Important Announcement
PubHTML5 Scheduled Server Maintenance on (GMT) Sunday, June 26th, 2:00 am - 8:00 am.
PubHTML5 site will be inoperative during the times indicated!

Home Explore El Sanador de la Serpiente

El Sanador de la Serpiente

Published by Victoria Leal, 2021-07-27 17:36:52

Description: El Sanador de la Serpiente

Search

Read the Text Version

Victoria Leal Gómez —Habla de una vez, fanfarrón. —Perderá todo su raciocinio si continúa bebiendo lo que bebe. Está ma- tando la poca alma que le resta y, no es que yo tenga mucha, después de todo soy un maldito asesino pero… nunca se me ocurriría beber la san- gre de mis víctimas o comer la cena ofrecida en su mesa. Tengo límites y espero que mi nuevo y exquisito aliado comprenda eso. Hagen arrojó el jarrón de líquido carmesí a la alfombra, golpeando la mesa con el puño. —¡VETE! —Siempre al servicio del reino, Majestad. Espero que los Altos escuchen mis plegarias cuando suplique por su vida. Nos vemos en la reunión, estimado amigo. *** Acuclillado, el pequeño viajero vio su reflejo en la laguna le- chosa por la que avanzaba sin notarlo, ¿cómo era posible que el agua le sostuviera? El joven quiso hundir sus manos en el líquido pero no lo consiguió, se trataba de un muro impenetrable bajo el cual los peces nadaban gráciles. Al ponerse de pie divisó un paisaje repleto de luz que tornaba nubosa toda figura cercana. A lo lejos se apreciaba una montaña, a pocos me- tros era posible ver un albo árbol florido y, junto a él, un caballero de armadura dorada. El jovenzuelo analizó la estructura de las hombreras, el ángulo de las grebas y la magnificencia en la talla de los detalles en el pecho. La altura del Caballero y el brillo del carcaj acusaban la identidad de aquel sujeto: un Alto, de los auténticos venidos del Cielo. Aquella regia estampa ca- minaba sobre el agua con la dureza propia del entrenamiento, sostenía su arco dirigiéndose al niño luchando para mantener la boca cerrada pues el caballero le triplicaba en altura. —Joven Heredero del Trono de Älmandur, siente confianza en mi per- sona puesto que vengo a ayudarte. —¿Quién eres? El Caballero estiró la mano en señal amistosa de saludo siendo respon- dido por el niño quien sintió una dulzura especial en el gesto, un calor en su pecho le hizo retroceder a sus días en la cuna. Recordó el arrullo que su madre entonaba para hacerle descansar en las noches de tor- menta. Estaba a punto de recordar el nombre de aquella mujer cuando el caba- llero liberó su mano. —He venido a instruirte en las artes, joven Heredero. —¿A instruirme en qué? El Caballero de oro entregó arco y flechas al muchacho perdido. —En lo que requieres. Vamos, ¡muéstrame lo que sabes! El pequeño abrió grandes ojos cuando el caballero dio un brinco reco- rriendo toda la llanura en un soplido. Arco y flecha en mano, el Heredero corrió tras el desafío cruzando el mar a sus pies, llegando en un par de zancadas volátiles a la montaña 251

El Sanador de la Serpiente nevada. El Caballero de oro le hirió con una flecha en el hombro. El niño soltó el arco al sentir el dolor pero retomó sus fuerzas al notar que una segunda flecha se disponía a atravesar su corazón. Sólo necesitaba dar un golpe certero en el único punto débil de la arma- dura: los zarcos ojos del Caballero. A pesar del dolor y la flecha en su carne, el forzado alumno se levantó del suelo de un rebote, con dos giros en el aire esquivó una segunda flecha al arrojarse al suelo desde donde preparó su arma, liberando la sagita que acertó en el ojo derecho del Caballero de oro. La nubosidad del paisaje se tomó el cuerpo entumecido del herido niño quien vio a su adversario quitarse la flecha y el yelmo, sonriendo. Sin embargo, la luz propia de la piel difuminaba los rasgos del Alto, cuya aterciopelada voz reveló su familiar identidad femenina. —Nos volveremos a ver. El viajero abrió los ojos lentamente, dejando que la luz entrara con una suavidad etérea. —Lïnawel… viniste a visitarme… Una tela robada del cielo le aislaba del resto del salón y quiso tocarla para asegurarse de que ya no estaba soñando mas al estirar el brazo sintió un dolor tremendo que provocó un grito desgarrado llamando la atención del comedido sanador en el cuarto aledaño. Raudo como el viento, Äerendil abandonó la molienda de hierbas, deslizando el mos- quitero. —Tranquilo, no te muevas mucho, por favor. El sanador acomodó a su paciente quien descubrió un paño húmedo en su frente y vendajes en su vientre. Dejó que el hombre de verde añadiera un cojín en su nuca mientras le observaban el torso. —¿Qué es esto? ¿Qué lugar es este? El cabello pegado a la cara fue recogido con una cinta, Äerendil despejó sus ojos al limpiar los párpados con una mota de algodón húmedo. —Estás herido y cuidamos de ti. Por favor, recuéstate. Te traeré un poco de agua, ¿sí? El viajero perdido fue cubierto por una manta de lana, bajo ella era mas fácil tolerar la brisa y el dolor en el vientre. Cuando el sanador regresó con el cuenco, el viajero intentó sentarse en el catre mas algo jalaba la piel de su costado. Un quejido se hizo presente. —Yo te sirvo, tú quédate ahí, ¿vale? El agua fue vertida cuidadosamente en la boca del maltratado joven quien acabó el líquido tibio con rapidez. —Gracias… —Un placer. —¿Quién eres tú? —Soy un sanador. Me llamo Äerendil y la chica que ves allá—Corriendo el mosquitero y apuntando hacia un mostrador repleto de hierbas, el sanador enseñó la imagen de una ocupada mujer de larga trenza— es Ëlemire. Es mi aprendiza. Ahora mismo está moliendo unas hierbas para desinfectar tus heridas. Todo está bien, sólo me queda tratar unos cuantos rasguños. El viajero intentó enfocar la vista al sitio señalado pero la luz perforaba 252

Victoria Leal Gómez sus ojos. Äerendil notó el detalle, deslizó el dosel hacia el lugar origina, aislando al niño del mundo exterior. —¿Qué me pasó? —Sufriste una caída. —¿Estoy mal? —Estás bastante recuperado, todo irá bien si mantienes poca actividad. ¿Quieres que te sirva algo de comer? —¿Cuánto tiempo dormí? ¿Dónde estoy? —Dormiste por veinte días pero ya estás mejor, no te preocupes por el tiempo ya en el pasado. Estás en la siempreverde Villa Bëithe, a salvo de cualquier mal foráneo, incluso a salvo de cualquier humano. En un segundo intento por sentarse en la cama, el viajero se destapó acomodando los cojines para crear un respaldo que le sujetaba perfec- tamente. Äerendil ayudó en la obra, pendiente de que la herida en el costado permaneciera bien vendada y parchada. —Esta herida es… molesta. —¿Sólo molesta? —Creo que no podría describirle mejor, ¿qué me ha ocurrido? El sanador desabotonaba la camisa de su paciente cuando Ëlemire in- gresó al cuarto sosteniendo vendas limpias y un frasco con una pasta verdosa. —Tienes una herida de cuidado. Y así ocurre también con tu brazo. No le muevas, por favor, aún tiene que cicatrizar y debe hacerlo de la forma correcta o quedará inutilizado. —Maestro, todo está listo. —Gracias, Eli. El confundido viajero se sometió a la voluntad de quienes removieron las vendas y los parches de su costado, evidenciando un corte insonda- ble mas prolijamente suturado. —Eli, muchas gracias por tu ayuda. ¿Podrías ir a la recepción? Me pare- ce que alguien te necesita… —Sí, maestro. La mujer asintió con la cabeza cerrando la puerta del dormitorio. Äe- rendil sonrió confiado una vez los pasos de Ëlemire se hicieron lejanos, momento en que miró sonriente al niño en la cama. —Oye, pequeño, voy a realizar un tratamiento intensivo porque tu heri- da es… importante y no podemos dejarla así como está. —¿Qué harás? —Pondré mis manos sobre el corte y la sanaré de adentro hacia fuera. Sentirás un poco de calor y, cuando quede poquito para terminar, te dolerá… pero te aseguro que irá bien si me dejas hacer mi trabajo sin interrupciones, ¿vale? Tengo que concentrarme mucho. —Muy bien… —Te advierto que no podré curarla del todo porque es… bueno, más o menos delicada y peligrosa. Requerirás de mucho cuidado al moverte pero estarás bien, ¿entendiste? —Sí… como sea. Äerendil posó sus manos sobre el corte más profundo y angustiante lla- mando la atención del aturdido niño analizando cada sensación en las 253

El Sanador de la Serpiente palmas del sanador. Desde el interior esa posible sentir un calor inmenso, tan grande que inundaba el cuerpo en su totalidad, una ráfaga de fuego ahogó el pecho del herido asustado quien apretó la muñeca del sanador al sentir que se le escapaba el aire de la garganta. —Detente, es extraño… ¡no puedo respirar! —Dame un momento—Äerendil se liberó de la escasa fuerza ejercida por su paciente, quien notó estupefacto su herida parcialmente cicatri- zada— Necesito unos minutos para reparar tu carne. —Esto que haces… es magia, ¡es el poder de los Altos! —Claro que no… ya te lo explicaré después. Sólo dame unos minutos, baja las revoluciones. —Tengo calor… quiero agua. —Aguanta, que no queda mucho. El niño se agarró del brazo de Äerendil apretándole con todas sus fuer- zas ya que las manos ardientes del sanador se deslizaban por el vientre lastimado sin cuidado alguno. La angustia de sentir los intestinos unirse jamás fue experimentada por nadie en el mundo y menos a cargo de un sanador que sellaba la herida fundiendo las carnes. Una vez que el herido se sintió aliviado de la gran tajadura rebasando sus vísceras, se arrojó al catre, soltando el brazo del sanador que sonreía feliz. El pobre enfermo jadeaba con el resuello entrecortado, aliviado de sentir de regreso el aire helado en su interior en llamas. Sediento estiró su mano saludable, alcanzando un pocillo de agua que tragó mientras el sanador sonreía feliz. —Ya está. Si quieres en un rato más sales a dar una vuelta. Estamos terminando el Mes del Ungido… y está helado fuera de la villa pero… te sentará bien. —Estás… demente si me aconsejas abandonar la cama en este estado. —Un poquito demente, sí… pero es de la locura saludable. —Me has liberado… de la muerte. —Los Cielos lo permitieron. No puedo salvar a nadie si del otro lado no dan permiso. Äerendil necesitaba abandonar el cuarto mas cuando intentó dejar el catre frunció el ceño rodeando su costado izquierdo con el brazo. El viajero dejó su cama para ayudar al sanador pero este se lo impidió, empujándole sútilmente de regreso a la cama. —Reposa, no pude curarte del todo, sólo… lo más… grave... —¿Estás herido?—El niño enseñó una mancha de sangre en la túnica verde del sanador, quien arrugó su ropa para esconder la suciedad— Muestras dolor y preocupación, ¿acaso eres capaz de quedarte con mis heridas y sufrirlas en mi lugar? —Eso, mi pequeño niño, sería muy estúpido, ¿no crees? Tal vez lo haría con alguien de mi familia pero…—Äerendil se recogió, cubriendo al viajero con la manta gris—Mejor duerme, ¿sí? Te traeré… algo de co- mer. Preparé sopa, ojalá… te guste. Ëlemire llamó a la puerta abriéndola con torpeza y exaltación, clavando su mirada en el sorprendido sanador. —¡Maestro, tengo una mujer en labor! 254

Victoria Leal Gómez —Ve y hazte cargo… haz atendido partos antes. Eli, lo harás… magní- fico, como siempre. —¡El niño viene podálico! Äerendil tomó un grupo de vendas a su alcance, apretando su vientre ensangrentado ante la estupefacción de su alumna. Una vez la herida fue asegurada, el sanador atravesó la puerta. —Vale, ya voy… a la próxima lo atiendes tú… Quédate con el pequeño. Limpia sus… heridas, ya está mejorado. Ëlemire asintió silente tomando implementos de higiene y acercándose al viajero, preocupada por la salud de su maestro. La herida recién cicatrizada fue limpiada con agua antes de ser cubierta por una pasta de hierbas aromáticas la cual permaneció en el sitio por unos minutos. Siendo todo retirado con un paño, la herida fue parchada y vendada cuidadosamente a modo de precaución pues Ëlemire sabía que su maestro había reparado el daño. —Gracias… —No es nada. ¿Cómo te sientes? —Raro… —¿Raro? —Cómo explicarlo… me halaga ser atendido por ustedes. Generosa- mente han salvado mi vida y el alivio de ello es incognoscible en mi corazón pero, ¿cómo devolver tamaña proeza? ¿Existe algún pago por una deuda tan grande? Ëlemire depositaba los utensilios y desechos en un tarro, mirando a su paciente con inmensos ojos. —Esto… para nosotros es un gusto ayudar pero si te sientes en deuda, pregúntale al maestro. —¿Por qué se expresa como si no tuviera derecho a opinión? —Er… no es eso, ¡no! Es que yo no paso tanto tiempo aquí, sólo vengo cuando puedo y… él sabrá cómo cobrarte y… ¡ya me voy! El viajero esbozó una sonrisa, Ëlemire aisló a su paciente con el do- sel cerrando la puerta a todas carreras, encaminándose rauda al cuarto llamado Acebo. Al entrar vio a la mujer sujetarse de la soga colgando de la techumbre, sus caderas eran contenidas por su marido mientras Äerendil hacía todo lo posible por sacar al niño pues girarle ya resultaba absurdo. Ëlemire preparó telas blancas y mucha agua limpia escuchando a sus espaldas los gritos de una madre adolorida y los susurros de un hombre buscando la paz de su mujer. Cuando giró, la aprendiza se encontró con un resplandor cegadoramente hermoso y estrellado, todo el cuarto fue empalidecido y por las rendijas en la madera se escapaba el brillo aún sin forma. Äerendil sujetaba una forma difusa en sus manos, lentamente la dorada luz fue bajando su intensidad hasta que, tras algunos segun- dos, apareció un bebé mudo en las manos del sonriente sanador quien se maravillaba por el resplandor de la criatura recién llegada. Sólo una estrella podría opacar tamaña luz pero esta fue desvaneciéndose lenta- mente hasta que sólo quedó un niño amoratado a quien liberaban de un cordón atado en su cuello. Anonadada, Ëlemire recibió al niño, lim- piándole amorosamente mientras este chillaba quejándose por el aire. 255

El Sanador de la Serpiente Äerendil observó al recién nacido en busca de algún problema, mirando a su alumna de grandes ojos. —Eli, cambia la cara. —Eh… sí, lo siento. Es que es primera vez que veo un nacimeinto tan… hermoso. —Así nacemos los Sgälagan puros, querida. El sanador secó su frente con la manga, ayudando al esposo a recostar a la madre en la cama ubicada en el otro rincón del dormitorio. —Imagino que ya lo sabían pero de todas formas se los digo: son padres de un niño. —Äerendil… muchas gracias. Nosotros… —Traeré ropas para tu mujer. Quédate junto a ella, ¿vale? De seguro les sentará bien algo de comer. —Sí, tú lo haz dicho… —Perfecto, les daremos todo lo que necesiten en un momento. Ëlemire entregó un pequeño paquete blanco a la madre de cabello cano y revuelto, cubierta por frazadas livianas. El padre acariciaba la mejilla de su pequeño cuando el sanador cerró la puerta por fuera, afirmándose en la pared con una sonrisa de satisfacción que aplastaba el dolor de su herida sangrante y la fiebre que le tenía sudando helado. Lentamente arrastró sus pies hasta su dormitorio, Ëlemire le sujetó por los hombros. —Maestro, ¿qué ha hecho? —Traje a un niño al mundo, eso hice. Y vaya qué niño es… ¿ya le han puesto nombre? —Sí, se llama Thëriedir. —Lindo nombre… —El padre dijo que deseaba hablar con usted, que le conocía y… —Sí, bueno… su cara me suena pero no recuerdo su nombre o dónde le he visto antes. Lo mismo me pasa con su esposa, no consigo recordar sus nombres pero estoy seguro que el pequeño debe ser el segundo hijo, si es que no me perdí de algún entremés de por medio… —Es como usted dice… —¿Les has preguntado sus nombres? —Sí, maestro. Él se llama Äntaldur y su esposa, Näurie. El sanador caviló un momento tratando de recordar, rascando su cabeza insistentenemente, sin dar con algo. —Me suenan sus nombres… ay, ya me está atacando la chochera. —Maestro, ¿no será que eran conocidos suyos antes de perderse en el Bosque del Olvido? —Si fuera así, ellos no me recordarían. —Buen punto. Pero, ¿y si fuera así? Yo, de ser usted, voy y converso un momento para quitarme las dudas. —Tengo que arreglarme esta herida antes de conversar… —¿Cuál herida? —¿Herida dije? No, quise decir medida, debo tomar medidas. Con per- miso, ocúpate de Näurie y el bebé. —Sí maestro, eso haré. Äerendil dejó que su alumna corriera a cumplir sus deberes, recostán- 256

Victoria Leal Gómez dose en su pequeño catre adornado con las mismas hojas de filigrana de oro amarradas en su cabello. Apretaba su costado sintiendo que el aire se le iba, bebió una infusión de hierbas heladas antes de limpiarse con un trapo húmedo arrojado al suelo una vez todo estuvo medianamente bajo control. Ya cerraba sus ojos aletargados cuando Ëlemire irrumpió en el cuarto, dando pequeñas bofetadas al somnoliento hombre. —Maestro, ¡no se duerma! —¿Quién se está durmiendo? Dormir es para débiles…—La muchacha se disponía a arrojar los desperdicios en el suelo cuando Äerendil tocó su hombro—Eli, te vieras la cara que haz puesto, ¿pasa algo? —¿Qué cara? Esta es la única que tengo… usted está casi en el otro ba- rrio y quiere verme sonriendo. —Tienes una linda sonrisa, Eli. Hasta puedo decir que es una especie de tratamiento. —Ay, no te pongas... qué vergüenza. Te pones demasiado cursi… —Es cursi, tienes razón pero algo me dice que tienes otro asunto dando vueltas. —Es que el viajero que encontramos es de lo más… estirado, rarísimo. ¿Acaso nos hemos traído a un noble? Conversé con él unos minutos y… es rarísimo. Äerendil levantó las cejas y las orejas permitiendo a Ëlemire quitarle la túnica verde y las camisas marfiles. El sanador se rehusaba a ser exami- nado pero cedió cuando Ëlemire tomó sus manos enrojecidas por la sangre. —¡¿Qué es esto, qué hiciste pedazo bruto?! —Yo sólo quería ayudarle, ¿sí? Se estaba muriendo el corderito... —Pero, ¿es que eres imbécil? —Sí… —¡Pudiste haber muerto en su lugar!—Eli limpió la herida con paños húmedos y hierbas ya que la sangre manaba lentamente pero sin pau- sa—¡Me dijiste que nunca más usarías esta habilidad y aquí estás, casi convertdo en paté! Yo creí que le habías ayudado con sus rasguños, no que… —Je, je… no tengo remedio, ¿verdad? —Tú y tu corazón de abuelita… —Ay Eli… míralo, ¿no te dan ganas de apretarle las mejillas rosaditas que tiene? Ëlemire cerró la puerta del dormitorio mientras Äerendil tomó los hilos guardados en la mesita de noche al tiempo que su aprendiza alineaba los tejidos lastimados, disponiéndose a suturar la herida. El sanador resistió el procedimiento sin ningún tipo de anestésico, mirando a su alumna con una sonrisa adolorida una vez fue vendado. —¿Lo hice bien, maestro? —Sí… súper… nada más te olvidaste de… —¿Hice algo mal? —Oh no, no es nada… quedó perfecto. Nunca tuve las entrañas tan arregladitas… seguro están ordenadas alfabéticamente. Gracias. —¿Alfabéticamente? Pero maestro, yo no sé leer. 257

El Sanador de la Serpiente —Exacto, querida… Ëlemire buscaba prendas limpias cuando giró violentamente hacia Äe- rendil. —¡NO TE PUSE ANALGÉSICO, OH POR TODOS LOS CIELOS TE REMENDÉ LAS TRIPAS SIN NINGUNA ANESTESIA, SERÉ BRUTA! ¡NOOOOOOO! Me retiro, que soy mejor vigilando los muros de la villa ¡POR QUÉ NO ME DIJISTE NADAAAAA! —No grites, te van a escuchar por todo el bosque con esos pulmones de montaña que tienes… Y no importa ya, estabas nerviosa por el parto y el viajero… sólo ten más cuidado a la próxima, ¿sí? —¿Te dolió mucho? —Er… ammm… no voy a responder eso. El sanador estiró las manos, recibiendo una camisola marfil tapada por una túnica en color naranjo otoñal. Ëlemire ayudó a su maestro en la tarea de vestirse, afirmando su cabeza en el hombro de Äerendil una vez estuvo listo. —Perdón… —Te dije que no me importaba. —No, no es eso… es que usaste tu poder para salvarle la vida al peque- ño y… y eso fue lo que hiciste la primera vez que nos vimos, cuando Nikola me trajo a cuestas… me he acordado de ese día y nunca te di las gracias… —Te quedaste— Äerendil mimó la trenza de su aprendiza, sonrién- dole— para mi eso es más que un agradecimiento, Eli. No me debes nada… excepto la anestesia. La muchacha miró los ojos de su joven maestro asintiendo con la cabeza antes de afirmarse en el marco de la puerta mientras recordaba el día en que Äerendil le quitó la puñalada en su vientre para portarla en su propio cuerpo. Padeció de grandes fiebres por el veneno presente en la daga. Ëlemire también recordó que obligó a su maestro a prometerle que nunca más usaría esa habilidad por ser peligrosa, mirándole retor- cerse en medio de las hojas de su cama por el dolor en sus entrañas. —Júrame que ahora si que sí nunca más usarás ese poder tuyo, ¿vale? —Eli, estaba pensando en el niño—Äerendil se cubrió con una manta a los pies de su cama—¿Qué te hace pensar que es un noble? —Al principio, Lörel y yo pensamos que podría ser de la montaña pero bueno, yo no le conozco así es que no puede ser de allá y… —Es cierto… Cäreg Häld es pequeño, se conocen entre todos. —Escúchale hablar ahora que ya está mejor. Habla como Länor y Kärai- deru… —¿En su expresión, su merced, haya falta o perversidad, querida mía? Cuarenta años atrás era la manera única de parlar, dicha para mis oídos. —Ay maestro, no se ponga así que no le queda, nosotros los de la mon- taña y los del bosque no hablamos así, nunca lo hemos hecho y bueno… ¿no es muy joven para hablar así? —Pero qué prejuiciosa, Lörel también “habla así”. Y sabes, no es tan di- fícil, si escucharas a mi abuelo, te mueres… y Lörel va para allá. Digo, de hablar no de morirse. —¡Sólo “habla así” cuando habla con el viejo Kära! 258

Victoria Leal Gómez Äerendil dificultosamente cambió deposición en su catre, o al menos eso intentó pues fue incapaz de acomodarse sin ser asistido por Ëlemire quien le brindó una almohada. El sanador lucía satisfecho pero la alum- na presumía que su maestro no permanecería descansando. —Yo hablo con él si tanto te molesta. Ve con Näurie, ella es de esas de- licadas mujeres con problemas al parir. Sugiérele un remedio para no tener más hijos. —Sí, maestro… por lo que veo sí le recuerda. —¡Pero dile a Äntaldur que a él también le toca su parte, que su mujer no pone de gorda como las gallinas! —Lo haré… Ah, maestro, hoy iré a visitar a Länor, su nieto me ha dicho que se encuentra afligido por una sustancia oscura… Äerendil dio un respingo al escuchar a su aprendiza, entregándole un saquito herbal al abandonar su lugar de reposo. —Quema esto cuando llegues a su casa. Ya tendremos tiempo de con- versar al respecto. —Sí, maestro. Ëlemire tomó el saquito antes de correr al cuarto donde la señora y su bebé aguardaban junto al feliz padre. Esos minutos fueron aprovecha- dos por Äerendil quien dejó su dormitorio para regresar a su recepción. El sanador lavó sus manos en la jofaina sobre el mesón antes de servir la sopa caliente y revolverla por algunos minutos antes de dirigirse al cuarto del pequeño viajero a quien encontró mirándose el brazo enta- blillado. El niño recibió una crema de aroma paradisíaco, contenida en un pocillo de barro. —Sírvete, es sopita de cebolla dulce. La he entibiado para que no te que- mes. —Muchas gracias… por todo. —No hay problema, me gusta lo que hago, corderito. —¿Cómo me dice? —Nada, no dije nada. El viajero sorbía el manjar cuando Äerendil se sentó a los pies de la cama. — ¿Puedo saber cómo te llamas? Es que es raro hablar de ti como “el que encontraron en el camino” o “el paciente de la cama Ciprés”… bueno, ese es el trato correcto pero a mí no me gusta, es muy frío. El viajero entregó el pocillo a quien sonreía a los pies de su catre. Bajan- do la mirada, revolviendo en sus memorias, el joven buscaba su nombre sin poder encontrarlo. —Yo… —Te escucho. —Me llamo… —Te llamas… —El…Dag… Mmm…Er… —¿Eldagmer? Que nombre más feo, suena como a ladrido de perro. Me recuerda a los nombres que se usan en la capital. —¡Ëruendil! ¡Me llamo Ëruendil! —¿Ëruendil? —¿Puedo saber la razón por la que mi nombre le causa extrañeza, que- 259

El Sanador de la Serpiente rido sanador? —Nada, es que es… un nombre antiquísimo. Ya no se usa. Qué raro, ¿por qué tus padres te pondrían un nombre tan viejo? —¿Viejo como el suyo? —Cuidadito con lo que dices. Yo no soy viejo, sólo estoy mayorcito. Ëruendil subió y bajó los hombros recordando de mala manera que no debía moverse. Äerendil sujetó el brazo de su paciente, ayudándole a recostarse. —Mejor descansa, ¿vale? Si necesitas algo, usa esto— Äerendil entregó una campanita a Ëruendil quien observó el brillo dorado del objeto—Si no vengo yo, vendrá Ëlemire… en el peor de los casos vendrá Lörel pero trataremos de que eso no pase. Ëruendil asintió en silencio siendo cubierto por la frazada de lana. —Ëlemire… —Sí, ¿pasa algo con ella? —Es un nombre… maravilloso. —Pero es pequeño para ella… créeme. —Le creo, hasta lo he comprobado—Äerendil ya se retiraba cuando Ëruendil jaló su manga—Escuché a un bebé mientras dormía… —Ah sí, esto… tengo un primo nuevo… es decir… No, sí, es que nació un niño y… esto… qué raro. —¿Le sucede algo, mi buen sanador? —Sí y no… es como si hubiese olvidado algo. Pero no te preocupes, son cosas de hombre viejo. —¿No que sólo está mayorcito? —Tú descansa y arrópate bien, ya estamos en medio del invierno. Hoy me toca salir y conseguirte ropa, es probable que Ëlemire se encuentre sola por unos minutos… —Muchas gracias… —Al carajo, te presto mi ropa vieja. Espero no te moleste el reciclaje. El sanador abandonó la estancia cerrando la puerta fimemente mas si- lencioso. A paso lento recorrió el pasillo conectando los dormitorios arribando a la cocina donde arrojó el pocillo de barro en un fregadero, sentándose en la mesa, repasando las páginas en blanco del libro verde que portaba Ëruendil entre sus cosas. —Entonces, este libro no puede ser suyo porque está firmado por un tal Dagmar Wilhelm Heinrich Burke… mierda, qué difícil es leer la lengua de los hombres y, ¿por qué tantos nombres, carajo? Ni que los usara todos… von Älmandur-Freiherr, Príncipe de Älmandur, Duque de Aza- lea, Conde de Roca Viva, Barón de Bëithe y Señor de la Isla en el Cielo… parece que es noble pero seguro es sólo una mala impresión mía. Sí, seguro es un malentendido y este libro es, ¿prestado? Espera, dijo que se llamaba Eldagmer, tal vez sólo esconde su identidad… o yo soy muy paranoico—Äerendil cerró el libro con violencia, mirando su rostro en un espejo frente a él—Espera, ¿Wilhelm? ¿Será que es el mismo niño que me prestó su nombre cuando yo era un crío perdido en el bosque? No, no puede ser, entonces sería más viejo que yo… y no es así… Ëlemire apareció en la cocina limpiando sus manos con un trapo arro- jado a su suerte en el fregadero. La muchacha bebía un poco de agua 260

Victoria Leal Gómez cuando notó la confundida expresión de su maestro sosteniendo un pe- queño libro verde. —Maestro, ¿algo le molesta? Parece sufrir de dolor de cabeza y ese dolor no sería nada pequeño. —¿Me haz dicho cabezón? Que es el pelo, Eli, tengo mucho pelo. —Es verdad, hablo desde la envidia de ser casi calva... pero en serio, ¿qué le pasa? —Sólo pensaba y… nada, no tiene importancia. Excepto un detalle… —Ha comprobado que habla raro, ¿verdad? —Eli, tú no sabes leer, ¿verdad? —Lo siento, maestro… —Sabes si Lörel… —Maestro, nadie en Bëithe sabe leer o escribir, le aseguro que en Oro- phël el único con esa habilidad es el líder y así mismo en Cascadas, en Hoja Verde y… usted es el único afortunado por estas tierras. Espero no desilusionarle. —No, qué va, mejor así…y tienes razón, el viajero habla como abuelo y con un fuerte acento de Älmandur. Ronronea cada vez que pronuncia una “erre” y pronunció un nombre de perro. El libro envuelto en seda verde fue dejado con las demás pertenencias de Ëruendil las cuales reposaban en un casillero cercano a la salida. Äeren- dil levantó las cejas cuando le golpeó el recuerdo de un bebé durmiendo al son del arpa. Miró a su izquierda, sabiendo que Ëruendil era su sobri- no pero guardó silencio, cerrando la puertecita del casillero, escuchando a Ëlemire. —Probablemente viaja por temporadas, de la misma forma en que usted lo hace. —Pero a nadie se le pega el acento por estar una temporada, si fuera por eso ya estaría hablando en siamés. —Al mundo le sobran los imbéciles, maestro… —Ëruendil tiene el acento de alguien que aprende el idioma de los Sir- vientes pero… ¡es que lo habla fluido! —Si lo aprendió por libros, debe tener un tutor, de otra forma es impo- sible. En Älmandur quedan pocos “puros” como usted y los mestizos estamos olvidando nuestro origen… y nuestra lengua. —Es verdad lo que mencionas… Äerendil bajó la mirada acercándose al mesón donde una botella de vi- drio transparente contenía un licor amargo de hierbas. El sanador se sir- vió una poción en una pequeña copa de madera, ofreciéndole un poco a Ëlemire quien tapó su boca al darse cuenta de que había lastimado a su maestro. —Ay, perdón por lo que dije, yo… no era mi intención. —Nah, tienes razón. No puedo tapar el sol con un dedo—El sanador suspiró melancólico, como si una memoria le visitara—Mejor conversa- mos sobre el corderito… —¿Cuál corderito? —Digo, ¡Ëruendil! tienes que cuidarle porque no estaré disponible y tendrás que encargarte de él y de Näurie y su bebé. —A su orden, maestro y regrese a su cama. 261

El Sanador de la Serpiente —¡Ya estoy viejo para que me digas lo que tengo que hacer! —¡Se te van a caer las tripas y nadie te las va a recoger! Ëlemire agarró a su maestro por el brazo, ignorando su risa le arrastró con facilidad de regreso a su dormitorio, donde fue encerrado con llave. *** La Sala de Guerra llevaba pocos meses de abandono, los estan- dartes de las familias influyentes del reino eran retirados por los sirvien- tes cuando Sebastian ingresó, fijando su vista en el trono donde Hagen sostenía el peso de su corona en metal negro. El muchacho mantenía la marcha pausada y silente habitual, esquivan- do soldados y pajes Umbríos. El mapa en la mesa central estaba completamente marcado por ban- derines y líneas garabateadas con tinta, el rey bebía del jarrón de vino ofrecido por Mila quien recibía las quejas de su soberano. —¡Esta porquería tiene agua! ¡AGUA! —Majestad, es sólo vino… —¡NO ES VINO! Hagen preparaba la bofetada cuando la mano de Sebastian le detuvo. —Majestad, no pierda su tiempo golpeando a una doncella y otórgueme el honor de una plática. Mila bajó el mentón mirando de reojo al inquieto rey. La sirvienta retro- cedió a la mesa, sirviendo una copa de vino a Sebastian quien reconoció el aroma de las uvas. —Maravilla de bebida. —Es una porquería. —Querido soberano de mi corazón—Sebastian palmeó la espalda del hombre a su lado, quien clavaba su mirada en las regiones sin trazar del mapa—Usted se ha acostumbrado a bebidas destructoras. Por favor, beba conmigo de este dulce manjar. —De qué hablas, zalamero. —Usted ha estado bebiendo sangre mezclada con vino, Majestad—Se- bastian guiñó el ojo a Mila, dando por entendido que lo mejor por hacer era marcharse. La sirvienta asintió silente, desapareciendo entre pajes y estandartes— Por eso, este le parece tan terrible, ya se ha acostumbrado a la inmundidica de los brujos. Hagen recibió la copa ofrecida por Sebastian analizando la textura del líquido, el aroma, el reflejo de su rostro exhausto… —Nada me garantiza que no me estás envenenando. El muchacho sonrió tomando la copa del rey, bebiendo un trago. —Espero no le resulte desagradable encontrarse con mi calor en su copa pero desconozco otra forma de probarle la pureza del licor, Majestad. Confíe en mi, soy su más firme aliado en esta batalla. —¿Te crees capaz de deshacerte de la áspid? —Si usted coopera, por supuesto que sí. He averiguado mucho sobre ella, tanto que en segundos he sentido temor por saber de temas obs- cenos. Ayúdese entregándome la información manejada por usted, le aseguro que esa mujer será destruida. 262

Victoria Leal Gómez —Qué debo hacer para liberarme de ella y recuperar a mi hija… —Primero, demuéstreme que le interesa hacerlo. —¡YA TE DIJE QUE NO LE QUIERO CERCA! —Majestad—Sebastian miraba los bocados de queso ofrecidos por una mucama de negro. Los examinó cuidadosamente sin llegar a probarles pues desconfiaba de los Umbríos—Retráctese de invadir Knoxos y des- hágase del poder obtenido a través de las Artes Mágicas. —¡SERÁS MAL NACIDO! —Sólo de esa forma usted demostrará su desinterés en ser un brujo, en consecuencia, su interés de eliminar a Elisia y recuperar a su hija. —Tú, hijo de… Sebastian sonrió refrescando su garganta con un sorbo del dulce vino, ensartando su vista en los opacos ojos del rey. —Atrévase a insultar a mi madre y verá lo que le pasa, Majestad. Hagen no podía tolerar la presencia de aquel mozuelo, alzó los brazos como alas de cuervo, envolviéndose en la arenisca sombría y arrojándo- la a Sebastian. —¡NO TE NECESITO, YO PUEDO HACERLO SOLO Y A MI MA- NERA! Sebastian recibió un doloroso golpe en el pecho que perforó su alma como mil espadas. La aflicción en su cuerpo le hizo tambalear, miró a Hagen por el rabillo del ojo sabiendo que no podría luchar frente a los miles de Umbríos rodeando al soberano quien esperaba la muer- te del muchacho. Sonriente le sujetó de la barbilla con desilusión pues Sebastian enseñaba firmeza en sus ojos. El muchacho ignoró la ira de su contendor y abrió la mano en lo alto invocando un gran destello de los cielos, destrozando las piedras de la techumbre. Las baldosas caye- ron como arenisca sobre los muebles, los sirvientes y los estandartes arrojados a su suerte sobre la piedra. Las maderas rasgaron cortinajes y destrozaron esculturas, el polvillo encegueció a Hagen. El hombre co- rrió desconociendo la salida, golpeándose contra una pared desgajada. El rayo solar se posó delicadamnte en la palma de Sebastian quien rees- tableció el día en el palacio real oscurecido por la bruma. Hagen no lo pensó dos veces, furioso tomó la Piedra del Crepusculario guardada en su alforja usando la punta de la aguja para invocar Umbríos desde lo profundo de los rojos en el centro del mundo al clavar el cuarzo violeta en el suelo. Aquellos jinetes de calaveras y lanzas rasgaron la tie- rra con sus zarpas, asomando sus cabezas sin piel por entre las piedras trizadas. Los Umbríos de negro hueso se abalanzaron contra Sebastian, quien, en actitud de rezo, lanzó el rayo solar desde su mano hacia Ha- gen. El hombre de capa negra fue empujado por nubes transparentes cu- yas formas recordaban a los pavos reales, sorprendiendo al mismísimo Sebastian quien, hasta el momento; desconocía el poder prestado por los Altos. La espina de Hagen se azotó contra muros y estandartes, cayó envuelto en telas rojas y armaduras desarmadas. De los Umbríos sólo quedó el recuerdo, Hagen miraba a la Piedra del Crepusculario apagarse irremediablemente y no obedecía a su llamado por mucho que recitaba sus palabras oscuras. El resplandor violeta bri- llante que provenía del centro desapareció, la Piedra del Crepusculario 263

El Sanador de la Serpiente sólo era trozo de cuarzo sin mayor atractivo que sus naturales recovecos. Sebastian extendió la mano para ayudar a Hagen a ponerse de pie. —Hagen, le conviene ser mi aliado. Aléjese de Elisia y sus artes de la brujería. Entregue esa aguja de cuarzo, le envenena. —Tú también eres un brujo, ¿con qué moral me pides apartarme del camino en el que he puesto mi vida? Hagen azotó la mano de Sebastian negando a sujetarse de él para po- nerse de pie. Sacudía sus ropajes de la tierra, acariciando su adolorida espalda cuando Sebastian negó con la cabeza. —Hace aseveraciones extrañas, estimado ¿Qué es un brujo? Un ser que se hace siervo de artes viles para complacer sus egoístas deseos. ¿Un mago? Sólo un brujo astuto que camufla sus intenciones de blancas pa- labras. No soy ni lo uno ni lo otro, Majestad. Este poder es prestado y pertenece a… —Qué es… niño, dímelo. —¿Lo codicia? Si es así, es probable que no se le enseñe ni la más míni- ma parte. —Sólo quiero saber qué es, de dónde viene… —Este poder es—Sebastian acomodó los ropajes de Hagen, sacudiendo sus hombros del polvillo—Es de alguien especial cuyo nombre usted no merece. —¡Pamplinas, eres un brujo! Ya imagino la forma en que conseguiste esa fuerza… y nosotros creyéndote puro e inocente. Sebastian expresaba agotamiento frente a Hagen, mirándole desprecia- tivamente. —Veo que sólo escucha lo que ansía oír. Ciertamente es lamentable, ustedes un hombre de fuerza e inteligencia pero esas artes extrañas se están llevando su cordura. Una dolorosa pérdida para el reino sería que usted me rechazara como aliado, mi querido Hagen. —Iniciaremos el asedio a Knoxos. —La gente de Knoxos hará un asedio a su asedio, no son como les ima- ginamos, Majestad… ellos dominan esta extraña fuerza y barrerán sus tropas como si fueran insectos. En Knoxos hasta las piedras son brujas, no se meta con ellos. Lo que conseguirá será apresurar su muerte… si es que eso es posible, por supuesto. El pórtico de ingreso principal fue abierto violentamente por Elisia quien corrió por el salón en dicha inexplicable, sonriendo y flotando como un hada de bosque. Su alegría fue contagiada a Hagen quien recordaba la expresión de su dulce niña. Sin dudarlo ni pensarlo, el hombre abrazó a la bruja reci- biendo un beso en la mejilla. —Hagen, ¡Un Alto estuvo aquí, me lo han traído al fin! La vitalidad e inocencia tan añorada, a mi alcance tras todo este sufrimiento… —Señora Elisia, ¿de qué habla? —Su poder, su magnificencia, la calidez de su corazón estuvo en el pa- lacio y pude sentirle. Dime, ¿dónde le tienes, porqué no le ven mis ojos? ¡DÁMELO, DÁMELO! Ese Alto es MÍO, SÓLO MÍO. DEVORARÉ SU CARNE Y SEREMOS FELICES. Sebastian se alejó lentamente del cuadro observando como las livianas 264

Victoria Leal Gómez nubes se evaporaban lentamente a su alrededor, sabiendo que cargaba con una responsabilidad nunca imaginada. Cerró los ojos empuñando las manos, Hagen intentaba contener a Elisia pues se agitaba como gusa- no cubierto por sal. El muchacho abandonó la Sala de Guerra agitando un pañuelo blanco desde la puerta y susurrando palabras que sólo Ha- gen escuchó en su mente. —Mis hombres no irán a Knoxos. Usted tampoco lo hará, ¿verdad? Sé que ansía el retorno de Frauke mas, para ello, debe abandonar la magia, sólo de esa forma podremos hacer algo por su niña. El muchacho sonrió, volteando para silbar una melodía jocosa en direc- ción al corredor siguiente. Hagen apretaba la cintura de Elisia, sintiendo el calor de la furia en su pecho. —¡DÁMELO, HAGEN! LO QUIERO PARA MI Y SÓLO PARA MI, ESE NIÑO TAN PURO…Oh, ¿por qué no recuerdo su nombre ni su rostro, dónde se ha ido? —¡BASTA! Hagen abofeteó a la muchacha, arrojándole al suelo. Mila tapó su boca dando un salto, corrió en auxilio de su perdida señora. Hagen le empujó, la sirvienta se deslizó tras unos tapices, desapareciendo para reunirse con Sebastian en algún sitio. Elisia se retorcía abrazando su torso, extasiada con la luz solar ingresan- do por el agujero en la techumbre, estiraba las manos buscando tocar un rayo cristalino formado de plumas de albo pavo real. Los cantares de los Altos se sumergían en los corazones de quienes habitaban la Sala de Guerra en esos minutos, los soldados y sirvientes cayeron de rodillas ante las voces de los cielos, desvaneciéndose todos los Umbríos en la servidumbre. —Es tan hermoso…—Las lágrimas de la muchacha mancharon sus me- jillas de negro, ensuciando su cuello y escote mientras Hagen le abraza- ba, besando sus mejillas antes de hundir su rostro en el cabello borgo- ña— Es tan puro y maravilloso… extraño tanto esa presencia… —Frauke… perdóname… Las diminutas plumas escarchadas se trenzaron en los largos dedos de Frauke quien escuchó la voz de su madre, hablando a su corazón. —Te amo, querida… regresa conmigo. Frauke mimó las plumas en su vestido sin entender porqué le ardían las entrañas. Miró a su padre anonadada, tocando el frío metal negro en su cabeza. Los cantares y las liras se esfumaron llevándose la belleza de los palacios marfileños apreciados por los ojos de la muchacha en la piedra trizada. Frauke miró a su padre sin entender porqué sus lágrimas eran tan oscu- ras como las de ella. —Papi… lo sagrado me ha llamado, aleja a Elisia de mí… ella quiere el poder sagrado pero sufre… sufre daño cuando lo tiene cerca… porque ella fue sagrada y ahora no lo es pero no puede ser… como antes. Es prisionera de alguien… y será libre cuando entregue… al más inocente a cambio de ella misma. —Mi niña… perdóname. Me arrepiento, déjame solucionarlo… Sacare- mos a Elisia de este mundo. 265

El Sanador de la Serpiente —Papá, tú no puedes hacerlo… te pido no te involucres más en esa… caverna tan oscura de la magia—Frauke mimó la mejilla de su padre, acurrucándose en su pecho—Nikola puede… pídele antes que Elisia le haga su prisionero. Él es bueno… él conserva inocencia pero… le resta muy poca. —Hablaré con él, lo prometo. —No le juzgues… por lo que ha hecho. Él… es otra víctima… de su debilidad. Es bueno, en verdad… lo es. Por favor… no le uses más… él sólo desea… ser amado por alguien. El sol atravesando la techumbre se hizo tenue, habitual. Las plumas de ave real se volvieron vapor de rosas en la sala dando lugar a que los Um- bríos retomaran sus puestos de vigilancia eterna junto a Elisia y Hagen. Padre e hija fueron rodeados por sirvientes oscuros y trasparentes. Fue- ron observados, sus costillas arrinconadas con miles de afiladas lanzas de acero azabache. Hagen alzó la vista moviendo la mano y apartando a los Umbríos. Tomó a su hija en brazos llevándole por los pasillos alfombrados entre sirvien- tes revolviendo estanterías con libros y soldados acarreando infantes a las mazmorras. El arrepentido padre acostó a su hija en su propia cama besando su fren- te antes de acurrucarse a su lado y cerrar sus ojos, arrojando la corona negra por la ventana. 266

Victoria Leal Gómez 267

El Sanador de la Serpiente 16. El sol y la luna. Käraideru era un viejecito de barba y cabello perfectamente blancos, seco por el paso de los años pero de ojos caoba, brillantes y juguetones, sin el típico desgaste blancuzco propio de la vejez. Según la hora del día podías saber si llovería porque con la humedad el hom- bre imitaba al petricor y al sol su aroma era tostado, parecido al de las avellanas y en su coronilla desnuda se reunían los Bailarines de Trébol a patinar. Heredó de su padre el liderazgo de Villa Bëithe porque esa era la costumbre dejada allí desde los timpos en que la primer líder excavó su cabaña cerca de la copa del tronco más añoso de la arboleda. El nom- bre de esa mujer era Färam, que significa flor; y su amor y dedicación a estos seres vivos le llevó a vivir entre verdores y blancos. Llegó junto con Shäilesh a este mundo y le acompañó en su decisión de quedarse, sus hijos crecieron en la villa y el mayor de ellos heredó el puesto de su madre cuando esta regresó a la Isla de Cerámica, lugar que usan los Al- tos para trasladarse de mundo en mundo. El hijo mayor de Färam tuvo tres vástagos y el más capacitado para heredar el puesto era Käraideru, el menor de todos, a quien se le entregó el don de Ojos de Alma, habilidad que permite caminar entre sueños y recuerdos ajenos. El viejo tenía trescientos setenta y siete solitarios años pues enviudó jo- ven debido a que su esposa era nativa de este mundo pero vivía feliz de cuidar el recuerdo dulce de su mujer: el pequeño Lörel, su único hijo de trescientos noventa y tres, a quien le daba suficiente espacio para descubrirse. Käraideru, que se traduce como hombre inocente; recordaba los prime- ros años en que Lörel empezó a vigilar la villa, sus heridas y morados en la piel, su torpeza con las dagas y el arco. Tan diferente era su niño ahora diestro en defender su cuna que era capaz de usar un mondadientes como arma. Sin embargo, y lo que más lamentaba el anciano, era que el muchacho no controlaba su poder de predicción y soltaba sus visiones futuras en cualquier conversación. Esa mañana el anciano meditaba consejos para su pequeño beiendo su acostumbrada agua hervida matutina, oteando los rayos del sol atrave- sar las copas de los árboles donde su vivienda se edificaba. La brisa lucía especialmente reposada mas la niebla susurraba noticias poco habituales. A su lado, el segundo hombre más anciano de Bëithe bebía de un pocillo cierto jarabe para los dolores de huesos. Allí, en la vivienda más alta en el tronco más robusto, los ancianos sonreían en silencio al notar el vuelo de una polilla traviesa posándose en la rodilla de Käraideru, sentado sobre unos cojines en el suelo.. —Tan plateada y vivaz, ¿nos traes noticas de lo que no podemos ver, pequeñita? El amigo de Käraideru rellenaba la tetera cuando el crujir natural de la madera acusó a un visitante subiendo las escalinatas. Lo primero en aparecer fue el cabello negro y la corona de hojas azules del vigilante quien ingresó lentamente, regalando una reverencia a los ancianos. —Padre mío, Käraideru y mi estimado Länor, siempre es un honor ser- viles. 268

Victoria Leal Gómez Länor era como Lörel en el sentido de que uno de sus padres era huma- no y el otro, Sgälagan; con la gran diferencia de que le llevaba una ven- taja de doscientos años mas aún así, era cien años más joven que el viejo Kära. Tenía la piel como la corteza de un árbol desgajándose y su cabello todavía conservaba algo del castaño original, siendo rizado pero caótico como un nido mal hecho, atrayente de ramitas y hojas. Al contrario de Kära tenía la espalda encorvada pues el arado en su juventud le jugó en contra en la adultez pero era feliz, según él, el dolor de huesos era seña de una vida honrada y nadie se atrevía a discutir eso, mucho menos con un hombre de paciencia breve. En sus años mozos no tuvo la opor- tunidad de conocer esposa por lo que se entregó completamente a las enseñanzas de Käraideru quien se transformó en su amigo tras algunos años bajo su tutela. El tiempo le hizo un cascarrabias sabio, encargado de aunar las disonantes opiniones de los habitantes de la villa. Cuando Lörel tomó un cojín para sentarse en las tablas del suelo, Länor servía el segundo pocillo de agua hervida, ofreciendo una fruta al joven vigilante cuyas protecciones de cuero demostraban las batallas constan- tes. —Lörel, ¿quieres una antes de que se pudra? El joven aceptó, retirando la cáscara de la fruta. —Muchas gracias, querido Länor. —Lörel—Käraideru acomodaba su huesuda espalda en los cojines del rincón— Acostumbras a visitarnos solamente cuando hay problemas. Deberías venir más seguido a compartir con nosotros. —No lo tome a ofensa, querido viejo, pero defender Villa Bëithe es difí- cil, sobre todo desde el Mes del Sol. Los Äingidh desean comer nuestras cosechas y últimamente están tras algo más. —Pan de cada día, no se justifica tu presencia. —Lo ha dicho usted. Länor observó cierto destello en los vivaces ojos de Lörel. —Niño, tus ojos brillan como los de un cervatillo presto a la flecha del cazador. Algo me dice que tienes una corazonada. —Länor… mis ojos han presenciado horrores. Hemos confirmado ata- ques a Villa Hoja Verde, Villa de las Cascadas, la Aldea de la Rivera y Roca Viva… —¿Cómo? ¿Todas al mismo tiempo? —Sí, querido Käraideru. Los ataques fueron simultáneos, algunos con desfases de horas o días… tan perfectamente organizados que no hubo tiempo de rescatar a nadie. Y he allí lo más grave: los habitantes desa- parecen, sólo algunos se las han arreglado para escapar refugiándose en Orophël, que es de los últimos poblados en pie. Si aún no han dado con Bëithe es porque estamos en la frontera más lejana pero es sólo cuestión de tiempo—Lörel terminó su fruta, acercándose al viejo Kära—Lo peor es lo que me informó uno de mis colegas: los Äingidh están liderados por un humano y seguidos por cientos de estos. Además, existe un ter- cer grupo casi invisible a los ojos y se mueven estre las sombras como la tierra quemada… —¡No, no, no!—Länor negó con la mano en alto— ¡Nadie se hace vapor porque sí! Nuestros ancestros son los únicos que tienen tamaña volun- 269

El Sanador de la Serpiente tad, ¿qué fue de esa gente desaparecida? Lörel se mantenía arrodillado a pesar de sentir los clavos de la madera. Länor sirvió un pocillo de agua caliente al joven quien bebía alterado. Käraideru descubrió un brillo extraño en su hijo, tranquilizándole al mimar su hombro. —Dime qué vieron tus ojos. —Padre, puede verlo a través de mi, si lo desea. —¿Me permites? —Sí, querido viejo. Hágalo. El anciano posó las yemas de sus pulgares en los negros ojos sombrea- dos de marrón que Lörel cerraba. Käraideru masajeó las sienes del joven con sus índices, consiguiendo sumergirse en los recuerdos vívidos del fuego, soldados de negra armadura y una sombra mayor indescifrable en la bruma. A través del sueño de Lörel, el anciano caminó entre las víctimas, escuchando los gritos de las madres desprendidas de sus hijos, de los hombres lamentando a sus padres, los animales sacrificados y la sangre siendo limpia enfrascada y etiquetada antes de entregarse a las manos de un humano de cabello azabache. El viejo Kara atravesaba las callejuelas en llamas sin ser visto por nadie, ni siquiera los animales. Una puerta pintada de blanco adornada con flores llamó su atención e ingresó a la vivienda de piedra como si una voz le susurrara. En su interior estaban las huellas de una madre desesperada por abandonar su hogar, como si alguien le hubiese advertido del mal. Käraideru reco- gió una masticada manzana verde en el suelo, examinando las pequeñas mordidas, notando una presencia extraña a sus espaldas. Al voltear se encontró con flamas tan rojas como la sangre viva envolviendo a un hombre hecho de negro al que no se le veía el rostro. La mano oscura se estiraba lentamente hacia el hombro del anciano y consiguió manchar- le con brea caliente cuando Lörel sintió miedo de la figura, agarrando fuertemente las muñecas de su padre, interrumpiendo las memorias. Länor abrigó a Käraideru, la manta de lana servía para darle sentido de realidad al viajero de recuerdos quien no se avergonzaba en enseñar dolor en su agrietado rostro. Una vez conforme, retiró los pulgares de los párpados de Lörel sujetan- do su cabeza, confundido. Por un momento, sintió las memorias del anciano en las que vio una corona negra posarse sobre su frente. Kärai- deru miró a su niño con sorpresa, acomodando la torcida corona de hojas azules. —Lörel, estos son los relatos de otros vigilantes mezclados con tus pro- pias experiencias. —Así es, querido viejo. —Terribles historias… me diste acceso al relato más lamentable. —Käraideru, ¿hay algo más terrible que yo desconozca? —Uno de tus amigos de vigilancia estuvo en Villa de las Cascadas esa fatídica noche, siendo herido por una flecha, ¿no es así? —Äerendil está tratándole pero, ¿qué vio mi amigo? —Al Guardián de la Fragua Eterna, le vio siendo presa de la maldad enviada por un poderoso hechicero. Lörel levantó las orejas pues también vio lo que el anciano escudriñó a 270

Victoria Leal Gómez través de los relatos contados por otros vigilantes. —Creo que fui usted por un segundo del sueño. —Sí, lo fuiste. Tienes el don, Lörel, deberías tener cuidado. A medida que el tiempo trascurra en tu piel serás capaz de otras maravillas y, algu- nas de ellas, te perseguirán por las noches. Por ello, sé prudente con los recuerdos que guardas. —Yo… —Ahora no es momento, ya lo conversaremos después cuando sea tu turno de liderar Bëithe. ¡Ve a la Fragua Eterna a liberar al Guardián! ¡Ve, raudo como el viento, Lörel! Ya el Mes del Ungido se marcha y los te- rribles fríos del Mes del Hielo no te dejarán caminar hacia el Guardián. Esperar hasta la primavera sería un error grave que se llevaría la vida de todo Älmandur… —Käraideru, Länor—Lörel afirmó su frente en el suelo—Gracias por su guía. —Sé un buen niño, Lörel, como siempre lo has sido. Länor mimó la coronilla del joven guardián quien bajó las escaleras al deslizarse por ellas, corriendo por los puentes entre los troncos donde las viviendas de los vecinos y tenderos se agolpaban entre charlas y risas. En su carrera, Lörel arrojó accidentalmente unas lámparas, empujó a un grupo de niños tras su maestra y bajó torpemente otra escalera, aquella que le llevaba a la vivienda de Äerendil. Ciego por la petición de su padre, Lörel chocó contra Ëlemire arrojándole a la madera. La mujer acariciaba su adolorido trasero mirando con rabia a su colega agitando las manos en el aire. —¡¿Por qué carajas corres?! ¡Sabes bien que las calles son estrechas! —¡Perdón! Pero qué bueno encontrarte, ayúdame con esto. —Esto qué, Lörel, ¿de qué hablas? Lörel ayudó a Ëlemire a ponerse de pie, sacudiendo la ropa de la mu- chacha cuya gran cicatriz atravesaba su frente de derecha a izquierda, entorpeciendo el párpado contrario al origen del corte. —¿Te acuerdas lo que nos contaron de los ataques en las villas? Ëlemire mimaba su nalga derecha con cariño. —¡Claro que me acuerdo, pasó anoche! —Läu vio al guardián de la Fragua Eterna, le vio enfermo, la brea violá- cea de los brujos ha infectado su corazón y ahora… ahora el guardián ha olvidado su labor de cuidar el Corazón del Mundo y fabrica nuevas gentes de oscura faz. —No puede ser, los guardianes no son simples criaturas de gran tamaño puestas en nuestros sitios sagrados, aquel que les ha enfermado a de ser alguien monstruoso… —Eli, te juro por mi padre y mi madre que te digo la verdad. Lo vi a través de los recuerdos... —Tranquilo, Lörel, yo creo en tus Ojos del Alma. El problema es que la Fragua Eterna está muy lejos, en los límites al norte de Älmandur, ¡es un viaje de seis meses a caballo! —Debemos ir y sanarle o si no— El vigilante recobraba su aliento— su conexión con los demás guardianes… —¿Crees que también enfermen? 271

El Sanador de la Serpiente —No lo creo, lo sé. Lörel usó su daga y rebanó la corteza blandengue de un árbol cercano, enseñando la brea violácea reemplazando la dorada sabia natural del abedul que servía de hogar. —El guardián del Bosque está gravemente lastimado, si esto continúa él se irá del mundo y arrastrará a la hierba, las flores y los animales… —Y a nosotros. Los sitios sagrados deben permanecer puros. Oh no, mi montaña, la Loba debe estar enfermando… —Vamos con el maestro, él debe conocer la cura para el mal que enfer- ma a los guardianes. Iremos a donde sea, cómo sea, ¡así tengamos que recorrer Älmandur a pie! Lörel y Ëlemire asintieron al mismo tiempo corriendo hacia el hogar de su maestro sanador, atravesando bruscamente la cortina blanca, en- contrándose con el recién bañado Ëruendil y su sonrisa feliz junto a una olla sobre el mesón. Lörel revisó al muchacho de cabeza a los pies notando su recta postura, sus dientes bien puestos y saludables y los pies pequeños con estupendo arco propio del buen calzado. Afirmó su mano en el hombro del chiquillo, mirando las orejas ligeramente puntudas y rosadas en sus bordes sin encontrar cataduras ni cicatrices de batalla por ningún sitio. Ëlemire también observó a Ëruendil pero se enfocó en el brazo entabli- llado y la postura impropia de una herida grave en el hígado. Le sacudió por los hombros, inclinándose para mirarle a los ojos. —¿¡Ya te sientes bien!? Ëruendil enseñó su cautivadora y dulce sonrisa a la aprendiza. —Äerendil me ha servido un desayuno resucitador, le he ayudado en or- denar sus libros y limpiar su escritorio de modo que afirmo con certeza que, efectivamente, me encuentro saludable. Agradezco su preocupa- ción, estimada mía. —¿No podías responder “sí, estoy bien”, como todo el mundo lo hace? —Eli, ¿este es el vagabundo todo mojado con el brazo largo que fue llamado comida para gato? ¡Mírale! ¡Si yo fuera mujer, le pido matrimo- nio!—Lörel se inclinó ante el muchacho—¡Majestad, a sus pies! Use mis talentos como le convenga, mi señor. Ëlemire miró de arriba abajo al antiguo esquelético vagabundo anóni- mo sin ser capaz de creer la salud y fuerza que enseñaba al poco tiempo de levantarse del reposo. Ëruendil regaló una venia a la aprendiza, quien se sonrojó al desconocer una respuesta. —Sí, es el vagabundo… ¡pero no me trates como si fuera una princesa! ¡Y tú, pendejo, no le trates como si fuera un rey! —¡Está como lechuga! ¡El maestro dijo que era comida para gato! En- tonces ¡si que es de los nuestros! O de los tuyos porque es muy rubio, ¡o tal vez es pura sangre como el maestro y por eso aguanta tanto! —Lörel, cierra la boca… —¡Otro montaraz en Bëithe, qué emoción, de seguro puedes derribar cien ferales con una mano y los ojos vendados! ¡No más preocupaciones para los muros de la villa! —Em… es un elogio muy grande e inmerecido. Desconozco las virtudes en mi interior, querido… 272

Victoria Leal Gómez —Lörel, hijo de Melmie y Käraideru. —Querido Lörel, es un placer. Y usted, Ëlemire… —Am… yo, sí… esto… ¿se te antoja algo? —Estoy en deuda impagable con su persona. —Ay, no seas así, ¡habla normal de una vez por todas! —Uy, te dije, si está enamorado hasta las patas. Nada más mira el brillo en sus ojos—Lörel sujetó a Ëruendil por los hombros, indagando en los iris celestes del muchacho colorado de vergüenza. Le giró bruscamente, mostrándoselo a Ëlemire como si el chiquillo fuera un trofeo—Ay, tan tierno, ya veo que pronto se van a casar y tendrán una hermosa niña. Eli, ¿cómo puedes ser así? Dale un besito aunque sea en la frente, ¡sácale del Foso de la Amistad! Es un excelente partido, se ve que tiene buena sangre… es un poco joven pero ¡qué importa! Ya crecerá. —Cierra la boca o te la suturo. Ëruendil no debe tener más de diez años, podría ser mi hijo. —De hecho, ya he cumplido catorce y… —¡Pero no es tu hijoooooo! Y esa es la mejor parte, ¿verdad, Lil? —¿Lil? ¿Tan joven me veo que me llamas “pequeño”? —¿Vas a crecer pronto para conquistar a Ëlemire? —Em… ella no es un reino para hablar de “conquistarle”. Si en un futu- ro hipótetico ella es mi mujer, entonces sería por mutua comprensión y afecto, por respeto y necesidad. El término “conquista” es utilizado como artimaña pues muchas veces, los matrimonios son alianzas eco- nómicas, muy inapropiado si me intereso en la señorita Ëlemire. Ella es libre de apreciarme o ignorarme, yo no me opondré a su voluntad así esta no favorezca mis ideales, esa es la manera en la que enseño mi respeto y afecto por ella. Ëlemire cruzó los brazos apretando los labios en evidente incomodi- dad. Se alejó un par de pasos mirando a los costados pero Lörel rodeó los hombros del muchacho con el brazo, sacudiéndole como si fuerna amigos de toda la vida —¡Ay, no podemos dejarle ir! ¿Te das cuenta de que es todo un señor? ¡Él habla como el maestro cuando se acuerda que es un hombre de es- cuela, tenemos que retenerle con fruta dulce o algo!—El muchacho de corona de hojas miró a Ëruendil con alegría—¿No quieres ser vigilante de la villa? A veces nos faltan manos, ¡me alegro de saber que no eres comida para gato! Ëlemire meneaba la cabeza, liberando a Ëruendil de las manos del torpe Lörel. —Para alegría de todos, el maestro se equivocó al pensar que fallecía pero eso no significa que yo me interese en cualquier vagabundo resca- tado de una charca, ¿te crees que me casaría con el primer hombre que conozco? ¿Y tú crees que él se casaría con la primer amujer que ve? No seas idiota. —Pues te habrías casado con el maestro, ¿no? jum… tienes razón, eres complicada. —Es verdad que me gustan las palabras bonitas y esa cosa que suena bien al final de las frases y que habla de sentimientos lindos y cosas lindas… 273

El Sanador de la Serpiente —¿Poesía? —¡Eso, gracias, Ëruendil! —Un placer… —Pero Lörel, mírale… —¡Le miro, le miro y sigo pensando que es un buen partido! —ES UN NIÑO, yo no soy una corrompe cunas, ¡con suerte me llega al hombro! Y no grites que al maestro no le gusta el ruido, sabes que es muy sensible al sonido, imbécil. Dicho esto, Lörel recibió un tirón de orejas por parte de Äerendil quien permanecía a sus espaldas. —Vuelves a gritar y te las arranco. —Sí, sí, ya entendí—Adolorido, el vigilante trataba de liberarse de las fuertes manos del sanador quien le soltó de mala gana— Perdóneme, es que me olvido que usted tiene las orejas más grandes que todo el mundo. — Eres el peor casamentero del reino, así no se hace y tomaré lo de “ore- jón” como un halago a mi sangre pura de Sgälagan, pequeño mestizo humano de orejitas cortas compensadas por una gran bocaza. —¡Es un elogio, maestro! Sus grandes y afiladas orejas demuestran su sangre pura, no como nosotros que ya estamos mezclados con los hom- bres de este mundo y que salimos con orejas chiquitas. ¡Usted es Pura Sangre! —No me trates como a un caballo, pendejo. —Lo siento, maestro, yo sólo quería halagarle… sus orejas son bonitas. —Sí, bonitas, sobre todo cuando llega el hielo y te las amorata. Una vez estuve a un paso de tenerlas muertas, ¿sabías? Nada de codiciarlas que no son prácticas. Äerendil sujetaba un cucharón de palo acercándose a la olla para revol- ver el contenido vaporoso mientras Ëruendil echaba un vistazo. —Qué rico… —Obvio que está rico, yo lo hice. —Esto… maestro—Lörel picó el hombro de Äerendil con la yema de su índice—Observe esto, por favor. —¿Que no ves que estoy haciendo un potaje de almendras? Debo revol- verlo para que no se pegue, tráeme los pocillos en vez de hacer el tonto. Lörel no tenía idea dónde el sanador guardaba su menaje mas el rápi- do Ëruendil corrió al mueble donde se almacenaban los pocillos de ba- rro, cogiendo cuatro de ellos y acercándoselos al cucharón de Äerendil. Lörel tironeba la manga de Äerendil mirándole con ojos lastimeros. —Pero maestro… Ëlemire debe entregarle algo. —Vale, entrégamelo. La vigilante enseñó la brea violácea que capturó en sus manos, atrayen- do la vista de su maestro y de Ëruendil, quien se hallaba asqueado por la sustancia. —Huele terrible… —Terrible es una palabra suave, Ëruendil. Esta cosa es… es la maldad solidificada—Äerendil tomó la brea, arrojándola al fuego—¿De dónde ha salido esta porquería? Äerendil, Ëruendil y Ëlemire se acomodaron en la mesa. El sanador 274

Victoria Leal Gómez usó su preferido sitio en la cabecera mientras que Ëruendil se sentó en la silla a la derecha del maestro. A su lado estaba Ëlemire y frente a ella se acomodó Lörel una vez se aseguró de que la comida estaba servida. —De los árboles de la villa, maestro. —Por todos mis orejones ancestros… —Por favor, maestro—Lörel observaba la delicadeza de Ëruendil para beber la sopa, siendo el único que no derramaba líquido y que no sorbía ruidosamente—Denos alguna receta magistral para sanar al guardián en necesidad. —Es verdad, esto sólo ocurre cuando los guardianes son víctimas de algún ataque—Äerendil jugaba con la forma redondeada del pocillo— Pero eso de ir a por cada guardián enfermo… ¿alguna vez has usado un mapa para conocer las distancias entre los guardianes? Ah, olvídalo, no sabes leer y jamás has ido más lejos que a Roca Viva, imaginarte el camino al León de Fuego es imposible. Ëlemire asintió con la cabeza bebiendo el primer sorbo de la comida caliente, notando el ferviente entusiasmo de su amigo vigilante. —¡Maestro, por favor! ¡Iré en solitario para no arriesgar a nadie! —¡Lörel, no seas idiota! El maestro tiene razón, ¿es que ya te haz olvida- do de lo que te dije sobre la ubicación de la Fragua? —Eli, sé que es demasiado ir hasta los límites de Älmandur. Hay que cruzar las marismas y varios campamentos Äingidh sin contar que aho- ra andan brujos invocando seres extraños… pero estoy dispuesto a sa- narle. Si el Guardián en el Bosque del Olvido se enferma nuestra villa morirá. Äerendil golpeó la mesa con la palma, mirando a sus aprendices. —Lörel, Ëlemire, esto es una locura. Sin embargo, lo correcto como sa- nadores es ir y ofrecer nuestras virtudes a quienes mantienen vivos a los animales y plantas de Älmandur… en eso Lörel acierta. El maestro sanador y sus aprendices guardaron silencio para beber sus alimentos, segundo en que Ëruendil tomó la palabra. —Si sanar es lo correcto, no hay dudas de lo que se debe hacer. —Ëruendil, ¿haz ido a la Fragua Eterna? —Nop… —Es un jodido hoyo que llega hasta el Corazón del Mundo. Y si el guar- dián está infectado por un hechizo, debe estar forjando alimañas des- conocidas y letales en vez del fuego vital del planeta. Es de locos… o de felices ignorantes. —Pero la vida de los guardianes está atada a nuestras vidas, ignorarle es más que descortés, es inhumano. Además, Lörel nos ha enseñado la sangre de un árbol acosado por la maldad, el guardián de los bosques también ha de estar siendo víctima de la brujería. —Quien diría que un niño sin memoria sabría tanto. Ëruendil, Lörel y Ëlemire guardaron silencio entre miradas cómplices. Los vigilantes sintieron vergüenza al darse cuenta de la suavidad con que el jovencito bebía su almuerzo y le imitaron al sorber la sopa en silencio a pesar del vapor que les chamuscaba las lenguas. Era difícil no hacer ruido porque así se enfriaba un poco la comida pero no podían desteñir frente a un vagabundo. Ëlemire acariciaba su lengua quemada 275

El Sanador de la Serpiente con los labios, mirando a su maestro de ceño fruncido. —Está buena la comida… —Por supuesto que lo está. La comida caliente es mi especialidad. Lörel afirmó su pocillo en la mesa, levantando las orejas al recordar asuntos pendientes. —¿Ya se encuentra bien nuestro colega? —Claro que sí Lörel, sólo era una flecha en el hombro. Nada de qué asustarse. —Menos mal, por un momento creímos que se trataba de un proyectil embrujado… —De hecho, si estaba embrujado. —¡Cómo! —Pero este rubito con cara de princesa—Äerendil apuntó a Ëruendil quien rascaba su nuca sonriendo—quitó el hechizo y salvó a la pobre Läu. Ëlemire y Lörel aplaudieron a Ëruendil, quien bajaba la mirada. —¡Eres genial, te has ganado nuestro respeto! —No es para tanto… es sencillo. —Tal vez lo sea para ti—Ëlemire golpeaba el hombro de quien bebía sopa a su lado—Te debemos una, todos los vigilantes de Villa Bëithe. Es primera vez que alguien sobrevive a un embrujo. Tienes el toque del maestro. —Les puedo enseñar… Äerendil recogía los pocillos, arrojándolos al fregadero. —Este rubito ya se sanó y su colega estará bien en unos días. Mi trabajo terminó aquí. —¡Maestro, no se vaya! —¿Qué no me vaya? Pero si en Orophël están todos los sobrevivientes al fuego de Roca Viva y las otras villas y aldeas, no puedo quedarme a engordar sabiendo que me necesitan. —Maestro, usted no engorda, es feo mentir. —Además, Käraideru me dijo que hoy en la tarde anunciará la anula- ción de la fiesta, ¿para qué me quedaría si nadie va a ofrecerme las últi- mas frutas del año? Así no se puede vivir. Me voy derechito a Orophël mañana mismo, se come bien allá, seguro están bebiendo hidromiel. —Pero le necesitamos para tratar nuestras dolencias… —Eli, contigo es suficiente. No se trata de curar enfermedades sino de prevenirlas, ¿entendido? De eso ya sabes bastante, lo demás se aprende en la marcha pero trata de no meter las patas muy seguido, ¿vale? O hazlo pero que no se note… bueno, ya entendiste. —Entonces, ¿no me enseñará ese don en sus manos? —¿Cómo puedo enseñarte algo que no aprendí? Nací haciendo esto Eli, si es una habilidad deberías aprenderla por ti misma. Pero ya, cierra la boca y obedece: eres oficialmente la sanadora de Bëithe. Ëlemire sonrió complacida pues su maestro le daba la libertad de ejercer sus dotes. Ëruendil dio un respingo, sonriendo complacido y aplau- diendo con discreción. —Mis congratulaciones Ëlemire, por su gran logro. —¡Felicitaciones, Eli! Te ganaste el respeto del maestro… aunque siem- 276

Victoria Leal Gómez pre haz tenido algo más que su respeto. Äerendil codeó en las costillas a Lörel quien rió burlón mirando al suelo. —Gracias, maestro Äerendil. —Qué va Eli, Te lo mereces, Bëithe te merece, es tu territorio, ¿te quedó claro? No dejes que este idiota de Lörel haga algo en nombre del gremio, es medio bruto... bruto entero. Más que tú. —Tendré cuidado con él, prometo recordar las anestesias. —Busca un pupilo apenas puedas porque escaseamos horriblemente y estos humanos se reproducen como conejos. —Lo haré, maestro. —Ahora, sin más dilación, como diría cierto rubio estirado a mi lado— Ëruendil recibió una palmada en la espalda mientras Äerendil dejaba la mesa. El muchacho no perdió oportunidad de mirar a Ëlemire—Voy a empacar mis chuches. Ustedes dos, dejen de comerse mi pan. —Maestro, usted tiene mano celestial para cocinar, no me pida que pare de comer… ¿tiene ajo frito para untarle al pan? —Tengo ajo frito pero no te voy a dar. Es mío, mío para mi de parte de mi. —Maestro, deme ajo por favor, le queda tan rico… —Lörel, agarra a Ëlemire y llévatela al pórtico a trabajar antes que se trague la despensa y se beba todo mi licor. —No sería novedad si lo hiciera. —Ay, esta mujer… ya no tiene excusa para vivir conmigo, no es más mi aprendiza—Los aprendices agarraron varias hogazas de pan, guardán- dolas en sus morrales. Buscaron en los frascos de la mesada un buen montón de galletas y en los muebles de la pared encontraron frutos secos confitados. Ëruendil observaba entre risas como Lörel y Ëlemi- re sacaron un frasco de ajo macerado en aceite— ¡VÁYANSE, PAR DE TRAGONES O LES HAGO LIMPIAR MI LETRINA CON EL PELO! Lörel y Ëlemire se alejaron al mismo tiempo, respondiendo coordina- dos. —¡Sí, maestrooooo! —Así me gusta. Lörel se acercó a su maestro, sujetando una caja repleta con galletas de avena. —Pero, ¿cuándo iremos a sanar al Guardián? —Cuando regrese de Orophël. Sólo voy a mirar y a cooperar, el maes- tro Gläshesod debe estar trabajando allí y no planeo ponerle de malas. Volveré antes de que se den cuenta de que me fui. Ahora váyanse a su torreta de vigilancia, que si es verdad lo que sucede con los Guardianes, tienen mucho trabajo encima para andar comiéndose mi alacena. Los vigilantes atravesaron la cortina blanca. Ëlemire palmeaba el hom- bro de su amigo sonriente anudando su cabello azabache con unas ra- mas trenzadas con hojas azules, felicitando a su amiga por el logro. Ëruendil rió cuando los amigos desaparecieron al bajar las escaleras del puente, recogiendo los platos sucios sobre la mesa. —Lörel y Ëlemire tienen mucha fuerza. —¿Fuerza? Esos desgraciados tienen pozos en la panza, si todo lo que comen se transformara en fuerza ya serían como una avalancha. 277

El Sanador de la Serpiente —Tal vez no debería cocinar tan sabroso, ¿no lo cree? —¿Tú también? Mierda, mejor no cocino nunca más. Äerendil sujetaba el trapo con el que limpiaba los utensilios de cocina cuando Ëruendil se le adelantó, sumergiendo los pocillos en el fregade- ro con agua. —Yo me encargo, si estoy en lo correcto usted debe ocuparse de la ma- dre y su pequeño recién llegado. —¿Estás seguro que puedes hacerlo? Tardarás una eternidad en lavar eso con una mano. —Sentir miedo de ir lento es absurdo, el temor ha de agobiarnos si per- manecemos inmóviles. —Uf, demasiada filosofía, es muy temprano para esas pendejadas, rata de biblioteca. Äerendil sujetaba su costado, evitando reírse. Tardó poco en abandonar la cocina, recorriendo el pasillo con puertas a ambos lados. El sanador revisó unos implementos en la estantería, apuntando un par de palabras en un papel doblado antes de tocar la puerta donde Näurie reposaba abrazando a su bebé. Äerendil esperó cabizbajo alguna respuesta siendo Äntaldur quien salió del cuarto silenciosamente tras unos minutos, ce- rrando la puerta cautelosamente. —¿Todo bien? —Sí, mi sanador… Äntaldur notó la herida del menudo chiquillo a su lado a quien abra- zó para no enseñar las lágrimas. Äerendil sintió confusión por el gesto y desconocía la respuesta adecuada. Era la primera vez que le costaba responder una muestra de cariño. El hombre sollozaba sin vergüenza alguna agachado sobre el hombro del sanador de grandes ojos brillantes y vacíos. Tras unos minutos, Äerendil palmeó la espalda del altísimo varón de cabello cano y ligeramente azuloso, apartándole. —¿No… quiere servirse algo? Digo, para ese llanto tan desgarrado. He preparado potaje de almendras tostadas con leche, hay suficiente para que ambos repitan porción. También tengo licor de hierbas amargas y zumo de fruta confitada, pan de ajo y galletas de… ah no, galletas no tengo pero puedo ofrecerle té. —Gracias pero no hay hierba capaz de contener este alivio. —Entiendo que le preocuope su esposa pero ella está bien. Es una mujer firme a pesar de las complicaciones y, por lo que veo, también es afor- tunada de gozar un buen marido. Estoy consciente de que anoche se levantó a preparar algo. —Äerendil, querido mío… por años creí haberte olvidado pero, de re- pente, comenzamos a verte en sueños y… y yo… El sanador inclinó la cabeza, dejando que Äntaldur mimara su mejilla marcada por la cicatriz. —Perdón pero no entiendo un carajo, ¿podrías explicarme qué pasa? Sé que te he visto antes y ahora me vienes con… no sé, es todo tan raro. Me duele la cabeza como si me dieran un martillazo y, al mismo tiempo que siento felicidad, una tristeza muy grande me embarga. Una corazonada susurra que recordarle no me es beneficioso… 278

Victoria Leal Gómez Äntaldur se arrodilló en la madera mirando siempre a los ojos de su querido sobrino incapaz de recordarle. Tomó una lacia trenza adornada con pepitas de oro, recordando el arte de su cuñada a la hora de adornar el cabello de su pequeño Äerendil. —Hay tanto por decir, Aery. Pero me avergüenzo de haber nublado mi mente por tantos años creyendo cuidar de la supuesta última pieza va- liosa en nuestra familia. Adopté una identidad falsa en busca del destie- rro de mi propia consciencia pero esa fue más poderosa y hoy, el destino nos ha reunido a través de mi hijo. El muchacho de cabello cobrizo sintió una puntada en la cabeza y la sacudió con fuerza, apretando su adolorido costado bajo el vendaje. —Äntaldur… iré a recostarme. No me siento bien—El hombre de cabe- llo cano sonrió a su sobrino, incorporándose— Si necesita algo, hágalo saber… no, mejor dicho, disponga de mi casa como plazca. Äerendil avanzaba a paso lento hacia su dormitorio en lo profundo del pasillo tragando el recuerdo tenebroso de una pesadilla recurrente en la que un hombre de cabello plateado buscaba degollarle con una daga. El muchacho se detuvo frente a la puerta de su cuerto, mirando a Äntaldur desconfiadamente. Algo le decía que ese hombre canoso no era el mis- mo de la pesadilla mas, aún así, deseaba alejarse. —Que descanse, mi buen sanador. —Quiero que te marches pronto, Äntaldur. Vayan a Orophël. —¿Está echándonos de su hogar? Comprensible, querido mío, lo que hicimos no tiene perdón… —Necesito estar solo y este sitio se tornará peligroso. No quiero volver a verles… nunca. —Recuerdas… —Pero no sientas que repudio a tu hijo, él es inocente de toda mancha. Tiene mi bendición. —Gracias, Aery. El joven exhaló toda la fuerza restante en su interior deslizándose di- ficultosamente hacia la cama donde pudo dar con la memoria perfec- ta: Äntaldur era su tío directo y no se esforzó en impedir el asesinato de Äntalmärnen, su hermano mayor. Äerendil hundió su rostro en la almohada ahogando un grito desesperado de memorias golpeándose entre sí pues recordó la última cena junto a sus padres, Äntalmärnen y Täioiane; compartiendo con los Senescales Adalgisa y Albert, sus tíos Äntaldur y Näurie. Se reunieron a razón del nacimiento del primogéni- to de su hermana Lïnawel y su esposo Orophël… el pequeño Ëruendil. Äerendil recordó el sabor amargo del postre abandonado a medio ca- mino, la daga en su cuello, las manos de un tutor arrojándole al Bosque del Olvido. —Por qué empiezo a recordar esto… estaba tan bien… sin la carga. No quiero esto, no lo quiero, no lo necesito… ¡vete, vete, memoria infame! Déjame solo… solo estoy mejor. El pequeño Thëriedir lloraba en brazos de su madre cuando Äntaldur regresó al cuarto, perdiéndose la oportunidad de charlar con Ëruendil quien barría el piso una vez guardó todos los implementos usados para el almuerzo. 279

El Sanador de la Serpiente El joven afirmó sus codos en la única ventana hacia el exterior, delei- tándose con la vida tranquila apreciable desde la ventana. Los niños persiguiéndose en los puentes, deslizándose en las escaleras, los adultos visitando a los ancianos en la copa del árbol disfrutando de un gran al- muerzo en la pérgola de la plaza mientras contaban historias de tiempos remotos… todo tenía sentido en la villa donde todos se saludaban, don- de a cualquier hora podías entrar a una casa y comer, incluso quedarte a pernoctar en calidad de amigo. Su corazón inundado de placer le pidió reposo pero Ëruendil sentía que debía pagar una deuda y ocupó todo lo que restaba de la tarde en lim- piar los muebles y hervir los utensilios metálicos del sanador, guardán- dolos cuidadosamente en sus respectivas cajitas donde nadie podría las- timarse. Leyó un libro de gruesa envergadura guardado en un casillero encontrando recetas para distintas dolencias estomacales y hasta datos útiles para la conservación de preparaciones adormecedoras. Accidentalmente descubrió un sótano escondido bajo un tapete y ex- ploró la oculta biblioteca detalladamente dando con un saco de tela carcomida por las polillas y que todavía guardaba una hogaza de pan reseco. Despedía un ligero aroma a flores y estuvo a punto de darle un mordisco cuando escuchó los pasos del hombre y su esposa arrullando al bebé, sirviéndose del potaje de almendras. Ëruendil se encogió de hombros por el temor de ser encontrado in- truseando y se quedó escondido en el sótano hasta que el matrimonio abandonó la cocina y la casa del sanador. Era de noche cuando el Ëruendil levantó la tapa y la alfombra. Trepó la escalera para regresar a la recepción donde Äerendil miraba por la ven- tana. Permaneció tan abstraído del mundo que no escuchó a Ëruendil acercarse. —¿Maestro? —Ah, sí… ¿qué pasa? —Se le ve taciturno. —Oh… no es nada. Es sólo que me da pena… ¡No! es que tengo pen- dientes y me da pereza retomar los viajes. Estoy cómodo aquí, ¿sabes? Äerendil se sentó en la mesa ojeando el libro a su lado. Ëruendil se afir- mó en el marco de la ventana, sabiendo que el sanador no deseaba ha- blar de sus problemas. —¿Qué lee? —Oh, ¿esto?—El sanador levantó el libro viejo—Sólo guías de cómo usar ciertas plantas beneficiosas. Ya me lo sé de memoria. Mierda, Eli no sabe leer… ah, bueno, ya se las arreglará. —Gran virtud posee usted, la memoria es un tesoro invaluable. Quien recuerda su pasado es capaz de edificar un nuevo futuro. Yo no puedo ver el pasado, me pregunto qué clase de mañanas aguardan por mi. Äerendil notó un sabor melancólico en las palabras del amnésico Ëruen- dil quien apenas sabía donde se encontraba. Él no esataba en una situa- ción muy diferente pero su último deseo era seguir recordando. Cerró el libro ruidosamente, bajándose de la mesa. —El día en que llegaste revisaba este mamotreto para asegurarme de no requerirlo, se lo dejaré a Ëlemire. 280

Victoria Leal Gómez —Estoy seguro que su agradecimiento será honesto, se ve que la señori- ta Ëlemire le respeta desde lo profundo de su corazón. El sanador sonrió caminando a paso adolorido hacia un colgador en la pared, vistiendo la capa marrón cerrada con una hoja de filigrana, ajus- tando el morral en su cadera. —Sí, se lo voy a dejar. Pesa mucho. —¿Ya se marcha? —Correcto. —¡Pero usted afirmó que iniciaría su viaje mañana! —Pft, si lo hago como lo anuncié en minutos organizarán una despedi- da cursi con lagrimitas, como si me fuera a morir mañana. Y los niños me van a dar abrazos y—La voz de Äerendil se quebraba al tanto el brillo en sus ojos mostraba lágrimas contenidas—me van a poner una capa de viaje nueva y me van a hacer una cena con frutas dulces de postre… y me regalarán cartitas de colores en forma de corazón, diciendo que me extrañarán. Äerendil secó sus ojos con la manga, acomodando los cinturones plaga- dos de bolsillos y similares. Ëruendil rió al observar la actitud del maes- tro con el cabello enredado. —Algo me dice que es lo que usted desea… —¡Me voy! Y dejaré abierta la cortina para que se den cuenta que ya no estoy. Ahora Eli vivirá aquí en mi ausencia… —Veo… que ëlemire es alguien muy importante para usted. —Ah, menos mal todo está limpio… oye, oye, esto no estaba tan limpio hace un rato. Ëruendil detuvo la marcha del sanador, plantándose frente a él con una gran sonrisa. —Iré con usted. —¿Qué, por qué? ¡No, estás verde! —Tengo asuntos pendientes en Orophël. —Pillo, no te acuerdas donde naciste pero si te acuerdas de tus negocios, ¿eh? Comienzas a simpatizarme, tal vez te adopte, pequeñajo. —En realidad—Ëruendil rascaba su nuca, cabizbajo—no recuerdo pero sé que debo ir. Tal vez, al llegar, pueda saber un poco más. Por otro lado, no es correcto que un varón solitiro conviva con una mujer que no es su esposa. Äerendil sujetó el hombro del muchacho, Ëruendil notó la profunda ci- catriz en el rostro del sanador, una herida pálida que nacía en el lado derecho de su labio, atravesando el pómulo manchado por pecas. —¿Seguro que quieres viajar conmigo? —Sí… necesito ir allá y no recuerdo la ruta, si alguna vez la supe… Eh, maestro, ¿cómo se hizo eso en la cara? —¿Esto?—Äerendil apuntó su cicatriz—Bah, es un recuerdo de que no debes despertar a Ëlemire temprano por la mañana. Duerme con una almohada debajo de la daga. —¡QUÉ! Espero sólo sea una historia inventada para impresionarme… lo ha conseguido. —Muy bien, me marcho. Si vienes conmigo tendrás que cargar mis co- sas. Estoy sancochado de una herida fea en la panza. 281

El Sanador de la Serpiente —Está bien, le ruego lo tome como un pago por sus servicios. —¡Excelente! Vamos a villa Orophël, mi lacayo fina selección. —¿Lacayo… fina selección? —Pues claro, ¿te crees que todos los días encuentras un sirviente con tan buen léxico, de espalda derecha, con todos los dientes en su sitio, que se bañe todos los días, que luzca principesco a pesar de vestir harapos y que lave los platos y me fregue los pisos? Menos preguntas y más acción, tienes que cargar la carreta con mis chuches. —Em… si, amo. —Y te apuras, que no alcancé a buscarte ropa así es que seguirás usando las mías. —Pero sus pantalones me quedan cortos y las camisas me apretan los sobacos… —Es lo que hay, nadie te manda crecer tan rápido. Las usarás porque hay mucho frío para que vayas por ahí en camisa y no me dan las ganas de cuidar un catarro ajeno. —Sí, amo. —¡Que te apures, dije! ¿Esperas un rebenque en el culo? —¡Sí, ya voy! Ëruendil corrió al dormitorio de Äerendil a preparar lo necesario para el viaje, dejándole solo en la cocina donde el sanador sonreía entristeci- do, escuchando las voces de las niñas entonando la canción de bienve- nida al invierno, melodía que resonaba en los oídos del sanador al otro extremo del reino. El corazón de Äweldüile se regocijaba con la música pero no debía distraerse de la ayuda ofrecida al joven Helmut quien re- corría la galería vistiendo el parche marrón abrigando la mitad derecha de su rostro. Sentía que sus piernas le traicionaban pero Äweldüile era un hombre fir- me, el Caballero se resguardaba en la fuerza del sanador por cada paso endeble. —Gracias por tu paciencia. —Es un placer, señor. Helmut se detuvo frente al cuadro velado de Adalgisa, acariciando la tela estrellada, apreciando el suave perfume que le impregnaba. —¿Crees que mi padre me aceptará? —Él ansía verle, señor. Le visitó en incontables momentos en su sueño. —Parece irreal lo que me relatas. A Hagen nunca le he agradado, por una u otra razón, justificada o no. Me he ganado la aprobación de un rei- no completo pero no la de mi padre, soy un incompetente. Y si supiera todo de mí, terminaría por repudiarme como lo ha hecho con Frauke. —Le juro que he visto a ese hombre mostrar dolor por su salud. Des- preocúpese de los juicios que su padre pueda emitir, sé que su presencia alegrará sus agitados días. —Äweldüile—Helmut retomaba su marcha sujetado por el sanador quien ofreció su báculo como asistencia. Helmut la aceptó, asintiendo resignado— Hay algo que me angustia. —Sus temores están seguros en mí, señor. —Lo sé, por ello me atrevo a confesártelo… aunque supongo que tonto nunca has sido… ¿Crees que mi hermana le haya dicho a nuestro padre 282

Victoria Leal Gómez de… aquello? —¿Acerca de su romance con el Escudero? Él también le visitó mientras descansaba de sus heridas y, en varias ocasiones, le descubrí besando sus labios, joven señor. Hubo momentos en que me ayudó bastante, le ha bañado y le ha vendado con una devoción envidiable. Se ha ocupado de cambiar sus atavíos y de lavar los usados. Es evidente que le sirve pero hay un dejo especial en sus atenciones, señor. —No lo digas, nunca sabes si hay un infeliz tras alguna puerta… y no es ningún romance, ¿está claro? Yo haría lo mismo por él si estuviera inconsciente o simplemente herido, es… camaradería ¿alguna duda? —¿Por qué me lo niega, cree que soy tonto? Es usted muy joven para ese tipo de aventuras, si me permite el comentario. A mi parecer, sólo se trata de un momento en su vida, una desviación a causa del exceso de campañas y varones a su lado en una edad complicada. —¿Un momento en mi vida? ¿Crees que esto desaparecerá cuando sea mayor? ¿Insinúas que es un mal habitual entre los Caballeros? —No habitual para afirmar que todos los Caballeros viven estas expe- riencias pero es más común en ellos que en otros grupos. —Desconozco el motivo pero me alivia escuchar eso… —Por otro lado, usted apenas tiene veinte años. —¿Apenas? Qué te pasa, soy un adulto… aunque imagino que para us- tedes, los humanos ancianos de cuarenta años son bebés, ¿no es así? Lentamente abandonaron la galería internándose en la biblioteca des- membrada por Hagen. Helmut se afirmó en el escritorio mirando el di- ván sintiéndose atraído por una memoria difusa. La vocecilla cantarina de alguien se esbosaba en sus oídos, el nombre de un familiar muy que- rido se rehusaba a aflorar cuando Äweilduile retomó su marcha por el palacio, obligando a Helmut a mantenr un ritmo constante en sus pasos. —Su actitud es inadecuada pues aún está madurando sus fuerzas de va- rón, resérvelas para su esposa. —Ya lo sé, no nací ayer. Pero es que ninguna noble me interesa… bueno, hay una pero creo que no es conveniente para mi familia y yo ya tengo… ejem… déjalo. —Usted sostiene una relación enfermiza. —¿Crees que no lo sé? —Piense también en el pobre y perdido Nikola, ¿no se da cuenta que le está feminizando? Se rumorea en el palacio que Frauke suele maquillar- le y ponerle sus vestidos… —Nikola… ¿con vestido? —Sí, mi señor. Mas no sólo las polleras sino todo el ajuar de una mujer. —Por el Cielo mismo… Helmut se agarró la cabeza, cerrando su ojo. Contuvo profunda exhala- ción antes de devolver la mirada a Äweldüile. —A veces me pesa la consciencia pensando en lo que Hagen diría si me descubre pero, ¿cómo negarlo? Es decir, puedo decir que es un rumor, una tontera para difamarme pero, ante mi consciencia… ante Nikola no podría, no después de lo que le he hecho. —Si me permite la indiscreción, ¿cuánto tiempo llevan jugando al es- condite? 283

El Sanador de la Serpiente Helmut se encontró con su irreconocible imagen en un espejo trizado a su izquierda. Lucía abatido y delgado, hasta más viejo y reseco. Desenre- dó su cabello con los dedos acomodando algunas ondas sobre su parche, irguiendo la espalda. —Um… no sé, todo ha pasado muy rápido y no es que lo quisiéramos desde el principio—Helmut estiró los dedos, mirándolos detenidamen- te—A ver, nos fuimos el Mes del Ungido y al Mes de las Cornamentas yo… um…y lo del barranco… ¡y Lëna! Oh, ¿cómo pude olvidarme de ella? Puto bosque, lo voy a talar con mis manos... a ver, eso fue como… hace…no…este… —Usted no tiene buena noción del tiempo, ¿verdad? Ahora comprendo porqué siempre era Nikola el que entregaba los reportes. —Creo que tres años… no espera, si los gemelos ya cumplirán cinco entonces… espera, ya tienen cinco años. Mierda… —¿Gemelos? ¿Acaso tiene hijos y no los ha…? —Seis años. Vaya, parece que vamos en serio… mierda, no se suponía que sería así. Mierda, tengo un romance con mi Escudero. Mierda, que no soy invertido, no me gustan los hombres, lo juro… —¿Cómo se suponía que debía ser? —Diría que Nikola es un corruptor de cunas pero yo…err, déjalo, no dije nada. Nikola sólo tiene cuatro años más que yo y no es tan desgra- ciado como todo el mundo cree, es sólo que sus cejas le juegan una mala pasada. Es un buen tipo, tiene paciencia infinita. —Usted es un desastre. Helmut retomó la marcha por el salón de candiles con velas derretidas al máximo afirmándose en el báculo prestado por Äweldüile quien seguía al muchacho vigilando sus trancos. Recorrían un pasillo sin luces de alfombras rojas cuando el sanador miró firme al muchacho confundido. —Debe cortar ese lazo, ¿ha pensado en la posibilidad de ser traicionado por él? Usted tiene mucho más que arriesgar en esa apuesta. Helmut bajó la cabeza frente al pórtico, afirmando su mano en la ma- dera. —Lo que yo diga no es importante, Äweldüile. Siete meses atrás, yo te habría jurado que mi padre amaba a su hermano… te habría jurado mi lealtad hacia Wilhelm. —Entiendo. El sanador empujó el pórtico al tanto Helmut se desprendía de su fuerte abrazo para caminar frente al tablero de ajedrez que conservaba la soli- taria jugada de Ritter. Un jaque mate permanecía inmortal, cubierto de polvo y ceniza. —¿No te parece curioso, Äweldüile? Ritter era muy bueno en este juego, hoy me vendría bien tenerle como estratega. —Señor… —¿En quién puedo confiar hoy si no soy capaz de confiar en mí? ¿Quién es mi aliado, mi enemigo? —Helmut, relájese. —Recuerdo perfectamente cómo maltraté a Wilhelm hasta quitarle el aliento. —Veo que ya ha recordado a su querido primo. 284

Victoria Leal Gómez El muchacho contemplaba sus manos, volteándolas, fregándolas en su vestuario. Tuvo que reunir fuerzas para aunar todas las memorias y la imagen final fue perturbadora para su recién recuperada mente. Helmut meneó la cabeza, agarrándola con la mano. —Su sangre, su sudor, el dolor de sus gemidos… los tengo retratados en mi memoria y soy incapaz de asimilar la razón ¿Por qué lo hice? ¿Le alejé, le he condenado a quedarse en ese bosque desastroso y terrible? ¿Acaso yo fui el asesino del último de los Altos pertenecientes a la fami- lia real? ¿Acaso soy tan terrible como mi padre, a quien tanto desprecié? —Señor—Äweldüile ofrecía un vaso de agua salido de la nada—Beba un poco y refresque su mente antes de visitar a su padre. Él debe verle restablecido, firme para el siguiente paso. —¿Cuál paso? Con sufrimiento consigo comer y estás hablándome de “siguiente paso”. Esperen a que deje los pañales, por favor—Helmut con- templó el vaso de agua— ¿Agua fresca? ¿Quieres asustar a mi hígado? —Nada de cerveza hasta que se recupere. El joven bebió hasta la última gota de un trago, comparando su reflejo actual con el de sus memorias. Su rostro perfectamente esculpido por los Altos estaba cubierto por gruesos vendajes, ¿aún parecía humano o debería resguardarse para siempre en esas envolturas? ¿Su ojo seguía allí o sólo un foso marcaba la huella del cristal zarco usado para ver el mundo? El confundido varón recordaba las historias de Äingidh relata- das por Nikola quien afirmaba con toda certeza que los Sgälagan y los humanos tenían la opción de ser horribles de corazón y que esa fealdad se solidificaba en sus rostros. Helmut tenía memorias de la sangre en sus manos, de los intestinos desgarrados en los suelos por el uso de su es- pada, las cabezas rodando cuesta abajo, los gritos de súplica de algunos Äingidh pidiendo misercordia. —Soy alguien terrible. Yo traicioné el afecto del único abrazo sincero que recibí ese día en al área de entrenamiento… si Wilhelm desea mar- tirizarme, recibiré contento tu castigo. ¿Por qué lo hice? ¡PORQUÉ! Helmut arrojó sus puños en el tablero de ajedrez, las piezas volaron sin rumbo. Äweldüile suspiró paciente recogiendo las piezas del tablero con lentitud, sabiendo que su amo necesitaba un momento para recuperarse y cavilar. Una vez reunió todas las piezas, Äweldüile ordenó el tablero. Sujetó al muchacho, retomando la marcha por el cuarto. —Vamos a saludar a su padre, abrácele y demuéstrele que su cuerpo está sano. —Tal vez sea cierto lo que afirmas pero, ¿me ayudarías a tratar mi mente y mi corazón? —Podemos intentarlo, señor. —Soy alguien terrible, mi imagen es contraria a lo que reside en mi corazón… soy Caballero desde los seis años, mi primera muerte fue un par de meses después, a los once años yo… ¿crees que algo de inocencia resida en mí? —Todos tenemos el destello divino en nuestros corazones, señor. Es sólo cuestión de apreciarlo y cultivarlo para que florezca. —¿Cómo lo hace Sebastian? Se rumorea que ese pendejo fue a su prime- ra campaña a los cuatro años… ¡Y VOLVIÓ CON HONORES! 285

El Sanador de la Serpiente —Evidente, después de todo se encargó de eliminar al Comandante de las hordas enemigas. —¿Qué clase de… criatura perversa es? Un Äingidh no es fácil ni para el más experimentado Caballero… tal vez sea sólo un rumor. —Créame señor, es mejor ignorarlo. —Ayúdame a evitar convertirme en un monstruo… —Si desea ser un buen hombre, primero deje a Nikola. Después podrá pensar sobre abandonar lo demás. —Pero él… él siempre ha estado conmigo. Äweldüile sujetó a Helmut por la cintura ayudándole a marchar hacia el siguiente corredor rumbo al despacho del rey quien miraba el jarrón de vino sin llegar a servirse una copa. Miraba su estampa en el metal, la co- rona negra había regresado del jardín para mostrarse reluciente sobre el escritorio lleno de papeles. Para salir de sus dudas, Hagen vertió el vino en su copa, analizando la consistencia, el perfume, gotas del granate fue- ron puestas en el dorso de su mano y vertidas en un papel. —Esto no es vino, ¿he bebido esto desde el Mes del Sol? Hagen enjugaba el sudor helado de su frente con su pañuelo de encaje, recordando el extraño sabor del cerdo asado ofrecido como banquete la noche anterior… ¿realmente era cerdo? Sentándose en el sitial, los documentos informaban sobre los habitantes ofrecidos a Elisia, los cientos de niños parecidos al retrato del tan re- querido Wilhelm. Pero ninguno de ellos era aquel chiquillo y su único destino era entregar su vitalida da la bruja. Sólo quedaba la Fortaleza Orophël en pie y, por supuesto, la capital de Älmandur. —Vivimos en un reino casi desierto… por eso se interesó en Knoxos. Debo detenerle… Aunque primero irá por la gente de Orophël, ¿cómo les protejo sin que lo sepa? El último documento de Ritter informa que los úlitmos Altos se refugian allí… El pórtico del despacho fue abierto por el sanador regalando venia al atareado hombre. Äweldüile movió los candiles dando paso a Helmut quien erguía su espalda e ignoraba los dolores en sus carnes, saludando a su padre con firme voz. —Estimado padre, ¡no, mi queridísima Majestad! Bendecidos son los ojos que le ven… bueno, el ojo que le ve. —¡Helmut! Hagen apretó a su hijo sujetando la nuca del muchacho sonriente y feliz de abrazar a su padre. Äweldüile cerraba la puerta del despacho, retirándose a su torre. Ha- gen y Helmut mantenían complicidad, sentándose juntos en una butaca forrada en seda. Hagen mimaba el cabello de su hijo al fin en pie, son- riendo aliviado. —No sabes la alegría que me das. —La alegría mía es mayor, casi crucé el río hacia la otra orilla… —Y te caíste a los rápidos… —No, me refiero… a que casi muero. Vi el rostro de la muerte, padre. Me empujó de su seno con desprecio hacia las aguas, rugiéndome “¡No aún!” ¿Debería estar alegre o afligido por ello? ¿Qué debo hacer con esta 286

Victoria Leal Gómez oportunidad de vivir? ¿Hay una razón mayor para mi existencia? —Hijo, no pienses en esas cosas—Hagen rodeaba los hombros de su hijo con el brazo—Relájate, recupérate a la perfección y luego… ya veremos. —¿Sucede algo, padre? —Nada tan difícil de arreglar, todo tiene solución. Si pudiste librarte de esos dientes, creo que todo puede arreglarse, hijo mío. Helmut rió bajando la cabeza, buscó acomodar el parche ligeramente fuera de posición. —Äweldüile y Anne fabricaron esto para mí… y estos dientes de mate- rial desconocido pero firme. Nadie podría decir que son falsos. —Y créeme, luces mejor. Ahora nadie dirá que eres una rata. —Excepto usted, ¿verdad? Hagen dejó que la sangre en su cuerpo se agolpara en sus mejillas, afir- mando en rostro de su hijo en el pecho. —Nadie más, mi pequeña rata. El joven besó las manos de su padre, dejándose envolver por su capa negra. Acurrucado en el pecho de su progenitor, el muchacho suspiró, descubriendo la corona oscura sobre el escritorio. —Padre, el buen Äweldüile me ha informado sobre… —Ya hablaremos de eso, mi pequeño. Elisia es algo que debemos erradi- car y no será sencillo. Pero ven—Hagen tomó la mano de Helmut, sen- tándole en la silla del escritorio, ofreciéndole un jarro de cerveza—Ya hablaremos de eso. —Um, creo que no debería beber aún. —Cielos hijo, tienes razón… Hagen mimó la mejilla lastimada de su hijo besando su coronilla mien- tras alejaba la corona de brea. Helmut sujetó el brazo de Hagen, obser- vando el mapa repleto de apuntes y cifras, especulando en su pequeño primo. —Tengo que sacarle de ese bosque asqueroso. 287

El Sanador de la Serpiente 17. El Bienestar del Ser Querido. Ëruendil miraba desde la carreta como Äerendil cuadraba los cofres con provisiones. El sanador revisaba una lista afirmado en la ma- dera de su vehículo mientras Ëruendil se escurría en el interior bajo techo sólo para saciar su curiosidad. Revisando los cofres descubrió uno con paquetes herbales, otros con hongos, más allá veía ramas y raíces, cortezas, flores secas y algunas rozagantes. Otros arcones tenían imple- mentos corrientes; botas, capas y prendas de vestir pero una de las cajas era diferente incluso en su pintura. El cofre de madera roja tenía ins- trumentos exóticos curvados o agujereados en el centro, frascos cuyos líquidos parecían resinas y cuchillos afiladísimos. Ëruendil reconoció los implementos limpiados por la mañana, examinándolos, tratando de imaginar sus funciones. Sujetaba uno de esos cuchillos cuando notó un corte accidental en la palma de su mano, guardando presuroso la he- rramienta tras limpiarla con el borde de su camisa. Asustado vio que su sangre era un líquido brillante, dorado como sol de madrugada. Aplastó su palma contra el pecho y volvió a mirarla para convencerse de lo que había visto pero el líquido era de un normal rojo. Saboreó su sangre sin encontrar nada extraño pero ¿por qué era la primera vez que veía su sangre brillar? Se dio cuenta que era la primera vez que portaba una herida profunda y que pudiese analizar, apretaba el área desde donde manó más sangre perfectamente brillante y que se opacaba volviéndose rojiza a los segundos. Convencido de que no estaba soñando, sorbía la sangre en su adolorida mano justo en el momento que Äerendil subía al asiento, tomando las riendas. —Y ya está, nos vamos—El sanador miró a su compañero de viaje, chu- peteando su mano—¿Qué te pasa, tan sabroso te crees? —Nada, creo que… me clavé una astilla. —Pft, esa cara de dolor por una mísera astilla, no mientas. —Duele como si hubiera llegado al hueso… —Serás princesa. Nada que te quejaste cuando te zurcí la tripa. Ëruendil tomó una venda desde un cofre envolviendo su mano mientras la carreta iniciaba la marcha desde las afueras de Villa Bëithe. Äerendil vio la sangre en la tela sonriendo burlón ante el niño cabizbajo, negán- dose a confesar su error. El vehículo cubierto con techumbre de grueso material era guarnecido por un vigilante quien recibió un pago oneroso, guardando silencio respecto a la salida del sanador. —Me hallaba inconsciente, ¿en qué segundo reclamaría? —Ay, tienes razón. Eso y te di de beber Sin Afán porque si no, ni loco te costuraba. Estabas más rasgado que cortina arañada por gatos. —¿Cómo? —En fin, ya vamos marchando. Tenemos que llegar hoy en la madruga- da. Cruzaremos la Arboleda Azul, es el camino más breve. —¿Arboleda Azul? ¿Allí los árboles son de ese color? —Obvio, sino sería una arboleda más y nadie se habría gastado en po- nerle un nombre. El sorprendido Ëruendil admiraba las posesiones del sanador, evidente- mente su vida ayudando a otros le permitía darse ciertos lujos como lo 288

Victoria Leal Gómez era una hermosa yegua ruana. El joven fregaba sus hombros tratando de ganar calor pues ninguna de los ropajes prestados podía siquiera men- tener la temperatura de su cuerpo, tiritaba irremediablemente mientras revolvía entre los cofres buscando las mantas. —Äerendil, ¿seré tu lacayo de fina selección a partir de hoy? —Sip, necesito uno y me debes la vida, lo tomaré como pago por mis servicios. —Me parece correcto… —¿Cómo? ¿Lo aceptas así, sin más? Era una broma, por si no te diste cuenta, ¿es que no vas a quejarte? —Es sólo que… bueno, no te ayudé en organizar tus pertenencias y me dediqué a dejar todo sobre la mesa mientras tú… —Pft, y ¿qué vas a hacer con ese brazo sancochado? —Aún tengo el otro brazo. —A ver, feral omnipotente, levanta uno de esos cajones con un brazo. Ëruendil soltó una risotada cuya intensidad le movió los interiores por cicatrizar, abrazó su vientre y contevo su alegría para evitar aumentar el dolor. —¡JA!.. Ay… ja… ja… ay, bien, ya entendí. —¿Por qué te tuerces? —Me duele la tripa. —¿Cómo? No puede ser, deberías estar perfecto. —La perfección es un valor relativo que cambia según la cultura y el tiempo… —Esa es la belleza, no la perfección, vuelve a leer niñito. Cierra la boca y déjame husmear. Äerendil volteó sin soltar las riendas levantantando las túnicas y las ca- misas de Ëruendil, quitando el vendaje y los parches con una mano. Examinó cuidadosamente las suturas y la cicatrización perfecta. —Se ve bien. —Pero no está bien, duele por dentro. —¿Me estará afectando la edad? Deberías estar completamente sano, incluyendo tu brazo. —O sea que en verdad te haz quedado con mis dolencias para favorecer mi salud… Äerendil acomodó las prendas en su sitio, retomando el control de las riendas, evitando responder la duda de su lacayo. —Por ahora vas a hacer tareas más simples, ¿vale? —Muy bien. —Dime, ¿qué sabes hacer además de hablar bonito cuando te lo propo- nes? Necesitaré eso si algún día nos topamos con un encopetado… yo ya me olvidé cómo sonar aristocrático. —Esto… —Te voy a pedir algo. —Pídalo. —Deja de coquetearle a Ëlemire, ¿vale? —Er… lo siento. No quise sonar como si… —Olvídalo, sólo dime para qué sirves. Ëruendil rascó su nuca mirando el camino pedregoso, notando los brin- 289

El Sanador de la Serpiente cos de la carreta reaccionando a la irregularidad en la tierra revuelta. —Buen comienzo, Ëruendil. —Je… lo siento. Yo… —No, en serio. Por lo menos tienes ganas de hacer algo, ya sabremos para qué eres bueno. Al menos sé que sabes leer la Lengua de los Hom- bres. —¿Yo sé leer? Unos niños se perseguían en la arboleda próxima lanzándose piedras y golpeándose con ramas de árbol. Gritaban entre risas y narices sucias, haciéndose zancadillas al correr por el camino. Äerendil llamó la aten- ción de los pequeños al azotar una fusta en el aire. —¡Devuélvanse a la villa, hay gente mala afuera! —¡Ya sabemos volver! Los chiquillos enseñaron los dientes al sanador quien les arrojó dulces guardados en una de sus alforjas a la altura del pecho. Agradecidos por el regalo, el grupo de traviesos tomó el sendero marcado por miles de antiguos pasos, regresando a la villa. —Pendejos, no se encuentran el pito y creen saber el camino del bosque. Después se quejan cuando se pierden. —Es gracioso… —¿Qué cosa? —Hablas como un anciano aburrido de vivir. —¿Tú crees? —¡No lo creo, lo he comprobado! —Nah, me pasa a menudo pero no es que esté aburrido, es que soy… pesado como vaca en brazos. —Sólo un tanto pero eres tolerable. —Qué honesto. —Perdón. —Deja de disculparte por todo o te doy con la fusta. Qué niño, ¿te pega- ban cuando eras pequeño? Ëruendil sonrió pero su alegría se tornó confusa al tener la imagen de otra persona, un hombre de largo cabello grisáceo quien le enseñaba un cinturón demostrando enojo. El joven bajó la mirada afirmando su espalda en la madera, cruzándose de brazos. —Es incómodo tener estos recuerdos inconexos y azarosos. Reunir las piezas será complejo. —Uf, ¿te acordaste de algo feo? Perdón si lo de la fusta te hizo… —No, está bien. Lo hiciste en broma es sólo que… no sé. Déjalo. Es una mezcla extraña entre esos niños con los palos y la fusta. —¿Te apaleaban? —No, es decir… sí pero no. —Caramba, clarito como el agua. Äerendil cambió la dirección del camino optando por la bifurcación se- ñalada por un madero clavado en el centro, saludando a un viajero cuya mochila le doblaba en tamaño y peso. —Es horrible—Ëruendil se agarraba la cabeza, mirando el cielo cubier- to de una franja lechosa atiborrada de destellos perlados—A veces me 290

Victoria Leal Gómez siento tan seguro y después, todo se va al sumidero. —Tranqui, te sientes de esa manera porque estuviste mucho tiempo en ese bosque. Lo digo por experiencia propia. Ya irás recordando, pásalo con agüita caliente. Ëruendil miró a su amigo de largo cabello cobre adornado con trenzas. Inspeccionaba la cicatriz en el pómulo, las pecas, la respingada nariz y las pobladas cejas sintiendo deseos de apuntarlas en algún papel. —¿Cuántos años tienes? —Eh, ¿yo?—Äerendil se apuntó, levantando las orejas plagadas de todo tipo de aretes de oro— ¿Por qué preguntas eso, qué harás con esa infor- mación? ¿Publicarla en tu muro, ponerla en tu historia, etiquetarme en una foto donde salga mal y transformarme en meme? —Te miro y no puedo calcular tu edad. Apuesto a que tú sabes cuantos tengo yo. —¿Sabes cuántos años tienes, recuerdas tu fecha de nacimiento? —Sipirili. —Uf, a ver, déjame adivinar… tienes… ¿diez? —¿Diez? ¿Me veo tan pequeño? —¿Treinta? ¿Doscientos cincuenta y cuatro? —¡QUÉ! —¿Por qué no? Así, estupendo como veo, tengo cuarenta y algo. Creo. —Estás tomándome el pelo, ¿verdad? —Ahora no, más rato puede ser. Pero eso es un estimado, tal vez tenga más. —Imposible, luces como… como alguien a quien conozco. —Si sé que me veo guapo e increíble Ëruendil, gracias. Ya empiezas a caerme mejor, tal vez seamos mejores amigos, ¿te parece buena idea? Yo la encuentro fantástica. —No decía eso, yo… —¡Verse joven es un don! Ay, soy una maravilla de la naturaleza. Dejé de envejecer cuando tenía unos dieciséis, ya te lo quisieras. ¡Siempre joven! —Esto… —Nah, es broma, me haré viejo algún día pero no está en mis planes hacerlo ahora. Nosotros dejamos de envejecer al llegar a los treinta, por alguna razón yo quedé así, como pendejo. —¿En verdad es así? —Claro, no verás a ningún Sgälagan que se vea viejo a no ser que sea mestizo. Un padre o una madre humana acorta mucho nuestra expec- tativa de vida, el envejecimiento, la salud… ¿te acuerdas de Lörel? Él tiene veinte años y luce como alguien de veinte y así mismo, Ëlemire. Ella va camino a los veintidos y seguirá envejeciendo hasta que muera algún día. —En cambio, nosotros podemos vivir por milenios sin vernos mayo- res… —Bueno, eso es relativo. Yo conozco a un tipo de unos cien años y el pobre luce de doscientos, sufrió muchas pérdidas en su vida y envejeció rápido. Sucede a veces, somos gente muy sensible, ¿por qué te estoy ha- blando de esto? Tú deberías saberlo bien. Ëruendil buscaba un chaleco colgado en un clavo, cubriéndose de la 291

El Sanador de la Serpiente brisa helada asomando bajo la colina. Cerca era audible el sonido de un riachuelo y el hálito de dos cervatillos bebiendo. —Haces bien, Äerendil. No sé si es por lo del bosque o por otro asunto pero yo… yo desconozco mucho sobre mi propia raza. Tengo la sensa- ción de que fui apartado de mi gente pero, ¿cómo estás tan seguro de que mis progenitories son Altos? Tal vez uno de ellos sea humano y… —No, no, no. Si fueras mestizo, ya estarías muerto con todas esas heri- das que llevabas encima. Además, tienes sangre brillante, es la prueba definitiva o me negarás que por las noches pareces una luciérnaga, ¿eh? Los cervatillos miraban a Ëruendil con grandes ojos negros y brillantes como el cielo que les acogía. Uno de ellos tenía cornamenta, el otro era hembra muy joven. Corrieron a los arbustos justo cuando Äerendil giró la cabeza. Ëruendil se acomodó en la banqueta donde su amigo dirigía la carreta, cubriéndole con una gruesa manta de lana pues la temperatu- ra descendía rapidamente y ya era visible el hálito de ambos. —¿Por qué dices que tu edad es un estimado? —Vaya niño, eres bueno para charlar. —Disculpa. —Que va, me viene bien de vez en cuando—Äerendil sonrió mirando al congelado Ëruendil de nariz colorada—Yo también estuve una tempo- rada en ese jodido bosque. Recogiéndose en el calor de la prenda forrando su espalda, Ëruendil no entendía la facilidad del sanador para vislumbrar un sendero perdido en el pasto. Algunas gotitas de agua caían en el verdor, lentamente tras- nformándose en azuloso. Así mismo lo hacían las hojas de los árboles, los más oscuros eran indigo y se fundían con la oscuridad de la noche. —¿Por mucho tiempo? —No sé. No me acuerdo. ¿O sí? Tal vez no fue tanto. —¿Fue hace mucho? —Hace veinte años salí de allí… o no sé. Creo que en realidad han pasa- do siete años, no llevo la cuenta. —¡Y todavía no recuerdas nada! Äerendil hizo una mueca, relajándose en la madera del respaldo. —No, todavía no. De hecho, ni siquiera sé si de verdad me llamo Äe- rendil o si nada más me gustó el nombre de un paciente del maestro Gläshesod. Menos mal me encontró porque con lo flaco que estaba, se- guro un buitre me convertía en cena… pero Lil, con tu llegada pasaron muchas cosas en mi cabeza. Tal vez he comenzado a recordar… o tal vez, no. —¿Todos me dirán Lil ahora? —Tienes cara de corderito, no pidas otra cosa. Algunas avecillas invernales trinaban en los nidos, el terreno mohoso dificultaba el movimiento de las ruedas pero todo marchaba perfecto. El avance de la carreta continuó bajo las estrellas atravesando, charcos cubiertos de una fina película congelada. —Ha de ser complicado… —¿Qué cosa, lo de la mala memoria? Es como te lo tomas. Yo lo dejé pasar, total, no puedo vivir de lo que ya pasó. Lo bueno es que me perdí por tantos años ahí dentro que aprendí un montón. Gracias a ese jodido 292

Victoria Leal Gómez bosque es que me hice sanador, fue casi a la fuerza. Si no lo hacía, me iba al otro lado. Después me adoptó Gläshesod, un sanador muy bueno. Él me enseñó a usar herramientas más sofisticadas y algunos secretillos pero yo tengo mi propio estilo para sanar. —¿Propio estilo? Querrás decir que te quedas con las heridas de tus… —¡Ya basta! ¡Sí, lo admito, me quedé con parte de tus heridas para que no te fueras al otro barrio!—Ëruendil rió ante la exclamación del sana- dor, escondiéndose en la parte trasera de la carreta para no recibir un golpe de fusta— Este niño, qué insistente, ¡pareces Trënti, qué odioso! Una rama entre el moho se asomó filosa enredándose en una de las rue- das traseras. La yegua dejó de marchar cuando sintió el tirón del vehí- culo, relinchando molesta. El sanador maneaba las manos en el aire, charlando con el animal como si este le entendiera. —¡No grites, Isel! Ya lo arreglo, relaja y come algo en vez de ponerte llorica. —¿Quieres que te ayude? —Nah, es sólo una rama. Tú pon el techo de refuerzo que la lluvia se viene, está en el aire el aroma. Ëruendil tenía el brazo lastimado inmovilizado por un cabestrillo fa- bricado por la diestra Ëlemire quien con el dedo índice bien recto le aconsejaba “Nada de mover este brazo por una temporada, ¿te quedó claro, niñito?” Zarandear las maderas que formaban el segundo toldo de la carreta fue una tarea titánica para el muchacho sufriente de dolores internos. Puntadas, desgarros, las sensaciones variadas le obligaban a mantener muecas retorcidas en el rostro pero nada le impidió poner la barrera contra el agua de los cielos la cual precipitaba suavemente. Äerendil arrojó la rama fuera del camino difuso, regresando a su lugar de un brinco. —Isel es un poco ruidosa. Perdona sus berrinches, la he mimado mu- cho. Pero es que es tan linda, ¿chierto mi pechocha, linda, hemocha? —Es una linda yegua… se parece a ti. —Buen chiste, niño. —Tiene tus pecas. —De hecho, por eso Ëlemire me la regaló, fue una tomada de pelo. Me encanta. Ëruendil sujetaba su costado izquierdo, sintiendo un ligero calor en la camisa. —Em… Äerendil, creo que me moví mal. El sanador miró el área cubierta por el brazo de Ëruendil, levantando la camisa y moviendo el vendaje. —Sip, te pasaste. Pero no es nada, es superficial. —¿Seguro? —Claro que sí, la parte más fea de eso la tengo yo. —¿Por qué no te duele? —Estoy dopado con hongos, ya comienzo a ver caminos de arco iris y unicornios… Métete allá y ponte la manta encima, es sólo un mísero punto en una esquinita, no pasa nada. Después te remiendo. —Te recuerdo que no soy un calcetín. —Es que no es nada, te echaré un ojo en un momento y ya verás, queda- 293

El Sanador de la Serpiente rás como recién salido del horno. El jovenzuelo asintió con la cabeza siguiendo el consejo, usó las tres mantas para transformarse en crisálida de lana natural. Ëruendil se preparaba para una siesta cuando escuchó un poema provenir de los árboles. La voz de un ser celestial recitaba siendo acompañada de un ór- gano de cuerdas. Ëruendil se arrastró por la madera mirando el paisaje a través de las ranuras, encontrando dos siluetas plateadas y brillantes caminar descalzas por los tréboles en flor. Existiendo en este lugar, ahora, hay miles de mentiras que no se pueden limpiar. Me pregunto cuando ha comenzado esta desgracia... ¿Hasta dónde debemos ir para devolver la luz? Estrellas en tus ojos. Estrellas en tu corazón. Origen estelar. Vivirás en la sombra de la tristeza si en tus remordimientos vives, hijo solar. La existencia del sombrío a tus espaldas convertirá todo en nada. Äerendil sonreía plácido cuando Ëruendil se arrastró cerca suyo, ense- ñando felicidad en su rostro congelado. —Si alguien te dice haber escuchado la voz de un Alto te miente porque somos testigos de la verdadera belleza de sus voces. —Llevaba años sin escucharles. Hoy me duermo tranquilito. Ëruendil intentó memorizar cada detalle en la vestidura plateada de la mujer y el varón tras ella quien flotaba girando la manivela de su ins- trumento. —Yo conozco a ese tipo. —Ahora eres tú el que toma el pelo. —No, en serio. El hombre de la zanfona… —Nadie les conoce, Ëruendil. No es que sean muy amistosos, caminan cantan, recitan y todo eso pero ya está, no se acercan. —¡Vamos! —Nunca les alcanzaremos, se esfuman en el vapor. —Pero si avanzan al ritmo de la carreta, ¡están a dos metros! —Ëruendil, los Altos tienen sus cosas no te metas. Diles “Hola” y fin, si tienes suerte, a lo mejor sonríen. —Yo sé que conozco al tipo de la zanfona. —Dale con que los cerdos vuelan… Duérmete ya. —Llevan a un bebé en brazos, ¿no es el mismo que tú…? —¡Recuéstate, pendejo! ¡Te vas a rajar entero y se te van a caer las tripas! —Eso no sucede… —No las voy recoger, tengo prisa por llegar a Orophël. Agarra tu mon- dongo y acuéstate. ¿Por qué carajos me traje una bolsa rota de viaje? ¿Me estará dando la chochera? No, mejor conmigo que con Eli porque si se quedan solos… espera, ¿dije eso en voz alta? Ëruendil levantó sus orejas amoratadas de frío regresando a su capullo de lana al interior de la carreta, escudándose en los cofres y abrazando su herida en el costado, feliz de saberse poseedor de orejas puntiagudas. No eran tan grandes como las de Äerendil que sobresalían del cabello 294

Victoria Leal Gómez pero sí, bastante afiladas y bien esculpidas… y congeladas también. *** El palacio era víctima de un silencio tan agrio que el aleteo de las moscas era audible incluso para los más distraídos. A través de los corredores, los escasos sirvientes susurraban acordando huidas noctur- nas en busca de un mejor destino que ser arrastrado a las catacumbas a manos de algún Umbrío. Era un secreto a voces entre las cortinas que la familia real tenía cos- tumbres extrañas muy distintas de sus antecesores y que esas tradiciones habían ensombrecido al antiguo brillante Älmandur. Fuera del palacio, gracias a algunas doncellas de lengua escurridiza; se rumoreaba que las jarras de vino se llenaban con “otra indescifrable cosa” que el rey intentaba abandonar, fallando estrepitosamente por las noches. Algunas sirvientas corrieron la voz de que la sed de la hija del rey era saciada con los desaparecidos de la comarca, por ello, muchos habitantes del reino buscaban escaparse buscando las fronteras pero es- tas eran cerradas por bastiones de Äingidh o brujos hechos de arenisca. Los más inteligentes en completo secreto acordaron con vecinos y ami- gos la construcción de cavernas bajo los hogares y así, lentamente, los habitantes de mudaron de la superficie a lo profundo de la tierra. Lotus, junto a Äweldüile y su ayudante, solían bajar a esas grutas improvisadas llevando consigo alimentos y ropajes apropiados para la fría estación nevada. Fue la muchacha quien recopiló las historias para su hermano, llevando pilas de documentos leídos por el joven. Arrojando un perga- mino al escritorio, el muchacho se asomó por el ventanal hacia la negru- ra del jardín de rosas, cruzado de brazos. —El bandidaje está saliendo a flote. La mentira tiene piernas cortas, ¿no es así, preciosa mía? Lotus permanecía en un diván, analizando los rumores enunciados en los papeles. —Los reportes de nuestros súbditos acusan el incendio de varias villas y aldeas, el secuestro de personas y el asesinato de otras, sobre todo de quienes sean descendientes de Alto. ¿Qué es lo que busca Elisia? El últi- mo asentamiento en pie es la Fortaleza Orophël y, si esto continúa, sólo la comarcaela del castillo tendrá gente. Es sólo cuestión de tiempo para que Orophël sea atacada y derribada… —Elisia está obsesionada con... con un niño al que llama Wilhelm. Sus aposentos fueron decorados de piso a techo con retratos de aquel niño y su rostro está en carteles por todos lados, me pregunto quien habrá te- nido tanto tiempo libre para pintar ese folleto. El niño es muy pequeño, ¿para qué lo querrían? Sebastian se sentó en la mesa mimando sus sienes pues la imagen del niño en los retratos insinuaba una memoria escurridiza. Lotus sirvió una copa de vino caliente a su hermano, sentándose a su lado. —Tal vez ese niño sea un Alto y por ello le codicia. —Es probable, después de todo se enfureció cuando fue notificada de la desaparición de Ritter… perdón, Äntaldur. Ordenando los documentos azarosos, Lotus tomó la mano de Sebastian 295

El Sanador de la Serpiente mirandole tiernamente. —Helmut se encuentra totalmente recuperado de sus dolencias. Debe- rías charlar con él. —¿Le haz visitado? —Así es, hermano querido. Aún debe reposar mas yo le veo perfecta- mente saludable, salvo… —¿Cuál es el problema? —El sanador me informó que Helmut deberá usar ese parche en el ros- tro. Sebastian sonrió, escondiendo su gesto con la mano. —¿Tiene un parche, así como… de pirata? —¡No es gracioso, Sebastian! Helmut perdió el ojo derecho brutalmen- te, no es un chiste. —Tienes razón, disculpa. Sebastian bebió del vino ofrecido sin perder de vista las rosas del res- taurado jardín. —Ahora que espabilo… —No vuelvas a decir una estupidez porque si no… —¿Por qué revolvían tanto la tierra? —El palacio también fue puesto de cabeza, especialmente un dormito- rio del ala este, fue destrozado por completo y sin piedad alguna. —Hay un par de cosas necesarias… —Ya empezaste, ¿no puedes dejarme dormir una noche? —Preciosa, tengo muy poca información. Yo feliz me encargo de Elisia y ya, se termina la historia pero, como te mencioné, no se trata de cortarle el pescuezo sin más. —¿Cuál es el punto? —Elisia es una fuerza, un espíritu maligno viviendo en el cuerpo de la señorita Frauke. Si daño el cuerpo de Frauke haré que Elisia migre a otra persona… y de paso, tendré que informarle a Helmut que asesiné a su hermana. He aprendido mucho al permanecer a su lado mas no en- tiendo la razón de su interés en mi persona. He cometido imprudencias terribles, a pesar de ello perdona mi vida y deja que me acerque a sus trastos y libros extraños. Hasta me he dado el “lujo” de vestirle y bañarle. —Debes ser cauteloso, Sebi... —Además, no sabemos qué trae de bueno o malo ese niño que busca tan ansiosamente pero, ¿y si fuera importante? —Qué tal si es un Alto y le atrapa… —ESE es el problema, preciosa. ¿Qué tal si es cierto que el niño es un Sgälagan y que su sangre hará más fuerte a esa hematófaga? Entonces sí que estaríamos muy mal… podría invocar un mal mayor, porque es altamente probable de que Elisia sea apenas un emisario. Lotus notó un brillo extraño en los ojos de su hermano, el mismo deste- llo presentado antes de ir a la batalla. La muchacha apretó el brazo de su hermano, clavando sus ojos en él. —Sebi, tú sabes lo que ella hace. —He visto a brujas cometer atrocidades para ganar batallas, hermana mía. Algunos generales usan esas artimañas para el triunfo. Nikola nos ayudó varias veces con sus palabras provenientes de algún palacio he- 296

Victoria Leal Gómez lado. Tal vez los Äingidh le enseñaron esos ardides pero créeme, de eso Helmut sabe más. Son amigos muy íntimos, seguro que él podrá darnos mejor guía respecto a nuestro actuar contra Elisia. —Confiésame lo que ya sabes, Sebi. Tal vez tu información sea útil. La voz de Sebastian se escondía en su vientre pues las memorias de sus ojos era horrenda. —Yo, en verdad, no sé lo que ella pretende y eso es lo que me espanta. Es caminar con vendas en los ojos, por más que averiguo no logro dar con pista—Lotus afirmó su cabeza en el hombro de Sebastian quien mima- ba sus cabellos—Estoy ciego luchando contra lo desconocido. Recuerdo haberle dicho a alguien que debía preocuparse de lo invisible… esas pa- labras eran para mí. —Sebi, tranquilo, sólo necesitamos continuar la búsqueda. Mila me in- formó que Elisia ya ha dejado en paz a Nikola. Lotus sujetaba las manos de su hermano tratando de subirle los ánimos pero el joven conocía la verdad de lo ocurrido. Miró a su hermana con la mayor de las sinceridades. —No, eso es falso. Mila ignora que Nikola está siendo instruido en algo diferente… la última vez que le vi lucía extenuado y mostraba agujeros en su cabeza como si un herrero hubiese hundido clavos en sus entra- ñas. Se sacudía adolorido y cuando pregunté por su bienestar respondió que “Todo va bien. Mi meta se cumple” Mi parecer es que el pobre está bien chalado. —¡Hermano! —Les vi anoche. Elisia le quitó la Piedra del Crespusculario a Hagen, entregándosela a Nikola, quien cortó las venas en su muñeca para em- beber el cuarzo y ella, Elisia, tomó una espada negra para herir el cora- zón de Nikola. Él no está entre nosotros, querida mía… camina pero no vive, sólo obedece órdenes de sus más bajos instintos. Él no es él. Lotus retrocedió tragando saliva, sujetaba su cuello con ambas manos al tanto cerraba distancia con la palmatoria de veinte velas, alejándose de la mesa donde se hayaba sentada junto a Sebastian. Tomó aire asimilan- do las palabras de su hermano, sintiendo temor por Nikola. —Por todos los Altos, qué podemos hacer… —Hasta ahora sólo hemos podido reaccionar. De hecho, apenas hemos podido hacer un movimiento. Estamos asfixiados en la ignorancia de los hechos. Nuestra fuerza es impotente, hermana, y eso consigue en- cender mi furia. Lotus regresó con su hermano abrazándole fuertemente, dejando que el muchacho se acurrucara en su cuello. —Mila dijo que los brujos no son inmortales y que Elisia es un espíritu malvado. Lo que debemos hacer es sacarla del cuerpo de Frauke. —¿Eso dijo Mila? El joven bajó de la mesa sujetando a su hermana por los brazos, mirán- dole intensamente. Lotus correspondió, reuniendo fuerzas para repetir la confesión de Mila. —Lo he repetido tal como lo mencionó ella, Sebi. —Bien, muy bien… ahora sólo necesitamos saber CÓMO lo hacemos sin que ella nos elimine primero. 297

El Sanador de la Serpiente —Esto es una locura… Hermano, anoche fuiste a su recámara. —Se supone que soy su prometido, tenemos que llevarnos bien. —Pero, ¿no podrías conversar con ella en un salón, como todo el mun- do lo hace? —Elisia ama su inmundicia llamada dormitorio, tengo que ir allí a co- mer galletas. —¿En verdad es todo lo que hacen? Sebastian tomó a su hermana en brazos sentándose en el diván, acomo- dando a Lotus en su regazo, mimando su mejilla. —¿Preocupada por mí? —Siempre lo estoy Sebi, me haces sudar tinta. —Un halago. —Tengo miedo de que Elisia te use como lo hizo con Nikola… sería una sentencia a muerte para mi corazón si te encuentro desnudo y frío en medio de las sábanas, haciendo un juramento eterno sumergido en la muerte. —Eso jamás sucederá, preciosa… pero he de confesar el mismo temor. —¿Cómo? —¿Por qué crees que te obligo a descansar durante el día? Así puedes acompañarme en mis periplos nocturnos, donde nadie puede tocarte, hermana mía… no deseo imaginar lo que te harían esos Umbríos si te encontraran sola, durmiendo bajo esa dulzura tuya. Si te pasara algo sería el arranque del último hilo de mi cordura. Si es que estoy cuerdo, claro está. —Si eres consciente de tus dilemas eres cuerdo, ¿no es así? —Tal vez… Lotus abrazó a su hermano. Por un instante el alivio reinó en su pecho y suspiró, admirando la fragilidad de las velas en el cuarto. El reloj daba doce retumbantes campanadas, la muchacha fue recostada en el diván cual pétalo sobre el agua. Su frente fue acariciada por los labios helados de Sebastian quien cerraba los ojos antes de despertarse del sueño que era vivir junto a su hermana. —Me espera mi prometida, agraciada mía. Espero no seas celosa. —Qué cosas dices, te recuerdo nacimos de la misma mujer. —La crueldad hecha carne, sin duda… eres más afilada que mis puñales. —Vete, aquí te espero. —Siento recelo, ¿estarás bien a solas? —Claro que sí, Mila me dio todas estas velas. Sebastian dio una última mirada al cuarto, sonriendo al ver tanta luz de mediodía en la medianoche. —Preciosa mía, a veces dudo del sitio otorgado al sol en los cielos pues tú deberías ser la guardiana de los días y las noches. Lotus abofeteó a su hermano quien viró el rostro por el impacto de aquella diminuta mano. —Vete ya, Sebastian Klotzbach. El muchacho acariciaba su enrojecida mejilla, expresando dolor al reti- rarse del despacho. —Heredaste la dulce mano de nuestro padre. —Toda una virtud, sin duda. Y espera a que me haga mayor. 298

Victoria Leal Gómez El cuarto adornado con tapices y grandes ventanales de cortinas verdes fue abandonado por el mozuelo de púrpura quien fue vigilado por Lo- tus hasta el momento de escoger un pasadizo tras una estantería. Sólo entonces, Lotus abandonó el despacho, corriendo por el pasillo levan- tando su largo vestido chocolate bordado de oro. Sujetando un candil de plata en su mano derecha, Lotus atravesó pasi- llos y salones repletos de Umbríos atareados. La doncella fue testigo de sangrías y cortes, de gritos y espantos, esquivaba las visiones inefables en busca de la puerta hacia el puente conectando el palacio con la torre del sanador, adornada con la tupida nevada del invierno. Lotus cubrió su delgadez con una capa encontrada y corrió sin mirar el pasado, su- biendo una espalera de piedra roída por los siglos. Lotus sentía una lágrima deslizarse por su mejilla, se aferró al candil intensamente usándolo como amigo de pasos. Su bastón improvisado le llevó hasta lo más alto de la torre donde Anne, el ayudante del sanador, despejó la entrada al mover las enredaderas, sonriendo dulcemente. —Susurre mi señorita pues Albert descansa y Helmut está pronto a re- fugiarse en el sueño. Sea cuidadosa y podrá regresar. —Gracias, muchas gracias. —Yo soy el agradecido por gozar de su gran visita, señorita. Lentamente, la doncella atravesó el pórtico de enredaderas, ingresando al salón donde Äweldüile bebía una infusión aromática. El sanador ofre- ció de la bebida a la jovencita quien aceptó encantada de quitarse el frío del cuerpo, asintiendo silente mientras recibía el tazón. —Nuevamente a visitar al ser amado, los hombres lucharían por su de- voción. —Todos los hombres, incluso mi hermano… excepto Helmut. Terrible corazón el mío, escoger al menos interesado en el romance. ¿Esta bebida me quitará el mal alojado en mi pecho? —Qué darían muchos por inventar tamaño brebaje, señorita— El sa- nador abrió la puerta donde Helmut era custodiado de sus heridas por sanar— Acérquese, el joven es dichoso de verle. —¿En verdad? A veces parece que deseara aumentar nuestra distancia. —Helmut tiende a ponerse nervioso y torpe frente a usted señorita, no le culpe de sus palabras escasas y duras. Pero créame, su visita hace que sus heridas sanen más rápido. Usted es la mejor medicina para ese pobre hombre confundido. Äweldüile cerró el pórtico una vez Lotus estuvo en el interior del apo- sento asignado para el descanso de Helmut quien respiraba apacible- mente envuelto en sus sábanas blancas bajo el dosel traslúcido. El reflejo azulado en su blanca piel conseguía darle un aspecto plateado, luminoso. Lotus recordó las historias de sus ancestros donde se relataba la piel radiante de los Altos, preguntándose si en verdad Helmut era un humano. Con las yemas de sus manos Lotus rozó el pómulo saludable del muchacho durmiente, expresando dolor por el parche cubriendo la cuenca del antiguo ojo. —Tu familia jamás aprobaría nuestra unión, ¿no es verdad? ¿Qué de- bería hacer? ¿Resignarme a ser ignorada por todos y ser amada por el perverso de Sebastian? He hecho todo lo que está a mi alcance… ¿Acaso 299

El Sanador de la Serpiente fue un error haber nacido siendo hembra? Helmut dejó que Lotus peinara su cabello antes de posar sus labios sobre los suyos sin llegar a besarle. El muchacho miraba la expresión entriste- cida de quien se regocijaba con su hálito, fingiendo sueño profundo una vez culminada la caricia. Lotus exhaló su tristeza cerrando el dosel y abandonando el dormitorio porque sabía que Helmut no se dignaría siquiera en saludarle pues tenía fama de tener sueño pesado. A solas, Helmut se sentó en la cama, mirando el pórtico siendo cerrado por el sanador. —Todas las noches, sin falta alguna. Por todos los cielos sobre mi cabe- za, ¿por qué soy tan estúpido? Lotus sintió calor al percibir la tan anhelada voz de Helmut, volteó y regresó al cuarto donde el muchacho lucía confundido. La muchacha avanzó lentamente, maravillándose con la palidez de su amado quien permanecía oculto tras el fino velo de su cama. —Señorita, es poco apropiado lo que usted hace. No debería ingresar al dormitorio de un hombre, sea quien sea. —Lo sé, pero no hay quien me lo impida. —¿Qué hay de su consciencia? —Ella me dice que no hago mal. Helmut deslizó el dosel, Lotus se sentó a su lado peinando su cabello con los dedos. —Mi querido Caballero, ¿me permitiría arreglar el pequeño desastre en su melena? El joven asintió en silencio apretando los puños al desconocer ese esca- lofrío en la espalda, ¿era miedo, inseguridad? La memoria de una mujer empujándole al suelo golpeó su sentidos, obligándole a fruncir el ceño en busca de oprimir el recuerdo. Äweldüile y su ayudante espiaban sonrientes por la rendija de la puerta la cual fue cerrada lenta y silenciosamente justo cuando Lotus terminó su tarea. —Ya está. Ojalá tuviera algo con qué dejarle suave, como normalmente lo usa. Helmut abrazó a Lotus admitiendo cuanto le faltaba, hundió su rostro en el cabello de la feliz muchacha recostada en las sábanas. Lotus tensó la espalda sin darse cuenta, cerrando los ojos y rindiéndo- se ante las firmes manos de Helmut. La muchacha esperaba un beso o cualquier cosa parecida, abrió los ojos para descubrir a un hombre espantado buscando refugio en el abrazo de su querida mujer. —¿Estás bien? —Sí, sí… yo sólo… no quiero ser un imbécil contigo. —Nunca lo haz sido, Helmut—Lotus usó una frazada para regugiarse de la noche junto a su amado, besando su frente—Tranquilo, la verdad es que yo… no debería estar aquí, en tu lecho. Debo marcharme, es lo mejor para ambos. El muchacho se escudó en el pecho de Lotus embriagándose con el aro- ma suave de la piel rozagante, cerró los ojos al abrazarle con todas sus fuerzas. Sentía deseos de besar los turgentes senos y hacer de Lotus su 300


Like this book? You can publish your book online for free in a few minutes!
Create your own flipbook