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Victoria Leal EL SANADOR DE LA SERPIENTE 3
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Este manuscrito es para quienes se han marchado de este mundo, continuando su existencia en nuestros corazones. Gracias, por lo que dejaron aquí. 5
INDICE 6
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El Sol no sabe de buenos. El Sol no sabe de malos. El Sol ilumina a todos por igual. Quien se encuentra a sí mismo, es como el Sol. 9
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Un Rey para todos los reyes. Una Piedra para enfrascar los malos del mundo. Una Espada para borrar las memorias. Un Guardián que conecte los Cielos con los Suelos. Un Sanador de Eterno Retorno. 11
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EL SANADOR DE LA SERPIENTE Primera Parte 13
El Sanador de la Serpiente 1. Toda la alegría de los días soleados. En el Corazón del Mundo, el Guardián del Fuego tenía su ho- gar. La Fragua Eterna era un espiral hacia lo profundo del planeta, un viaje hacia la roca fundida y la piel derritiéndose. Ubicado en los límites de Älmandur, era imposible un viaje menor a dos años a lomos de un buen caballo y sus correspondientes descansos pero, gracias a Nikola, Caballero de armadura pesada, gruesas cejas arqueadas y regia altura; y sus extrañas palabras recitadas antes de iniciar el viaje, los jinetes arri- baron a la fragua en cuestión de pocos meses y sin la necesidad de bus- car provisiones. Hombres de Älmandur y Äingidh, criaturas de origen nefasto y pieles deformadas por el fuego, crearon una nueva historia de colaboración jamás vista, fuerza imparable que no se comparaba a las antiguas alianzas hechas con los Altos a quienes se adoraban como dioses. Sin duda alguna, Nikola era el mejor hombre en Älmandur, aquel capaz de unificar las razas del reino sin mayor esfuerzo más que el de su sim- ple deseo, ¿quién podría imaginar que los Äingidh entendían palabras? Evidentemente, aquel Caballero de armadura plateada era el señor de aquellas alimañas pues sólo a él obedecían. Con la moral en las nubes, los soldados al servicio del acompañante de Nikola acamparon una noche en las afueras del volcán, comenzando el descenso espiralado hacia los fuegos apenas el sol se asomó por el hori- zonte. Hagen, hombre de cuerpo rechoncho y barba castaña ataviado de índigo, era el nombre de aquel liderando a los humanos en armadura, hermano del rey pero de ambiciones diferentes. Había hecho de Nikola un hombre a su servicio al favorecer su ingreso a la Academia de Caba- lleros en su infancia, transformándole en un aliado importante una vez supo que este joven se dedicaba a las artes practicadas por los Äingidh. Aquellas alimañas deformadas por el fuego y las luchas entre ellos abrían paso a través de las rocas incandescentes puesto que su hogar era el fuego y temor jamás sintieron de él. Los hombres de gruesas armadu- ras protectoras afilaban sus espadas notando grabados en el acero, pa- labras en idioma desconocido que Nikola mandó a incrustar, hechizos que ayudarían en la faena de dormir al Guardián de la Fragua. El Corazón del Mundo yacía palpitante y rojizo en lo profundo del vol- cán, hermoso en su vitalidad, parecía un corazón de lava, justificando su nombre. Los soldados permanecieron silentes admirando la fuerza del pálpito, siendo los Äingidh quienes lanzaron las primeras flechas al corazón, desde donde surgió una criatura de gloriosa melena de fuego, con su rugido las tierras se agitaban y sus grandes garras arrojaban lava por doquier. Los soldados mantuvieron la fila dejando que los nuevos aliados de pie- les duras como el cuero usaran catapultas, lanzando proyectiles cuyas superficies tenían los mismos extraños hechizos. Agrietaron la piel del Guardián quien aplastaba hombres con sus garras, mordía herramientas 14
Victoria Leal Gómez y rasgaba los cimentos de su hogar buscando derrumbarle. Un Äingidh de tamaño sobrenatural, y que fácilmente triplicaba la al- tura del hombre más alto; agarró su lanza hechizada abriéndose paso entre los proyectiles, clavando el filo en el ojo cristalino del León de fuego quien se agitó provocando el temblor de la tierra, hundiéndose en sus llamas. Segundos después regresó para aplastar decenas de soldados pero nuevos refuerzos salían al paso. La sangre fluía por los filos de las espadas, la piel del Guardián no resistía tanta violencia. Las piedras de su hogar estaban salpicadas con su sangre, perdió sus fuerzas cuando el líder de los hombres lanzó una flecha a su pecho. El Corazón del Mundo, que es el centro de nuestro planeta, cesó su la- tido, los hombres y Äingidh permanecieron expectantes al resultado de la flecha. El Guardián cerró sus ojos, cayendo ruidosamente sobre las piedras, derramando su sangre como río que empujaba a los hombres y a los Äingidh, sosteniéndose a duras penas. Desde el sitio donde la flecha permanecía clavada, la sangre fue reem- plazada por una brea viscosa de purulento violeta, inundando el cora- zón del Guardián, quien se levantó victorioso, pataleando entre el nuevo palpitar del Corazón del Mundo. Los hombres y los Äingidh dieron vítores por el triunfo, agitaron sus puños en el aire cuando el Guardián comenzó a crear nuevos Äingidh desde la lava. *** La última vez que el pequeño Wilhelm fue visitado por su pri- mo ocurrió dos años atrás, justo antes de la campaña en el sur donde Helmut lideró las tropas de Älmandur para liberar el territorio invadido por sucias alimañas sorprendentemente inteligentes. Wilhelm era un pequeño de trece años cuya imposibilidad de abando- nar el palacio le creaba gran atracción por las historias, aunque fueran totalmente falsas. Se rumoreaba que los Altos no debían abandonar su puesto original y Wilhelm seguía al pie de la letra toda instrucción rela- cionada con su origen, del cual se sentía feliz. Si tuviéramos que descri- birle la palabra curioso es apropiada, su estatura y delgadez le permitía escurrirse por pasadizos nimios en los que solía escuchar conversacio- nes ajenas o leer libros prohibidos. El único problema es que su cabello era tan claro que la mugre solía delatar sus travesuras y su tiara chueca era claro indicio de actos inapropiados de un heredero al trono. Un de- talle causante de rumores en Älmandur era el rostro del pequeño prín- cipe pues era tan pulido y suave que se le llamaba “Princesa Wilhelmi- ne”. Ese pormenor hacía de Wilhelm alguien muy distinto de su primo Helmut, a quien se le admiraba por su altura de un hombre y un cuarto, siempre de espalda recta a pesar de las heridas de batalla. El muchacho también tenía cabello dorado pero sus rasgos eran duros, mandíbula ancha y expresión desconfiada, pequeñas líneas a manera de senderos antiguos surcaban sus ojos y pómulos rosados pero ese no era el rasgo más importante sino su destreza con la espada, la cual era tanta que rara vez era lastimado gravemente, incluso luchando contra un Äingidh. 15
El Sanador de la Serpiente Los primos se abrazaron ese día de verano, ignorando protocolos de bienvenida, saludos formales y otras tonterías que a ninguno le gusta- ban. Simplemente se dedicaron a compartir el día comiendo dulces y, la maravilla de Helmut: cerveza. Porque sin cerveza el muchacho no vivía y mucho menos sin una comida caliente a base de carnes asadas. Y ¿quién puede prohibirle los alimentos a un hombre capaz de liberar terrenos de innombrables seres con esbozos de inteligencia? Los reyes Albert y Adalgisa recibieron a su sobrino holgadamente, si- guiendo la actitud de Wilhelm, generando ciertas incomodidades en los sirvientes preparados para una recepción formal. Mas a nadie le impor- tó porque era esperable por parte de Albert y su unigénito, Wilhelm. Cuando la noche abrazó el reino, los muchachos se quedaron dormidos en el diván de la biblioteca. Helmut no toleraba más el agotamiento y se sintió libre de reposar tranquilo en casa pero Wilhelm no tenía más razones para dormir que la simple pereza. Además, las historias que Helmut traía de la batalla eran tan emocionantes que, por un momento, sintió que estaba en el lugar, espada y escudo en mano luchando contra esos animales a los que bautizaron como “Äingidh”, que en Sgälagan significa “malvado” pues esa era su naturaleza. Fritz y Benedikt, los fieles sirvientes de Wilhelm; descubrieron a los durmientes muchachos pernoctando en el mismo diván, babeando la gamuza como si fuera fácil de conseguir. Benedikt era un hombre sobreprotector de brazos firmes con debilidad por los estrujones. Su expresión dulce combinaba con sus mejillas y na- riz tan rojas como su vestuario favorito. Solía lamentarse de dolor en las rodillas pero al verle cualquiera se daría cuenta que perder peso le ayu- daría a solucionar el dilema. El viejo hombre de barba rojiza y entrecana sonrió con ternura por sus muchachos. Tomó en brazos a su pequeño amo Wilhelm, llevándole a su dormitorio. Allí, el niño fue recostado en medio de su colección de almohadones y desprovisto de las tres capas de vestuario colorido y bordado. Abandonado en las manos de Benedikt, Wilhelm despertó para darse cuenta que estaba en su camisón blanco, siendo cubierto por frazadas y suaves sábanas de encaje, sonriendo con sopor a manera de agrade- cimiento. El rechoncho hombre de rojo abandonaba el cuarto cuando vio a su señora, la reina Adalgisa, mujer estilizada de cabellera color almendra tan larga que arrastraba por los suelos. La madre sonriente se acercó al dormitorio, sosteniendo un grueso libro en sus manos de largos dedos rosados. —¿Ya se durmió? —Creo que se ha despertado, mi dulce señora. —Ay, qué bueno porque yo estoy acostumbrada a contarle historias por las noches. —Que tenga una buena noche, señora mía. —Lo mismo para ti Beni. Ah, una última cosa… —A sus órdenes. —Ayer Fritz me contó que sufres de mucha sed por las noches… —¡Ese viejo chismoso, preocupando a mi señora! 16
Victoria Leal Gómez —Fritz tiene razón, tienes que dejar la cerveza. —Prometo que lo intentaré… —Espero así sea. Adalgisa mimó la mejilla del sirviente, ingresando al dormitorio donde Wilhelm creaba un trono de almohadones, mirando con ilusión a su madre y el libro. —Hola mi nubecita, te ves adormecido. —Me desperté para escucharte, mami, ¿qué me contarás hoy? La mujer de vestido celeste y rasgos redondeados se acomodó en el tro- no de almohadones, dejando que su niño se acostara a su lado. —Ya que estamos en el Mes del Sol y próximos al Festival de los Altos, voy a contarte… sobre mis parientes. Wilhelm sintió el fuego de su interior alojarse en sus ojos, la felicidad que desconocía hasta ese instante le embargó por completo y quiso le- vantar las orejas para escuchar mejor pero las suyas no eran como las orejas de los Altos sino pequeñas y redondas. —¡Que alegría mami, por fin! —Es el momento perfecto… —Mami, hay un pequeño detalle que siempre he tenido en duda… —¿De que se trata, nubecita? Adalgisa revisaba el índice el manuscrito, hojeando el libro hasta dar con la página. —Si eres descendiente de los Altos, ¿por qué tus orejas son redondas? Papá tiene las orejas incluso más pequeñas que tú pero Beni las tiene puntudas. —Eso es así porque nuestras orejas se desarrollan con el tiempo, mi amor. Yo aún soy muy joven, ya verás cuando me haga viejecita, tendré las orejas tan grandes que podré volar con ellas. Así era mi abuelo Äl- mandur. —¡Cuéntame más! Wilhelm arrojó una gruesa frazada sobre su madre, notando que empe- zaba a leer el texto. —El origen de la Familia Real de Älmandur se remonta a los Cielos pues los primeros Altos tenían su morada allí. Mas no te confundas por su nombre ya que se les llama Altos por su increíble porte y gran sabiduría estelar, entre ellos su nombre es Sgälagan, vocablo que en nuestro idio- ma se traduce como “sirviente” porque los Altos dicen ser siervos de la Gran Obra del Primer y Último Rey, su creador. —¿Quién es ese Rey, mami? —El Creador de Todo, nubecita. —Y él le dijo a los Altos que debían venir, ¿verdad? —Así es. Los Altos vinieron a este mundo, nuestro mundo para fundar este reino y proteger estar tierras de la antigua maldad. —¿Qué maldad? —Otrora, en los lares de los Altos, el mal quiso eliminar a los descen- dientes del Primer y Último Rey. Entonces, los Altos lucharon para evi- tar su extinción y expulsaron la maldad de sus tierras mas este vil ser buscó refugio aquí, en este mundo. Los Altos fundaron Älmandur como refugio para los hombres de buen corazón. Älmandur fue el primer rey, 17
El Sanador de la Serpiente luego su unigénito fue su heredero; Äntalmärnen… —Mi abuelo. —Mi padre. Los párpados de Wilhelm se hicieron pesados y su cuerpo reposaba sin fuerzas en medio de la ropa de cama. El niño mantenía dolorosa vigilia porque su curiosidad era demasiado grande. —Es una pena que yo no haya podido conocerles, me habría gustado escuchar esta historia de sus labios… —Por ello hoy estoy aquí, mi amor. Porque es mi deber enseñarte esta historia y… que la memorices porque eres el heredero al trono de Äl- mandur. —Una tremenda responsabilidad… —Älmandur es el refugio de los hombres de buen corazón, hijo mío. Por ello, los Altos no debemos abandonar la capital del reino. Es aquí donde ejercemos nuestro manto amoroso de protección. Nadie envejecerá, na- die enfermará nunca si permanecemos aquí. —Por eso no puedo viajar a ningún sitio, ¡por qué Helmut puede ir y venir y nade le dice nada! Él también es un Alto, ¿verdad? —Tu primo tiene otra misión, cariño: la de proteger al Heredero, pro- tegerte a ti. Y tu misión, amor, es proteger a la gente de Älmandur… evitarles la vejez y la enfermedad, ahuyentar sus miedos y entregarles sonrisas. Adalgisa cubrió a su niño, besando la cálida frente pálida de quien dor- mía. Dejó el libro sobre la mesa de noche y bajó el dosel que separaba el catre del mundo exterior dejando abiertas las cortinas al recordar que su nubecita temía a la oscuridad. A la mañana siguiente y cuando el sol recién se asomaba pere- zosamente por las montañas, un hombre de largo cabello gris y expre- sión afilada atravesó un cuarto lleno de libros, encontrándose con un amigo sonriente de mejillas rosadas quien miraba admirado el aletear de un pajarillo. —Fritz, mira, ya ha nacido el huevecillo. —Deja eso para después. Prepararé la agenda, ve a… —Sí, sí —El hombre de mejillas rosadas sacudió la mano, dejando un boceto del ave sobre la mesa— Ya voy. Sólo tómate un minuto y mírala, es tan linda y tan… —Benedikt… —Sí, ya voy. Apurado sujetando sus vestiduras para no tropezar, Benedikt cruzó un largo corredor adornado con retratos en forma de diamante y adorna- dos con maderas de plata para los varones y de oro para las damas; re- pitiéndose: —Tengo que dejar de comer tanto pan con fruta, debo dejarlos urgente- mente… ah, y la cerveza también. Cielos, qué difícil es ser delgado, qué sufrimiento… qué agonía… déjenme ser un gordito feliz. Jadeando se detuvo ante una gran puerta tallada con figuras heroicas de grandes hombres en armadura brillante y espadas de fuego, venciendo un dragón cuya boca escondía a un hombre también de armadura pero negra como su cabello y sus manos. 18
Victoria Leal Gómez El relieve relataba una antigua epopeya no relatada a los jóvenes de Äl- mandur para impedir el nacimiento de aventureros arrojándose a las fauces de cuanta alimaña había más allá de las murallas del reino. Benedikt se afirmó en la puerta retomando el aliento, tomó control de los amplios metales dorados enroscados en forma de trenza de cuatro cabos entrando a la estancia oscurecida por gruesas cortinas bordadas, sintiendo el peso de las memorias que le traía ese relieve, los recuerdos de una espada enfundada y escondida entre sus más valiosas pertenen- cias. El agotado hombre dio unas palmadas en el aire llamando a dos mujeres exactamente iguales quienes aparecieron de la nada. Abrieron las corti- nas moviendo los muebles para limpiar la alfombra, despertando la pe- queña figura hundida en el montón de almohadones blancos adornados de suaves encajes bordados en plata. —¿Por qué tanto barullo? —Porque de otra forma no despierta, Altecita. Usted tiene el sueño pe- sado que me encantaría ver en Fritz. Ese viejo lechuzo no duerme. —¿Ya me tengo que levantar? Una mucama tomaba la almohada donde el jovenzuelo de largo cami- són marfil se recostaba. —Alteza, no sólo tiene que abandonar la cama, tiene que vestirse y pre- pararse para la ocasión. —Ya saludé a Frauke, ¿qué más tengo que hacer? —Me disculpa, no le entiendo. El joven caminaba arrastrando los pies por la alfombra, mirando el sue- lo y sacudiendo los brazos. Su rostro enseñaba molestia pero levantarse a la hora era sólo una de las razones por las cuales el príncipe dejaba que el abatimiento le embargara. Con claro tono de queja, el pequeño de ca- bello color trigo mañanero miró a su sirviente, rascándose los párpados con escasa prolijidad. —Es mi prima pero jamás me ha simpatizado y su nombre es horrible, es como si me ladrara un perro. Espero Helmut no se enoje si se entera que pienso eso de su hermana. —Alteza, ¿qué clase de berrinches infantiles son esos? —Explícame, Benedikt: ¿quién quiere una esposa cuyo nombre suena como un ladrido? Yo no, quiero casarme con una mujer cuyo nombre me inspire. ¿No me dijiste que de esa forma mi padre escogió a mi ma- dre? Benedikt dirigió los pasos del jovenzuelo a un cuarto con una gran ti- naja en el centro, la cual estaba rebosante de agua caliente. Una de las mucamas acomodó largas telas en una mesada de madera torneada, ce- rrando la puerta al retirarse. —No todos tenemos esa suerte. —¿Tu esposa también tiene nombre de perro? —Oh, por favor, no diga eso. Mi mujer tenía un nombre bellísimo, tanto que me sentí indigno de su devoción matrimonial. La ropa de dormir fue retirada con sutileza del cuerpo blanco del niño, quien se hundió en la tinaja, mojando hasta su cabello el cual flotaba totalmente ingrávido pues era escaso y muy liso. 19
El Sanador de la Serpiente —Y encima de todo, van y me escogen la esposa avisándome un día antes de que llegue. —Alteza… —¡Ni siquiera me gusta su voz! Además, es mi prima directa, hermana de Helmut a quien aprecio como si tuviéramos por madre a la misma mujer… no me gusta la idea de casarme con una prima habiendo tanta mujer disponible. No tiene sentido. —Alteza—Benedikt acercó una silla junto a la tinaja, arremangándo- se—es verdad que le han escogido a una esposa de forma apresurada pero por favor, no se comporte como si tuviera trece años. —Tengo trece años, ¿qué intentas insinuar? —Oh, cierto... Discúlpeme… es que, bueno, cosas mías. —Ah, ya sé—El niño suspiró desganado, mirando a Benedikt—Vas a salir con eso de que soy muy inmaduro para ser un Alto, ¿verdad? Me agobian con ese discurso, lo han repetido tantas veces que ya ni siento deseos de hablar y cometer falta. Al único que no le importa es a Helmut y escucha “mis tonterías” riéndose, contándome otras historias intere- santes… Me pregunto si él tiene alguna objeción respecto al compromi- so entre Frauke y yo. —Helmut no es un varón aprehensivo de su hermana menor, sino todo lo contrario… si me permite… —Di lo que piensas sin temor. —Yo diría que al amo Helmut le agradaría deshacerse de su hermana. —¿Lo crees en verdad? ¿Puedo saber en qué te basas? —Oh, bueno—Benedikt roció vinagre en el cabello del príncipe usando una botella designada para la tarea— Helmut es un poco… cruel con las mujeres. —¿Cómo es eso? Helmut no es esa clase de hombres que maltrata a las damas, ¿verdad? El pequeño príncipe fregaba su cuerpo con un trapo en el momento que Benedikt culminó su tarea de acicalar los cabellos de su amo quien esperaba curioso la respuesta del hombre de luenga barba rojiza. —A veces. Digo, de vez en cuando, no lo hace seguido ni con cualquiera o su hermana… oh no, tendría que haberme callado. El amo Helmut es… bueno, tiene la mano pesada. —No digas más de mi primo, estoy seguro de que te haz equivocado. —Sí, eso es, ha sido el disparate de un hombre viejo y cansado. Em… necesito decirle algo más. —Espero no sean más chismes sobre Helmut. —Oh no, claro que no. Usted conocerá mejor a su primo según com- parta tiempo con él. Está herido así es que permanecerá una temporada aquí. Mi punto es: debe asumir el compromiso por el bien de esta tie- rra. Un matrimonio es un negocio que, bien llevado, puede crear reinos como este o acabar con ellos. Y los Altos nos confiaron estas tierras, ¿usted cree que ellos…? —Ya lo sé, los Altos confían tanto en mi familia que decidieron darle el control de los asuntos en este mundo. Pero si mi deber es gobernar este reino, escoger a mi esposa me ayudaría mucho en crear una buena alianza, ¿o es muy tonto lo que estoy diciendo? 20
Victoria Leal Gómez —Póngase de pie, por favor. Benedikt secó el cuerpo del jovencito cuando este abandonó la tinaja. Tomando un nuevo camisón blanco, la figura delgada de ojos claros y piel pálida manchada de rosa en las mejillas, rodillas y codos vistió las primeras capas de un atuendo que creaban anchos hombros y una altura fingida. —Déjeme ayudarle con eso. —Puedo solo, no soy un inútil. —Alteza… ay, altecita… sólo hágale caso a su padre y ahórrese los dis- gustos. Aprenderá a querer a su esposa, el amor llega con el tiempo. —Helmut estuvo casado dos años y me dijo que nunca amó a su esposa. La pobre abandonó este mundo tratando de ganarse el corazón de mi primo. Um, tienes razón, Helmut es cruel. —¿Podría dejar de mencionar a su primo? Sé que le admira pero esta- mos hablando de su futuro, del porvenir del reino. —Está bien, si tú lo dices. —Y no le diga nada de esto a Fritz. —Ni que buscara la horca o un alpargatazo. —Así se habla. Ahora, déjeme ayudarle, por favor. Benedikt amarró fuertemente el corsé sobre la camisa blanca, agregan- do la túnica azul bordada de oro. Amarró también las botas ceñidas a la canilla y acomodó el diseño labrado en el cuero del pantalón pues el niño le había dejado torcido. —Detesto esta prenda que obliga a mi espalda a estar tan recta, me deja sin aire. Ojalá pase pronto el día para arrojarme a mi catre y leer un poco. Fueron añadidos el cinturón y la tiara de hojas de oro, herencia de los ancestros del pequeño resignado a vestir atavíos de los que nunca había gustado. Sus dedos rozaban las hojas de filigrana en la joya puesta en su cabeza sintiendo que el metal le susurraba historias que nadie se atrevía a confesarle. Tomó aire mirándose al espejo pues no se reconocía. Los ropajes for- males le dejaban un aspecto mayor, incluso imponente a pesar de los bordados florales. —Benedikt, hoy arriban los Klotzbach y los Zum Neuenthurm. —Así es, Alteza. Tenemos preparada una recepción para ellos, una tan hermosa como la preparada para los Von Freiherr. —Si estoy en lo correcto, quien se une a estas fiestas es el Embajador de Siam… ¿podrías recordarme su nombre? El último paso de los atavíos del joven era un anillo imitando las ramas de los bosques, accesorio que se hundió en sus carnes deseoso de per- manecer allí eternamente. —Alteza, le pregunta al menos indicado. —¿Por qué dices eso? —Usted sabe que soy un poco distraído, prefiero que confirme sus du- das con Fritz. De seguro él sabe hasta la talla de calzado del Embajador. —Distraído para los nombres y los días pero bien que recuerdas los chismes a hurtadillas tras las cortinas, ¿no es así? —Debilidades de hombre viejo y aburrido. 21
El Sanador de la Serpiente —Oye, no me bajes la cabeza—El niño miraba a los ojos de su sirviente, sonriendo burlón— A mí me gusta que escuches por mí lo que nadie me dice. Es sólo que… no toques a Helmut, ¿vale? A los demás podemos sacarles el cuero cuando quieras. —Ji, ji, Alteza, muchas gracias. Usted sabe que soy cotillero. —Y a mí no me queda otra que escuchar tus cotillas para mantenerme informado, de seguro me vuelvo un vejete chismoso como tú. Acomodando las borlas que colgaban de sus mangas, el heredero miró a su sirviente con una cándida sonrisa, palmeando su espalda al ponerse en puntillas. —¿Terminamos? —Así es, Alteza. Las puertas del cuarto fueron abiertas de par en par por las mucamas gemelas vestidas de marfil, enseñando un dormitorio lustroso y lleno de luz. El joven suspiró encaminándose al largo corredor que le llevaría a la biblioteca, lugar donde Fritz se alejó de la ventana como una exhalación evitando que le descubrieran espiando al ave en su nido. El hombre de cabello gris posó un libro en la mesa tomando un perga- mino y desplegándolo en silencio, con cejas arqueadas y labios sellados. El hombre de cuerpo huesudo no leyó lo que ponía el documento. En- rolló el pergamino arrojándolo en la mesa, sorprendiendo a Benedikt quien miraba el papel con inmensos ojos. —Alteza, está desanimado. —Fritz, no me quiero casar con una mujer de perro, ¿qué tal la señorita Klotzbach? Es más alta que yo pero eso lo pueden solucionar un buen par de botas nuevas, ¿verdad? —¿Qué? ¡Qué! —Ah, no es nada Fritz, sólo es un poema que leímos y… —No recuerdo un poema que ponga “mujer de perro” ni que… —Es que hay muchos, seguro no te acuerdas, ¿no es así, Alteza? Se trata de poesía infantil, fábulas varias para ensalzar la imaginación. Fritz caminó hacia el ventanal con las manos a la espalda mientras Be- nedikt se inclinaba en la oreja de su amo. —Pero qué hace, Alteza, ¿quiere morir joven? —Más o menos. No me arrepiento de nada, ya me leí todo lo que quería leer. He tenido una vida honorable. —¡Esta no es la forma de exponer sus pensamiento! —Yo creo que sí. Si me quedo callado amaneceré casado con quien no quiero. Soy un hombre, ¡tengo opinión! El hombre de gris y cejas agudas clavó su mirada en su colega de rojo. —Si su Alteza no quiere contraer matrimonio… —Fritz, el amo SI QUIERE. ¿Verdad, Alteza? —Con Lotus me caso a ojos cerrados. —Déjalo tranquilo Fritz, su Alteza sólo tuvo una mala noche y… yo le leo la agenda más rato. —Benedikt… —Te lo juro. Fritz sostenía un libro cuyas páginas estaban marcadas con diferentes papeles de colores colgantes. El príncipe dejó que Benedikt acomodara 22
Victoria Leal Gómez la silla en que comenzaría a estudiar. —Alteza, en dos días se iniciará el Festival de los Altos. En él se le anun- ciará al pueblo el compromiso entre… —Fritz, estoy al tanto de los acontecimientos, gracias. Para la noche está concertada la Ceremonia privada de Compromiso y la Fiesta de Recep- ción, ¿no es así? Me habría encantado estar comprometido con Lotus y no con Frauke. —Alteza, la señorita Lotus es tres años mayor que usted… —No veo el problema, por lo menos no es mi prima… que yo sepa. —Me parece que está comprometida ya, Alteza. —Lamentable noticia… Ella es una mujer de bien, dulce, de amables intenciones. Frauke tiene una actitud un poco… desafiante. Si será mi esposa y futura reina, debe acatar lo que yo le diga, ¿no es así? —Usted lo ha dicho, Alteza. Aún así, respete la decisión de sus padres venerando el compromiso con la señorita Frauke. —Pero es mi prima… en cambio, Lotus no posee lazo sanguíneo conmi- go. ¿Acaso no queremos aprender de los errores acontecidos en Siam? Los hijos nacidos de tales uniones no eran precisamente saludables… veinte de los herederos al trono fallecieron producto de los errores co- metidos por sus ancestros. —Alteza, usted debe pensar en asuntos más importantes y próximos. —Estoy pensando en el bien de mi familia. Si no hago eso, ¿cómo puedo pensar en el bien del reino? Fritz bajó la tensión de sus hombros, notando la expresión blanda de un heredero demasiado inmaduro. —Le sugiero repasar ciertos detalles protocolares antes de acudir a la recepción de las familias visitantes, Alteza. —Me gustaría… ver los preparativos de la Festival y de la recepción. Benedikt corrió, afirmando su mano en el hombro de Fritz, quien ense- ñaba agudas cejas apuntando el suelo. —Oh, Fritz, el amo sólo quiere reunirse con los organizadores y… —No Benedikt, quiero ver a los músicos y escuchar su ensayo y también ver lo que harán. Es más, quisiera ocuparme de dichos menesteres pues son menos lúgubres. —Fritz, no es nada… Fritz bajó la mano de Benedikt, limpiando su hombro. —Alteza, no tenemos autorización para ello. —Hablaré con su Majestad… —Le pido, por favor, comencemos con las lecciones antes de dirigirnos al comedor. El niño soltó el aire retenido en sus ligeras entrañas concentrándose en el sonido de las avecillas en el jardín, buscando paz mental ya que su cabeza revoloteaba sobre distintos menesteres como su compromiso, las fiestas, las visitas, el protocolo, los libros de botánica leídos la noche anterior, los relatos del abuelo Äntalmarnen y el repaso del idioma ha- blado por los Sgälagan. Benedikt quedó tras Fritz quien ofrecía la silla para que su amo se aco- modara frente a los textos. El redondo varón de rojo tomó una pluma, un papel y, sosteniendo un libro, usó una silla con respaldo para comen- 23
El Sanador de la Serpiente zar a leer. Antes de concentrarse en los textos, el jovenzuelo miró el rayo de sol que entraba por la ventana, notando un destello dorado en el ventanal de la biblioteca. Benedikt, quien miraba al pajarillo en el nido, se dio cuenta de tal obje- to, recogiéndolo con delicadeza. Fritz miró a su colega de arriba abajo. —Ahora qué sucede. —Mira Fritz, es una joya muy fina, ¿será de la señorita Frauke? —¡Les prohíbo pronunciar tamaño nombre de perro! Fritz levantó una ceja, dejando su pluma en el tintero mientras Benedikt corría para posar la joya en la mesa. —Fritz, esto es bellísimo. Parece estar hecho con hilo de oro pero… —Es maravilloso… verdaderamente arrebatador. —¿No se parece a los adornos de mi tiara? El heredero al trono cogió la joya encontrando una diminuta esmeralda en el tallo de la escultura metálica. Comparó ambos tesoros minuciosa- mente, reconociendo el trabajo de un ancestro mencionado en las cró- nicas olvidadas de la segunda biblioteca cuyo acceso le era vetado cons- tantemente. Guardó silencio para evitar un juicio. El pequeño príncipe recordó la página donde el nombre del orfebre yacía tapado por man- chas de tinta intencionales, notando que las hojas en su tiara y aquella aparecida con el viento eran exactamente iguales e hijas de aquel autor del pasado. ¿Por qué borrarían su nombre? —Debe ser de la señorita Fra… de su prometida, sin duda. —Alteza, ¿me permite? La joya fue prestada al hombre de cabello gris, quien reconoció el tra- bajo, levantando la ceja derecha, guardando el objeto en un estante con telarañas, en un rincón sin luz. —Sin duda una pieza irrepetible. Sin embargo, esto no nos debe distraer de los deberes. Alteza, desde el capítulo veinte, por favor. —Oh, Fritz, ¿cómo puedes ser tan antipático? —Benedikt, tu compostura. —Oh, si, es verdad —Benedikt acomodó el pañuelo de su cuello, sen- tándose erguido— Fritz, ¿cómo puedes ser tan antipático? —Denme paciencia, por favor… Alteza, si no comienza la lectura, la iniciaré yo. Wilhelm suspiró, tomando una copia del libro que Fritz sostenía. Repa- sando las letras, el heredero abordó la lectura. —“Capítulo Veinte: Familias Reales del Mundo. Primer Apartado: La Celeste Familia del Milenario Reino de Siam”… ¿por qué tengo que es- tudiar esto si ya me lo sé? —Es momento de repasarlo. Continúe antes de que pierda lo que me resta de paciencia. —“Rastrear los orígenes de la Celeste Familia Real de Siam es sinónimo de embarcarnos a la aventura de los grandes Inmortales en los Cielos, ya que los reyes de estos lares son hijos directos de aquellos grandes hombres. Las leyendas de Siam nos relatan de grandes guerras en los 24
Victoria Leal Gómez Cielos, donde una Espada brilló para aplacar la sed de sangre entre los Inmortales. Algunos de estos hombres decidieron establecer nuevos rei- nos en…” Es decir, ¿los Inmortales que perdieron la guerra se vinieron a vivir a este mundo? —Correcto, Alteza. —Y los reyes de Siam descienden de esos Inmortales… —Así es. —Eso no se lo cree ni el gato. Benedikt carcajeó pero se vio obligado a bajar el tono de su gesto cuan- do Fritz le tapó la boca con la tapa del libro en sus manos. —Alteza, la historia que relata el origen de su Dinastía es completamen- te igual. Sólo diga Altos en vez de Inmortales y ya está… —Fritz, no olvides que los Altos vinieron porque se les dio la gana, no porque tuvieran guerras y cosas así. —Correcto, Beni. Además, nosotros tenemos PRUEBAS de la existencia de los Altos—Wilhelm cerró el libro, arrojándolo sobre la mesa—Hay artilugios en el palacio, tenemos su escritura documentada en libros, ropajes utilizados por mis ancestros, trozos de los carruajes en los que llegaron a este mundo. No es que sea una simpe leyenda, es un hecho, ¿en Siam tienen todo esto? —Si los habitantes de tal reino creen que su realeza merece venerarse, han de tener algún sustento para la historia, ¿no le parece? Wilhelm tamborileaba sus dedos sobre la mesa, indagando en los ojos grises del paciente tutor. Desde el estante se asomaba el brillo de la pe- queña hoja de filigrana de oro, desconcentrando al escasamente moti- vado estudiante. —¿Me prestas la hoja? Fritz se mantuvo firme, abriendo el libro en la página por leer. —Continúe. —Es verdad lo que dice Benedikt. —Aquí vamos de nuevo… —No todos los días admiramos detalles tan minuciosos e inspiradores y quieres que siga leyendo, como si mi vida dependiera de ello. —De hecho, Alteza… estos estudios… —¡Basta! Le llevaré esto a Frauke y le preguntaré quién es el artista. Y si no le pertenece pues… ¡ha de ser de la bellísima Lotus! Seguramente los Altos propiciaron su viaje y ya se encuentra en mi querido Älmandur. —Alteza, usted está obsesionado con esa mujer. Créame, no es de su conveniencia. El joven le arrebató la joya a su maestro. —¿Hago mal en expresar mi admiración por ella? ¿Acaso me negará su belleza y virtud? —Alteza, escúcheme… Corriendo al pasillo de tapices verdes siendo seguido por Benedikt, el joven príncipe esquivaba sirvientas para dirigirse al ala del castillo que normalmente recibía a las visitas. Benedikt seguía a su amo, riendo mientras levantaba la túnica que solía arrastrar. Fritz abandonó su rígida posición en la silla, mirando el nido del aveci- lla junto a la ventana. 25
El Sanador de la Serpiente —Lo único que me faltaba. Definitivamente, la primavera se le ha subi- do a la cabeza al pobre príncipe. Me recuerdat a mi querido niño la últi- ma vez que le vi feliz. Oh, por todos los Altos en el Cielo, si son iguales en carácter… denme paciencia. 26
Victoria Leal Gómez 27
El Sanador de la Serpiente 2. LAS MEMORIAS TRAS EL VELO. El Palacio Real tuvo nombre alguna vez pero fue olvidado por todos quienes en inconsciente acuerdo terminaron por llamarle de esta sencilla manera. Mas lo que escapaba de ser sencillo era la construcción del edificio, ni siquiera los más antiguos de los sirvientes conocían los pasadizos ocultos tras estanterías o esculturas siendo un desafío para cualquier memorión incluyendo las ratas que se colaban en verano pues muchas de ellas perdían la vida tratando de salir por algún agujero o escurridizo pasillo. El detalle en común de todos los cuartos de este palacio era la fina y de- licada decoración que los Altos heredaron pues para ellos, sólo aquello capaz de sublimar el espíritu ha de permanecer en nuestras viviendas. Sabiendo esto, todos los sirvientes del palacio concuerdan que la más fina belleza alabando al espíritu residía en el Salón Álgido, donde cada persona acudía allí en busca de relajo, contemplación o mera diversión. O, en ocasiones, para discutir asuntos importantes como ese día en que los reyes participaban de un momento frágil junto al sanador y su ayu- dante, quienes servían frías bebidas a sus amos acalorados por el térmi- no de la primavera y la entrada al verano. Adalgisa fue la primera en beber del zumo frutal, revisando sus memo- rias en busca de su sueño, la pesadilla que le atormentó toda la noche. —Me resulta complicado describir exactamente cómo era su rostro pues estaba envuelto todo en bruma, excepto mi ser. El rey Albert posó su mano sobre la de su esposa, mirándole tierna- mente. —Puedes comentar tu sueño una vez que yo lo haga, tendrás tiempo para recordar. —Hazlo, cariño mío. Albert carraspeó sin soltar a su mujer, sabiendo que el sanador y su ayudante siempre encapuchado y mudo serían capaces de interpretar la pesadilla. —Äweldüile, sanador de nuestra infinita confianza, escucha y dime sin titubeos lo que piensas. Anoche, tu rey avanzó por una escalera resque- brajada, llegando a un dormitorio lleno de luz donde dormía un niño. Aquella criatura era delgada, sentí deseos de estrujar sus huesos y que- brarlos pero fui incapaz. Sus ojos eran limpios, tan puros que caí a sus pies pidiendo perdón por mis maquinaciones… pero nunca solté la daga en mis manos. Y yo… pobre desgraciado… —Qué fue lo que hizo, Majestad… —Desvestí al niño. Arrojé sus atavíos azules a un foso y le empujé por la ventana. Desnudo le arrojé a las espinas. Entonces, la bruma me en- volvió y yo estaba ahí, solo con mi daga ensangrentada sin saber cómo regresar a casa. Ese fue el sueño, esa es la tortura que anoche embistió mi descanso. El sanador bebió del zumo frutal, sentándose frente al diván donde los reyes sujetaban sus manos, entrelazando sus dedos. —Terribles acontecimientos, no hay duda. —Me acongoja pues se han repetido por semanas. Siento que algo les 28
Victoria Leal Gómez llama, un espíritu en el aire susurra en el idioma sagrado… puedo escu- char la palabra “Breugash” todas las mañanas… —Asevera usted, Majestad, que el espíritu en el aire le llama mentiro- so… —Con todas sus letras, mi querido Äweldüile. Adalgisa dejó su copa vacía sobre la mesa en el centro, alojando en su pecho el escalofrío eterno que provocaba el idioma de los Altos, decla- rado sagrado y hablado por nadie excepto la Reina, el Rey, su hijo el Heredero y sus sirvientes Benedikt y Fritz. —Mi dulce señora—El sanador mimó la mejilla de la reina— ¿Sería tan amable de relatarnos su historia para así cotejarla y tener un espectro más amplio de la situación? La reina se sumergió en la profunda mirada parda del sanador quien permanecía sereno. —Äweldüile, yo he soñado lo mismo. —Increíble… —Sólo que anoche vi a ese niño con la corona de hojas y peonías de oro, la heredada a mi hermosa criatura. Aquel en mi pesadilla interpretaba una melodía en un instrumento musical aún no creado por los hom- bres… Pero yo no escucho al espíritu del aire susurrarme, es mi mente la que intenta hacerme recordar un nombre: la identidad de aquel niño al que arrojamos por la ventana a las espinas. O tal vez le hicimos algo diferente, lo desconozco, mas mi certeza es que le hicimos daño, una herida tan grande que aún no puede sanarla. El sanador inclinó su larga y puntuda oreja enjoyada hacia los labios de su ayudante encapuchado quien deletreaba vocablos silentes, como si su voz hubiese sido raptada siglos atrás. Äweldüile contuvo una sonrisa de confianza antes de servir más refresco a las majestades. —Mis queridos reyes a quienes sirvo con alegría. Mi ayudante y yo esta- mos de acuerdo en la interpretación de su pesadilla. —Habla entonces, buen hombre, libera a mi esposa y a tu rey de la an- gustia. —¿Nunca han pensado, mis buenos señores, que ese sueño tan reitera- tivo no se trata de un recuerdo? —¿Recuerdos? —¡Jamás le haría daño a una criatura de corazón inocente! Es sólo una pesadilla, Äweldüile, una pesadilla… —Oh, mi dulce señora, nadie conoce la verdadera naturaleza del hom- bre. Tenemos una imagen que enseñamos al mundo, una segunda que enseñamos a quienes confían en nosotros y una tercera, aquella que a nadie mostramos: nuestro verdadero ser, mi dulce señora. Tal vez esa pesadilla le está gritando lo que lleva en su corazón y digo “tal vez” para mantener nuestra amistad porque, siendo sincero… El ayudante del sanador sacó un objeto de la alforja en su cadera, entre- gándolo a su maestro. El alargado objeto envuelto en rústica arpillera fue dejado en la mesa de centro siendo liberado por las manos del rey, quien dio un respingo. Fue Adalgisa quien sostuvo el abrecartas en sus manos, notando un toque de sangre seca en el filo. —Qué ve en el reflejo, Majestad. 29
El Sanador de la Serpiente —Yo veo… me veo a mí misma. La reina arrojó el abrecartas a la mesa, escondiendo su rostro en el cue- llo de su esposo, quien le abrazó sin dudar. El ayudante envolvió el abrecartas, regresándolo a su alforja. —Äweldüile, ese abrecartas de oro… —Pertenecía a un niño muy querido por nosotros, Majestad. Un niño al cual no recuerdan pues algún diestro compadecido le arrojó al Bosque del Olvido en vez de asesinarle. —¿Es el mismo de nuestro sueño? —No lo sé, no me han dicho cómo es él. —De largo cabello cobre hasta las rodillas, ojos grandes y como las hojas del bosque, de piel manchada y… y… —¿Y? —Por todos los cielos, no… —Veo que ya le ha recordado, Majestad—Äweldüile llenó la copa con zumo helado, ofreciéndola—Beba, tranquilícese. Es el Mes del Sol y ce- lebraremos la entrada del verano y el antiguo arribo de los Altos a este mundo. Debe sonreír, debe verse contento y firme, Majestad. Hoy por la noche le entregaré la variación más fuerte de su medicina para que pueda continuar sus labores sin el agobio propio de la tos. —Gracias… Adalgisa apretó la delicada mano del sanador sin mirarle, el temor del recuerdo le acechaba pero sin decirle el nombre del niño. —Quiero que vigilen a Wilhelm. Quiero que esté siempre bajo los ojos de alguien, que no salga del castillo hasta que culmine el Mes del Sol. —Si ese es su deseo, dulce señora, ¿qué más puede hacer este siervo? —Gracias Äweldüile. A ti y a tu ayudante… —Nuestros agradecimientos a ustedes por la confianza entregada. Se- pan ustedes que este es un secreto, nuestro amado secreto. —Ese niño ¿alguna vez se escribió de él en las crónicas? —Oh, señora, preguntas extrañas me hace. Ojalá pudiera responderle con certezas y no con más dudas. —Su nombre, necesito su nombre para borrarle como hicimos con tan- tos otros… Älmandur es nuestro y un niño no vendrá a quitarnos nues- tro amado reino. —¿El Reino? Señora, yo creía que su hijo era más valioso que todas las riquezas del mundo. —Lo es… Wilhelm es… es mi carne, mi retoño mi… nadie me lo qui- tará. Los sanadores se pusieron de pie sincronizando una profunda venia de gran respeto antes de abandonar el Salón Álgido siempre adornado de porcelanas y esculturas de oro en las paredes. Murmuraban entre ellos pero sólo la voz de Äweldüile era audible. Desaparecieron entre cortina- jes y puertas incrustadas de perlas y palabras en Sgälagan. Albert y Adalgisa se abrazaron, buscaban esconderse de las memorias aflorando contra las voluntades. —Albert, amor mío… —Dime, Ada. —Aún conservo ese libro que encontramos en el dormitorio del niño… 30
Victoria Leal Gómez —¿Ya le recordabas? —Ahora que vi ese abrecartas, las piezas del puzle se han acomodado. —¿Qué harás con ese libro? —Le pertenece al único Alto de la Familia Real, amor mío. Se lo entre- garé como prueba de nuestro arrepentimiento. —Ada, dicen que los Altos tienen memorias desde antes de su naci- miento, ¿crees que nuestro pequeño Wilhelm…? —No, yo sé que no. Si recordara tanto hacia atrás él… él nos odiaría. Los reyes estrecharon el abrazo cerrando sus ojos para intentar borrar la memoria que acudía feroz como el lobo acechando tras los matorrales. —Mi niño… nos costó tanto tenerle que la idea de imaginarlo lejos me asesina con lentitud. El único consuelo era pensar en las fiestas y la comida, la música y la danza pues los reyes no deseaban recibir las memorias que Wilhelm no poseía. ¿Tal vez las ignoraba porque la lectura afanosa de textos antiguos o no- vedosos no le dejaban espacio para los recuerdos? El pequeño príncipe sujetaba la hoja esculpida en fina lámina de oro observando cada mi- núsculo rincón con una sonrisa amplia. A su lado se encontraba Benedikt, de rodillas en el suelo para quedar a la altura de su joven amo. —Si Frauke tiene joyas como esta puede que no sea tan sosa. —Modere su lenguaje, Alteza. —¿Crees que pueda devolverle esto sin que nadie me…? Fritz jaló el cabello rizado de Benedikt para ponerle de pie, tomando la delicada joya cual trozo de basura guardándola en un bolsillo a la altura de su pecho, bajo la túnica gris. —Alteza, han comenzado los preparativos para la fiesta. Le rogaría se reuniera con su Majestad en este momento. Esperan por su presencia en el Salón Álgido. —¡Devuélveme eso! —Se lo daré cuando cumpla sus deberes diarios. Le prometo que, al caer la noche, esta joya regresará a sus manos y dispondrá de ella como quie- ra. Benedikt rascó su cabeza antes de señalar el pasillo llevando al salón mencionado por su colega quien cerró al puerta ajustada a su lado, puerta que daba al salón donde Frauke bordaba un cojín en compañía de Lotus. Ambas escucharon el crujir del cierre pero no vieron al hombre que les dejó en completo hermetismo, utilizando un postigo para sellar el área. Con el gesto de su índice derecho, Fritz atrajo a un guardia juvenil de torpe andar, quien enseñó sus respetos al hombre huesudo con un salu- do estoico. Su rostro permanecía cubierto por una bufanda azul como la túnica sobre su cota de malla. —Quédate aquí. No dejes que el amo se acerque a las doncellas. Mucho menos a la señorita Klotzbach. —¡Sí, señor! —¿Dónde están los demás? —En conversaciones con sus Majestades, señor. 31
El Sanador de la Serpiente —Muy bien… ¿por qué te cubres el rostro? —Señor, me encuentro ligeramente resfriado, despreocúpese. —A nadie le gusta confiar en un hombre que no enseña su identidad. El muchacho bajó la bufanda de lana enseñando un rostro enrojecido por la tos y la irritación. El muchacho imberbe enseñaba demasiada ju- ventud según los parámetros de Fritz. Sin embargo, las gruesas cejas cobrizas compensaban la falta de vello facial. —El actual Älmandur abusa de sus niños. Terminada su tarea, el hombre de gris y cejas que caían como un peque- ño alero sobre sus ojos aceleró el paso, alcanzando a su colega y al joven heredero quien se detuvo en seco al llegar frente al pórtico de madera blanca. La figura de un hombre de capa y un bastón con una esmeralda en lo alto recordaban al curandero que vivía en la torre del palacio. El prín- cipe recorría la textura de las joyas del hombre tallado en el pórtico cuando Benedikt empujó las maderas. Con pasos contados ingresó el joven, mirando en todas direcciones por- que el salón estaba vacío. Un giro rápido de cabeza movió la melena de quien parecía confundido. —Fritz, ¿es una broma? —Sólo espere un momento. Benedikt retrocedió lentamente quedando tras su colega cerrando las puertas. El pequeño príncipe vestido de azul examinaba el decorado de las corti- nas, el olor añejo de algunos manuscritos sobre un escritorio, las pelusas a contraluz que flotaban cerca de la ventana… Wilhelm notó que la gran mesa en el centro del salón tenía un mantel de tela pesada adornado con borlas de plomo. El mantel dorado se encontraba ligeramente deslizado hacia la izquier- da, hecho que molestó la vista del joven, quien se acercó para corregir el descuadre de la tela. Al intentar mover el mantel, Wilhelm notó que la mesa tenía un tallado muy complejo y adornado con esmeraldas. Los delgados dedos sonrosados en las yemas se deslizaron sobre la es- cultura en madera, topándose con un metal dorado y reluciente que ce- rraba la capucha del hombre con el bastón, el mismo personaje tallado en la puerta del salón. —Es la misma hoja que Fritz me quitó… En aquel momento, una mujer ataviada en lino blanco se acercó co- rriendo al muchacho, quien recibió un abrazo intenso que le sacó el aire del interior. —¿Dónde está mi preciosura? —¡Madre! —El joven dio media vuelta, sonrojándose hasta el punto de sentir ardor en las mejillas— ¿No se supone que debería estar…? —¿Vestida? —Em… sí. La mujer se arrodilló en el suelo, acomodando unas arrugas en la ropa de su hijo y girándole para hablarle a la cara, notando que el pequeño mostraba sangrado nasal. 32
Victoria Leal Gómez —Tengo tiempo, no hay problema. Y mírame que no estoy desnuda, es sólo un vestido blanco. —¿Usted me ha citado? Adalgisa usó un pliegue oculto de su vestido pálido para frenar la hemo- rragia de su pequeño. —Sí, mi amor… por todos los cielos, tu nariz de nuevo, ¿no puedes son- rojarte como todo el mundo lo hace al avergonzarse? —Perdón, no es que pueda controlarlo—Wilhelm sujetaba la tela contra su tabique nasal, mirando a su madre atentamente—¿Puedo saber por- qué me ha citado? —Quiero regalarte algo muy importante y no tengo otro momento para dártelo. —¿Un regalo? —Sí, de cumpleaños… adelantado. —Madre, si existiera alguna manera de compensarle sus desvelos y de- dicación, créame que saldaría aquel compromiso. Mas un regalo adelan- tado en tres meses me parece… —¡Toma! El niño recibió un libro que cabía en la palma de la mano, envuelto en seda verde y que olía a almendras en vez de páginas añejas. La seda fue puesta en la mesa. Las tapas también eran verdes y muy rígi- das, adornadas con filamentos dorados y páginas en blanco. —Oh, vaya… ¿es un diario? —Más o menos. —No lo capto, ¿podría ser más explícita? Se lo suplico porque ya llevo un diario y comenzar otro me haría perder la constancia… —¿Fritz y Benedikt te han hablado de nuestros ancestros? —Sólo me han dado pequeñas pistas sobre el asunto. Supongo que el relato de anoche estuvo mucho más interesante de lo que ellos me han enseñado. —Ay, este par… de seguro Benedikt le dijo algo a Fritz para disuadirle. Está bien, no importa, hablaré con ellos para que te lean el libro adecua- do y después, entenderás este otro. —Muy bien. —Mi amor—La mujer mimó la suave y rosada mejilla del niño— Tengo tanto por decirte, espero lo entiendas algún día. —Escucho los pasos de mi padre… —Sí, tiene que hablar contigo pero yo le dije a Fritz que te trajera un ratito antes —La mujer besó las mejillas del joven— Ay, pero tan lindo que estás, todo un galán en miniatura. —¿Miniatura? Pero si ya soy un hombre… —Eso dicen por aquí pero algo me dice que te demorarás un poquito en crecer. —¿Los Altos demoramos en crecer? Yo pensaba que se relacionaba úni- camente con las orejas, eso explica porqué parezco un bebé al lado de mi primo… Oiga, pero si los niños de Alto lucen igual que los niños de este mundo, ¿cómo se pueden diferenciar? —Pues… —Se supone que nosotros somos Altos pero… Helmut no lleva tu san- 33
El Sanador de la Serpiente gre y es más Alto que un Alto de su edad y es muy bueno en batalla y le va bien con las doncellas porque todas suspiran al verle y... Ya ni sé que dije. Perdóneme. — Te darás cuenta luego, nubecita. —Madre, ¿cómo diferencio a un recién nacido que es un humano? ¿Los Altos tenemos alguna marca al nacer? ¿Por qué sus orejas son redondas y pequeñas como las mías si ya debería enseñar las largas y puntiagudas propias de la familia? —Bueno me voy, tengo que arreglarme. —Hasta pronto, querida madre. Rápidamente la mujer enrolló su cabello alrededor del brazo corriendo hacia la puerta blanca que estaba totalmente contraria a la que usó el rey para ingresar al salón. El pequeño se encogió de hombros y apretó los labios, viendo como su madre desaparecía risueña, sujetando su vestido blanco. Una vez cerrada la puerta, la reina soltó su cabello y sus vestidos, le- vantando la cabeza y mirando despreciativa a Benedikt y Fritz, quienes tenían la vista pegada al suelo. —¿Qué están esperando, par de holgazanes? —Su aviso, dulce señora… —Silencio, Benedikt. Los años te han vuelto blando y ridículo. Y tú, Fritz, ¿cuál es tu excusa? —Ninguna, dulce señora. —Más te vale. —En realidad es un simple hecho. La mujer acomodó los mechones de cabello que cubrían sus orejas, cui- dando del peinado recién hecho por su mucama. Sus ojos de marrón os- curo se clavaron en los ojos grises de Fritz, quien alzó la vista del suelo. —De qué hecho me estás hablando. —El joven no está listo, mi dulce señora. Aún es muy pequeño. Sería cruel ponerle al corriente de tamañas atrocidades y, si me permite opi- nar… —Qué piensas, sé sincero. —¿No cree que es mejor decirlo en persona? Mis emociones pueden influir el relato. La reina apretó los labios, soltando el aire que le constreñía el corazón. —Es mejor que lo sepa a través de todos nosotros. ¿Cuándo empezarás? —Tal vez… cuando cumpla los quince años. Si tenemos suerte y madu- ra un poco. —Quince años… —Sí, majestad. —Fritz, ¿en verdad crees que Albert aguantará dos años? —El rey… —Sí, está grave. —¿Qué dolores aquejan a nuestro soberano? La mujer suspiró, enseñando una preocupación que le constipaba el pe- cho. —Si tan sólo vieras los pañuelos sabrías que la sangre mana de su gar- ganta cada vez que tose. El sanador a puesto todos los esfuerzos pero no 34
Victoria Leal Gómez consigue dar con la cura. Todo lo que ha hecho a servido únicamente para palear los males y extender su vida lo suficiente. —Para la ceremonia de coronación de su Alteza Real. —Wilhelm debe asumir su deber, así sea muy joven o inmaduro, para asistirle están ustedes. Cómo quisiera hacer algo más por él sólo puedo convertirme en su mano derecha y guiarle en sus deberes como rey. Benedikt alzó la vista del suelo, mimando la mejilla de la reina. —Majestad, ¿no cree que, durante un tiempo, podemos designar a Ha- gen como soberano? La mujer cuyo cabello apenas expresaba un pálido almendra sujetó fuertemente la mano de quien intentaba consolarle. Pensar en su cuña- do le revolvía los interiores. —No. Wilhelm es el escogido por los Altos, descendiente directo de la extirpe de Älmandur. Esta tierra es suya… dejarle esta legítima corona es una manera de expiar nuestro crimen. Ni se les ocurra insinuar a Hagen como alguien de confianza, tampoco se atrevan a proponer a Helmut como un buen sustituto, ¿está claro? —Disculpe mi atrevimiento. —Deben comenzar AHORA con la instrucción. La boda de mi pequeño Wilhelm será celebrada en dos meses desde hoy, ¿está claro? Al unísono y utilizando el mismo tono en las voces cansadas, Benedikt y Fritz bajaron la mirada, respondiendo. —Sí, dulce señora. La mujer de regio porte atravesaba el corredor raudamente. Casi posaba sus pies en el siguiente salón cuando Fritz tocó su hombro, dejando la hoja de oro en manos de su señora, quien repasó la figura cautelosa- mente. —¿Lo reconoce? La reina analizó la escultura de fino oro, levantando las cejas al recordar al propietario de tal joya. —Es de ese niño, su madre ha esculpido esta maravilla… esa mujer… Täioiane. —¿Señora? —¿Acaso está vivo? No, no puede estarlo. Cuiden a mi hijo. No quiero indeseables en su camino. —Así será, mi señora. —Fritz, imagino que te encargaste de ese joven tal y como lo pidió el rey. —¿Qué joven, dulce señora? —No recuerdo su nombre. Por alguna extraña razón no puedo siquiera dar con su faz. Pero siento en mi pecho su juventud, sus ganas de vivir. Algo me dice que está cerca. —Señora mía, despreocúpese. —¡No puedo hacerlo! Cuiden a Wilhelm, nada ni nadie debe apartarlo de nosotros. ¡Nada ni nadie debe sacarle de la capital de Älmandur o será nuestra perdición! Y aléjenle de la biblioteca del ala sur, aún no bo- rramos suficientes nombres. Quedan historias por modificar y nuestros escribas apenas gozan de tiempo. Wilhelm ha de estar lejos de aquellos textos, ¿está claro? Benedikt y Fritz quedaron a oscuras en el salón de alfombras rojas, mi- 35
El Sanador de la Serpiente rando como la joya reflejaba la escasa luz que traspasaba los cortinajes. Fritz sostenía la hoja de oro entre sus dedos, alejándose lentamente de su amigo. —¿En verdad esta fue la única opción viable de proteger el trono de Äl- mandur? Benedikt, respóndeme desde tu corazón: ¿acaso nuestro amo merecía lo que le hicimos? ¿Crees que alguna vez nos perdonará? Benedikt tenía las manos cruzadas tras la espalda, daba pasos lentos y silentes hasta quedar junto a Fritz, quien le cedió la fina artesanía en metal brillante. —Conociendo al amo, es probable que no se digne siquiera a hablarnos. Si es que está vivo, claro está. —Algo me dice que nuestro amo está en este mundo. Esta joya es una prueba. Seguramente ha venido a disfrutar del Festival, a comer y beber, a danzar y tocar su música… él es así. Cuanto más triste se encuentra, más desea reír. —Efectivamente, esta joya es la prueba, mi querido Örnthalas. Sólo él tiene las joyas de la diestra señora Täioiane. Somos indignos de su mi- rada, lo tenemos ganado. —Pero Fritz, le haz dicho a la dulce señora que te hiciste cargo del niño. —Y eso hice, le abandoné en el Bosque del Olvido. Por ello, nadie re- cuerda su nombrem ni siquiera nosotros que fuimos sus siervos desde su luminoso nacimiento. Pero su rostro estará siempre en mí memoria, su temor, su ira al verse traicionado, sus duras palabras clavadas en mi corazón. —Pero tu deber no era dejarle en el bosque… —Mi deber era cortarle la garganta—La voz profunda y áspera de Fritz se quebró, pero mantuvo su compostura negándose a aceptarse como hombre débil— No creas que no lo intenté, su sangre se deslizó por mis manos… —Mi querido Älthidon, ¿crees que llevamos mucho tiempo fingiendo ser quienes no somos? —Yo te pregunto, Örnthalas, ¿serías capaz de quitarle la vida a un niño que fija sus ojos en los tuyos aún sabiendo que una daga rebana su vida? —Älthidon… —Dime Fritz, soy Fritz ahora. No se diga más del asunto. Los compañeros en crimen abandonaron el corredor donde las dudas carcomían sus pechos, avanzaron a tranco pesado por las alas del pala- cio hasta arribar al sitio donde se les requería. Entre sus vueltas se vieron obligados a recorrer el pasillo donde los retratos familiares adornaban la galería de ancestros. El cuadro actualizado del joven amo estaba listo mas su presentación ocurriría en la ceremonia de coronación, momento en que se añadiría a su lado la pintura de su joven esposa. Fritz y Benedikt notaron la ausen- cia de varios retratos bajo la excusa de restauración o cambio de marco. Los hombres notaron que cuatro retratos yacían en la oscuridad del pasillo siendo iluminados por una veta de juguetona luz cruzando el cortinaje. Fritz levantó el velo que les cubría, reconociendo los rostros de dos ma- trimonios antiguamente amados por súbditos actualmente desmemo- 36
Victoria Leal Gómez riados, como si un hechizo hubiese caído sobre las tierras. Bajo los rostros finamente bellos se esculpían los nombres de cada uno. —Äntalmärnen, Täioiane… Orophël, Lïnawel… —Fritz, deja el velo en su sitio—Benedikt bajó la mano de su amigo, volviendo a cubrir los retratos con la tela hecha de estrellas de cielo in- vernal—Es hora de revisar los últimos preparativos. Fritz obedeció el consejo de su amigo alargando sus zancadas para arribar al salón correcto lo antes posible, encontrándose con sirvien- tas agolpándose entre bandejas y manjares corriendo impacientes por finiquitar los arreglos en la sala. Wilhelm ingresó vistiendo apenas una camisa blanca y grebas maltratadas. Se deleitó con los adornos florales y los gallardos hombres en cota de malla dispuestos en los rincones y puertas. Sonreía complacido bajo las luces de las grandes velas cuando Benedikt posó su mano en el hombro. —Altecita, ¿por qué está vestido como pordiosero? —Estas son mis ropas de entrenamiento, dudo que un pordiosero tenga la oportunidad de conseguir una tenida tan útil. —Hoy no iremos a ensayar con la espada. Tiene tierra en los hombros y rasgadas las rodillas de su pantalón ¿dónde ha estado? Tiene el cabello revuelto y le ha sangrado la nariz ¿Me va a confesar que estuvo entre- nando con su primo? ¡Él podría matarle! —Beni, ¡qué lindo está todo!—Wilhelm giró con rapidez sonriendo, abriendo los brazos e ignorando a su sirviente—Me complace ser espec- tador de tanta belleza. —¿Podría hacerme el INMENSO favor de venir conmigo y vestirse para la ocasión? Necesita más de un baño. Altecita, ¿acaso fue con Helmut a que le zamarrearan por el suelo? —Sí, eso hice. Me ha dejado morados en la espalda porque caí mal pero nada serio. Otra vez se dejó ganar, fingió dolor en su costado pero yo sé que no le hice ni cosquillas. —Altecita, el amo Helmut está convaleciente de una herida de hacha, debería estar reposando en cama, no practicando. Ay, ese muchacho quiere morir joven. El séquito de atareadas sirvientas dio lugar a que Fritz se acercara a su amo momento en que Wilhelm le miró feliz. —¡Fritz! ¿tú crees que ese Escudero suyo le haya insistido? Cuando lle- gué al área praticaban un ataque conjunto. —Yo diría que fue al revés, Nikola es un poco más sensato que Hel- mut—Fritz revisó al príncipe con la vista sin encontrar heridas o golpes de importancia—Le pediré no insista en dichas actividades, si desea la salud de su pariente. —¡Discúlpenme, lo olvidé por completo! —Ha de ofrecer esa disculpa a su lastimado primo. —Rayos, entonces de verdad sintió dolor cuando le di con mi espada de madera, no actuaba… —¿Le ha golpeado a pesar de que se encuentra convaleciente? —Obvio, estábamos practicando ¡pero él es muy fuerte! ¡Te juro que se ha dejado ganar! 37
El Sanador de la Serpiente —Ay, eso explica la raspadura en su brazo, ¿ya fue a que Äweldüile limpie ese desastre de sangre y tierra? Venga conmigo, usted tiene que cambiarse de ropa AHORA. Por los Altos, no se le puede descuidar un segundo. —¡Beni, hay uvas en la mesa y pancitos dulces! Wilhelm se mezclaba con las sirvientas intentando averiguar lo que su- cedía. En el instante que estiró la mano para disfrutar de unas uvas, Fritz le tomó de la muñeca,. —Estos niños de hoy que no respetan a nadie—Fritz giró ignorando los caprichos de su amo, sonriendo a escondidas conversando con su colega— Benedikt, necesito afinar unos detalles con su Majestad, hazte cargo del trámite. —Yo me encargo de nuestra Altecita. —Toma—El hombre de gris sacó una alpargata escondida en uno de los bolsillos de su larga túnica— Por si te hace falta. —A la orden. —¿Otra vez? Ya estoy bastante crecido para aguantar alpargatazos, ¡Tras las batidas de Helmut, aguanto cualquier cosa! —Oh sí, eso cree usted, Altecita. Benedikt agarró al niño estirando la mano hacia la mesa, llevándole ha- cia el otro extremo del salón. —Beni, ya voy a darme un baño y a cambiarme, ¿por qué me jalas? —Por que si usted no está listo somos nosotros los que recibimos los castigos, Altecita. El niño reía forcejeando con su sirviente para que le arrastraran con más fuerza. Benedikt tiraba del brazo insistentemente pero cedía cuando el niño usaba algún mueble para jalar en sentido contrario. El hombre de rojo carcajeaba cuando la alfombra comenzó a doblarse al tirar del brazo del heredero quien insistía en jugar hasta que Benedikt le soltó sólo para verle derrotado en el suelo. La sonrisa de Wilhelm desapareció al verse volar por el corredor gol- peándose contra una persona, quien cayó estrepitosamente. El príncipe se encontraba en el suelo agarrándose la panza entre risas cuando Benedikt arribó para levantarle, observando al pobre muchacho del otro lado. —Joven señor, discúlpenos. Wilhelm se puso de pie e intentaba acomodar su camisa cuando Bene- dikt ayudó al muchacho a incorporarse. —¿Es habitual divertirse de esta manera en el palacio? —Am… señor, disculpe mi… —¿Disculpar? Me encantaría vivir aquí si de esta forma pasaremos las jornadas. Mi palacio es bastante sombrío, la sonrisa de Lotus es la única luz en nuestros días. Wilhelm sonreía estirando la mano para saludar. Ante él se encontraba el hermano mayor de Lotus, un joven de expresión amable y rasgos fi- nos, cabello meloso siempre trenzado y atado con una cinta de brillante púrpura, mismo color utilizado en sus vestiduras. De contextura frágil, el joven compensaba su apariencia afeminada con la potencia de una espada coreada de una daga peligrosa. Wilhelm recordó que ese hombre 38
Victoria Leal Gómez ante él también era un Caballero a su servicio. —Mi queridísimo Marqués Sebastian Klotzbach, es un inmenso honor recibirle en mi humilde morada. Lamento saludarle de forma tan poco digna de su estampa. —Alteza, el honor de ser empujado por usted no tiene nombre, el mora- do en mi cabeza tendrá nombre propio. El príncipe constipó una risotada dejando que Benedikt le sujetara de los hombros. —Nos has atrapado en juegos que me atrasan en mis labores. Ahora me toca disculparme por este momento, en el que debo retirarme. —Disponga de su tiempo como le plazca, Alteza. Sebastian hizo una venia sonriendo con amabilidad antes de que Wil- helm relajara la espalda, dando un paso al frente. —Esto... Marqués… —A su servicio, Alteza. —¿Podríamos ser menos formales para nuestro trato fuera de la fiesta? Es que me resulta agotador. El joven en ropajes púrpura dio un respingo notando la naturaleza frágil de un príncipe con cabello revuelto y tierra pegada en las mejillas. Al examinarle con cuidado y disimulo encontró rastros de sangre en el bra- zo izquierdo, evidencia de una mala defensa contra un enemigo rápido. —¿Cómo me dirijo a usted, mi señor? —Tú. —¿No desea que le recuerde que…? —No, no, no… si ya sé quien soy, no necesito que me lo recuerden cada dos pasos. ¿Te parece bien, Sebastian? —Em… claro, como quieras. Entonces, yo sólo soy Seba. —Muy bien, ya que estamos en confianza—Wilhelm se arremangó la camisa, afirmando las manos en la cadera—¿Puedo saber qué carajos haces en este pasillo? Benedikt levantó una ceja al escuchar a su amo apretándole el hombro derecho, susurrando en el oído del muchacho. —Amo, ¿por qué tan severo? —Es mi ala del palacio y no le he invitado. Sebastian carraspeó, afinando la voz. —Mi querida hermana ha estado conversando con la señorita Frauke y sospecho que se encuentran en su biblioteca. Estoy en busca de ambas. —Podrías haber enviado a alguien, ¿no? El joven de púrpura mantuvo una firme posición admirado del cambio en el desplante del muchacho frente a sí, quien a pesar de estar sin gala y desgreñado, emanaba la autoridad merecida. —Disculpa por irrumpir de esta manera en tu morada. —Yo di permiso para que las señoritas estén en mi biblioteca. Es más, pueden revolver todo el palacio si así lo desean. Déjales divertirse un rato. —Me parece bien. —Ahora, ándate, por favor. Wilhelm meneó la mano en el aire señalando la puerta que llevaba a un pasillo que enlazaba con el ala sur. Sebastian repitió la venia, marchán- 39
El Sanador de la Serpiente dose en silencio. Benedikt retrocedió un par de pasos, admirando a su amo cuando re- tomó sus pasos hacia el sitio donde las mucamas le aguardaban con los atavíos correctos para la celebración nocturna. —Beni, abre bien esas orejas. —Le escucho. —No quiero a Sebastian bajo mi techo. El hombre de rojo seguía a su amo, sonriendo malicioso. —Alteza, ¿puedo saber sus razones tras la molestia? —Simplemente no quiero verle. —¿No será que se encuentra celoso porque el joven Klotzbach ve a la señorita Lotus todos los días de su vida? Wilhelm se detuvo en seco usando su largo y fino índice para callar a su sirviente. —No vuelvas a decir eso. Ellos son hermanos. —Estoy seguro que usted querría tener un lazo así de profundo con la señorita. —¡Claro que sí! Pero no como su hermano, precisamente. —¿Cómo amigo? —Ni que fuera tonto. —Alteza, si quiere acercarse a la señorita, le recomiendo que se lleve bien con Sebastian. Si hay una frontera por cruzar no es don Estuardo, padre de nuestra queridísima Lotus… —Ya entendí el mensaje. —Me alegra escuchar eso, amo. —¿Será por eso que la pobre sigue sin compromiso? —Me atrevería a decir que… sí. —Qué locuras dices, lo dije en broma. —Sebastian no es alguien para tomar en broma, Alteza… y su primo tampoco. —Está bien, no forzaré a Helmut a practicar. —No me refería a eso, mi joven amo. Ambos son letales, mantenga bue- nas relaciones con ellos. Les desea como aliados, Altecita. Wilhelm clavó sus ojos en los de Benedikt, quien sonreía plácido escon- diendo la malicia del conocimiento. —Beni… —Usted ha dicho estar “crecido”. Pues bien, ya que se designa como adulto, sepa usted que su primo está interesado en la señorita Klotz- bach. Y, según mis observaciones, ese interés es perfectamente corres- pondido. Es sólo cuestión de tiempo para que… —¡Basta! Hablaré con ellos y comprobaré esos rumores tuyos. —Bueno, como usted prefiera, Altecita. Sólo recuerde que su compro- miso está pisando sus talones y, si desea hablar con la señorita Klotz- bach o su primo, sea rápido. Sólo le advierto que eso no cambiará su situación, continuará siendo el prometido de la señorita Frauke Von Freiherr así caiga una estrella del cielo. El niño apretó los puños manteniendo la espalda erguida y firme ganada a pulso por la práctica. En su mente revoloteaban las ideas confusas so- bre los protocolos, las fiestas, cuando hablar y qué hablar, cómo sonreír 40
Victoria Leal Gómez y a quienes. Suspiró sin mirar a Benedikt, quien escondía las manos ente sus mangas notando que su pequeño efectivamente crecía ante sus ojos. —Beni—Wilhelm se detuvo en seco, dando la espalda a su fiel amigo de rojo— ¿Tú escogiste esta vida? —Perdone mi torpeza, ¿a qué se refiere? —Desde muy temprana edad se me ha enseñado compostura, guardar mis comentarios, mesurar mis gestos, hablar con este o con aquel pero en lo profundo, siento que no estoy hecho para esto. Mentir, conspirar, escuchar murmullos y suponer es horrible, una carga pesadísima que no deseo cargar. —Querido mío—Benedikt quiso mimar el hombro del niño a cuatro zancadas de distancia pero se detuvo, dubitativo— Eso es parte de ser rey. Efectivamente es un deber muy grande para sólo un hombro, por ello estamos aquí, somos los pilares que refuerzan la techumbre de su futuro gobierno, Altecita. Guíenos como usted crea. —En el fondo yo sé que no fui hecho para esa corona—Benedikt levantó sus largas orejas ocultas en la maraña de cabello crespo, tragando sus palabras—No lo sé, es como un susurro lejano, el eco en una caverna sin luz. Hay alguien dentro y ese alguien es… es… alguien olvidado. —Alteza, comprendo su malestar y duda pues se le han otorgado mu- chos deberes últimamente—Benedikt instó al niño a continuar el avance por los corredores, afirmando su mano en el codo del joven amo—Pero pierda cuidado. De un paso a la vez. Wilhelm asintió silente al verse reflejado en unos cántaros adornando la esquina por la que debían avanzar, jarros dorados decorados con rubíes y esmeraldas que también se hallaban en la cocina, más pequeños cla- ramente pero igual en belleza y brillo. Estaban repletos de dulce mosto, fueron puestos en bandejas y llevados al mostrador donde un hombre de azul cielo servía un poco del licor en una copa. Cada jarrón fue inspeccionado por el hombre quien percibía los aromas con todos sus sentidos, arrojando el contenido a una barrica al dar su aprobación. Sin embargo, uno de los jarrones fue apartado por el hom- bre. —Descártalo. Tras él, un sirviente anotaba apuntes en un libro de actas admirando la tenacidad de su amo en inspeccionar hasta los manjares a punto de ser puestos en la mesa. El jarrón desechado fue tomado por una sirvienta, quien lanzó el mosto por el desagüe. —Amo, es usted increíble. —Es mi trabajo. —Sólo para fines del acta, mi señor, ¿por qué ha descartado aquel licor y no los demás? —De aquel jarrón beben las Majestades. Alguien añadió una porción del hongo Sin Afán. —Vaya, no sabía que podía ser detectado tan fácilmente. —No lo es—El hombre de azul cielo y larga cabellera alba hasta la cin- tura se aseguraba de que el nuevo mosto en el jarrón estuviera limpio al observar a la sirvienta—Doy gracias a los Altos por agudizar mis sen- 41
El Sanador de la Serpiente tidos. El sirviente anotó lo necesario en el libro de tapas granates antes de que su amo inspeccionara las carnes asadas dispuestas en perfecto corte de medallón sobre bandejas de plata adornadas con joyas traslúcidas. La cocinera cortó un trozo de carne de cerdo acercándola a la esculpida nariz del hombre, quien detestaba el aroma de la carne. —Señor, le ruego no haga muecas a mi comida. —Disculpa, es sólo que detesto el olor a cadáver. Mi nariz se ha arrugado involuntariamente, estoy seguro de que su bendecida mano a cocinado una estupenda cena. Ignore mi gesto y no se aflija, todo está en orden. —¡Por supuesto que lo está! —No se ofenda pero una de sus doncellas tiene Sin Afán en sus bolsillos y ha osado en contaminar la bebida de mi querido rey. Así es que, sin más reparos, le pediré que reúna a todas sus subordinadas porque mi lacayo les auscultará hasta el último bolsillo. La cocinera dejó el cuchillo de carnes en el mostrador aplaudiendo en el aire para convocar a todas las mujeres encargadas de organizar los manjares en la mesa, reuniéndoles en perfecta fila un hombro con otro. Las jovencitas de ropajes uniformados en amarillo pálido permanecie- ron cabizbajas, en silencio. De vez en cuando alguna miraba a su com- pañera de reojo, haciendo alguna morisqueta sospechosa pero nada se- rio, se trataba de la simple curiosidad principiante. El sirviente del Senescal alargó la mano donde sostenía su libro de actas, tomando aire e hinchando el pecho para verse más imponente o gallar- do, quién sabe. Se plantó frente a las sirvientas asustadas por la mirada fría del Senescal cruzado de brazos, quien no emitía voz alguna. Finalmente, el sirviente carraspeó, hablando con grande tono. —Señoritas, señoras. Mi amo, el Senescal Ritter zum Neuenthurm, fiel a la corona de Älmandur, tiene una misión: la de proteger la integridad de nuestras Majestades. Para ello, se le ha solicitado… —Menos pompa, por favor. Al punto. —Em… sí, señor. Discúlpeme. Como les decía, el amo zum Neuen- thurm tiene la misión de… —Alguien busca crear un sueño profundo a nuestras Majestades al uti- lizar una gran porción de Sin Afán en la bebida—El sirviente escudó su pecho con el libro, retrocediendo hasta quedar tras su amo—La donce- lla que confiese su crimen será perdonada e interrogada para conocer a la mente tras la idea. Si en este momento deciden guardar silencio, a todas se les cortará la mano derecha. La cocinera abrió grandes ojos, agarrando su cuchara de madera para batirla ante la mirada sin brillo del Senescal. —¡Pobre de ti que hagas algo como lo que acabas de decir, niñito en- greído! —Señora, baje su arma—Ritter tomó la cuchara y, suavemente, la aco- modó de regreso en el mesón— Si desea conservar su mano sólo debe instar a sus subordinadas a comportarse como las buenas muchachas que son. Mi lacayo se encargará de ello, yo tengo labores más nobles. —Típico de ustedes, encargando el trabajo sucio al resto. —Mi querida cocinera, sabemos que eres muy diestra en tu trabajo. Un 42
Victoria Leal Gómez dolor muy grande nos causaría tu ausencia en palacio. —¿Planea cortarle la mano a mis niñas? El Senescal tenía las manos cruzadas tras la espalda, avanzó lentamente hacia el aparador que guardaba los machetes para carnes. El mueble fue abierto, siendo tomado aquel cuchillo con mayor peso y filo. —Se equivoca, nadie le hará daño a nadie si hay buena disposición. Mi lacayo sólo registrará el incidente y me entregará un reporte. Me gusta ocuparme de mi trabajo de la forma más diligente posible. Si no amara mi labor, no estaría en la cocina, impregnándome con los hedores pro- pios de tal sitio. La fila de sirvientas permanecía silente y ordenada, incluso cuando el Senescal avanzó hacia una niña en delantal blanco. El hombre de azul cielo agarró la mano derecha de aquella niña, analizando la estructura de los finos huesos. —Una exquisitez de piel. Sería una lástima. Mas pierda cuidado, esto será tan rápido que no podrá sentirlo. La niña desviaba su mirada hacia el lado contrario, apretando los dien- tes mientras su amiga le abrazaba. El Senescal hundía el filo del cuchillo cuando una doncella dio un paso al frente, siempre cabizbaja. El lacayo miró el rostro de la sirvienta, anotando el nombre de esta en el libro de actas. —Estoy encantado por su honestidad—Ritter entregó el machete a la abrumada cocinera, quien aceptó el objeto en silencio—Háganos el fa- vor de acompañarnos. En silencio, la sirvienta asintió, siendo tomada por el lacayo hacia una sala escaleras abajo. —Agradezco la inmensa cooperación, son ustedes muy gentiles. Haré que se les premie la honestidad y fidelidad. Tienen mi palabra—El Se- nescal hizo una profunda venia, posando su mano en el centro de su pecho, sonriendo—Al final de este día recibirán un incentivo que sus familias agradecerán. Hasta entonces, espero que su amable destreza se mantenga. Coordinadas, las mujeres de uniforme amarillo pálido respondieron la venia con el mismo gesto. Las mujeres quedaron reunidas alrededor de un punto invisible, cuchicheando crueldades contra la atrevida conta- minando los alimentos y, al mismo tiempo, lamentando no haber sido lo suficientemente diestras para obtener un hongo tan eficaz que les li- brara del yugo palaciego. El grupo fue disperso cuando la cocinera azotó su cuchara de madera contra le mesón, vociferando la lentitud para dis- poner las bandejas en las mesas ya adornadas con manteles. El alboroto permitió que el Senescal siguiera un camino escaleras abajo, escondido tras un armario repleto de platería movido por el fiel sirvien- te quien jamás descuidó a la doncella traicionera. El pasadizo se construía en caracol perdiendo luz a medida que se avan- zaba por los roídos escalones de piedra humedecida y con gusto a moho que ni las ratas disfrutaban pues se alejaban por cada paso que el Senes- cal daba, arrugando la nariz ante el espectáculo tan desagradable a sus sentidos. Una marcha breve de unos cinco antipáticos minutos culminó frente a 43
El Sanador de la Serpiente una puerta de madera sujetada por antiguos pernos de hierro ya enne- grecido, sitio donde la sirvienta se afirmó, como si supiera el destino que le esperaba tras aquel pórtico mas no enseñó temor. —Señor, es usted formidable. Hemos conseguido al primer intento que la traidora se delatara, le felicito por su táctica inesperada. —Procura premiar a la chiquilla que no lloró al sentir el filo de aquel cuchillo en su hermosa piel inocente. Es valiente, registra su nombre. —Sí señor, eso haré…y, si me lo permite, reservaré una ganancia espe- cial para la Jefa de Cocina, siempre nos ayuda pero ahora ha demostra- do un aplomo excelente. —La señora es buena actriz, debería contratarle para mi compañía. —Disculpe mi atrevimiento, mi señor—El lacayo abrió el pórtico re- volviendo entre un manojo de llaves cobrizas y trizadas, empujando al interior a la doncella de amarillo— pero, ¿alguna vez ha pensado en un posible fallo? —¿Fallo? ¿Insinúas que, en alguna extraña situación, una doncella deja- ría que le corten la mano o la lengua? —Sí, señor, eso mismo digo. —Puede ser. Alguien con una fidelidad tan arraigada es comprensible, yo mismo dejaría que me lo hicieran si con ello logro proteger al rey y su mujer. Si alguna vez se me diera castigo por traición yo lo aceptaría honorablemente, así se tomara mi vida como pago. —Señor, usted me sorprende pero… —¿Cuál es tu duda? —Una cosa es decir lo que se puede hacer y otra muy diferente es ha- cerla. Ahora usted me dice que aceptaría la muerte pero, ¿en verdad lo haría, estando bajo el filo de la espada? El lacayo notó la dura expresión de su amo silencioso y de ojos azules como su vestidura, tragando saliva al conocer la respuesta honesta de un hombre implacable. Encendió la única vela disponible en el cuar- to donde la doncella se escudaba contra un muro de piedra. A su lado colgaban implementos de hierro y parecían sucios con costras granates mas ningún artefacto conseguía quebrantar su rostro pálido, parecía que un embrujo le mantenía estoica como la roca golpeada por la po- tencia de la cascada. Manchas en la pared evidenciaban una vida anterior en aquella celda, el hedor mostraba la crueldad de un salvaje interrogador, esta extraña mezcla de circunstancias doblegó la voz del joven lacayo y su libro, el cual fue puesto sobre la mesa. —Mi señor, yo hablaré con la doncella, pierda cuidado. —Muy bien. Me corresponde alistarme para la fiesta, sé que harás lo correcto. Por favor, avísame si requieres de mi asistencia. Notifícame de todo. —No me atrevería a interrumpir su diversión, mi querido amo… confíe en mi, por favor. —Pues, ¿qué más por decir? Éxito. —Hasta pronto señor, disfrute de la cena—El sirviente estiro la mano para detener a su amo al tocarle el hombro sutilmente— Una última pregunta, señor. 44
Victoria Leal Gómez —Pues habla. —¿Está seguro que el jarrón de mosto envenenado pertenecía a los re- yes? Yo juraría por mi familia recién formada que se trataba del jarrón de nuestro príncipe. —Soy custodio de la familia real. El príncipe es nuestro futuro, doy mi cuello por ese niño. Ahora, te suplico detengas tus preguntas o te dejo sin trabajo, lo cual sería una lástima para tu mujer e hija. —Sí, señor. Mis disculpas. El hombre de anchos hombros dio la vuelta subiendo las escaleras mien- tras el lacayo cerraba el pórtico, sentándose en una silla frente a la mesa que podría romperse por la mera brisa que pudiera colarse hasta aquel sótano. Del otro lado se encontraba la doncella, entre lágrimas contenidas y ojos de fuego, apretaba sus faldones, clavando su mirada en el joven sirvien- te. —Oye, a mí tampoco me gusta esto. Pero es mejor que lo haga yo por- que mi amo es un poco… es poco delicado. Habla y te aseguro que te perdona la vida. 45
El Sanador de la Serpiente 3. SOBRE LA INCOMODIDAD DE SER SIEMPRE TAN CORRECTO. Wilhelm continuaba con largas zancadas frunciendo el ceño, bajando ligeramente la cabeza a los sirvientes y guardias que se inclina- ban en silencio para saludarle. Las anteriores palabras de Benedikt con- siguieron concentrarle en su trabajo pero eso no significaba que, bajo la tiara de oro en su frente, se hubiesen disipado los deseos de libertad, de viajar más allá de Älmandur y conocer tierras y nuevas costumbres, otros idiomas o plantas, confirmar o descartar las historias en sus libros sobre Altos escondiéndose en villas sin nombre. Repasaba la lista de invitados en su palacio cuando su voz tomó la fuer- za necesaria para hablar coherentemente. —He leído poco de la casa de Klotzbach. Infórmame, por favor. Benedikt enderezó la espalda, revolviendo en sus memorias todos los li- bros habidos y por haber. De vez en cuando, entre las letras y los árboles genealógicos, se mezclaban los discursos de Fritz y la sangre de distintas batallas pasadas. —La casa de Klotzbach es reciente. Ferdinand Klotzbach, padre de don Estuardo; fue quien inició la dinastía al unirse a la Academia de Caballe- ros, graduándose con grandes honores al conquistar las tierras del este. —El abuelo de Sebastian era un hombre bravío. Si no me equivoco, su excelente desempeño en la Guerra del Fuego le fue premiado con parte de las tierras conquistadas en el este. Una vez atravesado el largo corredor paralelo al que llevaba a la biblio- teca, Wilhelm y Benedikt se internaron en los aposentos privados del heredero. —Está en lo correcto, Alteza. ¿Qué más necesita saber? —Sólo continúa. —Muy bien. Como ha dicho, el señor Ferdinand, entonces Caballero de la corona de Älmandur; fue premiado por su valentía y nombrado Barón, siendo las tierras del este su dominio. Tras ello, contrajo matri- monio con… Dos sirvientas procedieron a cambiar la camisa fina de Wilhelm y los pantalones marrones por unos de brillante azul. La camisa fue reempla- zada por una túnica blanca, cubierta por otra túnica azul bordada con hilo de oro. —Con la Ilustre Dama, Agnes von Freiherr. —Correcto. —Y de esa unión, nació Estuardo, quien adquirió el título de Conde al contraer matrimonio con Catalina von Freiherr. Y ahora, Sebastian, tras participar en las tres batallas por la defensa de las tierras del este, se ha ganado el título de Marqués del Este…—La sirvienta posó en la cabeza del heredero una trenza de oro cuya forma recordaba a los halos de los ángeles— Actualmente se ha comprometido con la hija mayor de los Neuenthurm, quien en la actualidad vive en villa Orophël al servicio del señor de dicho sitio. De esta forma, reafirma su nobleza… ya nadie puede decir que son simples Caballeros. Interesante familia. 46
Victoria Leal Gómez —Alteza, si ya sabía todo esto, ¿por qué me lo ha preguntado? Wilhelm sintió cosquillas cuando la sirvienta amarró el cinturón en su cadera pero evitó la risa, mirando a Benedikt. —Para recordar a mis queridos invitados antes de cenar con ellos. Todo un deleite, ¿no crees? —Ciertamente, Alteza. Han ganado su nobleza a pulso. —De todas formas, Beni, ¿qué significa ser Noble sin las acciones de ayudar al prójimo? ¿Acaso nuestra sangre es de otro color, nacemos de los repollos en el campo, nuestra lengua es incomprensible o es por el hecho de venir de los Cielos? Los únicos “Nobles” de auténtica “alcur- nia” somos los von Freiherr pues las demás familias son meros plebeyos que nos han facilitado la vida aquí, en Älmandur. Mas esas familias han hecho el bien de diferentes maneras, tanto para nosotros como para el supuesto vulgo… ¿qué nos aparta a nosotros, los Von Freiherr, de los demás hombres? Somos exactamente iguales. Un ciego podría tocar mi rostro, el de Helmut y el de Sebastian y jamás podría asegurar cual es el humano de este mundo y cual provino del Cielo. Dime Beni, ¿qué significa ser “Noble”? Las sirvientas hicieron una venia retirándose en silencio por una puer- ta secundaria escondida tras un cortinaje de brocatos verdes. Benedikt acomodaba la tiara en la cabeza de su amo, notando un brillo malicioso en los ojos del niño. —Esa pregunta le será respondida a su tiempo, Altecita. Todo lo que yo puedo decirle es… le pediré que no diga estas cosas frente al público, especialmente ante sus padres. Podría hacerles ver su escaso interés en la corona. —Pff, está bien. Pero no estoy hecho para esto, tal vez mi primo o Sebas- tian puedan hacerlo mejor, ambos saben sonreír en el momento exacto y nunca… —Nunca… —Jamás meten la pata. En cambio yo lo único que hago es darle ver- güenzas a mi padre. Si fuera más estricto conmigo a me habría reventa- do el trasero con el cinturón. Menos mal que Fritz tiene esa alpargata, mi mejor entrenador de carácter. Uf, soy demasiado suave y lo peor es que es visible. Ya verás que, cuando sea rey, todo el mundo se mofará de mi. Cualquiera imitará a los arribistas Klotzbach y se llenarán de títulos a costa de los impuestos del pueblo. Ahora que recuerdo, los Neuen- thurm son de la misma calaña. —Amigos de vuestro padre, Alteza. Le han salvado de envenenamientos y puñaladas. Para compensar la fidelidad, al señor Ritter Neuenthurm se le nombró Senescal. Cabe mencionar que pronto, será padre por se- gunda vez. El sanador observó la forma del vientre de la señora Näurie Neuenthurm, anunciando la llegada de un varón. Wilhelm se miraba en el espejo. Tras él, sobre un escritorio yacía el libro regalado por su madre. Miraba el reflejo del diario con brillantes ojos, hecho notado por Benedikt. —¿Se ha casado con alguna pariente mía? He notado que es la mejor forma de robarse los títulos. Ahora entiendo la prisa por mi boda con Frauke, seguramente algún petimetre Caballero anda tras ella, tal vez 47
El Sanador de la Serpiente el Escudero de Helmut que parece mosca en la miel. ¿Cuál era su nom- bre?—Wilhelm rascó su barbilla titubeando un segundo, registrando en su memoria el rostro del mencionado hombre—¡Ah!, Nikola. Se rumo- rea que fue un mísero bandido antes de ingresar a la Academia, y ahora es Escudero. Que los Altos le alejen de Frauke, me da mala espina. —Altecita, debería ocuparse de Ritter Neuenthurm, no de un mísero Escudero. —Si tú lo dices… —Retomando los títulos de nobleza, el caso de don Ritter es diferente pues él se encontraba casado cuando se le cedió el nombramiento. —Qué terrible situación, estoy forzado a ser esposo de Frauke para evi- tar otro sinvergüenza en la familia. Y yo pensando en Lotus… ahora entiendo porqué Fritz suspira cada vez que le digo algo sobre ella. Soy ingenuo, pero con mayúsculas. —Si la señorita Lotus fuera su esposa, le estaría dando más poder a la casa de Klotzbach, Alteza. Ya poseen tres bastiones más el territorio en el este, considérelo. —Muy desfavorecedor, tienen el poder de ingresar bienes por la fron- tera. —Pero recuerde que lo más relevante es esto: la casa de Klotzbach es dueña de los territorios en el este. La casa von Freiherr no tiene mucha soberanía en ellos y, un matrimonio con Lotus Klotzbach propiciaría… Wilhelm giró la cabeza rápidamente, fijando sus ojos en Benedikt. —Las tierras del este son colindantes a territorio de Äingidh… de he- cho, la actual fortaleza de Klotzbach eran los bastiones de tales criaturas. —Así es, Alteza. Mas la familia Klotzbach es salvajemente valiente. —Por favor, no continúes. Fritz tiene razón, las Majestades han escogido correctamente a mi esposa. Si mi matrimonio con Lotus fuera real, las tierras del este me pertenecerían y sería responsabilidad del reino ocu- parse de los Äingidh en una guerra sin fin que nos llevaría la debacle económica. —Sí, tienes razón. Mejor me callo. —Sin embargo, Frauke es mi prima. Por todos los Altos, no me termina de convencer la idea. Wilhelm arrojó todo el aire en su interior, ensayando la sonrisa que de- bía lucir en la cena. Imitaba la mueca que Fritz usaba en las ceremonias, gesto aprendido desde juventud. —¿Cómo hace Fritz para que sea vea natural? —Mi buen amigo nació fingiendo sonreír, Altecita. Lo conozco desde que tengo siete años y ya entonces se miraba al espejo practicando la sonrisita que tiene hoy. Todo un caramelo.. pero tuvo tiempos felices en los que… olvídelo. —Necesito su secreto, seguro que Sebastian ya lo maneja al dedillo. —Ya lo creo, ni se esmere en preguntarle al joven Ritter porque ese es tan pesado como Fritz. Perdón, el amo Ritter es difícil de llevar. —Pero Ritter sólo tiene veinte años, ¿en verdad puede ser tan pesado como Fritz? —No sonrió ni para el día de su boda. —¿Quién sonríe el día de la boda? Ni que fuera una fiesta. Es decir, ni 48
Victoria Leal Gómez que fuera sinónimo de gozo. —Alteza… El príncipe avanzaba hacia el corredor cuando fue alcanzado por Bene- dikt quien le acercó el diario de tapas verdes junto a una pluma entin- tada. —Alteza, ya que es oficialmente una pertenencia suya, le rogaría fir- marlo. —No firmaré una página en blanco tras escuchar tamañas historias de los Klotzbach y los Neuenthurm. Benedikt soltó una risotada que le constipó las costillas. Apenas retomó el aire, se arrodilló para ofrecer su espalda como escritorio. —En todo caso, Alteza, le aseguro que Ritter es alguien digno de su con- fianza. Él le aprecia muchísimo y hará lo que sea para cuidarle. —Ni amarrado confiaría en alguien así. —Olvide nuestra charla, Altecita, sólo ponga en la primera página que el libro es de su pertenencia, de esa manera nadie podrá embaucarlo. Vamos, ¡hágalo! Wilhelm tomó el diario, afirmándolo en la espalda de Benedikt, quien sintió la fina mano del príncipe escribir sobre el viejo papel amarillento y crujiente. —¿Pongo mi nombre completo? —Con títulos y todo, Alteza. Y añada el dibujo de una hoja para finali- zar, recuerde que ese es el símbolo de su linaje. —Buf, terminaré mañana. Espero no sufras de tus rodillas. —Hoy se han portado bien las muchachas. El sanador me dio un un- güento que parece obra de los Bailarines de Trébol, Alteza. Hasta me dio el coraje de subir escaleras, ¡me siento de su edad! Estoy listo para volver a buscar esposa, tantos años de luto me están matando. —¿No estamos muy tarde? Dicho esto, Wilhelm sintió una sombra en su espalda. Levantó la pluma del papel, entregándola junto al diario, volteando para notar la imagen de un hombre ataviado de plata. —Alteza. —Hola, Fritz. Lindo traje, combina con tus ganas de sonreírle a la vida. Benedikt tapó su boca con la mano al ponerse de pie y voltear. Carras- peó para tapar su risa, enderezándose. Fritz permanecía calmo e inex- presivo, sosteniendo un pergamino sellado con una cinta roja. —Agradezco su elogio, Alteza. —Uno debe reconocer cuando se hacen bien las cosas. No Fritz, en se- rio, ¿por qué la cara tan agria? Se supone que es una fiesta pero parece que vas a un funeral. —Es hora de unirnos a las bebidas previas a la Fiesta de Bienvenida, Alteza. Le recomiendo un tono mesurado de conversación y un especial interés en el invitado, el Embajador del Milenario Reino de Siam. —De veras, tenemos un invitado diferente ¿cuál es el nombre de nuestro Celeste Invitado? Los tres hombres iniciaron marcha por el corredor alfrombrado de bor- goña y oro, atravesando cuadros de paisajes cercanos. Algunos exhibían nombres como Aldea de Hoja Verde o Villa de las Cascadas mas otros 49
El Sanador de la Serpiente sólo tenían un marco desnudo y era difícil adivinar el sitio retratado ya que la espesura del bosque era similar en todas direcciones y las villas se alzaban allí. Benedikt era el último en la fila, su andar era pesado mas alegre. Leía pacientemente el pergamino entregado por Fritz, quien respondió la pregunta de su amo con tono grave. —Jade Oceánico, Alteza. Real Comandante de la Marina. —He leído que en el Milenario Reino de Siam se bautiza a los niños cuando ya son conocedores de su carácter. —Así es, Alteza. En este caso, Jade Oceánico fue bautizado por su ins- tructor de escuela a la edad de ocho años. Antes de eso, sus padres le llamaban Luz, puesto que le engendraron en épocas tardías de la vida. Wilhelm bajó la mirada involuntariamente, cavilando sobre la escasa información disponible sobre el Embajador del lejano reino. Sin palabra alguna, el grupo atravesó el último corredor hacia el salón donde se esperaba la presencia del niño quien suspiraba tratando de mi- tigar la inseguridad en su pecho y las mariposas en su tripa. Masajeaba su vientre repasando nombres, sus ubicaciones en la mesa, lo que tenía permitido beber y lo que estaría fuera de su alcance. El niño respiraba hondo y tranquilo cuando arribaron al pórtico custo- diado por cuatro guardias en cota de malla. Fritz y Benedikt notaron el nerviosismo en su pequeño amo, siendo el hombre de gris el encargado de animarle aunque con escaso resultado. —Jade Oceánico es el segundo en la línea de sucesión al trono de Siam, Alteza. Actualmente es el Comandante de la flota naviera del reino. Al pertenecer a la familia real, su cabello es un tanto peculiar. —¿Tan asombroso es que necesitas mencionarlo? —Alteza, ¿ha leído sobre Siam? —Así es. La gente de esos lares tiene el cabello como el petróleo y sus ojos como corteza de arboleda añeja. Sus pieles son pálidas y sus ojos rasgados y la realeza es de mayor altura. —Los cabellos de Jade Oceánico son pálidos como la luna llena, Alteza. Sus ojos como perlas del amanecer resaltados con tinta negra y roja. —Todo un ejemplar, me gustaría tener mi libreta para ilustrarle. —Alteza, no es un espécimen. Modere sus comentarios. —Ay Fritz, vaya forma de ayudar al amo. Wilhelm sonrió palmeando el brazo de Fritz, asintiéndole a Benedikt quien comprendió el mensaje dicho en secreto, un “está bien” que el príncipe regalaba a menudo para evitar discusiones. —Supongo que tendrán su forma de explicar el fenómeno tal y como explicamos aquí el origen de mi familia. —Ya recordará lo que hemos estudiado al respecto, Alteza. Hora de in- gresar a la fiesta. Wilhelm exhaló profundamente, acomodando sus brazos a los costados mientras Benedikt peinaba los blondos cabellos levantados en la nuca. —Bien, abre la puerta. —Un momento, Alteza—Fritz posó su mano en el hombro del mucha- cho—Aguarde a las Majestades. Debe ingresar con ellos o se robará toda la atención. 50
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