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El Sanador de la Serpiente

Published by Victoria Leal, 2021-07-27 17:36:52

Description: El Sanador de la Serpiente

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Victoria Leal Gómez Näurie era mi mujer y nuestra querida hija tenía cinco años. —Es decir que usted lucía de diez años pero en realidad ya era un hom- bre. —Así es, querido. —¿Puedo saber porqué jugaba con nosotros? —¿Jugar? ¿Acaso no les enseñé a defenderse y a usar la espada? ¿No te enseñé a usar esa técnica combinada de daga y espada, jovencito? Sebastian sonrió bajando la mirada, reconociendo que ese “niño” lla- mado Ritter se trataba de un instructor y no de un compañero de tretas. Nuevamente haciendo cálculos mentales, Sebastian descubrió que, en realidad, la distancia en las edades era ridícula. —Es un alivio escucharle. Agradezco su tiempo y paciencia. —Un placer. —Déjeme exclamar mi admiración pues lucir tan joven a la edad de noventa años es digno de imitarse. Äntaldur sonrió confiado retomando la marcha por las escaleras hacia el palacio en la colina, sintiendo una mano cálida que sujetaba el cora- zón entristecido de una consciencia arrepentida. *** Ëruendil despertó agitado y no recordaba por qué mas su co- razón le llevaba a una larga carrera por parajes nunca imaginados, terri- bles y escabrosos. Retomó el aliento antes de girar y abrazar a Ëlemire quien aún dormía envuelta en frazadas colorinches y borlas tejidas a mano. Ëruendil acarició la mejilla de su esposa, besando su frente al recogerle entre sus brazos, notando la piel helada de quien se rehusaba a despertar. El muchacho se alteró, nuevamente la angustia de la pesadilla no recor- dada embargaba su pecho aprisionado, dejó a Ëlemire en el colchón y le sacudió bruscamente para forzar el despertar de la mujer, quien abrió los ojos espantada de ver la expresión de su esposo. —Lil, ¿qué pasa? —¿Qué pasa?—Ëruendil tenía grandes ojos y la respiración entrecorta- da— Cómo que qué pasa, no despertabas y… me asusté. Ëlemire se sentó en la cama, cubriendo su desnudez con la frazada más delgada. —Claro que no despertaba, aún soñaba… Ëruendil retrocedió, bajando la cabeza para buscar su ropa. —Perdón, es sólo que… —Es la tercera vez que me haces esto, cuando alojamos en la taberna casi me botas de la cama… Por favor, no vuelvas a hacerlo porque es- panta, ¿vale? Ya vistiendo la primera capa de vestiduras, el asustado hombre abrazó a su mujer, hundiendo su rostro en su cuello. —Tengo miedo de que un día no despiertes—Ëlemire sintió la voz en- trecortada de Ëruendil, correspondiendo el abrazo—Estoy asustado de que amanezca y no respires más… —Lil, todo está bien, ¿ves? Aquí estoy, bien viva y con harta hambre. 451

El Sanador de la Serpiente —Siempre tienes hambre, Eli… —Ay sí, perdóname, guapo. —Al menos no me amenazaste con tu daga… Ëruendil dejó el catre para aventurarse fuera de la choza sorprendiéndo- se al ver que toda la aldea dormitaba profundamente en medio de una noche cerrada. Tomó una de las frutas en la bandeja sobre la mesa en el centro. Junto a las cenizas de la antigua fogata disfrutó el jugo fresco de lo que podría llamarse un desayuno de medianoche. La luna aún no llegaba a su pináculo en la bóveda celeste y la brisa le- vantaba los vellos en los brazos de quien caminaba entre los pastizales, aturdido. —Pero si he dormido como un tronco… debería ser de mañana. Ëlemire le alcanzó rápido, abrazándole para notar que era un poco más alta que su esposo. —Lil, está bien raro todo. El sol debería estar allí arriba. Pero oye, qué rico eso, dame que me parto de hambre. Ëruendil entregó la mitad de su fruta a Ëlemire quien la terminó de un bocado. —Debería pero hay algo en el aire. —Está congelante para tratarse que estamos en otoño pero los árboles están mudos, no podría decirte de qué se trata. Ëruendil posó su mano derecha tras su pequeña oreja puntiaguda, pres- tando atención a los espíritus del aire momento en que Äerendil llegó de un trote. —¡Buenos días! —Sht, intento escuchar. —Lil, Eli, tenemos que partir ahora. Una chica se durmió al lado de Helmut anoche y le están buscando porque creen que se la sirvió, ¡nadie cree que se dedicó a dormir! —Mi primo puede ser un bestia pero dudo mucho que se aproveche de las mujeres… —Ojalá fuera mujer, es una niña de siete años y se le ha quedado dur- miendo encima. —Además, debe tener una resaca épica. Ëlemire fue saludada por un viejo de barbas trenzadas y panza cerve- cera quien le palmeó la espalda torpemente. Ëruendil vistió su capucha evitando cualquier signo de admiración por parte del tipo pero este sólo tenía ojos para Ëlemire y ella le levantó del suelo con un fuerte abrazo de reencuentro. Tras unos gestos rápidos el hombre se retiró entre risas. —Em… ¿quién era él?—Ëruendil limpiaba a su esposa de la tierra que el hombre dejó en las ropas de la mujer—Parecía muy feliz de verte… —Ese es el viejo Tapón Oxidado, un amigo. Con él robamos varias veces en el palacio de Älmandur, de hecho una vez hasta nos colamos en el cuarto del príncipe y le robamos un… Äerendil se estiró, tapando la boca de Ëlemire. —Hora de partir, muchachos. El Guardián nos espera. El trío de amigos caminaba bajo sus capas oscuras entre las chozas, es- quivando un grupo de padres que revolvía los alrededores entre antor- 452

Victoria Leal Gómez chas y enojos, pidiendo el matrimonio entre Helmut y la niña. Äerendil avanzaba sin mirar atrás seguido por el matrimonio entre ri- sas. Helmut apareció del lado contrario agachándose lo más que podía escondido bajo su capa al revés pues la tela interior era marrón y no de brillante azul. —Hay brea extraña derramándose desde las copas de los árboles, espero que ustedes sepan de lo que hablo y me expliquen. —Primo… —Willie, dime qué ocurre. —Nada es sólo que… ¿cuál es tu secreto para no tener resaca? Creo que lo necesitaré porque el zumo me golpea la cabeza… y creo que quiero vomitar. —No es momento de discutir tonterías. Si vas a devolver, hazlo ahora. Toma—Helmut arrojó una espada corta a su primo quien la recibió por suerte y no por habilidad. La vaina del arma estaba finamente labrada y tenía incrustaciones de zafiros brillantes sobre hojas de filigrana de oro—No puedes depender del resto siempre, ya no tienes guardaespal- das. —Gracias… —No me agradezcas un regalo así, Willie. Es para matar, la muerte es lo último que buscamos agradecer. —¿Dónde he escuchado eso antes? El grupo avanzó a hurtadillas entre los matorrales, los muebles y las chozas hasta conseguir abandonar el campamento. Mimetizándose con la arboleda ya esbozándose en la tierra, Helmut miró a Ëlemire con de- cisión. —Mencionase un camino breve. Adelántate y enséñalo. Ëruendil, Äe- rendil, vayan tras ella, yo iré en la retaguardia. —Pft, pero qué pesado, ¿qué te crees que somos? El único al que le aguanto órdenes es a mi maestro. —Eli, Helmut tiene razón—Ëruendil tomó la mano de su esposa, besan- do sus dedos—Él es muy diestro con la espada, tenerle vigilando nues- tras espaldas es la mejor idea. Tú serás nuestra guía, estoy seguro que tu mano no temblará si vemos alguna amenaza, es la mejor formación posible. —Vale, si lo pones así… Ëlemire corrió internándose en la arboleda seguida por el grupo al des- cubrir que la mujer se escurría por un sendero borrascoso iluminado escasamente por Bailarines de Trébol que empacaban sus casas en ma- letas, marchándose de la arboleda y del bosque. Ëruendil tomó a una familia entre sus manos, escuchando los llantos de los más pequeños, el espanto de los adultos que jamás habían sabido de alguien que les pudiera ver tan fácilmente. El joven regresó a la familia de Bailarines de Trébol a los pastos, ayudándoles a esquivar un charco, devolviéndoles una guinda que servía como provisión y que fue acarrea- da entre cuatro fornidos varones de verde. —Buen viaje. Tengan cuidado con los Trënti, andan robando frutas dul- ces. Y si llevan nueces, aléjenlas de Äerendil, ¿vale? Los Bailarines de Trébol se despidieron de Ëruendil agitando sus manos 453

El Sanador de la Serpiente en el aire, escabulléndole entre las caléndulas. Ëruendil tuvo que correr al notar que se alejó del grupo para ayudar a las hadas, alcanzando al resto en un suspiro que le costó dos caídas entre las ramas de los árboles curiosos. Ëlemire abrió un agujero entre arbustos y zarzas, enseñando un sendero dibujado con líneas brillantes en cortezas añosas. —Por aquí. Con cuidado, el centro del bosque es más raro que una vaca a rayas. Ëlemire entró al bosque rápida como el viento, tras ella ingresó Ëruen- dil, seguido de Äerendil y Helmut quien tuvo dificultades para escurrir- se por el pasadizo debido a su altura, la capa y la rigidez de la cota. Mas su deber era cerrar el sendero espinoso y eso hizo. Ëruendil se detuvo en un claro, mirando hacia las copas desnudas de los árboles otrora verdes, ahora azabaches. —No habrá amaneceres para Älmandur. —Willie, lo que dices es ominoso. —Realista, mi querido primo. La luna llegó para quedarse, tragando al sol como si este fuera más pequeño. Y el bosque, su temblorosa voz pide socorro desde todas direcciones pero no oigo la voz de algún Guardián, si es que aún vive. —De hecho, nadie le ha visto—Äerendil acomodaba las hojas de filigra- na de oro colgando desde sus trenzas enredadas con el resto de su larga cabellera cobre— Es una historia contada por los viejos y bueno… yo he supuesto que nos necesita. —Maestro, ¿sabía usted que, cuando miente, tiene la costumbre de le- vantar las orejas? —Äerendil, el Guardián está aquí y en todas partes. La brisa es su resue- llo, las hojas son sus ojos… —Lil, tú lo sientes, ¿verdad? Llévanos a él. Ëruendil siguió el aroma meloso percibido en lo más profundo de su alma caminando a través de cenizas flotantes y llamas entre zarzas y líquenes que se enredaban en sus vestiduras y en las de todos. Cada uno llevaba su ritmo de marcha pero sin romper la fila, apreciando detalles extraños en las piedras que rodaban en sentido contrario al viento, hojas que caían hacia arriba y ranas que croaban hacia sus interiores. Helmut encontró una pisada extraña en el fango. Palpó la textura pega- josa de la brea analizando el inmenso tamaño del pie retratado antes de notar que se había separado del grupo. —Willie, hay más gente por aquí. He pillado una huella fresca. No avan- ces como si estuvieras en casa. La única respuesta fue el eco de su voz rebotando en los troncos petri- ficados y grises. —Mierda, otra vez no. Puto bosque de mierda, ¿qué me preparaste aho- ra? ¡Estoy listo! Ëruendil detuvo su marcha para girar encontrándose solitario en el cen- tro de un árbol tan colosal que nunca notó haberse metido en él. Tal vez porque nunca estuvo fuera o porque el bosque entero se trataba de seres viviendo al interior de una corteza, quien sabe. Las hojas se arremolinaban para envolver el cuerpo delgado del mucha- 454

Victoria Leal Gómez cho sobre la piedra quien no perdió el tiempo entre espantos y gritos frente a las ramas que se enredaban en su cabello dorado. Ëruendil rasgó los musgos cayendo desde quién sabe donde pues se trataba de un velo que no le permitía encontrar al Guardián y sabía que le esperaba en algún sitio. El joven escaló las ramas oscuras pobladas de arañas y escorpiones que luchaban entre ellos para picar la piel pálida y rosada de quien se notaba descalzo, ascendiendo entre cenizas hacia un sendero evidente. Respirar se hacía trabajoso a cada paso avanzado y todo el mundo lo sentía así, incluso Äerendil y Ëlemire quienes apenas esquivaron una rama caer desde el cielo. Intentaban tragar aire pero este se hallaba de- masiado caliente para ser inhalado y contuvieron la respiración por un instante antes de volver a la afanosa tarea de respirar. Por cada paso dado los árboles se apretaban más y más, a veces for- mando puertas pero la mayoría de las ocasiones serán grandes murallas llenas de espinas que se clavaban en sus carnes. La tierra estaba reseca y en partes de hundía en inmensos socavones rellenos con brea atrapante, las huellas de los pasos desaparecieron porque la viscosidad escondida bajo unas hojas comenzó a engullir a Äerendil y Ëlemire, quienes for- cejeaban hacia las afueras clavando puñales en la tierra que se rasgaba quejándose agónica, frenando el avance de Helmut. El Caballero arrojó unas agujas al ser extraño moviéndose entre las sombras pero resultó ser una rama con forma de hombre. Sin dudar, Helmut esquivó la zanja entre lava y brea con el hálito entrecortado. Las cenizas comenzaban a quemar su cabello cuando recibió un flechazo en la espalda, que para su fortuna fue repelido por la firme cota bajo su túnica. Helmut empuñó su espada y giró rápidamente, enfrentándose cara a cara con un Äingidh de olor fecal cuyo mandoble partió el hermoso acero de Helmut quien sintió turbación por un instante antes de clavar una de sus agujas en el ojo más brillante de su adversario meciéndose de izquierda a derecha tratando de quitarse de encima al Caballero ata- cando el otro ojo con sus dedos, arrancando el globo y arrojándole a la zanja de lava. El Äingidh agarró a Helmut de la pierna y le giró por los aires estrellán- dole contra una loza despedazada y punzante. El Caballero se incorporó justo en el momento que su enemigo buscaba clavar su espada en el pecho, quitándole el arco y el carcaj en su espalda, liberando una flecha envenenada directo a las carnes desnudas del deformado Alto de piel carbonizada y cenicienta. La siguiente flecha atravesó el hueso de la frente hasta los sesos pero eso no vencería a un Äingidh ya muerto cuyo silbido atrajo a sus hermanos presto a derribar al único humano en el bosque. Las piernas y brazos de Helmut fueron agarradas y jaladas creando un potro de tortura im- provisado pero eficiente. Helmut se resistía entre pataleos y mordiscos, escupiendo al sonriente feral buscando arrancarle la cabeza. Pero los Äingidh cesaron su juego cuando el Mayor de ellos apareció, cruzándose de brazos ante la figura disminuida del exhausto Helmut quien analizaba la estampa de negro como familiar. 455

El Sanador de la Serpiente —Siempre he querido saber de dónde sacas esa fuerza. Admirable, tie- nes mis respetos. Helmut fue lanzado a la tierra hirviendo. Desde allí reconoció los afila- dos pómulos y angulosas cejas de quien fue su Escudero. El Mayor de los Äingidh arrojó su yelmo a las manos de un súbdito dando un paso al frente, enseñando con arrogancia el sello de fuego en la piel de su frente. —Nikola… finalmente cediste a tus iniquidades. Te haz convertido en un brujo de calibre importante, ¿no es así? —Te lo advertí la última vez que nos vimos. Tuviste la oportunidad de estar conmigo hoy. Helmut reunió sus fuerzas para ponerse de pie, clavando sus ojos en los de Nikola cuya piel brillaba plateada y extrañamente cautivadora. —No hables como si este fuera un triunfo. —¿No lo es? —Claro que no, imbécil. Nada más mírate—Helmut apuntó a Nikola con desprecio y burla— Eres el despojo de quien fue un excelente huma- no. Tienes poder pero te lo han dado a cambio de ti mismo. —¿Poder?—Nikola sonrió, acercándose lo suficiente para ordenar el ca- bello enredado de Helmut—Tú sabes de poder, querido. Naciste entre gente de alcurnia, educado como todo un gran señor, siempre mimado y querido. Lo que yo tengo no es poder… sólo admiración por quien eres. —¿Admiración o envidia? Helmut bajó la mano de Nikola de un golpe, robando ágilmente el man- doble de un desprevenido Äingidh. Mas el Mayor no suspiró siquiera aun teniendo el filo del arma en su cuello. Simplemente levantó la mano para indicar tranquilidad, manteniendo su mirada en la de Helmut. —Tuviste la oportunidad de dejar las artes oscuras que profesas. Te lo pedí miles de veces. —¿Para qué lo haría? Nunca te importé un pimiento. Ni siquiera ahora me pides esto por mi bien, lo haces porque sabes que, si abandono a Eli- sia, podrán recuperar a los Guardianes. No te creas una buena persona porque NO LO ERES, sólo te gusta jugar a ser bueno, ¿no es así, Helle mío? —Nunca fui tuyo y nunca lo seré. —Oh… un juego… ¿eso fui para ti? —Sólo estaba confundido. Sólo experimenté, no significó nada y menos ahora. Olvídalo, este momento es el único que cuenta, ¡toma tu espada! Una lágrima se deslizó por la mejilla de Nikola quien la secó rápidamen- te antes de vestir nuevamente su yelmo negro. —¡Pues yo te lo di todo! ¡HABRÍA DADO MI VIDA POR VERTE SONREIR! Eres un imbécil, un estúpido. —Yo mentí y tú lo creíste, ¿quién fue el estúpido? Nikola agarró un hacha con la mano izquierda y una Estrella de Alba con la derecha, arrojando su fuerza hacia Helmut, quien repelía los ata- ques como si los anticipara a través de visión futura. El Mayor no podía alcanzar el pecho con el hacha y tampoco podía aturdirle con la Estrella del Alba, parecía dar golpes al aire por miedo 456

Victoria Leal Gómez de acertar y matar a su adversario en medio de la furia y los ojos irrita- dos entre lágrimas pero Helmut estaba claro, su mandoble no dudó en atravesar los crujientes huesos en el tórax de Nikola, quien tragó aire al sentir el acero envenenado en sus carnes y su corazón. La sangre ya ennegrecida manaba por su boca cuando el Mayor sujetó el filo con ambas manos, estrellando su yelmo en la frente de Helmut, quien se aturdió por el golpe. —Me conoces demasiado… niño engreído de cuna de oro. —Tu defensa siempre ha sido débil. Helmut notó un vidrio romperse en su corazón pero no supo atribuirlo a alguna emoción más que a su deseo de hundir más la espada sólo para asegurarse de rasgar el último pálpito de quien le miraba sonriente. —Vete, Nikola. Pero la muerte sólo era un paso más para el brujo quien se liberó del mandoble en sus interiores para sorpresa de Helmut, no podía creer la fuerza de su oponente aún asestando golpes mortíferos pero esquiva- bles. Nikola no conseguía asestar con la Estrella el Alba pero no le importaba ya que su verdadero ataque era con la mortífera hacha Äingidh, arroján- dola en el hombro derecho de Helmut, quien soltó el mandoble gritando con todas sus fuerzas cayendo al suelo y sujetando la sangría que saltaba en una gran dirección desde su corazón. Vio su brazo en el suelo antes de notar que su arteria parecía una bomba imparable, rasgó parte de las telas en su cintura para apretar como fuere la herida pero el ojo falló pues su escasa visión era borrosa. —Y tú, siempre te has apurado demasiado en atacar. Todo a su tiempo Helmut, todo a su tiempo… nunca subestimes al rival aunque esté he- rido. Helmut cayó al suelo mirando su brazo inmundo entre la brea y la ceni- za. Nikola lo aplastó con la bota de metal oscuro, extendiendo la mano hacia el hombre caído. —Ven, Helmut. Sólo moriremos una vez, después, la eternidad nos to- mará de la mano. Si tu cuerpo falla migrarás a uno joven y saludable, te lo aseguro. Helmut tragó aire poniéndose de pie, blandiendo el mandoble con su mano izquierda, tratando de cortar la cabeza de Nikola, sin conseguir nada más que perder la sangre que restaba en su mente. —Me rechazas de nuevo. —Jó…dete, puto. —Sabes, tiempo atrás pensé en abandonar esta locura mas ahora no hay razones que me aten al mundo… al menos, ya nadie puede utilizarte pues estarás más allá de nuestro alcance, junto al Primer y Último Rey… Helmut, esto lo hice por ti… nadie podrá usarte nunca más. Ve y corre a los jardines donde podrás ser inocente… para siempre. Prometo… que nadie tocará a Ëruendil, tu querido primo. Si yo no consigo destruir este reino, lo hará él pues ese es el destino de Älmandur. Nikola besó la frente de Helmut quien se desplomó en la brea, notando la debilidad de su pulso y un frío que entraba por su hombro hasta el último rincón de sus entrañas, susurrando lo que podía en el oído de 457

El Sanador de la Serpiente Nikola, quien le abrazaba. —Cuídate… mucho. —No digas eso, Helle… no vuelvas a decirlo… ¿acaso te importé?—Ni- kola miró a los ojos cerrados de Helmut, sujetándole—¿Me mentiste para apartarme de tu lado? No, tú nunca haz sido tan inteligente… este plan… no puede ser obra tuya, ¡dime que no! —Y cuida Frau… ella siempre… te quiso. Había imágenes diluidas en la mente de Helmut, veía a su madre can- tándole en un jardín y la voz dulce de Ëruendil invitándole a jugar con la espada de madera. A lo lejos, sus tíos Albert y Adalgisa sonreían junto a una bandeja de pastelillos. Nikola se alejaba lentamente cuando una daga fue clavada en su cuello fue defendido por miles de Äingidh presurosos de asesinar a Ëlemire quien cortaba las carnes de Nikola como si estuviera hecho de mante- quilla. Sus ojos lucían rojos y extraños, tan horribles como los ojos de los Um- bríos a mediodía. Atemorizado, Nikola se escurrió entre las sombras del bosque dejando que los Äingidh lucharan contra la descendiente de Alto, mujer que parecía bailar entre miles de atacantes sin recibir jamás un corte siquiera. La ayuda no tardó en llegar a manos de Äerendil quien derribaba ali- mañas usando su látigo de luz dorada, abriéndose paso hacia Helmut, quitándole la pesada cota y cargándole hacia un sitio distinto. Ëlemire continuaba en su danza desenfrenada, sus antiguas ropas ver- des estaban cubiertas de la brea negra que era la sangre de los Äingidh, empezaba a sentir extenuación cuando los árboles se inclinaron ante ella, agarrando las alimañas y arrojándoles fuera del bosque. La mujer detuvo su danza al ver que otros árboles movían sus raíces de la tierra para aplastar a los deformes cenicientos, otros abrían zanjas para lanzarles a la lava o para devorarlos con grandes dientes de piedra mohosa. Sin dudarlo, Ëlemire enfundó sus dagas doradas y corrió hacia el sitio donde Äerendil socorría a Helmut. Allí, la mujer se sentó en el pas- to, examinando la respiración rápida y sin profundidad del herido, cu- briéndole con el trozo de capa azul encontrado en el camino. —Eli… —Maestro… —Si te digo que ha perdido la mitad de su sangre, tal vez me quedo cor- to. No sé como sigue respirando, ya debería… estar al otro lado. —¿No podemos hacer nada por él? —Tal vez… si yo tuviera los implementos usados en nuestro Hogar pero estamos atascados en este mundo, en una era demasiado atrasada. —¿Atrasada? —Mierda, con un quirófano esto sería tan fácil… ¡mierda! Las ramas de los árboles cercanos se agitaron pero no para atacar a los sanadores sino que abrían paso a Ëruendil quien se arrojó junto a su querido primo, empujando a Äerendil, abrazando al pálido y tembloro- so Helmut cuyo corazón amenazaba con explotar en cualquier segundo. —Estoy aquí, primo, estoy contigo… estoy contigo—Ëlemire y Äerendil 458

Victoria Leal Gómez bajaron la cabeza, dejando que Ëruendil sostuviera los últimos instantes de Helmut entre sus dedos—Helmut, mírame. Aguanta, Äerendil hará algo, ¿verdad, verdad que lo harás? Eres capaz de evitar la muerte, lo hiciste conmigo… ¿Verdad que conoces algún secreto? Äerendil mantenía la cabeza baja apretando los puños, rechinando los dientes. Ëruendil hundió su rostro en el pecho de Helmut, escuchando el palpitar intenso de un corazón desesperado por vivir, el hálito acele- rado y los quejidos de dolor que no alcanzaban a salir de la garganta. Helmut levantó su mano hacia Ëlemire, quien entendió perfectamente lo que intentaba decir, desenredando la cinta azul bajo el brazalete de cuero. Ëruendil dio un respingo pero no liberó a su primo, besando su frente entre lágrimas. —Prometí… yo prometí… volver… Eli… —Yo se lo entrego. Todo estará bien. —Primo, primo… quédate… —Oh…soy tu primo… de nuevo. —Primito, quédate, ¡quédate! ¡HELMUT! El brazo de Helmut cayó laxo a la tierra, Äerendil golpeó el suelo varias veces con los puños antes de ponerse de pie y darle la espalda a la escena, golpeando un tronco roído hasta hacer sangrar sus nudillos enguanta- dos. Ëruendil apretaba a Helmut contra su pecho, recibiendo el abrazo de Ëlemire, quien sujetaba la cinta azul manchada de sangre y brea. 459

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Victoria Leal Gómez EL SANADOR DE LA SERPIENTE Tercera Parte 461

El Sanador de la Serpiente 25. Obras son Amores que no Buenas razones. Las gotas de la lluvia iniciaban su caída libre desde los cielos cuando Äntaldur montó su corcel rumbo a los restos en la muralla principal de Orophël, examinando minuciosamente los esfuerzos de los hombres por mantener estable una reconstrucción a la ligera. La pasta que mantenía unidos los bloques se derretía por las junturas que eran repasadas con espátulas una y otra vez sin un resultado convincente. Äntaldur recibió el saludo del capataz quien sujetaba su sombrero ante su pecho, mirando con desilusión a su señor. —Amo, temo que mis novedades son de las peores… —Pierde cuidado, te he solicitado una distracción no un muro firme. —Mas aún así, quisiera enseñarle lo mejor de mis hombres pero ni si- quiera el clima desea jugar a nuestro favor. La lluvia lava nuestro trabajo y golpea lo poco y nada que hemos conseguido. —Tranquilo. Aleja a tus hombres de esas labores. Que cada uno tome a sus familias y sólo las pertenencias necesarias. Hoy será la última mar- cha. —¿Iremos con los montañeses, amo? —No, una buena parte de Orophël se ha refugiado allá pero la comarca olvidada es pequeña. Los que hoy nos marchamos lo haremos a otro sitio. Pierde cuidado, te aseguro que estaremos bien. —Confiamos en su palabra, amo… somos súbditos de los Altos que han favorecido nuestras vidas, les estaremos agradecidos por siempre. El capataz vistió su sombrero de lluvia corriendo hacia donde los obre- ros trataban de edificar parte de la muralla principal cuyas grietas eran amenazantes. Los Äingidh disfrutaron con sus arietes tratando de lle- varse a los inocentes de Orophël pero no consiguieron su misión gracias a Äntaldur. Sin embargo, a pesar de su experiencia y edad jamás se había enfrentado a males como esos pues él era hombre de otras eras en la que las guerras no existían, su sabiduría procedía de la escasa información filtrada de la casa von Freiherr y era insuficiente. El hombre de piel plateada miraba a su pasado observando a los ar- queros revisar sus armas y a los lanceros practicar sus mejores tiros en hombres de pasto sobre maderos. Un largo suspiró se escapó de sus interiores, escuchó el galope de un animal dócil cuyo jinete lucía confiado. —Äntaldur, he preparado todo. —Joven Klotzbach, espero su estrategia funcione. —Por supuesto que lo hará, siéntase seguro. Nadie en Orophël irá al otro lado esta noche. Äntaldur regaló una venia de alivio al muchacho quien notó la angustia del hombre a su lado a pesar de disimularla perfectamente. —Nadie nos preparó para esto, joven. Jamás imaginamos que una si- tuación así nos escogería. Mi gente es tranquila, disfrutamos del vino y la buena mesa, de las fiestas, la lectura y las artes, ¿en qué segundo nos quedaría tiempo de embarcarnos en una batalla? Estas armaduras, las 462

Victoria Leal Gómez espadas, los arcos… todas esas maquinaciones pertenecen a los hom- bres de este mundo quienes escogieron su sendero apartado del cual nosotros enseñamos. —Äntaldur, no deje que sus hombres le oigan, bajará la moral de los guerreros. Los jinetes avanzaban por las calles aún empedradas con dirección al palacio de Orophël. Ignoraban los saludos de los niños todavía corre- teando con sus peluches, dando lugar a cruzar saltando por las fuentes y maceteros. —No tienen tiempo de escucharme pues temen morir hoy. Corren, sal- tan y gritan por sus armas como si ellas fueran la garantía del triunfo. —Ahora entiendo porqué “Wilhelm” es mejor cazando mariposas que practicando con su primo… va en la sangre. —Por última vez en este milenio les enseñamos la vía y la han descar- tado. Nos marcharemos de esta tierra, el susurro de mi rey ha llegado a mi corazón. —¿Volverán al Hogar en la Lira? Äntaldur se detuvo, mirando la luna próxima a llegar al cenit. —Es una promesa, Sebastian. Los hombres de este mundo y nosotros hicimos un Pacto el cual permanecerá incólume a través de los siglos, los milenios... pero ese Pacto es sólo con los inocentes, nobles de cora- zón. —Ya veo, me descartará apenas deje de serle útil. Es comprensible y lo acepto. Äntaldur se sumergió en la claridad en los ojos de Sebastian, quien de- seaba continuar la marcha. —Joven, reconocer las faltas es un gran paso hacia la inocencia. No ha- ble de usted como si fuera un simple trozo de carne. Mi familia le es- tima, vimos ese destello de mejorar hace bastantes años, por ello le he entregado a mi hija como su prometida. —Gracias por apreciarme... —Usted es importante, cada criatura en este mundo lo es y le amamos por igual… de usted depende si desea venir a nuestro Reino en los Cie- los o quedarse y transformar este mundo en un nuevo reino de verda- dera luz. Ese es el destino de todo ser humano. Se les ha regalado este mundo, hagan de él su hogar eterno. Ahora, regresando a menesteres más cercanos… —Oh, sí, disculpe. Como le he dicho, está todo preparado. Sólo deje que los Äingidh pierdan tiempo intentando derribar la muralla principal, luego daremos el golpe final con las lanzas que Tëithriel a preparado… El aire de Orophël cambió drásticamente, asfixiando el hálito de todos quienes elevaban la vista hacia la bóveda celestial teñida de carmesí por el astro en el cenit. —¡Es la Luna de Sangre! —¡La Luna de Sangre! Los hombres sujetaron sus armas intensamente apuntando a los cielos, agolpándose para ahogarse con el astro sobre Orophël que perturbaba a Sebastian. —Äntaldur, esa estrella espantará a nuestro hombres. 463

El Sanador de la Serpiente —No es que podamos deshacernos de ella con un parpadeo, joven. Ni la flecha del arquero más hábil podría alcanzarle. —Si sabe de qué se trata, aconséjeme para explicar el fenómeno a los hombres. —Lo sabrás a su tiempo. Ve e inicia la defensa. De ese navío en los cielos nos ocupamos nosotros, los viejos. Äntaldur se alejó a todo galope escaleras arriba pues la fuerza necesa- ria para cualquier batalla arribó junto con el rojo en la brisa. Sebastian maquinaba palabras en su mente pero no conseguía crear una mentira sustentable. Galopó de regreso a la muralla donde los soldados de Oro- phël parecían desprendidos de su cuerpo. —¡QUE LOS TRUCOS DE LOS MISERABLES NO CONFUNDAN SUS MENTES! ¡DEMUESTREN EL VALOR DE LOS ALTOS EN ORO- PHËL CORTANDO HASTA LA ÚLTIMA CABEZA! Todo aquel en armadura se giró hacia el valeroso Caballero de capa azul de larga trenza como el trigo, amarrada con cintas púrpura. Los mayores vieron en él a un joven imberbe de la familia real dema- siado prematuro para tener un poder de decisión significativo pero los jóvenes sonrieron confiados en el triunfo, alzando sus armas sobre sus cabezas dando vítores y corriendo a sus puestos designados. Los ojos de los Äingidh petrificados en la Arboleda Azul brillaron ro- jizos y ponzoñosos al despertar del sueño. Su líder era otro caballero de armadura negra sin rostro, apuntando con su cetro de cuarzo vio- leta la dirección de los ferales y Umbríos que aparecían de las sombras proyectadas en los suelos. Estas criaturas no corrían sino que volaban brincando entre los árboles arrojándose directo sobre los arqueros en la muralla de Orophël, recibiendo flechas que no conseguirán perforar la piel de nadie. Los arqueros retrocedieron en un vano intento de coger las espadas mas muchos de ellos cayeron víctimas de las hachas, las mazas y las picas de los Äingidh. Los Umbríos preferían aparecer de súbito bajo los pies de cualquier ob- jeto o ser vivo cercano a la luz, llevándose con ellos el destello resplan- deciente en el corazón de los altos de Orophël. Sebastian blandía su espada y daga con la destreza que jamás imaginó poseer, sus entrenamientos le prepararon para personas mas nunca con- tra sombras de arenisca y su brazo aún recuperándose le fallaba cons- tantemente. Su espada rebanó a un Äingidh por la mitad de arriba abajo usando el espacio de en medio para decapitar a otro deforme mientras clavaba su daga en el corazón de un infeliz buscando darle con su hacha. Su pálido rostro de mejillas rosadas estaba helado y si hubiésemos bus- cado alguna emoción no le habríamos encontrado pues Sebastian era calmo a pesar de los gritos y aceros chocando. De hecho, la mente de Sebastian no estaba allí. Los ferales en las afueras eran montados por gigantes ciegos que usaban su cuerpo a manera de ariete contra la muralla, arrojaron fuego sobre las partes evidentemente débiles y consiguieron perforar la línea de defensa con facilidad pero no pensaron en lo que harían al ver a ese Caballero 464

Victoria Leal Gómez bañado en sangre negra. Los Äingidh se congelaron con la presencia de Sebastian cuyos pies aplastaban los cuerpos de cientos deformes al tiempo que otros hom- bres se le acercaban enseñando evidente furia. El Caballero extendió la espada en el aire, enseñando a sus hombres lo que debían hacer. Todo aquel capaz de blandir una espada o un azadón se arrojó contra los Äin- gidh pero los Umbríos eran invencibles para cualquiera. Los lanceros guiados por Tëithriel avanzaron a todo galope con lanzar de brillante piedra luminosa, derribando la primera y segunda línea en la formación Äingidh, transformados en polvo por los rayos que las lanzas arrojaban desde sus puntas. Sebastian cortó brazos y piernas atravesando un mar de oscuros con los ojos clavados en un artilugio sobre una torre de vigilancia, descubrien- do que el ejército de Äingidh no era tan amplio como se esperaba. ¿Alguien lastimó al líder o se trataba de una distracción? El joven no permaneció mucho tiempo cuestionándose, arrojó antorcha al artilugio que estalló a las alturas en fulgurante luz blanca que rompía el rojo de la noche. Los soldados escondidos en las laderas y las cavernas de la Arboleda Azul recibieron su señal, corriendo hacia los enemigos restantes que buscaban colarse en Orophël. Los ferales fueron sacrificados para terminar de derribar los muros por lo que las fuerzas disminuyeron considerablemente. Los hombres de Orophël sonreían al derramar la sangre porque el triunfo resultaba evi- dente… al menos contra los Äingidh porque deshacerse de los Umbríos era tarea imposible. La última cabeza deforme cayó desde lo alto de la torreta donde Sebas- tian analizaba el siguiente movimiento, descubriendo al Invocador en armadura negra recitando nuevos sortilegios entre arbustos sombríos. El Caballero corrió hacia el único arquero en pie, apuntando al Invo- cador. —¡DERRÍBALE! El arquero no dudó, tomó las mejores flechas de su carcaj dispuesto a clavarlas en la frente del brujo pero estas le atravesaban como si fue- ra humo formando la silueta de un hombre. Al quedarse sin flechas, el joven arquero miró a su superior sin encontrar alivio o desesperación pues Sebastian inspiraba ausencia. —¡Señor, es imposible! —Haz hecho bien. Continúa, quedan Äingidh tratando de ingresar. —¡Sí, señor! Sebastian bajó de la muralla por una escalera buscando algún caballo que pudiera ayudarle a encontrar a Äntaldur pero le fue innecesario. En la plaza se hallaba aquel caballero luminoso junto a su hija. Sus ropas ajadas y la sangre Äingidh teñían sus vestiduras y piel, su mandoble enseñaba la victoria sobre cientos pero su rostro no expresaba confor- midad sino horror, arrepentimiento. Por el contrario, Tëithriel, al ser nativa de este mundo; se mostraba feroz y su hacha encontraba alojo en toda carne buscando herir a su padre pero no era infalible y un Umbrío rebanó la armadura de Äntaldur, cercenando sus blancas carnes bajo la 465

El Sanador de la Serpiente cota. El hombre arrojó su arma pero Tëithriel no tenía tiempo de socorrer a su padre, manteniendose firme ante los Äingidh, siendo Sebastian quien corrió hacia Äntaldur. —No podemos contra los Umbríos ni el Invocador. Señor—Sebastian agarró los hombros de Äntaldur, sacudiéndole ligeramente—¡Señor, us- ted me habló del arma apropiada para eliminarles! ¡Es ahora o nunca! —Perdón, necesito concentrarme. Defiéndeme. —¡Padre!—La mujer en armadura plateada arrojaba su yelmo destroza- do a las piedras enseñando una cicatriz impactante en su mejilla—¡Me- dite su decisión! ¡Sólo requiero de tiempo, las lanzas podrán contra el Invocador! —Tëith, no me cuestiones y acércate—La mujer de cabello apenas rubio tomó la mano de Äntaldur—Sebastian, ven aquí y dame tu mano. No haz venido a Orophël por simple capricho. Äntaldur amarró una cinta azul en las muñecas izquierdas de los jóve- nes a su lado. —Son aliados hasta que la muerte se lleve a uno. Orophël es vuestro, reconstrúyanle. Ahora, defiéndame. Sebastian asintió empuñando su espada y daga, creando un perímetro al rodear a Äntaldur mostrándose dispuesto a todo frente a los Umbríos aparecidos de su propia sombra en la piedra de la plaza nívea salpicada de negro. Tëithriel abrazó a su padre, besó su mejilla antes de unirse a Sebastian en la lucha. Los Umbríos se arrojaban al joven de trenza quien cortaba cuellos sin conseguir asesinar a nadie puesto que el polvo se reagrupaba en otro si- tio creando un nuevo enemigo más letal que el anterior. Así fue con siete enemigos que luego fueron catorce y luego treinta, todos arrojándose contra su fiera esposa. Sebastian miraba las pequeñas estrellas escarcha- das alrededor de Äntaldur notando que cierta luz nacía entre las nubes más allá del astro carmesí. Umbríos derrotados y por derrotar se arrojaron a la sombra en los pies de Sebastian y Tëithriel quien miró al temer lo peor e hizo bien pues aquellos seres destrozaron sus propias identidades para crear una mayor de grandes cuernos y fulgurante hálito. Sin embargo, el Caballero se entregó a la lucha sin pensarlo, con corazón helado y mente prístina. Corrió desde su sitio en el suelo por los brazos del Gran Umbrío hasta su cabeza, clavando su espada en el medio de la frente, logrando el tambaleo del ser rehusándose a ser vencido. La alimaña agarró a Sebastian arrojándole a las piedras, consiguiendo un grito de dolor terrible pues el brazo roto volvió a fragmentarse y a san- grar como nunca lo había hecho pero su mujer no le socorrió sino que trepó al Gran Umbrío, buscando romperle los huesos de la frente con su hacha de guerra. El joven en el suelo sujetó la herida en vano en claro intento de frenar la hemorragia. Äntaldur se inclinó para besar su frente. —Ha sido todo un honor confiar en usted, joven Klotzbach. Le pediré dos favores: cuide a mi familia… y tenga hijos. 466

Victoria Leal Gómez —Äntaldur… —Y pídale perdón a mi sobrino. Mi esposa le explicará los motivos de lo que hice y comprenderá lo que haré. —¡Qué dice, puede usted…! Äntaldur elevó su mano derecha a los cielos consiguiendo que las nubes se arremolinaran en un punto invisible creando un agujero tan amplio que cubrió la totalidad del astro carmesí cuya cercanía los suelos era espantosa y de peligro. El Gran Umbrío agarró al herido Sebastian quien usó su daga para cla- varla en el ojo de su enemigo. Un rayo partió en cielo en dos mitades perfectas inundando la noche con un resplandor de mediodía, rom- piendo en cuatro partes inexactas al astro a punto de arrojarse sobre Orophël. La luz dorada invocada por Äntaldur empapó Orophël, la Arboleda Azul y el río Bëithe que desembocaba en las cercanías de la villa con el mismo nombre. Las piedras se alzaron del suelo y así lo hicieron los escombros, los Äin- gidh vivos y muertos, los Umbríos, los ferales, el Invocador… Sebastian cerró sus ojos al sentir un calor maternal en su pecho, tan incomprensi- blemente acogedor que sonrió antes de abrazar a Tëithriel, notando que ambos flotaban a pocos centímetros de las piedras. Tras un silencio, Sebastian abrió los ojos sólo para descubrirse sano y limpio de toda inmundicia. A su lado estaba su esposa, recuperada de todo daño y con la piel más lisa que los mármoles del palacio. Mimó su mejilla y admiró la plaza, los hombres de Orophël y los caballos levan- tándose de su muerte. Los soldados lloraban de alegría al ver a sus amigos levantarse entre los muertos, los heridos retozaban entre ellos recordando que minutos atrás perdieron el brazo o la pierna que ya se encontraba en perfecto estado. Orophël fue reconstruida en un parpadeo y la única explicación que todos aceptaron fue: —Los Altos entre los Altos siguen bendiciendo nuestras tierras aleján- donos de la muerte y la enfermedad. Segundos después de la más grande alegría, los soldados se quedaron helados mirándose uno a otro, desconociendo la razón por la cual ves- tían armaduras, porqué estaban preparados para enfrentarse a un ene- migo que jamás llegó. Miraron de izquierda a derecha, de arriba abajo. Se leyeron pergaminos, se revisaron los arcones pero nada se encontró más que oro, comida, agua y la confusión de la memoria perdida. Sebastian se levantó del suelo con ayuda de Tëithriel. Ambos caminaron hasta el centro de la plaza sólo para encontrarse con las vestiduras de Äntaldur arrojadas a su suerte en el piso. Como si algo le hubiese pulverizado, nada de él quedaba. La muchacha recogió la capa azul y la tiara de plata de su padre, apre- tándolas contra su pecho mientras contenía el llanto. El sol se asomó por las montañas saludando a los valientes que defen- dieron Orophël pero los únicos que permanecían en su sitio recordando 467

El Sanador de la Serpiente los hechos eran el Caballero y la nueva Señora de Orophël, quien rega- laba una venia a la armadura de Äntaldur, cubierta de perlas y plumas de pavo real sin color. *** Äerendil fregaba sus manos entierradas en el pantalón en un vago intento de limpiarse las porquerías en su piel y uñas, dejando que Ëlemire arrastrara con los pies el último montón de tierra. Ëruendil tenía los ojos secos y enrojecidos, los párpados inflamados y los labios con lacre. Miraba la tierra revuelta y las piedras que serían la última morada de su primo, con quien jugó a ser pirata por tantos años. El joven añoraba tener fuerzas para escribir en la piedra algún verso de los poemas que Helmut solía leer en solitario o cualquier historia que su madre relataba por las noches cerca de la chimenea pero no conseguía recordar nada más que las escenas mudas de un pasado distante. ¿Era correcto enterrarle o era mejor hundirle en el lago? ¿Fue buena idea envolverle con la capa azul y posar su espada sobre su pecho o era mejor dejarle como un anónimo caminante? Ëruendil no podía mover su cuerpo, estaba petrificado como los árboles alrededor suyo. El aire pesaba a calor y fetidez de Äingidh merodean- do las cercanías pero el miedo de perder la vida no encendía la alarma en el corazón de Ëruendil quien sólo era capaz de mantenerse junto a Helmut, esperando verle salir, vociferando: “¡Porqué están perdiendo el tiempo ahí parados, MARCHEN!” Por última vez, el joven se acuclilló en el rincón, acariciando la piedra. —Despierta, por favor… despiértate, Helmut… Ëlemire rozó el hombro de su esposo, susurrándole delicadamente. —Cariño, tenemos que seguir. Escucha la voz del Guardián, te está lla- mando… está muy enfermito… Ëruendil prestó atención al viento en sus orejas, se alzó mirando a los cielos nubosos y sin estrellas. Entre las ramas, los suspiros de voces anti- guas y adoloridas decían “Ëruendil, ven a nosotros, Ëruendil”. El joven se orientó nuevamente con el viento mirando al árbol que le abrió paso entre la brea y el agua negra. —Viejo Abeto, gracias por ayudar a Eli. Sin ti, esta tragedia pudo haber sido mayor… déjame pedirte otro favor. Ëlemire sujetaba el brazo de Ëruendil, notando que el árbol se mecía extraño, como si asintiera con pocas ganas. Äerendil tenía los brazos cruzados afirmado en una columna blanca y ruinosa, jugaba con la punta de sus botas en la tierra y la ceniza. —Dile al viejo que se apure. Me apesta este sitio, me quiero ir a mi casa. —¿Maestro? El aire infantil en la voz de Äerendil fue tan obvio que causó extrañeza incluso en las piedras, quienes reconocieron el timbre melodioso de un joven extraviado. Los pequeños bailarines de las piedras salieron a dar una vuelta a los pies de Äerendil, quien les empujaba sutilmente. —Déjenme tranquilo, no jodan o los aplasto. 468

Victoria Leal Gómez —Äerendil, son hadas diminutas, ¿qué pueden hacerte? —Las hadas y los Trëntis roban, Lil. Te roban lo que quieres. No estoy dispuesto a que me roben de nuevo. El sanador se apartó de la pareja pero Ëruendil no deseaba alejarse de su tío así supiese el sendero correcto de memoria. El abeto inclinó una rama hacia la dirección que Äerendil seguía y hacia allá fueron Ëruendil y Ëlemire, frenando el caminar del sanador cabizbajo. Ëruendil parpadeó un par de veces al notar que estaban frente al ár- bol blanco, encontrando un niño llorando a los pies de las columnas de marfil. Ëlemire se quedó junto a Äerendil sin entender porqué caminaba de brazos cruzados y sin mirar a ningún sitio más que el suelo pero Ëruen- dil se acercó al niño sollozante. Le extrañó su túnica azul brillante y la tiara de oro en su frente. Acarició su cabeza suavemente para no espantarle. —Hola, ¿estás solo? El pequeño de cabello cobrizo quitó las manos de su rostro, mirando al confundido Ëruendil quien reconoció a Äerendil, si este tuviera unos diez años. —No lo sé… Ëruendil se acomodó junto al niño quien abrazaba un morral con pan y queso maduro. Era el mismo pequeño deslcalzo a quien le prestó el nombre tiempo atrás y también con quien charló aquella vez en la bi- blioteca escondida. —¿Cómo te llamas? —No me acuerdo. —¿Por qué no te acuerdas? —No lo sé… alguien se lo llevó. Alguien se llevó mi nombre. Los Trën- tis, ellos se llevaron mi nombre cuando me presenté y ahora no sé quien soy. El pequeño dejó que Ëruendil tomara su morral, apartándolo en un es- calón a su lado. En ese momento, el joven descubrió que el niño tenía una herida en el cuello, un corte de daga que sangraba dolorosamente. —Te llamas Äerendil y eres el mejor sanador del reino—La voz de Ëruendil perdió fuerzas—Si los Cielos te lo permitieran, podrías alzar a los muertos de su lecho. El niño limpió la sangre deslizándose por el cuello, rasgando su camisa de lino bajo la túnica azul, usando el harapo para vendar el corte en su piel. —Y, ¿quién eres tú? ¿Estás solo, también perdiste tu nombre? Ëruendil se levantó mirando en todas direcciones sin encontrar ni a Ële- mire ni al Äerendil adulto quienes se suponían estaban cerca, charlando. —Aery, ¿haz visto a mis amigos? —No tienes amigos aquí. Ella es tu esposa y él es tu tío, ninguno es tu amigo, son tu familia, niño tonto. Hasta un tuerto lo ve. —¿Me haz dicho niño? —Soy mayor que tú, Ëruendil. Yo te vi nacer y espero vivir lo suficiente para no verte morir porque eso me llenaría de pena. Lloraría muchos años, tal vez nunca me recupere. Así soy yo… de corazón blando. De- 469

El Sanador de la Serpiente masiado, yo diría. Yo escapo siempre, para que me dejen solo pero no quiero estar solo, es muy difícil y duele. Pero no quiero que me traicio- nen de nuevo… así es que… mejor me quedo aquí. El pequeño Äerendil tomó su morallilo caminando por la hierba ilumi- nada de esmeralda siendo seguido por Ëruendil. —¿De qué estás hablando? —Mi hermana fue muy feliz al tenerte, ¿podrías hacerme el favor de vivir muuuuchos años para hacerle feliz a ella? Y de paso, me haces feliz a mi también. ¿Me harías feliz? —Claro… —¿Lo prometes? —De pequeño se me dijo que es mala idea hacer promesas con los Trën- tis del bosque. —No soy un Trënti, no robo cosas. —Oh, ¿en serio? Entonces, explícame porqué veo mi espada en tus ma- nos. El pequeño Äerendil rió, corriendo hacia el interior del bosque. Fue ágil en saltar las espinas hasta posarse en el Trono del Gigante desde donde sacaba la lengua al lento Ëruendil quien seguía los pasos de la criatura de azul por los pastizales, sobre hongos colosales que refunfuñaban y hadas que se mofaban de su escasa experiencia en el bosque. Ëruendil cayó de cara en el fango pero eso no le detuvo en la pesquisa. Escupió el barro en su boca y corrió entre las zarzas y las ramas cortan- tes sin importar las piedras en sus pies descalzos, atravesó el río nadan- do con las pocas fuerzas restantes hasta dar con una orilla seca. Afirmó su nuca en el césped verde y refrescante, mirando hacia el cielo tupido de hojas… —Primavera… aún hay días en este corazón. Este bosque no es real… el Guardián aún está enfermo. El joven se sentó mirando a su derecha donde Äerendil devolvía su es- pada, risueño. —Es muy pesada. La han usado y mucho. Ëruendil recibió el arma dejándola sobre el pasto, notando que el niño se desvanecía en el vapor. —Espera, quédate un poco más… necesito preguntarte sobre Linäwel, ella también está en este bosque y… —No te diré nada de mi hermana, eres un Trënti malo. Me haz robado y no me lo haz devuelto. —¡Yo no te he robado nada! —Sí lo hiciste pero no te diste cuenta y no puedo reclamar. Cuídalas por mí, ¿sí? —¿Quién, a quiénes? —A ella… a Lïnawel. Dile que le quiero mucho porque yo nunca lo hice. —Mi mamá se fue hace muchos años, ya ni le recuerdo… —Ah, y a Ëlemire también me la robaste… pero a ella no le digas que le quise porque se va a confundir y yo veo que es muy feliz contigo. Yo no podría hacerlo mejor, ella te escogió e hizo bien. —¿Por qué me hablas como si estuvieras muerto, niño tonto? —Es que no me atrevo a decir esto… me da vergüenza. 470

Victoria Leal Gómez —Sólo tienes miedo de que alguien te lastime porque eres un llorón. —Je, je… me has atrapado. —Tú recuerdas todo y finges no saber nada, ¿verdad? —No, yo de verdad no recuerdo muchas cosas. Me invento historias y me las creo, es todo… pero falta poco para que yo vuelva a ser yo mis- mo. Dame un empujón, ¿sí? Tengo mucho miedo todavía… —¿Miedo a qué? —A que me traicionen de nuevo. El pequeño Äerendil reía entre el vapor. Su cuerpo era traslúcido cuan- do Ëruendil estiró la mano para atraparle, sin conseguirlo. —¡No te vayas, me quedan preguntas! —Wilhelm, no seas así de caprichoso. Ya crecí… no puedo quedarme aunque quiera. —Tú… me haz devuelto el nombre que te presté, ¿para qué me sirve una identidad falsa? —Y tú me haz devuelto la vida que debo vivir. Gracias, Lil. Ahora, este pobre niño podrá ser finalmente un adulto. —¿Yo qué hice? —Confiaste en mi. Ëruendil abrió los ojos, Ëlemire le abrazó tan fuerte que escuchó su es- palda crujir unas treinta veces seguidas. A su lado estaba Äerendil, páli- do y exhausto sentado en la tierra junto a una fogata ya agónica. El joven fue liberado del abrazo extenuante, siendo besado incontables veces con alegría desesperada. —Em… ¿están bien? —Lil, ¿qué pregunta es esa? Casi nos morimos del susto, si nos gastaste una broma fuiste muy lejos, pendejo. Nosotros tenemos límites pero parece que tú no. —¿De qué estás hablando? —¡Pendejo, te arrojaste al barranco! Estuve resucitándote por media hora, ¡ni respirabas! —Yo no hice eso, había un niño perdido y fui a… qué asco, ¿posaste tu boca sobre la mía? —¡Se está rifando un hostión y tú tienes todas las papeletas! —Vale, me callo… aj, tengo tu baba en el labio… —Ahora que ya estás mejorcito, date la vuelta que tenemos trabajo pen- diente. ¡Arriba! Por todos mis ancestros, el aire de los hongos le está envenenando la sesera… Ëlemire, golpéalo en mi lugar. —¿Hongos? —Amor, no le hagas caso. Estos hongos no hacen daño si no los cocinas. Ëlemire ayudó a su esposo a incorporarse, sacudiendo su ropa y peinán- dole con los dedos, volviendo a trenzar los pequeños adornos de perlas enredados en las puntas. Ëruendil observaba el andar exhausto de su tío, quien revisaba sus objetos en el bolso. —Ya está, ordenadito como debe ser. —Eli, te juro que vi a un niño perdido. Jamás se me hubiera ocurrido arrojarme por… —Lil, te creo. En este bosque se ven cosas raras. La última vez que pasé por aquí estuve alegando con un espejo que me insultaba y me decía que 471

El Sanador de la Serpiente volviera a casa. Puras pavadas, ¿no? —¿Un espejo? ¿No será que estás lidiando con una carga y por ello no regresas a donde debes? —¿Yo?—Ëlemire apuntó su pecho, iniciando una marcha pausada tras Äerendil—Qué cosas dices, no puedo volver con las manos vacías, me van a deshollar y me convertirán en abrigo para el frío. No, todavía no. Volveré cuando tenga esa gargantilla que si no lo hago no me lamo Ële… déjalo… ¿puedo saber quién era el niño perdido? ¿Te dijo algo? —No tiene importancia. Ëruendil bajó la mirada notando que su esposa guardaba más que un simple secreto. El momento para hablar del asunto estaba en el futuro, por ello tomó el giro en un árbol como referencia hacia la dirección que seguía Äerendil. Ëlemire tomó la mano de su esposo, levantándole la barbilla. —Cambia la cara-culo. No llegarás a sanar al Guardián con el labio has- ta el piso. —¿Dónde está él? —Allá—Ëlemire apuntó al claro en el centro del Bosque del Olvido don- de una masa amorfa palpitaba en medio de un lago al centro de una corteza—Susurra tu nombre y parecía sonreír cuando nos vio traerte a cuestas. —¿Me han cargado desde el barranco? —Sí, Äerendil se partió el lomo porque se negó a recibir ayuda. Y te masajeó el pecho hasta que tu corazón regresó a la vida… y te insufló el aire que te faltaba mientras yo encendía la fogata, después cambiamos de sitio porque el maestro se agotó y así… hasta que escupiste toda el agua que tragaste. Ëruendil abrazó a Ëlemire para evitar su llanto mimando su nuca, enre- dando sus dedos en la trenza desarmada. —Ya todo está bien… vamos con el pobre enfermo, ¿sí? —Vamos… pero no vuelvas a… —Después te explico lo que pasó. Fue una travesura del bosque y no se repetirá, te lo aseguro. Ëlemire apretó la mano de Ëruendil siguiendo los pasos del sanador quien se adelantó lo suficiente para ignorar la conversación que el ma- trimonio llevaba entre risas y empujones. De vez en cuando Ëlemire se agachaba para recoger plantas y flores del sendero, guardándolas en su morral antes de volver a tomar la mano del sonrojado Ëruendil quien ya era un palmo más alto que su mujer. Äerendil sonrió al verles por el rabillo del ojo atrayendo el violín desde un destello dorado en su mano izquierda y sin llegar a voltear pues no deseaba interrumpir las risas que Ëlemire regalaba al cabizbajo y colo- rado Ëruendil. Tras algunos minutos de caminata, Äerendil se encontró con el Guar- dián envenenado, acariciando el sitio probable donde reposaba la ca- beza. —Uf, quién te viera y quién te ve. —Oh, escucho la voz de alguien—La masa oscura y burbujeante emitió una voz ronca, pesada y doble que rebotaba en las cortezas petrificadas 472

Victoria Leal Gómez sin hojas—Parece familiar, ¿dónde la he escuchado? —Y yo qué sé por dónde andas. —¿Será el Cuarto de nosotros o sólo un niño que perdió su nombre? —No me vengas con esas, me acuerdo perfectamente de quién soy. —Oh, ¿en verdad? Yo diría que es otra de las mentiras dulces que te inventas para justificar los vacíos en tu memoria. Äerendil masticaba con la boca abierta una zanahoria que mantenía en su bolsillo, mirando al despojo de Guardián con lástima. Al terminar la verdura se sentó en una piedra, dejó su instrumento en su regazo y con un disco abultado de resina de árbol acarició las crines del arco con el que ayudaría la salud del guardián lastimado. —Sí, es eso. No pudiste decirlo mejor… pero, ¿qué podía hacer? Necesi- taba una vida nueva, tenía que partir de algún sitio. Pero ya serás sanado y no le harás esto a nadie más, Lëithor. —Eso espero… mi querido rey. —Pfft, ¿rey? No arreglo mi cama y esperas que arregle un reino. Ëruendil y Ëlemire llegaron para encontrarse con una conversación ter- minada a la fuerza por Äerendil quien afinaba su intrumento en micro- tonos fácilmente detectados por su sensible oído. Ëlemire examinaba el instrumento pero fue Ëruendil quien formuló la pregunta. —¿En verdad esa cosa es un violín? —Claro que lo es, ¿qué podría ser? ¿Una viola? No jodas, soy lo suficien- temente vanidoso para tocar un violín, él me merece. —Em… es que ese violín es raro. —Me lo traje de otro sitio. —¿Del futuro, tal vez? Äerendil levantó las orejas cuando escuchó al Guardián reírse entre dientes. —Te han pillado, Äery. Tal vez sea tiempo de regresar a los días futuros. —Nah, dejé a una alumna en mi lugar. Nadie notará mi ausencia. Se supone que estoy haciendo un posgrado, nadie me extrañará por varios años. —Tu tiempo en estas tierras ha finalizado, deja de jugar por aquí. Ëruendil tomó el instrumento musical analizando la madera, la suavi- dad del barniz y sus interiores visibles a través de las efes. Ëlemire hizo lo mismo pero sin tocar el violín pues tenía temor de romperlo. —Maestro, esta cosa es muy bonita, ahora entiendo porqué no me de- jaba mirarlo de cerca. Yo y mis manitos de hacha, seguro lo tiraba a la chimenea. —Äerendil, ¿porqué haz vivido en el futuro si haz nacido aquí, en Äl- mandur? ¿Cómo haz ido, cómo regresas? ¿Si Helmut estuviera allá… podría vivir de nuevo? El sanador negó meneando la cabeza, sonriendo complacido de tener un sobrino despierto. Revolvió su cabello antes de enseñar la figura del Guardián reposando sobre la brea, tomando el violín en las manos de Ëruendil. —Ya está Lil, es todo tuyo. Haz lo que sabes hacer. —¿Tengo habilidades? No lo sabía. Un Äingidh me rajó la tripa porque no supe defenderme… 473

El Sanador de la Serpiente —¿Qué te hicieron QUÉ? A ver, déjame ver eso. Ëlemire levantó las capas de vestuario de su esposo descubriendo un corte profundo vendado a la rápida. Ëlemire aplicó hierbas en los bordes de la herida. La sangre manaba lentamente desde la fosa ilíaca izquier- da, ensuciando la camisa en contacto directo con el vendaje. Äerendil supervisaba la labor sin comentar, entregando una hoja masticable a su adolorido sobrino. —Qué horror, se te va a caer el mondongo al piso. Mejor te sujetas eso… ¿cómo carajas no tienes un shock hipovolémico, so pendejo? —Ni idea de lo que hablas… —Ve con Lëithor y haz tu negocio. Una vez arreglado nos encargaremos de tu herida como Ële-Hömi manda. No es nada, no hay tripas por las que preocuparse en ese sitio... pero de dónde mierda sacaré sangre para ponerte en tus venas… ni idea. —Muy bien, pero el dolor está de todas formas. —Ah, ¡no seas princesa y mastica la planta!—Äerendil empujó a Ëruen- dil hasta hacerle chocar su respingada nariz en la brea del Guardián, cuya respiración acalorada agitaba las ropas del joven—¡Sana a Lëithor de una jodida vez que Älmandur no tiene todo el tiempo del mundo y mi posgrado tampoco! —¡QUÉ CARAJOS ES UN POSGRADO! —¡QUÉ TE IMPORTA! —¡NO LE GRITES A MI PIMPOLLO O TE CORTO LAS… LAS ORE- JAS! Ëruendil, Ëlemire y Äerendil se miraron un instante mudo tras el cual rieron junto al Guardián quien notaba los extraños esfuerzos de los sanadores por mantener con ánimos al jovencito de orejas pequeñas. Una vez recuperado el aliento, Ëruendil giró encontrándose con un ojo tan grande como su cuerpo entero, brillando enrojecido y lacrimoso. El Guardián le examinó con una sonrisa acongojada, acariciando al joven junto a si con un tentáculo fino como dos ramitas secas. —El Cuarto de nosotros... un gusto en conocerle, hermano. —He leído un poco sobre ti pero nunca creí que fueras real… aunque algo me susurraba que sí lo eras. Un aparente asentimiento fue enseñado por la masa arrojada a su suerte en el pastizal reseco y gris, nimia paz usada por Ëruendil para rasgar la brea atravesando las ramas y espinas en el interior de la masa analizando su izquierda y su derecha. A la derecha se construían veinte escalones descendentes a una oscuri- dad absoluta y del otro lado un tobogán le llevaba a lo profundo de un lago mohoso salpicado con polillas y luciérnagas siendo el destino de Ëruendil quien se deslizó por las aguas sin recordar como nadar. Pata- leó desorientado hasta conseguir sacar la nariz de la frialdad viscosa, tragando aire antes de volver a sumergirse y aporrear el agua hasta tocar la orilla resquebrajada. Ëruendil se sentó en el pasto vigoroso, quitándose las botas, arrojando el agua a la tierra. Estrujaba su camisa cuando notó un relieve de lira en las murallas a sus espaldas. A su lado, un segundo relieve enmarcado mostraba un candelabro de 474

Victoria Leal Gómez siete ramas. El curioso joven posó sus palmas en ambos relieves pero sólo emitió brillo el segundo relieve del candelabro. Hundiéndose en la piedra como un botón, el candelabro abrió paso hacia un túnel cuya recepción tenía una antorcha en el muro de arenisca. Ëruendil tomó el fuego y avanzó por el túnel encendiendo las lámparas de aceite cada cuarenta pasos largos. Probablemente imagines que el túnel era simple- mente oscuro pero además de tener el aire viciado y caluroso también estaba revuelto con brea pegajosa que impedía el avance de Ëruendil. Agotado de llevar el brazo en alto para mantener la antorcha a salvo la dejó a su suerte en el suelo, dedicando sus manos liberadas a rasgar los cables de brea desde las techumbres, los suelos y las paredes. La última membrana en ser rasgada dejó en evidencia una puerta de piedra blanca cegadoramente luminosa, decorada con una pintura pálida del cande- labro de siete ramas. Ëruendil empujó el pórtico con dificultad, sentiendo dolor por su he- rida maltratada. Se acurrucó sujetando su vientre antes de continuar, descubriendo que en el medio del salón una bola era presa de largas cintas negras y elásticas. El explorador se acercó rasgando la brea cubriendo la bola, descubrien- do un cristal repleto de estrellas y nebulosas coloridas saludando. Sonrió, la belleza del espacio inexplorado estaba allí, encerrada en un cristal más brillante que el sol en la mañana. Ëruendil cortó todas las cintas y retiró la brea sobre el cristal al tiempo que rezaba el mismo cántico que utilizaba para sanar la brujería. La fuerza natural de tu interior Es más fuerte Que la arrebatadora oscuridad. Cúrate en nombre del Primero y Último. InmediatamenRteetlíarabter,ema ainldicaidó, upunebs unrobtuiejenoestpanodoedr iaoqsuoí.y despreciable que se escurrió por la piel de Ëruendil, bañándole en desechos de hedor incomprensible, envolviéndole en un capullo pegajoso que le arrebataba el aire. El cristal nebular flotó hacia el centro de la brea amorfa, lanzando rayos de todos colores que atravesaron la piel del Guardián arrojado en el centro del bosque. Las luces de todos los colores cruzaron los cielos y cayeron como gotas en cada brizna suplicando salud. Fue tanta la dicha que los Bailarines de Trébol cesaron su éxodo, saltanto y cantando por la lluvia multicolor. Se escuchó un suspiro gigante manado del bosque quien dio un largo respiro arrojando la brea ya transformada en arenisca que se llevó el viento. La brea amorfa cubriendo al Guardían perdía su consistencia firme y su fuerza, lentamente emergía una silueta esmeralda desde el interior de la negrura. Cuando los cascabeles colgando en las astas de Lëithor inicia- ron su canto, Ëruendil rasgó la piel del ciervo para salir del santuario. Ëlemire abrazó a su querido Ëruendil, quien sonreía extrañado, liberán- dose de las porquerías sobre si con facilidad pues ya no estaban vivas. Los rayos de luz naciendo de la cornamente feliz de Lëithor escaparon atravesando todo ser vivo y lo muerto fue resucitado. Los Bailarines de 475

El Sanador de la Serpiente Trébol comían entre danzas y abrazos, los árboles ya no se mecían in- dispuestos sino alegres con la brisa y la luz renovada en sus interiores, saludando al renacido Lëithor en el centro del bosque. Äerendil se acercó al cristal acompañado de su instrumento. —Guardián, llevo años sin tocarles algo así es que perdona si estoy un poco desafinado. —No tengo tu oído Äery, lo que me regales estará bien. —Para ti, la Balada de la Luz entre las Hojas, esa que le encargaste a mi padre. Ëruendil sujetaba su herida siendo abrazado por su mujer quien admi- raba la destreza que su maestro enseñaba al ejecutar la melodía anun- ciada mas ese no era el espectáculo real sino las formas que los rayos de luz creaban en medio del Bosque del Olvido. Lëithor comenzó a inflamarse como una gran masa verde cristalina, ex- tendiendo su cuerpo más allá de las copas de los árboles, aspirando la brisa, logrando que el cristal palpitara como el corazón que era en ver- dad. Las hojas resucitadas crearon espirales siguiendo la silueta dibuja- da y no tardaron en unirse a piedras y ramas hasta formar por completo al ser llamado Lëithor, el Guardián de los Vientos y las Semillas. Ëlemire sabía que se trataba de una forma extraña, de un ciervo con rostro casi humano. A traves de su cuerpo traslúcido eran apreciables las diminutas flores naciendo desde su corazón, el cristal brillante. Cada pétalo brotando a partir del interior del Guardián caía a la hierba por paso avanzado y su cornamenta eran ramas frescas del Árbol de la Vir- gen de las cuales colgaban cascabeles en cintas doradas, rozando cariño- samente su lomo manso y brillante como la esmeralda. Lëithor redujo su tamaño, escondiendo su brillo y adoptando pelajes marrones. Su naturaleza mohosa cambió hasta ser un ciervo común y corriente, ofreciendo una venia a los tres viajeros, quienes le miraban sorprendidos. Äerendil terminó la melodía cuando el largo pelo brillante y verdoso de Lëithor tocó el suelo como un gran faldellín para el frío. Segundos después, era pelaje cremoso manchado de marrones. —Ojalá este Guardián pudiera ofrecerles algo más que sólo unas pala- bras—Lëithor mantenía su postura humilde, enseñando una voz amable y melosa pero profunda y firme— Es una alegría tener visitas capaces de verme y conversar. La última visita alegre en este bosque ocurrió hace quince años. Ëruendil tomó la barbilla engarzada de perlas de Lëithor, levantando su cabeza del suelo. —¿Quién fue el afortunado de verle en aquel momento, estimado guar- dián? —Este hombre, hermano mío. Ëlemire notó como la nariz de Lëithor apuntaba a Äerendil, quien sólo se ocupaba de limpiar su instrumento y enderezar su agotada espina. —Lëithor, menos cháchara, ¿sí? Estamos convertidos en paté, ¿podemos descansar en algún sitio ahora que el bosque vuelve a estar sano? Te prometo que visitaremos a los demás chiquillos pero anda, quiero pes- tañear tranquilo un segundo. Espero no sea mucho pedir. 476

Victoria Leal Gómez —Äerendil, tu petición es justa mas yo debo pedirles más. —Buf, no te pases. —Äery, muestra respeto por el Guardián. —Me subía a la cabeza de mi padre a golpearle y quieres que respete a un viejo al que no veo desde… olvídalo. Lëithor, ¿qué necesitas? —El hermano en la Fragua necesita ayuda. Los brujos han puesto sus pies allí y en la Montaña Amanecer donde nuestra hermana ha caído hace poco. Por favor, quiten la larva en sus corazones para restaurar la salud de Älmandur. —Ya sabía que nos ibas a partir el culo con tu petición, ¿sabes que la Fragua está en los bordes del reino y que la jodida montaña está tan al norte que NADIE VA POR EL FRÍO QUE HAY? Sólo los locos viven allí, ¿verdad, Eli? —¿Locos? Sí, tienes razón. En la montaña estamos todos locos porque se nos congela el seso. —Estoy en perfecto conocimiento pero déjenme ayudarles. Lëithor alzó la nariz creando con la luz entre las hojas un orbe esmeral- da y lleno de cortes por los que el sol se separaba en los demás colores. La esfera flotó silenciosa hasta las manos de Ëlemire quien sonrió feliz por el regalo. —Canica bonita, estás segura con mami. —Sepan ustedes que mi deber de Guardián es permanecer en mi sitio asignado, por los que ese regalo les servirá en mi ausencia. La gema les llevará a la Fragua y a cualquier sitio que ya hallan recorrido. Sólo pídanlo cuando sea realmente necesario, pídanlo en mi nombre y les trasladaremos. —¡Gracias, viejo Lëithor! —Es un placer, querido Rey. Ëlemire y Ëruendil observaron la venia entregada por Lëithor, incomo- dando a Äerendil. El sanador rascaba su nuca, deseando desaparecer. —Para con lo de llamarme Rey, con suerte gobierno mi casa y esperan que maneje todo esto. Búsquense al reemplazante de turno. Lëithor enseñó sus respetos a Ëruendil y su esposa quienes se tomaron las manos, acariciando el lomo del Guardián. —Hermano mío, te ha tocado una labor pesada. Sugiero la comparta la carga con su mujer. —Estoy seguro que Ëlemire tiene las fuerzas para este camino, querido Guardián. Es más, puedo afirmar con toda certeza que su fuerza supera la mía. El Guardián sonrió a la mujer agradecida por la confianza. Lëithor dio la espalda a los viajeros, caminando sobre las aguas del lago hasta su centro, sitio en donde su cuerpo comenzó a inflamarse hasta perder el pelaje marrón, transformándose en un manto de estrellas nocturnas tan alto y magnífico que abrazaba la totalidad del bosque, cubriéndole con el resplandor de la vida. Ëruendil sentía que el pecho estallaría de felicidad pero no duró mucho ya que sintió algo extraño moverse en la herida mas no quiso mirar, sospechando de qué se trataba. —Em… ¿podríamos hacer una pausa antes de ir a la Fragua? 477

El Sanador de la Serpiente —Obvio, no pedí un descanso sólo por antojo, ¿te molesta la herida?— Äerendil posó su palma en la frente del herido—Mierda, estás helado… —Tengo un mal presentimiento. Äery, si fuera una larva, ¿por qué no desapareció junto con la brea? —¿Larva de Brujo? No jodas, las peleas con los Äingidh me hicieron perder mis cuchillos y anestésicos. Pero si no ha desaparecido tras tanto rezo… tal vez porque… yo que sé, no soy una enciclopedia. —Por favor, no guardes más secretos. —¿Yo? Por favor, pendejo… tengo una sospecha pero… —Pero qué, sólo dilo—Ëlemire tomó la palabra al notar que su maestro se rehusaba a confesar—No estamos para más rodeos y tonteritas flori- pondias. Si vas a decir algo, escúpelo de una vez, mi “rey”. Äerendil levantó la camisa de Ëruendil, observando el parche mancha- do entre rojos y violetas negruzcos. —Tal vez tienes una larva dentro porque alguien te envenenó. El bicho creció en tu cuerpo así es que es una parte tuya, ningún rezo sirve, hay que entrar a picar. —¿Cómo? Cada vez entiendo menos, ¿quién pudo envenenarme, cuán- do, dónde? ¿Qué es eso de “entrar a picar”? Me da mala espina… —Te aseguro que yo no fui el que te envenenó. —Claro que no fuiste tu Äery, y menos Ëlemire. —Entonces… —Vamos, par de tórtolos, salgamos del Bosque y veamos si los itineran- tes siguen en el mismo lugar, debemos recuperar mi carreta porque ahí hay de todo, incluso ropa limpia. El origen de esa cosa es lo que menos importa, nos concentraremos en sacarle de allí. —¿Qué tal si los itinerantes ya se marcharon? ¿Nos prestarán su ayuda tras el malentendido con mi primo? —Lo dudo pero seguro necesitan más medicina y si no es así… —¡Mis bebés nos sacarán del apuro! Ëruendil levantó las orejas, mirando a su esposa. —¿Bebés? —¡Claro! Isel y Dringon, ellos me escucharán si les llamo. Ellos nos lle- varán donde sea en un pestañear. —¿Y mi carreta, crees que no me costó? Terminé de pagar las cuotas el mes pasado. —Ay, maestro, no se ponga llorón. Yo le pago la carreta si tanto la ex- traña. Äerendil y Ëruendil miraron a Ëlemire con los ojos entrecerrados, sos- pechando del origen de su infinito dinero pero se abstuvieron de co- mentarios porque lo que más necesitaban eran los Elens de oro. 478

Victoria Leal Gómez 479

El Sanador de la Serpiente 26. La Duda en el Corazón Silente. La capital de Älmandur fue conocida por sus habitantes quie- nes poseían larga vida colmada de salud y belleza, abundancia, gene- rosidad y humildad. Unos considerarían que se trataba de una mezcla extraña de atributos para plebeyos descalzos criadores de cerdos y po- llinos pero otros afirmaban que justamente esas eran las razones por las cuales todo el mundo debería vivir allí pues la juventud eterna era el premio de una vida honrada. El último festival en el Mes del Sol fue celebrado hace un año y seis me- ses pero aún era recordado por el único trovador en la plaza entonando una lira languideciente en medio de la niebla y la luz escarlata de una noche que jamás se retiraba. Un grupo de personas le escuchaban con desaire intercambio las últimas raíces comestibles de las que disponían siendo conocedores de que la barrera en los muros de la capital no les permitiría abandonar la miseria que significaba no poseer más que la negrura de una brea pegajosa arrebatándoles la vida antes de siquie- ra beberla. Las provisiones conseguidas por Äwelduile y la dulce Lotus eran insuficientes y los últimos niños flaqueaban en mantenerse respi- rando. El oro que alguna vez regaló el antiguo rey Hagen, cuyo reinado duró menos de un año; yacía despanzurrado en cofres y las piedras de las calles transformado en la misma sustancia hedionda e intragable. Fue todo una mentira para quedarse con sus favores, para que entre- garan a sus hijos en la supuesta conquista de nuevas tierras y regalos exóticos de amables reyes de reinos lejanos. Si alguna vez residió un joven en Älmandur este no era más que un recuerdo para los ancianos y escasos niños persiguiéndose en la noche, preparándose para regresar a los dormitorios construidos bajo tierra, donde los Äingidh no podían capturarles. Lo único seguro que veían sus ojos era el porvenir de los cadáveres apilándose en los pasillos de todas las calles pues la tierra no aguantaba más cuerpos en su entraña, simplemente no había lugar. Mas todos esos antiguos gentiles bajo tierra eran la bendición de cual- quier Nigromante al acecho. Es más, Elisia saboreaba el fruto de la ma- sacre bebiendo una copa de su extraño licor carmesí. A su lado estaba Mila sirviendo el mismo licor a Zagros, el niño envuelto en paños ne- gros y rojos mordiesqueba su dedo tratando de dormir mas las pesadi- llas de las Artes mágicas le robaban incluso el aire ys sus ojos eran como rata acorralada contr al pared. Elisia analizaba su siguiente y final movimiento para destruir Älmandur cuando un Äingidh rascó la puerta con sus zarpas, anunciando su ingre- so autorizado de mala gana por la mujer de cabello borgoña. —Señora, ha llegado uno de los Invocadores. —¿Ha regresado con buenas o nefastas noticias? —Señora, es el último que queda. Los demás fueron barridos por una luz proveniente del Bosque del Olvido y Orophël. —¿Orophël? —Sí señora, de allí mismo. Un cuervo nos trajo noticias de lo que vio, 480

Victoria Leal Gómez informando que un rayo cayó de los cielos exterminando a todos mis hermanos. —¿Otra vez? Muy bien, parece que la familia de esos infelices está exter- minándose solita, me ahorran trabajo. En fin, ¿qué hay del Invocador? Le he preparado para dilemas como ese. —Tememos que ha desaparecido con el rayo, señora. —¿Qué hay de los Nigromantes? Hay muchos cadáveres por levantar, un ejército nuevo ha de alzarse hoy. —Señora, sólo queda Nikola y está gravemente herido. —Mila—Elisia acarició la mollera de Zagros antes de dirigirse al pasi- llo—Cuida de mi niño, le espera un gran futuro. —A su orden. Elisia siguió los pasos del Äingidh quien fugaz y ruidoso como tropel le llevó hasta un dormitorio decorado únicamente por velos incoloros y vapores de raíces quemándose. El perfume de frescas flores inundaba el aire y extraña madrugada se levantaba únicamente para ese cuarto. Junto a la ventana estaba Äweldüile cubierto por el capuchón de su capa verde oliva, sujetando su báculo de siete gemas brillantes como soles. Lucía meditabundo bebiendo una taza de té hirviendo. Cuando Elisia ingresó el Äingidh no pudo hacerlo y se quedó en las afueras, en la ne- grura del salón sin velas. A través de un agujero en la puerta observó a su ama sentarse en el borde de la cama mullida, notando el agujero en el pecho de Nikola quien a duras penas se sujetaba a la vida. Su hálito estaba quebrado y sus ojos de gruesas y tupidas pestañas negras eran sellados por el dolor y la fiebre. La mano de Elisia se deslizó por el pó- mulo amoratado del Mayor de los Äingidh, sabiendo que el Invocador era incapaz de escuchar. Äweldüile dejó su taza vacía sobre la mesa, avanzando lentos pasos ha- cia la acongojada mujer escondiendo su miseria interna. El Äingidh en la oscuridad del pasillo vociferó claramente sus intenciones justo cuan- do Elisia buscaba charlas con el sanador. —Señora, Nikola es el último Invocador de Umbríos, el único Nigro- mante realmente útil pero hoy no tiene fuerzas ni para levantar su pro- pio espíritu. Permítame sugerirle buscar nuevos aliados porque noso- tros ya no le serviremos. —¿Qué haz dicho? Elisia saltó de la cama bruscamente, mirando a la alimaña mecerse en la niebla. —Volveremos a nuestros refugios. —¡COBARDE,S YA OLVIDARON LO QUE LES PROMETÍ! —¿De qué nos servirán las tierras y los ríos si apenas podemos reprodu- cirnos? La última batalla en Orophël se llevó a casi la mitad de nuestra gente, nuestra desaparición es pronta si no nos machamos ahora, con lo que nos queda. Agradezca que se lo anunciamos. Nuestro señor está muriendo por su culpa, no le entregaremos lo que nos resta. —Vuestro señor… asi es que Nikola jugaba al don nadie otra vez… Elisia bajó la cabeza regresando a la cama, mimando el pómulo afilado del hombre inconsciente en las sábanas. —Márchense y no regresen. Llévense todas sus porquerías. 481

El Sanador de la Serpiente —Entonces, nos llevamos a Nikola. —¡NO, ÉL ES MI BRUJO! Váyanse antes de que me arrepetienta. —Señora, él no es suyo… así como usted no es libre. Le vendremos a buscar… en su tiempo. El Äingidh regaló una venia antes de desvanecerse en los corredores, dejando a su antigua ama junto al sanador de ceño fruncido. Elisia se acercó al ventanal dispuesta a charlar con Äweldüile pero el hombre miró a Nikola con lástima en vez de ofrecer respetos a la bruja. —Ya he hecho todo lo que está a mi alcance. No puedo ejercer en cuer- pos embrujados. Pierdo mi valioso tiempo en sanar vidas que no me- recen existir. —Äweldüile… por favor. No dejes que Nikola se vaya. Quien le ha he- rido ha usado un arma de los Sgälagan, la luz entrando a la fuerza en su cuerpo es una oportunidad de devolver… a Nikola… a este mundo humano. —Señorita Frauke, ¿aún tiene fuerzas? —Ayúdale, por favor… él es bueno, sólo está confundido. —Jovencita—Äweldüile acarició la mejilla llena de lágrimas de Frauke— Este hombre ha sido sometido a hipnosis y torturas, a venenos y poesías irrepetibles hasta convertirse en lo que hoy es y de la misma forma usted obró por lo que mis manos son infecundas en ustedes. Fue su decisión hundirse, morir fue su más auténtico deseo. No vuelva a mi torre por ayuda, ya no queda nadie a quien salvar con mi medicina. Es eviden- te que el verdadero rey de Älmandur ha decidido exterminar su tierra. Acataremos su voluntad. —Awe, no te vayas, no nos dejes… Si te vas y Nikola muere, su espíritu vagará hasta conseguir un nuevo cuerpo y será condenado a vivir así, entre mundos pálidos y fríos sin conocer nunca la paz. Awe, ayúdame… ¡ayúdame! —Abandone sus rituales nocturnos y le ayudaré. Haga que Nikola que- me todos los libros oscuros y le ayudaré. Äweldüile sujetó intensamente su báculo, abandonando el dormitorio luminoso, encaminándose hacia el puente que ligaba el palacio con su sagrada torre. Una vez estuvo frente a su edificación, Äweldüile hizo señas a su ayudante en el ventanuco. Una carrera presurosa después, Äweldüile entregó su báculo al mudo sanador en capa marrón quien elevó las manos a los cielos, atrayendo un rayo con el báculo, creando un halo de brillante verde impidiendo el paso de cualquier brujo o maldad posible. En los laberintos escarbados bajo la torre vivían los últimos ino- centes de Älmandur y ellos también recibieron la gracia de permanecer vivos y saludables en aquellas catacumbas. Una vez el escudo estuvo firme por los rincones necesarios, el ayudante devolvió el báculo a Äweldüile. —Awe, Lotus no se encuentra en los laberintos subterráneos. —¿Cómo ha dicho? —Búscale. Sus virtudes con las hierbas son peligrosas, no puede ser atrapada por nadie, ya ha hecho suficiente mas en el futuro nos será de gran ayuda. Azalea, allí ella ejercerá. Búscale. —Como ordene, mi señor. 482

Victoria Leal Gómez Äweldüile asintió con la cabeza, atravesando el puente directo hacia el palacio, manteniendo la sospecha de la ubicación señalada por su ins- tinto. Pero Lotus era capaz de huir de su extraño hermano mayor, ¿qué podría hacer un sanador que apenas le observaba? La muchacha sostenía el último cirio luminoso regalado por Mila, apretaba el candil con todas sus fuerzas por miedo a quedarse sin luz mientras descendía hacia el descuidado calabozo donde sólo las ratas se aventuraban a pasear. Lotus se encontró con viejas armaduras roídas cubiertas de telarañas y susurros extraños que se escapaban de ella apenas intentaban acercarse pues la luz de aquel cirio era lo único sano en aquellos rincones húme- dos. Ningún Äingidh podía ver a la muchacha atravesar los corredores pues la luz le hacía invisible y sus delicados pasos no emitían sonido alguno. Tras bajar las últimas escaleras, Lotus arribó a su destino, acer- cándose a cada una de las celdas de la mazmorra hasta dar con la soli- taria prisión habitada por una figura arrollada en la sombra, sobre una tabla en el suelo. —Hagen—Lotus acercó el cirio a los barrotes, momento en que el hom- bre se arrastró a sus pies— Le he traído comida. —Oh, dulce niña, tu misericordia merece tener otro nombre más subli- me. El nombre regalado por el rey de Siam no es suficiente. Lotus entregó una olla tapada con paños aislantes de los vapores in- tensos causantes de quemaduras. Hagen se las ingenió para torcer el implemento, logrando ingresar la olla a su celda sin derramar una gota del caldo regalado. —Querido Hagen… —Es más que suficiente, márchese, no es bueno que le vean aquí. —Aún no. Tengo una petición. —No estoy en condiciones de otorgar favores, ¿qué no ves? —Yo no estaría tan segura—La muchacha enseñó un manojo de llavero oxidadas sujetando una entre sus dedos—Entrégueme lo que prometió. Estoy buscando la manera de sacarle de aquí pero si cumple su parte del trato… Hagen despegó su nariz de la olla para mirar de pies a cabeza a Lotus quien mostraba el mismo rostro ausente de su hermano mayor. —Oh, ya veo, su memoria no falla y aprendió a manipular a la gente tal cual lo hace Sebastian. Le felicito, ahora son tal para cual. —Le entregué mis secretos para un sueño placentero y usted lo utilizó de formas terribles, abominables… de manera involuntaria he coopera- do en la destrucción del reino pero ¿qué puedo hacer además de orde- narle cumplir su palabra? —Je, je… eres peor que tu hermano pues todo el mundo observa que Sebastian es un asesino capaz de matar a su madre si se le pronuncia la palabra correcta en el oído mas tú, quien finge ser su consciencia… haz ocasionado la ruina de Älmandur. Bruja. —¡Entrégame el permiso que libera a Helmut de su familia! —Lotus, querida Lotus… ese papel lo redacté antes de darme cuenta cuanto aprecio a mi hijo. Lo último que quisiera ahora es verle con una 483

El Sanador de la Serpiente Klotzbach. Helmut merece todo lo que la familia von Freiherr posee, incluso la corona… o la inmortalidad. La muchacha retrocedió con dolor en su pecho mirando la cinta azul amarrada en su muñeca izquierda. —Eres… eres un malnacido. Tuviste la oportunidad de ser libre. —Oh Lotus, debiste pensar mejor tu movimiento. Es hora de buscar marido entre tus primos muchacha, no puedes detener el paso del tiem- po y nadie querrá enlazarse con los arribistas Klotzbach, te lo aseguro. —Estás preso en la brujería, Hagen… sabes que Äweilduile puede ayu- darte si lo permites. Puedo hablar con él y traerle… —Niña, niña, niña… de mi persona sólo queda esta cáscara y uno que otro recuerdo. Y mi hijo… él prometió regresar conmigo pero él está fuera de este mundo y no me ha dejado siquiera un retoño por el que recordarle... la corona era un buen regalo pero él siempre se lo negó, alegando que le pertenecía a su primito. Imbécil, mi hijo fue un imbécil hasta el último de sus días. Lotus contuvo sus lágrimas, arrojando el manojo de llaves al barro de la mazmorra, corriendo escaleras arriba de regreso a la torre, esquivando a los Äingidh sin mayor problema. La muchacha tropezó con los reveses de su faldón, cayó en las alfombras de un gran aposento solitario donde el cirio se golpeó contra las piedras sin dejar de arder, como si la luz no proviniera del fuego. El llanto de la jovencita fue ahogado por los terciopelos protectores de su cuerpo delgado y sin fuerzas para ponerse en pie. Imaginaba la cara de Sebastian retándole por entregar un brebaje de sueño a quien apenas conocía. Pensaba en todas las tregedias innecesarias de haberse reserva- do la fabricación de esa bebida para la batalla. —Pobre Wilhelm… le he dejado sin padre ni madre… es mi culpa… la ruina de Älmandur es… mi culpa… Lotus sobaba su rostro contra la alfombra, golpeando su cabeza con sus puños mientras lloraba sin tapujo alguno. Al rodar escondió su rostro entre las telas de sus vestiduras, gimoteando al encontrarse con la cinta azul amarrada por Helmut en su muñeca izquierda. Al levantar la cabe- za se encontró con Äweldüile quien levantó el candil para iluminar el salón antes de ofrecer su mano a Lotus. La muchacha se incorporó re- cibiendo el abrazo gentil de un hombre alto de sonrisa dulce y paternal. —Es hora de migrar a un nuevo sitio, pequeña. —Pero, ¿qué hay de los habitantes en los subterráneos y pasadizos? —Linda, ellos, los inocentes restantes de Älmandur recibirán su recom- pensa… muy pronto. Lotus tomó la mano del sanador quien le habló de la Isla de Cerámica donde los Altos volverían a su Hogar en los Cielos, llevándose consigo a quienes se mantuvieron firmes en la Sabiduría Eterna. La jovencita llo- raba por su error, lamentando ser conocedora de los usos de las hierbas, miraba el horizonte en busca de alguna señal de Helmut regresando al palacio pero sólo encontró la lluvia que caía también en los alrededores del recién curado Bosque del Olvido. Era tal el aluvión que empapaba los huesos de los caminantes en el sendero, empujándose unos a otros a continuar adelante, prestos a encontrar refugio en aquella cabaña aban- 484

Victoria Leal Gómez donada a su suerte en medio de la nada. El más agotado era Ëruendil y con justificadas razones pues la herida de hacha que el Äingidh le propinó sangraba profusamente, empeorando a cada minuto. Ëlemire se adelantó un par de pasos a través del camino engarzado de ramas de sauce llorón, tocando la puerta antes de asomarse por la ven- tana, vociferando. —¡HOLA! ¿¡ALGUIEN EN CASA!? Äerendil sujetaba al joven de escasas fuerzas quien perdía el ímpetu de mantenerse de pie justo en el instante que una anciana se asomó por la puerta, enseñando una gran nariz desfigurada por la edad y el sol. —¿Qué hacen aquí? —Por favor abuela, permítanos pasar aunque sea una noche en su dulce hogar. Mi esposo requiere cuidados pues ha sido herido, ¡ayúdenos, se lo suplico! La vieja mujer pronta a convertirse en corteza de árbol dejó que el grupo ingresara a su casa sin decir palabra, indicando con el dedo el único dor- mitorio donde fue recostado Ëruendil, quien sudaba frío entre temblo- res y quejidos apagados. Desde un rincón cercano a la salida del cuarto, la anciana miraba como Ëlemire quitaba las protecciones de cuero, la camisa y la cota que el herido vestía. —¿Necesitan algo? Äerendil se adelantó caminando de regreso a la cocina que les dio la bienvenida mientras empujaba a la anciana fuera del cuarto. —Una jofaina con agua limpia, unos trapos limpios que no tema en des- cartar y hojas frescas de läbhrais. —Oh sí, tengo todo eso… joven Alto. —¿Conoce la ëolas silvestre? —Sí joven, claro que sí… —Traiga un manojo que quepa en su mano y sumérjalo en un jarro con agua limpia. Con una agilidad inesperada, la anciana corrió por su capa de lana agu- jereada, apuntando con su bastón el sitio donde la jofaina y el agua eran almacenados. —Sírvete. Äerendil asintió amarrando su largo cabello cobre en una esfera sobre su coronilla, llevando los implementos al dormitorio donde Ëlemire presionaba la herida con la mismas prendas de su esposo. La mujer arrojó sus guantes de cuero al suelo, lavando sus manos y desgarrando los trapos necesarios para higienizar la herida que no se enseñaba tan grave hasta que estuvo completamente limpia. —Maestro, esto requiere de algo más. —Así parece— Äerendil machacaba las hojas de läbhrais en un morte- ro de piedra, entregando el resultado a su aprendiza—Aplica esto con cuidado, este poco es el único aceite de ölaidh que pude pillar. Si lo des- perdicias tendré que preparar otra molienda y no sé si tenemos hierbas disponibles. Ëruendil cubría su rostro con las manos pues se avergonzaba de sentir tanto dolor dado que desconocía la magnitud de su herida, jurando que 485

El Sanador de la Serpiente sólo era un corte superficial. Ëlemire distribuía cuidadosamente el anti- séptico por los rincones de la abertura y también en el interior mientras Äerendil revolvía en sus alforjas en busca de los implementos de sutura. Ëlemire dio un respingo al notar una protuberancia extraña en los in- teriores de su esposo, apuntándola para mostrarla a quien se disponía a cerrar la herida. —Maestro, esto es foráneo. Nuestra sospecha es real. —Hay que sacarlo ahora mismo—El sanador de asomaba discreto, lim- piando una pinza metálica—Permiso Eli, esto es entre ella y yo. Sujeta a tu pimpollo. Äerendil posó su mano en el hombro de Ëruendil, entregándole un rollo de tela. —Muerde esto que verás a tu abuela en colores. Mamá, perdóname, pero es verdad—Ëruendil joven asintió siguiendo la orden sin pensarlo al no- tar que Äerendil jalaría algo movedizo incrustado en su entraña—A la cuenta de uno—Ëruendil cerró los ojos—dos y ¡tres! Ëruendil se agitó al sentir que la pinza se hundía en su carne siendo Ëlemire quien intentó controlar su tremenda fuerza nacida del dolor y del miedo. Äerendil continuaba la faena de jalar al animalejo mordien- do el intestino del adolorido Ëruendil tratando de mantenerse quieto pero le resultada tan horrible el tira y empuja en su tripa que se mecía recocinado, sudando, arrojando el trapo para poder quejarse libremente mirando la salvajada que Äerendil ejecutaba. —¡ËLEMIRE, LLAMA A UN PROFESIONAL! —Lil, ¡yo soy un profesional! —¡UNO MÁS PROFESIONAL! El sanador jalaba con todas sus fuerzas y ya se disponía a poner el pie en la cama cuando la larva se desprendió del intestino rojizo y supu- rante. Ëruendil vio al bicho mecerse, chillando como rata acorralada, enseñando un cuerpo alargado y rechoncho lleno de protuberancias que aparentaban ser otros pequeños gusanillos con propia vida. —Mírala, está preñada la muy hijaputa. Lil, Eli… felicidades, son padres de una larva gorda. —No estamos para chistes, maestro. —Felicidades, es niña. Ëlemire acariciaba el rostro de Ëruendil, añoraba desmayarse y no con- tinuar observando al sanador arrojando el gusano a la chimenea, reto- mando la higiene con el agua, el läbhrais en pasta y los trapos limpios. —Maestro—Ëlemire sujetaba a su esposo, secando su frente—¿No tene- mos algún analgésico? Un poco de ëirish vendría bien… —Tendría de eso a montones si esos Äingidh no me hubieran roto la alforja. Por lo menos tengo la aguja así es que estará bien. Ahora, si tie- nes tiempo, Lil te agradecería a montones que fueras por raíces de lüth. —Muy bien… —Necesitará un tecito caliente para recuperar energías y una comida caliente, de esas levanta muertos que haces de vez en cuando. —Vale... Ëlemire besó la mejilla de Ëruendil quien asintió silencioso. Äerendil terminaba la desinfección, advirtiendo al herido. 486

Victoria Leal Gómez —Te voy a remendar. Te recomiendo que agarres de nuevo ese trapo, ¿si? Duele un poquito. —No me creo capaz… de sentir más dolor. —¡Ese es mi sobrino! El dolor es para principiantes. Ahora, con tu per- miso… —Te odio… —Ay, si no es para tanto. El sanador dio la puntada inicial pero Ëruendil soportó el dolor perfec- tamente ya que era infinitamente más leve que la extracción del bicho maloliente y mordelón. Sin mayores contratiempos, Äerendil cerró la abertura, limpiando nue- vamente el área con un paño humedecido y extrañamente suave, tara- reando una melodía sutil cuyas notas mimaban los oídos del desolado Ëruendil, quien escuchaba la ternura en la voz. Hoy te rezamos, Primer y Último Para que seas nuestros ojos Donde sea que el sendero nos lleve En tiempos aún por venir. Déjanos ser tus mensajeros Seguiremos el camino que enseñes Guíanos con tu gracia A las tierras de eterna salud. Amabilidad a la vida, pedimos. Como todo inocente que busca un hogar Guíanos con tu gracia Äerendil guardaba sAuslaismtipelrermasednetoestelranvaanjudvoenstuusd.manos en la jofaina antes de cubrir a Ëruendil con la manta a sus pies. El joven sonreía ali- viado, la melodía entonada por el sanador se llevó el miedo y el dolor pero la inseguridad de una tripa remendada permanecía allí. Giró la cabeza para mirar la devoción con que Äerendil organizaba sus objetos sobre una mesita de noche, sonriendo. —Cantas con voz de nenita—Äerendil se sonrojó porque era la primera vez en necesidad de cantar, normalmente era Ëlemire quien se ocupaba de ello—Aunque, tendría que haberlo esperado… tu timbre es suave, parece que nunca maduraste la voz. Y así y todo me llamas florcita, serás cara dura. —Guarda tus fuerzas y duerme, ¿sí? En un rato más te traeré té y algo de comer. No haz tenido el placer de comer el potaje de Eli, con eso serás capaz de ponerte a Lëithor al hombro. Ëruendil cerró los ojos sonriendo plácido, entregándose al reposo sin meditarlo dos veces. El sanador apagó las velas encendidas por su aprendiza esperándoel en la cocina junto a la anciana y los preparados pedidos. Ëlemire se adelantó, enseñando orejas tensas y muy alerta. —¡Maestro, cómo está…! —Todo está bien, chiquilla. Lil necesita dormir un poco y ya está, ¿estás hirviendo el lüth? 487

El Sanador de la Serpiente —Así es y la abuela a puesto el läbhrais a macerar. Tendré la comida cuando la luna se pose justo sobre la ventana en el techo. —Excelente, nos hemos ganado un descanso—Äerendil se sentó junto a la anciana en la mesa de la cocina, sujetando sus arrugadas manos— Abuela, muchas gracias. Que el Primer y el Último Rey le de una larga y saludable vida. La mujer sonrió, enseñando encías con un diente solitario y bailarín. —Uf, ya ni me acuerdo cuando fue la última vez que un chico tan guapo me tomó las manos. Voy a celebrar esto comiendo dulces, ¿quieren pan de zanahoria? Lo rellené con mermelada de naranjas. Ëlemire se relamió sin discreción, su estómago rugió para gritarle a la casa sus ganas de comer. La anciana rió al servir la porción de pan en un plato de arcilla, la avergonzada Ëlemire se limitó a agradecer en silencio y tragar hasta la última miga. La centenaria mujer se acomodó en una silla mecedora junto a la chi- menea más grande la casa, cubriendo sus piernas con un chal de todos colores y pompones. —Niños preciosos, ¿por qué no secan su ropa? Se ve que tienen los hue- sos empapados. —No tenemos más ropa que la puesta, abuela—Äerendil chupaba sus dedos pues estaban caramelizados de naranja— Dudo mucho que quie- ra ver un espectáculo tan barato. —¡Ja, ja, ja!, niñito—Abandonando su comodidad calurosa, la anciana revolvió en una estantería sin puertas, entregando mantas a las visitas— Cuelguen su ropa aquí, van a agarrarse un catarro de aquellos si se que- dan con eso puesto. Ëlemire arrojó sus piezas de armadura de cuero sobre la mesa antes de agarrar una manta roja con un gato tejido en el medio. La anciana le apuntó una puertecita que levaba a un cuarto de limpieza donde la mu- chacha se quitó la ropa y la cota de malla, anudando la frazada en su cuerpo como si fuera un pareo de playa. Al salir de la sala, Ëlemire tenía el cabello revuelto y pegajoso por falta de ducha. Äerendil le miró de arriba a abajo, riendo. —Vaya, nunca te había visto tan elegante, me has robado el corazón. Te llevaré a mi ceremonia de licenciatura con ese mismo vestido, seré la envidia. —Ay, cállate imbécil—Ëlemire le dio un codazo a su maestro, quien sonreía sujetando su manta—Parece que te pagan para decir idioteces. —Buf, uno dice un elogio y la perla se enoja, ¿quién te entiende? Pobre de mi sobrino. La anciana recibió las prendas de Ëlemire, colgándolas en un cordel cer- cano a la chimenea, dejando que la joven sirviera el té en un tazón de madera. Äerendil no demoró mucho en salir del cuarto de limpieza, disponiendo sus vestiduras mojadas en el respaldo de varias sillas. —Abuela, le hemos ocupado la cama, ¿dónde dormirá? —Precioso, esta silla la uso más que mi propia cama. Yo estoy más pre- ocupada por ustedes dos. —¿Eli y yo? Pft, el suelo está bien. Somos Trëntis, ¿no lo ve?—Äerendil 488

Victoria Leal Gómez enseñó sus orejas terminadas en punta, adornadas con varias pepitas de oro y argollas—Cualquier rinconcito donde podamos contar arroz nos viene perfecto. —¡Ja, ja, ja...! Pequeño, ya sabes donde hay mantas, tomen las que quie- ran. El suelo es un poco áspero. —No más áspero que las raíces en las que hemos dormido… Gracias, abuela. —Gracias a ti por permitirme el lujo de ver el torso desnudo de un her- moso descendiente de Alto. Tantas pecas son como contar las estrellas, tan tierno… —Er… ¿yo, hermoso?—Äerendil rascaba su nuca, sonriendo incómo- do—Gracias, ya lo sabía. —Hermoso y muy joven… —Sí, soy primoroso, bello, lindo, soy grandioso. —Y dotado de grandes virtudes. Ëlemire constipó una carcajada dando media vuelta y bebiendo su té caliente, sabiendo que su maestro estaba colorado de vergüenza. —Ojlá no te sangre la nariz, señor grandioso. —Em, sí, grandes virtudes… sí, soy un buen sanador… y también soy modesto. Esta abuela, no debería mirarme de esa manera… ¡que no soy un bife! Ëlemire dejó su jarro vacío en el fregadero riendo al ver a su maestro frotando su rostro con ambas manos, mirando a Ëlemire con vergüenza. Susurrando a su alumna, Äerendil mojaba su cara con agua fría buscan- do bajar la sangre de sus mejillas. —Esa vieja debería quedarse ciega pronto para que deje de ser tan fi- jada… ¿no podía elogiar mis ojos, mi cabello o mis pecas? Mira, que andar revisándome de arriba abajo y plantarse donde no debe… ¿de qué le sirve saber lo que tengo ahí? —Ay maestro, déjela tranquila, que aproveche de mirar todo lo que pue- da…—Ëlemire ofreció té a su maestro, aprovechando de mirarle—Vaya, las faldas son lo tuyo. Pero qué buenas piernas tienes, ¿por qué no las vi antes? —QUE NO ES UNA FALDA ES UNA MANTA—Äerendil tenía las ma- nos en la cintura cuando la esfera cobriza en su coronilla se deslizó por sus hombros—Y si no apreciaste mi escultural figura antes es porque andabas muy ocupada jugando a los vigilantes con Lörel y su pandilla. —¿Estás celoso de Lörel? Por todos tus ancestros, ¡es mi amigo! —Ah ¿sí, y yo qué? ¿Estoy pintado en la pared? —Oh no, Äerendil, tú eres más que eso, eres… ¡eres como un hermano! —Un hermano, ¿siempre me viste cómo si fuera tu hermano? ¡¿Siempre me viste como si fuera tu hermano?! —Pues si, ¡y qué mejor!—Ëlemire abrazó a Äerendil, quien miraba al costado para evitar el escote de su aprendiza—¡Eres lo máximo, te ad- miro, por eso te pedí que fueras mi Maestro! —Es la esposa de tu sobrino, es la mujer de tu sobrino… Oh por dios, tiene menos curvas que una pista de aterrizaje, Helmut tenía razón. —¿Qué cosas dices? —Uy, eres más masculina que Lil, debes tener un eight pack de compe- 489

El Sanador de la Serpiente tición… —¿Me estás ojeando el cuerpo, flacucho sin pelo en pecho y con falda? —Acabas de ficharme el cuerpo y quieres que no te mire… eres bien tarada, pensé que era una exclusividad mía pero veo que no. Bueno, ya que soy tu hermano, me comportaré como tal. Me rindo… ahora sí que me rindo. Su hermano… me ve coo su hermano… ¿qué peor? La anciana se reía de la situación continuando el tejido junto a la chime- nea, meneando la cabeza al sentir lástima por el muchacho. —¿Te rindes? ¿De qué hablas? —Mejor agarro mi manta y me hago bolita en el rincón donde duerme el gato, tengo mucho que llorarle a mi almohada esta noche. —No hables como si fueran un adolescente, no te va. —Soy como su hermano, abuela, ¿qué hago? Es primera vez en toda mi vida que me dicen eso, ¡ni mi hermana me lo dijo! —Resígnate, te quieren como hermano. —Caí en el foso más profundo en el que puede caer un hombre… ¿Cómo hizo Ëruendil para salir del Foso de la Amistad? So pendejo, no es tan despistado como yo creía, ¡tiene estrategias! Y más encima, le ayudé… es que a mi me pagan. Ëlemire pateó el trasero de Äerendil, arrojándole al rincón donde estaba la cama del gato. —Duérmete de una vez, ya te pusiste pendejo. *** Ocho pilares del más resplandeciente cuarzo blanco sostenían una cúpula de cristal, origen de enredaderas y largas flores acampana- das cuyos pétalos caían en espiral a las aguas techadas. El estanque tenía escasa profundidad pues su cometido era aumentar el reflejo colorido de las luces fragmentadas por el cristal de la bóveda. Dos escalinatas separaban las aguas de los pies descalzos del joven en busca de reposo mas no era su cuerpo el que suplicaba paz sino su mente. Inmóvil frente al estanque de agua helada, Sebastian releía una carta hallada en el despacho que alguna vez Örnthalas utilizó. —“Näurie, Thëriedir y yo iremos a la Caverna Bendecida en la monta- ña Amanecer. Pediremos ayuda a los Fiadhaish. Atentamente, Örntha- las… o Beni, llámame como te plazca.” El joven arrugó el papel antes de arrojarlo al suelo. Una muchacha de larga cabellera incolora recogió en nudo de palabras, observando que su amo lucía abatido. —Tus ojos inspiran desilusión. Sebastian mantenía sus ojos en el estanque sin ánimos de conversar. —Agradezco su preocupación. —¿De alguna manera este hombre ha interferido en tus pensamientos o sólo es una vaga interpretación hecha a partir de esta nota? Fue el deseo de mi padre que ocurriera de tal forma. —El lugar de Örnthalas debió ser ocupado por ti, Tëith—La mujer bajó las escalinatas, posando la antigua tiara de Äntaldur sobre una colum- nata cercana al estanque—Pero agradezco tu presencia tanto aquí como 490

Victoria Leal Gómez en batalla. Sebastian tomó las manos de su esposa notando que en el dorso de am- bas se dibujaban líneas finísimas como un cabello, marcas de anteriores luchas y filos en su piel también presentes en sus pómulos y tal vez, en otras partes del cuerpo. Tëithriel identificó cierta conmoción en el corazón de Sebastian quien mantenía un rostro apacible a pesar de sus pensamientos cuesta abajo. —Todo ira de bien a mejor, pierde cuidado. —Pensaba en… olvídalo. No debería. —No deberías…—Tëithriel acarició la mejilla de su esposo, inclinan- do la cabeza y mirándole con alegría y tranquilidad. Su voz era suave, perfecto calmante para la incertidumbre—¿Hay algo en lo que pueda ayudarte? La mujer conocía los pensamientos de Sebastian pues parecían gritos en el aire y eran audibles para ella. Claramente sus palabras decían “Qué bien se siente compartir la carga con una mujer fuerte.” “Me alegro de estar despreocupado.” “Es demasiado bueno lo que sucede, seguro algo terrible se viene pronto.” “No tendré que defenderle, qué alivio… pero aun así no quiero que vuelva a portar esa hacha, ¿pensará que soy el típico hombre bruto de Älmandur, coartándole sus deseos?” “Mierda, creo que me escucha…” Tëithriel sonrió tras la sospecha de Sebastian quien le dio la espalda como si de esa forma ya no fueran perceptibles sus enfrentamientos in- ternos. —Tëith, mi último deseo es ser grosero mas te pediré me dejes a solas un momento. La mujer hizo una venia retirándose tan silenciosa como los pétalos desde los cielos. Sebastian tomó la tiara en la columnata, admirando la delicadeza del orfebre al esculpirla. —Örnthalas es un cobarde. Pudo ocupar el lugar de Tëithriel y librarle de tal cruenta batalla… para mi hubiese sido mejor entregarle la noticia de su padre antes que hundirla en esa sangría. —Tal vez a tus ojos es un cobarde pero ¿haz pensado en Näurie? Ella no puede usar su espada y dejar a su niño a la deriva. Por otro lado, fue deseo de Äntaldur tener a su primogénita junto a él. Ellos eran padre e hija pero también, camaradas de armas, no puedes culparles por sus decisiones. Sebastian giró, en el extremo del estanque se dibujaba una figura trans- parente como el aire. Lentamente, a ritmo seguro, el cuerpo de una jo- vencita de largo cabello aguamarina fue haciéndose carne. Sus vestidu- ras doradas relucían como las antiguos atavíos de los reyes de Älmandur y su piel era pálida como los pilares. Caminó sobre el agua del estanque moviendo los pétalos con su cabello más largo que la cola de su túnica, posando sus manos en las mejillas de Sebastian. —Runar… le imaginaba diferente. —¿De qué manera podría usted crearse una imagen de mí distinta a la estampa de mi hermana? —He sido tonto, ¿verdad? —Sólo descuidado, como sus palabras hacia Örnthalas. 491

El Sanador de la Serpiente Sebastian tomó la mano derecha de Runar ayudándole a subir los dos peldaños. La muchacha tenía la misma altura que el joven Caballero quien bajó la mirada porque el destello en los ojos de Runar era extraño mas no perturbador sino que cercano a lo celestial… recordó la sensa- ción provocada al encontrarse por vez primera con el sanador sin su capucha habitual y también rememoró esa atracción inevitable hacia la belleza del príncipe, quien ya no era más un niño de Älmandur. El joven no sabía corresponder a manos tan cálidas, a una expresión tan limpia, ¿todos los Altos son así? ¿Acaso son capaces de revisarte el alma con los ojos? Sebastian se empapó de dudas hacia sus propios actos considerados terribles hasta por la más retorcida de las consciencias pues lo único aprendido con certeza desde su infancia fue cómo asesinar de la manera más eficiente. Sin embargo allí estaba, nuevamente recibiendo la bendición de conver- sar con un Alto en una morada construida por ellos. Runar posó su índice en el mentón de Sebastian, alzando su cabeza. —Luces preocupado. —¿Tengo razones para permanecer calmo? —Es Näurie, Thëriedir, Äntaldur, Ëruendil… todos ellos roban un es- pacio a tu quietud. —Ëruendil… tengo dudas sobre su capacidad de lucha. Nuestra charla fue demasiado breve pero vi la duda en sus ojos, como un barco a la de- riva en la mar dejando que otros tomen decisiones por él como si temie- ra pensar. Y ese tal Äerendil, tan posesivo y caprichoso… me pregunto si será una fachada o su verdadero ser. —Deberías llevar a Äerendil a la capital del reino, es su deber. —¿Y cómo llevo a alguien a un sitio al que no desea ir? Él nos obli- gó a pensar en los problemas del reino antes que buscar al siguiente rey, evidentemente el deber no le interesa—Sebastian llevó su mano a la barbilla, mirando al cielo—Um, pero si hago que alguien cercano le convenza… o si Helmut me ayudara… La muchacha de cabello aguamarina tomó las manos heladas de Se- bastian, atrapándole con su mirada tierna. El Caballero quiso imitar la expresión dulce y cariñosa de Runar sin conseguirlo, mirando a un cos- tado al saberse torpe sonriendo. —A pesar de tu confusión, luces muy bien, Sebastian. Nadie diría que tu mente es un remolino. —Orophël fue decapitado y nadie lo recuerda. Cada habitante jura que Tëithriel y yo hemos sido los Señores de Orophël desde los inicios y una dura carga fue puesta en nuestros hombros sin que pudiéramos prever- lo. Se me ha preparado para muchas eventualidades, incluyendo una como esta mas un asunto es la instrucción y otro completamente dife- rente es la práctica. Gracias a los cielos que Tëithriel está a mi lado y que no le resulto una molestia. —Esa no es la turbación que te embarga ahora. Sebastian enseñó una mueca de burla hacia su propia naturaleza, sa- biendo que jamás habría podido mentirle a Runar, o al cualquier Sgäla- gan en general. Apretó afectuosamente las manos de la muchacha quien 492

Victoria Leal Gómez sonreía suavemente. —Estúpido joven el que tiene a su lado. —Jamás me atrevería a llamarle así. Sebastian, si usted fuera estúpido, Mila y yo no habríamos aceptado ayudarle en esta empresa que ahora es nuestra también. Nosotras, junto a otros hermanos; estamos al servicio directo del hijo segundo de Sekemenkare y Thul. Nuestro deber es pro- teger su familia e intereses y usted entra en ello. —Qué locura, no soy descendiente de tus señores. Soy un humano de este mundo ensangrentado y morboso. —Pero Näurie vio bondad en ti y en tu familia. Sebastian, el brebaje en tu cuerpo alarga la vida como si fueras hijo de un Sgälagan, vivirás hasta que los Cielos dictaminen tu hora de partida. Mientras tanto, tu labor consiste en exterminar el mal. —Viviré hasta que ya no sea capaz de recordar mi propio nombre… —Suele ser una desventaja. La memoria tiene un límite físico, querido Sebastian. —Pero Runar, ¿qué hay de mi físico? Tras recibir la luz de aquel rayo de los cielos yo… no quiero alardear pero, me veo tan joven como mi hermana. Verá, ya he cumplido veinticuatro años pero mi rostro clama ser de un joven con apenas quince y sin batalla alguna en el cuerpo. Mis huesos son robustos como antes y mis fuerzas… parecen sobrehumanas. —La Espada Celestial tiene efectos secundarios muy favorables, excep- tuando la pérdida de memoria. —¿Qué fue de Äntaldur? —Él se ha reunido con sus ancestros, joven Sebastian. Y está satisfecho de verle rejuvenecido, junto a su hija. —Si sigo rejuveneciendo, mañana seré un bebé de pecho. Creerán que mi esposa es una aprovechadora. Runar sonrió inclinando su cabeza en comprensión por el espanto de Sebastian. La muchacha afirmó su mano en el pecho del joven, quien sintió sus mejillas sonrojadas, bajando la mirada. —Puedo frenar el proceso, si me permites. —Por favor, se lo ruego… espere, ¿puedo permanecer así de joven… para siempre? La muchacha de cabello aguamarina sonrió, conociendo la vanidad de Sebastian quien reía feliz de saber la respuesta. —Si crees eso te ayuda en sus menesteres, por supuesto. —Vale… si quiero verme mayor me dejo la barba. A mi padre siempre le ha gustado la idea de verme parecido a su imagen. La muchacha mantuvo su sonrisa, desatando los cordones que escon- dían la piel del pecho de Sebastian, quien disimulaba las cosquillas. Los dedos de Runar se deslizaron hasta encontrar el latido de un corazón feliz de latir, sintiendo un corrientazo extraño capaz de recorrer hasta los pensamientos del joven cosquilloso. Sebastian cerró los ojos por la sensación eléctrica inexplicable, sintió un temblor en su cuerpo cuando Runar se alejó. —Joven, le recomiendo ir con Ëruendil para despejar sus dudas. Nece- sita su ayuda urgentemente. Pronto iniciará su viaje a la Montaña del Amanecer. 493

El Sanador de la Serpiente —Pero si Wilhelm jamás ha salido siquiera de paseo, ¿cómo espera re- sistir el frío de la montaña? Runar, tiene razón, el pobre necesita ayu- da, de lo contrario ese Äerendil le va a succionar la vida. De seguro el príncipe se encuentra remendando calcetines… aunque, si es verdad lo comentado, es correcto que Äerendil trate como siervo a Ëruendil… Runar amarró la camisa de Sebastian antes de convertirse lentamente en el vapor circundante. —Joven, estaré ausente por un tiempo. —Runar, no puede abandonarme ahora, ¿cómo me reencontraré con Ëruendil? Desconozco su paradero y tengo mil preguntas… —Le llevaré con él. Pero recuerde, este es nuestra última charla pues mi deber con Mila es perentorio. Ha caído víctima de un hechizo oscuro de Johavé y he de liberarle junto a otros de mis hermanos que también han sido hechizados. —Espero verle nuevamente. —Así será, joven. —Es extraño que me diga “joven” siendo que luces más lozana que Lo- tus… —El tiempo no es un enemigo para nosotros, los Sgälagan. Siga su cora- zón, joven Sebastian, Näurie le auxiliará en mi lugar. Mi último consejo es que aprecie a su mujer, aprenda a amarle. —Me lo pide como si fuera difícil… he tenido más suerte de la que me- rezco. —Ahora, prepárese para reencontrarse con Ëruendil. —¡ESPERE! Tenemos una celebración en pocas horas. Lléveme con Ëruendil al culminar dicha ceremonia, se lo suplico. —Muy bien, así será. Dame aviso, hablándome como siempre lo haz hecho. Runar terminó por convertirse en cientos de pétalos blancos al viento, expandiéndose por los diferentes calados en la estructura de cuarzo que rodeaba al estanque. Sebastian vistió la tiara abandonada sobre la columna corriendo hacia el cercano salón donde Tëithriel ordenaba pergaminos en una estan- tería. Sebastian se plantó en un rincón antes de acercarse a su esposa pues necesitaba verle antes de hablarle pues Tëithriel era una Sgälagan de expresión amorosa e inteligente a pesar de las cicatrices en su piel. La capa azul decorada con plumas en forma de grandes alas le abrigaba de la brisa entrante del estanque y el vestido blanco adornado con estrellas plateadas esbozaba una figura esbelta y curvilínea de anchas caderas y piernas fuertes. La luz atravesaba los pliegues de las vestiduras y esto era habitual entre todos los Altos trabajando en el palacio de Orophël pero en Tëithriel ea asunto distinto, al menos a los ojos de Sebastian quien se sentía infiel a Lotus por mirar con tanta atención a otra mujer. Tëithriel sonrió cuando su mirada se encontró con la de Sebastian quien tomó impulsos para caminar hacia su mujer, disimulando la expresión embobada de conocer las formas de su esposa antes de desnudarle. “Apostaría a que los hombres Sgälagan no miran así a sus mujeres, por eso se dan el placer de vestir telas tan delgadas… Helmut tiene razón, las Sgälagan tienen buen trasero. ¡Mierda, olvidé que Tëith me escucha!” 494

Victoria Leal Gómez Sebastian sujetaba las manos de su esposa cuando esta le besó la frente. —Es verdad, entre nosotros no hay miradas lascivas pero a mi no mo- lesta que tú me observes. —Yo…—Sebastian sentía la sangre en su cabeza, avergonzado—Te pe- diré que no leas mi mente, por favor. No encontrarás nada bueno allí. —Sólo puedo sentir lo que tú deseas que yo sienta. Tal vez deberías aprender a controlar tu mente, ¿no crees? —Sí, debería empezar ahora mismo a entrenar mi cabeza. Tëithriel afirmó su frente en el hombro de Sebastian, acariciando su pe- cho suavemente mientras le enseñaba el pergamino que leía. —No creo que hayas venido sólo para revisarme el trasero, ¿o en verdad ese era tu motivo? —Bueno, ahora que lo pienso no fue mala idea pero en verdad, mi ob- jetivo es diferente. Necesito saber si los preparativos para honrar a Än- taldur están listos. —Todo listo. Incluso el mausoleo está apresto a su uso. —Perfecto… un asunto antes de ir a cambiarme—Sebastian posó su mano derecha en el hombro de su mujer, mirándole con firmeza—Ne- cesito que te hagas cargo de Orophël por un tiempo. Tëithriel levantó las orejas con sorpresa mirando a Sebastian entristeci- da. Sus afiladas orejas adornadas con una joya alada de plata descendie- ron hasta hacerle ver como un hada desvalida. —¿En solitario? Es posible, dirigir un territorio es una tarea muy noble para la que fui preparada… pero como persona yo… Sebastian, en este momento te necesito con todas mis fuerzas—Tëithriel abrazó al inmóvil joven sintiendo la calidez del cuerpo de su mujer—Por favor, quédate por unos días al menos. Sebastian miró a los ojos de Tëithriel, mimando su cabellera pronta a abandonar el tono dorado. Cierta desolación era evidente en su mirada cristalina de tonos grises cuando el joven sintió deseos de besar a su esposa y eso hizo, apretándole intensamente contra su cuerpo. El helado Sebastian fue inundado de un calor exquisito y tan placentero que sintió temor de perder los estribos en aquel salón vigilado por sirvientes, apar- tando el abrazo con tensión sin perder de vista a Tëithriel, sonriendoal tiempo que una lágrima se deslizaba en su ojo izquierdo. —¿A qué le temes? —A nada… si viene de ti. Tëithriel sonrió sabiendo que su marido se encontraba nervioso, escon- diendo un millón de sensaciones, permaneciendo flemático ante un co- razón latiendo fuertemente. Tras un silencio interrumpido sólo por el canto de alguna avecillas, la esposa tomó la mano de su compañero y le llevó por los corredores inundados de luz blanca adornados de velos plateados o escarchados de azul, llevándole hasta un sitio donde nosotros no debemos interrumpir. 495

El Sanador de la Serpiente 27. Memorias de un Marginado. Ëruendil acomodó su espalda en el catre acariciando el vendaje que protegía su herida del exterior, necesitaba urgentemente salir a dar una vuelta por los arbustos. Se deslizó hasta el costado libre de la cama usando las escasas fuerzas de sus brazos para alzar su tronco y sentarse posando sus pies desnudos en las tablas tibias del dormitorio. Se detuvo allí, mirando las gotas de sudor caer a la madera siendo consciente de que su fiebre era helada pero que le hervía la sangre por dentro. Ëlemire dormía desnuda a su lado, parecía disfrutar los sueños o bai- lar en ellos pues cierto destello dorado salía de sus mejillas. Ëruendil le acarició con las yemas, la suave piel de su mujer le recordó a los Bailari- nes de Trébol en el camino. Le movió para asegurarse de que su esposa respondía. —Ay Lil, tengo sueño… ¿estás bien? —Sí, sólo iré a… tú sabes… regar las plantas. —Vale, ten cuidado, ¿sí? Espera, ¿no quieres que te acompañe? —Estaré bien. Iré muy lento. —No confío en eso… espérame, que me visto y voy contigo. Afirmándose en el borde de la cama, Ëruendil tomó aire y se levantó, sujetando con la mano la terrible sensación de mondongos caer. —Cielos, Äerendil tenía razón cuando me dijo que se iban a caer mis tripas y nadie las recogería por mi… auch. El joven daba un paso sólo cuando se aseguraba que el anterior era fir- me, llegó a la puerta del cuarto en treinta pasos, cuando la distancia real era sólo de cinco. La anciana hervía agua esquivando la cola de su gato, sonriendo al ver al herido caminar. —Oy, pero qué lindo niño, ¿te haz escapado de algún cuento? Estás muy lindo ahora que te han bañado… qué ganas de robarte y guardarte en un frasquito. ¿Ya te sientes mejor? —Eh sí, muchas gracias. Esto… ¿sabe dónde están mis botas? —Oh sí, están aquí, al lado del fuego—La anciana se inclinó para apun- tar con el bastón las prendas solicitadas—Pero, ¿para qué las quieres? —Tengo pretensiones de dar un paseo. —¿Un paseo, a medianoche, con el cabello mojado, con menos sangre en el cuerpo y la tripa desgarrada? —Sí. —Ay niño, tú no llegas a viejo. Toma—La anciana entregó un báculo adornado con una gran gema verde en la punta— Afírmate con eso y vuelve pronto. —¿Dónde está Äerendil? —Oy, ¿el chico bonito al que le dijeron “te quiero como hermano”? —¿Quién le dijo eso? Sebastian me confesó que eso era terrible de es- cuchar… —El niño hermoso está afuera, picando leña. Es una lástima que ya ande vestido… se puso una capa horrible para taparse la cara y anda lleno de tierra. Ay, si parece que no le gusta verse lindo porque anda con el pelo revuelto y masticando nueces con la boca abierta… 496

Victoria Leal Gómez —Muchas gracias abuela, iré con él. —Ay, tanto chico guapo y una sin juventud, ¿por qué me hacen esto los dioses, es que les gusta reírse de mí? Ëruendil sonrió burlón sin emitir comentario, usando el báculo para caminar, sintiéndose extrañamente cómodo con él. La cabaña tenía tres peldaños bajos mas para el herido eran como tita- nes sujetando la bóveda del cielo. Arrastrar los pies era la peor opción y reunió todo el aliento posible bajando al sendero buscnado un lugar pri- vado, girando hacia la derecha. Allí, a un par de metros estaba Äerendil, guardando el hacha y apilando leños bajo el cobertizo mientras escupía las cáscaras de las nueces. Ëruendil ya giraba en torno a un árbol cuando fue alcanzado por el sanador, agarrando a su sobrino por los hombros. —¡Adónde vas sin mi permiso! —Em… debo realizar ciertos menesteres que nadie puede hacer por mí. —Oh, vas a cagar. Seguro después de lo quete hice te viene diarrea. Bue- na suerte con eso. —¿Podrías ser más…? Ya, olvídalo. Supongo que nunca fuiste a la es- cuela a aprender modales. —Voy contigo. —¿¡Qué mierda te pasa!? ¡Yo puedo sujetármela solo, no es tan grande! Äerendil liberó la carcajada más grande de su vida, retrocediendo has- ta afirmrse en el pilar de la cabaña, abrazando su vientre agachando la cabeza al retorcerse. Tragó aire antes de enderezar la espalda y mirar al risueño Ëruendil quien usaba el báculo como colega. —Ay, pendejo tarado, se nota que ya estás mejor. Sólo quería ayudarte a caminar pero jodiste, arréglatelas solo. No iré a recoger tus tripas, ¿eh? —Tú deberías dormir un poco… —Dormir es para principiantes. Ëruendil notó que la pomada oscura en los párpados de Äerendil dibujó un sendero por sus mejillas repletas de pecas de todos tamaños. —Oye, Aery… —¿Aery? ¿Cuándo te di permiso de abreviar mi bello nombre? Sólo mi madre me llamaba así... cuando no me decía “budín con pasitas”… ah, y Lëithor, él vejete tiene permiso. —¿Estuviste llorando? —¿Yo, llorando? Qué me ves, ¿que soy una princesa esperando a ser rescatada? —Justamente… eso eres. —Jódete Lil, vete a mear que yo tengo leña que picar. Hay que pagarle a la anciana de alguna manera, se ha portado como nadie en el mundo ya lo hace. Ëruendil se acercó al sanador quien volvía a sujetar firmemente el ha- cha. —Aery, estás triste. —ËRUENDIL, HIJO DE OROPHËL Y LÏNAWEL, HIJA DE ÄNTAL- MÄRNEN, ALÉJATE O TE DOY CON EL HACHA. —No serías capaz. —A LA UNA… Ëruendil afirmó las yemas de sus pulgares en las cienes de Äerendil 497

El Sanador de la Serpiente quien mantenía el hacha firme para dar un ataque. —A LAS DOS… —¿Me das permiso? Äerendil cerró los ojos frunciendo el ceño, Ëruendil supo del rocío en su piel congelada, la autorización silente a circular por las memorias de su tío. Al caminar por el corredor de cuarzo pálido en medianoche descubrió que la edificación era familiar, reconociendo las pinturas en el pasillo, los libros y la biblioteca. Avanzó lentamente hasta llegar al dormitorio de un niño en camisón blanco, el mismo niño de azul que encontró en el bosque, el mismo niño de verde con quien charló en la biblioteca prohibida. Quiso tocarle pero atravesó su piel como un espectro. Ëruendil retroce- dió hasta un rincón invisible, observando la luna en el cenit. —Es un recuerdo, no puedo interactuar con los recuerdos. Una mujer de ropajes blancos atravesó el pórtico del dormitorio acom- pañada de un hombre con atavíos similares. Sus túnicas arrastraban por el níveo suelo de piedra lisa e impoluta, silentes, decididos se acercaron al niño en la cama quien observaba a los invasores con ira. —Míralo, el veneno no le ha afectado. —¿Habrá bebido algún antídoto? Se rumorea que es aprendiz de Äwel- düile. Ëruendil avanzó para rozar los cabellos descoloridos de la mujer de blanco y tiara plateada de estrellas sin llegar a conseguirlo. El hombre a su lado tomó un puñal para atravesar el corazón del niño en camisón pero fue esquivado diestramente con un brinco. La criatura de cabello cobrizo corrió hacia el escritorio haciéndose de un afilado abrecartas de oro, manipulándole como si fuera una daga. —¡QUÉ HICIERON CON PAPÁ Y MAMÁ! —Lo mismo que haré contigo— El hombre atacó al niño, rasgando sus vestiduras pálidas—¡Si estuvieras dormido, no habría sido necesaria esta inútil lucha! Ëruendil se apartó espantado pues el niño lucía de diez años o menos pero su destreza con el abrecartas era tal que nunca fue lastimado por la daga de su adversario quien estuvo a punto de recibir una mortal esto- cada en dos ocasiones. La mujer observaba paciente pero no permaneció por mucho en ese estado. Desenfundó su propia daga para ayudar a su esposo a eliminar la última molestia en el camino. —¡Ada, ten cuidado! El niño es peor de lo que imaginamos… Albert asestó un golpe en el pecho del niño, justo a la altura del cora- zón. Mas aquel hombre no sabía que los Sgälagan tienen los órganos completamente invertidos y la herida sólo atravesó un vacío indoloro. El pequeño en ropa de cama no tenía tiempo de quejas o detenerse a mirar el flujo de su sangre, dio un fuerte salto hacia Adalgisa, clavando el abrecartas en el hombro de la mujer asustada quien gritó fuertemente por el dolor, soltando su propia arma. En aquel momento entró un tercer intruso agarrando al niño arrojándo- le a la cama de una voltereta en el aire, posando su mano en el hombro de Albert. 498

Victoria Leal Gómez —Albert, llévate a Adalgisa. Yo me hago cargo de Äerendil. Vayan por el bebé. —¿Llora mucho? Albert sujetaba a su esposa, la herida no era de gravedad pero si muy dolorosa. Fritz retenía al niño sin mayor complicación. —Ëruendil debe beber la medicina que preparó Awe, de lo contrario les recordará como asesinos de sus padres. Y denle un nombre nuevo, eso ayudará a separarle de sus memorias. Ëruendil cubría su boca con las manos viendo a sus padres abandonar el dormitorio y sin creer que todo se trataba de recuerdos tan reales… Fritz tomó la daga escondida bajo su túnica y la afirmó en el cuello del niño en la cama quien respiraba tranquilo con la vista fija en su sirvien- te. —Traidor, esto pesará por la eternidad en vuestra consciencia, si es que aún gozas de la mitad de una. —¿Por qué bebiste un antídoto, acaso sospechaste de alguien? —La pregunta correcta es, ¿puedo confiar en alguien? Bastardo, me criaste como a uno de los tuyos y ahora buscas tomar mi vida con el arma que mis padres te confiaron al volverte mi guardaespaldas. —Es más complejo de lo que tú crees y de lo que parece… —Mi sangre teñirá tus manos hasta el día de tu muerte. El hálito de mis padres y hermana te perseguirá hasta la demencia y la mudez de la vejez. —Arrojas maldición sobre mí… —Dime, ¿qué le harás a mi sobrino? Apenas tiene dos meses de nacido. —Eso no te incumbe. —¡CLARO QUE SÍ! ¡QUÉ ES ESO DE CAMBIARLE EL NOMBRE, ACASO LE CRIARÁN COMO SI FUERA UN NIÑO CORRIENTE! ¡LIL ES MÁS GRANDE QUE TODOS NOSOTROS JUNTOS, FUE BENDECIDO POR LOS CIELOS! —Cállate de una vez… —Lil será mi Ungido algún día… Fritz deslizaba el filo de la daga en la piel del cuello del niño, quien jamás cerró los ojos. —Äerendil, no hagas esto más difícil. Entrégate, ven conmigo y... —Antes muerto que traidor. Y si vas a matarme, lo estás haciendo mal— El niño dirigió el área del corte hacia la arteria en su cuello— Es aquí, imbécil. El hombre de tez pálida presionó el filo al tiempo que lo deslizaba, consiguiendo un gemido por parte del niño que cerraba los ojos por el dolor. Su sangre ensuciaba la blancura de sus vestidos cuando Fritz se apartó, chocando su espalda contra la pared. —No puedo… no puedo hacerlo es… es un niño. Es MI niño querido… Aery, perdóname. —Quién soy para ofrecerte el perdón… pídele a Ële-hömi que sienta lástima por ti. Y reza también por Adalgisa y Albert… yo me llevaré a Lil donde nadie pueda hacerle daño. Äerendil sujetaba su cuello al sentarse en la cama, mirando al aterrori- zado Ëruendil. —Vete de una vez, Lil. Estás lastimándome con tu curiosidad. Sal de mi 499

El Sanador de la Serpiente cabeza, ya viste todo. Ëruendil abrió los ojos y retiró los pulgares de las cienes de Äerendil, sus lágrimas caín sin más remedio ni disimulo. Agotado de contener la decepción, el sanador dio la espalda al joven a su lado, secando sus ojos. —Dime, Lil, ¿qué hago con esto? ¿Cómo borro de mi mente estas imá- genes tan horrendas? ¿Existe algún analgésico que pueda palear esta angustia? —Aery, Aery, mírame—Ëruendil giró a Äerendil al tomarle por el hom- bro—Lo último que necesitas es un analgésico, ya has vivido mucho tiempo anestesiado, abre los ojos y enfrenta tus recuerdos. No puedes huir para siempre. —Claro que puedo hacerlo—La voz de Äerendil era apenas audible— Recordar y asumirlo es fácil pero, ¿qué hago con esto? ¡ESTO!... fui traicionado por quienes amaba desde mi alma, ME QUITARON LO ÚNICO VALIOSO QUE TENÍA POR UNA PUTA CORONA y, ¿para qué? ¡Mira!—Äerendil abrió los brazos a los cielos, girando para en- señar también el suelo y los árboles—Está todo muerto, no hay luz ni agua que nos alimente, ¿para eso nos quitaron la tierra, para matarla? No se merecen lo que tenían, que esta destrucción, consecuencia de sus iniquidades, sea la tumba de los infieles. —No puedes estar hablando en serio… eres el Rey legítimo… tus pala- bras son fuego, debes ser cauteloso. —Y como Rey tomo las decisiones que se deben acatar. El Reino ha de hundirse hasta la última de sus piedras y yo seré quien lo destruya. Basta ya de luchas por tronos y coronas absurdas. —Äerendil, ¡eres un sanador no un genocida! —Son los lados de una misma moneda... En ese segundo, la pesada y callosa mano de Ëlemire abofeteó tan fuerte la cara de Äerendil que este cayó al fango. La mujer se acuclilló frente a él, apuntándole con el índice. —Una palabra más de pendejo engreído y JURO por mis tetas que te parto el culo a patadas. Te vas a levantar, te tomarás un vaso de agua e irás a curar al siguiente Guardián así tengamos que amarrarte a una pica. —¿Me amarrarás? —Sí, con alambre de púas y por las mañanas te haré cariño con una fusta hasta que vayas a Älmandur a sentarte en tu puto trono a poner orden, reyecito de mala muerte. —Hice bien en no casarme contigo. Ëlemire levantó a Äerendil de la manga, sacudiendo su ropa. —¿Seguirás siendo sanador o te…? —Cierra la boca, ¿vale? Tengo mucho que pensar. Me voy a mi rincón de gato por unos minutos... dije que eliminaría Älmandur, no a la gente. —¡Entonces no vuelvas a hablar como si fueras un desgraciado! Äerendil limpiaba la mugre de su ropa cuando observó la furia retene- dia en Ëruendil. —Oh, vaya… Lil se ha molestado. ¿Acaso la idea de verme destruyendo un reino te provoca ira? ¿Qué harás, hablarme bonito hasta que se me pase la pataleta? 500


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