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El Sanador de la Serpiente

Published by Victoria Leal, 2021-07-27 17:36:52

Description: El Sanador de la Serpiente

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Victoria Leal Gómez —¿Es acaso posible robarle la atención al rey? Wilhelm deslizó su mirada al corredor, allí vio a cuatro lacayos acompa- ñando a los reyes ataviados de rojo quienes avanzaron lentamente hacia el pórtico custodiado, sonriendo al ver a su niño. Ambos sintieron que veían al pequeño por primera vez mas no se atrevieron a comentarlo, simplemente se tomaron de las manos sonriendo. La reina mesuraba su gesto, acomodando el velo en sus hombros cayendo desde la corona de ramas doradas pero el rey no tenía mucho reparo, aceleró la marcha para agarrar a su heredero como si se tratara de un bulto, cargándolo sobre su hombro derecho y dando vueltas en círculos. —¡Cómo está mi futuro rey! —¡Majestad, por favor, hace que pierda el sentido de orientación! Albert bajó al niño, quien sujetaba su cabeza con ambas manos tratando de enfocar los ojos de su padre. —Mírate, todo un hombre ante mis ojos. Creciste tan rápido que no me lo creo. ¡Si antes corrías por los pasillos tironeando las mangas de Benedikt! —Ejem, Majestad—Benedikt sujetaba al príncipe por los hombros, no- tando el evidente mareo—Su Alteza sigue jugando a jalar de mi manga. Sin ir más lejos, hoy hicimos tropezar al sucesor de los Klotzbach. Dis- cúlpele si enseña un corte en la frente, ha sido nuestro descuido. —Ah, ese jovencito siempre oportuno—El rey meneó la mano en el aire—No hablemos de él, ¡admiremos a mi hijo! —Padre… —Hijo—Albert abrió los brazos enérgicamente— ¡Te quiero todo esto! —Ay, papá… no empieces, por favor… —Y tú, ¿cuánto me quieres? Wilhelm miraba los brazos de quien le repasaba con ojos vivaces. Tras un momento de duda, el niño abrió los brazos intensamente como si en cualquier segundo estos fueran a dejarle e irse por su cuenta. Fritz y Benedikt sonrieron al ver las mejillas sonrojadas del pequeño, quien sentía que su nariz se hallaba próxima al sangrado. —Todo esto… —Oh, eso es mucho, mucho, ¡muchísimo! Pero, ¿sabes una cosa? —¿Qué cosa? —Tenemos los brazos abiertos y eso significa ¡un abrazo! —¡NOOOOO! ¡VOLVÍ A CAEEERR! El rey apretó a su hijo hasta sacarle el último aire en sus entrañas. Le liberó para reacomodar la trenza de oro en su frente. —¡NO NIEGUES QUE ME AMAS, WILHELM, NO LO NIEGUES! El niño sonreía feliz pero avergonzado de admitir que le gustaban las as- fixiantes muestras de cariño de su padre a quien miraba de reojo tras la manga de su túnica. La nariz de Wilhelm sangraba, hecho que se repetía siempre que el bochorno le tomaba como víctima. —Majestad—La reina mimó la mano del rey al tiempo que acariciaba la mejilla de Wilhelm— No hagamos esperar a nuestros invitados. —Bah, tienes razón. Entremos a comer que ya me desvanezco. ¡Abran la puerta! Los soldados chocaron sus talones metálicos coordinando la apertura 51

El Sanador de la Serpiente del pórtico en madera barnizada de miel. Simultáneamente tomaron las asas para mecer las maderas, encegueciendo al joven príncipe con in- mensidad de la luz dorada que abrazaba todo. El niño avanzó sin saber qué hacer por unos instantes, sonriendo al relajar su espalda pues su madre le sostenía del hombro. —¡Ante nuestras mortales existencias, sus Majestades el Rey Albert Jo- hann Luther Wilhelm von Älmandur-Freiherr y la reina Heidei Adal- gisa Jenell Viveka von Älmandur-Freiherr y el Príncipe Heredero, su Alteza Real Dagmar Wilhelm Heinrich Burke von Älmandur-Freiherr! Wilhelm tragó aire al sentir el peso de las palabras pronunciadas por Otto, el edecán de su padre, el rey Albert. ¿Mortales existencias? El muchacho recordó que los Altos tienen una vida tan larga que eran considerados inmortales ¿serían parientes de los reyes de Siam y por ello Jade Oceánico era parte de una festividad propia del reino de Älmandur? Entonces, ¿era verdad que vería morir a seis generaciones de súbditos antes de comenzar a verse adulto? Aplausos les recibieron, para fortuna del príncipe el ruido opacó sus inquietudes. Los músicos del otro lado del salón marcaban un ritmo pausado que calmaba el corazón intenso del heredero quien se detuvo en un bordado de hoja en la alfombra al tiempo que sus padres saluda- ban entre risas. Los nobles presentes eran caras conocidas a través de pinturas y chis- mes. Unos eran familiares otros que ni en pintura fueron presentados. “Esos de allá han de ser los Ackermann y junto a ellos han de estar los… ¿cómo se llamaban? ¡Ah! Los Wolfen pero esos que están a su lado, ¿de dónde salieron? ¿Acaso me salté un libro entero? Tampoco sé quienes están allá y acá… necesito a Fritz AHORA” Wilhelm saludaba con un suave gesto de su mano sin entender lo que hacía a pesar de que toda su vida estudió para situaciones como esa. Los reyes fueron acomodados en la cabecera de la mesa por Otto quien hacía muecas discretas a sus colegas Benedikt y Fritz ofreciendo una venia a Wilhelm. El pequeño siguió el protocolo, acomoándose a la de- recha del rey. Barbilla en alto, mirada clara, el rey alzó la copa del más dulce mosto. —Quiero ofrecer esta cena en honor a los Altos mas este brindis es para conmemorar la delicia de sus presencias en estas humildes tierras. Al- cen sus copas— Las manos de los asistentes siguieron la petición, aquel que no bebía estaba pronto a hacerlo— Beban con nosotros, ¡sean bien- venidos a Älmandur! Las copas fueron chocadas con la energía propia del reino, en el juego el mosto se arrojaba de una copa a otra entre risas y vítores al rey. —Juajaja, así me gusta, mis queridos. No perdonen la fruta ni la carne, hagan suyo todo manjar frente a sus ojos y si no encuentran lo que de- sean, pídanlo para saciar su deseo. Wilhelm bebía el primer sorbo de su copa cuando notó que, justo frente a si, se hallaba el Senescal Ritter zum Neuenthurm. ¿A mano izquierda de la reina? Como si fuera un segundo heredero, el Senescal sonreía bebiendo, mirando al príncipe con claridad. Sus ojos pálidos rezaban palabras en un idioma aprendido a pulso por el pequeño pues nadie lo 52

Victoria Leal Gómez hablaba fluido salvo Fritz y Benedikt pero jamás lo usaban. Wilhelm creyó escuchar susurros en su mente, como si Ritter fuera ca- paz de mirar su alma y desnudarle sin consentimiento. El niño cortó el lazo visual para abandonar su copa en la mesa, susurrándole a Fritz. —¿Por qué no está Frauke frente a mí? Sería un alivio compartir puesto. —Alteza—Fritz se inclinó para hablar directamente al oído de su amo— El Senescal se toma la valentía de supervisar los alimentos. Si está en un lugar tan importante en la mesa es para probar los manjares que nues- tras Majestades y usted comerán. Cálmese, sólo estará allí por unos diez minutos. Tras ello, su lugar será ocupado por su prometida. —¿Ritter come y bebe antes que nosotros? —Probablemente ya ha probado las comidas antes de que fueran traídas al salón pero una último intento nunca sobra. Wilhelm notó que el Senescal le ofrecía un pequeño brindis silente des- de su puesto. El príncipe sonrió, brindando en secreto con el hombre de afilada expresión fría. —Pues si se arriesga así, es de fiar. —Alteza, en el mundo nada es blanco o negro. Sonría, enseñe un ama- ble desplante pero nunca, nunca abandone el puñal escondido entre sus ropas. El heredero al trono mantenía una sonrisa dulce e ingenua bebiendo el mosto mientras reflexionaba sobre las últimas palabras pronunciadas por su amigo de plata. Cuando Wilhelm pidió una repetición del mosto a su querido sirviente, el rey dejó su copa en la mesa para levantar las manos en dirección al invitado de larga cabellera plateada y ropajes naranja. —Mi estimado Jade Oceánico, no sé si tengo palabras para describir mi sorpresa pues tu visita estaba programada para la boda de mi queridísi- mo primogénito. —Espero no ofenderle con mi presencia anticipada, Majestad—El Em- bajador afirmaba su mano en el pecho, inclinándose ligeramente para enseñar su respeto—Los vientos de Siam han favorecido mi navío, por ello nuestro presto arribo. —¡Pero qué cosas dices! ¿Ofendido? ¡Si es un placer tenerle! Espero nuestra comida sea de tu gusto y, por supuesto—El rey Albert enseñó su copa ante los comensales atentos—del gusto de todos. ¡Salud y buen provecho! Benedikt y Fritz se acomodaron tras Wilhelm, observando la cena mientras una mucama llenaba sus copas con cerveza y mosto tibio, res- pectivamente. El hombre de rojo se acercó risueño a su colega, susurrante y burlesco. —Fritz, ese tal Jade tiene un acento gracioso. —No seas mal educado. Si le es costoso pronunciar la “erre” se debe a que su idioma utiliza “eles”. Apostaría a que si tú fueras a Siam serías incapaz de pronunciar bien tanta “ele” junta… —Ay, pero qué tenso estás. Si ya todos están comiendo, relájate un poco y bebe. El rey ya dijo que podíamos comer hasta reventar. —Beni, eso lo haces todos los días. —Qué malo eres conmigo. 53

El Sanador de la Serpiente —¿Es verdad que necesitas la ayuda de dos personas para salir de la cama y volver a ella por la noche? Fritz empinó la copa cuando su amigo procedió a inclinar un jarrón ofrecido. —Tal vez me estoy poniendo un poco gordito. —¿Tal vez? Si yo tuviera un gemelo podría aspirar a llenar tu ropa. —¡Sólo disfruto mi vida! Benedikt se apartó para conversar con una doncella sosteniendo panes dulces rellenos de fruta, momento en que un muchacho de cabello on- dulado abandonó la mesa para codiciar la misma golosina. —Oh, joven von Freiherr, ¿gusta de los klose? Porque para mí son la vida, espero no se los coma todos. Helmut sonrió un poco tímido, escudando sus labios tras el pan vapo- roso. —Pierda cuidado, me baztará con uno. —¡Vaya alegría que me ha dado! —Benedikt, quiero pedirle un favor… algo zimple. —¿De qué se trata? —Me conoze de pequeño, ¿porqué tanta formalidad? Llámeme Helmut, como lo ha hecho dezde mi infanzia. Benedikt devoraba el tercer pan dulce pero Helmut no tenía el valor de morder el que estaba en sus manos, envuelto en un fino papel decorado. —Te llamaba así cuando eras un niño, ahora serás el cuñado de mi que- ridísimo amo. Creo que un poco de respeto vendría bien. —Ezo zuena como a un conzejo de Fritz. El hombre de rojo emitió una carcajada robusta que distendió los áni- mos de los comensales en la mesa, quienes aún permanecían en sus puestos y bien compuestos. —¡Ja, ja, ja! Ay, ese viejo amargo. Todo el mundo sabe como es. La ver- dad es que me pidió que lo hiciera. Estoy seguro de que ahora le está pidiendo cosas a Wilhelm, nada más mírale, si parece que guiara la con- versación entre Ritter y mi amo. —Hablando de Wilhelm—Helmut devolvió el pan dulce a la bandeja sin haber siquiera reparado en él—Me encantaría tratar con mi primo. Ayer converzamos pero noz quedaron pendientez y, bueno, zupongo que no ze le ha dado tiempo libre. Además, busco una revancha por el duelo que tuvimoz en la tarde. —Oh, es verdad—Benedikt tragaba la cerveza que cayó en sus manos— Los Äingidh buscan recuperar sus bastiones perdidos y a su familia se le encargó la defensa del bastión sur. Ya lo creo, usted tiene mucho de qué conversar con mi niño. —Fueron trez batallaz por dezgazte, noz zuperaban de tal forma que pa- rezía ridículo un enfrentamiento. Maz hoy, todo eztá a nueztro favor. Le pido no hable de aquello como una gran hazaña, sólo fue táctica bázica. —¡Espero que la ceremonia de congratulaciones haya estado a la altura, querido Capitán! —Traz todo ezo, zólo queríamoz un mullido catre, ze lo juro. Cazi noz dormimos en medio del dizcurzo del rey. Menos mal que Nikola eztaba a mi lado, zu bofetón me mantuvo alerta. 54

Victoria Leal Gómez —Oh, sí, me lo imagino. En sus hombros recae el honor de la familia pero discúlpame, voy a solicitarle al Senescal zum Neuenthurm que no acapare a Wilhelm. —Ritter tiene eze problema, cuando le daz confianza no te zuelta. Mu- chas graziaz por tu amabilidad, Beni. Benedikt realizó una venia discreta al joven de finos atavíos borgoña y dorado. Sus botas eran completamente planas y aún así le era sencillo resaltar entre los invitados sin mencionar que, no obstante su defectuo- so incisivo montado sobre su compañero; su favorecido rostro era imán de cuanta mujer intentara ignorarle. Su hermana menor, la prometida de Wilhelm, solía sentir celos de la belleza de su hermano pues jamás podía dirigirle la palabra ya que, si no eran las doncellas, otros Caballe- ros se le agolpaban a llenarle de elogios o era solicitado por el mismo rey quien le palmeaba el hombro entre risas y cerveza que compartían a menudo. Lamentablemente, cuando conseguía atraparle era rechazada con desprecio y sin razón aparente. Cabe decir que al joven le gustaba ese trato especial pero lo disimulaba, o al menos lo intentaba. Sin embargo, ser elogiado e invitado a diversas manifestaciones con o sin motivo le subía el ánimo y las ganas de char- lar mas en aquella fiesta de recepción el joven era atacado por la apatía y se escondió tras un cortinaje donde aguardaba su amigo filtrado en la fiesta, vistiendo pulcros ropajes prestados. El vilipendiado Escudero también buscaba desaparecer para irse al catre mas permanecía en la celebración única y exclusivamente porque su amo así lo pedía. Allí, bastante apartados en un rincón sin velas, el Caballero y su fiel hombre compartían un momento de paz entre sonrisas y susurros cóm- plices. ¿Planeaban escaparse al primer descuido, llevándose consigo parte de la cena y un barril de licor o recordaban travesuras hechas a diestra y siniestra sin ser detectados? Benedikt deseaba cumplir la petición de su amo, recorrió el salón hasta el lugar donde el heredero y el Senescal compartían una charla liviana sobre las decoraciones e iluminación. El hombre de rojo se acercó al los varones, inclinándose respetuosamente. —Senescal, un honor saludarle. —El honrado soy yo, Benedikt von Orophël. Si he conocido hombre fiel, ese es usted. —Hoy he recibido tantos saludos de este tipo que ya ni sé cómo res- ponder. Wilhelm enseñó una dulzura propia de su corazón, sintiendo que la aparición de su sirviente no era al azar. —Beni, ¿quieres unirte a nuestra plática sobre la desafinación de los músicos? Están un cuarto de tono abajo, me encantaría corregirles pero mi querido Ritter a sugerido no hacerlo, ahorrándonos posibles ofensas. —Oh no, qué más quisiera yo. Mi talento en música termina donde co- mienza mi habilidad de bordar. —Beni, tú no sabes bordar. El Senescal ahogó su risa en un jarro de cerveza. —Fue un agrado compartir con ustedes, espero tengamos una nueva oportunidad dentro de poco. 55

El Sanador de la Serpiente —El agrado es nuestro, Ritter. Wilhelm liberó un suspiro al quedar a solas con Benedikt, bebiendo un sorbo de mosto antes de voltear. —Por todos los Altos, Beni. Ritter sólo habla de frivolidades. Quería saber un poco de sus viajes, su familia o lo que piensa de mi compro- miso—Wilhelm suspiró desganado, mirando al viejo Benedikt— Sólo conseguí saber que le gusta el azul y que compuso una pieza nueva para zanfona. Ni siquiera mencionó a su esposa encinta y eso que la tenemos sentada en la mesa. Ay, me habría encantado oír de Tëithriel a quien no vemos desde hace un año. Siento que, a pesar de haber compartido infancia, no le conozco. —Creo que ni Ritter sabe quién es, no pregunte tonterías. —Tonterías son las que él conversa, ¿a quién le importa si el mantel es mostaza en vez de dorado? ¡Es un mantel y cumple su trabajo de proteger la madera, qué más da! Ya ni sé lo que estoy diciendo de todas formas, dejaré de beber este mosto engañoso. —Tal vez suene vacía la conversación con Ritter pero tenga en cuenta que esa es tu táctica para conquistar a la gente. —¿Es una táctica? —Claro. Cuando alguien no habla de si mismo y sólo te escucha es atractivo, se siente bien que alguien te escuche. —En verdad, fue muy atento con lo que dije pero no respondía mis pre- guntas. —Quieres saber más y le buscas charla para intentar averiguar algo. Tenga cuidado. —Tal vez tengas razón… —Ah, se me olvidaba—Benedikt dirigió la mirada del príncipe hacia el lugar donde Helmut aguardaba, acompañado de una copa de mosto y una cortina que le apartaba del grupo—Helmut quiere verle. Yo creo que con él estará más a gusto. —Helmut, mi querido primo. Pensar que seremos más cercanos en un futuro próximo. —Considérelo su hermano, Alteza. —¡No seas asqueroso! —¿Perdón? —Entonces, Frauke también lo sería. —Uy, verdad. —Mejor voy a que me hable más de su campaña en el sur. He notado que tiene mucho cuidado con su costado izquierdo. —Es fácil andar con cuidado después de recibir un golpe con una espa- da de madera justo donde un hacha fue anteriormente hundida, Alteci- ta. La herida de Helmut fue suturada con habilidad por Äweldüile pero eso no le hace invencible. — ¿Sutura de hachazo?¡Quiero ver esa herida! —Em… Wilhelm, no creas que es algo bonito de ver. El amo Helmut estuvo en cama por un mes completo y debería reposar aún. Aquella hacha rompió los huesos del joven y… —¡¿Los Äingidh usan HACHAS?! —Emm… sí, terribles y afiladas hachas tan altas como Fritz. 56

Victoria Leal Gómez —¡QUIERO VER! Benedikt suspiró, mimando el hombro de su amo. —Me quedaré en este lugar, Alteza. Si necesita de mi o de Fritz, sólo indíquelo. —Lo haré de ser necesario, Beni. Gracias. Wilhelm dejó su copa vacía en una bandeja ofrecida por un sirviente de negro, quien inclinó su cabeza, desapareciendo tras una puerta una vez completada su jornada de labores. El príncipe se las arregló para esquivar al mar de gente tratando de cap- tar su atención con elogios, sugerencias y regalos improvisados, enfo- cando su mirada en la conversación que Helmut mantenía con su amigo de cejas tan arqueadas que nadie podría imaginarle de buen ánimo pues le hacían ver furibundo o malvado. Wilhelm notó que el joven tenía una relación cercana con Helmut ya que alcanzó a escuchar un trato al mismo nivel que su primo no se molestaba en corregir y hasta carca- jeaban sin tapujo alguno, bebiendo como si el mundo terminara al día siguiente. Tímidamente Wilhelm se acercó a los amigos, momento en que Nikola, el Escudero, regaló una venia silente, inmiscuyéndose entre adornos y oscuridades en busca de pasar desapercibido. El niño saludó con un apretado abrazo a su adolorido primo, quien son- reía a gusto palmeando el frágil hombro de un heredero acomodado. —Em, perdón si he interrumpido tu diversión, querido primo—Wil- helm rascó su nuca, enseñando vergüenza por su descortesía—Parecían divertirse y yo sólo vengo a retenerte un poco antes de que partas de viaje nuevamente. —Qué va, Willie—Helmut rellenaba su jarro con más cerveza, ensu- ciando sus labios con giste tras beber el primer sorbo—Aunque zólo hubiezez pazado zin quedarte, Nikola ze habría ezfumado. Ez un poco tímido. —¿Tímido? No lo parece sino todo lo contrario. Tiene el rostro endure- cido y una buena postura, la mirada clara, la voz profunda. Si fuéramos a buscar a alguien tímido no sería él, con toda certeza. —Zí, ez un tipo pezado pero todo lo que necezitaz para llevarte bien con él—Helmut usó sus palmas, creando una longitud similar al de una regla de escritorio—Ez tenerla AZÍ de grande. Wilhelm levantó una ceja sin comprender el chiste de su primo, cuya boca fue cerrada por la mano del furioso Nikola. —¿Qué es eso tan largo que necesito para llevarme bien con usted? —Nada, Alteza—Helmut se liberó de la pesada mano de su sirviente, mirándole con picardía— Algo sencillo. Una… buena voluntad, es todo. —Oh, eso es sencillo… —¡JA, VOLUNTAD! Buen nombre, le llamaremos azí a partir de hoy… —Compórtate, por favor. Si no lo haces te arrastro a la cama, so inútil. —Ay si, Nikolita, vete ya, que me conporto bien, te lo prometo. —Estás tan borracho… no hagas tonterías que avergüencen a nuestro príncipe, por favor. —Ay, no zeaz tan ominozo. A mí me lo perdonan todo. Nikola meneó la cabeza, negando mientras regresaba a su escondite en 57

El Sanador de la Serpiente el rincón oscuro, dejando en incógnita al pequeño Wilhelm. —Em… Helmut, hablemos de asuntos más emocionantes, ¡cuéntame más sobre tu batalla en el sur! El muchacho recorrió a su primo, notando cierto cambio en relación al día anterior. Wilhelm llevaba la espalda recta y los hombros cuadrados para verse más alto e intentar llegar al hombro de Helmut quien esta- ba encorvado y usando la pared de refugio. De pronto el desánimo del joven se esfumó, afirmó sus pesadas y duras manos en los hombros de Wilhelm quien abrió grandes ojos al notarse escudriñado. —Primo, cómo no me dí cuenta antez, ¡me desaparezco unoz mezez y te hazez adulto!—El muchacho de cabello ondulado hasta los hom- bros zamarreaba a Wilhelm de los brazos—Me pregunto qué ocurrirá la próxima vez que deje de verte por un tiempo. Estáz máz alto y no zon laz botaz. —Y, ¿qué puedo confesarte? Un día entrenas cómo empuñar una espada y, al otro, regresas con honores y nuevos territorios. Yo he crecido por un milagro porque no hago más que leer y leer. Helmut rodeaba el cuello de su primo con el brazo, mirándole con ad- miración. —Todo por la familia, Willie. —Hace tiempo que no te escuchaba llamarme así, la verdad es que tanta formalidad me pone ansioso. —Yo también lo extrañaba pero menoz curzileríaz, ¿vale? —Ji, ji… Me parece bien. —¡Quiero proponerte algo! No te azuztez, nada zerio. —Muy bien, ¡haz tu petición! Wilhelm notó que el mosto se le subía a la cabeza a pesar de su escasa graduación alcohólica. De no ser por el firme brazo de Helmut, seguro que el príncipe se desbarrancaba en la alfombra. —Primo, extraño ezaz mañanaz de entrenamiento junto a tu ezpada, ¿te pareze zi aprovechamoz la mañana de mañana, ¡quiero una revancha! Ademáz, despuéz tendremoz la Fiezta de loz Altoz y no podremoz ni converzar con tanta actividad y ruido. —¡Me siento honrado con tu sugerencia, querido Helmut! Diré a Fritz que coordine todo. El área de entrenamiento ha estado algo desierta estos días pero tu llegada encendió los ánimos de todo el mundo. El muchacho de firme cuerpo notó que los párpados de Wilhelm lucían algo pesados. Le ofreció silla para que repose, aprovechando de servir unos cuantos manjares en un plato a la deriva. El príncipe se acomodó en la mesa, frente a distintas comidas humean- tes observando la expresión dura de un primo con ligeras cicatrices en manos y rostro. —Willie, come algo. Te haz dedicado a converzar y beber, ezo no ez bueno para tu imagen. Ten, cómelo antes que ze enfríe. —Sí… tienes razón. Parece que le han puesto algo a la bebida y Ritter no lo pudo detectar. —¡La bebida no tiene nada, primo! Ez zólo que no bebez nunca y tu eztómago no tiene nada—Helmut se sirvió de un trago la cerveza en su mano, ofreciendo una bandeja de patatas y chucrut—Anda, come y ze te 58

Victoria Leal Gómez va a pazar el mareo. No dejez que nadie note tu ligera embriaguez o zu Majeztad no parará de moleztarte hazta el día en que mueraz. —Mi padre siempre encuentra asidero para molestarme… ahora se aga- rra de mi peso y me levanta como si fuera un costal de… nubes. —Ez zu forma de demoztrar zu afecto. En tu lugar, yo daría laz graziaz y le pediría que me aviente… no zé. Cualquier coza. Tu padre ez lo máxi- mo, nunca te exige lo que no puedez dar. Wilhelm notó cierto desaire en el tono de voz de su primo quien miraba a un costado cada vez que se refería a su progenitor. Obviando el gesto, el muchacho comió de lo ofrecido, analizando la mesura en los movi- mientos del Embajador. —Helmut… —¿Zí? —¿Por qué los varones de Siam parecen mujeres? —Esto… ni idea. No le había mirado bien, tienez razón. Pero no puede zer mujer, y zi lo fuera sería una muy fea y eza voz tan grave pareze que manara de un barril… y tú no deberíaz dezir ezo porque tampoco erez muy rezio… ¿sabíaz que ze rumorea en Älmandur que el reino tiene princeza y no prínzipe? —Eso no me ofende pero es raro, ¿parezco princesa? —Quítate el flequillo. Ez ridículo,Wilhelmine. —No es mi decisión… pero le diré a Fritz que quiero que mi pelo sea salvaje. —Sólo déjalo crezer normal, no le hagas cortes de princeza. —Pero a mí me gustaría llevar el cabello de Älmandur. —¿Una trenza, azí como Zebaztian? —¡No, no! A mi me gusta el cabello del abuelo Älmandur, largo y con pequeñas trenzas engarzadas con joyas y… —Ezo ez aún peor, dime que quieres un vestido y te lo conzigo. —Helmut, te haz puesto muy antipático de repente. Deja la cerveza que ya te estás emborrachando. —No primo, por favor, no lo hagaz—Helmut no usaba su jarro para beber sino que se apoderó de una jarra repleta hasta el borde, bebien- do directamente de ella e ignorando a su primo— Hazta ez mejor idea imitar la media cabeza rapada de los Fiadhaish en la montaña y pintarte tatuajes… —Oye, primo—Wilhelm sujetó la muñeca de Helmut, quien giró la ca- beza para mirar a los ojos al príncipe—¿Cuándo podré hablar con mi futura esposa? Es que no me dejan ni darle los buenos días. —Bueno, ahora zerá tu mujer, ya no ez máz la primita Frau. —Con más razón debo hablar con ella. —¡Claro que no! —¡No entiendo la lógica! —¡Ez para rezguardarte de la TENTAZIÓN, Willie! —¡Cuál tentación, sólo quiero HABLAR! Los comensales de la fiesta hicieron una pausa para mirar al príncipe, quien saludó con una sonrisa incómoda. El silencio se mantuvo hasta que el rey golpeó el hombro de Jade Oceá- nico. 59

El Sanador de la Serpiente —Mi querido Embajador, ¿nos puede relatar cómo son los mares del oriente? Se nos ha dicho que son salvajes pero los marinos de Siam han de ser mucho más bravíos que aquellas aguas, ¿no es así? —Sin duda, estimado. Verá, la única forma de atravesar el mar de… Helmut dio una palmazo en la nuca de su primo. —¡Te dije que no te comportaraz como borracho y ez lo primero que hacez! —No me dijiste eso… —¡Te lo dije de forma educada! Pero pareze que no funzionó, erez un mal borracho, de loz porfiadoz. —¡Yo no soy porfiado! —Ay no, por loz Altoz en los zieloz— Helmut intentó agarrar su primo para tomarle en brazos— ¡Que te llevo a la cama! —¡Tú no me llevaz a ningún zitio! —¡NO ME IMITEZ! Las bocas de los jóvenes fueron tapadas por las frías manos de Fritz y Nikola, respectivamente. A ellos se les unió Benedikt como un guía hacia el cuarto contiguo. Fritz y Nikola levantaron a los muchachos arrastrándoles al siguiente salón entre tirones y empujones, siempre cu- briéndoles la boca. Benedikt los sentó en una butaca mientras Fritz permanecía de pie fren- te a ambos. Nikola meneó la cabeza desilusionado de su amo, acercán- dose para susurrarle al oído y acomodarle el cuello de la camisa. —Que no tenga un minuto de paz siquiera en una puta fiesta. Mi espal- da llora por no volver arrastrarte, pesas más que diez corceles. —Ay, zi tanto te jodo, ándate, me cuido zolo. —Sí claro, la última vez que me dijiste eso y te obedecí, conseguiste cla- varte un azadón en la frente. —¡El azadón se me cruzó! —Claro, y el árbol del otro lado también, ¿verdad? Los Altos están po- niendo a prueba mi paciencia. Enseñándole un gesto de desaprobación, Nikola entregó sus respetos a Fritz, Benedikt y al príncipe, desapareciendo por una puerta secundaria. Fritz fue quien tomó el control de la situación, acorralando a los mu- chachos arrojados a su suerte en la butaca al centro del salón. El hombre dio un paso firme al frente, manos atrás y entrecejo convertido en mil nudos de árbol añoso. —No les doy de correazos por el trasero únicamente porque estamos en una fiesta. —Pero Fritz, ¡él empezó! —¡Wilhelm! —Wilhelm ez un ebrio antipático. ¿Por qué tanto ezcándalo? No hici- mos nada malo zalvo hablar un poquito fuerte. —Silencio, Helmut, tú también estás borracho. —¡Que no lo eztoy! Bueno zí pero un tantito, sólo Nikola me ha vizto completamente borracho y no lo recomienda. —Te tomaste toda la cerveza del barril, jovencito. —Un poquito de zervezita no le haze mal a nadie. Está zuave, hay que beber máz para zentirze mareado siquiera. 60

Victoria Leal Gómez —¡Y tú llamándome ebrio! —¡ESTÁS COMO UNA CUBA! ¡Yo puedo mantener la ezpalda recta aún! ¡Tú parezez un churro! Benedikt levantó una ceja cuando Helmut se puso de pie a discutir con Wilhelm, quien trataba de enfocar la mirada en su primo poniéndose en puntillas. Fritz arqueó las cejas hasta reunirlas en el centro con más fuerza, to- mando su cinturón de cuero y azotándolo en la espalda de Helmut. —¡Suficiente! El muchacho acarició su adolorida piel, volteando para mirar al hombre de plata. —Tienez la mano pezada pero ya eztoy acoztumbrado. Manda a ezte otro a dormir. —Vete a dormir tú también si no quieres que ordene tu cabeza en una bandeja. Helmut afirmó ambas manos en la cintura, desafiando al príncipe en la butaca. —No zeríaz capaz de lidiar con ezo, niñito ¿haz vizto a alguien decapi- tado en tu vida? Benedikt tomó a Helmut de los hombros, arrastrándole por la alfombra hacia un pórtico. —¡Buenas noches dicen los pastores a las ovejas! —¡No zoy oveja, zoy un Caballero! —Buenas noches, Benedikt. Muchas gracias. A regañadientes, el muchacho fue llevado por el corredor hacia el ala de huéspedes donde Nikola le pateó las canillas, arrastrándole al dor- mitorio. Wilhelm empuñó las manos al verse a solas con Fritz, quien aún soste- nía el cinturón con firmeza. —Alteza. Le sugiero un descanso. Wilhelm miró los ojos opacos de Fritz, buscando un reflejo inexistente. Aquella mirada fría también la tenía Ritter ¿compartían la misma ira o era tristeza camuflada de molestia constante? —Sí, tienes razón. Me disculparé frente a los comensales, descansaré y luego, regresaré a la celebración. —Bien pensado, Alteza. Fritz acomodó el cinturón en su cadera, retomando la esbeltez escondi- da por la túnica. Wilhelm avanzó lentamente hacia el pórtico que daba a la fiesta, cabizbajo, manteniendo duros puños mientras Fritz sujetaba el postigo. —A su tiempo, Alteza. —Abre la puerta. 61

El Sanador de la Serpiente 4. Intereses en común, dolores diferentes. Los cantos de las avecillas en el jardín eran acompañadas de las voces provenientes de todos sitios a la vez. El coro descendía de los cie- los pero su sonido no era audible por todo el reino y deleitaba a quienes prestaban atención. Ese día era la entrada al verano y hasta el agua tenía un sabor diferente. Las gasas se mecían en las blancas columnas imitando ramas de añoso árbol, siendo parte de una pérgola de mármol rodeada de flores celestes y brillantes como estrellas, abrazando a un hombre de gris tocando el arpa. En el centro estaba la cuna de un pequeño bebé, escuchando el arrullo de su madre meciendo su cama. Apenas tenía dos días en el mundo y ya memorizaba la melodía, feliz de escucharla, feliz de sentirse amado. Lamentablemente sus ojos eran demasiado jóvenes para enfocar los ras- gos finos de la mujer besándole la pancita, todo lo que pudo hacer fue intentar sonreír y patalear. Wilhelm se negaba a abrir los ojos y nadie podía recriminarle porque su sueño le provocaba placer, tanto que repetía la melodía cantada sin percatarse que Adalgisa le escuchaba. Bailando en espirales y cantando en la laguna. Un hada de alas de sueño pedía un deseo. Haciendo un círculo de mágica luz. Adalgisa sintióMuirnaababrleacehsacaernchsauencoerlarzeóflnejopudeeslalleluvnaba.a..trece años sin escuchar la melodía que Lïnawel cantaba a su niño pero la mujer no se atrevió a despertar al príncipe tarareando en sueños, no tenía el valor de quitarle la felicidad tan pronto. Adalgisa dejó que un rayo de sol rasgara la cortina. El destello se arrojó directamente sobre los párpados de Wilhelm quien se revolcaba en la cama sujetando su cabeza con las manos. Entre tanta vuelta se enredó con una melena perfumada de peonías. En la almohada a su lado se encontraba mujer risueña de ojos pálidos buscando disimular su expre- sión al utilizar de escudo una sábana bordada en seda. —Buenos días, borrachín de taberna cutre. —Ay no, de nuevo no. —Amor… —Sí, ya sé. Mamá, qué vergüenza. Soy de lo peor, ¡aguanté una mísera copa! ¡Ni siquiera me acuerdo en qué momento me arrastré hasta aquí! —Vaya escena la de anoche. Fritz me contó… —Le prometo que nunca más, ¡lo juro! —No jures lo que no puedes cumplir, hijo. —Pero… bueno, supongo que tiene razón. —Amor… —Dígame. —Tienes que dejar de traer almohadones a mi cama, ya casi no queda sitio para dormir. 62

Victoria Leal Gómez La mujer se sentó en la cama riéndose al notar que su hijo apenas tenía equilibrio para mantener la espalda recta. —Mi nubecita, ¿te duele la cabeza? —Siento que un Äingidh me ha hundido un hacha que atraviesa mi cabeza hasta llegar al cuello. Quiero ver al sanador. —No seas escandaloso, se te va a pasar. —Creo en tu palabra, mamá. —¿Tienes sed? —¡Claro que tengo sed! El muchacho fregaba sus ojos con furia en el momento en que varias sir- vientas ingresaron al dormitorio sosteniendo bandejas puestas en una mesa a los pies de la cama. —Amor, debes estar pensando en mil cosas. —Sí, ha dado en el clavo. Nuestros invitados deben pensar que soy un imbécil. —Ay, no digas eso—La mujer abrazó al pequeño, quien mantenía los ojos cerrados porque el sol le atacaba con furia—Anoche todos estába- mos un poco pasaditos. Sin ir más lejos, tu padre hasta se sacó la túnica real para andar así por la vida, con su camisa de descanso. Dejó la coro- na arriba de la mesa y se puso a fumar con el Embajador. —¿Usted busca reírse de mi estado? —No estoy tomándote el pelo, nubecita. Hasta Ritter se unió a los juegos de tablero y apostó su compañía de teatro. —¡Y que pasó! —¿Qué pasó? ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Acaso Ritter a perdido en el juego alguna vez? —Sólo era curiosidad… —Los pobres Klotzbach perdieron todas las joyas que tenían en aquel momento. Me pregunto porqué no arribaron Catalina y Estuardo, ¿ten- drían problemas en su palacio? La carta que entregó Sebastian no ex- plicaba nada. Bueno, al menos el licor disipó las rencillas y pudimos disfrutar de buenas apuestas. Menos mal que Sebastian estaba borracho porque de lo contrario, seguro que ardía la Marca de Neuenthurm… Adalgisa besó la frente de su niño arrastrándose a los pies de la cama, abandonando las sábanas y acomodándose frente a la mesa servida por la mucama de atavío negro. —Verdad, ellos no tienen un bastión, su territorio es un valle cercano a un bosque. Hablando de los Klotzbach, anoche quería ver a Lotus y lo único que hice fue hundirme en la barrica de mosto, estaba tan dulceci- to. Ay, no me arrepiento de nada. —Qué cosas dices, Wilhelm—Adalgisa miraba a su hijo desde su puesto en la mesa, trozando el pan con sus manos antes de añadir mantequi- lla—Si anoche bebiste y comiste junto a Sebastian y Lotus vociferando bromas tal como si fueran familia. —¿Eso hice? —Hasta les prometiste una visita a su bastión. Wilhelm se arrojó a las sábanas, envolviéndose en una frazada gruesa. —No recuerdo nada de eso. Soy de lo peor, no bebo nunca más. —Basta con comer antes de beber, hijo. 63

El Sanador de la Serpiente —Ay, Helmut me dijo lo mismo… ¡HELMUT! —Ay, hijo, ¡qué pasa! Wilhelm salió de un brinco del catre, llevando las manos a la cabeza, abriendo grandes ojos. —¡LE PROMETÍ QUE ENTRENARÍAMOS AHORA, EN LA MAÑANA! —Tú y tus promesas, ¿a quién se le ocurre programar un entrenamiento después de una fiesta donde se bebe hasta el agua del florero?—La ma- dre bebía lentamente una sopa caliente de huesos de pollo— Helmut debe estar despanzurrado en la cama y ese descanso se lo tiene ganado. Aunque, conociendo a ese chiquillo, seguro ya anda trepando las mu- rallas. —No creo que descanse, ayer no lo hizo menos lo considerará hoy. Por otro lado, si ya ha tenido vida en batallas, debe de ser alguien terri- ble—Wilhelm recordó la imagen desafiante de su primo con cicatrices, hablando sobre hombres decapitados— Seguro ni le duele la cabeza. —Bueno, si es así, aprovecha de pedirle el secreto porque todos lo nece- sitamos. El sanador nos dijo que el mejor remedio para la resaca era de- jar de beber. Como ves, eso no ayuda en nada. Ay, a veces ese Äweldüile es más pesado que llevar una vaca a cuestas. Adalgisa inclinaba el cuenco de madera para beber hasta la última gota del consomé, Wilhelm saltó de la cama para correr al cuarto de baño siendo alcanzado por su madre quien le estrechó fuertemente. El niño sintió en su pecho que su madre no pretendía verle lejos o, mucho peor, una brisa cálida y melosa le susurraba que Adalgisa añoraba ver a Wil- helm permanecer como un niño. Wilhelm abrazó a su madre al tiempo que escuchaba una voz extraña en su mente, tal y como sucedió en el segundo que cruzó miradas con Ritter pero esto era diferente pues se trataba de una irreconocible voz femenina, arrullando desde un jardín inaccesible. —Mi nubecita… te quiero mucho, mi amor… —Yo también te quiero, mamá… y me disculpo por dormir en su cama cada vez que me siento en dilema. Adalgisa besó la frente del pequeño, entre sonrisas huyó al cuarto de baño dentro del mismo dormitorio dejando que una señora de avanza- da edad le quitara el níveo camisón antes de ayudarle a sumergirse en la tina. Wilhelm siempre tuvo facilidad para permitirse agasajar por los sirvien- tes pero la inquietud en su corazón era un asunto completamente dife- rente. Sse sintió apartado del mundo por un segundo que se transformó en eterno y enigmático, sobre todo cuando una hoja de filigrana de oro apareció flotando en el agua espumosa. El niño tomó el objeto entregándoselo a la anciana acariciándole la piel con un trapo de suave textura y espumoso. Wilhelm se apuró en aban- donar la calidez del agua, corriendo a la brisa al sitio donde le esperaban por una revancha. Mas Wilhelm no era el único feliz de disfrutar las espadas. Frauke, la dama reconocida por su largo cabello borgoña; arrastraba a Lotus por los pasillos en dirección al área de entrenamiento donde los Caballeros 64

Victoria Leal Gómez más destacados se desafiaban para probar y perfeccionar sus técnicas. —Vamos, ¡no seas así conmigo! —Frau, sabes bien que ese tipo de encuentros me desagradan profunda- mente. No soporto ver sangre. —Lotus, ¡no hay sangre en las prácticas!—Frauke abandonó la idea de jalar del brazo de Lotus para empujarle desde la espalda—Son todos co- legas y tienen mucho cuidado en sus movimientos, ¡todo es muy bonito! —¿Qué tiene de bonito que nuestros queridos hermanos sean adoctri- nados en asesinar gente? —Lotus, no seas así, es sólo un deporte. —¡No es un deporte, se ensucian las manos con la vida tomada de otras personas! Frauke se detuvo frente a Lotus para enseñarle los ventanales que daban hacia el área tan solicitada. —Sólo se han encargado de eliminar Äingidh, ¿quién quiere cerdos en nuestras fronteras? ¿Acaso disminuyes los méritos de tu queridísimo hermano, quien da la vida por ti? —Mi intención es muy distinta de ello. —Entonces, es bueno que veas con tus propios ojos lo que Sebastian hace para ser un Caballero de su alcurnia. —Cada vez que pienso en eso, un escalofrío recorre mi espina para alo- jarse en mi pecho. —Mi hermano mayor también entrena muy duro todos los días. Para él es natural conocer a sus rivales. —Mi hermano no es su rival, al menos públicamente. —¿Qué cosas dices? —Anoche, Helmut y Sebastian quedaron felices tras acordar un due- lo amistoso. Se dieron la mano entre risas, se golpearon los hombros y bebieron juntos y así han estado desde sus más tiernos años pero… Ay, detesto esa clase de relación que mantienen. Ya veo que, en cierto punto, ambos olvidarán que se trata de algo amistoso. —Helmut no haría tal cosa si ha dado su palabra, ¿acaso Sebastian lo haría? Lotus se abstuvo de responder al esquivar a su amiga. Bajó su mirada para soslayar de reojo el escenario, caminando lentamente hasta arribar al sitio donde hombres de todas edades vestían ropajes de materiales firmes. Unos portaban espadas, otros arrojaban agujas a muñecos de madera. A lo lejos, la muchacha vio a un niño junto a su maestro quien le indicaba las mejores posiciones de ataque al utilizar una daga. Frauke sonreía con el espectáculo, se afirmó en una tranquera para admirar a Helmut practicar en solitario con su espada corta. La joven se afirmó en el hombro de su amiga, complacida. —Helmut es quien me defendería si yo no estuviera comprometida con Wilhelm… y si me apreciara un quinto. Estoy segura que sería capaz de besar las botas de Nikola antes que servirme un vaso de agua—Frauke suspiró, enseñando decepción resignada—Ay, a veces te envidio, Lotus. Sebastian te trata como si fueras un diamante de la Montaña del Ama- necer. —Deja de decir bobadas—Lotus miró con firmeza a su amiga—Helmut 65

El Sanador de la Serpiente te ha defendido de aciagos momentos y seguirá haciéndolo. Deberías pensar en tu futuro esposo en vez de reconciliarte con tu hermano, el pasado atrás se queda. —Tonta—Frauke dio un ligero toque en el pecho de Lotus—Lo digo porque Helmut es muy fuerte y valiente… y también muy hermoso. He escuchado a otros Caballeros reconocer las virtudes de mi hermano, ¿por qué no captas mi indirecta? Lotus cruzó sus brazos sintiendo que un calor indisimulable le embar- gaba las mejillas. —Es evidente, lo aprecio en este momento. Helmut es… es hermoso. —Deja de disimular conmigo, sé que gustas de mi hermano. De hecho, todas gustan de él pero a él sólo le interesa su espada y su Escudero rufián. Ni siquiera mostró interés por su difunta esposa, el sanador dijo que ni siquiera la tocó en la noche de bodas. El desprecio de mi herma- no hizo que la pobre se suicidara. Es una mierda en un bote y nadie lo sabe, qué triste. —Es de mal augurio dar las cosas por sentado, querida. —Si te parece bien, puedo convencerle de que comparta unos minutos contigo… —¡Frauke, no lo hagas! Vaya vergüenza, no sé ni de qué hablaría. Helmut recuperaba el aire en una reducida pausa en la que, de reojo, notó la presencia de su hermana y Lotus. Fingiendo ignorancia, el mu- chacho apretó la amarra que sujetaba su melena ondulada, tomando un escudo colgado en la pared antes de conversar con su fiel Escudero, dando la espalda a las mujeres. Nikola recibió unos golpes simpáticos en el hombro sonriendo feliz ante la presencia de su amo, empuñando su espada con gracia pero recriminándole la borrachera de la fiesta. Lotus y Frauke notaron la complicidad de ambos, las bromas que no alcanzaban a escuchar y la manera en que conocían sus movimientos al atacarse con las espadas. Las muchachas se miraron compartiendo un hecho que nadie se atrevía a mencionar. —¿No crees que son muy amigos, Lotus? —Er… sí. Son muy cercanos y es algo lindo de ver, pocos hombres se atreven a enseñarse afecto. Después de todo, han estado siempre juntos y… —No sé, algo huele mal. —Por todos los Altos, ¿qué insinúas? NO ESTARÁS PENSANDO QUE…—Lotus apretó el brazo de su amiga—NO ESTARÁS PENSAN- DO QUE ELLOS… ELLOS… Frauke se afirmó en la tranquera de madera golpeada sin apartar la vista del diestro Nikola que conocía los flancos débiles de su amo, obligándo- le a defenderse encarecidamente. —Y, ¿por qué no? —¡SUCIA! —Sería lindo. Nada más imagínatelos, ambos son muy guapos, o ¿me negarás que el cabello azabache de Nikola no es atractivo y misterioso a la vez?—Frauke miró a Lotus, sonriendo como si tuviera una clara imagen nocturna ante si— Parece un espíritu de la noche, nacido de la luna y las suspicacias, mientras que mi hermano es un niño del sol y la 66

Victoria Leal Gómez obediencia. Sí que sí, sería bonito verles… —¡CÁLLATE! —Ay, pero qué mojigata, sólo te digo que lo imagines. —No puedo imaginar lo que me pides porque no he visto indecencias como tú lo haz hecho. Y no es bueno que dos hombres se… se…—Lo- tus cubrió su rostro con ambas manos, negando con la cabeza—¡NO! ¡HELMUT NO HARÍA ESO! —Mmm, menos mal que no haz visto nada. Pero tienes razón, si ellos estuvieran ASÍ de juntos, los otros Caballeros ya les habrían cortado la cabeza. Ni hablar de tu hermano, así como es con Helmut seguro le corta “eso”. Lotus apretó el hombro de su amiga, notando que un aire helado era el compañero de Frauke. ¿Siempre estuvo allí ese frío? —Frauke, por favor, detente, por amor a los Altos. —Bueno linda, ya me detuve. —Hablando de mi hermano, no le veo por aquí… —Seguramente está por llegar. Frauke mantenía su cómoda postura en la tranquera notando la pre- sencia de un hombre de profundo azul junto a su libreta de notas. La muchacha jaló de la manga de su amiga, quien volteó en la dirección indicada. —Lotus, mira: Ritter está dibujando. —Vaya novedad… —Su fascinación por las artes es arrebatadora. La hermana menor de Sebastian notaba un brillo estelar en los ojos almendrados de Frauke, quien deseaba hablar con el hombre de cejas rectas y abundantes. —Frauke… —¿Sí? —¡No puedo creer lo que ven mis ojos! Ritter está casado, ¡no le mires de esa forma! Primero Nikola y ahora Ritter, ¿es que te gustan todos? —Está casado no muerto y, ¿qué tiene de malo mirar? —Debería estar muerto para todas las mujeres del reino excepto Näurie. —Ay, linda, ¿estás reconociendo su belleza? —Frauke, no he dicho eso… —Ad-mí-te-lo, parece que viajó desde las nubes para vivir en este reino. —Uf… necesito un vaso de agua. Compadezco al pobre de Wilhelm. Lotus sintió deseos de abofetear a Frauke pero bajó su mano al notar que el Senescal les saludaba con una sonrisa dulce que embargó de miel su garganta. —Frauke, yo me voy. Y tú deberías hacer lo mismo, estás comprometida con Wilhelm. —Pero qué asco estar comprometida con el único hombre que se enreda con su espada. Tal vez ni siquiera se trate de un hombre. —¡Frauke, es el Príncipe! —Pero no sabe usar lo que tiene.Voy con Ritter. —¡Wilhelm tiene muchas habilidades que te niegas en apreciar! La muchacha no alcanzó a sujetar a Frauke quien recibió la venia de dos Caballeros antes de llegar al sitio donde el Senescal apuntaba los movi- 67

El Sanador de la Serpiente mientos de quienes entrenaban. Cerrando la libreta, Ritter tomó la mano derecha de Frauke, besando sus largos y aguzados dedos de uñas como dagas. —Los días son más agradables cuando las rosas deciden saludarle a uno. El tono meloso en la voz del Senescal hizo que Frauke retrocediera un paso para admirar los finos labios de quien guardaba sus instrumentos de arte en un bolso. —Me avergüenzan sus elogios, Senescal. Me gustaría que se mesurara un mínimo. —¿Mesurarme para esconder lo que mis sentidos acusan? Sería un hi- pócrita y no me permitiré tal pecado. Lotus se aferró al brazo de Frauke a quien le detuvieron sus ansias de estrechar la distancia con el hombre de argollas en las orejas las cuales fueron examinadas por una mirada acuciosa de Frauke. Sin embargo, el detalle buscado estaba oculto tras un mechón de cabello plateado. —Senescal, que gusto verle. —La dicha es mía, señorita Lotus. —¿Nos podría enseñar sus bosquejos? Estoy segura de que nos alegrará la jornada. En lo personal, las espadas no son de mi agrado, siendo el arte es lo que llena mi alma. Ritter sonrió, entregando su libreta a Lotus, quien se inclinó para ense- ñar el trabajo a la prisionera Frauke. —El manejo del armamento es otra expresión del arte señorita, un arte que jamás se domina por completo, la máxima unión entre mente y cuerpo. —La soltura del trazo es encantadora… —Si usted practicara a diario, señorita Frauke, conseguiría la misma es- pontaneidad. —Senescal—Lotus se apartó de los bosquejos, entregando al libreta a quien debía ser distraída—He oído que tiene una compañía de teatro… —Y ha oído bien, aunque no está cerrada sólo a la actuación. En estos instantes, estamos en la búsqueda de músicos. —¡Tan agradable enterarme de ello! —Si no me equivoco, usted, señorita Lotus, tiene instrucción en clavi- cordio. —Oh, sí… mas mi padre decidió que era inapropiado para una doncella puesto que es un instrumento que requiere mucha… pasión y entrega. —Cuanto dolor causan en mí esas declaraciones—Ritter hizo una venia con la mano en el pecho—Si gusta, puede practicar en las dependencias de la compañía. Allí, nadie le coartará sus alas, señorita. —Oh, ¡pero qué oferta más encantadora! —Podemos practicar un dueto, si así lo desea… Frauke levantó la cabeza cerrando la libreta y dando un ruidoso paso. Sin embargo, la confianza entre Lotus y Ritter fue cortada por la mano del joven Sebastian, quien saludaba al Senescal con una sonrisa apren- dida. —Estimado, qué gusto verle por aquí. —El gusto siempre es mío, joven Klotzbach. —Dibujando nuevamente, ¿eh? Sin duda, sus manos están llenas de vir- 68

Victoria Leal Gómez tud. —Así mismo, las suyas. —Imagino que, de la misma manera en que es diestro con la pluma es usted diestro con la espada, ¿o me equivoco? —¿Es una invitación? —Amistosa, por supuesto. Sólo para disfrutar esta soleada mañana y este encuentro tan alegre. Ritter recibió su libreta de manos de Frauke, guardándola en el morral en su cadera. —Agradezco su invitación pero tengo una lesión y el sanador me reco- mendó suspender mis prácticas por un par de semanas. Espero com- prenda mi situación, joven Klotzbach. Ya no tengo la dicha de la juven- tud ni el arrebato de nuestro estimado Helmut. Sebastian sonrió honestamente al escuchar el dilema en el cuerpo del Senescal. —Le deseo una pronta recuperación, Ritter. Por favor, disculpe mi ru- deza. Lotus y Frauke notaron cierta aura extraña entre los varones, apartán- dose hacia la tranquera. Frauke seguía los pasos de su amiga siempre atenta a las orejas de Sebas- tian quien no las ocultaba en lo más mínimo pero no lucía la joyería de oro que Ritter enseñaba. Lotus sujetaba con todas sus fuerzas a Frauke, cuya respiración se halla- ba entrecortada. —¡No vuelvas a coquetearle así a Ritter! —¿Coquetearle? Fue él quien empezó a llenarme de halagos ¡Y a ti te ofreció un espacio en su compañía y a mí apenas me saludó! Por otra parte, que lástima… —¿Sobre qué? —Ritter tiene un mandoble tan excelentemente forjado. Es una lástima que no acepte la invitación de tu hermano. Si vieras esa espada, tembla- rías como lo hago ahora. Frauke enseñó su mano a Lotus, quien no contuvo sus deseos de apre- hender a su amiga, abofeteándole ruidosamente. —No vuelvas a comportarte de esa manera tan indecorosa, ya me haz hartado. —Lotus, hablo de armas, del arte de la espada, ¿en qué estás pensan- do?—Frauke hizo amago de reír— Soy hija y nieta de nobles Caballeros, no me pidas alejarme de los filos del acero, por favor. —¡Yo también desciendo de Caballeros y no ando todo el día pensando en hombres! —¿Hombres? —Te hubieses visto la cara cuando hablaste de aquel “mandoble”. —Uf, Lotus—Frauke se liberó del apretado brazo de su amiga, caminan- do fuera del área de entrenamiento—Tienes la mente sucia. Ve con el sanador para que te recete unas hierbas. —¡Y tú, ve y métete a una tina de agua helada! Por todos los Altos, pare- ces otra persona. La primavera está haciéndote daño. Frauke levantó la barbilla abandonando el área en zancadas ruidosas 69

El Sanador de la Serpiente por los corredores sin percibir que del otro lado Wilhelm ingresaba al sitio acordado con Helmut. Benedikt y Fritz susurraban entre ellos, su conversación sigilosa fue in- terrumpida por el frenado en seco del príncipe quien volteó manos en la cintura. —¿Se puede saber qué rayos cuchichean, par de vejetes? —Am… nada, Altecita. —Sí, claro, y yo nací sordo. Fritz, ¿de qué hablaban? —Alteza, sólo tratábamos de organizar los pormenores de la Fiesta de los Altos… —Eso es mañana. Hoy tenemos un día relajado para evitar los nervios, si sus mentes están fuera de donde sus cuerpos rondan, ¿para qué están a mi lado? —Altecita, es que tenemos una conversación pendiente con el Embaja- dor… —Lo sé, pero está acordada para más tarde. Ahora, ¿me dejan cumplir mi palabra? —Sí, Alteza. Disculpe nuestra molestia. —Ustedes no me molestan, Fritz. Es sólo que han estado un poco extra- ños últimamente. No sólo ustedes, mi madre también se ha mostrado diferente… como si tuviera miedo de perderme. Fritz levantó las orejas que se le escapaban por los mechones plateados, dejándole claro al niño que él era un Alto auténtico de edad ya avanza- da. El niño se acercó a su sirviente y, con un gesto, le indicó que debía inclinarse para aprovechar de tocar aquellas largas orejas resecas por los años. —Em… Alteza no me apriete las orejas, a estas alturas ya están muy sensibles. —Son muy bonitas, ¿cuándo se verán así las mías? —Cuando tenga unos quince o dieciséis, más o menos. Hay algunos que no las desarrollan hasta pasados los cuarenta años. Es cuestión de tiempo, querido. —Las del abuelo Älmandur parecían alas de águila, ¡yo las quiero así! —Um… creo que eso es excesivo. —¡Son preciosas! —Älmandur nunca quiso recortarlas pero créame, hacerlo es un alivio porque las puntas se vuelven dolorosamente sensibles. No sé si se ha percatado de un detalle en los retratos, amo—Fritz dejaba que Wilhelm siguiera amasando sus orejas a pesar de sentir el ardor en la piel. Be- nedikt sonreía pero no quería entregar sus orejas al príncipe— El viejo Älmandur usaba unas cubiertas de oro en las puntas de ambas orejas… —¿Le dolían mucho? —Sobre todo cuando íbamos a la montaña a visitar a sus amigos. —Aún así, ya las quiero largas y bonitas como estas. —Gracias por el cumplido, Alteza… —Y tú, Beni, ¿también son puntiagudas y largas? —Em… sí pero no tanto. Fritz es más viejo por eso es más orejón y más flaco, ya está empezando a oler a flores. —Lo que dices es grave, Beni. Fritz se ve joven, luce de unos treinta 70

Victoria Leal Gómez años, como mi padre. No puedes decir que ya huele a flores… —Benedikt von Orophël… —¡Pero si es cierto!—Benedikt giró cuando Fritz se reincorporó, suje- tando a su niño por los hombros— Altecita, Fritz era el edecán del abue- lo Älmandur, ¡le recibió al nacer! Ay, cómo me habría gustado tener ese honor. —La historia en los libros pone que el día de su nacimiento, el abuelo Älmandur “brilló como las plateadas estrellas de la noche ya volviéndo- se mañana. Era el fulgor del día hecho criatura viviente y su hálito como mil soles de verano”. —Tan buena memoria que tiene el chiquitín, ¿no lo crees, Fritz?—Bene- dikt miró a su colega sin prestarle atención al gesto de molestia pidiendo silencio—Sí Altecita, así mismo nacemos todos los Altos. —O sea que así nos diferenciamos de los mortales, ¿eh? —¡Sí, señor! —Pero dijiste que Fritz le recibió al nacer, eso quiere decir que no veni- mos de los repollos en el campo. —¿Eh? —¡Me haz mentido toda mi vida! ¡Nadie te puede recibir si no caes de algún sitio y los repollos crecen a ras de suelo! Fritz ahogó su risa con la manga de su túnica, dando la espalda a su amo para evitar el bochorno. Benedikt empujó al pequeño al área de entrena- miento tratando de no reírse, fallando estrepitosamente. —Alteza, ocúpese de cumplir su palabra. Nosotros tenemos deberes menos graciosos. Wilhelm sonrió, siendo observado por el minucioso Benedikt, quien se arrodilló para amarrar correctamente las grebas. —Altecita, si quiere entrenar por lo menos deje que acomode esto… —Están bien así, Beni. Las amarré muy fuerte. —¡Ahora sí! Anda, ¡corre! Adentrándose en el área maderada, un aprendiz saludó al príncipe con un fuerte apretón de manos junto con varias reverencias que avergon- zaban al niño quien rascaba su nuca indeciso. Benedikt miró a Fritz con desilusión. —El amo nos llamó vejetes… —Es su manera de expresar afecto. —¡Nos dijo viejos! —Benedikt, sufres de dolores en las rodillas y sudores nocturnos. Me dijiste que yo huelo a flores, ¿qué esperas? —Fritz, no seas tan duro conmigo, ¿qué hay de ti? —Yo asumí mi edad hace mucho tiempo. Es más, ya tengo lista mi barca y mis últimos atavíos. —Claro, siempre tan flemático, asumiendo sus deberes. Me pregunto si, a pesar de tus años y tu eterna compostura, aún recuerdas la expresión de ese niño. Fritz agarró del cuello a Benedikt, quien a duras penas conseguía afir- mar las puntas de sus pies en el suelo. —Cuidado, Beni—El hombre de rojo mantenía una expresión de burla, recibiendo un pergamino—Ahora, organicemos lo que nos queda para 71

El Sanador de la Serpiente satisfacer a nuestro príncipe, ¿entendido? —Entendido, mi buen amigo. Y, no temas, ese secreto muere con no- sotros. —Espero no nos quede mucho. *** Lotus se sentía relajada al ser acompañada por Wilhelm cuya expresión siempre fue suave y amable. ¿Era su pequeña nariz, sus rosa- das mejillas o sus hombros estrechos? La muchacha admiraba la imagen pueril del príncipe, evitando mirar el duelo entre las afiladas espadas. Wilhelm cruzaba miradas con Lotus sólo de vez en cuando porque no podía apartarse de lo que Sebastian y Helmut exhibían en la arena y no era el único pendiente de aquella pelea. Otros niños en sus primeros días habrían grandes ojos de admiración apostando diversos objetos pero no el consabido dinero pues a los más pequeños se les dejaba sus pertenencias valiosas al resguardo del maestro, justamente por situa- ciones como la de aquella mañana en la que algunos se decantaban por Sebastian y otros, por el archi admirado Helmut. —Estoy asombrado por las destrezas de su hermano, queridísima Lo- tus—Wilhelm estaba de puntillas pues la emoción le ganaba—Justo en el segundo que Helmut le robó la espada, Sebastian sacó una daga de no sé donde para continuar una nueva serie de firmes ataques dirigidos al cuello de mi primo, ¡Helmut no puede mantener la postura con dos espadas, a arrojado una al suelo! —Tal vez no sea tan regio como los rumores dicen… —Oh no, nada más lejos de ello. Consiguió bajar la defensa de Sebas- tian, no es bueno soltar la espada en mitad de un duelo ¡Mire, su herma- no a recuperado su arma y usa la daga para defenderse de los golpes de Helmut mientras ataca con la espada! Un par de aprendices miraban entre risas al entusiasmado príncipe afir- mado en la tranquera para evitar perder el equilibrio y caer. —Sí… sorprendente. —¡Ya le ha dado en el cuello con la daga! —¡CÓMO! Lotus giró bruscamente para correr hacia donde Helmut permanecía estable notando que Sebastian sólo apoyaba el filo de su arma en la piel de su contrincante. Por un momento, Lotus imaginó la tierra teñida de rojo mas su alivio se hizo presente cuando Sebastian bajó la daga, enfundándola en un lugar dispuesto en la parte posterior de su cadera. Helmut hizo lo mismo con su espada, apretando la mano del noble ante si quien le palmoteó el hombro entre risas. —¡Sebastian es increíble!—Wilhelm aplaudía con grandes destellos en sus ojos, avanzando a la arena— Tengo que averiguar dónde aprendió a luchar así. Lotus apretaba su pecho con las manos clavando su mirada en la mag- nífica sonrisa de Helmut quien jugaba con la trenza encintada de Se- bastian. 72

Victoria Leal Gómez —Ahora entiendo eza zinta tan brillante, ¡cómo diztrae! Zin embargo, puede zer una dezventaja zi luchaz con alguien inezcrupulozo. —Lo mismo digo de tu cabello, Helmut. Está demasiado largo. —No tienez moral para decirme ezo—Helmut acomodó la lengua entre sus dientes torcidos por antiguos golpes, buscando la pronunciación co- rrecta—estimado… Sebastian. —Y, me has dado ventaja. Eso no se hace. Helmut posó su mano sobre su riñón izquierdo. —Dame un rezpiro. Repetimoz el duelo máz adelante, ¿te pareze? —Oh… ya veo cuál es el problema, muy desconsiderado de mi parte y descuidado por la tuya. —Je, je… te juro que me ziento bien. Me aburro demaziado en la cama, mejor vengo a dar una vuelta por aquí. —Acepto tu propuesta. Nikola golpeó el hombro de su amo estirando la mano para alcanzar la oreja de Helmut, jalándola fuertemente hacia abajo y enseñando desa- probación en su rostro. —Una más y te juro que te amarro al catre. —Zuelta, zuelta… no ez… auch…deja mi oreja, por favor… —Te vas derecho a reposar, ¿entendiste, pendejo? Sebastian sonrió pues su contendor era más vulnerable por un gesto sencillo y no por la profunda herida en su costado. Wilhelm se colgó del cuello de los duelistas, quienes le sujetaron para evitar una caída. —¡Alucinante! —Es usted muy efusivo, Alteza… —Primo, qué felizidad la mía. Rezulta que el máz afeminado de loz no- blez ez el que mejor pelea. Derribé a Nikola en doz batidaz pero Zebas- tian a zido un rival complicado… zupongo que no le conozco como creí. —¿Nikola? Ah, sí—Wilhelm meneó la mano en el aire al encontrarse con el joven de cabello negro y ensortijado en las puntas, recibiendo una venia—Hola, Nikola, me han dicho que mi primo es alguien difícil. —Si me permite corregirle y hablar sinceramente, Alteza… —¡Claro! Me gusta que seas informal, ¡adelante! —Alteza, mi amo no es difícil es INSUFRIBLE. Tendré canas dentro de los próximos minutos, arrugas en dos horas. Ya verá como en unos meses me quedo calvo. —Mi amigo, mi Ezcudero al que le debo máz de una. Ezpero, algún día, compenzarte zuz dezveloz. —Dame vacaciones. Eternas. Bajo tierra. Tal vez así pueda tener PAZ. ETERNA PAZ. Sebastian reía cortésmente sujetando a Wilhelm de las costillas notando que se encontraba en puntillas y las suelas en la punta despegada de sus botas evidenciaba el hábito de permanecer en tal posición. —Helmut, Nikola está muy tenso, no deberías ser tan malvado con él. —Primo, no zoy malvado, ez él que pareze mi niñera. Ez que le he dado tanta confianza que el pobre ya ze olvida que ez mi ziervo. —Con su permiso, Alteza. Me retiro. Esta niñera ya tendrá tiempo de mimar su niño querido—Nikola golpeó la nuca de su amo antes de mar- 73

El Sanador de la Serpiente charse—Y tú te vienes a la torre del sanador o te llevo a cuestas. Tienes sangre en la ropa. —Ups… tienez razón. Äweldüile me va a dar con una ezcoba. —Se ve que Nikola es un hombre formidable mas de paciencia escasa. —Ez como tú lo dicez, primo querido. Zi le arrojaz agua enciende como volcán, ez que no hay quien lo aguante. —Alteza… digo, Wilhelm. Si tuvieras la oportunidad de compartir un día entero junto a tu primo entenderías por qué Nikola quiere vacacio- nes bajo tierra. —Mmm, tal vez sea verdad. —¡Willie, ponte de mi parte! —Tengo una pregunta, queridos míos. —Alteza… —Te dije que me llamaras Wilhelm. —Eh, sí, disculpa… pero siéntete libre de consultar lo que desees. —Es para ambos: ¿he de sentirme protegido bajo sus armas o, por el contrario, debería recogerme en soldados defensores? Sebastian levantó una ceja pero fue Helmut quien respondió. —Qué zalvajadaz dizez, primo. Zomoz tuz aliadoz máz fielez. —Alteza, en su lugar me sentiría amenazado por lo invisible. Sebastian desvió ligeramente su mirada, lo suficiente para indicar el lu- gar donde Ritter conversaba con su Escudero. —Tomaré tu consejo, Seba. Sebastian sonrió por última vez soltando a Wilhelm para abandonar el área de entrenamiento. Al notar la mirada extraviada de su hermana decidió seguir el trayecto, descubriendo que observaba detenidamente a Helmut. Evidentemente molesto, Sebastian tomó el brazo de Lotus. —Ves, todo bien, preciosa. No pasó nada. —No sabes lo horrorizada que estoy, Helmut tiene manchas de sangre en sus ropas, debería abstenerse de estos juegos. Y tú deberías velar por la seguridad de nuestros queridos von Freiherr evitando actos como ese, ¿por qué buscaste la sangre de Helmut? ¿Por qué aprovechaste su dolor para posar tu daga en su cuello esperando el primer resoplido para qui- tarle la vida? —Lotus, querida hermana de mi corazón, no soy un salvaje que toma vidas porque sí. Mucho menos a plena luz del día, mucho menos al pri- mo del Príncipe y frente a él. Sería una locura. Ha sido un juego. —¡Un juego! —Entre nosotros hay lealtad, preciosa mía. Si fuéramos a atacarnos en serio el único en pie sería…mmm, ¿quién sería? ¿Helmut, Ritter? Defi- nitivamente no sería yo o el príncipe. Lotus recibió un beso en la frente pero su corazón se entregaba al gallar- do Caballero jugando con un escudo mientras el príncipe fingía atacarle con una maza. —Necesito ver si Helmut se encuentra bien. —Lotus, nuestro “querido” Helmut está en perfectas condiciones. Esa mancha en su cintura ha de ser un mísero punto fuera de lugar en la sutura—Sebastian tomó a su hermana por los brazos, girándole—¿No 74

Victoria Leal Gómez ves? Ya le está enseñando trucos a Wilhelm. Ahora, acompáñame. —Pero Sebastian… —Me haz dicho que te encuentras horrorizada, ¿no? Te invito un poco de té y galletas para relajarnos. —Hermano querido, yo… Sebastian apretó el brazo de Lotus. —Vamos, ¿sí? Hazme caso, preciosa, Helmut no es indicado de gozar tu belleza. Otórgame ese alivio, por favor. —Sí, mejor nos retiramos. 75

El Sanador de la Serpiente 5. La necesidad de alcanzar lo imposible. Dulcemente y con caricias de algodón, Adalgisa sostenía la manos de su esposo, el rey de Älmandur, quien mantenía la mirada en el pañuelo puesto en su regazo. Las manchas rojizas en el centro le qui- taban los ánimos de sonreír como habitualmente lo hacía para su hijo a pesar de que la atmósfera en la torre siempre fue un alivio para su espíritu. Albert se deleitaba con las enredaderas en las paredes y el eterno sol abrazando a Älmandur. El hombre se arrimó en la ventana admirando el paisaje del reino a sus pies, prestando especial cuidado a la muralla. —Un reino bendecido por sus creadores, los Altos del Cielo; pueblo de otras estrellas cuyo designio para estos lares fue erradicar la vejez y la enfermedad. Sin duda afirmo que llevo más de veinte años siendo joven, como en mis mejores tiempos mas, ¿qué hay de mi dolencia? ¿No se supone que Älmandur es libre de los males del mundo? ¿Soy el único en necesidad de un sanador para algo diferente a una alegría tan suprema como la llegada al mundo de una criatura nueva? Adalgisa posó su mejilla en el hombro de su esposo, ofreciendo el pa- ñuelo para cubrir la tos que se llevaba el aliento y las fuerzas de Albert. —Confía en Äweldüile y su medicina. —Lo hago, Ada… La reina ayudó a su querido Albert en el regreso al mullido sofá desig- nado para su reposo, sujetándole fuerte evitando que el hombre cayera bruscamente sobre los tapices verdes y marrones bordados en oro. Con mirada clara y voz dulce, el sanador reposaba ciertas hierbas en un pocillo con agua hirviendo. Se acomodó frente a los reyes mas no fue él quien inició la charla si no el debilitado rey. —Esto empeora, ¿no es así? —Majestad, sabe que no debo mentirle. —Cuánto tiempo me queda. Angustiado, el hombre de larga túnica de capucha marrón afirmó su codo en la mesa donde sus implementos y hierbas se ordenaban en una cajonera. —Considérese afortunado porque, normalmente, la gente no resiste tres meses con estas angustias. —No evadas mi pregunta. Dime, cuánto tiempo me queda —Albert golpeó su muslo con el puño— Debo ocuparme de la coronación de Wilhelm lo antes posible. Quiero verle en el trono antes de marcharme al eterno sueño. —Cariño, la calma es imperante en la actual situación. El sanador coló las hierbas del pocillo, ofreciendo el agua limpia al rey en la mullida butaca de terciopelo verde. —Si continuamos el tratamiento, puedo prolongar su tiempo hasta el Mes de las Hierbas. Le aseguro que podrá disfrutar del cumpleaños y boda de su unigénito. 76

Victoria Leal Gómez —Tres meses… Albert abandonó la butaca dando las espaldas al sanador y a su mujer al mirar por el ventanuco que daba hacia el jardín del palacio. Bebía la infusión en pausas debido a la burbujeante sensación. Adalgisa apoyó su mano en la del sanador. Su voz se escuchaba desga- rrada mas resistía el llanto con firmeza. —Äweldüile, agradezco tu honestidad y sacrificios al buscar los medios para ayudar a mi amado esposo. —Es mi deber como sanador prevenir los males. He caído en grave falta. —No, no, nadie podría prever algo así. No es responsabilidad de nadie. —Espero perdone mi falta de pericia. Si fuera un auténtico sanador, como los nacidos en la línea de Älmandur; nuestra Majestad estaría re- cuperado y viviría lo suficiente para ver a sus tataranietos. —No…—Adalgisa acomodó su butaca junto a la rústica silla clavada del sanador, quien afirmó su mejilla en el hombro de la reina— Tú eres el mejor sanador del reino. Nadie enferma gracias a ti. —Soy el mejor sanador del reino porque no hay otro, la enfermedad no acude a nuestros hogares porque así lo desea el Guardián de Älmandur, Majestad. Pero si estuviéramos en los tiempos de Äntalmärnen, yo no estaría ejerciendo estas artes pues sólo los nacidos en la familia de Seke- menkare tienen la auténtica virtud de sanar con el mero deseo. —Äweldüile, deja de torturarte, haz hecho todo lo que está a tu alcance. Seguramente, mi enfermedad es la forma—Albert llevó el pañuelo a su boca, tosiendo intensamente, dejando que la sangre se estrellara en la limpia superficie—… la forma en que los Altos castigan nuestro pecado, Ada. La reina avanzó con lentitud hasta posarse junto a su marido. El sanador guardaba sus implementos, ojeando las páginas de un libro ajado. —Amor querido, lo hecho, hecho está. Nuestro deber no es revolver aquello en los cofres de las memorias sino adelantar nuestros ojos hacia el horizonte. —Ojalá fuera tan simple, Ada. Pero nosotros conspiramos contra Äl- mandur al deshacernos del auténtico rey y su heredero. Estoy seguro que el espíritu de Äntalmärnen busca venganza por lo que hicimos con sus hijos. —Albert, debes dejar el pasado donde está. —Debo confesar, Majestad—El sanador sostenía su libro, enseñando un mapa del reino—que las enfermedades aparentemente incurables se asocian con dolores del alma. Si sabe de alguna dolencia en su corazón, tal vez deba guiarme a través de ella para encontrar juntos la cura. —Males del alma. —Así es, Majestad. Si necesita confesar algo, somos los más indicados para ayudarle. —Tal vez yo deba… —¡Albert! El rey tosió con tal fuerza que sintió su gaznate desgarrarse. La oscura sangre mezclada con cierta sustancia pegajosa en el pañuelo le recorda- ba el tiempo escaso que le quedaba en el mundo. —Majestad, su enfermedad ataca los pulmones y su garganta. Eviden- 77

El Sanador de la Serpiente temente, en todo este tiempo me ha sido imposible sanarle, lo que de- muestra su dolor en… —¿En qué? —Usted guarda un secreto. Las palabras guardadas causan dolor al ata- car el asidero donde nace el verbo. Libéreles para que dejen de atormen- tar sus entrañas. Adalgisa sujetaba el brazo de Albert con intensidad, clavando una mira- da salvaje en Äweldüile. —Albert necesita descansar un momento. —Si gusta en hacerlo, le recomiendo que lo haga aquí, donde pueda vigilar su tos y aliviar el dolor. El rey seguía dando la espalda al sanador, distrayéndose con una hoja de filigrana de oro que revoloteaba en el viento. —Ada, tiene razón. Yo debería quedarme unos días aquí. —Pero Albert, hazlo después del Festival a los Altos, cuando el Embaja- dor se retire. No dejes que se lleve una mala impresión. —Mi buen sanador—El rey giró la cabeza para mirar de reojo al hombre de marrón— Haz confesado tu incompetencia al prevenir mi mal. Sin embargo, te libero de tu culpa pues esta enfermedad la he causado con mi propia voluntad. —Majestad… —Mas considero que es tu deber buscar a un colega. Una segunda opi- nión siempre es bienvenida. Adalgisa sonrió besando la mejilla de su esposo. El sanador enseñó el mapa del reino dibujado en su libro de recetas. —Ya pensé en ello, Majestad. Verá, en mis años de juventud tuve un aprendiz destacado, a quien le enseñé algunos usos de ciertas raíces— Äweldüile apuntó en el mapa una villa escondida en un bosque— Con frecuencia ejercía sus prácticas en la Villa Beithe. —Villa Beithe… dicen que la única forma de llegar a ella es atravesando el Bosque del Olvido pero se trata de un asentamiento inventado para los cuentos de los pequeños prestos a dormir. Me parece incréible la mención de algo así. —Está en lo correcto, Majestad. Villa Beithe está más allá del Bosque del Olvido. —¿Cómo me garantizas de que saldrás vivo de allí, recordando tu de- ber? —De hecho sería irresponsable garantizarlo, Majestad. —¡Entonces no menciones a tu aprendiz y busca a alguien más! —A sus pies, Majestad. —Imbécil ¿acaso no conoces a nadie capaz de…? —Hay algunos aprendices de sanador aquí, en la capital del reino. Sin embargo, no le garantizo un avance en la sanación de su mal. —Reúneles. —Muy bien, eso haré. —La confesión de mi tristeza será la última opción, ¿entendiste? —Majestad, yo sólo puedo velar por su bien. Si usted considera favora- ble los pasos que sigue, ¿quién es este pobre servidor para cuestionarle? Sólo puedo otorgarle alternativas a su voluntad. 78

Victoria Leal Gómez Adalgisa y Albert caminaron frente el alto hacia la salida de la torre del sanador, haciendo una pausa cuando el pórtico fue abierto por Äwel- düile. —Antes de retirarme… —Ordene, Majestad. —Dame el nombre de tu aprendiz. —Äerendil, Majestad. Es joven, a estas alturas debe tener cincuenta años. —Ya veo, es de los tuyos. —Créame, he visto a ese muchacho levantar muertos de las tumbas. Es más que un sanador es… —¿Un nigromante? —No, Majestad, mis palabras fueron mal dichas. Sus manos han sido bendecidas por los Altos con un inefable don. Es capaz de sanar lo que sea tan sólo con posar su mano en el área correcta. Yo sólo le enseñé sobre moliendas y elixires… él tiene un don perteneciente a la extirpe de Älmandur. —En pocas palabras, es mejor que tú. —He de admitirlo, Majestad. —Äerendil… Adalgisa apretaba los labios cuando Albert posó su mano en el hombro del sanador. —Sólo conozco un Äerendil: el primogénito de los anteriores reyes de Älmandur. Äerendil, hijo de Äntalmärnen y Täioiane. —Majestad, veo que sus memorias han vuelto. —Ese niño ha muerto. Lamento comunicártelo. Espero recuerdes la grande tragedia que atacó a Äntalmärnen y su esposa Täioiane, nos de- jaron tras una cena dichosa en la que sus hijos cayeron presos del mismo veneno. Lamentables muertes, mi esposa y yo tuvimos que asumir el reino para evitar desmanes… —Majestad, quien debería lamentar esa muerte es usted. Desconozco si es un alcance de nombres pero si es quien usted menciona… Definitiva- mente, los Altos están furiosos con usted puesto que su deber de súbdito era cuidar la vida de los reyes. —Äweldüile… —Si quiere mentir no lo haga conmigo, Majestad. Le doy la oportunidad de confesarse y reparar el daño pero si usted quiere seguir viviendo su farsa, ¿qué puede hacer este humilde servidor? Albert enseñó su espalda al sanador tomando la mano de su mujer, di- rigiendo la marcha de regreso al palacio escaleras abajo y lejos de la torre donde el sanador ejercía su oficio. Una vez descendido el caracol y reunidos en la mampara, los reyes descansaron en los divanes que Otto preparó minutos atrás. Adalgisa divisó el jardín y el puente uniendo el palacio con la torre desde el arco divisor de ambientes, repasando su charla con Äweldüile. —Cariño, creo que fue mencionado el Guardián de Älmandur. —Así es. De él podremos encontrar en los textos de la biblioteca sellada. Creo que Äntalmärnen habló de él alguna vez, si la memoria no me falla recuerdo… que el Guardián mantiene la paz en este reino. Pero no es el 79

El Sanador de la Serpiente único, tiene hermanos que le ayudan en la tarea. Lamentablemente no puedo afirmarlo con certeza. —Deberíamos seguir revolviendo esos libros, querido mío. Tal vez, si hablamos con el Guardián te libres de tu enfermedad. —Es una probabilidad mas no me preocupa eso sino ese sanador… ese imbécil de Äweldüile sospecha lo que hicimos. —No es un imbécil si lo sospecha, cariño. Es más, se lo dijiste. —¡Qué quieres que haga! Puedo lidiar con la muerte de los reyes, con la muerte de su hija y su esposo pero ese agraciado niño y sus grandes ojos que imploraban piedad… ¿cómo fue capaz de aguantar el veneno en la comida y amenazarnos con un abrecartas? Adalgisa mimó su hombro izquierdo pues el recuerdo de aquel abrecar- tas permanecía en su piel ardiendo por las noches. —Quítate esa imagen de la mente. —Puedo hacerlo, ya lo hice. Es mi consciencia quien me grita por las noches… un niño. Sólo recuérdale, lucía como Wilhelm el día de hoy. ¿Cómo te sentirías si, por ejemplo; Sebastian cortara el cuello de nuestro querido bebé sólo para usurpar su corona? —¡No lo digas! —Esa mirada que desconoce los males del mundo, esos brazos genero- sos que no mesuran los afectos… Äerendil era tan puro como Wilhelm lo es hoy. Tal vez por eso era buen sanador y nunca se le dio el don de la espada. Pensar que nuestra pequeña nubecita es terrible con las armas. Tal vez tenga las habilidades ocultas de su tío y debamos instruirle en ello en vez de obligarle a… —Albert—Adalgisa se acurrucó junto a su esposo, mimando su barba— Encontraremos a alguien como él. Te lo garantizo, Älmandur es amplio y, si no encontramos un sanador capaz en este reino, le pediremos a Jade que nos envíe un médico magistral de Siam. Podemos mover nuestras influencias incluso en Arkanus o en el Valle de Ise. Mis pies viajarán a Kashmir si con ello… —No se trata de encontrar una planta o un sanador que me cure, Ada. Se trata de olvidar que ordené el asesinato de un niño para evitar su ascensión al trono del que yo me apoderé, me he ganado este dolor. Es el pago y lo merezco. Ese niño no era una criatura común, estoy seguro que mi mano no hubiese temblado si se tratara de un huérfano cual- quiera. Era Äerendil, un Alto que debía conservar su inocencia… para siempre. —Cariño mío… —Esta corona es de Wilhelm. Sus padres así lo desean. Tal vez, si entre- go esto a su verdadero portador—Albert retiraba el adorno de oro en su cabeza, una sutil enredadera de hojas y peonías— Los Altos me liberen de esta maldita tos purulenta. Tal vez si le pido perdón a ese niño… Ada, ¿tú crees que Wilhelm nos perdonaría? ¿Tú crees que Äerendil nos ha perdonado, donde sea que hoy esté? —Albert, es desfavorable para tu estado reflexionar sobre lo ocurrido trece años atrás. Vamos—Adalgisa ayudó a su esposo a incorporarse— Tenemos un almuerzo junto a nuestros invitados. —Los padres de Wilhelm me castigan con esta tos. 80

Victoria Leal Gómez —Albert, evitemos los atrasos. —Si estuviéramos tarde, Otto estaría gritando, Ada. Despreocúpate. El rey permitió que su esposa acomodara el adorno de oro en su frente antes de cruzar el arco y reencontrarse con el fiel sirviente. Sonriendo barbilla en alto, su Majestad Albert ocultó el dolor de su consciencia bajo los atavíos dorados, propios del reino de Älmandur, obstruyendo la sangre en su boca junto a las palabras poco provechosas e inconfesables mas no era el único en el Palacio Real manteniendo secretos. Wilhelm estiraba su espalda al caminar por el corredor donde los retra- tos de sus antepasados recordaban un glorioso pasado en los muros. El muchacho se detenía de vez en cuando en alguna pintura para analizar los finos rasgos de sus ancestros de largas orejas. Unos usaban la punta de oro señalada por Fritz y otros evidenciaban un recorte de afilado y diestro cuchillo. Faltaban cuadros y resultada obvio ya que sus sombras fueron dibujadas por el paso de los siglos y reclamaban sus antiguos amos. Wilhelm rozó sus dedos por el diamante designado a su rostro justo por debajo de los retratos de Adalgisa y Albert, sus padres. —¿Realmente este lugar me corresponde? ¿Por qué siento que yo no debería estar aquí? El niño se apartó de la galería con el propósito de husmear en la esqui- na del corredor donde varios pasillos se reunían en una rotonda desde dónde las alas del palacio se saludaban. Espió a izquierda y derecha sa- biendo que los guardias no podrían abandonar sus puestos. Al asegurarse la soledad de sus pasos el príncipe rio para si deslizándose por el pasillo a hurtadillas hasta llegar a una chimenea falsa que empujó con todas sus fuerzas, encontrándose con un pasadizo entre las paredes con telarañas. Lo conocía de memoria, su habitual recorrido sin antorcha fue sencillo y rápido arribando al final del pasaje donde debía empujar un librero repleto con manuscritos en un lenguaje ilegible. Wilhelm ingresó por enésima vez a la biblioteca sellada, maravillán- dose con los frescos en la techumbre cuya cinta central sostenida por dos caballeros de oro ponía “Sölais Sgälamembar, Älmandur Rïgh” que Wilhelm pudo leer y traducir fácilmente como “Hijo del Sol, Rey del Älmandur”. Las letras podían leerse incluso rotadas y eran coronadas por una larga línea que unía la primera con la última letra, señalando el término de una frase. Sin perder tiempo, el niño corrió a la estantería con libros arrojados a sus pies, manuscritos revueltos con páginas quemadas, mojadas e ilegi- bles pero con ilustraciones de apoyo favorecedoras de la comprensión. Wilhelm llevó consigo el libro verde obsequiado por su madre pues gran curiosidad le causaba a pesar de tratarse de simples páginas vacías. La- mentablemente en ningún otro manuscrito se hablaba sobre tal objeto y le dejó en una repisa para buscar en otro y así, durante minutos que debían ser breves y precisos. De pronto, como si una antorcha hubiese iluminado su mente, el niño tomó el libro regalado abriéndolo en una página al azar como si las pa- labras allí escritas le hubiesen llamado: “Reab-har Düile Uäine” o “Libro 81

El Sanador de la Serpiente de las Hojas Perennes”. —¡ES MAGIA! Escritas también para ser leídas de cualquier forma y enlazadas por una curva de pluma grácil, las letras de las siguientes páginas comenzaron a dibujarse una por una, dando lugar a ilustraciones y apuntes rápidos en algunos bordes. Wilhelm notó que se trataba de un compilado de saberes, entre ellos una página que se dibujó inconclusa y que empezaba a nombrar a los hijos de Sekemenkare… Pero no pudo leer toda la cronología donde los nombres de algunos conocidos ancestros aparecían. Además, las fechas no coincidían con lo estudiado gracias a Fritz y en ningún libro de los alrededores se men- cionaba a la familia von Freiherr más que como simples senescales al servicio de un rey llamado Äntalmärnen y cuyo territorio era menudo en las tierras de Neuenthurm. Es decir que ni siquiera el apellido de la familia era real pues, al prove- nir de tales tierras, las de Neuenthurm; “von Freiherr” era un invento. Wilhelm cerró el ceño llevándose consigo el libro a la mesa pero sus pá- ginas estaban mohosas y las letras del escriba se distorsionaban creando acertijos más que palabras. Sin embargo, el niño encontró un retrato de alguien familiar. En la parte baja del papel, una cinta recogía el nombre del rostro allí inmortalizado: Äntaldur, hijo segundo de Älmandur. Se trataba de un niño con unos escasos diez años pero el libro tenía, por lo bajo, unos sesenta años de antigüedad. —Ritter… este niño es Ritter. La página fue arrancada sin sutileza, doblada en cuatro partes y guar- dada en un bolsillo del pantalón usado para entrenar con la espada. Wilhelm tomó su libro de tapas verdes y regresó al escondrijo tras el librero al escuchar los pasos de algunos guardias abriendo las verjas de la biblioteca vetada. Al regresar a la galería de retratos, el príncipe secó su frente sudada con la manga sonriendo al marchar hacia el segundo pasillo decorado por los rostros de sus ancestros encontrándose con los alterados Fritz y Benedikt quienes tomaron al niño risueño, llevándole a sus aposentos donde le hundieron vestido a la tina de agua caliente. Wilhelm arrojó agua a Fritz y una pastilla de jabón a Benedikt antes de sacarse la ropa y bañarse correctamente. El hombre de rojo sumer- gió al desnudo niño en el agua pero no sería tan fácil limpiarle porque Wilhelm deseaba hablar con Ritter y fuera del almuerzo programado. Batalló con su sirviente arrojando esponjas, trapos y espuma en los ojos hasta que ya no tuvo fuerzas pues Fritz se metió a la tina para sujetarle mientras su colega quitaba la mugre del cabello terroso. —¡Por qué fuiste de nuevo a entrenar! —¡Cómo voy a ser mejor con la espada si no practico! ¡DÉJAME SA- LIIIIIIR! —¡NOOOOOO HASTA QUE ESTÉS LIMPIO, SABANDIJA DE ORE- JAS MOCHAS! —Beni, eso—Wilhelm abandonó la lucha, enseñando desilusión—Eso fue un golpe muy bajo… 82

Victoria Leal Gómez —Sal de allí, tengo que ponerte ropa. Nos vamos a almorzar, todo el mundo ya se está sentado y tú sigues ahí… Wilhelm dejó que Fritz abandonara la tina y el cuarto en busca de nue- vos ropajes acordes al momento. Benedikt secó el cuerpo del niño y le vistió con prisas, arrojando la tiara de oro con evidente descuido, des- enredando los mechones mojados de quien mantenía la mirada baja. —Gracias, Beni. —¿Eh? —Por tu paciencia. —Altecita, para mi es un gusto estar a sus pies—Benedikt volteó al chi- quillo, acomodando los hombros de la túnica índigo—Pero cambie ese rostro, por favor. En la mesa hay manjares deliciosos aguardando su arribo y sus padres están ansiosos de verle. Wilhelm trotó rápidamente por el pasillo al notar su tardanza injustifi- cada para quienes no sabían de sus correrías en los túneles del palacio. Benedikt y Fritz le seguían a trancos largos ciertamente dificultosos para el rechoncho de rojo quien secaba su frente con la palma a cada paso, admirando el estado físico de Fritz. El príncipe llegó a un pórtico por el que husmeó antes de ingresar des- cubriendo que la tensión imaginada ne los invitados fue sólo un imagi- nario nervioso. El rey carcajeaba a tal volumen que nadie se negaba la risa y la bebida pues los manjares aún no eran servidos por las mujeres en los rincones de la sala. —No pasa nada, mi papá ya tiene a todo el mundo a sus pies. —Eso no justifica que llegues tarde a todos sitios. El niño ingresó y todas las miradas se clavaron en él entre risas e invi- taciones. Adalgisa fue la primera en abandonar la mesa para tomar la mano del pequeño y sentarle en un lugar designado frente a su prome- tida quien llevaba el velo más coqueto jamás visto, bordado con sutiles flores matutinas. A su derecha estaba su padre, el recién llegado Hagen, hombre de pesada mano que palmeaba la espalda de su hermano, au- mentando el volumen de la bromas. A la izquierda de Frauke estaba Helmut, quien se limitó a levantar la copa hacia Wilhelm en un brindis silencioso y adolorido. A mano diestra de Wilhelm, su madre mantenía la conversación siempre viva y muy entusiasmada en la festividad que pronto se celebraría en honor a la llegada de los Altos al mundo, gran atractivo para Jade Oceánico, acomodado en la otra cabecera de la mesa, absorbiendo licor como la arena que se deja bañar por la mar. A la siniestra del príncipe bebía Ritter, tan pensativo que ni se molestaba en sumarse a la charla. —Querido Senescal—Wilhelm miró a Ritter, admirando sus largas ore- jas repletas de argollas de oro—se le ve abrumado y es muy pronto para enseñar tales expresiones. —Mis disculpas, joven—Ritter bajó su copa— Näurie experimentó do- lores anoche y se ha quedado en reposo mas mi pecho se retuerce pen- sando en la noche de anoche. Mi mujer apenas cerró los ojos y lo mismo hice yo. Una sirvienta en ropajes oscuros posó cuatro bandejas de comidas ca- lientes ante los interlocutores, rellenando sus copas de mosto helado. 83

El Sanador de la Serpiente —¿Dolores? ¿Su esposa se encuentra enferma? —Querido mío, Näurie es una criatura frágil en estos momentos. Con nuestra primogénita ocurrió lo mismo. Tëithriel nació dos meses antes de lo correcto, viviendo una infancia de respiración dificultosa. —Ritter, si le preocupa tanto su mujer, ¿por qué no va a su encuentro? Ella le necesita y se le entenderá. —¿Usted me autoriza? —No comprendo porqué no ha hablado con el rey, de seguro hasta él mismo le empuja hacia su esposa. Ritter besó la mano del niño, acariciándola antes de liberarla, revolvien- do en su bolsillo, buscando un obsequio entregado en suave envoltura de piel blanca. —Infinitamente agradecido, Alteza. —Sí… em… de nada… ¿puedo ver el contenido? —Dërieder, mön Ëruendil… Wilhelm reconoció el idioma entendiendo que le pedían esperar el mo- mento perfecto para abrir el regalo pero, ¿por qué la palabra Ëruendil le sonaba distinta a las demás? Asintiendo enmudecido, Wilhelm permitió a Ritter abandonar la mesa en medio de las ruidosas palabras del rey, quien ni se enteró de la au- sencia del senescal mas aquel encargado de vigilar la conversación fue Sebastian. Bebía vino tranquilamente, charlando entre su hermana y Helmut. Ambos compartían miradas secretas en los segundos que Se- bastian se apartaba por algún alimento, de vez en cuando Helmut estira- ba sus largas piernas bajo la mesa para tocar la punta del zapato bordado de Lotus quien ocultaba su vergüenza auxiliada por una servilleta. Wilhelm sabía que ambos charlaban con el brillo de los ojos ignorando por completo al inoportuno Sebastian en el medio. El niño reía para si mismo cuando Sebastian consiguió captar la atención de Helmut al hablarle de las fechas en las que conquistaron los terrenos en el sur. Las nombró incorrectas sólo para ser corregido por el primo del príncipe cuya voz era tan estruendosa como la de su tío el rey. Y así comenzaron todos los hombres de la mesa a discutir sobre parien- tes recién descubiertos en otras tierras, Jade mismo habló del vínculo entre Älmandur y Siam, Sebastian recitó la genealogía completa del in- crédulo Embajador que no disimuló su contento, aplaudiendo a manos abiertas. Frauke comía riendo de vez en cuando, sobre todo cuando el tono de la discusión se alzaba siendo apaciguado por Adalgisa quien también tenía mucho que decir sobre la historia de su reino y bla, bla, bla… Wilhelm no podía seguir el curso. Sentía mareos por cada vocablo golpeando sus tímpanos y el mosto no le emborrachaba lo suficiente para sentirse a gusto. Celos le embargaron cuando su padre abrazó a Helmut revol- viendo su ondulado cabello dorado y felicitándole por sus hazañas en el norte, el sur y cuanta tierra le perteneciere a los von Freiherr. El tono de la charla cambió al preguntarle por alguna prometida secreta que fue negada rotundamente mas era un secreto a voces que era atraído por la menor de los Klotzbach. Ambos se negaron logrando la sonrisa de Sebastian, quien brindó por 84

Victoria Leal Gómez el “no compromiso”. Ni la música fue de agrado para Wilhelm quien se hundía en los al- mohadones de su butaca, deslizándose casi por debajo de la mesa. Usó su mala postura para abrir el regalo, encontrando una hoja de filigrana esculpida en oro. De haber tenido las orejas largas podríamos ver el ges- to de levantarlas. Wilhelm observó detalladamente el objeto y recordó donde le había visto antes: pertenecía al árbol de la Isla de Cerámica, reino desde donde los Altos bajaron, según los libros robados de aquella biblioteca oculta. Escondiendo la joya de los vigilantes ojos de Benedikt y Fritz charlando en un rincón de la sala, Wilhelm tomó una porción de batido frutal de- vorando el sabor dulce sin cautela ya que a nadie le importaba. Frauke también se unió a los elogios hacia su hermano quien se mostró paciente y amoroso en la mesa a pesar de que jamás había sentido res- peto por su hermana menor. El príncipe notó ciertas manchas verdosas en las largas uñas de su pro- metida, olvidando rápido el asunto cuando la mucama le ofreció un tro- zo de ave rostizada en salsa de nueces y un puré de patatas con repollo. Agradecido, el niño inició su almuerzo, notando que el famoso repollo encurtido era la peor idea creada, amargándole el paladar. Tras esa comida todo sabía igual, entre azufre y bicarbonato aguado pero lo olvidó fácil al conseguir charla con Frauke quien invitó a Lotus. Juntos los tres, ya apartados del grupo, compartieron recuerdos gracio- sos y risas espontáneas entre mosto y frutas picadas con crema. La reunión terminó cuando la comida lo hizo, momento de alivio para el ignorado príncipe cabizbajo. Se escabulló en medio de un discurso de Albert, haciendo morisquetas a Benedikt y Fritz quienes reconocieron la necesidad de su amo, llevándole a un sitio donde pudiera relajarse un momento. —Ojalá toda esta gente se vaya pronto, tanto ruido me martilla la cabe- za—Wilhelm avanzaba por el corredor de brazos cruzados, relamién- dose para quitarse el sabor amargo del repollo—Más encima, la comida estaba rara, me alegra saber que vuestro menú fue distinto. —Si me permite, Altecita… mis ojitos vieron como usted devoró el pos- tre antes del almuerzo. Es lógico que después todo sepa extraño. —Tal vez tengas razón, Beni… pero era un batido de manzana, no de ajenjo. El príncipe se detuvo a mitad de camino hacia la biblioteca donde sería instruido en sus deberes, admirando la esbeltez de quien fue Älmandur, el primer rey. —No creen ustedes, mis fieles amigos; que mi familia es un poco extra- ña. —Alteza, ¿cuál es el motivo de tal confesión? —Pues mis padres y yo gozamos de nombres humanos, ¿por qué no tenemos nombres de Altos, como mis antepasados? Fritz y Benedikt cruzaron miradas, manteniendo la distancia de dos pa- sos que siempre otorgaban al príncipe. —Usted nos da una alegría hoy, Alteza. —¿De qué forma? 85

El Sanador de la Serpiente Las puertas de la biblioteca fueron empujadas por Benedikt, quien se encargó de cerrarlas una vez Fritz y Wilhelm se acomodaron en el es- critorio central. —Pues nuestra dulce señora nos ha pedido conversar al respecto. —Ya era hora—Wilhelm se rehusaba a mantenerse quieto en el escri- torio, acomodando los libros en el mueble— Porque hay muchos cabos sueltos. Y la peor parte es que siento a Sebastian más conocedor de mi pasado. —Alteza, no diga eso. —¿No escuchaste lo que decía en el almuerzo? Es un libro de historia, no un humano. Cita fechas y nombres estrambóticos; ¡sabe historias de los tiempos de Maricastaña, como si hubiese estado allí! Y sabe de nor- mas, de lugares y máquinas inexistentes en Älmandur… y hasta se dio el lujo de recitar a los parientes de Jade, como si los nombres fueran fáciles de recordar. —Usted también puede ser un libro de historia, si lo desea. Tenga en cuenta que el joven Klotzbach es seis años mayor que usted. —¡Por supuesto que soy capaz de ser como él! Mas quien me dejó bo- quiabierto es Helmut. Si me descuido, va a quitarme la corona… tiene el favor de mi padre y libros enteros repletos de virtudes. Fritz y Benedikt volvieron a cruzar miradas en silencio abriendo un li- bro amplio de páginas amarillentas sin conseguir la atención del mucha- cho, quien revisaba ilustraciones. —No diga eso, Altecita. —Incluso es conocedor de los males que aquejan al rey. —¿Disculpe? —No finjan ignorancia, nuestro rey me ha informado de su enfermedad incurable. Este festival, los invitados… todo apunta a que la ceremonia de compromiso ocurrirá dentro de estos días —Wilhelm dejó que un cuchillo traspasara su corazón, trizando su voz— Mi boda, mi corona- ción… Si el rey no fuera a marcharse de este mundo, entonces, ¿por qué se me coronó heredero hace dos meses atrás? Helmut es cuatro años mayor y tiene una preparación espléndida además de ser un magná- nimo Caballero. Ritter es diestro en política y estrategia, gracias a su gestión es que hoy tenemos al Embajador aquí. —Pero Alteza, él no es de su familia… —Sebastian tampoco y miren donde está. Sus padres sólo se tomaron la molestia de manifestarse a través de una carta, es su primogénito quien se ocupa de todo. Hagen, mi tío, confía tanto en Helmut que se ha toma- do la libertad de confesarnos su regreso a su dominio… es decir, Helmut está representando la casa de von Freiherr… y yo… lo único que he hecho es sonreír, repartir abrazos y caer frente a las espadas de todos los visitantes. En pocas palabras, se me tiene de bufón. Benedikt abrazó al muchacho, alejándole de la estantería. Corregía el cabello revuelto del príncipe cuando este dio un paso al frente, aleján- dose del alcance de los sirvientes. —No soy tan ingenuo. Todas estas prisas están justificadas. Mas ¿por qué? Jamás he estado en batalla, jamás he participado en política y se me ha dado una responsabilidad para la que no soy capaz. 86

Victoria Leal Gómez Fritz apretaba los puños. Sobre la mesa estaba el regalo de Adalgisa, el libro envuelto en seda verde y páginas en blanco. El hombre de huesudo cuerpo separaba los labios cuando la voz cavernosa del invitado ingre- saba a la biblioteca. —Joven príncipe. Si su padre le ha concedido tal deber es porque tiene las virtudes adecuadas para ello. —¡Jade Oceánico!—Wilhelm giró bruscamente, besando la mano de quien podría ser su padre— Lamento de corazón todo lo que ha escu- chado. —Alteza—el Embajador tenía las manos cruzadas tras la espalda— Le diré un secreto de familia. —Juro que en esta sala se haya seguro. —Agradezco su juramento, Alteza. Siendo así, procederé con mi relato. Yo soy el primogénito del rey de Siam, mas quien fue coronado al trono fue mi hermano menor, Velo Carmesí. —¿Puedo saber el motivo? —Mi padre, el rey Crisantemo de Oro; no encontró fuerza en mi per- sona. —¿Fuerza? —Así es. Como rey, debes ser responsable de los hombres que deci- den morir bajo tu nombre. Como rey haz de ser buen estratega, buen distribuidor, buen padre—Jade afirmó su mano en el pecho—Yo soy influenciable. —¿Por ello su nombre es afín con las aguas? —Mi mente vaga, es imposible de centrar en un punto. Usted tiene ra- zón, por ello mi maestro escogió este nombre para mí. —Pero ha sabido extraer lo bueno de aquella situación, ¿no le parece? Supongo que es la voluntad de su maestro. —Ha acertado, pequeño Príncipe. —Quisiera saber porqué la corona ha recaído en su hermano menor, querido Jade. —Nuestro rey me puso a prueba por unos meses. Un pueblo se me fue entregado bajo jurisdicción y sólo conseguí que mis súbditos me vie- ran el rostro. Tal vez mis capacidades de empatizar son grandes pero, ¿gobernar un reino? Apenas puedo con los barcos, Alteza. El pueblo de Siam es dichoso de no tenerme como soberano. —Escuchándole, me siento más desilusionado de mi persona. —Alteza, usted no desea comprender lo que estoy narrando. Mírese, ¿quién a mantenido a los nobles alejados de conversaciones políticas? Cuénteme, ¿quién ha hecho reír a las aburridas doncellas y apaciguado las tensiones entre el Senescal y el Marqués? ¿Acaso Helmut, su amado pariente; no ha conversado libremente con su padre gracias a usted? —¿En verdad cree que he sido yo la amalgama de las intranquilidades? —Si no fue usted, ¿quién? Ritter pudo haberlo hecho pero prefirió re- tirarse a favor de su esposa y lo consiguió bajo su amable autorización —Ritter es un enigma para mí. Sería infame de mi parte negar una atracción hacia su persona. Desconozco el motivo pero me encantaría… ser más próximo a él. Estoy seguro de que posee virtudes secretas. —Recuerde sus virtudes, pequeño heredero. Usted tiene don con la gen- 87

El Sanador de la Serpiente te. Para ser rey no sólo necesita ir a las guerras, ponerse una corona y sentarse en un trono. Si no hay gente bajo su causa, ¿de qué sirven los títulos y honores? Créame, este servidor aprendió la lección a golpes. Ser rey es fácil, lo complejo es ser un líder y ese talento a usted le sobra. Sólo debe pulirlo un poco y ganar más confianza. Wilhelm recordó los textos leídos sobre Siam, inclinando su tronco frente al Embajador. —Sus palabras son admirables, estimado Jade. Lo único que me resta es agradecerle desde mi alma, garantizándole que meditaré sobre su con- sejo. Jade Oceánico sonreía complacido cuando el muchacho recobró la es- palda recta. —Pequeño príncipe, he de informarle que no he venido a escuchar su conversación privada. Fue un accidente y me disculpo. —Oh no, yo le agradezco a usted por escuchar mi inmadurez con pa- ciencia… y darse el trabajo de aconsejarme sabiendo que soy un inma- duro. —Alteza, he venido aquí para entregarle un regalo mas no se sienta comprometido en devolver el gesto. Es algo personal, no se relaciona con el reino de Siam. —Su consejo ha sido más que suficiente. El Embajador movió una pieza de su atavío verde brillante, entregando la hoja de filigrana dorado. —Le pertenece, pequeño Príncipe. Es el emblema de su familia, ¿ver- dad? Benedikt y Fritz levantaron las orejas a tal punto que se escaparon del cabello perfectamente ordenado por las sirvientas. Jade Oceánico mos- tró el especial brillo en sus ojos al notar los rasgos propios de los Altos en aquellos fieles hombres silentes. —Así es, Embajador… pero cómo usted… —Consérvelo como prueba de amistad entre nosotros. —Pero… —Despreocúpese. Le he dicho que es un regalo personal—Jade quitó el mechón cuya presencia tapaba las pequeñas orejas redondas de Wil- helm—Ahora, permita que me retire a descansar. Mañana celebramos a sus ancestros y deseo estar a la altura. —Sí… le recomiendo descansar. Ha sido un honor, querido Jade. —El honor de estar junto a ustedes es mayor, pequeño heredero, leales sirvientes. Que los Altos vigilen y cuiden sus pasos de Inmortal. —Los Altos otorguen el reposo añorado. —Hasta luego. El Embajador se inclinó con la mano en el pecho antes de retirarse usan- do la misma puerta que le dio bienvenida. Benedikt tapaba las orejas de su amigo cuando Wilhelm volteó, bizco por concentrarse en la joya. —Fritz, dime que es la que portabas en el bolsillo. Benedikt se escondía tras un biombo cuando su colega enseñaba la hoja que mantenía en su túnica. —No, Alteza, se trata de un… —¿Cómo supo Jade que este es el emblema de mi familia? No es que 88

Victoria Leal Gómez lo sepa mucha gente, lo saben mis padres, mis tíos, Helmut y yo. Estoy seguro que ni Frauke está enterada y mucho menos Ritter. Y esta no es una hoja cutre de cualquier árbol. Beni, ¿qué haces allí atrás? —Altecita, ya voy. Es que me duelen las rodillas y he venido a masajear- las un poco… Wilhelm se arrojó en la butaca más cercana, dejando la joya sobre el escritorio y exhalando hasta el último aire presente en su cuerpo. —Si me coronaran mañana, haré de Älmandur un desecho. No tengo idea qué está pasando en los bastiones y en las villas de afuera, con suer- te me enteré de la llegada del Embajador. Hay príncipes incompetentes y luego estoy yo, todo un florero en el centro de la mesa que no puede siquiera darse el lujo de caminar por las calles. —Alteza, no diga eso. Todos vemos su fuego interno y sus virtudes. —Mis virtudes para el reinado terminan donde empieza mi habilidad de bordar. —Alteza, usted… ¿sabe bordar? El risueño Benedikt se acomodó junto a Fritz a quien se le escapaba la punta de la oreja derecha, detalle notado sólo por el joven príncipe quien observaba sin emitir juicio pero añorando el día en que sus pro- pias orejas serían afiladas. —Ojalá supiera. Relajándose antes de repasar los textos adecuados, el trío examinó la hoja de filigrana cuidadosamente. Fritz y Benedikt conocían al orfebre tras la obra de arte mas confesarlo al príncipe podría acarrear problemas con los reyes y los acuerdos hechos con Ritter y Äweldüile. Tan concentrados se hallaban en los deberes que no se percataron de Sebastian, tenía la oreja tan aplastada contra la puerta de la biblioteca que su piel se hallaba enrojecida y ardiente mas eso no le apartaba de su curiosidad. A su lado, Lotus le miraba con desaprobación, cruzada de brazos. —No puedo creer lo que estás haciendo, actúas como un chiquillo. —¡Sht! El Embajador habló con Wilhelm y… —¡Sal de allí!—Lotus tironeaba la manga de su hermano— ¡No seas co- tilla! —Sólo un poco más, preciosa mía. —¡Nada de nada! ¡Te arrancaré las orejas! —Cuando quieras, después de todo sólo necesito este agujero para que pase el aire, te regalo mis orejas. —¡Tú no eres así! —Oh sí, claro que lo soy. Soy el peor de los chismosos, me entero de todo y me hago el idiota ¿qué mejor? ¿En verdad crees que nuestro pa- dre y abuelo nos heredaron la actual situación siendo honrados? Pft, déjame escuchar. El muchacho concentraba su atención en la escasa resonancia, dejando que Lotus tratara de apartarle. —Es increíble lo que has dicho. —Más increíble es que este talento lo heredé de nuestro padre, ¡benditos oídos! —Talento le llaman ahora… 89

El Sanador de la Serpiente —¡Sht! —¡Detente! Sebastian abandonó el pórtico, analizando la escasa información obte- nida. Sujetando su diminuta barbilla. —Lotus, ¿sabes dónde se encuentran los caballeros? —Em… creo que les escuché mencionar el Salón Álgido. Tal vez juegan ajedrez o qué se yo, no sé qué hacen los hombres cuando se reúnen. —Vamos para allá entonces. —Ay no, ahora qué se te ocurrió… —Sólo sígueme, ¡un gesto pequeño puede mover montañas! —A veces deseo una mano firme para… —¿Para hacerme más cariño y decirme que me adoras, preciosa mía? —Para apalearte como nuestro padre hacía cuando eras niño y golpea- bas a Helmut. Los hermanos escogieron pasillo iluminado con cientos de candiles en- cendidos, un atajo que les llevaría al Salón Álgido sin la necesidad de utilizar la biblioteca y el corredor de los ancestros donde los retratos distraían al caminante. —Oh, ¡qué maravillosos días en lo que le rompía la nariz a palos! Ahora tenemos que comportarnos como todos unos señores, una lástima. En la mañana casi se me va la daga… seré bruto. —Espero no digas ese desatino frente a él porque te aseguro tiene malas memorias de esos “maravillosos días.” —Ay, si fueron sólo tonterías de niño. —¿Sabes que su padre también le golpeaba y que por culpa tuya tiene ese diente torcido? —Ritter también le pegaba y eso que ya no era tan pequeñajo. —¡Ya para! —El único que no le golpeaba era Wilhelm, porque era muy pequeño… ahora que recuerdo, él también recibía ¿te acuerdas que Frauke también pateaba a Helmut? Ese pobre nació para ser muñeco de entrenamiento, creo que ella fue quien le mandó a la cama por un mes tras patearle la ingle. —¿¡Estás seguro de que jugaban!? —Claro que sí, jugábamos a Piratas y Caballeros. Wilhelm y Helmut eran los piratas pero después no querían jugar, supongo que crecieron para volverse aburridos. —Eres realmente… insoportable. Sebastian volteó para abrazar a su hermana, besando sus mejillas. —Pero igual me quieres, ¿verdad? —Qué puedo hacer, no me queda otra. Dicen que en todas las familias hay un ebrio, un invertido y un insoportable. Habría preferido ser la hermana del invertido y del ebrio. —El ebrio es Helmut, sin duda y yo soy el hermoso insoportable¿quién es el invertido? No tenía idea de que hay uno. —¿No te importa quién es el ebrio? No es Helmut. —Todos los Caballeros somos ebrios, así olvidamos lo que hacemos pero, ¿invertido? ¡Eso no se ve todos los días! Dime, ¿a quién le corta- mos la cabeza? 90

Victoria Leal Gómez El muchacho cargó a su hermana como costal de patatas al hombro, circulando por el corredor recibiendo pequeños azotes en sus hombros. —¡Bájame! —¡Si me dices quién es el invertido! ¡Tengo ganas de cortar cabezas y apuñalar hígados! —¡Sebastian Bernhardt Holger Klotzbach, déjame tranquila! —Uy, me han llamado por el nombre completo. La doncella está enoja- da. Fue una broma, ¿vale? —¡Al menos, con él habría jugado con las muñecas y no a salvarle de las patadas de Ritter! —¡No digas eso! La pasé muy bien, él me enseñó a defender mis costi- llas, me quedó una media jodida pero un buen vendaje y ya está. Sebastian se detuvo frente a la puerta con el tallado del sanador y su bá- culo, apretando fuertemente a Lotus para que no cayera con el zarandeo. —Lo que tú digas. Lo peor es que siguen “jugando a Caballeros” mas ahora con armas reales, por todos los Altos. —No jugamos a serlo, preciosa, SOMOS Caballeros… es Wilhelm, ¿ver- dad? Se le nota. Con razón siempre anda hablando de su primo y le persigue. —¡BÁJAME O DIRÉ QUE ERES TÚ! ¡Así recibirás la paliza de tu vida y dejarás de ser tan idiota! —Ya, bueno pero no te enojes, solterona. —¡Soy solterona porque TÚ espantas a todos mis prometidos! ¡Me voy a morir vieja y reseca, llena de gatos y paños a croché! —Pero si no necesitas a otro hombre, querida. ¿Acaso alguien te querrá más que yo? No lo creo. Lotus fue posada tan delicadamente sobre la alfombra que, por un ins- tante, sintió que sus tacones flotaban sobre esponjosas nubes de azúcar. La muchacha clavó sus ojos en los de su hermano quien sonreía plácido al sujetar firmemente la estrecha cintura de la doncella. —Dices locuras… eres mi hermano. —¿Crees que no lo sé? Ese pensamiento suele torturarme por las no- ches. Lotus sintió una caricia en el mentón, temerosa se liberó de las tendi- nosas manos de Sebastian empujando el pórtico para correr al Salón Álgido donde Helmut y Ritter disputaban una emocionante y reñida partida de ajedrez con apuestas. La muchacha observó las jugadas sin comprender porqué una ficha avanzaba tan extraño mientras la otra apenas daba un paso. Los jugado- res advirtieron la presencia de su dulce espectadora cuando Ritter hizo un jaque mate. —Otra vez… —Helmut, eres impaciente. Aquí y con tu espada. —Mierda, ya no tengo nada para pagar la apuezta. Te llevazte hasta mis calzonez. —¿Qué tal ese collar? —Zeráz tarado, era de mi madre. ¿A quién ze le ocurre hacer apueztaz contigo? Bebí demasiado. Jódete Ritter, ya me ganazte. —Ya déjalo, mejor admiremos la belleza de esta flor nacida en la ma- 91

El Sanador de la Serpiente ñana. —Ay, Helmut… —¡Zeñorita Lotus!¿Me ezcuchó hablar de…? —Sí Helmut, te escuchó hablar de tus intimidades baratas que a nadie le interesan. Lo siento, me quedo con tus anillos y esta pulsera. Te deseo suerte para la próxima. —Mizerable Trënti buzca oro… Ritter tomó las joyas puestas en la mesa escondiéndolas en un saquito en su cintura. Estiró las piernas en dirección al ventanal desde donde analizaba la conversación, bebiendo una copa de vino. —¿Qué le trae a mirar un encuentro tan aburrido, zeñorita? Oh, qué láztima, ha venido con zu hermano. —¡Hola, Helmut! Un gusto saludarte—Sebastian golpeó el hombro de Helmut, quien gesticuló algo parecido a una sonrisa amable— Avísame cuando desees una revancha. —¿Te pareze hoy, cuando la luna ze poze entre laz ramaz del abeto en el jardín? —¡Ansío ese momento! Espero no me des ventaja. —Zueña con ezo, Zebaztian. Ritter notó la tensión en la espalda de Lotus ofreciéndole un diván para descansar sus pies. La muchacha dejó que el Senescal guiara sus pasos hacia el ventanal donde se acomodó, admirando las flores cubiertas por rocío de plata. —Aún son pequeños, al menos eso añoro creer. En lo profundo, mi co- razón sabe que son celos. —Lamentablemente es así, querida. Sebastian dio un trote para sentarse junto a su hermana, tomando su mano mientras Helmut reordenaba las piezas del tablero analizando las jugadas previas. —Caballeros, les tenemos una propuesta. —Ay no, no me metas en tus tonterías Sebi… —¿De qué se trata, joven? —Verán, en nuestro afán de impresionar positivamente al príncipe, la hemos liado. —¿De qué forma, qué haz hecho frente al heredero al trono, insensato? —Le bajamos el amor propio hasta los tobillos, toda una torpeza… ¡Helmut, ven aquí! ¡El rey te trató como si fueras su hijo e ignoró al suyo y lo único que hiciste fue dejarte halagar! Helmut bebía una copa junto a Ritter quien permanecía en un rincón de la butaca de piel de oso. El ceño del Senescal era nudoso, furibundo y desilusionado evidente en su voz enronquecida. —¿Fue un error cuidar a mi mujer, críos de poca monta? —Uf Ritter, no empiezez. Wilhelm ziempre ha dudado de zi mizmo, ¿qué culpa tengo zi todos me aman? —Por todos mis ancestros, ¿quién me dijo que debía tolerar a estos ni- ñatos? —Wilhelm es inzeguro, demasiado yo diría… —Tal vez porque ALGUIEN LE PEGABA MUCHO, ¿no crees? Sebastian y Ritter carraspearon simultáneamente mas el Senescal reco- 92

Victoria Leal Gómez noció su falta. —Señorita, nunca fue mi intención maltratar al heredero, sólo me dedi- qué a enseñarle cómo defenderse de cierto sátrapa a su lado. —Qué envenenada está su lengua, querido Ritter. El Senescal culminó su porción de vino sólo para apresurarse en la si- guiente, disfrutando de la textura y aroma del licor sin prestar atención al mundo. —Pero ez verdad lo que dize. A mí también me enzeñó un par de movi- mientoz, zi no fuera por Ritter no tendría un diente en zu sitio. —¡Ese no es el punto! —Ay Sebi, admite que estás acorralado… Sebastian miró al ventanal para refrescar su mente mas la incomodidad era imposible de limpiarse. —A partir de este momento dejaremos de ser tan… ¿cuál sería el voca- blo perfecto? —Ni idea, joven. Esta reunión suya es ridícula. Actúa como si aún tu- viera ocho años. —¡Esto es por el bien de nuestro príncipe! —Sebi, tu juramento está con las tierras y aguas de Älmandur, no con sus reyes… —Preciosa, si no tenemos un buen rey, ¿cómo tendremos buenas tierras y magnas aguas? Seremos buenos hombres con el príncipe, ¿de acuerdo? Nada de fanfarronear ni de elogiar nuestras virtudes A NO SER QUE WILHELM así lo quiera, ¿entendido? —Qué arraztrado. Ni a mí ze me había ocurrido algo tan… chupa me- diaz. —Déjales, Helmut. Esa es la manera en que los Klotzbach crían a sus niños, procuran arrastrarse hasta besar los pies más próximos con tal de conseguir unas monedas. Los tres jóvenes discutiendo el plan sintieron que las palabras les habían sido robadas. Tratando de imaginar la forma correcta de proseguir el diálogo, se miraban entre ellos antes de juzgar la actitud de Ritter. —Hombre, tú te pazaz. —Faltan hombres honestos. Si nadie quiere serlo, asumo la responsa- bilidad. —Una coza ez zer zinzero y otra ez ir por la vida ofendiendo a la gente. Dizcúlpate. El Senescal dejó la copa en la mesa de centro, arrodillándose a los pies de Lotus, besando sus dedos. —Mis perdones, señorita. —Hazlo también con Zebaztian y zu familia. De mala gana el hombre de azul accedió a la orden de Helmut, repitien- do el gesto con el muchacho. —Lamento mis ofensas hacia su nombre. —Está disculpado. —Ahora, si me permiten, tengo asuntos pendientes más importantes. —Ritter, mis palabras sonarán infantiles pero en verdad deseo el bien del príncipe… —Näurie y yo iremos con el sanador. La verdad es que el tiempo para 93

El Sanador de la Serpiente charlar con ustedes se ha terminado por hoy y por todo lo que reste del mes. Ritter se alejó de los muchachos regresando al tablero que Helmut aban- donó tras intentar ordenarlo. El hombre movió una pieza para realizar un segundo jaque mate. —Ezte no llega a viejo con eze carácter. Fijo que alguien le corta el cue- llo. El Senescal sonrió, caminando a la salida del salón sin ocuparse de los posibles dichos de los jóvenes reunidos. —Lo tomaré como un elogio, estimadísimo Helmut. —Tomaré lo de “eztimadízimo” como un zarcazmo. —Es verdad el mito… —De qué hablaz, Zebaztian. —El pobre tipo es amable exclusivamente cuando una mujer le habla. —No creaz, ze dezvive por Wilhelm. El pórtico cerrado por el Senescal resonó con la fuerza de una recua, logrando el crujir de las paredes. La mirada de Sebastian permanecía fija en la puerta buscando la razón por la cual Ritter se amargaba con el pasar del tiempo, enseñando su desprecio sin tapujos y totalmente impune. Helmut y Lotus cruzaron miradas sin llegar a detenerse por un mayor contacto mas era evidente un acuerdo entre ambos. Se guiñaron los ojos concertando reunión privada cuando la noche abrazara Älmandur. La reunión temrinó sin convenio, Sebastian suspiró llevándose a su her- mana quien sabe dónde pero no podría retenerle para siempre. La luna arrojaba su bondad sobre los pastizales cuando Lotus escapó por la ventana de su dormitorio, usando sus sábanas como soga hasta el jardín del palacio. No alcanzó a mirar al cielo cuando se encontró con Helmut quien les espiaba tras un árbol. El joven tomó la mano de su doncella llevándole a un columpio sostenido entre las ramas de dos gruesos árboles. Compartieron un abrazo bajo la sombra de un abeto conversando sobre asuntos en los que no corresponde inmiscuirse pues son privados. La pareja fue descubierta por Adalgisa quien fingió desconocer el he- cho, siendo cómplice del secreto. Cerró el cortinaje de su aposento es- piando la luz nocturna através del velo. Contaba las manchas en la luna, aquel pálido rostro brillante lleno de cicatrices le recordaba la palidez del rostro que su esposo no pudo eliminar. Recordaba esa noche en la que ella y Albert ingresaron al dormitorio del niño quien no dormía ni lucía mareado por la comida sino que presto y alerta tomó un abrecartas como si fuera una daga. Con grandes ojos brillantes, el niño mostraba cierto sopor pero no deja- ba que este le ganara. Adalgisa sintió un recogimiento en su pecho y así también se sintió Albert, quien enfundó su espada. —La mente de los Altos madura demasiado pronto. —Querido, sólo él resta. La reina acariciaba su hombro izquierdo, lugar donde la cicatriz del abrecartas le recordaba la fiereza de un príncipe enamorado de sus de- beres. Adalgisa se apartó del ventanal, lavando sus manos en la jofaina 94

Victoria Leal Gómez sobre la mesa de noche. La mujer separaba sus frazadas cuando escuchó los golpes a ritmo familiar en la puerta de su dormitorio. Segundos después, Wilhelm se asomaba, abrazando un almohadón tan grande como su dueño. —¿Puedo? —Claro que sí, nubecita hermosa. El niño se arrojó de un brinco a la cama sitio donde fue acurrucado por una madre feliz cuya sonrisa era indisimulable. Besó la frente del niño, apretándole entre sus brazos. —No podía irme a descansar sin antes desearle dulces sueños, mami. —Mi cosita hermosa, ¿te despediste del papá? —Le visité en su despacho. Me juntó las costillas y me dio las buenas noches. —Muy bien, muy bien. —Dudo que pueda dormir con el dolor de huesos que me regaló pero lo intentaré. Adalgisa sumergió a Wilhelm en las frazadas. —Ay amor, es que nadie puede aguantarse las ganas de quererte. —Si usted lo dice… El niño dejó la ropa de cama para bostezar junto a la puerta. —Ya me voy. Necesito descansar para estar con la mente fresca mañana por la mañana. —Amor, espera—Adalgisa tomó las manos de su hijo, sentándole en la cama, mimando su mejilla—Tengo que pedirte algo. —Todo por usted, mami. La mujer sintió un desgarro en su voz evitando emitir vocablo antes de recuperar la fuerza. Abrazó a Wilhelm intensamente, besando su coro- nilla. —El papá necesita un sanador que pueda darle una segunda opinión, nubecita. —Um… encontrar un sanador ya es una dicha. Localizar un segundo es pedirle nueces al naranjo. —Aun así, debemos intentarlo. —¿Cuánto tiempo le ha dado Äweldüile? —Hijo... —Mami, él me contó todo. —¿Absolutamente… todo? —Sí, todo. —Entonces… ¿nos perdonas? Wilhelm abrió los ojos como nunca antes, mirando a su madre con pre- ocupación y desconcierto. —¿Perdonarles? ¿Cómo puedo yo…? Es decir, no… digo, ¿qué debo responder ante tal pregunta? Ustedes son mis padres… no podría guar- darles rencor por nada. Adalgisa apretó al niño hasta el punto de sentir los latidos de su corazón contra el suyo. —No sabes cuánto alivias mi alma—Un río se deslizaba por las mejillas de la reina, quien pensaba en la madre del pequeño en sus brazos—Yo… yo quisiera decir algo pero no puedo… salvo que te amo con todo mi 95

El Sanador de la Serpiente corazón. Soy capaz de dar mi último aliento por verte sonreír… No ten- go algo más valioso que tu vida, mi amor… esperé tantos años para ser madre, no quiero perderte. —Pero mami, ¿por qué lloras?—Wilhelm secó las lágrimas de su madre con la punta de una sábana— Ustedes no me han hecho daño, ¿porqué debería perdonarles? —Amor mío… —Entiendo la razón por la que me ocultaron la enfermedad mas ello no amerita un acto como el “perdón”. No es un crimen, lo hicieron para evitarme malestares… es comprensible. En su lugar yo obraría de igual manera. La mujer apartó al pequeño, notando que Albert no le había contado “todo”. Adalgisa suspiró sosteniendo el rostro de su hijo entre sus ma- nos. —Nubecita… entonces, ¿me harás el favor de buscar un sanador para el papi? Wilhelm alzó los brazos, riendo al dar un brinco en la cama. —¡Por supuesto! —¡Ese es mi príncipe! 96

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El Sanador de la Serpiente 6. Tras bastidores. A la mañana siguiente Wilhelm despertó antes de que la sir- vienta intentara moverle en la cama, huyendo de los almohadones feliz y enérgico porque su día preferido del año era el Festival de los Altos. Esa celebración le contentaba más que su propio cumpleaños simplemente porque tenía más posibilidades de comer frutas confitadas y hielo pica- do. Tomó un baño rápido y se envolvió con su camisola estando aún con la piel húmeda corriendo por los pasillos de regreso a su dormitorio don- de Benedikt le buscaba bajo la cama. Una vez aliviado, el sirviente vistió a su amo sin batalla alguna. Minutos después arribó Fritz, leyendo una larga lista de deberes redactada por el mismo rey. El príncipe asentía sin escuchar y apenas estuvo listo corrió nuevamente al pasillo. —Vejetes míos, ¿me dejan un segundo a solas? —Oh, Altecita, ¿necesita algo? —Sí, ¡privacidad! Sólo será un momento, en verdad. —Benedikt, obedece a nuestro amo—Fritz sujetaba a su colega por el hombro, sonriendo a su niño—Alteza, le esperaremos en la biblioteca. Hoy el desayuno será en el palco para así disfrutar de la ceremonia de apertura. —¡Gracias! Iré pronto. Wilhelm fingió dirección a la cocina despistando las sospechas de sus sirvientes. Esperó oculto tras una armadura antigua para asegurarse de no ser seguido por nadie y la verdad es que ningún hombre o mujer del palacio tenía tiempo de prestar atención al chiquillo pues la comida para la fiesta era prioridad. El niño se deslizó por una pequeña compuerta en la pared tras el adorno donde se escudaba, arrodillándose para ingresar fácilmente. Su destino era la estatua que unía todas las alas del palacio, llegando medio cubierto de polvo y telarañas que fueron sacudidas por sus me- nudas manos. Ponía rumbo a la galería de retratos cuando escuchó los pasos densos de su primo y su escudero, quienes parecían discutir. Wilhelm escuchaba tras una cortina justo a la derecha de Helmut, quien giró bruscamente para mirar a Nikola. —Me tienez harto con eza eztupidez tuya, ¿qué no puedo irme de pazeo UNA VEZ QUE ZEA, en privado? —Anoche no sólo te fuiste de paseo, también me dejaste plantado. Te esperé por dos horas pensando en que tenías alguna charla de último segundo y hasta fui a la biblioteca para asegurarme de que no estabas con el príncipe. —Bueno, ¡perdón! Tenía cozaz máz importantez. —¿A la medianoche? —El palacio nunca duerme. Y el rey necezita máz información zobre lo ocurrido en la Fragua. —Helmut, tenía listo los caballos y las provisiones. Tuve que desempa- car toda la mierda para no levantar sospecha y… 98

Victoria Leal Gómez —Calla el pico, ¿zí? —Helmut, anoche era LA noche. Nadie nos habría dicho palabra si de- cíamos… —Eztá bien, ez verdad que metí la pata—Helmut acarició el pómulo de Nikola—Pero te azeguro que hoy tendremoz otra oportunidad. Todo el mundo eztará derretido por tanto licor, nadie vigilará nada que no tenga vino dentro. —No suenas convencido. Mira, si no quieres continuar, sólo dilo pero no me tengas como si fuera un idiota sin otra ocupación, ¿vale? —Ay, pero qué dolor de huevoz contigo… —¿Te quejas? Hay descarados y luego estás tú. —No me llames dezcarado que nos medimoz con la mizma regla. —¡Yo no tengo bastardos repartidos por las aldeas de Älmandur! —Ay, ya empezazte a fregarme ezo en la cara, ¿qué quierez que haga? —CONTROLA TU PITO, ORDENA TU VIDA, . —Y tú quierez que ordene mi vida, ¿contigo? Buen chizte, Nik. Que te jodan por el culo, déjame en paz. —¿Quién te crees para tratarme así? ¡Tú empezaste con esto! —¿Quién me creo? Puez nada máz que tu puto amo. Ahora cállate y vete, zi erez tan amable. Wilhelm notó una relación extraña entre los amigos pero no podía ase- gurar de qué se trataba. Usó su pequeña lógica para entender la depen- dencia entre los hombres discutiendo, después de todo han compartido muchas instancias desde pequeños. El niño tenía que darse prisa pero Helmut y Nikola le paralizaban. Aprovechó el abrazo entre los Caballe- ros para escabullirse sin ser detectado, metiéndose en el pasadizo tras la chimenea falsa en el salón siguiente. Feliz de reencontrarse con su biblioteca secreta, Wilhelm tomó un libro gigante sobre la mesa a punto de desarmarse, leyendo la única página aún legible. “Llegamos al Mundo el décimo quinto día del Mes del Sol en el año 17.000 según el calendario del Primero y Último y buscamos asilo en las tierras del norte donde los ríos fluyen y la tierra es fértil. Y los pas- tos crecieron junto a nuestros hijos, siendo maravillosas las aguas y los cereales. Definimos las tierras fértiles como nuestro refugio y las bendecimos con la eterna juventud y salud en agradecimiento a los hombres que ropajes y alimento nos dieron. Mi único hijo ha aceptado quedarse y con él nuestra sangre perdurará en este nuevo rincón del Universo. Que su nombre sea también el bauti- zo de este reino y que sus descendientes sean colmados de salud, belleza y virtud. Shailesh, segundo hijo de Sekemenkare y Thul.” Wilhelm arrojó todos los textos y papeles rotos al suelo, observando la carta astronómica del cielo nocturno en verano, leyendo la cinta sobre la luna. “Busca por el Triángulo de Verano. La estrella más brillante en la Lira es nuestro Hogar.” El niño afirmó su mejilla en la madera lacrada como si quisiera abrazar 99

El Sanador de la Serpiente el mueble destartalado. —Quiero… regresar. —Bueno, si eso quieres se puede arreglar. Cerró los ojos por un momento y cuando volvió a abrirlos se encontró con un niño sentado en el otro borde de la mesa. Tenía el cabello co- brizo y le adornaba con cientos de hojas de filigrana de oro enredadas en trenzas finas. Tenía orejas afiladas y tan largas como las de Fritz y el rostro manchado por miles de pecas agrupadas afanosas en sus mejillas. Wilhelm se le acercó dudoso pues no escuchó su ingreso. La figura en túnica verde le traía recuerdos pero al mismo tiempo no le reconocía. Detalle que le resultó desconcertante fue compartir la misma joya en el dedo anular de su mano derecha pues el anillo que probaba su nobleza y derecho al trono de Älmandur. —¿Quién eres? —Deberías hacer preguntas más interesantes, Lil. Ya casi eres adulto y andas por ahí jugando. Vamos, ¡sorpréndeme! —No necesito impresionar a nadie para saber lo que deseo. Responde, ¿quién eres y qué haces en mi palacio?—Wilhelm notó una alarmante cicatriz en el cuello del niño—¿Eres un Trënti? ¿Vienes a quedarte con el oro y la fruta? El niño bajó de la mesa caminando en reversa hacia la única puerta se- llada por verja de hierro negro. Wilhelm sintió que ese niño tenía doce años pero sus ojos y el tamaño de sus orejas acusaban más edad. —Tal vez tengas razón y no seas quien la gente dice saber de ti, ¿no te parece, Ëruendil? —¡Respóndeme! Wilhelm parpadeó al sentir que una niebla pálida envolvía la biblioteca. Se sintió empapado y helado por unos segundos antes de abrir los ojos encontrándose en el palco del palacio, rodeado de sirvientes corriendo en todas direcciones, las avecillas trinando en las columnas blancas del corredor y los gritos de la gente enardecida por el vino y la cerveza. Avanzó lentamente sintiendo un golpeteo en la cabeza, apretando su sien derecha con las yemas de sus dedos congelados y violáceos, siendo alcanzado por Fritz. —Alteza, venga con nosotros por favor. —¡Fritz! Perdón por no ir a la biblioteca es que yo… —¿Discúlpeme? —Pues eso, te prometí regresar a la… —Amo, venimos de la biblioteca. Wilhelm cesó su charla esperando que Fritz dirigiera sus pasos tratando de recordar lo sucedido en ese lapso que perdió. Lo único que consiguió traer a su memoria fue la palabra compuesta “Ëruendil”, nombre que se traduce como “Inocente Ungido” recordando al niño sentado sobre la mesa quien sólo hablaba en Sgälagan. Cientos de plumas blancas se desvanecieron entre sus manos cuando escuchó a Albert y su esposa, los reyes y padres del niño conversaban entre susurros siendo protegidos por numerosos sirvientes. Wilhelm jugaba con las borlas en las mangas de su túnica tratando de asomarse por el balcón sin lucir pálido y desconectado. 100


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