Victoria Leal Gómez blandas, recuperando lentamente la salud gracias a la abundancia de licor y ropa gruesa. Tras Lörel estaba Örnthalas con la mirada en el suelo, esperando con fe a que su pequeño Ëruendil se dignara en hablarle mas el muchacho le saludó a la distancia con una sonrisa opaca. Örnthalas deseaba abrazar a su niño y besarle las mejillas pero fue de- tenido por el hombre de cabello y prendas grises escondido tras una columna, quien solicitó mesura y tiempo para que Ëruendil asimilara la presión en su pecho. Tras un instante que duró lo mismo que el aleteo de una polilla, Ëruen- dil decidió acercarse a Örnthalas, el viejo de ropas rojas ya más delgado por la falta de panes dulces y cerveza. —Hijo… perdóname… —No digas nada, Beni. El joven abrazó a su antiguo tutor con la misma fuerza recibida en su infancia, arrebatando el aire al pobre hombre resignado a los cariños intensos de su niño, quien ya era todo un hombre. El varón de gris escondido tras el pilar disimulaba su alivio, bajo un habitual rostro afilado. No deseaba que le perdonaran sus errores sino lo contrario, esperaba el castigo apropiado por su traición, por su cobardía de unirse a los senescales renegados en vez de proteger la integridad de la familia real. Todo por propia sobrevivencia, siguiendo el consejo de Äntaldur, quien obró de igual forma a pesar de ser un niño. El viejo Älthidon se apartó del grupo con la mirada aplastada, exha- lando los recuerdos en su garganta afligida pero feliz de saber que al traicionar a Äntalmarnen pudo cuidar de aquel bebé huérfano. Ëruendil soltó a Örnthalas corriendo con todos sus ánimos a través del puente por el que Älthidon arrastraba los pies, girándole para abrazarle como nunca lo había hecho. El hombre de gris abrió grandes ojos al sentir el vivaz corazón de su muchacho, rodeándole con los brazos sin decir palabra alguna ya que, evidentemente, sobraban. —Fritz, yo… —Ëruendil, pequeño Ëruendil—Älthidon miró en la claridad diurna en los ojos del muchacho—Sé que es inapropiado mas he de solicitarle un inmenso favor. —¡Lo que sea! —Podrías… ayudar a Äerendil en mi lugar. —Pero Fritz… —Yo era su tutor así como lo fui contigo. Pero… —No continúes, sé de lo que hablas. —No, no lo sabes… son más de cincuenta años de historia que ignoras y… —Déjalo hombre, ya habrá tiemo. Ahora mismo hay una forma en la que podemos ayudar a Äerendil, viejo Fritz. Älthidon retomó su postura erguida y ojos brillantes. —Infórmame. —Tú conoces las catacumbas del palacio de Älmandur, ¿no es así? In- 551
El Sanador de la Serpiente filtrémonos en el palacio desde allí, en lo más profundo está el cuarto donde encierran a mi tío. Hay pasadizos subterráneos fuera del lago, no necesitaremos botes para llegar al… El temblor en las piernas de Älthidon fue notado por Ëruendil quien sujetó a su querido varón por el brazo, mirando el cristal del puente uniendo tres pérgolas. Mas no eran temblores provocados por emoción o enfermedad sino por la montaña misma que se agitaba lamentándose, crujiendo, arrojando pedruscos a las edificaciones de cristal. Ëlemire miró a la techumbre de roca, apuntando una grieta de fuego. —¡LA LOBA! Con grandes ojos Ëruendil corrió hacia Ëlemire, pidiéndole proteger a los viejos de rojo y gris. La mujer corri seguida por Lörel y Älthidon mas Örnthalas tomó dirección contraria directo hacia donde Thëriedir jugaba con su arco, disparando flechas de juguete a la guardiana embra- vecida por las larvas devorando su mente. El hombre de rojo agarró al niño como un paquete, llevándole a un sub- terráneo donde le encerró antes de ir con Näurie del otro lado de Careg Hald. Las grandes manos de la Loba desgarraron las piedras de la montaña, arrojándose sobre las construcciones por las que corrían los vigilantes de la comarca, quienes se abalanzaron sobre la guardiana al no recono- cer su forma inflamada y cubierta de líquido oscuro. Cuando Ëlemire regresó, saltó desde lo alto de una pérgola a los lomos de la Loba en el sitio donde Indäwel clavaba su lanza, perforando la piel del animal con ayuda de un amigo. —¡Es nuestra Guardiana, no le hagas daño! Pero nadie podía escuchar los gritos de la vigilante. Ëruendil estaba plantado ante los ojos de la Loba, quien le enseñaba los dientes sangui- nolentos de los habitantes tragados. Los huesos triturados de un vigilante eran masticados por la criatura de ojos brillantes. Ante la sorpresa de todos los vigilantes y del aturdido Sebastian, Ëruendil acarició la nariz de la Loba con ambas manos, be- sando el hálito fulgurante del animal. El Caballero se acercó a su señor, sintiendo seguridad en sus pasos. —Ëruendil… mi señor… —Seba, no ataquen a la Guardiana sino a las larvas. Estas devorarán los corazones de todo el mundo si no se exterminan—Ëruendil susurró en el oído de Sebastian el rezo de curación declamado ante Lëithor—Esto eliminará toda amenaza. Usa tus armas contra los Äingidh pues son mortales, como nosotros. —¿Qué hará usted? Ëlemire cayó desde los lomos de la Guardiana, cubierta en brea y larvas tratando de colarse por su boca. —¡LIL, INDÄWEL FUE TRAGADO POR LA COSA VISCOSA! ¡LA LOBA VA DIRECTO HACIA SÖLAIS! —¡Seba, elimina a los Äingidh. Eli, ven conmigo! El Caballero empuñó sus armas clavando el filo de su nueva espada en el pecho de una alimaña de piel carbonizada dispuesta a herir a Ëruendil. Ëlemire corrió tras su marido quien trotó hacia el pecho de la Loba don- 552
Victoria Leal Gómez de las larvas más contundentes caían por el puente hacia las callejuelas donde los escasos habitantes corrían a los subterráneos excavados en la roca viva. La gente fue alcanzada por la brea, muchos cayeron de rodi- llas a las piedras gritando de dolor, revolcándose unos contra otros sin más remedio que dejarse abatir por el fuego en sus cabezas. Sus mentes fueron trastocadas y pronto de esas personas no quedó más que su cás- cara convertida en arenisca, naciendo de sombras proyectadas en las piedras. Renacieron como Umbríos trepándose por todo rincón donde hubiese una persona envuelta en miedo. Ëruendil rajó la piel del pecho de la Loba siendo bañado en la brea ca- liente. Ëlemire luchó con la fuerza de la marea para alcanzar a Ëruendil, ayudándole en la faena de perforar el hueso del animal, consiguiéndolo con la ayuda de una lanza arrojada a su suerte. Una vez el agujero fue amplio y doloroso para la Guardiana, Ëruendil ingresó a las entrañas palpitantes sin encontrarse jamás con un pulmón o la carne misma pues los interiores de la Loba estaban construidos de larvas y largos cables pegajosos que atrapaban al muchacho. Ëlemire fue empujada por la guardiana, cayendo tres puentes abajo, re- volcándose de dolor sobre el cristal tallado, apretando su vientre al notar sangre deslizarse por sus muslos. La Loba se arrojó al mismo puente donde Ëlemire trataba de recobrar sus sentidos pero su ataque fue detenido por una figura alta, de arma- dura afilada y capa negra. Aquel Caballero Azabache recorrió el puente contando sus pasos. Si alguien hubiese sido capaz de encontrar sus ojos diría que los tenía clavados en Ëlemire, mujer que se erguía sosteniendo su amenazadora lanza. Ëlemire apretó el metal en sus manos, arrojándose al Caballero con aplomo pero fue esquivada. El hombre agarró la trenza de la guerre- ra, lanzándola como si no tuviera cuerpo pero Ëlemire resistió el golpe contra el duro cristal asestando un golpe en las costillas del Caballero, hundiendo sus dagas simultáneamente. Para su sorpresa, no hubo brea manando de las entrañas sino sangre humana, roja y caliente. La mujer retrocedió estupefacta, el Caballero tocó su herida con extraña sorpresa. Un ligero movimiento en el cabello revuelto bajo el yelmo insinuó una sonrisa pálida mas no por mucho, tomó su espada violeta atacando a Ëlemire sin conseguir herirle pues su defensa era férrea y su ataque durísimo. Pero Ëlemire jamás imaginó que un rostro familiar se escondía tras el yelmo negro. Dudó en hundir su daga en el corazón del Caballero por- que su última intención era lastimar a Ëruendil. Sin desearlo bajó su guardia, segundo aprovechado por el firme contendor, quien rasgó el bajo vientre de Ëlemire con un solo movimiento. La mujer apretó su herida sin poder mantenerse en pie. El dolor le qui- taba el aire y el frío se colaba en su interior, entrecortando su voz. —¿Por qué… lo haces? El Caballero enfundó su espada bastarda, girando antes de volverse are- nisca bajo los pies de la Loba gruñendo enfurecida contra los vigilantes sobre ella. Las fuerzas de Ëlemire mermaban cuando Älthidon consiguió acertar 553
El Sanador de la Serpiente su lanza en el otro ojo de la Guardiana enloquecida, corriendo para to- mar a Ëlemire y alejarle a los subterráneos mas la sangre que la mujer perdía era excesiva. Ëlemire se aferró a Älthidon al ser incapaz de soste- nerse, siendo cargada por el viejo hombre de gris. La Loba no se dejó vencer por la ceguera y pataleó en todas direcciones hasta que consiguió herir a Älthidon. Los gritos de los asustados habi- tantes eran audibles desde cualquier rincón, desde aquel sitio abando- nado el hombre de gris observó la tenacidad de Sebastian al luchar con- tra los Äingidh, defendiendo a quienes eran incapaces de defenderse, ayudados por los vigilantes aún en pie. Arrastrándose sobre el cristal, Älthidon llegó donde Ëlemire yacía, dando pequeñas bofetadas en la mejilla de la mujer con ojos cerrados. El hombre de gris abrazó a Ëlemi- re con todas sus fuerzas, entregándose a la muerte en el momento justo en que un rayo de dorada luz escapó desde la boca de la Loba, quien lentamente retrocedió, chocando con las rocas de la montaña, dejando que la luz desde su pecho le inundara quemando las larvas en su mente y cuerpo. Ëruendil cayó desde el pecho del animal como si fuera un recién parido, golpeándose en el cristal ensangrentado. El pelaje de la Loba fue liberado de toda brea cuando el último Äingidh cayó bajo las manos de un vigilante sin aliento para continuar. Sebastian se apartó de la pelea para observar a la luminosa Guardia- na de los Hielos enseñar su pelaje puro, sus ojos negros y aliviados, un lomo ancho y firme estirándose con gracia y plenitud… Si alguna vez tuvo una herida esta ya había desaparecido, los habitantes alguna vez devorados yacían dormidos sobre los cristales, incrédulos de regresar a la vida. El agitado y sangrante Sebastian enfundó su espada y su daga, abandonando el puente, buscando socorrer a su señor acariciado por la nariz de la Guardiana. —Hermano, abra los ojos. Ëruendil tardó en responder. En sus manos estaba el cristal contenedor de estrellas y nebulosas coloridas. A su lado estaba Indäwel y una mu- chacha, ambos profundamente dormidos. —Nemirhel… esto le pertenece. —Estamos muy agradecidos por tu voluntad, pequeño hermano—La Loba dejó que Ëruendil hundiera sus manos en el pecho, devolviendo su corazón al sitio correcto— Mi mente ya se encontraba en posesión de Elisia y poca era mi voluntad de rechazarle. La mujer está desesperada, hará lo que sea para quitarle la vida ya que a través de mi a sabido de usted y su labor. —Elisia… ¿qué es ella? Sebastian se arrodilló junto a Älthidon, tomando la muñeca de Ëlemire para captar el latido de su corazón. Al no percibir el pulso se apresuró en retirar la armadura de cuero protegiendo el pecho de la vigilante. Afirmó su oído, añorando escuchar un pálpito. —Una bruja traída al mundo por artes innombrables, hermano. Otrora fue grande y preciosa mujer, prometida de glorioso príncipe lleno de virtud mas la guerra entre sus reinos dictó cosa distinta. Sólo la más pura de las luces le exterminará. 554
Victoria Leal Gómez —Está tomando lo que le es ajeno. —Lëithor y yo nos encargaremos de nuestro hermano Berion. La Fra- gua es la cuna de los Äingidh, donde los Altos traidores mueren antes de ser resucitados por los brujos. Ciertamente un sitio horrible para al- guien tan joven, mi querido Ëruendil. —Pero Nemirhel, yo… —Tienes asuntos de mayor importancia. Te ayudaremos cuando te en- cuentres frente a Elisia. No te embrolles por las cáscaras, querido mío, pues son sólo contenedores de la desgracia por eliminar. —Un consejo… está bien, me aseguraré de seguirlo. —Mas recuerda que sólo el virtuoso príncipe puede realmente acabar con ella y de no ser así, le veremos destruir todo feudo bajo la mano de Älmandur. —¡SEÑOR ËRUENDIL! El muchacho se alejó de la recuperada Guardiana quien se acurrucó junto a la líder de Careg Hald a charlar sobre las nuevas fuerzas que de- bían anidarse en los corazones de los antiguos guerreros de la montaña. Ëruendil corrió por el puente trizado, sujetando a Ëlemire entre sus bra- zos. Älthidon se puso de pie con la mirada clavada en el suelo pero el muchacho negaba con la cabeza lo que sus ojos presenciaban. Hundiendo su rostro en el pecho de su esposa, Ëruendil lloraba sin ta- pujos, gimiendo, retorciéndose al manchar su piel con la sangre de su compañera, su amante. Sebastian imitó a Älthidon con la diferencia de que no conocía la mane- ra correcta de dar un pésame, dando la espalda a la tristeza de su señor en el suelo. Ante la duda de sonar desalmando, el Caballero se reservó las palabras. Ëruendil frotaba su mejilla en la de su mujer, sacudiéndole con la espe- ranza de que abriera sus ojos en cualquier segundo, pidiéndole desper- tar, que ya el alba se acercaba pues se escuchaban a los pájaros cantar a lo lejos. Älthidon abrazó a su pequeño niño pero Ëruendil no tenía la voluntad necesaria para liberar a Ëlemire, cerraba sus ojos en medio de su llanto, deseando marcharse al mismo sitio por donde caminaba su esposa pero su voz quebrantada no le permitía escuchar sus propios pensamientos y lloró hasta que, de pronto, no pudo continuar y, tal como era su deseo, cerró sus ojos. 555
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Victoria Leal Gómez EL SANADOR DE LA SERPIENTE Cuarta Parte 557
El Sanador de la Serpiente 31. Eslabones que VuelveN a Soldarse. A la mañana siguiente, aunque era dificil precisar el día de la noche desde lo profundo de la caverna, una comitiva de cien hombres en armadura plateada arribó a Careg Hald. Enmudecidos por el frío mas encendidos por su misión, seguían los pasos de su líder cuyos adornos alados en sus largas orejas frías indicaron su identidad. Desde lo alto del montículo donde Sebastian bebía del licor caliente era apreciable el séquito ordenado y el muchacho no se perdería la recep- ción de tan gallardo grupo, corriendo escaleras abajo como una exha- lación. Careg Hald tenía los puentes destrozados, las pérgolas derrumbadas y las habitaciones revueltas pero las memorias de inviernos recogidos en el buen calor y la comida eran más fuertes que el desastre y la laberíntica entrada conocida por Tëithriel, quien quitó su yelmo apenas se encon- tró con Sölais quien, conociendo a la muchacha, ofreció un apretón de manos. —Me temo que han llegado tarde… —Äingidh rodean las montañas desde sus faldeos. Sólo el Cielo sabe cuántos de mis hombres han marchado a lo desconocido. No diga que hemos arribado tarde pues hemos defendido su montaña de un destino peor. Sölais permanecía ensimismada, admirando la entereza de los heridos bajo sus armaduras y espadas afiladas. La desolación estaba en cada rin- cón de la comarca pero sus habitantes no abandonaron las tareas de reconstrucción por saludar a un grupo aparentemente atrasado en sus deberes. A Tëithriel no le importó la dureza de la bienvenida, los montañeses tenían su fama de ser fríos como la nieve y también vio días peores. —¿Qué pueden ofrecer a mi tierra? Apenas tenemos para nosotros. —Veo que necesitan manos fuertes—Tëithriel sujetaba su yelmo en la cadera, clavando sus ojos en los de Sölais, quien no enseñaba debilidad a pesar de tener una montaña derrumbada por hogar—Entréganos des- canso y comida, te aseguro un pronto resurgimiento. Sebastian terminó su carrera junto a la líder de la comarca en la monta- ña, enseñando sus respetos con una reverencia discreta antes de tomar las manos enguantadas de Tëithriel,quien sonrió en duda, recibiendo un abrazo firme que desconcertó a la tropa. Los hombres cuchicheaban entre ellos como si fuera incorrecta la demostración de afecto pero tras unos segundos recordaron que Tëithriel no era Äntaldur, a pesar del increíble parecido. El joven de elaborada trenza amarrada con una cinta sujetaba el rostro de su mujer, afirmando su frente en la suya. Ninguno tenía palabras por decirse y no era el momento. Sebastian susurró en el oído de Tëithriel, logrando el asombro de la mujer enseñando grandes ojos. Al retroceder unos pasos, Sebastian asintió con la cabeza. Sölais miró de soslayo a los agotados hombres que matenían su posición firme a pesar del cansancio y el hambre, dándoles la espalda. 558
Victoria Leal Gómez —Careg Hald tuvo mejores tiempos, en ellos se hablaba de su grandeza y hospitalidad. Hoy sólo nos queda lo segundo. —Muchas gracias, Sölais. —Tëithriel, hija de Äntaldur, tus hombros llevan una responsabilidad grande mas es incomparable a la carga del joven Ëruendil. Si haz de ofrecer ayuda, él es quien la requiere. Sölais se marchó en silencio arrastrando su larga capa de piel por el puente trizado. Tëithriel giró la muñeca al hombre a su derecha indi- cándole libertad de actuar al interior de la montaña. Entendiendo la petición de su líder, el grupo de cien hombres avanzó hacia el interior, entregando saludos discretos a Sebastian quien respondía con su sonri- sa practicada frente al espejo. —¿Dónde se encuentra Ëruendil? —Duerme. Su tristeza le ha aturdido. Nuestro señor siempre ha sido de corazón bueno y frágil pero necesita soledad, necesita saber quién es realmente y si desea continuar o abandonar. Algunos soldados a paso lento ofrecieron un apretón de manos al es- poso de la observadora Tëithriel, quien notó la presencia de Örnthalas saliendo de un dormitorio, sujetando ropajes ensangrentados. —Si la venganza mueve el corazón de Ëruendil este reino será entregado a la muerte. —¿Por qué se le entrega tanta importancia a lo que él decida? —Aún no lo haz notado—Tëithriel afirmó su cabeza en el hombro de Sebastian—pero él es igual que los Guardianes en las historias. Un Guardián para la vida que da de comer, un Guardián para la recepción de la sabiduría de los cielos, un Guardián para que el mundo gire en torno al sol y un Guardián para la conexión entre los cielos y la tierra. Ëruendil es quien decide mantener ese lazo o bien, romperlo y formar una nueva extirpe, apartada del Primer y Último Rey. —Eso fue lo que hicieron los Äingidh milenios atrás… —Y también los comarqueños de Careg Hald. Por ello sus falencias y duro vivir, el Primero y último no quiere renegados bajo su ala. —Comprendo. Sebastian tomó la mano de Tëithriel caminando junto a ella por el puen- te trizado hacia una pérgola donde el fuego en su centro calentaba una merienda y licor. —Han sido duras las pruebas para forjar el temple del último Guardián pero nada más son las que él mismo escogió vivir, las indicadas por el Primer y Último. Nosotros prestaremos nuestras fuerzas en busca de un buen despertar pero escasas son nuestras habilidades si tuviésemos que enternecer un corazón vengativo. —¿Qué hay de Äerendil? Por alguna razón el llama mi ojo. —El Último Guardián es aquel que supera el dolor, escogiendo el per- dón por sobre la venganza. Hoy, contra todo pronóstico, tenemos dos corazones aspirantes a tal poder de conexión celestial. Quien decida primero será el Guardián, ungido por el Primer y último, el otro, será el hombre de Eterno Retorno, Rey de Älmandur. —¿Qué significa eso exactamente? Sebastian ofreció una jarra de licor caliente a su esposa quien bebió de 559
El Sanador de la Serpiente un trago la bebida. —¿El Eterno Retorno? Significa que no conocerá la muerte hasta que su misión se vea completada, querido mío. Se le levantará de la tierra, se le quitarán los dolores del cuerpo y andará entre las personas hasta que Ële-hömi lo considere suficiente… al menos, así cuentan los libros. —Tu familia tiene un deber muy grande, ¿no es así? —Recibimos la gracia del Primer y Último—Tëithriel bebía lentamente del licor pues este era demasiado poderoso para su garganta y le retorcía la voz—Nuestro deber es corresponderle entregando nuestro servicio a favor de las humanidades más jóvenes. No somos los únicos ni los últi- mos, mucho menos los mejores. —Suena como a falsa modestia, querida… no veo falta en tu familia. Tëithriel quitó el adorno alado de su oreja derecha, enseñándola. —Largas orejas para quienes desobedezcan a Ële-hömi, castigo, marca por rebeldía. Nuestra extirpe cometió falta más se le dio oportunidad para arrepentirse. Esa resposabilidad yace en nosotros. Estas orejas cae- rán una vez expiemos la falta. Hallaremos gracia y seremos bellos otra vez. Sebastian ayudó a Tëithriel a desatar las correas de su armadura, to- mando las piezas y acomodándolas ordenadamente en el suelo. El hacha también fue guardada en una funda, el joven asimilaba las palabras de su espoaa, hilaba los hechos y las histotias en su memoria. —Gracias a tus palabras puedo deducir que Äerendil está vivo… y que no puede morir aunque así lo desee. Si él es el futuro rey de Älmandur… —Pero si decide cortar el lazo con los cielos, nadie vivirá. Él y Ëruendil fueron tocados por Ële-hömi pero él no les obliga a seguir sus desig- nios—Tëithriel miró al congelado Sebastian sujetando un cuenco de comida hirviendo—¿Haz tenido la oportunidad de reunirte con Sölais y tocar el tema? —Sí… pero es como charlar con una muralla. Ella sólo se ocupa de mantener la seguridad de su escasa gente, si pudiera tomarles y llevár- selos de regreso al Cielo, lo haría. No le interesa el mundo fuera de la montaña… y se entiende. Las palabras del matrimonio fueron llevadas por el viento helado hacia los sueños que Ëruendil repasaba con ojos cerrados. Los abrió con vio- lencia, sujetando su almohada como si esta fuera a abandonarle. Renun- ció al catre blanco contemplando las luces de los pilares. Las antorchas eran la única fuente de calor y las pieles de sus vestiduras prestadas eran lo más cercano al abrigo pero nada conseguía mantenerle con tibieza. ¿Por qué los Altos llegaron a vivir a la montaña habiendo un gigantesco valle disponible? Ëruendil recordó la historia que se narraban en los libros que relataba la venida de los Altos al mundo, dejando su carruaje de fuego escondido en la montaña, inaccesible para evitar cualquier desastre, ¿tal vez ese era el tesoro que los Fiadhaish defendían? Ëruendil abrazaba su almohada confundido, con memorias que iban y venían burlándose de su recepción. Caminó por el dormitorio alcan- zando una galería, atravesándola desanimado y silente. Bajaba, subía 560
Victoria Leal Gómez escaleras brillantes de cristal, congelando sus pies desnudos. El silencio le llevó hasta el salón donde Ëlemire pernoctaba su sueño inmortal, ataviada con un vestido blanco bordado de perlas y cristales, cubierta por un fino velo dibujando la forma de su cuerpo firme y es- tilizado. Era un vestido de novia, aquel que Lörel encargó a las ancianas de villa Bëithe. Ëruendil arrastró los pies por la sala, acercándose a Ëlemire, besando sus labios, acomodando el velo a los pies pues se hallaba ligeramente doblado. Las flores a sus lados también brillaban, iluminando un rostro pálido y frío como la misma montaña. El joven quiso acostarse junto a la rígida mujer pero le fue impedido por los pasos de alguien acercándose al salón. —Señor, debería descansar un poco más—Sebastian ingresó lentamente y desconfiado—En pocas horas Ëlemire será llevada a su sitio de des- canso eterno. —Sebastian—Ëruendil no deseaba mirar a los ojos del sirviente—¿Tú sabías? —Saber qué, mi señor. —¿Sabías que Eli estaba embarazada? Sebastian relajó los brazos a sus costados, bajando la cabeza, buscando con la mirada el fuego que calentaba el licor. —Me acabo de enterar. —¿Acaso Äerendil lo sabía y decidió ocultármelo en complicidad de mi mujer? ¿Esperaba el momento perfecto para decírmelo o lo desconocía? No, es dificil ignorarlo—Ëruendil miró el cuerpo de su esposa, recom- puesto a fuerza de gruesas telas—El bebé era una niña casi lista… sólo faltaban uno o dos meses… ¿porqué fui incapaz de notarlo? Ëruendil mimaba la mejilla de Ëlemire sin dejar de maravillarse con sus cicatrices, las manchas y su textura irregular, besando una y otra vez la piel de su amada bajo el velo. Sebastian sirvió una copa de licor, entregándosela a su abatido señor. —Si ha decidido mantenerse despierto, le recomiendo visitar a la señora Lümedel. De seguro su presencia será un bálsamo para su corazón. —Sebastian… —A su orden, mi señor. —Haz nacido en una familia de Caballeros, tú mismo escogiste seguir ese camino. Pero dime, ¿hubieras escogido otro rumbo al descubrir que lo tuyo no era la espada? Si una y otra vez se te hubiese convencido de que, por honor a tu familia debes convertirte en Caballero… ¿lo habrías hecho o, por el contrario, habrías escapado a formar tu propio destino? Ëruendil bebió del licor caliente esperando la respuesta del hombre a su lado. Sebastian miró por el ventanal hacia los puentes rotos en las afueras, notando que los hombres más jóvenes y resistentes llevaban sus herramientas para intentar crear pasarelas conectoras. A lo lejos, Tëi- thriel charlaba con Näurie entre abrazos y sonrisas discretas de alivio. Sebastian encontró que su esposa portaba heridas vendadas pero aún sangrantes. —Yo… no nací para ser Caballero, se me adoctrinó para ello, se me 561
El Sanador de la Serpiente torturó para aceptarlo y convertirme en lo que hoy, soy un asesino de apariencia engañosa. No recuerdo exactamente cuando o como empezó pero tengo las marcas de aquellos momentos y las pesadillas que me persiguen. —¿Tortura? Sebastian enseñaba una mirada dormida y opaca, el licor aliviaba esas memorias. —Sin embargo, acepté la espada porque era la única opción viable para proteger a mi hermana y mi madre. Algunos debemos sacrificar nues- tras vidas para que los demás vivan en paz. Ese pensamiento, las son- risas de mis amadas mujeres hacen que el martirio se justifique, señor. —Muy demente. —A mucha honra, señor. Se me obligó besar la mano de mi torturador y así lo hice, sólo por mantener a mis mujeres a salvo… de ese calabozo al que los Klotzbach llamamos “palacio”. —Tus palabras insinúan que no deseas ser Caballero. Ëruendil se sentó junto a su esposa. Sus ojos opacos permanecían rígi- dos ante Sebastian. —Pues, ahora que la adultez me ha atrapado, he pensado en tener una granja con gallinas y vacas. Tal vez hasta se me ocurra tener un par de niños… Sí, quiero vivir tranquilo junto a mi esposa. Esto de la nobleza es agotador y absurdo, no entiendo por qué mi familia se empeñó tanto en conseguir algo que sólo nos ha traído dolor e hipocresía… ah sí, el dinero. Mucho dinero, más del que puedo gastar en una vida. —¿Te retirarás? Si quieres, puedes irte ahora mismo. —¿Qué insinúa, mi señor? —Te libero de tus obligaciones con la Corona de Älmandur. Ve a tu predio, compra tus gallinas y tus vacas. Búscate una esposa y cuídala… Sebastian se sentó en el mesón, sonriendo confiado y amable por pri- mera vez en toda su vida. Ëruendil notó el gesto auténtico del antiguo Caballero, irguiendo las orejas con sorpresa. —No me dejas opción. Ahora soy libre de hacer lo que se me antoje, ¿no? —Correcto. —Pues bien, me quedo a tu lado, Lil. —¿Cuál es tu razón para hacerlo? ¿Es tu deber de Caballero, el honor de tu familia, tu juramento? —Nada de eso. Es sólo que… le tengo miedo a la noche. —Älmandur no volverá a ver el alba mientras el mal nos aceche. Ëruendil se sirvió una copa del licor, ofreciendo una porción a Sebas- tian, quien aceptó agradecido. —Y eso me ha quitado el sueño… Normalmente duermo durante el día, la vigilia nocturna me alivia porque puedo ver al enemigo y aplastarle. Por las noches en vela mis pesadillas no pueden atacarme. —Sebastian, no te he visto dormir en meses. —En la oscuridad hay una antorcha que necesito para mantenerme despierto. Usted, señor… tiene un corazón bueno, la luz que cualquier perdido añora ver. —Tú necesitas dormir mucho más que yo. 562
Victoria Leal Gómez Sebastian abandonó el mesón, caminando lentamente hacia la salida. —No es que no duerma nunca, de vez en cuando me doy un pestañazo. Ya estaría muerto si no lo hiciera. —¿Es cierta esa historia que circulaba en la sala de entrenamiento? Sebastian dio un respingo, tragando saliva al retroceder un paso. —¿Cuál de todas las historias? —Esa que dice “Sebastian duerme de pie cuando nadie le ve” —Ah, esa. Qué alivio… —¿Hay algún chisme interesante del que no me enteré? —Esa historia es cierta—Sebastian rascó su cabeza— Helmut la hizo popular, me pilló varias veces. Pero no sé con qué moral se reía de eso, él dormía con los ojos abiertos. —Sí… qué miedo daba verle… —Ah, bien, no soy el único que piensa eso. Ëruendil notó que el andar de Sebastian era agarrotado y extraño. Era evidente que una herida le impedía afirmar correctamente el pie dere- cho. —¿Aún tienes fuerzas? Vi que un Äingidh te rebanó la pierna y aquí no hay sanador alguno. —La he amarrado con mi ropa vieja. Si la mantengo ceñida no tendré problemas. En verdad, no es grave… este licor es un buen adormecedor. —O sea que te la pasas ebrio todo el día para tolerar el dolor. —Sí, pero estoy bien. La bebida es deporte de los Caballeros de Älman- dur. Sebastian empinó el codo hasta que ya no quedaba más del licor en el jarro, sonriendo con la expresión colorada de la embriaguez. —Es difícil creerte. Tú y Helmut acostumbraban a regresar al palacio convertidos en guiñapos pero con la frente en alto y sonrientes… aun- que de seguro Helmut llegaba ebrio y por eso reía. —Gajes del trabajo. Mientras no me lastimen la cara, poco me importa que me conviertan en cecina. Pero un sanador vendría como anillo al dedo… —¿Qué hay de Lörel? —Lörel no es muy bueno, suturó un corte superficial en mi brazo y me ha dejado como choricillo. No le permitiré reparar mi pierna o quedaré cojo. —¿Y mantenerla herida y podrida te parece mejor? —Pues… creo que visitaré a Lörel. Mejor cojo que tullido. Ëruendil bebió el último sorbo de su copa, dejando el objeto sobre el mismo mesón donde estaba la jarra sobre el fuego, mirando a Sebastian con decisión. —Necesito que vayas con Äerendil. Tú le requieres y él implora ayuda. —Lo que yo necesito es una explicación. —Nosotros no fuimos capaces de ver el progresivo debilitamiento en su corazón, debimos ayudarle cuando era el tiempo perfecto pero, ¿qué hicimos? Le exigimos una y otra vez que nos ayudara, nunca vimos que él necesitaba más auxilio que todos nosotros juntos… yo despediré a Ëlemire en la última ceremonia pero eso retrasaría nuestro encuentro con Äerendil. Ve y socórrele, de seguro te ayudará apenas se lo pidas... 563
El Sanador de la Serpiente Espera por mi arribo. Sebastian no encontró alegría ni sinsabor en la expresión de Ëruendil ya que parecía hablar por costumbre pero él no era indicado para juzgarle por tal obra ya que él hacía lo mismo como protección, la armadura real en su cuerpo. —Me alegra saber que mis toscas palabras aliviaron su corazón. —Vete, Seba. Eli me habría golpeado al verme tan idiota. Me merezco un buen coscorrón por ser tan inútil, es hora de hacer algo por quienes me demostraron su fidelidad... su afecto. —Muy bien, nos vemos en Älmandur. Más te vale llegar pronto que si demoras, vendré desde el otro lado a jalar tus pies por las noches. Ëruendil rio tímido ante las palabras de su amigo, quien bajó los es- calones del salón pensando en Näurie para invocar su habilidad mas fue detenido por su amo, quien le entregó una cinta azul agujereada y rasgada por el uso. Sebastian la recibió, observándola detalladamente. —Helmut entregó esto a Eli pero yo no sé a quien le corresponde reci- birla. Sebastian examinó la cinta maltratada, recordando las palabras que al- canzó a escuchar al pegar la oreja en la puerta de la torre de Äwelduile. —Oh no, no puedes pedirme que entregue esto… prefiero tirarme de un precipicio. —Veo que conoces a la desafortunada. —Espero me crea cuando le diga que en esta ocasión no estuve involu- crado en la muerte de su amado… Sebastian dio la espalda a Ëruendil, preparándose para abandonar Ca- reg Hald. —¿Qué dijiste? —Tú sabes, deberes familiares. Encargos de mi padre. Eran ellos o yo. —No quiero saber NADA de eso. —Pues haces bien. Ojalá yo tampoco supiera. —Entrega la cinta, es lo que corresponde. Ocultar la verdad es pésima idea. —La mentira tiene piernas cortas, querido Ëruendil… No me queda más que preparar mi hombro para sus lágrimas. Ojalá hubieses podido comprometerte con ella, ahora podría darle la noticia de tu regreso y sonreiría feliz... ojalá yo fuera capaz de regalarle esa alegría que Helmut le otorgaba sin esfuerzo—Sebastian sujetó su cabeza, negando insisten- temente—Ese infeliz depredador de mujeres, beodo y lenguaraz, seguro lo único que le faltaba era el abrazo de Lotus para sanar todos sus males y yo se lo negué por tantos años… estúpido Klotzbach, no viste la opor- tunidad a tiempo. Ahora tendrás que llegar con esta noticia infame. —¿No podrías verlo como una oportunidad de acercarte a ella? Sebastian giró la cabeza, mirando a su amo con una sonrisa de burla hacia su propia persona. —Ni siquiera te imaginas de quién hablo, ¿verdad? —Para nada… —Es mejor que no sepas. No sé si sea posible acercarme más… —¿Cuál es el problema? —El problema soy yo. Helmut tenía razón, ¿con qué moral me atreví a 564
Victoria Leal Gómez juzgarle?—Sebastian suspiró, mirando la cinta que Äntaldur ató en su muñeca—Menos mal ya tengo esposa… pero aun así no puedo evitarlo. Soy un degenerado… espero el tiempo y la madurez se lleven este mal en mi corazón. Ëruendil regresó al interior del salón casi sin levantar los pies del suelo, regresó a su sitio junto al sarcófago de piedra azulina conteniendo a Ëlemire. Entristecido acarició los cabellos trenzados de su esposa, abra- zándole al recostarse a su lado. Tenía frío y temblaba pero su deseo era más fuerte. Sacudió ligeramente a Ëlemire mirando sus ojos cerrados pero ella no despertó. Sebastian espió la escena através de una rendija, suspirando al bajar la escalera, guardando la cinta en un bolsillo bajo la túnica blanca de hilo. Se alejó del salón unos cuantos pasos antes de que su cuerpo se fragmentara en miles de pétalos de nívea flor, mezclándose con el aire helado de la montaña. El último sonido que pudo escuchar desde los fríos era el susurro de Näurie en su mente. —Lotus está en Azalea. *** Runar subió una empinadísima escalera en piedra amarillenta, deteniéndose, parpadeando una vez consiguió llegar al descanso en lo alto. Llegó a un salón al aire libre adornado con enredaderas y azaleas tan rojas como la sangre misma, del techo colgaban cuentas atadas a cin- tas también rojas y algunas avecillas trinaban en la distancia. Al fondo del gran salón, una mujer de larga cabellera aguamarina dejaba que los mechones cortos cayeran por sus hombros y sus pechos, su túnica era negra y ribeteada con bordados de oro sellada con un fajín del mismo color bajo el busto. Su espalda era recta y su mirada era firme y ausente mas el detalle que atrapó los ojos de Runar fue el extraño sello en la frente de Mila, su hermana mayor, quien evidentemente no obrada por su cuenta sino que bajo la voluntad de un tercero en la sombra, usando aquella figura en su piel como medio. —Qué placer volver a verte, hermana mía—dijo Mila, estirando los bra- zos mientras avanzaba, esperando regalarle un abrazo a Runar— Cuén- tame, ¿qué asuntos te han traído hasta Azalea? —Me encantaría responderte diciendo “He venido a visitar a las gentes de estas tierras” pero he visto con mis propios ojos que ya nadie habita estos lares. Dime, ¿qué ha sido de todos los hombres y mujeres? Las ca- lles están habitadas por espectros de mis memorias, pensé tener suerte en un instante cuando tropecé con alguien al cruzar una esquina pero no resultó más que un maniquí a medio vestir. —La gente de Azalea entregó su vida a Elisia y aguardan en su eterna morada por su despertar para la última batalla. Mila detuvo sus pasos sabiendo que Runar no correspondería su gesto, acercándose cuidadosamente a la izquierda de la jovencita en traje do- rado. 565
El Sanador de la Serpiente Runar miró a su derecha encontrándose con un niño de cabellos naran- jos y rizados correteando con una jovencita de cabellos rojos y vestidu- ras celestes. Cazaban mariposas para aplastarlas con las piedras mas a pesar de la crueldad del acto, Runar permaneció en su sitio, bajando la mirada. —En Kashmir, nuestros hermanos Xeia y Maelí buscaron destruir un trozo de la Piedra del Crepusculario mas fueron presas del mismo en- cantamiento que te posee. Llevan años bajo tales designios y han perdi- do su verdadera identidad, parecen otros a los que jamás conocí. Her- mana mía—Runar afirmó sus manos en los hombros de Mila, besando su mejilla— si renuncias al poder entregado a través del sello volverás a ser tu verdadero ser. Te lo suplico, renuncia a ese poder… —Pequeñita, Runar… si algún día experimentaras el valor y la fuerza, me comprenderás. —¿Hablas del temor a la muerte? Hermana, todos los Hijos del Sol de Justicia sabemos que la muerte no existe realmente, que nuestros cuer- pos son parte de la escuela y que despedirnos de este mundo sólo signi- fica llegar al otro a vivir eternamente. Se torna un paso doloroso única- mente al olvidar la gran obra del Primer y Último. ¿Has dejado que ese sello te domine porque sientes miedo de abandonar este cuerpo algún día? —Ella nunca tomará mi mano mientras este signo esté conmigo. —¡Me veo en la triste necesidad de arrebatártelo! —¡Shailesh no se preocupa por nosotros, no lo ves! ¡Cumplimos sus designios y a cambio ni siquiera recibimos agradecimiento! —Trabajamos por el bien que el Primero y Último desea para sus cria- turas, no para ser glorificados… —No tengo ánimos de seguir escuchando tus argumentos. Tu servi- dumbre no es respetada por tus señores, Runar, abre los ojos. —¡NO, MILA! ¡ABRE TÚ LOS OJOS, NO ERES LIBRE! ¡TE HAN EN- CERRADO EN UNA JAULA DE BARROTES INVISIBLES! Mila retrocedió veinte pasos sin tocar el suelo pues el poder en sus ma- nos le hizo flotar por la pulida piedra hasta los pilares donde las azaleas arrojaban sus pétalos. Conociendo los gestos de su hermana, Runar re- citó palabras secretas, envolviéndose con una esfera de luz en la que ni los pétalos más diminutos podían ingresar a tocar la piel de la Sgälagan. La mujer de túnica negra alzó las manos al cielo pronunciando vocablos irreproducibles, atrayendo desde los suelos miles de hombres y mujeres que rompían las lápidas prestos y valerosos a cumplir la orden de su ama. —¡ELLA HA DE SER NUESTRA! Apuntando con el índice a su hermana, Mila enseñó el camino a los levantados de la muerte quienes corrieron hacia la pobre y desolada Runar ocupada en expandir el radio de su esfera hasta los muros del antiguo Ducado de Azalea, creando una barrera de luz en la que nadie podría salir herido, ninguna construcción sería derribada, ningún ani- mal recordaría su desgracia. Pero Mila conocía el funcionamiento de tal escudo, despertando más hombres fuera de este límite designado por Runar, anticipándose al via- 566
Victoria Leal Gómez jero que tomaba forma en la frontera. Runar dio un giro a la derecha siendo seguida por la brisa, levantando pétalos de flor y polen de las cercanías, adentrándose en el océano de enemigos sumida en una danza celestial, permitiendo a la luz de su interior manar como el sol o más brillante que este pues aquella luz estaba próxima a los ojos de todos. Mila fue encandilada por los rayos procedentes de Runar, observando a través de los ojos de un levantado de la muerte el arribo de Sebastian, a quien arrojó piedras oscuras desde los cielos. El muchacho empuñó sus armas sin vacilar en cortar las cabezas de todo aquel sin futuro ante sí. —Ese niño tiene potencial, ¡que sea nuestro! Runar cesó la danza lumínica en la que se desvanecían los contendores, mirando hacia el final de su barrera para ver a Sebastian, ayudándole en su proeza al lanzar un rayo dorado con el que miles de seres oscuros fueron exterminados en el acto. Una mano atrapó a Sebastian por los tobillos, intentando arrastrarle al interior de la tierra para quitarle el aire o bien, para llevarle ante Elisia e implantarle el sello en su piel. Runar levantó la mano al cielo con la esperanza de ser escuchada. —¡Näurie! Inmediatamente, Mila se abalanzó sobre su hermana, atravesando la es- fera de luz sin problemas, arrojándole al suelo para ahorcarle. Sin expresión alguna, Mila apretaba sus manos en el cuello de Runar, sintiendo como se escapaba el aire de sus pequeños interiores. —Renuncia y vendrás conmigo. Runar no tenía corazón para lastimar a su hermana pero tampoco tenía la voluntad de entregarse a la oscuridad de una muerte sobrenatural. Impuso sus manos en la frente de Mila, clavando sus ojos en la luz emi- tida desde el sello que buscaba romper. La mujer se apartó de Runar, sintiendo ardor tremendo en su piel pues el sello deseaba desaparecer por la luz inmensa que le aplastaba. Sonrió cuando Sebastian recibió una estocada en el corazón, notando que el ánimo de Runar declinó al sentir el hálito suplicante del muchacho. Runar vio que Näurie bajaba desde una nube, tomando a Sebastian en- tre sus brazos, liberándole del abrazo esclavo que los miles de levanta- dos de la muerte le otorgaban bajo la tierra. Mila aprovechó ese segundo de flaqueza para lanzar un rayo negro al corazón de Runar, quien cayó de rodillas sosteniendo su pecho. La hermana mayor mimó la nuca de la joven lastimada con ternura, dejando que la nube dorada desapareciera con el jovenzuelo. —Cede a tu iniquidad. —Joven Klotzbach… no podré regresar a su lado… es Näurie su alia- da… —¿Aún te escucha? —Sebastian… ayúdame cuando regresen tus fuerzas… te lo suplico… yo… te recompensaré los desvelos… Runar se levantó del suelo sosteniéndose por la fuerza aún residente en su alma, preparando un ataque poderoso deseando eliminar el sello de su hermana. —Esta niña es más difícil de lo que yo creí. 567
El Sanador de la Serpiente —Ese implante en tu mente destruirá tu identidad, Mila… La mujer de túnica negra hundió su mano en el pecho de su hermana, atrapando un cristal brillante similar al que los guardianes poseen en su interior. Lo apretó con fuerza pero jamás conseguiría romperlo así es que tomó la decisión de rodearlo con una capa de brea oscura y larvas vigilantes, abrazando a Runar cuando esta perdió el conocimiento. El sello en la frente de Runar comenzó a dibujarse apenas el cristal se vio completamente sumergido en la masa espesa a su alrededor. Por increí- ble que parezca, Sebastian observó ese acontecimiento, levantándose de la blanca sábana en la que reposaba mirando a todas direcciones. —¡Runar! —Sebastian, no corras—Näurie le sujetó del brazo, impidiendo que el joven abandonara la cama— Tienes que esperar a que la herida sane, por favor. —Lotus, debo ir con Lotus antes de ayudar a Äerendil, no sé si podré vivir por más tiempo… y quiero, ¡necesito hablar con mi hermana! Näurie abrazó al muchacho de cabello suelto antes de apartarse y ama- rrar la camisa mal abrochada. —Te llevaré, Lotus está muy cerca en la torre de Azalea. —¿Por qué está aquí, cómo…? —Äweldüile le trajo pues en este sitio no hay tanto enfrentamiento como en Älmandur. —Runar… —Ella estará bien a pesar del duro golpe recibido, mi querido Sebas- tian. Ella es firme, se lo aseguro. Mas este no es momento de correr por ella, lo hará a su debido tiempo—Näurie tomó las manos de Sebastian, levantándole de la cama— Ahora vaya con su hermana y cumpla la pe- tición de su amo. Äerendil está aprisionado en la mazmorra bajo las catacumbas del palacio. Una corona oscura le fue puesta en sus manos y será su joya apenas abra los ojos y decida portarla en su frente. —Me ha puesto una dura prueba al arrojarme en la frontera, Näurie… pero le aseguro que Äerendil no se pondrá esa corona, no si hay un Klotzbach para impedirlo. Lo último que pudo apreciar Sebastian fue la sonrisa relajada de Näurie, quien mimó su mejilla rosada. —Ve, mi querido niño. Regresa con tu esposa cuando creas convenien- te, ella te esperará. —¿Se enojará Teith si le pido ayuda de vez en cuando? —¿Enojarse? Ella estará encantada pero no supliques sutileza… —Justamente es su hacha la que requeriré. Al abrir los ojos, Sebastian se vio sumergido en las aguas de un estanque con aguas tibias y cristalinas, rodeado de flores blancas, perlas y plumas de pavo albo. Se regocijó al descubrirse recuperado de las heridas en su cuerpo, restándole importancia a los demás cortes y rasgaduras superfi- ciales distribuidas azarosamente en su cuerpo. Se alzó de las aguas encontrándose con la torre mencionada por Näurie ante si. Antes de dar el primer paso miró hacia atrás donde las azaleas rojas pendían de las enredaderas, con la escasa esperanza de sentir a Runar caminar junto a él, silenciosa, omnipresente y atenta como lo fue 568
Victoria Leal Gómez en todo momento de su viaje. Suspiró avanzando lentamente hacia la altísima torre por la que debía subir, sujetando su pierna adolorida pero recuperada. Eran trescientos escalones hasta la cúspide donde una puerta oculta tras pastos y flores níveas esperaba ser golpeada. Sebastian añoraba entrar triunfante junto a Helmut, entregar la mano de su hermana y recitar algo para celebrar la unión. Afirmó su espalda contra la piedra mirando la techumbre, apretando la cinta azul entre sus dedos. Reunía aire en sus pulmones cuando el ayudante de Äweldüile abrió el pórtico, mirándole con aprobación extraña que Sebastian agradeció asintiendo mudo. El joven no alcanzó a reposar su cuerpo en el sofá cuando recibió el fuerte abrazo de su adorada hermana vestida de blanco y dorado con flores diminutas en el cabello, preciosos labios rojos que Sebastian admiró sin disimulo. La urgencia de besar a Lotus fue tan grande que se inclinó a por ello, recibiendo una bofetada tan estruendosa que Äweldüile y su ayudante rieron en su rincón. —Auch… no he hecho más que recibir estos últimos días… —¡Te lo ganaste! Sebastian se arrojó al sofá, dejando que su hermana se sentara en sus ro- dillas y le abrazara entre lágrimas. El joven acarició el cabello ondulado de Lotus, sintiendo felicidad por la mano retratada en su mejilla. Äweldüile hervía agua en una olla cuando Lotus miró a su hermano con sus inmensos y claros ojos zarcos llenos de lágrimas. —¿Haz llegado solo? —Sí… los demás… están en Älmandur. —¡En verdad! —Vamos Lotus, ¿acaso no me conoces? Sabes que a ti no te puedo men- tir—Sebastian secó las lágrimas de su hermana con los pulgares—Todo estará bien. —Te creo, Sebi, te creo… —Ahora, hazme un favor inmenso… —¡Lo que sea! —Bájate de mis piernas que se desarman… —¡ME ESTÁS LLAMANDO GORDA DE NUEVO! —No… no estás… gorda… es sólo que… Sólo entonces Lotus notó que su hermano tenía vendajes ensangrenta- dos en su muslo, alejándose a toda velocidad por su sentimiento de cul- pa. Sebastian le aclaró que era un tratamiento antiguo y que ya no estaba lastimado pero su hermana no cesó sus disculpas hasta que el ayudante del sanador ayudó al muchacho a trasladarse a la sala contigua donde fue recostado. La puerta fue cerrada para otorgar las atenciones nece- sarias en privado, apartando a la muchacha y a Äweldüile del asunto, momento en que Lotus recogió la cinta azul que su hermano dejó caer, reconociendo las letras mal bordadas en un rincón de la tela manchada con sangre. Lotus estrechó la tela en su pecho, conteniendo lágrimas evidentes para Äweldüile, quien le ofreció un jarro de té caliente. —Lo he inventado para usted, señorita. 569
El Sanador de la Serpiente —¿De que hablas? —Del té para los dolores del alma. —No te preocupes, Awe… ya me he resignado a mis pañitos de croché. *** En la calculada hora postrera de aquel día imaginado como tal, Ëruendil recibió el aviso de un jovenzuelo ataviado de celeste aguado. Ëruendil asintió con la cabeza, caminando por diferentes terrazas y es- calones adornados con flores brillantes y piedras de valor incalculable, a veces eran las avecillas con melodías dulces quienes acompañaban la caminata. Algunos rayos desde la cúspide de la montaña atravesaban la niebla y la escarcha, señal de que la Guardiana permanecía en su ma- driguera, esperando la presencia de su hermano para una última charla antes de su visita al Guardián en la Fragua Eterna. El jovenzuelo caminaba junto a Ëruendil, guiando los pasos a través de senderos pulidos aprendidos de memoria desde la infancia y por orden de la líder, su madre, a quien veneraba y temía en similar cantidad. Al girar por una pérgola traslúcida, Ëruendil notó que Näurie conversa- ba junto a una mujer decaída, de capa plateada y adornos puntiagudos en la frente. El jovenzuelo de prendas pálidas se retiró silente, permi- tiendo a Näurie acercarse a Ëruendil. —Lil, querido mío—exclamó la mujer, cerrando la capa blanca de su sobrino nieto—Es bueno verte con ánimos de abandonar la cama. Ven con nosotras, bebe y come algo, la noche cae y el frío atormenta. —Es una propuesta muy amable—dijo Ëruendil con cierto tono de que- ja, bajando el rostro— pero me gustaría charlar conmigo mismo antes de la caminata. Espero no sonar caprichoso o maleducado, me disculpo si ese ha sido mi tono, señoras mías. —Para nada, es perfectamente comprensible—La mujer junto a Näurie abandonó su lugar en la butaca, enseñando su rostro al bajar la capu- cha plateada—Mas a mí me encantaría conocer, aunque se aun poco, al hombre que tomó por esposa a mi obstinada y querida hija mayor. Ëruendil levantó las orejas nervioso, sintiendo deseos de desaparecer por la vergüenza de su incompetencia al cuidar de Ëlemire. Cerró los ojos manteniendo la cabeza abajo pero no rascó su nuca como acos- tumbraba hacerlo al sentirse opacado sino que enseñó una reverencia entristecida por sus ojos brillantes por las lágrimas. —Perdóneme… madre Lümedel. Le he fallado... —Ëruendil es tu nombre, muy lindo nombre cabe decir, apropiado para alguien con un rostro tan suave y blanco. Pareces un hijo de la montaña, ahora entiendo porqué Ëlemire te escogió como marido—Lümedel le- vantó el rostro de Ëruendil con ambas manos, mirándole enternecida al descubrir lágrimas y tristeza— Nos haz demostrado tu valor y tu destre- za Ëruendil, pero aquí, frente a mi y en privado, me enseñas un corazón demasiado blando para abandonar este hogar en busca de un destino nuboso. Näurie me ha puesto al día con tus trotes y, la verdad, es que me parece increíble que seas capaz de hablar con los Guardianes… —Es un don que descubrí hace poco, querida madre… son lamenta- 570
Victoria Leal Gómez bles las circunstancias en las que nos conocemos. Ojalá el destino nos hubiera regalado días más brillantes e historias más livianas con finales de cuento, en cambio, sólo le he traído penas y desgracias a Careg Hald. Si yo me hubiese quedado en el bosque, o arrojado a mi suerte en cual- quier otro sitio, de seguro el poder enloquecido de esa tal Elisia no les habría atacado al no sentir mi presencia. Lümedel abrazó a Ëruendil con todas sus fuerzas, afirmando sus afila- dos pómulos tallados por la edad y el aire frío de la montaña, envolvien- do a su yerno con la mismas pieles plateadas que abrigaban su espalda huesuda. Ëruendil se escondió en el hombro de la mujer, escuchando el arrullo de Näurie quien miraba hacia el sendero preparado por las niñas, pasadizo por el cual Ëlemire daría su último viaje. Näurie tenía una voz envolvente, dulce y amorosa que atrapó a todos quienes estaban en los corredores de la comarca, la copla entonada abar- có toda la montaña como un suave susurro de sol por la mañana y decía lo siguiente. Bailando en espirales y cantando en la laguna. Un hada de alas de sueño pedía un deseo. Haciendo un círculo de mágica luz. Miraba la escarcha en el reflejo de la luna… Ëruendil abandonó el suave abrigo de su suegra al recordar el resto de la canción, motivado por una irreprimible memoria que provenía desde su cuna, cuando su madre le mecía cantando para dormirle. Nadie nunca le enseñó a cantar pues esa era tarea de las mujeres de Älmandur pero imitó el tono de Äerendil para no entorpecer la belleza de Näurie, acompañándole como una segunda voz más grave pero melosa. Sostengo la llave del reino en la luz. Las sabias palabras repiten en mí. Flores y plumas abrazan su voz. Las hadas me invitan a su canto azul. Canciones de luz se cantan en la laguna. Los cantos de hada nunca se repiten. Las palabras de mis labios mientras canto al sol. Mueren hoy con él, nacen nuevas con él. Oh Sagrado Reino de Luz, hoy yo te visito. Pues mi viaje por el mundo ha sido celestial. Abriga mi sueño porque hoy me quedo contigo. Cuando la canción lleHgóoya vsuivofinen, Ntiä,urreineavzoclotepóorpatir.a sonreírle a Ëruendil y su vista perdida entre dos columnas blancas, cubiertas con gasas más livianas que el aire. Ëruendil recordó su cuna llena de flores y artesanías coloridas, la voz de Lïnawel arrullando para él una canción de cuna, su mano suave y la sutileza de Älthidon tocando el arpa. —Linäwel… Linäwel… la mujer del arco en el Bosuqe del Olvido… ella… ella… Confundido, Ëruendil se retiró de la pérgola, despidiéndose con una reverencia aletargada, arrastrando los pies hacia el corredor donde las niñas arrojaban pétalos blancos. El cofre de cristal conteniendo a Ëlemi- 571
El Sanador de la Serpiente re dejaba ver una mujer feliz de entregarse al sueño, los rumores prove- nientes de la oscuridad eran aplacados por una sonrisa de paz inmuta- ble, congelada por la montaña y el beso de la eternidad. Sölais era quien lideraba el séquito, tras ella, los más robustos varones de Careg Hald portaban la caja de cristal y tras ellos estaban todos los escasos habitantes resignados a morir de hambre o del frío que el in- vierno traía como regalo. A ellos se unieron los antiguos habitantes de villa Bëithe, Lörel y los demás vigilantes que ofrecían sus dagas, arcos y flechas como regalo a la amiga durmiente. Lümedel era de las últimas en alcanzar la fila, siendo Näurie quien sujetaba su hombro, secando sus lá- grimas con un suave pañuelo de seda. Agarrado en la capa de Näurie iba el pequeño Thëriedir, girando con la esperanza de cruzar miradas con el cabizbajo Ëruendil. Tëithriel caminaba a la derecha del joven viudo, sin emitir comentario, sin hacer ningún sonido. La caminata a través de los puentes de cristal mantuvo un ritmo pau- sado y silente. Al bajar los escalones recién reparados por los albañiles y escultores, Ëruendil perdió velocidad en su andar, transformándose en el último de la fila. Miraba la cinta azul en su muñeca quitándose la argolla de oro en su lóbulo pues la creía inservible ahora que nadie viajaría a su lado. Al terminar el recorrido por el pasadizo y arribando al corazón rocoso de la montaña, las figuras de Sekemenkare y Thul se eri- gían como grandes esculturas escarchadas saludando al cielo cubierto de piedra afilada. Era el pórtico del mausoleo donde descansaban todos los antiguos habitantes de la comarca y en su interior se esculpieron en antaño miles de habitáculos con puertas de reja, simulando ramas de árbol añoso. En el interior se podía descender profundo si los familiares durmiendo allí eran numerosos, como lo era la casa eterna de los Sëren. Indäwel era el más fuerte de todos los varones de Careg Hald así es que su misión evidente era acomodar la caja de cristal en el sitio creado es- pecialmente para un fatídico día como ese, en el que Lümedel lloraba inconsolable junto a la líder. —Los padres no deberíamos enterrar a nuestros retoños. —Lümedel, los designios de los Cielos no se contradicen y son perfec- tos. Sërenlëmire regresó a su hogar para despedirse de él y de nosotros, dejándonos una dura lección sobre nuestras costumbres, querida mía. —Los Cielos… Sölais, ¿nosotros seremos aceotados tras negar a Ële-hö- mi? La líder de Careg Hald negó con la cabeza antes de mirar a los ojos de Lümedel. —Sé que una disculpa no basta, que pedir perdón es absurdo en estos momentos mas déjame hacerlo—Sölais se arrodilló a los pies de Lü- medel, besando sus zapatos de badana—SerenLümedel, perdóname por exiliar a tu hija por un tesoro sin valor más que el de mi capricho. Por mi decisión, tu pobre niña se vio obligada al bandidaje con el objetivo de encontrar dicha gargantilla… ensució su nombre y el de tu familia por mi estupidez, quizás cuantas desgracias vivió por limpiar su imagen… y hoy le despedimos amargamente, demasiado pronto a nuestro parecer. Indäwel cerró las rejas sutilmente, besando el metal negro antes de dar la espalda y retirarse hacia los corredores donde las pérgolas lucían sus 572
Victoria Leal Gómez flores y fogatas donde se calentaba licor. —Sólo hay una forma en la que yo pueda aceptar tu petitoria de perdón, estimada Sölais—susurró Lümedel, tomando las manos de la líder a sus pies y ayudándole a ponerse de pie—Ayuda a Ëruendil en su viaje de regreso a Älmandur. —Lümedel… —Es mi yerno y sufre una pérdida sin nombre pues ni siquiera llegó a saber de la existencia de su hijo en las entrañas de mi amada pequeña. Sölais alzó sus recortadas orejas con sorpresa, mirando al muchacho entristecido y mudo, estirando su mano. —Ëruendil… venga a mi lado, por favor. El viudo abandonó su puesto solitario al final del largo séquito níveo, caminando a paso entumecido hacia la líder de la comarca, recibiendo un abrazo inesperadamente tibio pero huesudo y reseco. —No somos muchos en Careg Hald y no podemos arriesgarnos en otor- garte nuestros escasos hombres para tu viaje. Pero lo que puedo ofre- certe es un refugio para tus penas, comida y licor… y si lo deseas, un hogar al que regresar siempre que tu corazón lo dicte. Este es tu hogar, si deseas quedarte, seremos felices de tenerte como hermano. Ëruendil titubeó. Mantenía la vista en el piso por miedo a que descu- brieran su debilidad, el miedo de abandonar la montaña y encontrarse con lo desconocido en la capital del reino. ¿Y si aún quedaban memorias por recuperar y eran más funestas? ¿Qué tal si no tenía aplomo suficien- te para eliminar a Elisia y sanar a los Guardianes? ¿Qué tan terrbie podía ser darle la espalda a Ële-hömi y vivir fuera de sus estatutos? El joven afirmó su cabeza en el hombro de Sölais, recibiendo mimos por parte de su suegra quien no sospechaba que Ëruendil deseaba escapar de Älmandur y desaparecer sin dejar pista. “Eso es, puedo hacerlo—se repetía mentalmente—Después de todo bas- ta con pasar una larga temporada en el Bosque del Olvido y nadie sabrá de mi y yo les olvidaré. Me olvidaré de mi mismo y podré empezar de nuevo en otro sitio… tal vez viaje a Siam de polizonte en un barco o me vaya a vivir solo en la abandonada Bëithe. Tampoco es mala idea caminar a Ise y vivir en sus montañas o llegar a Knoxos como un sim- ple vagabundo… sí, eso haré… desaparecer con este extraño poder es lo mejor. Ahora entiendo porqué Äerendil no quería recordar, porqué corría en círculos, porqué afirmaba con tanta decisión que no era nadie. Es mejor así, ser un don nadie, sin nada.” Tëithriel soltó la mano de Thëriedir, entregándoselo a Näurie. La mu- chacha avanzó a tranco firme hacia Ëruendil, mirándole a los ojos con decepción y furia camufladas de cortesía. Ëruendil no pudo sostener la mirada, era demasiado fuerte y decidida, lo único que pudo hacer fue recibir el bofetón más grande que jamás había recibido hasta el momento. Su cara fue virada con tal violencia que todo su torso fue movido. Por un instante, Ëruendil sintió que sus muelas estaban fuera de la encía pero sólo era una horrenda impresión. Nadie se atrevió a preguntarle a Tëithriel la razón de tal golpe pues había algo en el aire presionando a mantener el silencio. 573
El Sanador de la Serpiente Lentamente y con desconfianza, Ëruendil recuperó su porte habitual, examinando a su prima. —Tëith… yo… —Adelante es la única dirección posible—Ëruendil dio un respingo, reconociendo que esa frase fue dicha alguna vez por Helmut—Todos tenemos mucho que perder, abandona el papel de víctima. Te prestare- mos nuestro apoyo siempre y cuando muestres aplomo. Su vas a tomar camino diferente, olvida tu apellido y vete ahora antes de que mi hacha te alcance. —Es verdad que no hay muchos hombres aquí, hermosa dama, pero hemos estúpidos que abandonaremos la seguridad de la firme montaña para ayudar a un amigo—La voz cantarina y desafiante de Lörel se apar- tó del grupo, entregando la capa blanca a un varón a su lado— Ëruendil, mis Ojos de Ave se mezclaron con los tuyos, te han visto en tu lucha. Te he escuchado cuando llorabas por las noches en tus pesadillas y sé tanto de tus recuerdos que suelo confundirlos con los míos. Este es el don que me heredó mi padre, una extraña conexión con tu mente y alma… yo no tengo más remedio que ir contigo y terminar con la bruja que infecta nuestros bosques con su malicia. Sólo así podremos regresar a nuestra amada Bëithe y continuar nuestras vidas. Tëithriel no movió un músculo del rostro, se alejó de la conversación silenciosa, buscando reposo a la distancia. Ëruendil contempló a Lörel con cierto desdén. —Lörel, este no es momento para discursos como ese—Se quejó Ëruen- dil, apretando los puños—Es la despedida de mi mujer y cantaremos en su nombre antes de reposar en la plaza. Luego podemos conversar todo el tiempo necesario. —Perdón, Ëruendil… —No pasa nada, sólo trata de ser más oportuno. —Pero… pero la señora de orejas aladas tiene razón. —Vete a buscar trufas, Lörel… estoy cansado. Lörel regresó junto al acompañante que sostenía su capa, vistiéndola porque el exabrupto le costó el frío en su espalda. Sólo cuando reinó el silencio entre los asistentes, Lümedel aclaró la garganta carraspeando un par de veces, repasando las palabras de la última canción que su hija escucharía antes de partir. No pienses que me he ido si visitas mi estancia final, no llores pues sólo duermo por un tiempo. Te visitaré en el alba, el viento serán mis brazos, la lluvia, mis caricias, cantaré a través de las aves a tu lado. Nunca pienses que me he ido Lümedel dejó que el asiróeloaatrlaapacudnoaehnesrueggraersgaadnot.a escapara lentamente para evitar el quiebre en su voz, retirándose del sepulcro sólo cuando apretó el candado de las rejas. Lentamente y congelados por la congoja en el pecho, cada persona en el 574
Victoria Leal Gómez séquito migró a alguna pérgola donde el fuego abrazaría sus huesos para sumergirles lentamente en la pausa previa del sueño. No hubo charlas ni risas como antes, se bebía licor en busca de la tibieza en los cuerpos. Näurie acompañó a Lümedel y a Sölais quien invitó a Ëruendil a beber con ellas pero el dolorido varón se negó amablemente, apartándose del grupo, permaneciendo unos minutos más en el sepulcro escarchado. Lörel jamás abandonó su puesto en las cercanías del mausoleo, acercán- dose lentamente a Ëruendil tomándole del hombro. —Perdón por la metedura de pata. —Ya es cosa del pasado. —De que voy contigo a donde sea, voy. —Muchas gracias—Ëruendil retrocedió unos pasos, reflexionando so- bre el viaje de regreso a Älmandur—Creo que me vendría bien un poco de compañía. En sus interiores, una vocecilla le susurraba al joven “Aunque en rea- lidad, un poco de soledad vendría bien, ¿cuándo fue la última vez que estuviste a solas contigo mismo? ¿Alguna vez haz permanecido sin com- pañía por más de diez minutos? ¿Alguna vez haz hecho algo por inicia- tiva propia?” —Ah, pero no iremos los dos solos. —¿A qué te refieres? El joven de cabello oscuro apuntó a Örnthalas y Älthidon quienes re- accionaron alegremente al recibir la seña de Lörel, caminando a paso vivo adonde Ëruendil se abrigaba con la capa de piel blanca. Ambos sir- vientes de la corona se arrodillaron a los pies de su querido niño, quien sonrió tímidamente por debajo de la capucha, levantando a los hombres al indicárselos con la mano. —Par de vejetes, ustedes deberían estar al lado de una chimenea, leyen- do algún libro o bordando. —Vaya, ¿tan viejos nos vemos? —Asúmelo, el amo tiene razón—Älthidon miró a Ëruendil con orgu- llo, enseñando un espejo transparente—Deberíamos retirarnos a tierras tranquilas y esperar nuestro sueño pues ya no estamos en condiciones de luchar. Mas lo que si podemos ofrecerle, querido amo; son nuestros talentos. —Sí, si, ¡eso mismo!—Örnthalas sonrió, abrazando a Ëruenidl— Amo, nosotros no sólo somos guapos y buenos servidores, tenemos algunos trucos a nuestro favor. Verá, ese espejo que le muestra Althi sirve para atrapar a esos seres horribles que nacen de las sombras. —Esperen un segundo… —¿Sucede algo, amo? —¡¿Están diciéndome que SIEMPRE tuvieron esto en sus manos?!— Ëruendil sostenía el espejo con fuerza, parecía que sus manos buscaban romper el cristal cuando Lörel se apoderó de él— ¡¿Acaso Helmut, Ële- mire, Äerendil y todo Älmandur se fueron por una torpeza vuestra?! —No amo, por favor, no somos tan incompetentes—Örnthalas sujetó a Ëruendil pues nunca antes le vio con el ceño fruncido y los puños tan fuertemente cerrados—Este espejo apareció hace poco en nuestras manos… 575
El Sanador de la Serpiente —Anoche, para ser exactos, Ëruendil. —De ser cierto, ¿por qué y cómo? Lörel fue quien tomó la palabra, invitando al grupo a la pérgola donde Näurie servía jarros de licor vaporoso con gusto a hierbas amargas. —Fue Thëriedir, ese niño tiene el poder de traer objetos de lugares que jamás ha visitado. La señora Näurie le pidió que buscara por aquel ob- jeto que usaron los ancestros en la última batalla contra los brujos… —Pero esa batalla es de antes que el tiempo exista… —Y bueno, no te voy a discutir eso, te estoy diciendo lo que vi. Ya en la pérgola, los hombres se acomodaron alrededor de Näurie, quien invitó a su pequeño a abandonar los juegos con su arco y flechas de juguete, ofreciéndole un tazón de leche caliente con ramas de vainilla. Thëriedir se acomodó en un montón de cojines plateados y azules, be- biendo del tazón con rapidez para recibir una segunda porción con ha- rina tostada. Ëruendil observó al pequeño minuciosamente encontrando que Thërie- dir compartía con Äerendil esa extraña mirada de vejez enfrascada en cuerpo juvenil. Acomodándose junto a Thëriedir, Ëruendil bebía de la misma leche con harina tostada, recibiendo al pequeño en sus piernas pues este se enca- ramó en su tío, sabiendo que le envolverían en la capa. —Thëriedir, ¿no estás cansado? —Ahora no, más rato sí. —Perdona que sea tan brusco, ni siquiera hemos… —No importa. —¿Sabes dónde está la Isla de Cerámica? Näurie, Lörel, Älthidon y Örnthalas levantaron las largas orejas por el espanto, siendo el viejo de gris el único con el valor de interrumpir a Ëruendil. —Amo, ¿porqué desea conocer el paradero del Reino en los Cielos? Está sobre las nubes, no hay más que decir al respecto… no haga consultas tan tremendas a un niño de orejas aún redondas. —Te haz asustado, ¿eh?—Ëruendil levantó una ceja, apretando a su so- brino contra su pecho— Sabes que la Espada Celestial es arrojada por la Isla a la señal de un descendiente de Sekemenkare y Thul. Pero tranqui- lo, vejete mío, no usaré dicho rayo de los cielos. —Entonces, ¿por qué necesita su localización exacta? —Está sobre la cúspide de esta montaña—Thëriedir se bajó de las rodi- llas de Ëruendil, dejando su tazón vacío sobre una mesita—Si quieres puedo hablar con la capitán para que te ayude. —¿En verdad puedes hacerlo? ¿No crees que te van a tomar como bro- ma tus dichos? —Mi mamá sabe que tiene que llevar lejos a la Isla. —¿Näurie es…? Bien, no hay mucho que explicar—Ëruendil mimó el hombro de su tía abuela quien sujetaba a su niño, protegiéndole del frío con su larga capa—Näurie, el pequeño Thëriedir será alguien muy sabio si se le instruye correctamente. Tú y él tienen una misión. —Äntaldur y yo la acordamos tiempo atrás, querido mío. Despreocúpa- te, pondré en marcha los motores… 576
Victoria Leal Gómez —¿Qué hay de Tëith?—Ëruendil todavía tenía la manos retratada de rojo en su mejilla—Qué hará ella ahora que… —Eso depende de lo que hagas, pequeño mío—Näurie sonrió al intri- gado joven—Pero si hace algo inapropiado, sus órdenes son perseguirte y cortarte la cabeza. Y así mismo hará con Äerendil… —Me disculpará usted, estimada pero, ¿quién carajas dio esa orden? —Äerendil. —¡NO PUEDE SER, CÓMO, CUANDO, DÓNDE! —Fue hace dieciséis o diecisiete años atrás, en la guerra para tomar la tierra. —Oh, bien, claro, estupendo… me olvidaba de Äerendil y sus locuras… espera, ¿cuál guerra? ¿él daba órdenes, se comportaba como líder? ¿No esaba yo recién nacido entonces? Qué, por qué… no… ¡yo no entiendo nada! —Ven conmigo… Lörel tenía tanta curiosidad que se mordía los labios para no entrome- terse en la conversación o leer los pensamientos de Ëruendil. Bebía un jarro tras otro ahogando sus palabras pero el brillo en sus ojos le de- lataba. A veces entendía lo conversado, en otras tenía que adivinar o imaginarse cosas mezclándo la charla con las historias contadas por el viejo Kara pero Lörel nunca dio en el clavo, ¿quién podría imaginarse que una isla gigante en los cielos, y que escupía fuego; era la única forma de regresar al hogar en las estrellas? Ëruendil caminó fuera de la pérgola, mirando hacia el laberinto de las cavernas que llevaban al exterior de la montaña. —Muy bien, Näurie. Entonces, llévate a todos los descendientes de Sgälagan que se encuentren en este mundo, ya sea en Älmandur o más allá de las tierras. Irán de regreso a la Isla de Cerámica, de regreso al Hogar. Ese es el designio que me relegó Äerendil y será cumplido. —Mil años pasarán antes de que regresemos a por una Nueva Alianza y el año mil que sigue al año mil, nuevamente regresaremos si la Alianza es rota por los hombres. Y así será hasta el día en que la Alianza jamás vuelva a ser rota, hasta que los hombres tomen la decisión de migrar a los cielos, a su origen. Thëriedir y yo cumpliremos el designio. Les espe- raremos en la Isla, mis queridos Ëruendil, Örnthalas, Älthidon y Lörel. Y recuerden, el lugar de Äerendil ha sido dibujado también. —Gracias, Näurie, desde el fondo de mi alma. —Es usted la felicidad de nuestra familia. Cuídese, sus padres están pre- ocupados por su integridad. 577
El Sanador de la Serpiente 32. Ojo por Ojo, Sangre por Sangre. La luz del sol comenzaba a extenderse sobre la tierra cuando miles de pétalos blancos crearon un remolino. Sebastian y el ayudante de Äweldüile no encontraron inconveniente alguno al ingresar al pala- cio de Älmandur pues Näurie les prestó su ayuda eficientemente y sin prueba alguna. Ante la sorpresa del muchacho, el sol lucía magnífico, dorado como nunca antes. Parecía que pronto se le escaparía un suspiro de felicidad cuando sus ojos examinaron el desastre en los pasillos del palacio que lucía entristecido, sus salones repletos de brea o telarañas confusas aplastaban las memorias del último festival. Sebastian anali- zaba las huellas en la brea minuciosamente, sabiendo que el próximo Äingidh en circular por el sitio estaba pronto a volver ya que los pies indicaban vigilancia por turnos. El ayudante de de Äwelduile avanzaba a tranco seguro y silente por un corredor de alfombras otrora rojas, sabiendo que su compañero conocía las señas en el sendero. Sebastian se detuvo al sentir una brisa colarse por las maderas de una intersección uniendo las siete alas del palacio, descubriendo su origen en el oeste. Los compañeros llevaron su marcha hacia tal sitio sabiendo que el frío era una pista. —Es obvio que nuestro buen Ëruendil ha sanado a todos los Guardia- nes—exclamó el aliviado Sebastian, levantando sus ánimos mientras cortaba gruesos cables de larvas con su daga forjada en Örophel— No se veía mañana tan excelsa desde el último Festival a los Altos, ya hace cuatro años. Como vuela el tiempo. —El tiempo parece efímero porque eres joven. El sanador y el Caballero recorrieron el largo pasillo ennegrecido por banderas, atentos a la dirección de la brisa mas esta desapareció obligán- doles a detenerse en seco pues ya no era viento helado sino una sombra vigilando el sector adornado con borlas y estandartes desconocidos. Aquella sombra era un Caballero de armadura azabache pero no llevaba su yelmo, siendo reconocido fácilmente por Sebastian. —Nikola… el infeliz de Nikola. —Esa puerta lleva a las mazmorras. —¿Entraremos por el pasaje principal? Sería más sencillo utilizar uno alternativo, sin tanta vigilancia. Está lleno de Umbríos. —Me parece bien. Sólo recuerda que Umbríos hay donde sea que va- yamos. —Pero seguro no habrá un brujo como ese de allí. —Suenas despechado hacia aquel joven. —El desgraciado era un barre pisos iletrado y de un día para otro, era el Guardia Personal de Helmut. Inevitablemente se transformó en alguien sospechoso a mi vista pero nunca tuve la oportunidad de cortarle el gaz- nate y ahora… pues supongo que alguien lo hará por mi… qué envidia siento de aquel dichoso que obre tal crimen. —Vaya lengua ponzoñosa. Si eso es lo que se ve, no me imagino lo que lleva dentro. —Discúlpeme. 578
Victoria Leal Gómez Anne, el ayudante de Äweldüile, asintió con la cabeza encapuchada, permitiendo a Sebastian liderar la andanza hacia algún rincón oculto enlazado a las mazmorras. El muchahco conocía el palacio mas no de la forma en la que le hubiera favorecido, afortunadamente Anne reconoció un mueble falso tras un cerro de brea caliente y la cortaron a todas prisas entre espadas y dagas pues algunos Umbríos daban vueltas y tumbos en los corredores junto a algunos Äingidh cuya cabecilla era un Caballero diferente al anterior. Sebastian se asomó tras un cortinaje, seguido por el sanador y su bastón. —No puedo creer lo que mis ojos ven… —Perdemos valioso tiempo. Circulemos. —Es que… no debo. Mírale, es terrible, lamentable yo diría. Mi buen camarada, ¿por qué le han hecho esto? Sebastian sabía que Anne se hallaba en lo correcto pero, ¿cómo igno- rar el porte de aquel hombre en metales umbríos? Llevaba el casco y la parafernalia de una armadura punzante de capa larga y púrpura enre- vesada en su cuello, ocultando parte del rostro de su portador mas no era sencillo esconder una altura semejante. Anne tironeaba el brazo del joven a su lado pero este se encontraba inmóvil, incrédulo y molesto. El sanador miró por última vez al Caballero acercándose a ellos, abofe- teando a Sebastian. —Hay labores más importantes. Si usted decide luchar aquí, le abando- naré. Sebastian empuñó su espada regalada por Sölais, un arma de filo platea- do e incrustaciones de gemas brillantes. Sabiéndose ignorado, Anne efectivamente abandonó a Sebastian, inter- nándose en el pasaje tras el mueble falso. El Caballero azabache usaba un mandoble de brillo violeta mostrando un filo letal envenenado por las sombras. Una nube oscureció el bri- llo de la daga de Sebastian quien observó cautelosamente la sombra en busca de su origen, encontrándolo a pocos metros. Las cortinas fueron arrancadas por garras invisibles, los muebles fueron rotos por el viento. Furiosamente cayó una sombra sobre Sebastian y le fue fácil distinguir al Caballero robusto, fiel a una espada negra de hoja envenenada. Pa- recía vestir una capa pero en realidad eran como grandes membranas que terminaban en látigos y garras. Se trataba de un muerto levantado de su tumba por las artes innombrables de un brujo experto, un antiguo Caballero con la fuerza de cien hombres, clavando miles de agujas en sus carnes. La armadura de los Fiadhaish no soportó el ataque y fue perforada como si de mantequilla se tratara pero Sebastian ya no sentía temor de las criaturas invocadas por los brujos ni lo que estos pudieran hacerle, empujó al Caballero con todas sus fuerzas pero este se alejó antes de recibir el filo de Sebastian en su carne. Sebastian corrió hacia la extraña criatura opaca pero su espada fue detenida por el guante rígido del Ca- ballero negro, quien apenas usaba su fuerza para defender su corazón… si es que lo conservaba. Sebastian atacó con la daga el pecho de su enemigo, consiguiendo un daño que podría llamarse decepcionante. El Caballero negro apretó la 579
El Sanador de la Serpiente muñeca de Sebastian, rompiéndole los huesos pero sin escuchar el ge- mido propio del dolor, sorprendiéndose complacido. Se delitó con el crujir de los huesos, retorció el brazo de Sebastian hasta sentir la carne fofa entre sus dedos, consiguiendo que el herido gritara intentando cla- var su espada pero fue arrojado al suelo de brea. Sebastian soltó su arma sujetando lo que restaba de brazo pero se haya- ba sin forma alguna y amoratado. Desde algunas rasgaduras en la carne salían trozos blanquecinos y fajas rojizas envueltas en fina membrana transparente que rogaban por mantener el músculo en su sitio. El mu- chacho fue aplastado por el pie del Caballero azabache quien le hundió el pecho buscando romper las costillas pero Sebastian usó sus fuerzas restantes, empuñó su espada clavándola en el corazón vibrante del brujo siendo bañado en sangre roja y caliente como una gran cascada desen- frenada que le cegó por un momento. El Caballero negro sonreía bajo el yelmo pero era imposible verle el ros- tro. Aplastaba las costillas de Sebastian con cierto placer al verle atrapar bocanadas de aire pero el joven se rehusó a escuchar el crujir de su tó- rax. Buscó alguna parte vulnerable en las piezas de la armadura y dio con el talón, cortando el tendón de su enemigo. Deleitándose con los grandes ojos de Sebastian, el brujo retrocedió y empuñando su mandoble de brillante violeta arremetió bestialmente al joven de ropaje blancos mas su embestida fue atajada por una defensa feroz de una poderosa mano izquierda aún firme. Ninguno conseguía hacer daño al oponente pues conocían sus tácticas, la lucha era una co- reografía sin final pero Sebastian se sabía en desventaja pues el mareo y el dolor le tomaban la cabeza y perdía el foco constantemente. La falta de sangre empezaba a jugarle en contra y sus movimientos comenzaron a ralentizarse. Los aceros chocaban, los filos parecían mellarse con cada intento de he- rida y así fue hasta que Sebastian retrocedió, afirmando su espalda en una muralla. Trataba de mantener la vista en alto, buscaba el andar de su adversario pero sólo conseguía divisar manchones y luces. Su mano perdió la firmeza y la espada cayó sin remedio dándole tiempo de notar que el Caballero negro estaba frente a si. El mandoble de su enemigo congelado se hallaba teñida de su propia sangre ya que un corte le fue propinado sin que lo notara. Evidentemente el Caballero conocía todos sus movimientos de memoria pero él también reconocía esa acometida tan potente que consiguió quebrar su espada. —Ëruendil… ¿puede una persona aguantar tanto? Sebastian buscaba los ojos de su contendor afirmado en su mandoble. El muchacho sujetaba su brazo destrozado con dignidad cuando el Ca- ballero se dignó en enseñar su voz enronquecida por la profundidad del yelmo. —Alguien debía hacerlo. Heme aquí. Lo he hecho por su bien y por el de Älmandur. Las tierras a las que juré mi lealtad. ¿Acaso tú no estás arriesgando tu vida en pos de esa meta, Sebastian? —Para… de hablar. Si vas a matarme… que sea… rápido. —Me detendré pero escucha estas palabras antes de correr hacia Äe- rendil. 580
Victoria Leal Gómez —¿Me dejarás ir… hacia él? ¿Qué… planeas?—El Caballero negro afir- mó su mano pesada en el hombro de Sebastian, quien se veía obligado a mirar hacia arriba debido a la altura del hombre—Qué asco me das… me diste asco cuando te vi en el bosque con tu siervo… ahora… no encuentro palabra… —¿Porqué tanta dignidad, Seba? Estás a un paso de caer en el precipicio. —Cállate… —¿Estás dispuesto a deshacerte del mal? Porque si es así, deberás hacer- te cargo de la prole bajo mi ala. —Qué mierda quieres… —Usa tu espada contra Azalea. Se firme al juramento que hiciste, prue- ba nuestra amistad al cumplirme ese favor. —Lo que me pides es… —Una vez me diste tu bendición… la guardo aquí—El Caballero negro afirmó su mano en el hueco hecho por la espada de Sebastian—Pero estoy muy lejos. Esta vida mía sólo durará hasta la caída de Elisia. —No estás… vivo… ese cuerpo tuyo… está poseído. —Cierto. Ni siquiera soy el que era, apenas conservo algunos recuerdos y frustraciones... esto que consigues ver es el hechizo de un espectro animando mis huesos. —Ven con nosotros, seguro algo podemos hacer por ti… —Si voy, mi querido Willie será tomado para vestir la Corona Negra. Necesito ganar tiempo para que eso no pase. —¿Buscas que… Ëruendil gane… esta guerra? —¿Quién gana en una guerra? ¿Podemos hablar de triunfo cuando en ambos bandos se pierden valiosas vidas? No Seba, tú sabes que tenía intenciones de abandonar la Orden de Caballeros pero jamás imaginé… que la mejor manera de proteger la tierra era destruyendo este reino. —¿Por qué… destruir Älmandur? Espera… ¿estás con Nikola? —Quién sabe. —No eres nada más que un marica. El Caballero azabache inclinó la cabeza sin liberar en ningún momento el cuello de su adversairo con escaso aire en los pulmones. —Los Altos han decidido marcharse de este mundo, ¿qué objeto tiene mantener estas edificaciones vacías de toda luz? —Nosotros… somos… esa luz… que los Altos… quieren mantener, idiota. Ni muerto… se te da… usar la lógica… Ële-hömi se apiade… de tu seso hueco. Riéndose de Sebastian, el Umbrío soltó al agonizante orgulloso, acucli- llándose a su lado. —Buen espíritu, so incestuoso con olor a flores. —Déjame… descansar… en paz. —No puedes, Tëithriel te espera en la Isla de Cerámica, ¿le dejarás plan- tada? ¿Dejarás a Lotus abandonada a su suerte? —Pst… y yo creyendo… que eras estúpido. Tenías todo esto… planea- do… sólo para que Ëruendil… picara el anzuelo. —Un buen inteligente juega a ser idiota, ¿no es así, mi querido y lógico amigo? Sebastian abrió grandes ojos mirando al hombre de yelmo oscuro, afir- 581
El Sanador de la Serpiente mándose en su hombro, chocando su frente contra el metal. —Eres… increíble. Confieso que… te admiraba. Ahora que me haz… dicho esto… yo… te admiro más. —Ëruendil ha de venir y destruir todo, quemarlo si es necesario. No perdamos más tiempo. Ven conmigo. Älmandur debe comenzar de nue- vo. —Le atraparán… tú y tus… Umbríos y Äingidh… —Sería abominable atrapar a Äerendil porque carga una potestad vela- da por un comportamiento aprendido—El brujo sujetó al desfalleciente Sebastian quien se afirmó en el hombro del Caballero negro— No me mates ahora, ten paciencia y ve lentamente, como suelen hacerlo los Klotzbach. —Nada me garantiza… que tus palabras sean… verdaderas… El brujo apretó el cuello de Sebastian para cortarle el aire. —Espero no guardes rencor por no cumplir mi promesa con la pobre Lotus… es lo mejor para ella. Ahora, te vienes a Azalea conmigo. —¡NO TE DIJE QUE CUMPLIRÍA TU PETICIÓN, MARICA! —Y yo no necesito pedírtelo, eres mi sirviente, afeminado de mierda. —¡NO SOY SIRVIENTE DE NINGÚN UMBRÍO MARICA! —Siempre tan altanero… si hubieses sido más observador te habrías ahorrado los insultos a Nikola. Él fue el único que entendió… el úni- co que entendió cómo debían gestarse las situaciones. Nikola entendió cuanto aprecio a ese niño insulso llamado Ëruendil, el único siempre honesto. —Nikola sólo finge, él… sólo va tras sus ambiciones. —Qué sabrás tú de él. —Sólo me pongo en su lugar—Sebastian sonrió burlándose del Caba- llero negro—Yo sería capaz de usar hasta a mi hermana por conseguir algo… y lo sabes. Nikola… es brujo, ¿crees que siente algo distinto a la vanidad?... ni siquiera es él… es… un montón de… demonios con carne humana… él te usó y te usa… zopenco. Ligaste tu alma con él… son uno en carne y alma… ustedes… ustedes… pondría a Lotus en una mazmorra con tal… de que no sea una contigo. —Ya cierra el pico. Anne observó a través de un agujero en la pared como el Caballero ne- gro se llevó a Sebastian, mezclado en su neblina, escabulléndose por las rendijas de los ventanales como hijo del viento. El sanador bajó su cabeza, sabiendo que el dorado sol en las afueras no era el sol sino la Isla de Cerámica dirigida por las virtuosas manos de Näurie. —Oh, Näurie, dale fuerzas a ese pobre abandonado a su suerte. Está a un paso de arrojarse del barranco hacia la negrura de su corazón. Man- ténle siempre cerca de su hermana, quien tiene un poco más de cons- ciencia. Dale fuerzas a ambos para cumplir su misión. Una vez la neblina del brujo desapareció por completo del salón, Anne bajó las escaleras roídas por los años, encendiendo las gemas de su bas- tón luminoso al golpearlo contra los suelos húmedos y mohosos. El olor en el aire enseñaba la vejez del pasillo desgastado, también mostraba el olor de las ratas y a medida que se volvía más profundo, en la tierra se distinguía el olor de la carne quemándose en las brasas. 582
Victoria Leal Gómez El sanador encapuchado disolvía a los Umbríos buscando herirle con sólo rezar cabizbajo, usando las mismas palabras de Ëruendil para sanar los corredores andados. Anne tenía fuerzas suficientes para rodearse de unos cuantos metros de luz pero jamás podría enfrentarse a un número excesivo de Umbríos o Äingidh, avanzaba escuchando las goteras caer a las piedras, los pasos de algunos soldados oscurecidos por algún hechizo y que cantaban me- lodías añorando días pasados. Sus rostros eran pálidos, sus miradas no tenína un punto fijo y su ca- minar era lento hacia algún sitio pero el destino preferido era un horno gigante al que se arrojaban sonriendo, sin quejarse por las brasas. El sanador continuó su descenso y pronto se encontró en una escalera de caracol esculpida en la tierra caliente y las paredes tenían raíces y gusanillos reptando entre ellas. Construído a las prisas, la parte nueva del castillo era desconocida, en- contrándose más profunda que las catacumbas o los túneles para los exiguos habitantes buscando sobrevivir. —Esfuérzate y se valiente, esfuérzate y se valiente... A lo lejos se escuchaban los susurros de alguien escribiendo en una pared con su propia sangre, los herreros martillando espadas oscuras fueron cegados por el hierro de sus creaciones y trabajaban sin fin, sor- dos, encadenados a la fragua donde los seres diminutos del fuego eran forzados a trabajar sin pausa. El pasillo más profundo se extendía hasta donde las antorchas no conse- guían iluminar y fue en esa puerta negra donde Anne descansó. No alcanzó a retirar el póstigo cuando a su lado vislumbró un Caballero azabache que no se veía afectado por la luz de su báculo. El sanador se vio sorprendido pues no fue atacado y tampoco era normal que pudie- ran verle. Inclinó su cabeza buscando ver más allá del yelmo y movió su bastón para iluminar el rostro familiar bajo los metales pesados. —No, no puede ser… —Silencio, el sonido rebota demasiado. Te escucharán. Acto siguiente, el Caballero se inclinó en el oído de Anne, susurrando en Sgälagan su deseo. —Es una demencia lo que pides, ¿no piensas en las posibles consecuen- cias? Jamás aprobaría hacer algo co… Los labios del sanador fueron sellados por los dedos enguantados del Caballero quien entregó una corona en metal negro adornada con nue- ve puntas y siete gemas. La brea se deslizaba desde la cinta acolchaba que debía calzarse en la frente de su portador, ensuciando las manos de Anne. Desde la joya manaba una voz seductora, deslizándose por el pecho del sanador hasta lo más íntimo de su ser. —Tómame… Anne, envolvió la corona con su capa, liberando su plateado cabello anudado dentro de la capucha. Un hombre de nariz afilada y mandíbula estrecha se escondía tras las telas verdes. Decidido siguió los pasos del Caballero de regreso a la superficie, escuchando los cascabeles y campa- nillas apareciendo desde los cielos. 583
El Sanador de la Serpiente Los suelos temblaron cuando recibió las pezuñas de un Guardián reno- vado y cegadoramente brillante en cuyo lomo se alzaba Ëruendil. Ante sí una forma extraña, un capullo palpitante le miraba con su único ojo en medio de un gran salón. Ëruendil se disponía a rezar cuando la lanza del Caballero negro se cla- vó en su hombro derecho, restándole equilibrio. El muchacho buscó a su atacante en los suelos, plantado frente al capullo oscuro, defendiéndole con su vida. Lëithor, el Guardián del Bosque bajó a Ëruendil de su lomo y le quitó la lanza, disolviéndola al tocarla con su nariz pero el joven no se quedaría allí. Avanzó lentamente hacia el Caballero negro pues algo en él le atraía. Una bruma le envolvió y se tornó invisible para Lëithor y los demás es- píritus del bosque, quienes gritaban el nombre de Ëruendil. Finalmente, estando frente al Caballero oscuro, Ëruendil estiró sus ma- nos para retirar el yelmo de su enemigo y así fue como una larga cabe- llera cobre se desplomó imitando una cascada. —Un paso más y adiós, Lil. Ëruendil arrojó el yelmo a los suelos revueltos, retrocediendo hasta per- der la fuerza en las piernas. Terminó por verse temblando en la tierra, dejando que Äerendil le aplastara la mano con la bota punzante bañada en sangre. A su espalda se encontraba Elisia, de piel brillante en medio de las sombras y los nubarrones. Se afirmó en el hombro de Äerendil, besando su mejilla pálida y helada, mirando a Ëruendil con deseo, aca- riciando sus hombros con el pie descalzo. —Tráelo, ya estamos a punto. La Estrella Escarlata está sobre Älmandur. Elisia se apartó flotando por el aire y su vestido de gasas negras era vo- látil, subiendo y bajando como si fueran alas oscuras cubiertas de ce- nizas y líneas de fuego. La bruja se hundió en el capullo del único ojo, momento en que Äerendil tomó la mano de Ëruendil, levantándole de los suelos. El muchacho miraba sus pies, negando con la cabeza hasta marearse, escuchando la voz de Lëithor como si este se hallara enlos confines de Älmandur y no junto a él. —¡Qué esperas!—Los gritos de Elisia provenían de todos los rinco- nes—¡Trae a Ëruendil! ¡Johavé necesita su cuerpo! Raudo como el sonido, Äerendil golpeó a Ëruendil con su látigo aun brillante como el oro, haciendo retroceder al muchacho en duda. Tras un segundo de última negación, Ëruendil empuñó su espada ancestral y arremetió contra Äerendil pero fue esquivado con gracia propia de experto. —¿Eso es todo, Lil? Confundido, Ëruendil atacó nuevamente y pudo sentir la carne de Äe- rendil separarse al rozar la piel de su cuello. Al ver la sangre bullir no pudo continuar y retrocedió, bajando la guardia al ver su espada sucia con la sangre de su antiguo benefactor. Äerendil usó su arma flexible para arrebatar la espada a su contendor y con esa misma espada atacó a su sobrino, quien sólo podía evadir hasta el agotamiento. Finalmente Äerendil se aburrió del juego, empujó a Ëruendil con un rayo dorado naciendo de su mano. El muchacho yacía en la tierra sin- 584
Victoria Leal Gómez tiendo un nudo feroz en su garganta, mirando a Äerendil con decepción y furia cuando este le aplastó el hombro herido con el afilado taco de la bota metálica. —Parece que Eli no hizo un buen trabajo contigo. Qué triste, esperaba algo mejor. Te mantienes en la lista del peor discípulo. —¡NO VUELVAS A MENCIONAR A ËLEMIRE, NO MERECES SI- QUIERA RECORDARLE! —¡YO HABLO DE ËLEMIRE COMO SE ME DE LA GANA, YO LE SALVÉ DE LA MUERTE Y FELIZ LE HABRÍA HECHO MI MUJER DE NO SER POR TU LLEGADA! Ëruendil se alzó de la tierra, reuniendo todas sus fuerzas en su puño con el cual golpeó al vientre de Äerendil, quien se sostenía en los hombros del joven enfurecido. —Oh, cuánta dignidad, la había olvidado por un instante. Ëruendil dio un cabezazo a Aërendil, empujándole a los suelos con faci- lidad, pateando sus costillas frágiles hasta conseguir romper un par de ellas. En ese instante, Ëruendil se detuvo porque su tío jadeaba sin que- jarse ante el dolor de los huesos rotos. No podía ayudarle pero tampoco conseguía reunir furia para deshacerse de él permanentemente. El mu- chacho observó a Äerendil levantarse mientras sujetaba sus costillas con los brazos. Sus ojos lucían brillantes y claros, tan decididos que Ëruendil sólo pudo escuchar sin poder moverse. —Así queria verte, pendejo… —Aery… —Je… ¿estás enojadito? ¡TOMA TU ESPADA Y MÁTAME SI ESTÁS TAN DECEPCIONADO, SGÄLAGAN INÚTIL, NI PARA ÄINGIDH SIRVES! —¡CÁLLATE! —¡ÄLMANDUR NECESITA UN REY, UN VARÓN DE GUERRA!¡- MUÉSTRAME DE LO QUE ERES CAPAZ! Ëruendil retrocedió confundido, ¿qué planeaba Äerendil al guiñarle el ojo? Elisia nuevamente sujetaba los hombros de su Caballero en armadura negra. Susurraba en sus oídos mientras besaba su cuello. —¿Qué esperas, Äerendil, Rey de Älmandur? Entrégame al inocente… Äerendil hizo una mueca de molestia, inclinándose lo suficiente para es- capar del hechizo de Elisia. Empuñó su látigo aparecido misteriosamen- te en su mano luminosa. Con un simple movimiento atrapó el cuello de Ëruendil, atrayéndole con la fuerza necesaria para no quitarle el aire de la garganta. El muchacho buscaba liberarse cuando esuchó un susurro en su fino oído, abriendo grandes ojos enojados, arrebatando su espada a Äerendil. El muchacho lanzaba ataques a su enemigo pero no conseguia acertar y Äerendil sólo reía, dando giros sin atacar a Ëruendil. De vez en cuando su látigo golpeaba a Ëruendil y este sabía que la luz dorada cercenaba su piel con la misma facilidad que los cuchillos usados por el sanador. Tanta pérdida de tiempo exasperó a Elisia quien flotó rauda hacia Ëruendil dispuesta a hundirle en el capullo oscuro, ahorcando al joven con sus propias manos diminutas. Ëruendil clavó su espada en el vientre 585
El Sanador de la Serpiente de la mujer pero no conseguía debilitarle y le hirió una y otra vez en dis- tintas partes del cuerpo hasta que él mismo era un saco de sangre sucia. La bruja tenía manos pequeñas pero potentes y estaba por conseguir el agotamiento de Ëruendil cuando una aguja dorada atravesó su pecho desde la espalda. La quemadura la interior de su cuerpo le obligó a liberar a Ëruendil, quien mimaba su cuello ante la imagen de una Elisia furiosa clavando sus ojos en Äerendil, quien sostenía la aguja de luz. —Ups, parece que me equivoque de objetivo, guapa. Tanta niebla con- funde, a ver si arreglas tu máquinita de efectos especiales porque no veo nada. —¡CÓMO TE ATREVES! —¿Cómo que cómo? Simplemente lo he hecho. —¡MALNACIDO! —¿Qué? Ah bueno, yo no me incliné a tus dioses, ¿qué te hace pensar que soy tu siervo? ¿Esta armadura? Pft, bien pasada de moda que está. Creo… que le haré un arreglo. Ëruendil sonreía mirando a su tío mofarse de la bruja, la armadura os- cura lentamente se desteñía y el tinte violáceo se deslizaba por el metal hacia la tierra, dando lugar a una armadura común pero aún pesada y punzante. En ese segundo que la neblina se retiraba, Ëruendil notó que su tío enseñaba un rostro endurecido y anguloso, más alto y de hombros más anchos. Elisia alzó la mano e inmediatamente miles de Umbríos rodearon a sus enemigos, aprovechando el segundo para regresar al capullo palpitante bajo el agujero en la techumbre del palacio. Äerendil arrojó unas piezas de la pesada armadura cuando las sombras se le arrojaron encima pero, ¿qué podían hacer frente a ese látigo de luz? Desaparecían sin remedio pero no se rendían sino que se multiplicaban atrayendo Äingidh y estos se lanzaban contra Ëruendil y su espada que ya no tenía dudas. Agotados, tío y sobrino chocaron espalda con espalda en un círculo de Umbríos y Äingidh acercándose a paso lento y desconfiado. —Estos putos me tienen chato. —Äerendil… —¿Qué quieres? Es el peor momento para ponerte princesa… —Ahora me caes muy mal. —¡JA! ¿Y te crees que no puedo lidiar con eso? Ëruendil no podía sonreir, se mantenía cabizbajo cuando una luz es- meralda rompió la neblina trayendo el sol consigo. Lëithor se lanzó tal gelatina sobre todas las alimañas y las deshizo como si fueran carbón. El Guardían era una cascada de tréboles y flores blancas deslizándo- se escaleras abajo, llevando consigo una mancha oscura entre sus olas abarcando todo el salón. A duras penas Äerendil y Ëruendil nadaron contra corriente hacia unos asideros que antiguamente sujetaron escu- dos en las paredes pero el temblor en los suelos remecía los cimientos y tras un parpadeo observaron una extraña criatura eclosionar desde el capullo con un ojo. La sacudida en los suelos tomó el equilibrio de Äerendil y Ëruendil pero se rehusaron a caer tan fácilmente, observando un manto negro mate- 586
Victoria Leal Gómez rializándose frente a ellos como un murciélago con miles de cabezas de león y cornamentas de cabra. Äerendil abrió inmensos ojos pues en toda su vida jamás había tenido la oportunidad de encontrarse con fiera tan horrible o lo que fuera en vez de animal. Bajo ella estaba Elisia en vestido rojo, enorme y amenazante, más alta y corpulenta que las columnas sujetando las techumbres. —Oh, cuánto valor enseñan a pesar de que ni sangre les queda—Elisia se inclinó sólo para recorrer con su ojo el cuerpo entero de Äerendil quien cabía entero en la pupila de la bruja—Serías el recipiente perfecto para Johavé y reclamar nuestro reino aquí mismo. —¿Por qué no te vas a casa y te ahorras la pateadura que te vamos a dar? Sonriendo, Elisia sopló ligeramente al mareado Äerendil, quien perdió el escaso equilibrio en sus piernas siendo afirmando por Ëruendil. —Inténtalo, pequeño Trënti orejón. La serpiente que nacía de la boca de un león se agitó por los suelos para derribar a los jóvenes, Ëruendil retrocedió antes de ser golpeado mas Äerendil usó las escasas fuerzas de su cuerpo para usar la serpiente de escalera, llegando a la cabeza del león más grande. Una lanza de oro apareció en la mano derecha de Äerendil, arma que fue clavada en la cabeza del animal rugiendo. Las otras tres cabezas se agitaron, una ser- piente mordió las costillas del joven quien aprovechó la oportunidad de hundir su lanza en el hocico del animal azabache, caminando sobre el lomo para llegar a la cabeza de Elisia. La bruja trataba de agarrarle con ambas manos pero era muy grande y Äerendil muy rápido a pesar de su mareo y elevadas palpitaciones en el pecho. Las tinieblas oscurecían sus pesados párpados mas resistió el canto de sirena en la boca de la bruja. El ruido metálico de la lanza de oro se hizo música para Äerendil al conseguir romper los tímpanos de Elisia, quien chillaba de dolor grande e inesperado. Ëruendil sonreía en el suelo y se disponía a saltar sobre una serpiente cuando Anne se lo impidió, alum- brando la lucha con la gema más brillante de su báculo que solía prestar a Äweldüile para defender la torre. Aquella luz azul sellaba los ojos de la bruja furiosa, sus alas se batían buscando al joven saltarín. Äerendil preparaba un siguiente golpe cuando el veneno de la áspid in- vadió su mente, escuchando los susurros de su propio corazón dispues- to a usar la corona enredada en los cabellos de Elisia. Sólo era cuestión de estirar la mano y reclamar el trono que le pertenecía por derecho, la corona negra era más liviana que la dorada ofrecida por su padre… Anne abrió los ojos cuando no consiguió encontrar la joya entre sus ropas, siendo Ëruendil quien corrió hacia la bestia, trepándose por los peñajes y salientes callosas entre las patas. Äerendil aún portaba piezas de la armadura y de vez en cuando se apre- ciaban parches oscuros moviéndose por el metal. Poseer la corona negra le permitiría ignorar las luchas por el bien de otros ni tendría que preocuparse por otra cosa más que contar sus mo- nedas. Aquel tesoro esculpido amorosamente le susurraba “tómame” y eso hizo Äerendil, mirándola con detalle, consiguiendo aplacar los es- candalosos movimientos de la bruja. —Está bastante bonita para ser producto de un montón de muertos. 587
El Sanador de la Serpiente —Puede darte más de lo que imaginas. —Sí pero a mi no me gustan ese tipo de joyas—Äerendil dejó la corona a sus pies, apuntándola con el índice y desintegrándola con su mero pensamiento—Prefiero el oro, esto no combina con mi colección al final del arco iris. Elisia se hallaba ciega por la pálida luz azul que le abrazaba. Al final de un túnel oscuro apreciaba la figura de una mujer de azul extendido sus brazos sonriéndole. Como si fuera la encarnación de la primavera, el agua del manantial eterno en la Isla de Cerámica le fue ofrecido a Elisia, quien alzó su mano para recibir la dádiva. Incrédula sostuvo la copa de cristal brillante como sol, el agua en su interior era gélida mas tierna como la miel más dulce. El túnel de luz se desvaneció cuando el sello en la frente de la bruja apareció en llamas, su amo reclamaba sus fuerzas y eso ocurrió. La copa de oro fue desecha- da y rota por un pie inflamado y deforme. Las alas negras se hicieron veinte pares y en cada pluma negra parpadeaba un ojo rojizo envuelto en flamas. Äerendil se sujetaba de un mechón rojo, clavaba su frente en la cabeza de la bruja repitiendo un rezo en lengua perdida. Anne sonrió al escu- char una campanilla en el aire, un cascabel en los cuernos de un ciervo caminante de las nubes se corporizó al interior del castillo ya sin te- chumbre, siervo de millones de Altos en armadura de resplandeciente oro y coronados de cristal. Cada uno de los virtuosos llevando lino blanco tomó un fragmento de la bruja para sanarle al rezar en armonía la canción de la medicina. Hoy te rezamos, Primer y Último Para que seas nuestros ojos Donde sea que el sendero nos lleve En tiempos aún por venir. Déjanos ser tus mensajeros Seguiremos el camino que enseñes Guíanos con tu gracia A las tierras de eterna salud. Amabilidad a la vida, pedimos. Como todo inocente que busca un hogar Guíanos con tu gracia Los trozos oscuros dAelEaslitsiiearrcaasíadne eenterpnlaacjausvaenltousds.uelos, derritiéndose y desapareciendo por la luz que nacía del cayado de Anne. Äerendil no podía el peso de su propio cuerpo cuando cayó de las alturas, atrapado por las manos de quienes arribaron al servicio del rezo. Los más res- plandecientes Altos llevaron a su rey a los pies de Ëruendil. —Eh… ¿y yo qué hago con ese despojo de tío? Entre las legiones de los resplandecientes, uno de llos brillaba más y su velado rostro se acercó al sanador a la diestra de Ëruendil. —Äntalmärnen, llévale al Manantial de Vida. El sanador vestía su capucha verde, apretando su báculo fuertemente. —Elisia recuperará fuerzas si apago este brillo estelar. —La última gema en el Salón Álgido se extinguirá de mantener aquí a tu 588
Victoria Leal Gómez semilla. Äerendil nació para ser el Eterno Retorno, jamás el Veneno del Mundo. Quítale esa armadura, entrégale su galardón pues ha puesto fin a la Guerra por las Tierras. —Espera, viejo—Äerendil se sentó usando como agarre los flecos pen- diendo del velo del Alto resplandeciente—Tengo que sacarle el bicho a la pobre muchacha. —Oh, Rey querido, ¿seguro que te sientes hábil? —Obvio. Esa bruja me llamó orejón, me las va a pagar. —Pues bien, iremos contigo. —Espera… ¿y los Guardines, qué? El Alto ayudó a Äerenidl a erguirse y le quitó la sangre, la tierra y la armadura azabache con sólo da runa instrucción al aire. —¿Aún véis a tus superiores como seres animales? Pues aún debes lim- piar esa mente tuya. Andando. —Ay, ya… dame un minuto que me duele todo… —¡ANDANDO! —¡SEÑOR, SÍ SEÑOR! El alto ylas legiones bajo su cetro se retiraron d ela misma forma en que llegaron, con la luz d la madrugada y desvaneciéndose al cielo, dispues- tos a acatar las órdenes de quien tiene su trono sobre el arco iris, en el mar de cristal. Lëithor dio dos pasos de majestuosidad propia de bosque añejo, anun- ciando con sus pisadas la llegada de Nemirhel, la Loba Guardiana de los Hielos y Berion, el León Guardián de los Fuegos; quienes raudos flotaron hacia Ëruendil. Elisia yacía en el suelo sin fuerzas, derretida y sin forma humana reco- nocible, reptaba por las alfombras apreciando que los Umbríos se vol- vían polvo, sus levantados de la muerte regresaban a sus tumbas. La mañana se alzaba victoriosa cuando Äerendil tomo el báculo brillante de su padre feliz de verle. El sanador dio pasos laxos hacia lo que restaba de Elisia, mirándole a los ojos al tiempo que sus últimos trozos se desvanecían por las plegarias de sus hermanos del bosque, la montaña y los fuegos. —Eterna es la Luz a la que renunciaste. Quien te ve y quien te vio… pensar que fuiste mi prometida. —¿Por qué me rechazaste? —Pft, nada más mírate. Bruja. Äerendil clavó el bastón de luz en la masa que alguna vez fue la más grande bruja de Älmandur, espantando las últimas larvas que se resis- tían a morir. Una mano oscura apareció súbitamente desde las entrañas de la brea caliente, arrastrando al sanador hacia el interior de la oscuridad más temible y nunca creada por mente humana. Äerendil se resistió siendo ayudado por su padre y su sobrino quienes jalaban del pobre sanador con todas sus fuerzas mientras los Guardianes de Älmandur se encar- gaban de exterminar al ser negro de grandes alas que nacía del capullo de brea caliente. Sólo era ojos alrededor de una figura humana oscura.Veinte pares de alas tenía y su poder, aunque mermado, era terrible. Levantó una mano 589
El Sanador de la Serpiente para deshacerse de la mayoría de los espíritus traídos por el Guardián de la Fragua, quien retrocedió protegiendo a los pocos restantes a su lado. La gruesa melena del Guardián de los Fuegos era refugio de los peque- ños rezando para exterminar al mal presente mas sus palabras eran en vano. La Loba analizaba la situación antes a enviar a sus pequeños hijos de las rocas y diamante a las fauces de tamaña ferocidad, gruñendo recelosa cuando Äerendil fue tomado en brazos por Äntalmärnen. —Prepararé su retorno. —El Rey no debe marcharse aún. —Ëruendil sabe qué hacer. Es un niño pero deben confiar en su crite- rio—Lëithor afirmó su nariz en el hombro de Äntalmärnen, transfor- mando su cuerpo en pétalos de luz dorada. El sanador dirigió sus ojos a su nieto, sonriendo—Tu sitio en la Isla de Cerámica ha sido dibujado, querido mío. Te esperamos, confiamos en ti. Los Guardianes, los pequeños espíritus de la natura y el sanador junto a su hijo se desvanecieron en la brisa de la mañana, momento en que Ëruendil se plantó frente a la criatura alada, formada de ojos fulguran- tes. La criatura lanzó un rayo negro hacia Ëruendil, quien lo esquivó fá- cilmente de un hábil salto. El muchacho tomó el espejo regalado por Thëriedir mas no pudo ponerlo frente a su enemigo ya que este flotaba con facilidad por los alrededores, perdiendo forma en un sitio para ma- terializarse en otro sin que los ojos consiguieran seguirle. Una y otra vez Ëruendil intentó sellarle en el espejo pero era inútil, guar- dó el artilugio en su bolsillo, empuñando la espada ancestral regalada por Helmut. Esperó pacientemente fingiendo agotamiento hasta que la criatura apareció tan cerca que compartieron aire durante segundos. Ëruendil clavó rápidamente su espada en el pecho de la criatura alada quien usó su propia mano como fuerte cuchillo, hiriendo también el corazón del hombre decidido a darlo todo. Cerró los ojos sintiendo el calor del arma en su interior, la sangre man- chando los ropajes blancos de la montaña nevada, el aire que aún tenía en los pulmones. La criatura retrocedió aturdida al notar palabras sa- gradas grabadas en el filo del arma usada por Ëruendil mostrando clara mueca de confianza. —Helmut me entregó la Espada de Äntalmärnen, no cualquier chuche de baúl viejo. Ëruendil sacó el espejo de su bolsillo, alzándolo a lo que podría llamarse rostro del engendro negro cuya forma empezó a convertirse en humo y chillidos acorralados frente a la luz que le extinguía. Los ojos fulgu- rantes fueron apagados y la forma real de la criatura se manifestó como pobre silueta de persona sin vida, una niña de doce años de largo cabello borgoña y desnuda cayó a la alfombra una vez que la brea le abandonó por completo. Ëruendil arrojó el espejo al suelo tomando a Frauke entre sus brazos, despejando su rostro cubierto por cabello enredado. La niña abrió los ojos feliz de contemplar a quien fue su primo, su pro- metido y compañero de tretas. Y aunque ya era un hombre de barba y 590
Victoria Leal Gómez pómulos afilados como la misma Montaña del Amanecer, mantenía esa dulzura brillante en sus ojos inocentes como el cielo. Frauke acarició la piel de Ëruendil, sonriendo feliz. —Qué alivio…. tan grande. —Frau… yo… —No digas nada. Está bien así… aún tienes que… terminar esto. —¿De qué hablas? —De esto, querido mío—Frauke hundió sus manos en el corazón, sos- teniendo una gruesa larva gritando chillona para ser liberada—Yo no pude con ella… y ya vez lo que hizo. Como vez, hay una sombra tras la cortina… ella es Elisia. Me dejó antes de que me enseñaras… ese espejo tan raro. No vayas contra ella, eres muy joven para enfrentarte a alguien así… —Frauke, espérame. —¡No! ya se ha ido, por favor, elimina esta inmundicia de Älmandur… elimínala junto a todos los Umbríos que aún se sostienen… por mi causa. Soy una bruja, mi querido… arrepentida, pero bruja al fin y al cabo—Ëruendil acostó a Frauke en los suelos. La niña parecía vestida con sus propios cabellos—Lamento la desilusión… primo querido. Yo te quería… para mí… pero no de la forma en que podrías imaginar. —Pero Frau… yo no puedo… —Sí puedes y debes. Eres el ungido del rey de Älmandur… —¿Qué significa eso? —Lo sabrás… no debes… recibir ayuda de mi parte… o tu alma se liga- rá a la mía por juramento. Anda… termina ya. Ëruendil fue rodeado por millones de Umbríos y sus espadas envenena- das de sombra. El círculo fue sellado por una cúpula violeta buscando encerrar el rezo oculto del hombre bajo la capa blanca, quien rompió el espejo con el tacón de su bota. Atento a cada paso de quienes le encerraban, Ëruendil alzó la mano derecha a los cielos para llamar a la única capaz de purificar las tierras y a sus habitantes bajo los suelos. —Hágase la voluntad del Primer y Último Rey, en sus manos estoy aho- ra. En tu nombre, ningún mal tiene poder. Entonces Ëruendil pronunció el verdadero nombre del rey sobre el mar de cristal y miró a los cielos despejados del invierno congelante, dejando que los copos de nieve pintaran su piel enrojecida por las heladas. Uno de los Umbríos sintió infinito placer al tocar la piel de Ëruendil, suspirando cuando su sangre hirvió de gusto mas el deleite fue efímero ya que la luz de la creación cayó sobre aquel hombre de ropajes de nieve. Äntaldur invocó la Espada Celestial y así mismo hizo Ëruendil años atrás cuando no sabía lo que escondía pero este rayo era diferente, su fulgor se extendía más allá del sitio donde nacía la oscuridad, atravesan- do Älmandur y la Montaña Amanecer, llegando a los mares y a la isla frente a las tierras del reino. Atravesó también un navío estelar posado sobre las techumbres del palacio, transformándole en arenisca que ja- más volvió a reunirse. Aquel fulgor se llevó el sonido de toda ave pero no su vida, se llevó el frío pero no la nieve. El auténtico poder de aquella espada fue desatado 591
El Sanador de la Serpiente y despedazó los edificios de Älmandur, llevándose la brea en el fondo de la Fragua Eterna y el Bosque, limpiando a los heridos y resucitando a los caídos que rehusaron a los dioses de Elisia. El León se llevó a los suyos y la Loba se llevó a sus hijos de roca y diamante, siendo seguida por el Ciervo. Quienes también regresaron a la vida fueron los asesinados en Villa de las Cascadas y Roca Viva, la gente de la Villa Hoja Verde y de la Rivera… Todos los descendientes de Alto escucharon el llamado de la Isla de Ce- rámica, comenzando la gran migración de regreso al Hogar en los Cie- los, sujetando la mano de todos los hombres nacidos en este mundo que fueron firmes frente a la maldad. Todo hombre, mujer y niño que luchó contra la oscuridad se levantó de su tumba rumbo a la Isla resplandeciente posada en medio del Bosque del Olvido. Älmandur quedó vacío, sólo la natura se quedó a invadir con sus pastos y flores las antiguas construcciones de los hombres, reclamando el im- perio que los Altos devolvían. El canto de las aves fue escuchado por Ëruendil, cuyas vestiduras fueron limpiadas por la mismísima luz invocada por su mano, rodeado de plu- mas de pavo real blanco y diminutos cristales en sus hombros. Entonces, cuando el ungido supo qué significaba tal palabra, estuvieorn seguros los cuatro costados de la tierra. Ëruendil miró hacia el sol pues de él provenía una escalera pálida escul- pida por un antiguo artesano. Avanzó confiado hasta que una mano le mimó desde atrás. Al girar, Ëruendil no pudo hacer más que reír pues el guardia que le entregó sus ropajes en el calabozo le hacía señas, quitán- dose la capucha, el yelmo y todos los accesorios que ocultaban su rostro. Bajo todo el metal estaba Lïnawel, riéndose de su hijo como si una broma le hubiese gastado, abrazándole con fuerza, besando su frente y mejillas. Del otro lado estaba el Caballero de Oro, quien arrojó su arma- dura al suelo para abrazar a su hijo. Orophël tomó la mano de Ëruendil para ayudarle con el primer escalón pues era más alto que todos los demás y difícil de trepar por un muchacho aún en crecimiento. Ëruendil fue recibido por una mano cálida y dura, fácil de reconocer. El joven se incorporó raudo, abrazando a la mujer asistiéndole a subir la escalera, besándole con tanta alegría que sus lágrimas cayeron contra su volun- tad. Ëlemire sujetó a su esposo, secando sus lágrimas con la manga de su túnica de estrellas, indicándole que en el siguiente escalón le esperaba alguien. Entonces, el feliz hombre subió otros veinte escalones hasta divisar una figurilla que le saludaba a contra luz, dando brincos. La pequeña de lar- go cabello como el trigo abrazó a Ëruendil que no pudo negarse a car- garle y ponerle en sus hombros. La niña jalaba las trenzas de su padre mientras este subía más peldaños siendo seguido por su familia. Älmandur sostenía un libro de tapas verdes en el descanso de la escalera hacia el cielo de oro, origen de las plumas, los diamantes y las perlas. Una comarca de cristal más pura que el lino se esbozaba en lo más alto de la escalera y ese era el destino de Ëruendil, quien fue seguido por Äntaldur, Thëriedir y Näurie. 592
Victoria Leal Gómez Más allá de las nubes le saludaba la gente de Orophël, de Beithe y Äl- mandur. Descendiendo para ayudarle a subir estaban los habitantes de todas las villas y aldeas del reino y también algunos Fiadhaish de la Montaña Amanecer. Justo cuando Ëruendil quería voltear y mirar a su espalda le detuvo una mano pesada enguantada de oro. Sus ojos se encontraron con Helmut, quien se había convertido en Ca- ballero de la Isla de Cerámica y vestía una armadura solar mas no tenía espada o escudo alguno sino una capa blanca. Helmut abrazó a su que- rido primo, invitándole a la comarca de eterna música y felicidad. Ëruendil asintió en silencio, dejando a su niña correr a los brazos de Ëlemire, observando que peldaños más abajo era mirado por Adalgisa, Albert y Hagen junto a su hija, Frauke. Estaban lejos, más abajo del primer peldaño subido por Ëruendil pero este no dudó en descender y tomar la mano de cada uno hasta que todos pudieron usar sus piernas para ascender a la Comarca de Cristal. Su cuerpo fue transformado y su misión era amplia como las estrellas en los cielos y sus frutos, numerosos como las arenas del desierto. 593
El Sanador de la Serpiente EPÍLOGO Siete meses tras la caída de Elisia. 594
Victoria Leal Gómez El desplome de Phillipe sobre las alfombras del palacio de Aza- lea fue tan repentino que no hubo tiempo para socorrerle siquiera. Su rostro se golpeó contra la madera y cuando el pequeño Zagros se acercó a comprobar la vida de su supuesto padre no le quedó más alternativa que guardar silencio, regalar una venia y esperar a que los Umbríos en la puerta cumplieran su misión. De todas formas, Mila le advirtió con anticipación sobre la cercana muerte del Rey Negro y preparó al niño con toda la destreza imaginada por cualquier brujo, haciendo del pequeño un deseoso hombre ham- briento del poder que yacía en aquella corona, apresurándose en poner la cabeza bajo la joya oscura que sostenía un soldado a su izquierda. —He nacido para grandes cosas—dijo Zagros, hinchando el pecho— Pero sobre todo, he nacido para finalizar la labor de mi madre y mi padre, la de someter estas tierras bajo el dominio del Gran Maestro. Pues aquí estoy, presto a recibir la gracia de la Corona Azabache. Azalea será mi reino, el reino de Johavé al que rendiremos nuestra veneración absoluta. —Zagros, no te apresures—Selene abandonó su sitio en la mesa, acer- cándose a su esposo, ofreciéndole una copa del dichoso vino que cono- cemos—La ceremonia ha de prepararse y ya se acerca el Mes del Sol. Algunos de nuestros hombres recuerdan el Festival de los Altos y que- rrán comer hasta perder la razón, como todos los años. Ofréceles fiesta mientras te coronas y nadie te preguntará por qué nuestro tesoro es ne- gro como la noche que negaba su retirada. —Me pides lo que es correcto, esposa mía. Seguiré tu consejo, la Cere- monia de Coronación será una gran fiesta, el cambio en nuestro dogma. Apenas la joya se pose en mi cabeza han de desaparecer el recuerdo de los Altos y de los descendientes de Älmandur o como se llame. ¡Sebas- tian!—Zagros levantó la mano airoso, mirando hacia el joven escondido en un rincón sombrío, junto a su fiel espada— Encárgate de todos los pormenores de mi coronación. Azalea verá su grandeza en los próximos días, meses y años. Prepararemos estas tierras para el regreso de la Es- trella Escarlata junto a Johavé. —Le aseguro que Azalea, su reino, será inmensamente fuerte, Majes- tad… Si me permite, he de comenzar en este momento las gestiones para la ceremonia si desea oficiarla el día quince del Mes del Sol. —Sí, sí… ve, Sebastian. Ve, ¡ah! Y dile a Catalina y Estuardo que pueden visitarnos, su carta ha traído alegrías a mi corazón ansioso de conocer- les. —Mis padres se sentirán honrados al escuchar su petición, Alteza. Le servirán con orgullo. El joven enseñó una profunda venia de respeto que escondía la sonrisa más burlona jamás creada, escabulléndose entre las sombras del palacio, los cortinajes y los soldados al servicio del nuevo rey. Lotus le esperaba en un salón adornado especialmente para la cena de aquella noche. La muchacha tomó la trenza desordenada de su herma- no, amarrándola con la cinta azul que alguna vez sirvió de promesa ma- trimonial. —Preciosa mía, he de solicitarte una urgencia. 595
El Sanador de la Serpiente —¿De qué se trata? —¿Existe algún brebaje, polvo o sustancia similar e indetectable que in- cite a los súbditos a estar en eterna rebelión contra su rey? —Me pides algo extraño, ¿por qué te gustaría ver a los súbditos de Za- gros en desgracia? Ellos son gente honesta e inocente… —Levantados de la muerte, no vivos… sin memorias ni sentimientos, respirando por fuerzas que no deberían nombrarse. Y ese Zagros no es un rey sino un lacayo de Elisia y sus fechorías, ¿en verdad es un crimen lo que mi mente trama? A mi parecer, es sólo una cucharada de su propio chocolate. Sebastian caminaba en círculos por el salón, de brazos cruzados y son- riendo mordaz. —Desconozco si existe tal elemento, hermano querido, pero… puedo consultar y fabricarlo. —Dispones de diez días, tras ello las comidas empezarán a ser prepa- radas y necesitamos imbuir ese veneno en todos los alimentos posibles, preciosa. —¿Diez días? Tiempo más del que requiero para la tarea, Sebi. —Siempre puedo confiar en ti y eso… me agrada muchísimo—Sebas- tian puso pies a la salida, sabiendo que debía ocuparse de la ceremonia de coronación—Ya sabemos cómo son estas alimañas, procuraremos es- tar siempre a veinte pasos más adelante. El tiempo ya no es una desven- taja. Azalea es… nuestro. Älmandur completo lo será. Sólo necestiamos paciencia. Lotus suspiró resignada ante la ambición de su hermano, desconocien- do su profundo anhelo interior. Se dignaba en cerrar la puerta cuando entregó un papel doblado en cuatro partes y sellado con lacre azul, en- tregándolo a su hermano. —Helmut lo escribió hoy en la mañana cuando consiguió dominar el hechizo de Elisia. Me advirtió de su segunda y final muerte. Sebastian tomó la carta, despegando el sello, leyendo las tres palabras rayadas apresuradamente y con caligrafía desprolija llena de temblores. Confío en ustedes. Sebastian dobló el papel siguiendo el patrón original, conservando la pieza en uno de los bolsillos cercanos a su pecho. —Hermana querida, tenemos que demostrarle a Helmut nuestra valía. Sea esto una muestra de respeto por su sacrificio y una muestra de amis- tad. Con la mirada triste los hermanos se separaron, prestos a cumplir sus labores asignadas, las conocidas y las misteriosas. Antes de sumergirse en sus tareas, Sebastian enseñó el frasco regalado por Näurie, haciendo sonreír a su feliz hermana. —Seguro papá y mamá estarán felices de cooperar si les decimos que serán dueños de Azalea. —Así es, preciosa mía, no podría decirse mejor. Ay, me encanta tenerte cerca otra vez… Los últimos días del Mes de las Grandes Bendiciones pasaron tan rápidos y atareados que ningún siervo del palacio tuvo tiempo de cuantificar siquiera las horas pues las órdenes de celebrar la coronación 596
Victoria Leal Gómez el decimoquinto día del Mes del Sol era imperante y necesaria. Y los primeros catorce días del Mes del Sol estuvieron llenos de banderines de colores y músicos de Siam invitados a la fiesta, el envejecido Jade Oceánico fue de los pocos en disfrutar de la calidez y bondad del sol sin dedicarse a otra labor que el mero goce de la comida, el licor y el opio. El día del antiguo Festival de los Altos recibió el nombre de Día del Maestro pues todas las incitaciones del palacio por promover el supues- to alfabetismo dio por resultado la creencia de que el pueblo celebraba a los nuevos profesores dispuestos a enseñar las letras a toda Azalea, ignorando profundamente que se hablaba del Maestro de los Brujos. Horas antes de la ceremonia de coronación, camufladas entre el bullicio y el gentío, Mila y Runar confesaron su deseo y deber de reunir todos los fragmentos de la Piedra del Crepusculario ya que su poder total podría desatarse algún día en el Reino de Kashmir, donde Johavé descendería de la Estrella Escarlata a su reino, que sería Azalea. Zagros accedió a separarse de sus instructoras, ordenándoles que también era su deber regresar a Azalea porque algún día él sería padre y sus hijos requerirían aprender las Artes Mágicas. —Para eso estoy , Majestad—dijo Nikola, posando la Corona Azabache en la cabeza del joven quinceañero—Sus hijos serán mis pupilos en la magia y en la espada. —Entonces he de tener dos hijos. Es inconveniente que uno practique ambas artes, siempre fallará en una. —A su conveniencia, Majestad. Oh, casi lo olvido—Nikola entregó un largo pergamino escrito con prolija pluma y en ambigrama, imitando la escritura de los Altos pero en el idioma de los Hombres—Hemos elabo- rado esta genealogía para que sus descendientes la reciten. Los nombres de gentes buenas aparecen para que, en caso de recitarlo ante el pueblo, no hayan preguntas incómodas. —Nikola, te pones el parche antes de la herida, creo que he de tenerte siempre cerca, amigo mío. —A sus pies, Majestad. —Me pregunto, ¿qué diría mi padre en un día como este? Habría sido un deleite conocerle. —De seguro su padre se sentiría orgulloso, mi querido rey… Mila y Runar ya estaban fuera de las murallas de Azalea, escuchando el barullo de la fiesta, viendo los sombreros ser arrojados a los aires, los cerdos chillar por patas aplastadas… Con sus Ojos de Ave apreciaron la brea violácea deslizarse por la frente del nuevo rey, alegre por el poder conferido a través del objeto cuya piedra principal era un trozo de la Piedra del Crepusculario, que refulgía vigorosa ante el sol. Las recién convertidas brujas tomaron caminos distintos y en silencio, conociendo sus futuras tramas. Sin embargo, Mila jamás sospecharía que la oscuridad rodeando el corazón de Runar no era lo suficientemen- te fuerte para enceguecerle. Runar elevó la vista cuando sintió pétalos de flor blanca y plumas acariciar su hombro desnudo, viendo que estos remolinos de polen y perlas giraban hacia el este. Allí, en el este del este fueron a caer esas plumas y pétalos, sobre la cabe- za de Äntalmärnen y su hijo dormido envuelto en su capa. Äerendil fue 597
El Sanador de la Serpiente dejado en una laguna de aguas tibias y cristalinas donde los pececillos revoloteaban besando las mejillas del durmiente. El sanador besó la frente de su hijo y recostó su báculo en la mano dere- cha, sonriendo al alejarse para tomar la escalera blanca hacia la comarca de cristal en lo alto, en la Isla de Cerámica, el Reino en los Cielos. —Aquí, en el Mes del Sol yo te digo, oh, unigénito de mi alma, que tu misión es cuidar de los inocentes que busquen su origen. Vivirás en este Mundo de Cristal hasta que llegue el día en que el momento de recoger los lirios sea el perfecto. El Primero y el Último su Gran Obra terminará y ese día tu descanso posible será. La vida es un flujo, amado mío. Tuvo un inicio pero jamás conocerá el fin. Ve, criatura del sol, a reencontrarte con el hálito insuflado por el Primero y Último. —Te marchas otra vez, papá, antes de poder abrir mis ojos. Te vas en medio de mi sueño, a reunirte con mamá… ¿me dejarán con la pesadilla de extrañarles siempre? —Estamos siempre contigo, mi budín con pasitas. Äerendil escuchó a su padre en silencio pues le era imposible moverse. Su respiración acusaban las inmensas ganas que tenía de saltar y abrazar a su padre a quien siempre creyó difunto. ¿Dónde estaba Täioiane, su madre y cómo estaba su tío Äntaldur y su esposa e hijos? Ninguna respuesta fue contestada pues Äntalmärnen le dio la espalda antes de escuchar esos pensamientos en el aire, escalando hacia su des- tino en el cielo. Así fue como Äerendil fue abandonado en un campo de arroz, al este del este del Mundo de Cristal. El sol ya caía cuando un hombre le encontró, sacudiéndole desesperado pues el muchacho se hallaba frío y rígido como la piedra, mojado hasta los huesos. El hombre gritó a un colega que robaba a hurtadillas un poco del arroz tan necesario para el próximo desayuno, arrojando sus perte- nencias al suelo cuando se vio en la necesidad de sacar a un ahogado. Äerendil abrió los ojos tras varias sacudidas, notando que el báculo de sanador le había sido concedido. Ya amanecía cuando consiguió ponerse de pie, vistiendo la capa verde sobre sus hombros, cubriéndose con la capucha. Mirando el sol e ignorando los comentarios de los asustados ladrones de arroz, Äerendil suspiró sonriente, sujetándose en el grueso bastón con siete esferas de brillantes colores. —Me he ganado el respeto de mi maestro. 598
Victoria Leal Gómez El Sol no sabe de buenos. El Sol no sabe de malos. El Sol ilumina a todos por igual. Quien se encuentra a sí mismo, es como el Sol. 599
El Sanador de la Serpiente ANEXO 600
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