Victoria Leal Gómez mujer pero, al mismo tiempo, una vocecilla interna le rogaba que fuera dulce con ella porque merecía ser tratada como una dama. Y, por otro lado, tenía ese recuerdo martillando su cabeza. Helmut se sintió incapaz de tomar a Lotus como suya y eso fue notorio en su voz quebrada. —Lotus, ¿es mucho pedirte…? —¿Qué sucede? —¿Podrías… quedarte? —Que…darme, ¿aquí, en tu cama? Helmut besó la mejilla de su amada, mirándole directamente a los ojos. —Sólo quiero estar a su lado… prometo no hacer nada que no desees… lo juro. La muchacha notó una mancha de sangre en el costado izquierdo de Helmut quien se acomodaba para evitar el dolor, sujetando el vendaje bajo sus ropas. —Te cuidaré toda la noche, querido mío. Lotus besó la coronilla de quien se resistía a abandonar su pecho, alivia- da al saber que nadie le obligaría a hacer algo prematuro. Mas, al mismo tiempo, la jovencita mostraba desilusión con un largo suspiro. Helmut, por el contrario, sonreía feliz de dormitar acompañado sin la obligación de “cumplir como hombre”. —Ojalá pudieras siquiera imaginar el placer que me provocan tus pa- labras… —Buenas noches, Helmut querido. Reposa, así tus heridas sanarán pronto. *** Ëruendil sudaba acalorado por las mantas, rascó sus ojos antes de desenvolverse del capullo de lana percibiendo un silencio tan despó- tico y abrumador que ni el río o las aves, siquiera el crujir de los pastos bajo las ruedas de la vieja carreta o los cascos de Isel eran audibles. El muchacho se sentó como pudo, avanzando de rodillas hasta el asiento donde Äerendil clavaba la mirada en el horizonte. —Pasa algo, ¿verdad? —Sí… Isel me avisó de un olor raro y, ahora que estamos más cerca, tiene razón. Hay una fetidez horrenda… Ëruendil estiró el cuello alzando la nariz al aire mas las resinas de los árboles le entorpecían el sentido. —No puedo oler nada… —Te falta hábito, es obvio que viviste en la comarcaela, tienes la nariz muerta. —¿Qué olor es? —Como a… brujo. Algo les atrajo, tal vez la sangre de tu herida. Mejor damos un rodeo a Orophël y entramos por las huertas. Allí los guardias no son tan pesados, unas monedas al bolsillo y estamos dentro. La yegua retomó su marcha desviándose del dudoso sendero para per- derse entre los arbustos y las frutas de piel azabache. La carreta rebotaba meneándose de forma incómoda para los heridos que renegaban el des- 301
El Sanador de la Serpiente canso. Ëruendil permaneció bajo el techo afirmando la espalda en uno de lo cofres cuya cerradura estaba abierta. El chiquillo posó sus dedos para revisar el contenido del baúl pero fue interrumpido por el dueño. —Oye, no te pases. Ahí guardo mis bragas. Ëruendil rió, cerrando la tapa del cofre. —Tienes razón, no debería… —Me hiciste acordar de que tienes que comprarte ropa, te presté eso y ahora no tengo para mañana. —¿Por qué no tengo bragas? Tengo frío… —Tendré que usar esto hasta que ya pueda ponerse de pie solo, por la mugre. —Perdón… —No me pidas perdón, tengo el mejor espectáculo. Me da risa verte con mis camisas porque te quedan chicas. —Todo me queda pequeño, tus pantalones no me llegan a los tobillos… y la camisa me aprieta. En verdad, eres muy pequeño. —¿A quién le dices pequeño, pendejo? Ëruendil afirmó su mano en la coronilla de Äerendil. —Apenas llegas a mi barbilla, eres pequeño pero lo compensas con las orejas. —¡Tú eres el gigantón! Mira que tener diez años y ser casi tan alto como Ëlemire. En dos años más te vuelves árbol. —Ëlemire es bastante alta, debe rondar los dos metros… yo le llego al hombro y con suerte. —Menos mal que estás en los huesos porque si no… ¡no te muevas tanto o reventarás mi pobre ropa, pendejo! —¡No me llames pendejo, soy un hombre adulto! —¡Sht! ¡Mira! Äerendil apuntó al lugar señalado por la cabeza de la yegua, enseñan- do un grupo de soldados en cota de malla negra. Los líderes eran dos encapuchados sin rostro quienes se internaban en una caverna de rocas trizadas. —¡Brujos! —Exacto… no podemos dejar que nos vean o nos sientan—Äerendil arrojó su capa marrón en la cabeza de Ëruendil quien la acomodó hasta vestirla adecuadamente—¿Sabes montar a pelo? —Creo que sí. —Es la peor idea del mundo con tu tripa en ese estado pero no nos queda otra. Tranqui, que Isel tiene el trote suavecito, no habrá problema. Anda, ve con ella. —Es una bretona, ¿seguro que trota suave? —Te sorprenderá, Lil. Ëruendil descendió de la carreta lentamente siguiendo los pasos del sa- nador, quien liberaba a Isel de los amarres propios de la carreta. La ye- gua no tenía estribos ni nada para facilitarle la tarea a Ëruendil siempre asistido por su amigo para montar el animal. El muchacho atisbó un hedor a carne de cerdo quemada mezclada con huevos podridos enterrados en excremento. Las arcadas fueron inevita- bles, Ëruendil tapó su boca y nariz con un sección de la capa, tratando 302
Victoria Leal Gómez de no arrojar al suelo la escasez de alimento en su estómago. —Veo que ya lo sientes… —Es… lo más horrible que jamás haya olido… los Altos me liberen, ¡qué asco! —Y eso que estamos a cierta distancia… bueno Ëruendil, nos vemos en Orophël. —¿Cómo? —Isel se sabe el camino de memoria—Äerendil mimaba la nariz de la yegua—Ëruendil está malito querida, así es que corre como tú ya sabes, ¿vale? Llévale con Gläshesod y cuéntale todo. Te recompensaré con un tonel de manzanas. —¡Äerendil! El sanador dio una palmada en el anca de Isel quien emprendió carrera extraña, muda, levitando sobre los musgos y las rocas. Ëruendil cubría su rostro con la capucha, evitando la fetidez y el viento contra su piel, obligado a mirar hacia el frente. Cada cierto tramo miraba a sus espaldas con la esperanza de reencon- trarse con el sanador pero eso no sucedió. 303
El Sanador de la Serpiente 18. El Valor de lo Invaluable. Un suspiro lunar rasgaba el cortinaje cerrado, juguetón esqui- vaba la tela, posándose sobre el vestido carmesí de Elisia quien relajaba su espalda contra los cojines del diván admirando el pequeño rayo crear un corte en el Salón Álgido. Mila permanecía fiel y cabizbaja a su lado, llenando de tibio licor la copa de su ama bebiendo pacientemente la fórmula aún viva. Nikola recorría los detalles del tallado en la mesa del centro, la que antiguamente se encontraba velada por el mantel dorado. Aliviada la bruja por tener a su subordinado consigo, sonrió cuando el hombre rozó la fría textura de una gema apagada. —Veo que te gusta el arte. —Honestamente no es lo mío pero este tallado es intrigante. —¿Te interesa? El joven de ropajes negros y espada detenía su marcha alrededor del mueble. —Ayer por la tarde estudié aquí. Mas, como ya supones, no acudí a mi- rar el tallado sino a practicar artes nuevas y leer un poco. Tras sentirme a gusto con mis actividades, solicité una merienda y el sirviente utilizó esta mesa para los manjares. Ayer vi con claridad que cuatro de las siete esferas se hallaban luminosas, enseñando colores vivos… hoy sólo tres de ellas se muestran encendidas. Elisia abandonó el diván abrazando a Nikola, mirando el tallado del sa- nador. —Tal vez tengas razón pero entonces, ¿qué significa? —Lo desconozco. —Deberías saberlo, mago inútil. Nikola empujó a la bruja quien cayó en un sofá cercano. —¿Cómo pretendes que yo sepa algo en lo que usted no me ha instrui- do? No soy adivino, no me jodas. La mujer retozaba con su cabello borgoña, deslizando sus largas uñas en las esferas aún vivaces, siempre mirando los ojos negros del hombre a su lado. —Cuando se apague la última de las gemas, el rey de Älmandur desapa- recerá, llevándose este reino con su vida. —Una cuenta regresiva. —Y él lo sabe muy bien. Nikola tenía en mente sonreír para agradar a Elisia pero se reservó ha- cerlo. Le observaba de reojo apoyando su mano en la empuñadura de cuero negro puesta en la Piedra del Crepusculario. —Elisia, mencionaste que esta piedra es un préstamo. —Claro, no te pertenece. Sólo te la he facilitado para que aprendas más rápido. Te la pediré de regreso si me es necesaria algún día. —La piedra está enlazada a mi vida Elisia, la he bañado con mi vitali- dad. Si te la llevas, yo… —Si te comportas como debes no tendré necesidad de pedírtela, niño. —Muy bien. —Y, hablando de portarse bien— Elisia volvía a reposar en el diván, 304
Victoria Leal Gómez estirándose lánguidamente en los cojines y la seda púrpura—Necesito que me traigas algo, de lo último que precisamos para que Johavé arribe. —Espero no me pidas más gente porque ya empezamos a buscar bajo las piedras. Resulta que ninguno de los niños traídos por mis Äingidh es ese tal “Wilhelm” pero de todas formas les utilizaste. Al aprecer, ese niño no tiene algo en particular por lo que debamos invertir más recursos. No queda mucha gente en el reino, Elisia. Los últimos se refugian en los bastiones de Orophël. —Tranquilo, ya estoy empapada de la inocencia necesaria y mi peque- ño crece sanamente gracias a ello. Sin mebargo, requiero de Wilhelm conmigo… —Elisia, ¿qué quieres que haga? —Grosero, osas interrumpirme. —Hablas demasiado y demoras en llegar al punto. No tengo todo el día. —Eres imprudente, como todos los mortales. Elisia trotó hacia Nikola, mano derecha en alto y fulgurosa de violeta incandescente mas el miedo que buscaba provocar fue una burla pues el muchacho de cabello ensortijado usó la aguja para intentar clavarla en medio de la frente de Elisia quien congeló sus acciones inmediatamente. —Tú también eres imprudente y torpe para tratar a tus aliados, Elisia. Si creíste dominarme con tus torturas, estás muy pero muy equivocada. Los Äingidh me han entrenado para lo peor. La mujer cesó el ataque. La luz nacida de su mano desapareció rauda, Elisia se apartó de Nikola, sonriendo. —Tienes razón, deben ser los nervios de la criatura en mi. Te trataré con más sutileza, mi cachorro humano. —Ojalá se te quite pronto el nerviosismo, no le tengo paciencia a las mujeres como tú. Ahora, dime qué quieres porque no tengo intenciones de permanecer junto a ti. —Ya tienes lo que quieres, ¿no? Eres honesto, me agrada eso. —VE AL PUNTO DE UNA VEZ. —Muy bien, iré al grano. Tráeme la conexión con el mundo de los Altos, tráeme la escalera al Reino en los Cielos. —Espero sea algo literal porque no estamos para ir tras los cuentos de los Altos, ¿cómo pretendes llegar al cielo? —Con el carruaje que los Altos dejaron en la cúspide de la Montaña Amanecer no habrá problema, Nikolita. Iría personalmente pero no deseo arriesgar a mi criatura, a Johavé no le gustaría que lastimara su frasco, ¿me entiendes? El muchacho se arrojó en un sitial desamparado en un rincón del salón, afirmando su barbilla con los nudillos. —Quieres ir al Reino en los Cielos para encargarte de eliminar a toda la familia real de Älmandur y declarar a Johavé como el sucesor autén- tico… aunque ser el primogénito le da claro derecho mas perdió privi- legios al internarse con los Äingidh en lo desconocido. ¿Estás segura de que podrás luchar contra Shailesh? Si le han puesto en el lugar de su hermano debe tratarse de alguien fuerte. —Tan inteligente que puedes ser cuando te lo propones. —Y dices que ese carruaje está en la cima de la Montaña del Amanecer, 305
El Sanador de la Serpiente pretendes que vaya con mi gente a la jodida montaña en medio del in- vierno. No somos de piedra, Elisia, somos gente. La mujer se acomodó junto a Nikola, recostándose lentamente a su iz- quierda, jugueteando con los anillos negros sobre los hombros del brujo. —En realidad no necesito ese vehículo, sólo la serpiente en su interior. Ella me dará el empuje final para que Johavé se aloje en el cuerpo de este bebé. —No voy, es un suicidio. —¡NIKOLA! —¿Montaña del Amanecer en invierno?—Nikola juntó las cejas al le- vantarse del diván—Prefiero devolverte este pedazo de piedra antes que ir allá. Espera la primavera, entonces nos encargaremos de la Guardiana y será más sencillo. —Si me traes la serpiente TÚ también serás poderoso Nikola, compren- de: esa luz enfrascada en el carruaje de cerámica te dará el poder que ansías, podrás resucitar a toda tu familia si así lo deseas. Nikola levantó una ceja, caminando hacia el pórtico. —Muy barato el truco, mujer. No cuentes conmigo, ya te mencioné que estoy aquí por comodidad, no iré a congelarme los testículos y no ex- pondré a mi gente a esa inmundicia de hielo. —¡REGRESA! —Oblígame. —Eres un infeliz, hijo de… El muchacho corrió hacia Elisia, tapándole la boca antes de arrojarle al suelo de un empujón. —No cuentes conmigo, ya tengo lo que quiero. Ahora viviré hasta el fin al de los días de este mundo, no necesito más. Buena suerte con tu empresa, Elisia. —Te quitaré esa piedra—Elisia agarró la pierna de Nikola—La desligaré de ti y tu vida será mía… —Inténtalo, mujercita. Verás lo que le sucede a las mañosas que se me- ten conmigo. Nikola retrocedió sin darle la espalda a su antigua aliada, desaparecien- do en la negrura del corredor sin velas, sosteniendo la aguja de cuarzo con intensidad. Una vez supo que Elisia no le seguía, notó la presencia de alguien ju- gando con una manzana arrojándola al aire una y otra vez. Al mirar descubrió a un muchacho de trenza, sonriendo burlón. —Las conversaciones con Elisia son cautivantes, ¿no lo cree así, Nikola? —Tienes un mal hábito, Sebastian. —Tal vez, ya sabes que vivimos en un mundo de tinturas grises, ¿no lo crees así? Sebastian ofreció el fruto fresco al brujo quien rechazó la oferta empu- jando la mano del joven. —No estoy de humor para aguantar insinuaciones de ningún tipo. —¿Alguna vez has pensado en deshacerte de esa víbora? Confieso que he tenido sueños donde le hemos regalado un Águila de Sangre… Nikola tomó distancia con Sebastian, mirándole de arriba abajo. —Eres terrible, tus pensamientos no coinciden con tu rostro de niño 306
Victoria Leal Gómez bueno y gentil. Recuerda que Elisia reside en las carnes de la señorita Frauke, hermana de tu superior a quien debes respetar. —Pero tú buscas lo mismo que yo, Nikola… admítelo. —¿Qué sabes de mis deseos? Toda tu vida me haz tratado como siervo y ahora te apetece mi amistad. Déjame tranquilo, sabes que no tengo paciencia. —Ay, no me hagas reir con lo de tu paciencia. Sólo recuerda, mi buen hombre—Sebastian se deleitó con el suave aroma helado de la fruta en su mano—Ayudarás a tu señor si eliminas aquello que le menoscaba y defiendes lo que ama. El joven de ropajes negros ignoró la propuesta de Sebastian, trotando por el corredor en dirección a la torre del sanador, recibiendo venias y golpes en el pecho de los distintos Umbríos sirvientes de su voluntad. Así mismo hicieron algunos Äingidh junto a la chimenea, enseñaron los dientes a manera de sonrisa amistosa pero sus deformes faces les impedía enseñar afecto sincero. Nikola les devolvió el saludo formalmente manteniendo su tranco firme por el puente curvado sobre la laguna hasta llegar al primer peldaño de la larga escalera de la torre. Allí titubeó, siendo detenido por el mismí- simo Äweldüile. —Subir mi torre será su sentencia, jovencito. Nikola sintió un escalofrío al notar las siete piedras de colores incrusta- das en el báculo del sanador. Todas ellas brillaban como si fueran trozos del cielo puestas en la madera, estrellas fugaces y neblina colorida fulgu- raba en cada uno de los centros líquidos… Al intentar tocar la perla azul, Äweldüile golpeó el cayado en la piedra, impidiendo el roce de las yemas de Nikola. —Márchese. —Debo hablar con Helmut, por favor. Si no fuera urgente no me tendría aquí. —Usted ya ha envenenado en exceso la mente y el cuerpo del joven señor. Retírese por las buenas que no desea verme de malas, señorito. —¡Helmut debe irse de Älmandur! —Está recuperándose de sus heridas, no dejaré que se vaya sólo porque un candidato a amante lo suplique. —¡HELMUT!—Äweldüile empujó a Nikola fuera de la torre, llevándole al puente sobre la laguna del jardín—¡HELMUT, VETE DE ÄLMAN- DUR! Helmut escuchó la voz de Nikola, de hecho sólo un sordo podría igno- rar los gritos. El joven herido se acercó al ventanuco aprecienado los empujones entre el sanador y su Escudero quien estuvo a punto de caer al agua congelada. Desde la altura Helmut mantenía un rostro firme. Apretaba los puños sabiendo que Äweldüile le ayudaba a terminar un ciclo que jamás ten- dría que haberse iniciado. Nikola se afirmó en la madera del puente, sin razones para luchar con el sanador de vibrantes ojos. —No regrese. —Dile a Helmut que debe irse. —Ya le ha oído, usted grita como un verraco. 307
El Sanador de la Serpiente —¿Por qué le retienes en tu torre? Helmut es más fuerte que un batallón, no requiere de… —Helmut perdió un ojo de manera violenta. No creas que la fortaleza de un batallón le ayudará a recuperarse de la tragedia en sus huesos y su seso plagado de astillas que le inflaman, imbécil ignorante. Agradezca que el joven es saludable y resiste, espero su increíble firmeza no sea obra de alguna fechoría suya. Nikola cesó su conversación con Äweldüile, suspirando al mirar al des- interesado Helmut. —Qué le haz hecho… —Sólo lo que él me ha pedido: cuidarle de sus heridas, alejarle de sus males y de sus miedos. —Usted… —Nikola. Piense un poco más allá de su bragueta: Helmut es el único posible heredero al trono de Älmandur. No es un Alto, lamentablemen- te, pero está preparado para asumir el deber del trono. Mi deber es aten- derle y su deber, jovencito, es el mismo. ¿Acaso no es usted su Escudero? Compórtese como tal. —Helmut está en peligro y esa corona tan ansiada es su condena. Debe irse. Si no lo hace por su cuenta, lo arrastraré contra su voluntad fuera de esta demencia. Sin ánimos de convencer a Äweldüile, Nikola volteó enérgicamente avanzando a paso intenso de regreso al palacio con los puños bien ce- rrados y las cejas arqueadas. Sólo cuando ingresó al edificio, Äweldüile regresó a su sagrada e intoca- ble torre donde Helmut permanecía inmovil en la ventana. *** Los últimos arbustos de la Arboleda Azul fueron la señal para Isel quien abandonó su galope silente, mostrándose como una yegua del montón, crepitando sus cascos sobre las piedras formadoras del camino a Orophël. Ëruendil recordaba que se llegaba a la villa en una jornada pero, ¿cuán- tas pasaron en realidad? Aturdido y con la frente helada, el muchacho afirmaba su pecho en las crines de Isel. La yegua sabía que su jinete ape- nas se mantenía despierto y relinchaba para animarle, consiguiéndolo al cuarto intento. Ëruendil fijó la vista al frente notando que los guardias de la villa estaban armados hasta los dientes. Isel avanzó mansa estirando el cogote hasta parecer un jamelgo inútil, deteniéndose frente a los guardias que, presurosos, recorrieron al ani- mal en búsqueda de alguna carga sospechosa, sin encontrar nada más que un jinete afiebrado. —Qué te trae a Orophël. —Gläshesod, busco a Gläshesod. —No hay ningún hombre que responda a esa palabra aquí en Orophël. Ëruendil intentaba mantener la espalda recta, mimaba las crines de la suave Isel. Uno de los guardias se acercó al joven de capucha, deslizando la tela del rostro con la punta de su lanza. 308
Victoria Leal Gómez —Oye, el tipo necesita ayuda. Dejémosle pasar. —¿No recuerdas al último que nos hizo el chiste? Resultó ser uno de esos extraños caballeros de humo negro. —Pero mírale, este no es uno de esos, es de los nuestros. El guardia desconfiado se acercó a su colega mirando las orejas de Ëruendil quien apenas mantenía abiertos los ojos. —No tiene aretes así es que no es de Cascadas… —No tiene corona de flores ni de hojas así es que no es de Beithe… —No tiene tatuada la cara así es que no es de la Rivera… —Tampoco tiene rapada la mitad de la cabeza así es que no es de Roca Viva… —Tiene orejas chicas, debe ser montañés. —¿Quién sería tan estúpido para bajar de la montaña y venirse al bos- que atacado por brujos? Debe tratarse de un niño de alguna villa por aquí cerca. Isel sacudió las crines al sentir los metales de los guardianes en su piel y arrojó una bolsa de cuero a la tierra. La bolsa fue inspeccionada por los vigilantes quienes sonrieron al ver la luz dorada y el polvo derramado sobre las piedras. —¡Haberlo dicho antes, Majestad! —¡Déjenle pasar! El guardia recogió las monedas y el polvo de oro escondiendo una por- ción del botín antes de mostrárselo a su compañero, quien lo repartió en mitades. Guardando su parte en los múltiples bolsillos de sus vestiduras gastadas, el guardia miró al niño bajo la capa. —Señor, disculpe nuestra torpeza. El segundo guardia golpeó la nuca de su compañero, arrastrándole de regreso al puesto al jalarle la puntiaguda oreja. —No le digas “señor”, tanto dinero no puede venir de un simple “señor”, ¡es un rey! —Sí, claro, rey de la tierra en mis zapatos… Ëruendil levantó la capucha refugiándose en las cálidas telas cuando Isel retomó su marcha, atravesando el pórtico de metal apenas abierto por los soldados del otro lado. Lentamente y sin ganas, Ëruendil intentaba comprender el vacío de la villa. Las avecillas trinaban como siempre mas la gente se escondía tras sus puertas, mirando al extranjero de reojo por las cortinas y escondien- do a los pequeños bajo las mesas. La yegua cruzó un sendero de hongos rígidos por los años siguiendo de memoria el camino hacia una casona firme y rústica cuya puerta se escondía tras un velo blanco similar al usado por Äerendil en su vivienda. Isel acabó su paso frente a las escaleras relinchando junto a la única ventana abierta. Segundos después, la puerta fue abierta por un peque- ño cuya apariencia enseñaba unos nueve años quien no dudó en correr desde la casona para sujetar a Ëruendil, ya sin fuerzas manteniéndole a lomos del animal. —¡Maestro Gläshesod, ayúdeme por favor! Un viejecito calvo de orejas alargadas y pardo chaleco de cuero hizo cru- jir la madera con sus trancos estrepitosos. En su juventud aprendió sus 309
El Sanador de la Serpiente artes gracias a Äweldüile quien le liberó pronto de su yugo de maestro al verle talentoso. Gläshesod entonces decidió abandonar la capital del reino con el plan de ser un sanador ambulante y así lo fue por muchos años pero la vejez le atrapó. Para su suerte encontró una esposa com- prensiva que pronto se convirtió en ayudante y aprendiza, siendo fuerte soporte a la hora de comprar una amplia casona donde recibir heridos y mantenerles seguros durante la convalecencia. Tardaron en tener hijos y mientras que el mayor se fue a la Academia de Caballeros en la capital, el menor se quedó junto a su padre, aprendiendo el arte de sanar. Cuando el pequeño gozaba de doce años, su padre fue de viaje a Villa de las Cas- cadas en busca de una raíz particular, encontrándose a Äerendil perdido en el camino fuera del Bosque del Olvido, adoptándole como un tercer hijo, llevándole a casa. Gläshesod notó que ese niño desmemoriado te- nía el don de la sanación y mucho no pudo enseñarle, tardando poco en superar su propia sabiduría, liberándole a los dos años de instrucción. A pesar de ser un mestizo de humano y Sgälagan, Gläshesod gozaba de unos saludables ciento tres años. Sus firmes brazos recibieron al des- vaneciente Ëruendil, cargándole al interior de la casona con facilidad sorprendente. —Querido mío, escucha a Isel y llévale a descansar. —Sí, maestro. El hjo del sanador guió a Isel con una varita dibujando un sendero en la tierra mientras Gläshesod cargaba a su nuevo paciente directo a una de las pocas camas desocupadas en el salón al final del pasillo de madera crujiente. El anciano reconoció las ropas del viajero aturdido, notando la mancha de sangre en el costado y revisando la herida cuyo vendaje estaba flojo. Gläshesod posaba su mano en la frente de Ëruendil cuando su aprendiz dispuso de un biombo alrededor de la cama. —Maestro, ¿en qué puedo ayudarle? —¿Qué te dijo Isel? —Äerendil le envía, dice que este niño es su amigo y que necesita trata- miento urgente. —No era necesaria la última parte, ¿te dijo por qué no vino Äerendil? —Isel confesó que su amo permaneció en la Arboleda Azul para enfren- tarse con unos brujos cercanos a la fortaleza, maestro. Gläshesod quitó los vendajes, acariciando la mejilla de Ëruendil. —Ay, ese niño atrae los problemas. Ojalá esté bien y los brujos no ven- gan… Querido mío, tráeme los implementos para tratar esa herida. —Qué hay de su brazo … —Eso está bien, lo primero es lo primero. El aprendiz hizo una reverencia atravesando el cortinaje del biombo blanco, asintiendo con la cabeza gacha. El sanador revisaba la lesión en el brazo del muchacho cautelosamente, notando los susurros de su paciente. —Dónde… estoy... —Estás en un lugar seguro, en mi casa. Voy a ayudarte con tus dolencias. —Gracias… no puedo… pagar una deuda tan… —Guarda tus fuerzas, niño. Duerme. 310
Victoria Leal Gómez Gläshesod posó un pañuelo embebido de hongos en la nariz de Ëruen- dil, quien cerró sus ojos contra su voluntad. El aprendiz regresó con una bandeja surtida de vendas, hojas de árbol, agua hervida, tijeras y cuchillos, ordenándolos en la mesa junto al catre. —Gracias, pequeño mío. —¿Necesita ayuda? —Agradezco tu oferta pero estaré bien solo, no es para tanto. El niño está afiebrado porque necesita más reposo pero sus heridas están muy bien, sospechosamente bien curadas… me traen recuerdos. —Veo tristeza en sus ojos, maestro. El sanador enhebró una aguja mientras su aprendiz limpiaba el área a suturar con una mota de género pálido. —La hay. Este niño me recuerda al estado en que encontré a Äerendil hace once años… me pregunto si habrá sufrido el mismo destino que él en ese bosque tan extraño. Este niño se ve de la misma edad de Äerendil en aquel entonces…—Gläshesod remataba la sutura, dejando las herra- mientas junto a las otras— Olvídalo, muchacho, estoy dando vueltas sin sentido en mis recuerdos. Cubre a… —Ëruendil. —¿Isel pronunció un nombre que no es el de su amo? Ha de ser alguien especial… Muy bien, cubre a Ëruendil, yo debo atender a los quemados de Roca Viva y Cascadas que llegaron hoy. —Vaya maestro, cumpliré su pedido. Gläshesod acarició la frente del niño descansando envuelto en la cama de hojas. Se retiró cuando notó un suspiro de alivio en el muchacho de cabello revuelto, cerrando el biombo en busca de otorgarle una pequeña privacidad. *** El fiel ayudante de Äweldüile estrujaba el trapo de limpieza en un cubo perfumado de flores antes de anudarlo en un palo y fregarlo en las piedras del suelo y paredes. Por primera vez en mucho tiempo no vestía su oscura capa, su cabello cano trenzado en espiga fue amarrado en la coronilla con ayuda de una vara limada, su cuerpo enflaquecido por los años vestía ropajes en telas rústicas y sus botas tenían la sue- la despegada. Su rostro, al contrairo de sus ropas añejas, lucía joven y sólo algunas líneas de expresión mostraban la edad de aquel hombre atareado con la higiene. Su maestro dormitaba tras un velo, el ayudante evitaba cualquier ruido molesto para Äweldüile y los durmientes en el cuarto de recuperación, ocupándose de fregar todo lo que fuera necesa- rio. Ordenó los frascos en las repisas de pared a pared, cambió etiquetas e hirvió agua para desinfectar elementos cortantes. Guardaba los im- plementos de higiene cuando escuchó un delicado golpe en el pórtico, terminando sus labores de limpieza. Deslizó las telas arremangadas y liberó su cabello, vistiendo su capa. Tras esconder la escoba y los trapos en un armario abriño lentamente el pórtico, reconociendo a la doncella bajo una capa negra. —¿Puedo ver a Helmut? 311
El Sanador de la Serpiente El ayudante entrecerró los ojos, dejando que la muchacha se acomodara en la sala de estar. Raudo tomó un jarro de madera, llenándolo de suave infusión relajante, ofreciéndola a la muchacha. —Nos encontramos en las fases últimas de su recuperación, señora. Le pediré sea breve en su visita. —Lo seré, despreocúpese. —Estaré vigilando su conversación. —Me parece correcto… El ayudante asintió, con mudos pasos atravesó el corredor de cuatro dormitorios, golepando la puerta del cuarto donde Helmut contempla- ba las estrellas. —Señor, su hermana le espera. —¿Frauke? A estas horas debería estar en su aposento, durmiendo. —Siéntase libre de rechazarle, yo mismo le escoltaré hasta sus depen- dencias. —No… tenemos una charla pendiente. Ella me debe una disculpa. —Como usted desee, señor. Sepa usted que ante la menor incitación… —Entendí, no será necesario. Mis fuerzas han regresado. Si Frauke osa desafiarme se encontrará con su hermano mayor, no con un herido. El ayudante se inclinó profundamente, bajando el rostro y permitiendo que Helmut cruce el pórtico hacia la sala de estar. —A su disposición, señor. El joven ataviado de rojo siguió los pasos del aprendiz de sanador ingre- sando a la sala de estar evidenciando desconfianza de quien se arrojó a su pecho, rodeándole fuertemente con brazos desnudos enjoyados por una traslúcida tela estrellada. El aprendiz despertó a su maestro y ambos se escurrieron por una puerta diminuta, pegando las orejas a la madera de la puerta para memorizar la charla. Helmut deseaba permanecer rígido ante su hermana pero las lagrimillas de Frauke le conmovieron y besó su frente. —Perdóname, hermano amado. Tanto a sucedido en un lapso breve que mi mente se revuelve… a veces no soy yo quien te habla y eso me es- panta. —Me encantaría una explicación a tanto trastorno. Helmut secó las lágrimas de Frauke con sus manos, notando desespera- ción en la muchacha. —Hermano, ayúdame. —¿Qué pasa? No puedo hacer nada si no me explicas lo que sucede. Hagen me ha dado algunas pistas pero no son las suficientes… —Una fuerza extraña ha emergido de los profundos socavones en la tierra, alojándose en mí contra mi voluntad… Los sanadores levantaron las orejas provocando el sonido de las argollas colgando en sus lóbulos. Ambos asintieron en secreto siendo cómplices de un plan. Helmut retiró la capa negra de los hombros de su hermana, ayudándole a sentarse en el diván. —Frauke, me haz dicho que ese mal ha venido desde los socavones de la tierra, Hagen mencionó el uso de “Artes Secretas” y la venida de un emisario… 312
Victoria Leal Gómez —Yo no tengo fuerzas para echarle pero a través de sus ojos vi a alguien con la fuerza de hacerlo… ¡tráele, por favor! Helmut abrazó a la pequeña espantada, mimando su coronilla. —Hermana… ¿Nikola está envuelto en esto? Es el único que conozco siendo hábil en realizar proezas extrañas fuera de toda lógica. —Vi a través de los ojos de Elisia el poder del sol, la fuerza celestial capaz de ahuyentar todo mal de la faz de la Tierra, el poder sagrado, la Espada Celestial… —¿Frauke, estás bien? —Es Ëruendil, él está por despertar. Sólo él puede ayudarnos. —¿Eru… cuánto, qué, cómo? —Ë-ruen-dil. Significa Inocente Ungido en el idioma de los Altos. —Ya lo sé, no soy tan bruto, algo recuerdo de lo poco que se me enseñó pero, ¿cómo tú sabes del idioma? Y, ¿quién es él? Äweldüile y su ayudante cruzaron miradas al escuchar el nombre pro- nunciado, asintiendo en silencio entre sonrisas cómplices, manteniendo las orejas pegadas a la puerta. El ayudante guiñó su ojo izquierdo antes de usar una puerta secundaria, bajando escaleras hacia el calabozo. Äweldüile acercó su larga y puntiaguda oreja enjoyada a la piedra, pres- tando atención a la charla. El confundido Helmut deseaba respuestas para todas sus preguntas mas la errática mente de su hermana paracía hablar consigo misma, sin em- bargo fue respondida su última duda. —Es un sanador prodigioso, un hombre capaz de invocar al sol en la batalla. —¿Cómo es posible ver lo que sucede en otros lares sin moverse del castillo? —Hermano mío, te ruego—Frauke se arrodilló en la piedra, posando su cabeza en el regazo de Helmut de quien sostenía las manos—Te suplico, ayúdame. Trae a Ëruendil antes de que Elisia me tome como su presa, no sé cuánto tiempo podré resistir. —Frauke, si Elisia fue invocada por un poder maligno, ¿quién es el bru- jo autor de la fechoría? Si le exterminamos, todo terminará. —No Helmut, así no funciona. Si eliminas al brujo el mal se quedará allí y nadie podrá deshacer… ningún hechizo. —O sea que, si no forzamos al brujo a romper la cadena de infortu- nios… —Elisia es débil en ocasiones y me toca aprovechar esta oportunidad. Ayúdame, antes que los Altos me abandonen. Helmut se arrodilló junto a su hermana, besando sus dedos cautelosa- mente. Frauke miró a Helmut desde el suelo donde se encontraba sen- tada. —Por favor, sé que me detestas por haber seguido los pasos de mi padre en las Artes Oscuras pero hoy me arrepiento de eso y quiero salir, quiero liberarme de Elisia y de todo lo que he hecho hasta ahora… ayúdame, por favor, no me odies… no me odies. Tenía miedo de desobedecer a papá. Helmut suspiró cerrando los ojos. recordaba las razones por las que terminó por aceptar la oferta de la Academia de Caballeros, usado su 313
El Sanador de la Serpiente entrenamiento como excusa para alejarse de casa y de las extrañas velas rojas encendidas frente a los espejos. Helmut acarició la coronilla de su hermana, sospechando que la muerte de su madre fue provocada por esos rituales y no por una enfermedad. Frauke lloraba en el regazo de su hermano mayor, repitiendo la palabra “perdón” como si fuera presa de un hechizo. Helmut sabía que algo de- bía hacer. —Muy bien, si consigo liberarte de tu tormento, traeré a ese Ëruendil. Pero déjame advertirte, hermana mía, que los Altos son difíciles de tra- tar. Hacen su voluntad y si reniegan de ayudarte no hay nada qué hacer. —Él aceptará, es un buen hombre. Ëruendil está en Orophël… —La fortaleza de Orophël está cruzando el Bosque del Olvido, más allá de la Arboleda Azul, en los bordes de las marismas que están usando los Äingidh como refugio invernal. —Sé que no deseas regresar a tan nefasto sitio pero, por favor… Ëruen- dil puede sanar al tío Albert. Helmut tomó a su hermana en brazos, llevándole de regreso al diván donde mimaba su hombro. —Frauke, ¿qué hago si Ëruendil no está en Orophël? —Si no está en Orophël, está en Bëithe. —¿Bëithe? Frauke, esa villa es un mito. Las historias dicen que los Altos usaban ese rincón para sus fiestas y vacaciones, no hay registros reales de tal sitio. Los cuentos relatan que está en la frontera cercana al Gran Océano, lo que significaría cuatro meses de viaje y estamos de lleno en invierno. —¡Llévate el caballo de Elisia! Es rápido, te hará llegar en una noche de Orophël a Bëithe… —Frauke, te dije que es un cuento, UN CUENTO. ¡Villa Bëithe no exis- te! —¡Claro que sí existe! Y te llevarás el caballo de Elisia… —Esa mujer te hará daño si descubre que me he llevado su montura… —No lo hará, tengo las fuerzas para resistir, ¿cómo crees que he podido llegar hasta este día, hermano mío? —Frauke… ¿acaso mis sospechas son reales y en verdad eres una bruja, una Äingidh? Porque si es así, conoces perfectamente mi deber… es- pero abandones estas prácticas o me veré en la obligación de cortarte el cuello. —Hermanito—Frauke bajó la mirada, pensando en Nikola. No tuvo valor para responder la pregunta—El tío Albert necesita de un buen sanador y yo necesito quitarme a Elisia de mi cuerpo. Si ella es vencida, Älmandur será tan hermoso como lo era antes de que esa mujer fuera invocada… Helmut sujetaba a Frauke como si pendiera de un barranco, miraba el mapa del reino enmarcado en la pared calculando sus provisiones, los tiempos de viaje y los poblados de Äingidh distribuidos secretamente en el terreno por cabalgar. —Iré, me las arreglaré de alguna forma. Me llevaré a Nikola, con él esas alimañas ni se me acercarán. —Llévate a los escasos soldados que reniegan de la maldad en sus co- 314
Victoria Leal Gómez razones, hermano. Hay treinta de ellos encerrados en la mazmorra… —¿Qué hacen allí? —Elisia los desespera para que se entreguen a la muerte fácilmente, sólo necesita la energía proveniente de su miedo… eso le mantiene viva. —Lo confesado por tus labios es monstruoso, digno de un Äingidh. Ve y enjuaga tu boca con medicina para liberarte de esa maldad. —Lo haré, hermano mío. —Una cosa más, Frauke—Helmut se hundía en la mirada de su her- mana aún sollozante, quien intentaba sonreír ante la luz de la nueva esperanza—Llévame con Nikola. —Hermano, eso no es apropiado, Äweldüile te lo ha prohibido. —Él es mi Escudero y maneja esas extrañas artes de las que me hablan tú y Hagen. Si hay alguien a quien le puedo confiar mi vida, es él. Y si queremos encontrar a ese Alto que mencionas, sin duda necesitaré de Nikola… ay, como lamento estar rodeado de brujos y no tener la fuerza de matarles. —Ciertamente, él te ha salvado de varias y nosotros no valemos tus es- fuerzos… Helmut se puso de pie tomando el brazo de su hermana, encaminándola a la salida de la torre. —Ven conmigo, iré a por Nikola. Estoy seguro que Äweldüile no me de- jará verle si voy en solitario. Acompáñame y podré abandonar esta torre, quiero descansar de los quejidos de Albert y respirar otro aire. —Albert… no me dejan visitarle, ¿cómo se encuentra? —Nadie puede verle, Äwel ha dicho que su enfermedad es contagiosa y que su simple deseo de reencontrarse con su hijo es su hilo a la vida. Re- pite el nombre de Wilhelm toda la noche, sin pausa… si yo no fuera tan grueso me haría pasar por él para aliviarle mas estoy seguro que notaría la diferencia, a pesar de su ceguera. La entristecida Frauke sujetaba el brazo de su hermano reflexionando en si su padre sentía remordimientos por haber embrujado a su herma- no para quedarse con el trono. Tras botar el aire en su garganta, la joven miró a su hermano. —Vamos, no perdamos tiempo. Helmut asintió empujando la puerta de madera delicadamente para no llamar la atención de los sanadores que en algún sitio probablemente vigilaban. Helmut tenía un pie fuera del cuarto cuando fue detenido por su hermana. —Hermano tú, ¿tomarías la vida de Nikola? Sabes que es un brujo pero haz compartido tu vida con él… —Es verdad, mi deber de Caballero es matarle pero, ¿por qué debería hacerlo? Él es mi amigo, hemos crecido juntos desde que le conocí a los cuatro años. Me ha ayudado y yo le he salvado, ¿qué razones podría tener para derribarle? —Él fue criado por una familia Äingidh… —Es verdad, y tiene costumbres raras y le gusta la carne cruda pero eso no lo hace menos humano, Frau. No es razón para cortarle el pescue- zo… todavía. Frauke tomó las manos de Helmut, mirándole adolorida. 315
El Sanador de la Serpiente —Él es un brujo… muy poderoso y se volverá alguien mucho peor con el pasar de los meses. Los Äingidh le han transformado en algo extraño, en una silueta que camina entre dos mundos sin decidirse por ningu- no… —Espero— Helmut mantuvo un temple estoico ante la respuesta— ese nefasto día no esté a cargo de mis manos. Es más, ojalá nunca llegue. Pero si he de quitarle la vida… soy el indicado. Él me ha dicho como matarle en caso de necesidad. Mierda, ¿por qué hizo eso? —Tal vez…—Frauke sintió temor por su propio cuello—Tal vez te lo dijo porque confía en ti, ¿no lo crees? Él sabe que no le harías daño… Helmut tomó la capa negra usada por Frauke, envolviéndole en la tela. —Frau, siemre he sabido que Nik es brujo pero nunca imaginé que po- dría ser TAN brujo como para… no sé, todo es tan raro. Tal vez para los Äingidh, estas cosas sean normales y por eso él lo lleva tan liviano. Frauke bajó el primer peldaño, enfriándose por completo cuando la bri- sa invernal abrió de golpe su capa de abrigo. Helmut cerraba el pórtico con una tranca de hierro fundido, momento en que Frauke agarró su muñeca. —¡Llévate a Sebastian! En él puedes confiar, su daga es infalible contra la maldad. Si tienes problemas, él te defenderá, como en antaño. —¿Infalible? Eso es verdad pero Sebastian no es humano, hermana… él arrebata vidas sin darse cuenta de lo que hace, no lo disfruta, no le in- digna ni le aterroriza. Fue entrenado como asesino, no como Caballero. —¿Cuál es la diferencia? —Jamás le he visto una expresión al cometer tal atrocidad… pensándo- lo bien, le llevaré. Es un buen aliado contra los Äingidh. A lo mejor es como Nikola y hasta se haga amigo de esas cosas. Helmut tomó el brazo de Frauke bajando las escaleras de la torre sin notar la presencia de Äweldüile tras ellos, ni siquiera la madera resque- brajada del puente delató sus pisadas. Tal vez el sanador era incapaz de escuchar rotundamente la charla de los hermanos pero la suponía. Frauke le confesó a su hermano que Nikola pasaba largas jornadas en- cerrado en el Salón Álgido y allí fueron presurosos. Los hermanos in- gresaron al salón mencionado, lugar donde Nikola analizaba el brillo de las esferas aún brillantes en el báculo del sanador grabado en la mesa central de espaldas a los hermanos. Frauke se mantuvo en su lugar cerca de la puerta mas Helmut avanzó dudoso hasta el centro del salón. —Yo conozco esas pisadas… Nikola volteó sonriente levantándose de la silla donde estudiaba, besan- do los dedos de Frauke. Ambos compartieron un segundo cómplice que Helmut notó, alejando su mirada con desprecio. —Señorita Frauke, ¿cuánto tiempo sin vernos? —Nikola, tenemos asuntos importantes por discutir. El muchacho de cabello azabache mantenía una postura recta y gallar- da, recorriendo a Helmut con la mirada. —Veo que su salud ha regresado. —Me encuentro mejor de lo que yo mismo esperaba. Frauke cruzó sus brazos retrocediendo para marcharse del lugar. 316
Victoria Leal Gómez —Estaré en la biblioteca, queridos míos. No demoren, Elisia puede re- gresar en cualquier segundo… —¿Segura de que estarás bien en solitario? —Sí Helmut, todo estará bien mientras no beba ese vino… La muchacha cerró la puerta por fuera, alejándose rápidamente para no ser testigo de la charla entre los amigos. Nikola eliminó la sonrisa de su rostro apenas la puerta retumbó al cerrarse, acercándose lentamente a su amo. Sus dedos helados rozaron la mejilla de Helmut antes de inten- tar levantar el parche en su ojo pero el acto le fue impedido bruscamente de un manotazo. —Ya lo haz visto, no necesitas ver más. —Se ve saludable. Es una lástima que no podamos hacer más por ello, está fuera de mi alcance. —Y mucho mejor así, sabes que no me gustan esas cosas tuyas que haces por las noches. Me quedo tuerto, así lo desea el Primero y el Último. Helmut cruzó los brazos observando que Nikola presentaba extrañas cicatrices en las cienes pero tenía temas más importantes que tratar. —Necesito que prepares un viaje de seis meses. —Eso es mucho tiempo, ¿planeas llegar al Océano? —Casi… de este viaje dependen muchas historias, Nik. Incluso puede que en nuestras manos penda el destino del reino. —Pft, vaya novedad. Pero te aviso, si fuera fácil salir del palacio no que- daría ni un alma dando vueltas por los pasillos. Es más, hasta yo me habría marchado—Nikola se acercó a una mesa donde una jarra de cer- veza reposaba. El hombre tomó el objeto y lo ofreció completo a Hel- mut—Elisia ha puesto una barrera que sólo los Umbríos cruzan. Helmut tomó la jarra de cerveza, husmeándola con la nariz tras recor- dar los comentarios de su padre en relación al vino contaminado con sangre. Bebió del licor al saberle limpio, dejando la jarra vacía en una columnata a su derecha. —Iremos a Orophël así tenga que derrumbar esa muralla a palos, Ni- kola. —Ese es el espíritu. —No empieces con tus putos sarcasmos de nuevo, ¿vale?—Helmut aga- rró a Nikola por los hombros, sacudiéndole bruscamente. El Escudero mantenía los brazos cruzados y la mirada vacía—¡Ahora mismo me vas a decir la verdad! ¿Eres o no un brujo de mierda? —Que sí, hombre. Que sí soy brujo. —Bien, y los Äingidh, ¿te obedecen? —¿Qué pregunta es esa? ¿Te crees que soy el Rey de los Äingidh? Me escuchan y me hacen caso cuando se les da la gana. Soy uno del montón, no esperes que me obedezcan como perros, ¿por qué crees que me han rajado la tripa un par de veces? ¡Por TRAIDOR! ¡Ellos me odian!—Hel- mut liberó a Nikola, quien bebía de otra jarra de cerveza como si esta fuera agua— Yo debería estar con ellos, corriendo desnudo por el bos- que, comiéndome las liebres y robando cosechas… pero no, estoy aquí, vistiendo una cota y una espadita de segunda, escuchando a un imbécil con ganas de darse un viaje. —Eres tan imbécil cuando te lo propones. 317
El Sanador de la Serpiente —¿Y tú? Te dije que hay una barrera, ¡nadie sale! Consigue un milagro y te preparo el viaje a Orophël… aunque el único viaje que te darás será con un buen par de hongos porque más allá no llegarás. —No… más hongos no, por favor… todavía me acuerdo de esa vez que los comimos por accidente, creyendo que eran buenos para el guiso. Helmut se reclinó contra la pared notando la delgadez ocultada por su Escudero quien vestía capas y capas de ropajes gruesos en negro absolu- to. Nikola avanzó cautelosamente hacia Helmut, atando las cintas en el pecho de su túnica roja. —Nik, Frau mencionó un tal Ëruendil, ¿le conoces, sabes algo de él? —Vaya nombre, seguro es un tipo importante. —¿Sabes Sgälagan? —Claro que sé hablarlo, los Äingidh lo usamos también. Su pronuncia- ción es más gutural pero son las mismas palabras. —Hijo de su sagrada madre, ¿por qué nunca me lo dijiste antes? —No me preguntaste. Helmut se rió de si mismo bajando la cabeza para burlarse cómoda- mente al recordar todas las situaciones en las que pudo haberse ente- rado de los chismes dichos por… ¿quién era ese niño pequeño de tiara, escondiéndose bajo la mesa de la biblioteca? Helmut abrazó a Nikola, revolviéndole el cabello con los nudillos. —Frau me dijo que ese Alto arreglaría la cagada de reino que tenemos hoy. —Nada puede detener a Elisia, a no ser que ella misma decida marchar- se. Por un momento creí saber derrotarle pero hoy…—Nikola enseñó las marcas en sus sienes, las cuales aún estaban rojizas—Ella sabe lo que hace. —¿Qué te hizo? —No lo sé. Discutíamos, como siempre lo hacemos, es la mujer más insoportable que he conocido. Lo siguiente que recuerdo es despertar en un potro de tortura con dolor de cabeza y un pitido en los oídos. Después volví a dormirme y… y recuerdo algo o a alguien… no lo sé, creo que vi una lechuza picoteándome los ojos. O la sensación de un clavo en mi cabeza… alguien jugando con mis entrañas. Tal vez sólo fue una pesadilla. Helmut suspiró, apretando a Nikola contra su pecho. —¿Me juras que te vas a retirar de la brujería si encontramos a Ëruendil? Sé que eso significa abandonar a quienes te criaron como uno de los suyos y todo eso pero… —Sí, te lo juro. —¡Pero esta vez lo cumples, que si no lo haces te doy una patada tan grande que las bolas te quedarán en el cuello! Ambos rieron con la idea imaginada pero no sostuvieron el abrazo pues se tornaba incómodo, especialmente cuando escucharon los pasos de alguien más allá de la puerta. Nikola regresó al tallado en la mesa al centro del salón sabiendo que el rey de Älmandur tenía los días contados. Helmut permanecía en su rincón con la espalda pegada al muro, de brazos cruzados, examinando las cicatrices en las sienes de Nikola. 318
Victoria Leal Gómez —Prepararé el viaje mas no te aseguro nuestra partida. —Convenceré a Sebastian de que nos acompañe. Es un mal necesario. —Al igual que yo, ¿no es así? Helmut abandonó su escondrijo sombrío en la pared poniendo rumbo al pasillo alfombrado interrumpido por Nikola quien le sujetó del brazo. —Me alegra saber que tus fuerzas regresan… —Ojalá mis recuerdos hicieran lo mismo. El Caballero se libró del afecto enseñado por el brujo despidiéndose de él con un beso en la frente. Nikola vio a su amo alejarse por el corredor, bajando la mirada. Buscaba retomar la lectura de sus libros cuando sin- tió la presencia de Elisia a sus espaldas. Ella le observaba desde un os- curo rincón de la sala, acercándose lentamente al afligido Nikola quien escondía un dolor impronunciable en su cabeza. Masajeaba sus sienes cuando las largas uñas de la mujer cortaron la piel del agotado brujo a quien le faltaba el resuello. —Le llevarás a dónde esté Ëruendil pero no les dejarás a solas, ¿enten- diste? Ese tipo me pertenece—Elisia besó las heridas en la cabeza de Nikola quien se inclinaba para facilitar la labor. La bruja susurraba sus instrucciones—Mi hijo está preparado para beber la vitalidad de Ëruen- dil, eso traerá a mi maestro a Älmandur. Hazlo y tendré que evitarme usar a Helmut para mi prorósito. —Mi vida por la suya, como siempre. —Y haces bien, Nikola—Elisia se alejó de su subordinado afirmando su espalda en una culumna pues el mareo le quitaba el equilibrio— Si no te hubieses ofrecido, la Piedra del Crepusculario hubiese caído en manos de tu amado Helmut… —Él no resistiría esto en su alma… él es bueno. Deja esta carga sobre mí, no te acerques a él. —Ya veremos, Nikola, ya veremos. La mujer sonreía mirando por el corredor desembocando en la bilioteca donde Helmut revisaba hasta por debajo de los manteles rasgados por la presencia de su hermana menor, sin encontrarle. Resignado y pensando en que Frauke ya no tenía control sobre la entidad invocada, puso rum- bo de regreso a la torre donde debía informar su viaje y proveerse de los calmantes fabricados por Äwelduile. Arrastrando los pies por el puente, Helmut miraba su reflejo en el agua. ¿En verdad debía llevar ese molesto parche en el cara el resto de sus días? Le provocaba comezón indisimulable, levantó el trozo de cuero para rascarse furiosamente la piel. Lo hizo hasta provocar un ligero san- grado, momento en que sintió el dolor de su torpeza, acariciando el lu- gar donde antes estaba su ojo derecho. Hundió su dedo sintiendo temor de la profundidad en la cuenca, regresando el parche a su sitio. Tampoco se veía tan mal, Helmut pensó en que podría agregarle unos bordes dorados o algo similar, el cuero marrón era una buena opción si se jugaba bien con él. El reflejo perfecto del agua se transformó en diminutas perturbaciones por el temblor del puente de madera, movimientos provocados por la marcha agitada de Äweldüile. —¡Helmut, es Albert, te ha llamado! 319
El Sanador de la Serpiente Sin perder tiempo, el muchacho corrió torre arriba subiendo de a dos o tres peldaños para ganar velocidad. Llegó al cuarto de su tío con el viento a su favor, el ayudante del sanador se alejó del catre donde descansaba el enfermo, quien tosía ferozmente con un trapo totalmente ensangrentado. Helmut se sentó en la cama, limpiando la barba de quien ya no tenía fuerzas para continuar tosiendo. —Hel…mut… —Tío, permítame limpiar sus labios, por favor. —Helmut, ¿tú crees que… Wilhelm sea rencoroso? El muchacho culminó la higiene delicadamente, lavando sus manos en la jofaina sobre la mesa junto a la cama. —Mi niño, cómo olvidar… a mi niño. Helmut sujetó la mano flácida de su tío mirando de izquierda a derecha hasta que el nombre le hizo sentido. El joven alzó la mirada y los recuer- dos rompieron la muralla como un ariete, haciendo que el Caballero tambaleara por un momento. Helmut miró a Albert, respondiendo con voz entrecortada. —Willie olvida fácil, tío. Tiene esa virtud. —¿Virtud? —Pero dudo que Willie guarde rencores hacia usted… no tiene motivos. La tos de Albert le obligó a arrojar más sangre por su boca, el ayudante del sanador hacía todos los intentos de limpiarle pero era inútil pues la enfermedad ensuciaba hasta la ropa de cama. El preocupado Helmut tomó un paño blanco humedecido, limpiando la boca de su tío deli- cadamente. Albert miró lastimeramente a Helmut, mimando la mejilla parcha de cuero. —Tú nada sabes, pequeño Helmut… pero es… tiempo de saber… que Wilhelm no es tu primo… mas siempre será… mi querido hijo. Helmut lucía incrédulo mas atreverse a contradecir a un moribundo era absurdo, y guardó la confesión como un desvarío, negándose la posibi- lidad de ver a Wilhelm como alguien ajeno a su familia. La puerta del dormitorio fue abierta por Äweldüile quien dejó pasar al hermano menor de Albert. Hagen corrió desde la entrada del cuarto hacia la cama, apartando a Helmut, tomando la mano del antiguo rey, besándole con los ojos brillantes. —Hermano, ¿cómo te sientes? Albert sonrió sujetando la mano de su hermano y la de su sobrino. Hel- mut miró de reojo a su padre desconfiando de él, poniendo alerta sus puños en caso de requerirles. Albert guiaba su vista ciega por un túnel visible sólo para su mente, apretando las manos de su hermano y sobri- no con todas sus restantes fuerzas. —Wilhelm, mi niño…díganle que Ada y yo… díganle… —¡HERMANO! —Que fuimos felices con él. —Tío, no diga eso… quedan muchos días… muchos nuevos días en los que podrá abrazar a Willie… y decirle… —Denle las gracias… lo quiero mucho… a mi niño… mi único… niño. —Tío… 320
Victoria Leal Gómez —Las palabras… que nunca… dije… él no las… perdonará. Él no… me va a perdonar lo que… le hice a sus papás… La fuerza de Albert desapareció cuando su sonrisa fue reemplazada por tristeza. Hagen bajó la cabeza tratando de contener su llanto pero fue inútil. Se recostó sobre su hermano, abrazándole entre gritos y golpes a la madera de la cama. Helmut tapaba el único ojo capaz de llorar porque se resistía a la idea de ver a su padre y a su tío tan unidos, tras tanto tiempo y en una situación tan lamentable. El ayudante del sanador sirvió té relajante a Helmut quien buscó levan- tar a su padre del lecho, consiguiéndolo tras varios intentos. Hagen bebió el té hirviendo de un sorbo como si la quemadura en su garganta fuera capaz de aliviar la congoja en su cuerpo debilitado, abra- zando a su hijo una vez pudo reunir fuerzas. Helmut correpondió a su padre mirando por el rabillo a su tío durmiendo entristecido entre sá- banas ensangrentadas. Apretó a su padre contra su pecho, no era mo- mento para suspicacias. Äweldüile y su ayudante abrazaron al padre y al hijo en llanto refugián- doles con sus verdes capuchas de sanador. Algunas aves invernales aún trinaban en las copas de los árboles cuando Äweldüile se aseguró del deceso de Albert al confirmar la ausencia de pulso en su muñeca y fue- ron los trinos de esas criaturas aladas las que despertaron al descalzo Ëruendil, quien caminó por el agua lechosa, mirando su reflejo. Nada había cambiado en el paisaje excepto por un pequeño detalle: lucía mayor de lo que esperaba. El muchacho intentaba calcular su edad sin dar con un resultado satisfactorio. Una brisa cálida le obligó a mirar a su derecha donde un Caballero de oro sostenía su espada brillante como el sol. La figura de anchos hombros se inclinó, saludando con profunda voz retumbante. —Mis saludos, Hijo del Sol de Justicia, siente confianza en mi persona puesto que vengo a ayudarte. —Hola, ¿qué tal? —He venido a instruirte. —Estás distinto de la última vez… —Veo que mi compañera le ha visitado, una gran dicha la que usted me comunica. Ëruendil tocó la armadura dorada, sintiendo que el brillo se traspasaba a su piel. —Yo sé quien eres tú. Un haz de luz en la mano de Ëruendil tomaba las formas intricadas de los rosetones en el palacio de Älmandur, creando hojas doradas de abe- dul naciente, ramas de bosque florido y cornamentas de ciervo maduro. Las formas se enrevesaron entre ellas hasta crear la espada entregada al muchacho quien admiraba la fiereza del arma, anonadado por la luz desde el interior. —Tiene alma, puedo escuchar el susurro de su garganta. Desconozco la manera correcta de agradecer tamaña bendición, mi noble Caballero de Oro. 321
El Sanador de la Serpiente —Ëruendil, nunca agradezcas un arma pues el hombre no ha sido di- señado para sesgar la vida de sus hermanos. Un arma es una carga, una maldición creada por el hombre… Espero algún día me perdones por entregar tamaño peso a tus hombros. El muchacho asintió silente, bajando la espada. —Comprendo tu situación, maestro mío. La luz que manaba desde el interior del casco escondía la sonrisa del alegre Caballero, quien se puso en guardia. —¡Muéstrame lo que sabes! El Caballero hizo una finta tan rápida con su espada que cortó la piel de Ëruendil más rápido de lo que él imaginaba, tambaleándose de dolor intentó asestar un golpe en el pecho de su adversario quien le respondió con un codazo en la mandíbula. Ëruendil escupió la sangre en su boca, asestando un duro golpe en el casco del Caballero meneando la cabeza. En ese segundo el muchacho consiguió atravesar la cota de malla en el vientre del Caballero pero este no se quedó tranquilo, clavando su arma en el pecho de Ëruendil. Un grito se hubiese escuchado si la niebla no lo cubriera todo pero el joven no estaba dispuesto a rendirse, empuñó su espada con las fuerzas restantes en su cuerpo y rebanó el cuello del Caballero quien sonriente admitió su derrota. Ëruendil cayó a las aguas lechosas atrapando el aire en su interior con dolor. El hombre dorado le levantó, enseñando su rostro al ganador. —Nos volveremos a ver. —¡Espera! Los párpados del muchacho se resistían a separarse pero no tuvieron opción, Ëruendil era saludado por la luz de la madrugada colándose por las maderas de la pared. El jovenzuelo acarició el vendaje nuevo en su torso convencido de sen- tarse en la cama y atravesar el biombo de telas níveas, descubriendo un salón con otras nueve camas, cada una de ellas sosteniendo a un durmiente o adolorido quemado. Un joven vigilante de Villa de las Cas- cadas acomodaba la venda en sus ojos cuando el ayudante del sanador inició la aplicación de miel en la gran quemadura en su pierna. Ëruendil se apoyó a los pies del catre sorprendiendo al niño aprendiz quien giró la cabeza sonriendo. —Oh, ¡ya estás de pie! ¿Cómo te sientes? —Un poco falto de equilibrio pero me gustaría ayudar… ¿es usted Gläs- hesod? El pequeño aprendiz envolvía la herida con una vendaje suave y holga- do, acomodando a su paciente en la cama. —Quédate tranquilo, ¿eh? Te traeremos algo de comer en un par de horas. —Gracias… —Hablamos después, ¿bueno? Tómate una siesta. El biombo en la cama de Ëruendil fue trasladado aislando al pobre vi- gilante sin aliento. —Ëruendil, ¿verdad? —Sí… pero me dicen Lil. 322
Victoria Leal Gómez —Isel nos contó, no te preocupes. Y yo no soy Gläshesod, soy su hijo menor, su aprendiz. ¿Ves al viejecito de allá?—El niño apuntó la entrada de la casona, lugar donde Gläshesod recibía a un joven de ropas rotas y heridas sangrantes—Él es Gläshesod, esta es nuestra casa. —Por favor, llévame con él. Me es imperante presentar mis respetos y agradecimientos a sus atenciones. Espero que mis virtudes sean de uti- lidad en un sitio donde las manos faltan. —Vaya… eres letrado, ¿eres noble, vienes de la capital, del valle o…? —Así también me inclino ante usted, joven sanador—Ëruendil regaló una reverencia al confundido niño rascando su nariz—Sus cuidados me han salvado del sueño eterno. —Err… sí, bueno… vamos con el viejo, ¿vale? Ëruendil abrazaba su torso delicadamente yendo al sitio donde el sana- dor conversaba mas los oídos del muchacho estaban en la voz de una anciana y su nieta, ambas reposando en un sofá cercano a una ventana, bebiendo zumo de fruta al tiempo que tejían bufandas. —Y, cuando finalmente pudimos realizar nuestra boda, fue el mismí- simo Äntalmärnen quien nos bendijo. Y su hijo mayor me regaló estos aretes tan lindos… —¿Y quién era él, nona? —Era rey de Älmandur, mi amor. —Pero allá no hay nadie que se llame así… Ëruendil volteó bruscamente, llamando la atención del aprendiz. —¿Pasa algo, señor Ëruendil? —Nadie habla de Äntalmärnen estos días. Es como si la niebla de la noche hubiese borrado su identidad en el tiempo, ¿cómo es posible que aún existan memorias de su vida aquí, tan lejos de la capital del reino? —Este…um… señor, ¿está bien? —Äntalmärnen fue borrado de las crónicas de Älmandur para favorecer a los reyes Albert y Adalgisa… recuerdo haber leído sobre la familia de Älmandur… en algún libro escondido… yo… El pequeño aprendiz se sorprendió al escuchar un viajero capaz de leer pero en verdad necesitaban ayuda y encaminó a Ëruendil derecho hacia el maestro, jalándole la manga de la camisa marfil. —Vamos con Gläshesod, si quieres ayudar él te puede decir en qué eres bueno. Ëruendil supo de cierta electricidad en su pecho y su mente, un nervio- sismo que le anudó la garganta. Estaba por recordar un detalle cuando la mano enguantada de un herido se golpeó el hombro. —Mejor te quedas callado, no es el mejor lugar para hablar de política, niño. El confundido muchacho levantó la vista, encontrándose con un mal- herido Äerendil completamente embarrado, de cabello revuelto y cortes por los brazos. —¡Äerendil, qué te ha pasado! —Qué me miras como si estuviera muerto, si estoy bien. —Bien destruido… —Pasas que cosan. —¿Qué? 323
El Sanador de la Serpiente —Deja que me recueste un poquito, ¿si? Me duelen hasta las botas… sólo hazme caso en no hablar de Älmandur ni de Äntalmärmen y cosas raras de Adalgisa y Albert, ¿vale? No me provoques dolores de cabeza tan temprano. Ëruendil ignoró al aprendiz de Gläshesod quien fue directo a atender a un nuevo herido. Äerendil se arrojó a un sofá, quitándose de encima la camisa de lana teñida de verde y la cota de malla escondida bajo una tela blanca. —¿Qué te pasó? —Tuve que deshacerme de unos bandidos—Ëruendil ayudó a su amigo a quitarse la cota, notando moretones en las costillas— Si no lo hago yo… —Te enfrentaste a los brujos. —Y qué… es mi trabajo. Äerendil revolvía entre los objetos de su alforja en la cadera, frotando los moretones con grandes hojas aún frescas y llenas de rocío. —Deberías tener más cuidado, te haz expuesto groseramente a sus artes. —¿Quieres que me siente a mirar como se quedan con mis tierras, ni- ñito? —Por supuesto que eso es incorrecto pero tu vida es valiosa, muchos dependen de ti, Äerendil. Debes ser prudente. —Sería más fácil seguir tu consejo si me ayudaran a cargarme a los bru- jos pero estoy solo así es que… esto es lo que hay, ¿bueno? Ahora, si quieres ser un buen lacayo y pagarme el favor que te hice, tráeme agua hervida. Ëruendil arrojó las ropas sucias y ensangrentadas de Äerendil a un tiesto en un rincón, avanzando lentamente por la casona, escuchando disimu- ladamente la conversación de la anciana y su nieta sin llegar a percibir algo de su interés. En el salón contiguo, Gläshesod molía hierbas en una piedra. Al ver a Ëruendil revolvió su cabello, invitándole un jarro de infusión dulce. —Tu cuerpo es fuerte, Ëruendil. Seguro eres la envidia de muchos Ca- balleros. Ëruendil rascó su nuca, bajando la cabeza. —Algo en mi corazón me dice lo contrario… —Regresa a tu cama, necesitas dormir un poco más. Estás a salvo pero no es bueno abusar. Y ten cuidado con ese brazo, está casi recuperado pero ahora tiene que recuperar su antigua fuerza. —Em, estimado Gläshesod, ¿podría facilitarme agua hervida? Äerendil la ha solicitado. —¿Äerendil llegó? Santo cielo, ¿cómo se encuentra? Gläshesod secaba sus manos con un trapo, mirando la duda en los ojos de Ëruendil. —Am… no se ve tan mal pero le han pateado bastante. —Ay, ese niñito abusa de su cuerpo, siempre igual. Toma esto—Gläshes- od entregó una olla pequeña, apuntando una tetera de fierro negro sobre una cocina a leña—Ahí tienes lo que quiere. Iré enseguida a ayudarle. Ëruendil bebió su infusión de un trago antes de surtirse de lo pedido, tomando un trapo para cargar la gran tetera, evitando quemaduras. 324
Victoria Leal Gómez —Äerendil en verdad es torpe, ¿no es así, querido Gläshesod? —Cada uno de nosotros hace lo que puede. Él tiene ese poder que aleja a los brujos, su trabajo es eliminarles. Llévale eso rápido, tiene que sa- carse la brujería en su carne antes de que le invada. —Sí, ya voy. El muchacho cargó la olla a vista y paciencia de otros enfermos quienes le miraban extrañados al verle tan rozagante y animoso sosteniendo un objeto de fierro como si su brazo entablillado fuera nuevo. Ëruendil ig- noraba las miradas pues sentía que su deber era ayudar a quien le salvó la vida pero involuntariamente escuchó los susurros de dos viejecitos. —Debe ser un Alto genuino, ¡por fin veo uno! Ya me puedo morir en paz. —¿Cuántos años tendrá? ¿De verdad pueden tener doscientos años y verse así? ¡Qué envidia! Ëruendil se sonrojó posando la olla en una silla a la derecha de Äerendil quien logró escuchar los mismos susurros que avergonzaron al joven de cabello rubio. —Gracias, Lil. —Em… ¿puedo hacer algo más? —Sólo mira lo que hago, ¿vale? —Comprendo. El aprendiz de Gläshesod cerró el ambiente con un biombo alrededor del sofá donde Äerendil recortaba un trozo de su piel negra en sus cos- tillas, arrojándola a una paila en el suelo. Ëruendil observaba el tejido sin vida, tapando su boca al ver larvas azabache reptar en los moretones. —¿Ves eso? —Es asqueroso, huele a la pestilencia de los brujos… —¿Te acuerdas del rezo que le hiciste a Läu, el vigilante en Bëithe? —¡Por supuesto! —Repítelo mientras me pongo agua adentro, ¿vale? Y no te preocupes por esos girones, que no son míos—Äerendil sonreía para calmar los nervios de Ëruendil— Al cortar no me hago daño así es que no pongas esa cara. Son larvas pegadas, no me recorto las carnes. Äerendil empapó un trapo con agua hervida antes de espolvorear cierto material dorado en su piel, limpiando el tejido recortado con el paño. Las larvas se retorcían y chillaban adoloridas cuando Ëruendil susurró palabras inaudibles para cualquiera, excepto para los brujos alojados en la carne del herido. Los animalejos caían resecos en la paila, Äerendil hacía muecas de dolor pero no se quejaba, limpió la herida hasta que un pequeño manchón de sangre ensució en paño limpio. En ese momento repitió el proceso en el moretón más abajo y en aquel que invadía su corazón. Todas las heridas se consideraban curadas cuando la sangre empezaba a manar. Ëruendil repetía entre susurros la plegaria pero se detuvo cuando Äe- rendil dejó caer el afilado cuchillo. —¿Estás bien? —Ay… ojalá pudiera decir que sí… —Qué debo hacer. Dime, lo haré. Äerendil sujetaba la herida en su pecho, arrancando larvas a puñados. 325
El Sanador de la Serpiente —Limpia esta… yo no puedo continuar. Ëruendil notó un quiebre en la natural luz que rodeaba la cabeza de Äerendil, ese halo siempre presente lucía quebrantado como vidrio ape- dreado. El muchacho tomó un paño y jaló larvas intensamente agarra- das en la carne de Äerendil quien apretaba el apoyabrazos del sofá para evitar un grito. Finalmente, Ëruendil supo que esas criaturas no saldrían tan fácilmente. —Las expulsaré a mi manera. —Haz lo que sea… ¡quítalas! Ëruendil afirmó sus palmas en la herida repleta de petróleo, frunciendo el ceño. —En nombre del Primer y Último Rey, ¡no tienen poder aquí! Algunas larvas comenzaron a secarse pero las más reacias se enraizaban en lo profundo, buscando la garganta de Äerendil quien escupía petró- leo a la paila. Los enfermos despiertos levantaron las orejas al escuchar la clara voz de Ëruendil, siendo los más curiosos y temerarios quienes se acercaron al biombo mas ninguno tuvo la fuerza de levantar la tela blanca. —¡Dilo de nuevo! —En nombre de… —Ëruendil, ¡¿acaso te crees lo que estás diciendo o lo dices porque sue- na bonito?! —¡Estoy dando lo mejor de mí! —¡DILO BIEN, ME MUERO! Ëruendil se puso de pie, apuntando la herida de su amigo. —¡NO TIENES PODER AQUÍ, RETROCEDE! La primera persona en sentir la potencia de las palabras fue Elisia quien recibió una aguja dorada en sus ojos. La mujer cayó de su trono de are- nisca, escaleras abajo, cubriendo su mirada. Sus manos manchadas de sangre le cegaban, era incapaz de apreciar quien le ayudaba a incor- porarse cuando Äerendil sonrió cubriendo su herida con un vendaje improvisado y golpeando el hombro de Ëruendil quien permanecía es- tático e incrédulo de ver el riachuelo dorado manando de las venas de su amigo. —Yo sabía que eras un buen niño. Tienes talento, ¿eh? Ëruendil apreció un destello en los ojos del herido sanador. —Tú… podrías haberme ahorrado esto. —¿Yo? ¿Y perderme semejante actuación? Ja, ni loco lo hubiese hecho, Ëruendil. Tenía que probarte. —Eres insufrible, ¿qué planeas? —Nada, te lo juro—Äerendil sujetaba al niño frente a sí, observándole con orgullo—Sólo necesitas confiar un poco en lo que sabes, pequeñajo. Eres muy bueno y te harás mejor con el tiempo. Heredaste los genes familiares. Gläshesod arrojó una camisa maltratada a la cabeza de Äerendil quitan- do el biombo una vez el joven estuvo vestido. —Lo que me faltaba, resulta que Ëruendil es otro dolor de cabeza, ¿son parientes? Ëruendil subió y abjó los hombros siendo Äerendil el que respondió al 326
Victoria Leal Gómez sanador de Orophël. —Ay, viejo, no seas así. Lil tiene el talento de los ancestros, ¡hay que ayudarle! ¡Verás que en dos días, todo el mundo estará sanito! Con la fuerza de Ëruendil podremos curar a los vigilantes embrujados de Roca Viva—Gläshesod revolvió el cabello sucio de su niño, sonriendo al verle recuperado—Usted sabe que yo no debo usar mi fuerza tan indiscrimi- nadamente porque estoy medio pasadito de edad. —¿Pasadito de edad? Pendejo, qué me queda a mí? —Un bote con flores le sentaría bien. El anciano golpeó la cabeza de Äerendil con una toalla arrollada, son- riendo de mala gana. —¡Termina de vestirte y ayuda en algo, que no tengo cuatro brazos! —Ya oíste Lil, ayuda al viejo en mi lugar hasta que esté más o menos presentable, ¿te parece? —Äerendil—Gläshesod sujetó del hombro a su antiguo pupilo—Hay embrujados en el cuarto de al lado. —Muy bien, allá voy—El viejo sanador soltó a Äerendil, permitiéndole vestir una segunda camisa larga, sujetándola con la alforja de siempre— Voy a hacer mi trabajo, maestro. —Tienes mi permiso. Äerendil sonreía ante la confusa mirada de Ëruendil y los demás en el salón, recogiendo las inmundicias oscuras del suelo y arrojándolas a la chimenea en la pared. Gläshesod susurró en el oído de Äerendil mientras se encaminaba al siguiente cuarto de enfermos. —Espero ese niño no sea un hijo tuyo, ¿quién es la madre? Con la edad que tiene no puede ser de Rita. —¿Hijo? ¿Qué te hace pensar que es mi hijo? ¿Insinúas que tuve una amante? Pst, no te pases. —No sé, veo un lazo inquebrantable entre ustedes pero no doy con el grado… —Pft, ojalá fuera criatura mía. Mejor que nadie sabes que no nací ben- decido con el don de la descendencia, vejete. Pero, ya que lo mencionas- te, voy a pensar en adoptarlo. —¡Äerendil, no es un perro! —Claro que no, es un niño y no tiene a nadie, ¿qué mejor? —Sólo conozco una familia con esos poderes y ellos ya no existen, Äe- rendil. Por eso creo que es pariente tuyo. El sanador volteó para tapar la boca de su maestro con la palma. —Repite eso y te dejo mudo, viejo. Mi familia aún existe es sólo que… no les recuerdo bien. —Doce años y todavía no recuperas tu memoria… me suena a menti- ra. Los efectos del bosque apenas duran dos o tres meses, no una vida entera. Gläshesod chasqueó los dedos ante los ojos de Äerendil retirándose para labores más nobles que las discusiones. Ëruendil llegó de un galope a las cercanías de su amigo quien aún tenía ciertos cortes sangrantes azarosos en su rostro. —¿Está molesto con nosotros? ¿Hice algo mal? 327
El Sanador de la Serpiente —¿El vejete? Pft, es más fácil preguntar cuando NO está molesto. Deja eso Lil, tenemos embrujados pasando esa puerta. Äerendil cojeó, afirmándose en la pared. —¿Estás bien? —Je, je… me pondré mejor. Ëruendil observó el tambaleante caminar del sanador a través del pasi- llo, notando cierta vibración extraña en el suelo. Levantó sus orejas para percibir el aire vigilando de izquierda a derecha con los ojos, embriagándose del vapor flotando junto a las pelusillas. La puerta de la casona fue golpeada por un hombre desesperado quien llamó a Gläshesod desgarrado por una inevitable situación. El anciano abrió para recibir a un matrimonio, la joven madre apenas se sostenía entre los dolores. Äerendil volteó sólo para curiosear. —No me extraña que se ponga a parir… tantos sustos desde antes de ver la luz, pobre niño, tendrá pesadillas. —¿Eso mismo le sucedió a la mujer que atendiste en Bëithe? —Erm… sí, pero estaba casi en el tiempo así es que no fue tan terrible. Esta pobre se viene prematura, ojalá viva. Ëruendil corrió hacia la mujer parturienta ayudándole a sujetar la soga colgada de la viga en un cuarto cerrado donde estaba el marido y el sa- nador, quien amablemente le pidió al joven retirarse de la sala. Ëruendil intentó cerrar la puerta por fuera pero el aprendiz del sanador ingresó corriendo, clausurando con un postigo la entrada a cualquier intruso. Ëruendil permanecía allí, congelado en el tiempo, escuchando a la mu- jer gritar de angustia. Äerendil palmeó el hombro del niño ante la puerta, desconcentrándole de la visión al interior del cuarto. —Sal de aquí, pareces enfermo escuchando eso. La especialidad de Gläshesod son los partos así es que no te preocupes. —¿Su especialidad? ¿Qué hay de ti, te especializas en alguna rama de las ciencias médicas? —A mí me gusta mear a los heridos en los campos de batalla, es diverti- do. Los sanadores somos héroes sin capa. —Em… espero sea una broma. —No lo es. El meado es el mejor desinfectante del mundo. Siempre y cuando no estés enfermo, obviamente. Come tus verduras, toma tu le- che y serás fuerte como roble con un meado fantástico para sanar heri- das—Ëruendil enseñó asco y disgusto bajo la confesión del risueño sa- nador quien no podía evitar burlarse—¡Un día lo harás y te darás cuenta de que puedes salvar vidas con tu colega! —Sí, qué bueno… lo tienes hecho de oro. —Más o menos. No, mejor que no, sería un poco extraño que fuera de metal. —Sabes, no quiero seguir hablando de temas tan desagradables… mejor vayamos a ayudar a los embrujados, ¿sí? —Yo debería remojarme, estoy lleno de barro… pero analicemos la si- tuacion primero. 328
Victoria Leal Gómez Äerendil asintió con la cabeza encaminándose feliz de la vida al salón donde los sobrevivientes a los fuegos de las villas vecinas suplicaban por el alivio al dolor y las larvas mortificándoles la carne. Los heridos y enfermos en la casona cesaban su descanso o charlas sólo para admirar la belleza de Ëruendil quien despedía un resplandor difuso en su piel y cabello. Así mismo lo hacía Äerendil pero el barro lo disimulaba sien- do su joven pariente quien secuestró la vista de los hombres y mujeres anhelando tocarle para sanar sus males. Algunos niños pedían deseos creyendo que se cumplirían por la voluntad del bello Alto. Ëruendil sintió vergüenza al notarse observado acercándose al feliz Äe- rendil contento de ser el centro de atención. Abrió la puerta al final del corredor siendo el primer paso al interior el reencuentro con el ma- trimonio de cabello cano, cantaban suavemente al oído de un hombre moribundo sonriendo plácidamente al marcharse de la vida. Ëruendil reconoció la melodía y la voz del varón con su zanfona. —Ritter… Äerendil giró para sacar a Ëruendil de la sala, empujándole en el sofá. —Iré solo. Ayuda aquí. —Äerendil, yo conozco a ese hombre y a su mujer… son Ritter y Näu- rie… ¡son amigos míos! Ellos pueden ayudarme a… —Lil, no les conoces. —¡Claro que sí! —¡TE DICEN QUE NO!—Äerendil estiró las manos poniéndose en puntillas para agarrar a Ëruendil por el cuello de la camisa—No les conoces y no hablarás con ellos, ¿entendiste? Una cosa es ver caras y otra muy diferente es conocer corazones. Vete, no les hables, no te juntes con ellos. Una vez fue liberado de la ahorca Ëruendil miró extrañado al sanador de ceño fruncido ingresando a la sala. Retomó el aire al sentir con inten- sidad la vibración en las maderas crujientes tomándose la tierra, resque- brajando los caminos, agitando a los caballos en sus pesebres. Algunos techos cedían a los temblores del corazón del mundo cuando Ëruendil clavó su vista a las afueras galopando hacia las murallas custodiadas por vigilantes que apenas podían defender sus puestos. Sus flechas se cla- vaban en carnes ausentes, las manchas de petróleo se incrustaban en la hierba, en la tierra y en los pequeños animales escurridizos. Äerendil golpeó el hombro del niño. —Espabila. —Son trescientos… Se escuchó el estruendo de un cuerno de batalla desde lo alto del muro de Orophël. Los arqueros se alineaban en sus puestos, hombres sin ar- madura corrían hacia las puertas para mantenerles tapiadas ayudando a mujeres, niños y ancianos a correr hacia el refugio bajo tierra. —¿Los ves desde el aire? Las zarcas perlas de Ëruendil eran inmensas, apreciando cada detalle de los brujos luchando por desgarrar las murallas de Orophël. —¡Debemos hacer algo! —¡Vamos al bastión norte! Los muchachos corrieron hacia el lugar señalado trepando una escalera 329
El Sanador de la Serpiente afirmada en el muro de piedra gris. La torreta techada brindaba una visión de las afueras de la fortaleza siendo Äerendil quien comprobó el número mencionado por el joven sujetando un vigilante retorciéndose de dolor por una flecha de arenisca. Vagaba entre este mundo y el otro, quemando las venas hasta dejarle sin aliento. Ëruendil cerró los ojos del caído lamentando llegar tarde. Acostó al hombre en un rincón cubriéndole con la capa, corriendo hacia el ven- tanuco. Una horda golpeaba las puertas de hierro con su ariete. Ëruendil se arrancó el cabestrillo, tomando el arco y las flechas en llamas del antiguo vigilante apuntando al único ojo que tenía uno de los evidentes líderes de la horda. Su brazo aún débil tiritaba sosteniendo el arma. —¡ËRUENDIL, TU HUESO TODAVÍA NO SUELDA! El muchacho liberó la flecha fallando estrepitosamente. Sujetó su brazo con dolor averiguando si el acto consiguió agravar sus heridas, afirmó su espalda en la piedra más allá del ventanuco. Äerendil buscaba la flecha liberada, buscando el sitio apuntado origi- nalmente. Diestramente liberó una flecha que cortó las carnes de aquel brillante ojo plateado de donde un chorro de petróleo azabache inundó la tierra. El temblor en los suelos disminuyó su intensidad, Ëruendil regresó a su puesto para ver al líder de la unidad desvanecerse en el charco obscuro momento en que otra legión comenzó a reagruparse con escaleras. —Nos vemos ridículos lanzando flechitas… —¿Tienes una mejor idea? —Podemos arrojarnos y… —¡ARROJARNOS! —A la cuenta de tres… —¡NO, ESTÁS LOCO! —¡SÉ UN PUTO ADULTO DE UNA VEZ, ËRUENDIL! —¡ESTA NO ES LA FORMA! —¡MUÉSTRALES LO QUE SABES! Äerendil agarró al niño de su brazo adolorido empujándole hasta el bor- de de la torreta. Ëruendil miró la horda de Umbríos estirando las negras manos, codiciando al muchacho quien buscaba agarrarse de algún sitio fracasando tras el empujon de Äerendil. Ëruendil fue sujetado por cientos de soldados negros que buscaban morderle, rasgando su ropa entre gritos de espanto pero el joven no pudo soportar la sensación de las larvas en su piel. Ëruendil las arrojó a patadas de su cuerpo cualquier invasor, esquivando miles de manos humeantes y dientes castañeando. Miró al cielo cubierto de nubes repitiendo su plegaria secreta, atisbó a Äerendil defenderse con un látigo luminoso como el oro. Por cada golpe desaparecían diez Umbríos convertidos en arenisca o petróleo, algunas espadas atravesaban sus carnes pero no cesaba en usar la fuerza de aque- lla arma hecha de sol. Los Umbríos se agrupaban en una torre oscura avanzando propulsada por ferales más altos que tres mansiones una sobre la otra, fieras domi- nadas por Äingidh pintados con restos oscuros de fogata. Las maderas 330
Victoria Leal Gómez de algunas torres eran incendiadas por los hábiles arqueros de Orophël quienes reapuntaron sus tiros a los ojos de los ferales rugiendo estruen- dosamente, partiendo en suelo bajo sus garras. Los entes sin luz que consiguieron subir a las escaleras recorrían lo ancho de la muralla derri- bando soldados con grandes mazas punzantes, ocupados de tomar los bastiones y sus catapultas. Los gritos de dolor se sumergieron en la men- te de Ëruendil, recibió una estocada en las costillas por su distracción. Usaba una espada de un Äingidh caído, un acero de mala calidad y casi romo que no le permitía derribar al Umbrío sin rostro, su adversario. Entrenar en un área con espadas de madera era muy diferente a usar un arma real, el crujir de los huesos, la sangre deslizándose por su rostro, los gritos y quejidos de seres humanos convertidos en maldad llenaron de nerviosismo a Ëruendil, cesó sus ataques tratando de borrar de sus oídos los gemidos. Cerró sus ojos negando con la cabeza apretando la empuñadura de la espada, asestando a ciegas al Umbrío enfrente. El crujir de la muralla se hizo presente, el ariete de hierro y fuego men- guaba la estructura con lentitud pero eficazmente. Los hombres defen- diendo la entrada permanecían en sus puestos gritando arengas para sostenerse en pie mientras la caballería se arrojaba a la batalla contra los oscuros soldados. Ëruendil retomaba el aliento tras vencer a su enemigo viendo al gentío provenir desde las cuevas y bosques. De las charcas de petróleo nacían nuevas criaturas cuadrúpedas y cornamenta aguzada que se arremoli- naban para crear un nuevo Umbrío. —¿Son interminables, invencibles? El muchacho vio que su amigo estaba gravemente herido en el pecho, a la altura del corazón. Una lanza le fue clavada con saña y apenas podía mantenerse luchando. Su látigo perdía potencia y de la misma forma flaqueaban los defensores de Orophël quienes reducían en número por cada parpadeo. Los ferales sobrevivientes llevaron la torre de Äingidh a la muralla don- de los últimos arqueros yacían en la piedra, sin hálito ni espíritu. Un Umbrío galopó hacia Ëruendil, daga en mano, aprovechando la guardia baja del niño para cortar su muslo. El grito de dolor fue es- cuchado por Äerendil pero no podía socorrer a Ëruendil directamente mas el joven tenía voluntad de continuar y de su mano izquierda nació un rayo, la fuerza de la luz atravesó el pecho del sorprendido Umbrío quien notó una gran disminución de su poder. Mas eso no significaba que dejaría de atacar al mugriento magullado. Ëruendil sabía que lo suyo no eran las espadas, el Umbrío que se en- frentaba a él consiguió cercenar la más importante vía de sangre en su cuerpo como si se tratara de mantequilla, sin embargo no dudó en alzar la mano al cielo mas sin recitar plegaria alguna. En la pausa silente donde los Umbríos rodearon a Ëruendil, el sanador sujetó la herida en su pecho corriendo hacia su amigo con las fuerzas restantes en su cuerpo, estirando la mano mientras gritaba. —¡NO LO HAGAS! Ëruendil fue incapaz de escuchar la voz de Äerendil entre el bullicio de los metales y los gritos así es que mantuvo la mano alzada al cielo mien- 331
El Sanador de la Serpiente tras centenares de Umbríos permanecían escarchados a su alrededor, presos de la burla hacia el ensangrentado muchacho. Le apuntaban rién- dose y se le acercaban cuando las nubes se arremolinaron sobre todo Orophël, creando un agujero en la homogeneidad del cielo, dando paso al rayo más brillante que el sol. Äerendil bajó las orejas cuando el relámpago agitó la tierra partiendo los caminos y la arboleda al oeste, rasgando las murallas y marismas al este. La ceguera atrapó a todos los presentes buscando refugio para evitar el daño provocado por el sol caído en Orophël. Unos cayeron a los suelos al sentir la luz, otros escaparon espantados de ver una estrella precipitarse. Los hombres y mujeres ancianos tras los muros alzaron la vista a lo alto, reconociendo el poder de la familia de Älmandur, aquella que vino de los Cielos, personas que se creían extintas. Aquellos habitantes no bus- caron techo ni protección alguna, sonrieron complacidos esperando que el astro colapsara en la tierra. Una gran estrella dorada abandonó los cielos y sus rayos inundaron toda la fortaleza incendiada. El sitio de la caída fue aquel donde Ëruen- dil mantenía la mano alzada a los cielos siendo el primero en recibir el impacto del calor manado de la estrella que hizo temblar los suelos. Los vigilantes yacían exhaustos en sus puestos, la fuerza les abandonó cuando lograron ver la gran charca de petróleo evaporarse sin dejar ras- tro más que el armamento forjado a pulso por los Äingidh ya que ni los huesos de los ferales existían. El capitán de los guardianes de Orophël apreció desde su torreta a los muchachos tumbados en la tierra, inmóviles dentro de un agujero es- polvoreado de oro. A su alrededor estaban los soldados de Orophël y al- gunos Umbríos volviéndose polvo, atraídos por un hombre de capucha negra esquivando a todo quien deseara atraparle. Se esfumó en la brisa pero todo hombre de Orophël gritaba sorprendido y feliz porque eran salvos de la muerte y de las cruentas heridas de la batalla, daban brincos y cantaban en torno al agujero dorado. Los muchachos envueltos en polvo de oro evidenciaban debilidad y an- gustia, sus ropas estaban bañadas en sangre y negro líquido gomoso. El capitán dio un grito desde su torre de vigilancia, ordenándole a sus subordinados recoger a los jovencitos. Äerendil fue el primero en despertar por el bullicio de las canciones, notando sus manos entumecidas pero limpias, como si jamás hubiese estado sobre la tierra. Palpó su pecho pero la herida de lanza no estaba y así mismo los diferentes cortes de espada y la herida secuestrada a Ëruendil. Estaba limpio, en su cuerpo sólo quedaron las viejas cicatrices de años atrás. Al recuperarse de la sorpresa, Äerendil reptó hacia Ëruendil apretando sus rozagantes mejillas felices. —Eres de fina selección, lacayo mío. Ni pienses que te dejaré escapar de mi lado. Ëruendil sonrió, sentándose justo cuando los vigilantes llegaron a so- correrles. —Me duelen hasta las botas, ¿tienes algo para eso? 332
Victoria Leal Gómez —Si no lo tengo, me lo invento. El dolor de botas es lo peor. —Ay, por los Altos… mis huesos se rompen, ¿así terminan todas las batallas? —Er… bueno, esta no terminó como esperaba pero nadie murió. —¿Nadie? —Tenemos que hablar sobre eso que usaste, Lil. Será peligroso para ti, si lo usas de nuevo—Äerendil sujetó al muchacho de por los hombros— Creo que esta vez fueron indulgentes contigo o, tal vez, le simpatizaste Zafiro … pero esas cosas no las hablaremos ahora. Las entenderás en el futuro. —Tú tienes mucho que explicar. Los guardianes ayudaron a Äerendil y a Ëruendil a ponerse de pie lle- vándoles a cuestas al interior de Orophël donde recibieron los vítores de los felices habitantes que levantaban los brazos y saltaban. Algunas mu- jeres corrieron para besar las manos de los soldados, las más valientes se atrevieron a besar las mejillas del sonrojado Ëruendil quien sujetaba su nariz sangrante. Äerendil reía mirando a su amigo, ayudándole con la hemorragia al in- dicarle cómo presionar contra el tabique de la nariz. Los soldados más felices llevaron a los muchachos de regreso a la casona de Gläshesod. Ëruendil se detuvo en la puerta, mirando hacia atrás. El niño apretó su pecho con la palma de su mano, llamando la atención de Äerendil. —¿Te sientes bien, Lil? Te ves… triste. —No sé… es algo… Ëruendil no tenía fuerzas para contener las lágrimas, miraba al cielo como si alguien le saludara de algún sitio. Äerendil palmeó el hombro del jovenzuelo, invitándole a ingresar a la casa. —Espera, que te preparo una agüita caliente y todo irá bien. Ëruendil vio el aletear de una polilla en el aire. Por alguna extraña razón sintió en su espíritu que un hilo fue cortado bestialmente. Las lágrimas eran ríos en suz mejillas, cerró los ojos cuando una voz susurraba en sus oídos. —Siempre serás mi pequeña nubecita… Äerendil notó la sensación de su amigo rodeándole los hombros con un brazo, obligándole a descansar en un sofá. 333
El Sanador de la Serpiente 19. Hombre Precavido Vale por Dos. Los trozos de porcelana resquebrajada en el suelo eran lo que Mila limpiaba pacientemente viendo a Elisia arrojar todo lo que encon- traba a su paso. Con su puño destrozó espejos y pinturas, mesas fueron retorcidas a empujones. La mujer estrelló su frente en el suelo frente al único espejo que permanecía intacto. —¡CÓMO PUDO ESTA MOCOSA ARRUINARLO TODO! —Ama, tranquilícese, por favor… —¡AHORA ESE TARADO DE HELMUT SABE DE MÍ, POR SU CUL- PA SEBASTIAN Y NIKOLA SE HAN IDO CON ÉL Y ME HA DEJA- DO SIN RESERVORIO DE ENERGÍA! Mila ofreció un vaso de agua a la embrutecida Elisia quien se miraba al espejo con grandes venas inflamadas en el cuello —Ama, beba un poco. Mantenga la cabeza fría. —Estoy segura de que Helmut no me traerá a Wilhelm, Sebastian debe haber abierto el tarro… y si no fue él, fue ese invertido enamorado de Nikola. Si no estuviera tan idiotizado por Helmut sería más fácil. —Ama… —Wilhelm se ha recordado a si mismo, ¿qué haré? Ha recordado su nombre, ya sabe usar la Espada Celestial… si esto sigue así vendrá a convertirme en recuerdo. Debo adelantarme. —¿Qué intenta hacerme entender, ama? —Ha recordado su verdadero nombre, ha recordado la fuerza en su in- terior y se ha comunicado con lo alto sin darse cuenta. Usa el poder sa- grado como si se tratara de montar un poni… Ese niño se está haciendo hombre antes de lo que he previsto. —¿Acaso eso es desfavorable para usted, mi querida ama? Después de todo, si él es capaz de manejar sus fuerzas significa que usted podrá usarle mucho mejor, ¿no es así? Él es sólo un niño, embaucarle será sen- cillo, no abadone su deseo de traerle al palacio. Elisia se incorporó bebiendo el sorbo de agua mientras se analizaba frente al espejo. —Es cierto lo que dices. Mi bebé está próximo a nacer y las fuerzas de Ëruendil me vendrán cuando sea el momento. El problema es que ya no me lo traerán. —Pero usted puede atraerlo. La mujer de cabello borgoña miró a su sirvienta, entregándole el vaso. —Eres inteligente. Me gusta eso… pensé en relevarte pero veo que me puedes ser útil aún. —Cree un cebo y atráigale. Regálele un sueño donde vea la miseria de Älmandur y volverá. Su corazón bonachón le obligará a venir, se lo ase- guro… ama. Elisia caminó fervorosa de regreso a sus aposentos sonriendo plácida- mente, jugando con su largo cabello. Se detuvo en la puerta del salón, girando la cabeza para observar los ojos de Mila. —Prepara mi almuerzo. Pero haz uno especial porque hoy celebramos a Ëruendil, hijo de Orophël y Lïnawel, hija de Äntalmärnen, descendiente 334
Victoria Leal Gómez de Älmandur. —A su disposición, ama. Pero, antes que se retire—La sirvienta alcanzó a su señora al rozar su hombro con las yemas de los dedos— Hagen a regresado de su misión en Orophël. Está muy débil por el rayo usado por el niño… —Devuélvanle a su celda, aún puedo usarle. Resulta que es incompeten- te como rey pero como Invocador de Umbríos es magistral, manténgan- le en esa posición. —Sí, ama. Elisia se adelantó pero rehusaba en caminar debido a su gravidez, en vez de ello flotaba ligeramente desprendida de las alfombras mientras tarareaba una canción alegre en celebración personal. Mila permane- ció quieta en el salón destrozado por la bruja, miraba por la ventana tranquilamente examinando la torre del sanador. Parecía mantener una charla personal con un amigo. —Tu cena tendrá un sabor muy especial, Elisia. Äwelduile molía hierbas sobre una piedra agrietada mientras miraba por el ventanuco de su torre, sonriendo al escuchar el susurro de Mila. Se alejó de la vista cuando su ayudante le tocó el brazo, recorriendo con la mirada a Sebastian quien besaba las manos de su hermana como si ja- más volviera a verle. La muchacha sonreía con cariño ante su hermano, mimando su mejilla antes de abrazarle. —Ten cuidado afuera, la suerte es frágil hermanito precioso. —Es un dolor tan grande saber que lo único en mis manos es encerrarte en esta torre. Sé que estarás segura pero… pero… quisiera hacer algo más por tu bienestar. Lotus tomó las manos de su hermano mayor, sonriendo dulce y encan- tadora para convencerle. —No continúes, tienes un deber más grande que estar velando siempre por mí. Sebastian tomó una de las dagas enfundadas en su cadera entregándola a quien lucía desconcertada. La jovencita miró a Äweldüile antes de su- mergirse en los ojos de Helmut, cuyos ojos parecían bailar cada vez que cruzaba miradas con Lotus. La doncella regresó la vista a su hermano analizando la hermosa forja del arma en sus manos. —Sebi, esto es demasiado. No sé utilizar un machete de cocina y me regalas una daga afiladísima que haz usado en batalla. —Sólo es para que te defiendas, ¿vale? No aprendas cosas impropias de tu belleza. Buscando evitar las extrañas actitudes de su hermano, Lotus dejó la daga sobre una mesada abrazando por última vez al preocupado Caballero escondiendo la cota de malla bajo algunas capas de vestuario ligero. —Estaré bien aquí, Sebi. Äweldüile se compromete a cuidarme, ¿verdad, buen sanador? Äweldüile asintió con la cabeza relajando la espalda, sin dejar de moler las hierbas secas. —Hermanito, ¿puedes hacerme un favor? —Lo que sea, pídelo. 335
El Sanador de la Serpiente —¿Me das un momento a solas con Helmut? Necesito hacerle ciertas peticiones. —Puedes hacerlas ahora. —No, porque sino te enojarás. Sebastian sonrió entregando respetuosa venia a su hermana y a los sa- nadores, retirándose por el pórtico de madera y aguardando un par de escalones abajo, junto al aburrido Nikola tironeando sus bucles entre bostezos. Äweldüile cerró el pórtico, él y su ayudante se retiraron a la sala contigua, encerrándose tras un portón. Lotus apretaba sus hombros sonriendo cándida y fresca como las ma- ñanas en el Mes de la Primavera. Helmut dio un paso al frente besando suavemente los dedos de Lotus cuya piel manaba aroma de té verde y flores. —Helmut, imagino que ya sabe lo que pediré a su voluntad. —Claro que lo sé pero me encantaría escucharlo. La realidad suele ser mejor que la imaginación, ¿no lo cree? La muchacha sonrió jugando con un mechón de su cabello posándose en el hombro. —¿Podrías cuidar de mi hermano? Le es fácil meterse en donde nadie le llama. —Sebastian tiene mucha más experiencia que yo, querida mía, cuidar de él sería un insulto. —Por eso pedí que se fuera. Helmut rió cuando Lotus lo hizo. En ese segundo, el Caballero buscó dos cintas azules en una de sus alforjas en la cadera tomando el bra- zo izquierdo de la sorprendida Lotus. La jovencita enseñó grandes ojos pero no consiguió emitir sonido alguno, simplemente dejó que Helmut amarrara una de las cintas en su muñeca, siendo presa de un placer y felicidad tan grandes que nunca podría describirlos. —Usted me ha pedido un favor, de modo que me tomaré la libertad de pedirle algo a cambio de cumplir su solicitud. —Sí… dígame… intentaré cumplir. —Espere mi regreso. Será un viaje largo pero le prometo volver. Y cuan- do lo haga… haremos que esto sea formal. —Pero Helmut, ¿usted cree que su padre nos bendecirá? —Si no lo hace, no importa—Helmut entregó la segunda cinta a Lotus— Preparamos unos votos y hacemos que Äweldüile dirija la ceremonia, ¿le parece? O forzamos a Sebastian, será divertido. —¡Si le obliga, después de la ceremonia cometerá suicidio! Helmut rio tímidamente y así mismo hizo Lotus cuyas mejillas lucían más rosadas que de costumbre. La sonrisa de felicidad jamás habría po- dido ser borrada en aquel instante, ni la peor de las catástrofes podría asfixiar el nacimiento de algo que parecía inexistente. La muchacha amarró la cinta en la muñeca izquierda de Helmut quien la escondió bajo la manga de su cota. —Hecho está, querida mía. Aguarde mi regreso. —¿Realmente podremos vivir tranquilos? —Por supuesto, tengo un escondite en el sur, cerca de la antigua Villa de las Cascadas donde nadie va, a no ser que quiera perderse. Es un sitio 336
Victoria Leal Gómez modesto, para nada palaciego pero me creo capaz de mantener una fa- milia con todo lo que se merece. —Helmut… —Puedes retractarte, después de todo, si lo hacemos, dejaré de ser un Caballero y un Duque, lo más probable es que Hagen persiga mi cabe- za... con ayuda de Sebastian y Nikola. Lotus abrazó a su amado sin pensarlo, dejándose guiar por esa flama que gritaba un abrigo. —Te esperaré. Pero ten cuidado, si algo te pasara yo… Helmut besó las mejillas y la frente de Lotus, sonriendo avergonzado antes de girar y abrir el pesado pórtico de madera maltratada. Escalones abajo se encontraban Sebastian y Nikola mirando a Helmut como si quisieran ahorcarle, destriparle y luego decir que se trató de un suicidio. El primero en bajar la torre fue el Escudero pero fue Sebas- tian el último en continuar la marcha. Permaneció inmóvil en el escalón apretando los puños, deslizando sus dedos en la funda de su espada y frunciendo el ceño, tragando sus palabras. Sebastian era perfecto conocedor del retorcido amor hacia su hermana mas era inevitable el deseo de exterminar a Helmut y hacerlo pasar por accidente. ¿Usaría veneno o le empujaría de un barranco? ¿Le atacaría por la es- palda justo cuando un Äingidh le diera la oportunidad? ¿Le dormiría a fuerza de hongos para drenar toda la sangre de su cuerpo a través de un minúsculo agujero en la ingle o pondría azogue en comidas durante varios meses? Sebastian conocía muchos trucos y vaya que era diestro llevando a cabo sus planes, sin embargo abandonó su sonrisa calculadora e involuntaria, tomando aire y exhalando con fuerza. —A cualquier dolor, la paciencia es lo mejor. Paciencia, paciencia… pa- ciencia es lo que más tenemos los Klotzbach. El muchacho retiró su mano de la empuñadura de su espada bajando las escaleras, presuroso hacia las caballerizas. Mila vio todo eso y lo escuchó también pero tenía deberes mayores y mientras los tres viajeros culminaban sus preparativos pensando en algún objeto indispensable posiblemente olvidado, la sirvienta trotó hasta la antigua biblioteca de Wilhelm, concentrándose profundamente en abandonar su cuerpo. Reposando en un sitial de brocado marfil, la mujer de cabello aguamarina llevó sus ojos a través del aire y más allá del palacio y la comarcaela pues la barrera del palacio estaba débil y los viajeros la cruzaron sin mayor contratiempo. Poco tardaron Helmut, Sebastian y Nikola en llegar a las murallas de Älmandur donde fueron detenidos por una lámina violácea que parecía venir de los cielos porque jamás se le divisó un principio. El único audaz que palpó la superficie fue Nikola, inspeccionaba el hechizo como si supiera de lo que se trataba pero no conocía la forma de contrarrestarlo. —Elisia no nos dejará salir sólo porque se nos de la gana. —Pues dile que le traeremos un regalo… inventa algo. Nikola meneó la cabeza desaprobando el consejo de su amo. Sebastian se encontraba a unos cuantos pasos de ellos, acariciaba sus sienes pro- 337
El Sanador de la Serpiente ducto de una sensación extraña de vibración, un eco que le aislaba del sonido exterior. Tapó su visión con la mano y fue en ese instante que la voz de Mila penetró la mente del único capaz de percibirle. —Joven Klotzbach… por favor, no hable. Piense en lo que desea decir- me. Sebastian disimuló el mareo que le embargaba, avanzando hacia la ba- rrera de sombras frente al pórtico. —Pues lo que sea, termina pronto. Es angustiante sentirte en mi mente. —Pose su mano sobre la niebla, sea mi conducto para derribar el muro. Abandonen Älmandur con el viento, mi hermana les ayudará en su via- je. —¿Tu hermana? —Runar es su nombre. No le verán, no le escucharán ni percibirán su aroma pero les brindará el viento que sus monturas necesitan para ace- lerar el periplo. Elisia codicia a Ëruendil y nosotros le requerimos, será sencillo derribar el muro pues así ella lo ha permitido. Que los días sean rápidos, mis hermanos Sgälagan protegerán sus integridades. Vamos, pose su mano en la niebla. Sebastian sintió un calor eléctrico en su mano, una fuerza repentina de la que añoraba librarse pues era demasiado grande para su cuerpo. Ante la sorpresa de Nikola y Helmut, el muchacho de trenza encintada agarró la niebla como si se tratara de una tela, ensortijándola en su puño rasgó la negrura. La barrera cayó como telón teatral y así fue abierto el pórtico de Älmandur, revelando un páramo sin nombre y silente. Nikola ce acercó a la muralla, asegurándose que todo iba ne orden. —Conseguiste el milagro que te pedí, Helmut. —Te lo dije, aún podemos confiar en la palabra de Seba. —Pero, ¿cómo lo hizo? —¿A quién le importa? Un brujo más, un brujo menos… de todas for- mas ustedes dos ya me tienen harto con sus tonteritas. Espero Seba me explique por qué no nos ayudó en la mazmorra. —¿No fue suficiente extender tu vida hasta este momento? Si no te hu- biese enviado a la celda, tu cabeza ya estaría bajo tierra, tarado. Por todos los cielos, te dieron destreza con la espada a cambio de tu inteligencia. —Por lo menos no tengo puños de mazapán. Helmut y Nikola chocaron los nudillos entre risas indicando a los cor- celes la vía correcta entre todos los senderos que llevaban al valle y, por- teriormente, al Bosque del Olvido. Sebastian no podía concentrarse en las risas de Helmut y Nikola pues la voz de Mila continuaba patente en su cabeza. —Muy bien, joven Klotzbach. Cuando requiera de mi ayuda, pídalo a Runar. Ella estará cerca, siempre. —Mila, antes de que te retires… cuida de Lotus, por favor. Le he dejado en la torre junto a una daga pero… pero ella no es capaz de defenderse y se espanta rápido. Mi último deseo es que use mi arma, su inocencia debe permanecer en su corazón. Mila suspiró, sabía del corazón de Lotus mas prefirió reservarse las pa- labras. —Despreocúpese. Traigan a Ëruendil, sólo él puede detener esta locura 338
Victoria Leal Gómez infame. —Lo haré. Dígale a Lotus que… que le amo más que a mi vida. —Hasta pronto, joven. La vibración y el eco en la cabeza de Sebastian desapareció en el mo- mento que Mila dejó la conversación dando espacio al muchacho de su- jetar las riendas con firmeza, siguiendo el camino escogido por Nikola quien percibió una presencia diferente en los alrededores en las maripo- sas que nunca estuvieron anteriormente. Una pluma de pavo real níveo se posó en el hombro de Sebastian y Helmut, regalo que él no gozaba. Bajó la mirada comprendiendo el mensaje pero eso no significaba que arrojaría la Piedra del Crepusculario. No después de todo lo sufrido para obtener tanto poder y mucho menos siendo conocedor de lo que sucedería con Helmut. *** Los jóvenes debilitados por el uso del sol fueron recibidos con extrañeza por los enfermos quienes ya estaban saludables y fuertes, riendo entre ellos e incrédulos al ver sus heridas desvanecerse. Ëruen- dil deseaba celebrar mas su físico y su corazón no le correspondían, se arrojó al sofá sujetando su cabeza con ambas manos. La sensación de pérdida era más grande que la alegría, apretaba su pecho esperando una respuesta mas sólo consiguió una lagrimilla en su pómulo. Al sentir un calor a su lado giró la cabeza encontrándose con la anciana y su nieta quien le ofrecía una flor recién cortada del jardín. Ëruendil la recibió, besando la mano de la niña. —Sabíamos que alguien de su familia vendría a terminar con esto. Ëruendil lucía extrañado, aturdido y sin sentido del tiempo. Sonrió por cortesía, Äerendil mimó el cabello cano de la anciana expresando una dulzura inédita. —Abuela, démosle descanso a nuestro amigo. —Tu amigo usó la Espada Celestial que sólo se le otorga a la familia de Älmandur… —Abuela, esos son cuentos para hacer dormir a los niños. Por otro lado, esa leyenda cuenta que la espada… olvídelo. Lil quiere dormir. —Oh, ¿el bello niño se llama Lil? Qué acorde para su rostro de corde- rito… —Que no soy un cordero… Gläshesod abrió la puerta del cuarto donde recibió a la criatura, enju- gando su frente con su manga. —Ay, por los Altos, otro parto más y muero. Äerendil puso una manta vieja sobre Ëruendil, el pobre se quedó dor- mido sujetando la flor entre sus dedos. Äerendil le miró con ternura, apretando sus mejillas rosadas antes de taparle el rostro y dejarle a solas para acercarse al anciano sanador en el otro extremo del salón. Äerendil palmoteó la espalda de Gläshesod entregando un trapo para enjugar su frente. —¿Cuántos llevas, viejo? —Seis en dos días. Las mujeres andan a los espantos por culpa de esos 339
El Sanador de la Serpiente bichos. —Viejo, anda a dormir. Yo me quedo a cargo de… —¡JAMÁS! —Bueno, vale. Yo decía, nada más. Gläshesod agarró una escoba, golpeando a Äerendil hasta arrojarle al suelo. —¡Ya sabía que sólo traías problemas, tú y tu amiguito! —¡Pero si nos deshicimos de los brujos, sanamos a los enfermos y sal- vamos la fortaleza!—Äerendil cubría su rostro, recibiendo los escobazos sin recibir la ayuda de ningún paciente. El gentío le miraba entre ri- sas, algunos con lástima— ¿Cuándo llegará el día en que me agradezcas algo? —¡Ustedes son parientes y lo sabes!¡No finjas ser idiota conmigo! —Estás chocheando, viejo. ¿No quieres que te revise? Todavía no lo adopto, no es mi pariente. El escobazo más firme dio de lleno en la firme espalda de Äerendil, el mango de madera se partió en dos segmentos irritando más al viejo Gläshesod arrojando su utensilio, sabiendo que Äerendil se reía. Una mujer se le acercó, ayudándole a ponerse de pie. —Que los Altos le tengan pena a tu espalda. —No es nada, sólo un poco de disciplina de la vieja escuela. Por lo me- nos no me arrojó la tetera por la cabeza. —Disculpa, tal vez insulto a su padre pero esto es… mucha violencia. Äerendil levantó las orejas recordando el escenario vivido en la defensa de la fortaleza, no en balde su ropa estaba bañada en sangre. Cuando la mujer notó ese detalle tapó sus labios con las manos. —Sí, bueno… por lo menos no le pega al más pequeño ni a la madre, se la tiene agarrada conmigo y no le veo nunca así es que tranqui. —Disculpe… —Todo bien. Por lo menos no le pegó a Lil. Una niña corrió desde su cama hacia Äerendil, abrazándole tan fuerte como pudo mientras jugaba con las joyas enredadas en las trenzas del sanador. Ambos se tomaron de las manos jugando en una ronda al son de una melodía cantada por otra niña. Äerendil hacía hablar un calcetín cuando Ëruendil abandonó su descanso tras escuchar el llanto abrupto del bebé sujetado por Näurie quien reposaba en una cama junto a su esposo. El muchacho se plantó a los pies del catre, sonriendo al esuchar al bebé envuelto en dos mantas. —Ritter… Näurie… El matrimonio fue sorprendido por la presencia robusta del joven pues este era altísimo y de orejas afiladas, muy contraria a la imagen pequeña y menuda de Wilhelm quien hasta parecía enfermizo. Sin embargo, su cantarina voz era la misma y el vívido brillo en sus ojos permanecía ina- movible. Näurie sonrió gustosa en cambio, Ritter enseñó nerviosismo. —Cómo le va, joven… —Ëruendil—El muchacho se acercó, ofreciendo una venia como salu- do—A su servicio. —No pequeño, no me digas eso… tú no estás al servicio nuestro, ¿ver- dad, Näurie? 340
Victoria Leal Gómez Ëruendil tapó sus labios mirando a un costado. Imágenes borrosas lle- garon a su mente y corazón, dando un paso dudoso hacia la madre. —Yo…em… ¿cómo están ustedes? Señora Näurie, disculpe mis moda- les. —Wilhelm, todo está bien. Ven, saluda al pequeño Thëriedir. —Wilhelm… —¿No es ese su nombre, querido? —No, no lo es. Definitivamente no lo es. Me llamo Ëruendil, así me bautizó mi madre. —Pues bien, mi querido Ëruendil—El hombre de cabello cano alargó el brazo, invitando al joven a sentarse a su lado— Mi madre me ha bauti- zado como Äntaldur, llámame así, por favor. Ëruendil se sentó junto a la recién formada familia afirmando su cabeza en el hombro de Äntaldur, quien le mimaba tiernamente. El muchacho se sentía en casa por primera vez en mucho tiempo, acurrucándose bajo la capa azul de Äntaldur. Äerendil permanecía alejado del cuadro mirando fríamente al matri- monio que coincidía en observar al sanador con agradecimiento pero, al mismo tiempo, con dolor. Ëruendil notó el juego de miradas corriendo al lado de Ärendil, jaló de su manga invitándole a unirse a la familia pero el sanador se abstuvo, cerrando el puño y frunciendo las cejas. —Äerendil, ¡ven! Quiero presentarte a unos amigos míos… —Me alegra que los consideres tus amigos, Lil. ¿El niño respira bien? Ëruendil sintió un nudo en el pecho de su amigo quien era incapaz de disimular una gran decepción y tristeza en su cuerpo. —Sí, está en perfectas… Äerendil, te ves raro. —Tengo otras cosas por hacer. Mi mente está en esos sitios—Äerendil cruzó sus brazos, defensivamente— En Orophël todo el mundo está re- cuperado de sus aflicciones y mi antiguo maestro está capacitado para atender más de una emergencia. No tengo razones para quedarme. En la noche partiré a otra villa. —Pero ven a saludar al nuevo integrante de… —Dale mis felicitaciones a la familia, ¿sí? Äerendil giró dando la espalda a la familia evitando los ojos entristeci- dos de Näurie y Äntaldur. —Está bien, si eso es lo que deseas. Äerendil, algo me escondes. Está en el aire, en tu voz… y en las miradas de Näurie y Äntaldur. Siento que nosotros… tenemos algo en común y… —Estaré abasteciéndome para el viaje. Acércate a la caballeriza apenas estés listo. Te recomiendo alejarte de Äntaldur pero eres libre de irte con quién quieras. —Antes de retirarme, quisiera saludar al señor de Orophël. —¿Y para qué? No jodas Lil, el señor de Orophël ni estaba en el campo de batalla. —Obvio que no estaba, tenía que cuidar de su esposa e hijo recién na- cido. —¿Cómo sabes que ese es el señor de Orophël? —Äntaldur merece nuestro respeto, Äerendil. Si tú no vienes iré en re- 341
El Sanador de la Serpiente presentación de ambos y hablaré en tu nombre. —Ay, niño… Una vez escuchó el llanto del bebé, Äerendil decidió marcharse al mer- cado. Ëruendil corrió a la familia, arrodillándose ante la madre. —Señora Näurie, mis disculpas. Por alguna razón, Äerendil… —Despreocúpate, entendemos sus razones—La mujer de profunda mi- rada azul acarició la mejilla de Ëruendil—Simplemente no quiere ser lastimado nuevamente, es comprensible. La traición es difícil de superar. —¿Traición? Äntaldur ayudó al muchacho a incorporarse, sujetando sus manos. —Mi amada Näurie será llevada a un dormitorio en mi palacio, jun- to a mi pequeño Thëriedir. Ambos requieren de largo sueño tras tanto ajetreo, joven. Iremos al palacio de Orophël a tratar algunos asuntos importantes, ¿le parece correcto? —Muchas gracias, estimado… tío abuelo. Äntaldur abrazó a Ëruendil, hundiendo su rostro en la cabellera revuel- ta del niño. —El velo de su memoria se levanta, amado sobrino mío. Espero su co- razón esté preparado para otras memorias floreciendo. —Em… sólo vamos al palacio, ¿sí? —¿Ëruendil? —Es un poco… incómodo tanto abrazo y palabrería—Ëruendil rascaba su nuca, sonriendo— Je, je… creo que ya me estoy acostumbrando a que Äerendil me maltrate. Olvide mi ruda solicitud. —¿Sabes a dónde ha ido? —Ni idea pero ya lo sabremos, por la noche. Ëruendil bajó la mirada. En su mente se vio andando entre velos y perlas de los cielos. Una luz provenía desde lo profundo de la sala, una mujer le observaba tras el último velo que no pudo levantar. —Vamos al palacio, querido mío. Äntaldur hizo una reverencia al muchacho quien aún vestía el anillo de la casa de Älmandur. Como si fuera invisible a la gente común, el heredero del reino conservaba detalles inadecuados para un viajero sin nombre. —¡Ëruendil, te buscan! Era Gläshesod. Äntaldur se mantuvo tras su sobrino quien corrió a la entrada de la casona donde dos hombres de armadura sostenían un per- gamino cerrado con lacre rojo. —Se solicita la presencia de los valientes guerreros que usaron la Espada Celestial en batalla. Ëruendil recibió el documento, desplegándolo en el acto y liberando una risotada indiscreta que sorprendió a Äntaldur. —Veo que se le han incrustado los hábitos de Bëithe, querido mío. —¡Jua, ja, ja, ja! Äntaldur, mira esto… —Dígame, joven. —Esto pone: “Vengan los dos, sin excusas y rápido que la cena se enfría y tengo hambre.” Sólo Beni pudo haber escrito algo así… ¿qué hace en Orophël? —Esa carta es muy propia de él, ¿no cree?—Äntaldur sujetaba el docu- 342
Victoria Leal Gómez mento entre sonrisas—Beni es mi siervo. Queda al servicio de mi hija en mi ausencia. —Su hija… estos son vuestros auténticos roles. El hombre dobló el documento en cuatro partes devolviéndoselo a Ëruendil. El papel fue guardado en el pantalón. Ëruendil dio media vuelta corriendo al sitio donde Gläshesod conversaba con un grupo de recuperados hombres y le interrumpió, besando sus manos y despidién- dose con una reverencia. El viejo sanador revolvió el cabello del joven- cito alargando la mano para indicarle que debía marcharse y eso hizo, a toda carrera. De regreso junto a Äntaldur pero sin seguir a los soldados de punto fijo en la entrada, el documento dictado por Benedikt fue revi- sado por ambos, notando una caligrafía desprolija. —Lo más elegante de todo esto es el lacre. —Le doy la razón, pequeño. —Ni siquiera lo firmó. Espero no se enoje de verme todo lleno de mu- gre. —¿Mugre? Es imposible notarla bajo tanto polvo de oro, mas la sangre es otra historia… —No tengo más ropa y es prestada… uf, la rompí. Äerendil me va a pegar. —Äerendil no haría eso, él es un muchacho refinado y respetuoso. Ëruendil recordó el almuerzo en el que sorbía la sopa ruidosamente, limpiándose los labios con la manga. Recordó también los escupitajos lanzados en el camino y su mala costumbre de limpiarse los dientes con los bordes de las uñas. —¿Refinado? —Por supuesto, gusta mucho de la música y conoce el protocolo per- fecto para cada situación. Es hábil con las ciencias, de palabra medida y vocabulario extenso. De hecho, ustedes se parecen bastante. —¿Respetuoso?—Nuevamente el muchacho recurría a sus memorias en las que resonaba la frase “¡Váyanse, par de tragones o les hago limpiar mi letrina con el pelo!”—Creo que hablamos de dos personas diferen- tes, compartiendo el mismo nombre, tío querido. Pero olvidemos esto, le sugiero arreglar el viaje de la señora Näurie, el palacio se encuentra demasiado lejos para obligarle a caminar en su estado tan frágil. —Déme unos minutos. Äntaldur llamó a los soldados en la entrada quienes no dudaron en seguir a su señor al sitio donde Näurie descansaba charlando sobre distintos pormenores dentro de la jornada. Al cabo de unos minutos, Äntaldur regresó con Ëruendil quien recibía mimos y alabanzas de las mujeres mayores alojadas en la casona. Tras recibir bendiciones y regalos frutales, Äntaldur y Ëruendil pusie- ron marcha al palacio de Orophël. Näurie y Thëriedir fueron puestos en un carromato conseguido por los soldados, descansando de las últimas penurias sufrida sa manos de los Äingidh. Afortunadamente ya nacían los primeros días de la primavera encar- gada de derretir los últimos hielos y de revivir a las abejas durmientes. Los goterones caían de las copas de los árboles incluso durante la noche cuando descendía la temperatura pero entonces el agua se volvía niebla 343
El Sanador de la Serpiente y empapaba la ropa de cualquier viajero. La decimotercera noche del Mes de la Primavera estaba cubierta por un manto grisáceo con sabor a ceniza, el Bosque del Olvido era un terrible sitio al que Helmut no deseaba volver y, gracias al sometimiento del Guardián, era aún peor. El Caballero avanzaba desganado entre las ramas incapaz de recordar lo sucedido anteriormente pero tenía muy claro que el ser quien le robó el ojo provenía de allí y tenía las ganas de arrebatarle ambos como ven- ganza. El extraño silencio de los animalillos tornaba molesto el ruido de las botas, el más irritado era Sebastian quien miraba a los puntos cardinales en busca de alguna estrella, lamentando el rechazo de los corceles al bosque mismo. —Espero la niebla se desvanezca pronto, la brújula en mi bolsillo danza como si el norte estuviera en todos sitios al mismo tiempo. Helmut mantenía la espalda erguida, con la mirada fija en la arboleda plagada de matorrales y espinas. Nikola permanecía a ciertos metros la- mentando su inutilidad al conseguir un mayor número de soldados. Na- die deseaba abandonar Älmandur, así significara la muerte. Cargaban los bultos en sus espaldas agotadas, buscando un refugio de la pronta lluvia anunciándose. —Sebastian, esa niebla ha llegado para instaurarse como señora de la noche. El joven guardó su brújula notando tristeza en la voz de Helmut. —He reflexionado en lo confesado cuando fuiste en mi búsqueda… perdóname por mi franqueza y escaso tacto mas así son los hechos. —Qué va, Äweldüile intentó advertirme de la extrañeza de todo el mun- do, de las desapariciones, de Frauke y de la brujería presente en todos sitios. Tenías que informarme de los hechos, lamentablemente son crue- les. Sebastian levantó una ceja, oteando a Nikola por el rabillo del ojo. —Espero estés consciente de lo que dices, estimado mío. —Sé claro, Sebastian. Deja tus rodeos a un lado, eres agotador en oca- siones. —Nikola es un brujo de Elisia. Porta una piedra que le da poderes, o al menos eso confiesa él. Jamás le he visto siendo útil a no ser que le pidas estorbar. Estoy seguro de que su compañía nos traerá líos insos- pechados, nada nos asegura de que no trabaja para los fines de Elisia… tenemos a la muerte cabalgando a nuestras espaldas. Helmut volteó para observar al Escudero quien cubría su cabeza con la negra capucha. —Creo en tus palabras, Sebastian. Nikola huele raro… despreciable yo diría. —Siempre tan atento a los aromas, ¿quién podría engañarle? —Ese no es un aroma, es hedor. Estarías mintiéndome si afirmas igno- rarlo. Sebastian recogió una rama reseca y algunas yescas, caminando a paso seguro por el sendero esbozado a la luz de la luna. —Hasta el más pulido de los señores se acostumbra la inmundicia si 344
Victoria Leal Gómez debe residir con ella, Helmut. Al principio era insidioso mas ahora, creo que yo también apesto a ese hedor mencionado. —Falso, Sebastian. —¿En verdad? Entonces, ¿puedo conocer el aroma que te permite reco- nocerme? —No seas tan marica, por favor. ¿Te crees que voy por la vida oliendo a los hombres? Si he percibido a Nikola es porque parece una cloaca. Sebastian soltó una risotada burlona mirando a Helmut con desdén. —Me encanta molestarte, tu rostro es de lo más pintoresco. —Eres un ocioso. —Helmut, tendrá que acostumbrarse a mí si desea ser ayudado en esta empresa, ¿no lo cree así? El viaje a Orophël es larguísimo pero tengo algunos parientes que me deben favores, seguro nos reciben a mitad de camino. Conseguiremos nuevos caballos y más provisiones. Helmut apuntó un escondrijo seguro en una caverna poco profunda, útil para esquivar la copiosa lluvia. Allí, Nikola y Helmut arrojaron sus morrales improvisando un refugio mientras Sebastian reunía maderas muertas para encender el fuego pero todos los materiales fueron hume- decidos por la lluvia y Sebastian se vio frustrado en su intento. A Nikola le importó poco la madera mojada y chasqueó los dedos sobre las ra- mas, encendiéndolas como si estuviesen quemando un bosque entero. Helmut y Sebastian se miraron atónitos. —Muy bien—Sebastian aplaudía—De algo que sirvan tus artes extrañas. —De nada. Agradécele a los Diminutos que me escucharon. —Oye Nik—Helmut sonreía, sentándose en una piedra—¿Qué tal si te traes unas liebres? Muero de hambre y no quiero avanzar lo que llevo en el morral. —¡No, no, Helmut! Nikola regresará con los puros huesos, acuérdate que se come vivos a los animales. —¿Te crees que soy una bestia o qué? Que me guste la carne cruda no significa que… —Ya, si era una broma—Sebastian acomodaba sus escasas pertenencias en un rincón de la caverna—De todas formas, es mala idea que vayas a cazar. El bosque se enojará y te escupirá. Si sabes invocar a los Diminu- tos sabrás que el bosque está vivo y que tiene mal carácter. Helmut levantó una ceja. Nikola se sentó a su lado, calorando las manos al acercarlas a la flama. —Seba, ¿eso es verdad? Haberlo sabido antes no se me habría ocurrido ponerme a cazar… con razón me quedé tuerto. —Ves, te pasa por bruto. No eres más tarado porque naciste tarde. —¿Qué vamos a comer? ¿Frutas, hongos, raíces y hojas? Digo porque las provisiones no son eternas—Nikola y Sebastian sonrieron mirando al hambriento Helmut quien se resignaba a sus compañeros de viaje—Ay, ustedes dos, par de brujos. Se supone que con el poder de Nikola el viaje será expedito pero nada me garantizó un buen tocino frito. —Así será. De nada. Bienvenido al vegetarianismo por obligación. —Pero tú, Seba, ¿cuál es tu aporte al mundo si pierdes tus armas? Ruego por el día en que me libre de ustedes y pueda mudarme a mi cabaña del otro lado del mundo a vivir tranquilo. ¡TENGO VEINTE AÑOS Y YA 345
El Sanador de la Serpiente ME QUIERO JUBILAR! —Ahora que recuerdo, estimado, hay una prima mía—Sebastian golpeó el hombro del joven aburrido, quien masticaba una hogaza de pan re- lleno con queso y jamonilla—Está en edad de merecer pero aún no se compromete. —Extraño, ¿no crees? —Ella sueña con enamorarse de su prometido. —¿Sueña casarse por amor? Pft, qué pobre ilusa. —¿Por qué no lo intentas?—Sebastian acomodó una tela gruesa sobre una zarza a ras de suelo—Ella quedará fascinada contigo si le cuentas tus historias de batalla, a las chicas de su edad les encanta saber que su galán es un guerrero formidable. —Esas son tus tácticas, no las mías. Y no es que esté interesado en lle- varme con tu familia. —Cambiarás de opinión cuando le veas. —Sí, claro… ¿Por qué mejor no me ofreces a tu hermana? —NO. —Seba… —ENE Y O. NO. NO. NO—Sebastian se arropó sobre la tela en la zarza, envolviéndose como un capullo, dando la espaldas a sus compañeros bebiendo vino—Ahora, déjenme dormir. —Este pendejo—Nikola sujetaba su cabeza, susurando a Helmut sus de- seos—¿No quieres que lo mande al otro barrio? —No todavía. —¡Bien! Es sólo cuestión de tiempo… paciencia me queda. —Para las idioteces, Nik. Iré a buscar madera, tu fuego también consu- me palos. —¿Crees que los Diminutos comen aire? Obvio que consumen madera. —¡Sabré yo qué mierda son esos Diminutos! ¡Brujerías, que te corten la cabeza! Helmut reía mirando a Nikola negar silenciosamente, avanzando a paso seguro fuera del refugio. La lluvia les golpeaba violentamente y conse- guir madera muerta estaba difícil pero era necesario. Nikola siguió los pasos de Helmut quien le miró de reojo, observando el fuego. —Oye, quédate a vigilar esa cosa. No quiero volver y encontrarme con asado de Sebastian que debe ser intragable. —No pasa nada, sé lo que hace mi fogata. Apura, no queda mucha ma- dera y Seba no dormirá, sabes bien que tiene un insomnio de la gran puta. Seguro se quedará durmiendo en la mañana. —Tienes razón, se me olvida que le tiene miedo a la noche. —¡NO LE TENGO MIEDO ES QUE NO ME GUSTA! Helmut y Nikola rieron al alejarse de la caverna emprendiendo su pe- queño periplo hacia el claro donde se agolpaban las maderas muertas de los árboles demasiado ancianos para mantenerse en pie. Nikola se- leccionaba los troncos y Helmut los acarreaba, distrayéndose con el aire pesado y caluroso que parecía nacido de un caldero una vez la lluvia cesó su caída. A paso lento seguía a su Escudero pensando en los acer- tados consejos de Äweildüile. —Sabes, Nik—Helmut dejó el montón de troncos en el suelo, amarrán- 346
Victoria Leal Gómez dolos con una soga que colgaba de su cadera—Äwel me sugirió… un par de cosas. —No las menciones, sé lo que te ha solicitado. Nikola continuaba su faena con las maderas. Helmut se sentó sobre el montón amarrado, cabizbajo. —¿Qué crees que haré? Él puede sugerirme de todo pero si yo no deseo escuchar y seguir sus consejos…—Nikola giró la cabeza, amarrando el segundo grupo de troncos—Después de todo, es asunto mío y… ya no tengo nada que perder, si es que alguna vez lo tuve. —¿Qué hay de tu padre y tu hermana? —Bah, sólo me están usando, igual que siempre. Acepté viajar porque es la única forma de alejarme permanentemente de ellos, estoy pensando en no regresar… si no fuera por la promesa que hice, te juro que arrojo la espada al bote. Nikola se sentó junto a Helmut en un segundo atado de maderas moja- das, escondiendo sus manos heladas bajo sus brazos. —¿Qué tienes en mente? —No sé, nada, supongo. Seba tiene razón, si suelto la espada no tendré nada que ofrecer al mundo pero aún así, me gustaría quedarme en otro sitio. Tal vez… hasta decida quedarme contigo. —¿Qué hay de Lëna? —¿Quién es…? ¡Lëna! Oh por los Altos, le había olvidado… ¡mis ge- melos! —Y ¿qué hay de Närscha, Anke y Hilfrun? —¿Quiénes son ellas? No me digas que… —Son las mujeres con las que haz tenido hijos, caradura. Sabrá el cielo cuantas crías dejaste por ahí, espero no enterarme de ellas porque pagas tremendas mesadas para que cierren el pico. Te quedarás sin fortuna si sigues así, señor Caballero de Älmandur. —Aún así, preferiría quedarme contigo. —Helmut, piensa con la cabeza de arriba, por favor. —No sé si alguna de ellas me conocerá tan bien como tú… o si alguna vez me sentiré tan feliz. —Sabes bien que nos podrían cortar la cabeza si descubren que no so- mos buenos amigos o primos o lo que sea. No podremos fingir eterna- mente. —Pft, ¿de qué sirve que te corten la cabeza? Una vez me dijiste que eso no servía para matar a un brujo real. —Sí, es verdad. Pero yo todavía no soy un brujo de ese calibre y… y no quisiera morir todavía. Mucho menos querría… que te hicieran daño por mi culpa. El helado Escudero afirmó su cabeza en el hombro de Helmut quien mi- raba el suelo con desaliento y confusión tremenda. Sacudió su cabeza, abrazando a Nikola. —Te van a quemar por ser brujo y de esa no te salvarás. —Eso sucederá si me atrapan. Nikola miró a los ojos de Helmut notando el enredo de palabras sin decir pero fáciles de leer en sus ojos. Rodeó su cuello con los brazos, besando la mejilla parchada del Caballero. 347
El Sanador de la Serpiente —Regresemos, Nik. Este bosque me da mala espina… Este bosque mos- trará quiénes somos en realidad… ya lo está haciendo y tengo miedo de acabar peor. Durmamos para despertar en la madrugada y aprovechar el día al máximo. La última vez que estuve aquí pude encontrar una salida segura, iremos hacia allá. Agotado pero cargando los dos bultos de madera, Helmut inició su ca- minata tras Nikola siguiendo un sendero evidente que muchos viajeros anteriores se dedicaron a marcar con antorchas siempre encendidas y cortes en los árboles añosos. *** Por vez primera en su vida, Ëruendil tuvo el privilegio de co- nocer un palacio diferente al de sus borrascosas memorias y fue maravi- lloso porque la construcción estaba en lo alto de una colina que siempre era la primera en recibir el alba. Desde allí hacia abajo era posible ver todo Orophël y sus callejuelas, sus muros y bastiones siendo reparados diligentemente por los mejores albañiles. La interminable escalera hacia la entrada le dio tiempo para admirar la reluciente cubierta blanca reflejando la luz de la luna llena. Ya se acercaba el Mes Salvaje indicando que la estadía de un par de horas se extendió por mucho más de lo necesario mas era primera vez que por fin visitaba el palacio y circulaban rumores de que el antiguo discípulo de Gläshesod aún pululaba en las tabernas, ofreciendo su música a cam- bio de algunos Elens. Ese pensamiento aliviaba el corazón del joven a gusto en la fortaleza. Los primeros quince días del mes Ëruendil recorrió el palacio completo con ayuda de su tío abuelo quien le entregó un ala completa a su entera disposición y una servidumbre tan amplia que no podía siquiera calzar sus botas sin asistencia. Sin duda consiguió descansar y enlazar los reta- zos perdidos de sus recuerdos, se deleitó con la lectura en la biblioteca y hasta se dio el privilegio de pintar un óleo sobre un lienzo. Mas en segundos añoraba ir a la cocina a lavar platos o limpiar el suelo con tal de librarse de los tres siervos tras él, quienes solían perder de vista a su joven amo cuando este cruzaba una esquina pues Ëruendil seguía gus- tando de escurrirse por pasadizos ocultos. Tal vez Äntaldur pudo sentir cierta angustia en su pequeño pariente y por ello le dejó correr libre por el palacio sin añadir protocolos ni fiestas en nombre del reencuentro mas el día diecisiete del Mes Salvaje, el hom- bre de ropajes azures tomó a su sobrino, pidiéndole compañía. Ëruendil vestía los ropajes blancos ofrecidos por su familia y una diade- ma de plata adornaba su frente. Pensaba en como librarse de esos acosadores sirvientes tras él cuando atravesaron los pilares níveos del pórtico del palacio, cruzando una ga- lería límpida y tibia, perfecta para caminar descalzo y así obró Ëruendil. Deseaba sujetar sus botas cuando un siervo tomó el calzado pemitiendo a su amo escuchar al arpista escondido tras alguno de los velos pálidos. Ëruendil se detuvo apreciando la suave melodía pero la mano de Äntal- dur en su hombro le suplicó avanzar y eso hizo. 348
Victoria Leal Gómez Äntaldur levantó un cortinaje de bordado en plata y zafiros al término de la galería tibia, ayudando a su sobrino a ingresar al salón iluminado con piedras birllantes en los cuatro rincones. La luz era helada a la vis- ta pero cálida al cuerpo e inundaba el cuarto perfectamente sin dejar punto ciego, esculpiendo las cuatro doncellas de mármol sujetando la techumbre con sus cabezas. En el sitio más importante del salón reposaba un sitial doble pero sólo uno de los espacios estaba en uso por una doncella de cabellos escasa- mente rubios ya casi desteñidos. La jovencita vestía un vestido sencillo color gris y algunas cuentas de plata se entretejían en su coronilla. —Bienvenido, Ëruendil, a nuestras tierras—La muchacha se levantó del sillón plateado, tomando las manos de Ëruendil—Es un placer verle tras tanto tiempo. El joven apretó las manos de la muchacha sonriente, notando que tam- bién se hayaba descalza pero eso no le restaba porte. —Tëithriel… Äntaldur se adelantó, besando la frente de Tëithriel mientras acariciaba su mejilla. —Mi hermosa niña, larga ha sido nuestra ausencia, ¿haz tenido dificu- lades a causa de mi negligencia? —Para nada, todo… La paz y sobriedad de los saludos fue interrumpida por un hombre rechoncho de ropas rojas quien ingresó corriendo al salón agarrando a Ëruendil como si fuera un costal de nubes y, si existe alguien en el mundo capaz de juntar tus costillas de un abrazo, quitándote el aire, ese es Benedikt. El pobre Ëruendil buscaba respirar pero en el abrazo era imposible sentir la vida dentro del cuerpo. Finalmente, cuando restauró sus sentidos, Benedikt liberó al muchacho. Ëruendil recobraba el equilibrio con la ayuda de Äntaldur. —No sabe la cantidad de noches que lloramos por usted, Altecita. —Ajá… sí… seguramente… ¿Altecita? —Perdónenos por dejarle solo pero es parte de crecer… su padre nos pidió eso y… el bosque fue una prueba para sus sentidos y… Äntaldur cobijó a su sobrino bajo su túnica plateada, escondiéndole de cualquiera. —Ya basta Örnthalas, Ëruendil tiene mucho por digerir en poco tiempo. Dale un respiro. —Uy, lo siento… tiene razón, por ello solicitó dejarle tranquilo, seré torpe. Ëruendil sujetaba su cabeza analizando la rechoncha figura del hombre de rojo ante si mientras Tëithriel tomaba nota en un rincón. Ciertamen- te la joven era Äntaldur en vestido pero eso no le hacía masculina sino que al revés pues los rasgos del padre eran muy finos. La forma angulosa de su frente y la nariz afilada le daban aires señoriales muy similares a los de Äerendil, según el criterio del observador Ëruendil. Äntaldur miró a su sobrino dulcemente al notar su curiosidad. —Mi pequeño, le he traído con mi hija en un intento de ayudarle con sus recuerdos vagos confesados noches atrás. —Y le agradezco sinceramente, a paso lento y seguro recupero mi ansia- 349
El Sanador de la Serpiente do pasado. Mas no es segundo de ocuparnos de lo personal tío querido, es momento de proyectar nuestro futuro. —Joven, le recomiendo una pausa de tales menesteres. Reflexione sobre lo ocurrido en la batalla acaecida dieciocho días atrás. —Äntaldur, aquella jornada llamé algo indebido. Ese poder… está pro- hibido y lo utilicé sin percibirlo, siendo imprudente. Äerendil quiso ha- blarme al respecto pero yo he recordado, mis ancestros me han susurra- do lo que he hecho. —Luce agotado por ello… —Y lo estoy, como si llamar aquel rayo hubiese consumido parte de mi salud. Siento que esa Espada Celestial se ha llevado algo de mí… algunos recuerdos, sobre todo aquellos en los que aprendí el Arte de la Guerra. Tal vez, aquella Espada busca nutrirse de saber… —Eso no lo sabemos nosotros, joven. Sólo los herederos al trono tienen conocimiento del uso de esa herramienta. —¿Herramienta? Ella tiene una voz, Äntaldur… no es una herramienta sino una esencia consciente. Si me ayudó fue su voluntad y ella confiesa tener deberes inconclusos en este mundo. Vendrá, estoy seguro, y yo estaré con ella para ayudarle. El hombre de rojo alguna vez llamado Benedikt en el palacio de Älman- dur se acercó a Ëruendil, mimando su hombro con torpeza tras escu- char el susurro de Tëithriel. —Äntaldur, deja a nuestra Altecita. Le hemos preparado su plato prefe- rido para esta cena. Espero sirva como una bienvenida tras tanto ajetreo. —Muchas gracias, señor Örnthalas… —Un placer, mi niño querido—Örnthalas sacudió las manos en el aire, aplaudiendo ruidosamente— Muchachas, ¡apuren, apuren! El amo debe estar impecable para su bienvenida oficial. —¡No de nuevo! ¡Yo puedo arreglármelas solo! —¡No señorito, usted será atendido! Los eternos tres siervos tras Ëruendil le tomaron de los brazos, arras- trándole fuera del salón entre las risas de Äntaldur y Tëithriel. —¡NO QUIERO QUE ME VEAN DESNUDO! —¿¡AHORA TE IMPORTA QUE TE VEAN DESNUDO?! No me ven- gas con esas, chiquillo. —¡DÉJENME, SOY UN SGÄLAGAN LIBRE! ¡DEVUÉLVANME AL BOSQUE! Los tres siervos fueron asistidos por veinte doncellas que tomaron a su amo por los pies, llevándole entre pataleos fuera del salón donde Örn- thalas, Äntaldur y Tëithriel quedaron riéndose de los gritos de Ëruendil, meciéndose como gusano. —Padre, ¿qué tal si dejamos que haga lo que desea? —¿Y perderme la diversión? Örnthalas—Äntaldur posó su mano en el hombro del rechoncho hombre de rojo—Asegúrate de que Lil dispone de lo que necesite. —Sí, amo. —Y refuerza las salidas y cualquier agujero por donde pueda resbalarse, lo último que deseo es perderle. Al alba saldremos en busca de Äerendil y le treremos de regreso así tengamos que tragarnos todas sus maldicio- 350
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