre de mirada perdida. Sus ojos buscaban el horizonte pero estaban cubiertos por una tela blanquecina impidiendo el ingreso de la luz. El anciano sonrió a su muchacho, posando sus pulgares en los párpados de Lörel hasta que sus brazos ya no tuvieron más fuerza para sostenerse. Cuando la sonrisa de Kara desapareció, lo hizo también su aliento y Lörel perdió su entereza rompiendo en llanto sobre el pecho de su que- rido padre, a quien acompañó mientras el grupo adolorido bajó las es- calinatas y cruzó los puentes a paso más lento que el de una tortuga centenaria, notando que cierto destello dorado protegía sus heridas del extraño helado aire de verano. Helmut sonrió admirando la luz que aliviaba su dolor pues sabía que los rezos de su primo, quien llevaba el paso más lento; eran los que atenua- ban el sufrimiento. Al escuchar el rugido de su estómago hambriento 400
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